PROYECTO DE INVESTIGACIÓN SOBRE LA ARQUITECTURA VERNÁCULA DISPERSA EN CAMPOS DE NÍJAR
PITAS EN LOS RIBAZOS DEL ALMANZORA FOTOGRAFÍAS DE GUSTAVO GILLMAN
© José Joaquín Parra Bañón
A propósito de Gustavo Gillman, fotógrafo aficionado [Londres 1856 – 1922 Petrópolis]
Gustavo Gillman, Parada entre Almajalejo y Huércal Overa, h.1900 Gustavo Gillman aposta su cámara a la vera de los caminos, en el eje de las ramblas, en los márgenes de las veredas que conducen a los cortijos y espera a que lleguen los caminantes: a que se acerquen las mujeres ataviadas de campesinas, los hombres engalanados para el bautizo o para el funeral, los niños curiosos, que son los únicos que se atreven a mirar de frente a su objetivo, al insecto que es el trípode que afianza la máquina. Avanzan las bestias de carga con sus serones repletos, los mulos con las aguaderas cargadas; o se alejan al trote los arrieros y los carros, y algún perro que los acompaña.
El que el 27 de julio de 1900 luce un sombrero con cinta blanca, el que sujeta la sombrilla plegada a la espalda es probablemente el maestro de Almajalejo, una pedanía de Huércal Overa. Las cinco mujeres que atienden a sus palabras docentes llevan un pañuelo anudado en la cabeza. Una de ellas, además, mantiene en equilibrio una espuerta de pleita: un contenedor fabricado con esparto trenzado en tiras. Al menos una de ellas, la del pañuelo de lunares, es una niña: quizá una adolescente que tímida, tal vez párvula, aguarda en segunda fila.
Gustavo Gillman, Entre Almajalejo y Huércal Overa, h.1900 A menudo Gustavo Gillman elije para salir a fotografiar paisajes almerienses los días de mercado: el tráfico en los caminos es entonces más intenso que a diario, días hueros en los que apenas son transitados por alguien distinto al viento. O prefiere los días festivos, y de ahí que los campesinos no caminen descalzos, mal vestidos, desarropados; por eso que ellas abren un paraguas que las protege un rato del sol, que los niños extraordinariamente se cubran con un sombrero o con una gorra que no es de su talla.
El lugar es casi siempre un escenario de pitas, un fondo de chumberas. Abundan las composiciones con una pita en primer plano, quizá a la derecha, y una hilera de pitas que se aleja por la izquierda en la distancia, penetrando en un paisaje de lomas difusas. Con frecuencia también los pitacos, la presencia de la vertical poniendo en tensión la línea del horizonte.
Gustavo Gillman, Niño en Tíjola, h.1903 Evita Gustavo Gillman los paisajes deshabitados, la estampa deshumanizada. Cuando no se ocupa del ferrocarril o de la mina, cuando sale a retratar los días y sus trabajos, espera a que entre en el cuadro algún aborigen, a que aparezca en el visor un habitante de esos campos ásperos, a que un niño conduciendo un mulo rucio quede centrado en el objetivo. La cabeza blanca del animal y la camisa blanca del niño enchaquetado iluminando ese universo de ramas, de líneas, de trazos, de formas vegetales en todas direcciones entre las que a menudo prevalece la pita, que aquí emerge del muro de piedra y apoyada en los hombros infantiles del paje.
Gustavo Gillman, Mujeres camino de Pulpí, 22.6.1895 El sureste es al perfil de la pita, al alzado filiforme del pitaco, lo que París al esqueleto de la Torre Eiffel, lo que los espejos en la obra de Borges. En la cuenca del Almanzora y en Campos de Níjar, en la ensenada de Los genoveses y en las laderas de la Sierra de las Estancias, hasta hace muy poco gobernaba el espacio la pita, y ella era la que ordenaba el territorio con el auxilio de la chumbera. No hay cámara fotográfica que se resista a la atracción de sus formas, a la tristeza de su biografía, a la violencia de su silueta mixtilínea, a la imposibilidad de la simetría, a la melancolía de su regazo. La de Gustavo Gillman fue una de las que cayeron en la tentación y se sometieron. Este día de junio de 1895 el mundo se ha desplomado levemente hacia la izquierda para equilibrar la vertical inestable de los pitacos, la erección postrera de la pita, de la eyaculación terminal con la que se despide esta variedad de agave. El bosque del primer plano, la línea ondulada de los cerros, el cortijo chato tras las dos amazonas que montan impávidas. Quizá de las dos “almanzoras” y la imposible algaida.
Gustavo Gillman, Dibujo del 18 de mayo de 1893 En primer término la pita florecida, el bohordo funeral del pitaco que anuncia el advenimiento de la muerte, la filacteria de las hojas desordenadas, unas decaídas apuntando hacia el suelo y otras enhiestas, enhebrado el horizonte despejado. Detrás los oteros desnudos, las lomas de los cerros, la fuga del camino, la extrañeza de algún edificio, la impertinencia de los artificios.
Gustavo Gillman, Campesino, h.1895 Arrugadas, enmarañadas, textiles, las hojas de las pitas. Flácidas después de la época de erección, vencidas por el tiempo y por la ausencia, por la aridez y la mezquindad pluviométrica del clima. Son erizos vegetales. Son tentáculos de la tierra instantes antes de aprisionar al campesino. Son sistemas de defensa, plantas necesariamente hostiles, agresivas. Son ámbitos, haces radiales de lanzas afiladas.
Gustavo Gillman, Almanzora, 1895 Las pitas flanqueando el camino, apostadas al acecho en los taludes de los lados. Son bienes comunales que florecen en medio de ninguna parte, en las franjas de suelo que desprecian los catastros, en los bordes anchos, en las lindes difusas, en las pendientes no registrables, en los confines de los balates, en los lugares de nadie. Siempre alertas, siempre preparadas para la guerra. El caminante precavido y el jinete prudente ha de estar atento y alejarse de ellas para que no le ensarten uno de sus ojos.
Gustavo Gillman, Paraje de la Ojilla, Cantoria, 24.5.1809 El color: el autocromo, el fotocromo, la paleta de verdes y de amarillos, la gama de rojos en los frutos estacionales. Las lanzas verdes de las pitas, los espetos c贸nicos del campo. R铆os de agujas, trazos impenetrables de alfileres, eficaces como alambradas de espinas. A la altura de los ojos y no en las cumbres de los montes, donde las imagin贸 Federico Garc铆a Lorca para compararlas con un gato erizado.
Gustavo Gillman, Fines, 1894 Los árboles, las chumberas alineadas, las pitas que definen los límites de las veredas, el ámbito de los carros y los transeúntes, el pasillo entre el cortijo y el mercado, el espacio de los ambulantes. Las pitas construyen los linderos almerienses: son tapias naturales en los bancales, las bardas de las hazas, eficaces como los vidrios rotos hincados en las albardillas de los muros limítrofes.
Gustavo Gillman, Camino de Cantoria, 18.7.1894 El verano, las pitas que no dan sombra, las varillas curvas del paraguas, la estructura flexible de la sombrilla, los radios terminados en pĂşas romas, como las agujas de las hojas afiladas de las pitas. Las pitas no ofrecen refugio, amparo, cobijo. No son domesticables. No son amables, humanas. Como a la tierra, hay que golpearlas. Como al esparto, para que sirvan de provecho, para extraerles la fibra, hay que machacarlas.
Gustavo Gillman, Yendo a un bautizo, 30.5.1894 El treinta de mayo de mil ochocientos noventa y cuatro, sesenta y ocho años antes de la natividad del redactor, el fotógrafo sitúa su trípode en medio de un camino pedregoso y espera. Tres son los que se dirigen al bautizo. Las sombras a plomo del mediodía los delatan. Nadie cortó jamás en aquellas tierras desamparadas la hoja de una pita, la penca de una chumbera, la palma de una palmera para darse sombra con ella. Ni siquiera para fabricarse un abanico.
Gustavo Gillman, Arboleas, 12.10.1895 Las cañas en la ribera de la rambla, entreveradas con las pitas, también recolectadas por la necesidad. En los cañaverales de secano y en las pitas las largas hojas de igual modo vencidas por la gravedad, postradas con una postura similar. Las plantas silvestres, así el esparto y la caña, la anea o la penca, como materia prima, como recurso primordial, como consuelo para el hambre.
Gustavo Gillman, Transportando pitas, 22.3.1899 La pita dentro del serón como forraje para el ganado: las pencas espinosas de las chumberas y las hojas fibrosas de las pitas. Si las cabras o las ovejas se las comen es porque carecen de alfalfa, de brotes a ras del suelo, de pastos frescos. La naturaleza allí ofrece sus alimentos más ásperos, sus productos más difíciles.
Gustavo Gillman, Camino de una era en Cantoria, h.1907 Los pitacos polidáctilos, las pitas cefalópodas, las burras asimétricas. Las pitas que desbordan la barda y se derraman, la mujer que dirige la mies hacia la era para la trilla. Antes de abrirse para fecundar al mundo circundante los pitacos son espárragos colosales, brotes ciclópeos, vástagos minerales, periscopios del subsuelo; mástiles antes que espigas, ejes del paisaje y de la batidora que gira a sus pies.
Gustavo Gillman, Reata de mulas camino de Cantoria, h1907 El mismo camino de antes junto a la vía férrea en construcción, ahora desde una posición más alta, quizá una toma del mismo día. Las hojas de las pitas inmóviles, hurañas, metálicas, fingiendo que son mecidas por el viento, que están ahí desde el principio del mundo, prehistóricas. Las pitas no son vernáculas, originarias: son extrañamente postcolombinas, importadas (aunque ellas no lo saben).
Gustavo Gillman, Mujer camino de Pulpí, 1899 El pitaco se niega a ser la flor agónica de la pita, su último suspiro: vertical reivindica su naturaleza, su porte de árbol conífero al tiempo que reduce a zarza la pita. Un pitaco es una línea: aquí tres líneas aspirantes a paralelas, deshilachadas, afloradas por la punta.
Gustavo Gillman, Cerca de Cantoria, 1894 Las pencas escuálidas de las chumberas ribereñas. La silueta lacrimosa, la estructura alveolar. Las palas sirviendo de cofia, de peineta a la madre sin cántaro que no se apoya en su hija. El chumbo maduro, la fruta oval astringente, la chirimoya anaranjada de pepitas diminutas, la pitaya de pulpa granulosa, el higo con espinas. Comer chumbos cuando no hay otra cosa que llevarse a la boca, hasta reventar, como aquel pobre hombre del que habla Goytisolo en capítulo V de Campos de Níjar.
Gustavo Gillman, Mujer en el cortijo La Fuente, Zurgena, 1908 No hay más horizonte que el horizonte redondo de las chumberas y que el horizonte el anguloso de las pitas inquietas, nerviosas. Ella posa escultórica, cerámica, divina. Las pitas y las chumberas son cántaros, aljibes, depósitos avaros del agua. Los chumbos cárdenos, como cuenta Antonio Ferre, sirven de colorante improvisado, de sangre para el pistolero malherido.
Gustavo Gillman, Camino de Cantoria, 22.3.1899 Entre los haces de pitas, el camino y la sombra. Si en vez de dos mujeres, solos una mujer cabalgando y un hombre a pie; si en vez de dos burras antitéticas solo una burra sin serón: Camino de Belén. Si en vez de dos mujeres a cubierto, solo una mujer con su hijo a lomos de una burra sin aguaderas y un hombre a pie guiándolos; Huida a Egipto.
Gustavo Gillman, Familia en Pulpí, h.1900 (fragmento 1) De entre todas las pitas (ninguno de los lugareños las llamaría agaves), no las que macizan el fondo sino las del primer plano, las que convergen en el ojo del animal, las que por la derecha amenazan a los niños. Son cinco los niños en la fotografía completa; cuatro los que se ven en este detalle: el que camina sonriente con la gorra en la mano; el que cabalga con sombrero cabizbajo; la que indiferente viene en brazos de su madre y el que mira de reojo, apenas visible agazapado en el interior de las aguaderas.
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Gustavo Gillman, Familia en Pulpí, h.1900 (fragmento 2) El quinto niño está desnudo y no forma parte del grupo de caminantes engalanados. Tampoco la mujer que lo sujeta, que lo ampara bajo su brazo, que lo deja llorar u ocultarse de la cámara intrusa e impertinente. Ambos están descalzos: no hubo esparto suficiente para unas esparteñas ni pitas suficientes para trenzar una soga. El niño, que cabe dentro de ella, como si fuera un lagarto, se refugia dentro de la pita. El niño, aunque es improbable, a pesar del frío, quizá sea inmune a la herida. El niño y la pita son aquí la misma cosa.