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Las palabras & el tiempo Abelardo Castillo

Libro: Desconsideraciones Capítulo: “Las palabras y el tiempo”


Yo t e n i a v e i n t e a 単 o s


No dejarĂ­a decir a nadie que es la mejor ĂŠpoca de la vida


Estas palabras de Paul Nizan son la cifra mรกs elocuente de esa edad que llamamos adolescencia. Ya se sabe: adolescencia viene de dolor, de adolecer. Se adolece de la adolescencia como de una enfermedad: nos duele como una de esas lastimaduras dulces que deliberadamente martirizamos para que no cierren del todo.


Aunque no me sabe explicar por qué. No puede ser por su trivial falsedad.

Laen juventud consiste no tener pasado :

me dicen que esta frase de Maragall maravillaba Unamuo. Yo sé de hombres que llevan a cuestas el pasado y la nostalgia de ese pasado más o menos desde los diez o doce años, y me consta que hay quienes han perdido su Paraíso mucho antes y se pasan el resto de la vida buscándolo. ya a los 7 años, escribió nietzsche, supe que ninguna voz humana llegaría hasta a mí.


Lo que no tiene el adolescente, lo que no puede puede sentir, es el futuro: yo sé de muchos hombres que se llevan a cuestas el pasado y la nostalgia de ese pasado más o menos desde los diez o doce años, y me consta que hay quienes han perdido su Paraíso mucho antes y se pasan el resto de la vida buscándolo. Esa es su angustia y su privilegio. Hágase esta prueba, suponiendo que sea

necesaria: trate alguien de serenar a un adolescente explicándole que cuando cumpla treinta o cuarenta años este problema o este amor, esta rebeldía o esta insatisfacción que hoy juzga definitivos, le van a resultar ridículos o banales.


La adolescencia es el País del Nunca Jamás, yTalesevez porpaís es siempre ahora. eso ciertos grandes libros se entienden sin esfuerzo en la adolescencia. La novela que lee un adolescente sucede y se materializa en esta lectura, y se instala en el mundo con la fuerza y la verdad de lo absoluto. Siempre me ha llamado la atención que un chico de quince o dieciséis años pueda leer con sucesiva naturalidad a Kafka, a Miller, a Tolstói, a Bernhard, a Lowry, y que rotundos profesores universitarios de cin-

cuenta no comprendan una sola palabra de casi ningún libro. He oído a un chico de diecisiete años, fanático de los hermanos karamázov, juzgar y casi demoler el cristianismo de Dostoievski, razonando con impiedad que le era imposible pensar a Gruchenka sentada en las rodillas de Alíoscha sin que, por lo menos, el cuerpo de Alíoscha reaccionara de algún modo.


¿Cómo es posible una obra de casi mil páginas escrita en la madurez onmicomprensiva de un novelista como Dostoievski, pueda ser admirada y discutida por un chico de diecisiete años?

es una estupidez, me dijo, una mentira: dostoievski quiere demostrar que alíoscha es bueno, puro y cristiano, y lo hace parecer imbécil. Yo defendía vagamente a Dostoievski pero no pude no recordar que León Tolstói pensaba casi lo mismo. Tolstói sostenía que Dostoievski era incapaz de imaginar personajes naturalmente buenos: le salían estúpidos o enfermos. Por fortuna, nuestro vehemente mucha-

La pregunta es retórica, pero tiene una respuesta: es posible cho dostoievskiano estaba de acuerdo con casi todo lo demás, con los arrebatos de Mitia, con el diabolismo de Iván, con el asesinato del viejo Karamázov, con el Gran Inquisidor. ¿Cómo es po sible, sin embargo, una obra de casi mil páginas escrita en la ma durez onmicomprensiva de un novelista como Dostoievski, pueda ser admirada y discutida por un chico de diecisiete años? La pregunta es retórica, pero tiene

una respuesta: es posible. Hace unos años, escribiendo sobre Hermann Hesse, me pareció resolver esta cuestión. En lo que sigue, no hare más que repetir palabras que ya dije. Hesse – como Dostoievski, como Kafka, como Arlt- es uno de esos grandes escritores cuya comprensión se da en la adolescencia. O se lo entiende desde allí, o uno se queda para siempre sin saber lo que ha leído. Esto es inexpli-


cable, pero es lo que sucede. Estando el pensamiento de ciertos hombres muy por encima de la capacidad de comprensión real de un adolescente, da la impresión de poder ser captado solo en la adolescencia. Como aquel personaje de Sturgeon que, sin saber cómo, entendía el lenguaje del Bebé, y solo él lo entendía, únicamente de muy jóvenes estamos dotados para la milagrosa revelación de ciertos libros. Después pueden ocurrir dos co-

sas: o por milagro conservamos esa clarividencia de los quince o dieciséis años y, mientras envejecemos, seguimos descifrando las otras palabras de este legado que es la literatura, o perdiendo poco a poco la lucidez de la adolescencia- esa especie de genialidad, dada por el mero hecho de ser jóvenes- nos volvemos irremediablemente estúpidos, vale decir, adultos. Conocer, decían los griegos, es reconocer. Saber es algo así como recordar más

allá de la memoria. Transformarse en una persona adulta es olvidar todo lo que alguna vez se supo. Los hermosos libros, las dos o tres verdades eternas, las verdades transitorias que cambian la vida, el sentido absoluto de la vi da misma, se nos revelan en la adolescencia o no se nos revelan nunca. Para comprender una verdad sencilla no hay más que recordar que decían los libros cuando éramos adolescentes.

Transformarse en una persona adulta es olvidar todo lo que alguna vez se supo


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