La campana de Huesca

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La Campana de Huesca Libro 1. El inicio del reino Autor: Javier Sรกnchez


Capitulo 1: En la ciudad de Osca El caballero franqueó la puerta de la estancia a la que había sido invitado. Mientras sus ojos se acostumbraran a la escasa luz, el corte limpio de una espada separó la cabeza de su cuerpo. El apéndice rebotó un par de veces, dejando un reguero de sangre sobre el pavimento de piedra, para permanecer inmóvil, observando, sin vida, la escena de horror que tenía delante de sí.


Capitulo 2: tierras de Languedoc, Francia El hombre que dirigía el caballo con mano férrea, como si la vida le fuera en ello, era el segundo al mando del Cuerpo de Vigilancia, el alférez Rafael Almunia. El aliento del hombre y del equino se mezclaban en el frío amanecer. Rafael franqueo un bosquecillo y se dirigió, por una leve pendiente ascendente, hasta la roca que sobresalía en su vértice, donde podía dominar un amplio panorama.


Rafael era un soldado enjuto, pero de fuerte solidez formada por los duros entrenamientos con la espada y las frecuentes reyertas con los musulmanes en las fronteras del reino. VestĂ­a el uniforme de campo, rojo y azul, lleno de polvo de los caminos recorridos sin descanso, solo interrumpido por las obligadas paradas para dar de beber y pastar a su caballo. Seis dĂ­as antes, habĂ­a comenzado su trayecto y ahora, se producĂ­a un cambio del paisaje, los tupidos bosques de hayas y robles daban paso a tierras de labor


Seis jornadas infatigables, sin apenas dormir, sorteando caminos principales, terrenos plagados de piedras y raĂ­ces ocultas, superando praderas resbaladizas bajo una fina capa de nieve, en su paso por las montaĂąas y todo ello sin despertar recelos para completar su misiĂłn, en el mayor de los sigilos.


Rafael alzo su mano por encima de los ojos, a modo de visera. Las primeras luces del alba dejaban paso a los primeros rayos de sol y estos, elevaban las brumas del suelo. Durante un intervalo dejó de respirar. La niebla realizaba juegos fantasmales, los árboles parecían personas, las rocas, moradas. Tras unos instantes de forzar la vista, una crispación del entrecejo apareció en su semblante. Lo que vio le hizo emocionar.


Capitulo 3: bajo el ibon de Ip Guíame, dijo a Pedro. Pedro no hacía el menor ruido al avanzar. A su espalda, oía el suave tintineo de la cota de malla de su señor padre, el crujir de las hojas, las maldiciones entre dientes de Ramiro cada vez que la espada se le enredaba con los arbustos y la muda presencia de Alfonso.


La luz de la luna iluminaba delante de él un claro del bosque, la rama de un boj recién partida manando savia blanca, una pisada tierna sobre la fina capa de nieve y un gran tronco de pino negro caído sobre el suelo. Aquello a lo que acechaban no hacia ruido. Pedro distinguió un movimiento por el rabillo del ojo. Una mancha oscura se deslizaba entre los árboles.


Giró la cabeza y vio otra sombra plateada en la oscuridad. Desapareció al instante. El viento mecía suavemente las ramas y hacía que rozaran unas con otras. Pedro tomó aliento para lanzar un grito de advertencia, pero quizás estuviera equivocado. Quizás había sido sólo un pájaro, un reflejo sobre la nieve, un espejismo de la luz de la luna. Al fin y al cabo, ¿qué había visto?


— ¿Dónde estás, Ramiro?, preguntó el padre desde abajo en un susurro —. ¿Ves algo?, Caminaba con cautela, de pronto alerta, arco en mano. — ¡Responde! ,añadió. Los bosques le dieron la respuesta: el murmullo de las hojas, el gélido fluir del arroyo, el ulular lejano de un búho…


Una sombra surgió de la oscuridad del bosque. Se alzó ante Ramiro. Era alta, corpulenta y señorial. Su pelambre parecía cambiar de color cada vez que se movía; en un momento dado era plateada como la luna nueva, al siguiente negra, como las sombras, o salpicada del oscuro verde grisáceo de los árboles. El corazón le dio un vuelco. Durante un instante no se atrevió a respirar.


Balbuceó una plegaria a los dioses del bosque y sacó una saeta de la vaina. Se la puso entre los dientes para cambiar de mano el arco. Tenso la cuerda. Se detuvo. Escuchó. Miró…


Le temblaban las manos a causa del frío, o tal vez fuera por el peso de la responsabilidad. Pero Ramiro pensó que en aquel momento ya no era un crío, sino un hombre de 8 años. Entonces le vio los ojos; negros, oscuros como el carbón, brillantes en sus pupilas. Tras él, algo mas lejos, uno a su derecha y otro a su izquierda, sus dos hermanos aguardaban impacientes, silenciosos, pero no hicieron ademán alguno de intervenir.


Ramiro tensó el arco con toda su fuerza y soltó la cuerda. La punta afilada salió disparada cortando el aire con un siseo. El objetivo permanecía rígido, estático, sin adivinar lo que sucedía a su alrededor, en la proximidad del claro del bosque. Entonces la saeta llego por un instante, demasiado tarde, con un movimiento casi casual, el objetivo se aparto de la trayectoria, la punta tropezó con una roca y el acero salio disparado partido en varias direcciones. Ramiro se dejo caer de rodillas.


Los dos hermanos dieron un paso al unísono como si una corriente les hubiera dado una indicación, siguiendo un entrenamiento de años. Los dardos salieron disparados como una lluvia, resueltos, con un silencio sepulcral. La sombra cayó al suelo, abatida, sin adivinar ni especular sobre lo ocurrido. Un grito de muerte resonó en la nocturnidad del bosque, y el resto de las sombras desapareció en la profundidad de la espesura.


El padre se dirigió hacia adelante blandiendo la espada. — ¡Ramiro, es tu deber! — dijo con solemnidad. Ramiro agarró la espada que le ofrecía con las dos manos y cortó la yugular de la presa, descargando todo su peso sobre el cuello de su adversario. La sangre manó de la arteria por la herida, despidiendo nubes de vaho sobre el frío nocturno.


Cerró los ojos, rezó y lloró. Había fracasado en su prueba. Seguramente su padre no le dejaría formar parte de su guardia. Resultaba indiscutible que no dejaba de ser un joven, un niño todavía. Una mano le acarició el pelo de su cabeza, para descender en un sentimiento de cariño hasta la mejilla, pero él sólo tubo una sensación de frío.


El cadĂĄver del ciervo yacĂ­a muerto encima de la hojarasca, tendido junto a sus rodillas, oscuro como la noche. Un gran macho, con una larga y enroscada cornamenta.


Y hasta aquí puedo leer. Si os ha gustado, susurrar vuestros comentarios a la Iguana y también las criticas piadosas. Gracias por llegar hasta aquí. Javier


Capitulo 4: El Monasterio ‌


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