¿A quién quiero engañar? Dani Umpi
El vestidito transparente
Andreíta llegó con una bolsa repleta de sushi y la noticia de que Juaco estaba soltero. «¿Phillip estaba casado?», preguntó María bajando el volumen del equipo de audio. En aquella época no estaba de moda la cumbia. Escuchábamos en loop el disco Naturaleza muerta de Fangoria y vivíamos los tres juntos: Andreíta, María y yo. Fangoria tampoco estaba de moda en Uruguay pero no nos dábamos cuenta. No parábamos de crear un ecosistema, cada vez más implosivo, en el que las frases llegaban a tener un triple sentido, imposible de explicar al resto de los amigos y levantes. Una burbuja de goma eva, que acababa de ser inventada, dicho sea de paso. Uno de los códigos internos era intercambiar los nombres de las personas hasta no saber quién era quién. Llamar «Phillip» a Juaco, el barman de La Ronda, al que María se quería levantar a toda costa o ya había estado con él y quería volver a garchárselo, algo por el estilo, pongámoslo así. La verdad, no me acuerdo bien porque eso sucedió hace años y era el momento en el que yo había descubierto que estaba glorioso andando soltero, re flaco, viviendo con dos amigas y curtiendo con tres a la vez. Se me mezclan las situaciones en los recuerdos. Me depilaba la barbita. Me habían recetado un ansiolítico re fuerte que me dejaba como un papel. Inmediatamente lo quitaron de circulación. Por supuesto que hice un escándalo descomunal en
la mutualista, con juicio y todo. Gané el juicio y me dieron otra medicación pero me tenían entre ojos, me sentía perseguido, así que me fui a otra y la psiquiatra nueva minimizó mi cerebro. Mi historial clínico quedó a cero y tuve que darme todas las vacunas de nuevo. No confiaba en la nueva psiquiatra porque hablaba muy cheto y me recetó unas pastillas para dormir que eran un pelotazo. Yo lo mezclaba con porro y quedaba de las chapas mal. Ardía. Así que mis recuerdos quedaron varados como en un bache hasta que comencé a coparme con la filosofía Straight Edge y los mandé a todos a cagar. Pero eso ya es otro cuento. Fue una época linda. Vivíamos con euforia y mucha caspa. A cada rato se nos rompían los platos, los vasos. Me acuerdo de eso, de que siempre había que salir a robar platos y vasos de los boliches o de las casas de nuestros amigos. Usábamos el champú anticaspa que promocionaba Pablo Echarri en la tele. Yo tenía pelo. No teníamos tele. Ya entonces confiábamos plenamente en internet y en nuestros instintos grotescos. Andreíta trabajaba los fines de semana en un sushi bar y traía las sobras junto con un montón de porro de primera calidad. Lo comíamos como si fuese lo más normal y barato del mundo —de hecho, lo era en aquel contexto—. El porro se lo «robaba» a no sé quién. Las sobras eran la base sólida de nuestra dieta. Como estábamos en cualquiera, esperábamos a Andreíta despiertos hasta las cinco de la mañana y ahí desayunábamos los tres, antes de irnos a dormir re fumados. No teníamos el horario cambiado, simplemente dormíamos unas cuatro horas por día. El resto nos la pasábamos encerrados, escuchando el disco de Fangoria, hablando de los pibes que nos queríamos garchar y planeando fiestas porque el apartamento era grande, con terraza, y ha-
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bía que explotarlo antes de que se venciera el contrato de alquiler o alguna quedara embarazada. No nos recuerdo en invierno. Solo existía el verano. En la terraza había tangas colgando, desteñidas por el sol potente, obtenidas gracias a canjes por escribir en revistas de circulación gratuita. No usábamos suavizante, así que la ropa quedaba bien durita y salíamos a bailar. Venía mucha gente a nuestras fiestas porque había porro, sushi y alcohol gratis, se podía coger mirando el cielo y éramos medianamente populares en Montevideo. Una vez fueron los Miranda! Éramos jóvenes. No tanto, en realidad. Ya habíamos aprendido un par de cosas de la vida como, por ejemplo, que para llevar un ritmo descocado y estar flaquísimo había que tomar todo tipo de complementos alimenticios, vitaminas, pastillas, Gevral, todo. Ante la mínima inflamación de ganglios nos acostábamos a dormir dos días seguidos y el cuerpo se acomodaba solo, implotaba, despertábamos como nuevas para seguir en la misma. Nos hablábamos en femenino, obviamente. Me acuerdo de que el yogur me daba asco. Nos rodeábamos de gente más chica, que es otra cosa muy importante que hay que hacer. A todo el mundo le parecía genial que viviésemos juntos en terrible apartamento, armáramos fiestas y, sobre todo, que fuésemos artistas. Estaba buenísimo. Era otra época. No estaba de moda ser periodista. Yo me la pasaba vomitando y comiendo galletas de arroz. No quería sobrepasar los cincuenta quilos ni en pedo. Era una distorsión alimenticia casi política, muy consciente, que descartaba el gimnasio e incluía exámenes de sangre cada dos meses, más el rollo de las vitaminas en polvo o los consejos de salud que leíamos en internet. No existía la vacuna de la gripe o, al menos, no la daban en mi mutualista
nueva. Sacaba orden para cualquier médico, pedía que me hicieran exámenes y me los hacían. Después interpretaba los resultados con Andreíta, que había seguido Biológico. Me salía el colesterol por las nubes. Entonces, aparte de los complementos alimenticios y los restos de sushi que traía Andreíta, tragaba a lo loco Omega 3 líquido, aloe y dientes de ajo. Me acuerdo de que Diego Bianchi me dijo que comiera gorgojos o no sé qué insectos que él criaba con pan duro. Yo pensé hacer la dieta de los insectos pero ya estábamos con la kombucha, que era un hongo rarísimo que tomábamos y nos gustaba porque tenía un gustito medio a sidra. Me lo había recomendado Margaret Whyte y yo, como la veía siempre divina con no sé cuántos años, confiaba en ella hasta que me enteré de que el que la tomaba, en realidad, era su marido. Ese hongo nos salvaría de cosas como la muerte. Teníamos la alacena repleta de productos farmacéuticos y condones brasileros. La harina estaba prohibidísima. En esa época cogí con un amigo íntimo. Hace poco le pregunté si lo recordaba pero no se acuerda. Andreíta y María ni se sorprendían con que yo, cada vez que terminaba de almorzar, fuera al baño, me agachara ante el inodoro y vomitara. A veces lo hacía con la puerta abierta. Seguían hablando lo más bien entre ellas. No se usaba la planchita. El vómito salía como si nada. Yo me lavaba los dientes, me enjuagaba la boca con Listerine brasilero que me mandaban mis padres en una encomienda mensual junto con un surtido de productos de supermercado (los condones los comprábamos en Farmacia Oriente) y volvía tranquilo a la mesa a seguir charlando, comer sushi y fumar porro. En no sé qué página habíamos leído que comer nueces y pasas de uva te nutría perfectamente. Así que íbamos una
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vez a la semana a la feria del barrio y comprábamos bolsas enormes de esas cosas y las comíamos cual caramelos. Andreíta agarró un puñado de pasas de uva, se lo metió en la boca y habló mientras masticaba. «No, no es que Phillip estuviera casado sino que se separó de la novia, boluda». «No sabía que tenía novia». «Sí, tenía una». «¿Era gorda? ». «No, ni ahí. ¡Ay! ¡Re sabés cuál es! Te estás haciendo la que no sabés». «No, nunca supe que tenía novia». «¿Quién es?”. «Una de esas, del ambiente del cine, pelo lacio, medio treintona». «Vamos a dormir que ya el sol está re alto». «¡Ay, sí! Tengo que dormir al menos dos horas. ¿Vos decís que es mejor tomar el Omega 3 ahora o cuando me despierte?». «Comé pasas de uva que ya traen Omega 3… creo». El fin de semana siguiente preparamos una fiesta solo para que apareciera Phillip y María se lo pudiera garchar entero en la cama de ella, porque el pibe también tenía eso de que no quería que el resto se enterara. Teníamos un DJ que nos cobraba re poco pero no traía equipos, así que María fue con nuestro amigo Flavito hasta la calle Porongos a alquilar unos que eran re baratos y re berretas. Los trajeron en bolsas de basura. En el camino Flavito le dijo que para la fiesta tenía que usar el vestidito transparente sin nada arriba, que seguro a Phillip lo iba a impactar. María dijo que ella de arriba no estaba muy bien, que lo mejor era usar el vestidito sin nada abajo. Se rieron y quedaron en ese plan. El taxista se cagó de la risa. Ya entonces a los pibes les habían dejado de interesar las tetas. No me acuerdo si los taxis tenían mampara. La fiesta fue un éxito aunque Phillip ni se apareciera. María quedó un poco triste y se sintió mal de haber pasado la noche sin bombacha para nada, desaprovechando a unos que le tiraban onda. Yo conocí a no sé quién y cayeron va-
rios extranjeros, incluido un yanqui que decía ser amigo íntimo de Jewel y este artista plástico argentino que no le sé el nombre, amigo de la Gonzalito, que recorta unas fotos y las pega dadas vuelta. Repartimos un montón de sushi y quedamos muy bien parados ante los ojos de todos. Estaban los que tenían que estar. Una gran proeza considerando que no existía Facebook y que siempre se nos infiltraba algún desubicado que odiábamos. Odiábamos a mucha gente, gente de nuestra edad o mayor. No soportábamos a la gente más grande. Indagábamos en los que recién comenzaban a salir para hacernos amigos de los más talentosos o con grandes potenciales. Nos encantaba eso de conocer a un chico en la puerta de un boliche, decirle cómo tenía que vestirse y verlo a los dos meses convertido en un rockero o un DJ de moda. Solo les dábamos para adelante a los que habíamos descubierto nosotros. Estaban todos ahí y era hermoso ver cómo flirteaban entre ellos, cómo hacían colecta para comprar vino suelto. Terminaban cogiendo en nuestras camas. Era fantástico. Al otro día teníamos muchas cosas para comentar y siempre alguien se olvidaba plata. El problema de Phillip era que no pertenecía a nuestro grupo de amigos y si se aparecía seguro lo iba a hacer con alguno de La Ronda. Los de La Ronda eran nuestros enemigos. No la gente que trabajaba ahí, sino todos los que se juntaban en ese bar, que eran cientos. Por supuesto que ni la quinta parte de ellos nos registraba y a los que sí les caíamos simpáticos. No hacíamos mal a nadie. Era algo que existía en nuestras cabezas y teníamos que callarnos porque siempre había que ir a La Ronda a levantar pibes, incluso los gays como yo. Una tortura. Aparte, yo siempre tuve eso de que me siento superior. Una contradicción tan grande que se justificaba sola. Así que íbamos sin chistar y nos poníamos
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en un rincón como yararás. Pobres, eran re buenos y nosotras meta caricaturizarlos e imitar sus charlas sobre música. Todavía no estaban de moda los cantautores. Era agotador. Llevábamos nuestra propia bebida para no ir a la barra y los bolsillos de las camperas repletos de nueces y pasas de uva. Ahora que lo pienso, debíamos de parecer unos pichis. Estaban de moda los pantalones Oxford. Un asco. Flavito dijo: «Si Mahoma no vino a la montaña, vos tenés que aparecerte en La Ronda con el vestidito transparente y desnuda abajo». A mí me pareció una buena idea porque, al final, medio que me embolaba que la fiesta genial del fin de semana se hubiese reducido a un simple desencuentro entre María y Phillip. Me parecía bien que si María quería engancharlo fuera ella misma adonde tenía que ir. Igual nos pidió que la acompañásemos. Flavito tuvo un ataque de inspiración de último momento, la bañó en purpurina y le puso unos tacos altísimos. Estábamos tan pasados que ninguno de los cuatro se percató de que habíamos creado un monstruo en lugar de una femme fatale Ni bien pisamos la calle Ciudadela, los ojos de absolutamente todos los presentes se posaron en nosotros, que actuábamos como si nada sucediera y fuésemos las personas más normales del mundo. María, en su nube de pedos, no podía verse desde afuera. Estaba hecha una loca llena de purpurina, resplandeciente, con el vestidito transparente, sin bombacha y sus dos metros de altura. Phillip la evitó todo el tiempo, ni la miraba a los ojos, así que tan soltero no debía de estar. Andreíta estaba en su salsa, meta meter vasos adentro del bolso y despedir a toda la gente que se iba a vivir a España. Suerte en pila. Yo empecé a quedarme muy nervioso. Me acuerdo de que me hablaban y no podía seguir las
conversaciones, se me iba la cabeza. En una de esas, Beatriz Soulier me preguntó si me pasaba algo y yo hice como que era extranjero y no hablaba español. Me sentía observado y me vinieron ganas de vomitar pero no me animaba a entrar al baño porque había que atravesar la montonera y saludar mínimo a veinte. Así que contenía el vómito bajo la garganta, con la lengua en el paladar, mirando la noche. Empecé a sentir un zumbido intermitente dentro de la cabeza, bien en el medio, en el centro. Era una ola que no terminaba de caer y las neuronas hacían un esfuerzo descomunal para mantenerla a flote. Ahí decidí sentarme pero sabía que no estaba haciendo lo correcto, que si me sentaba, vomitaba. Veía el inodoro delante de mis ojos. Es muy raro cuando te duele la cabeza y tratás de pensar, de razonar, de ubicar desde qué lugar de ella sale el dolor. Es una mano que quiere rascar su propio codo. De alguna manera lo pude hacer. Identifiqué el punto exacto desde el que salía el zumbido. Era bien en el medio. No pude apagar el sonido y el cerebro se me desdobló en tres. Una parte era el zumbido. Otra parte era el pensamiento que identificaba esa molestia. Había además otra parte. Una voz que me indicaba cosas, decisiones ya tomadas en alguna otra parte, tal vez dentro, en algún momento, antes, de las que la mente me ponía al tanto a posteriori. «Debes seguir ese camino». «No te quedes sentado». Fue doloroso y hermoso, de alguna manera. Esa voz, que era como la mía pero no igual, me dijo «parate». Así lo hice. Lo hice bien y estuvo bien porque tenía muchas ganas de vomitar y una parte de mí, que no tenía una voz específica, sabía que si vomitaba esa vez, allí, de aquella manera, algo malo iba a ocurrir. Lo sabía. Era una intuición. Era el zumbido o lo que identificaba el zumbido.
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Era una palabra, una orden que yo escuchaba en mi cabeza. Mi propia voz que lo sabía desde antes de que el vómito se formara. No era una señal que me advertía pararme sino que ordenaba que lo hiciera. «Parate y no largues ese vómito ahora». Fui una marioneta de esa voz y respiré profundamente. Veía a la gente desde lejos y arriba. En realidad nunca puedo explicar por qué hago lo que hago, pero aquella fue la primera vez que escuché una voz eliminando cualquier otro tipo de pensamiento simultáneo. Un milisegundo y una vocecita que guiaron mi libertad de movimiento. No salió de la nada. Yo ya conocía mis vómitos pero una voz me advertía que ese próximo sería especial, no podía largarlo así como así, ahí. Entonces caminé una cuadra y, ya lejos, medio que por la rambla, agarrando para Pocitos, vomité con tranquilidad en el césped de rocío. Efectivamente era un vómito distinto, colorado y pulposo. Tenía sangre. Me pareció haber vomitado un órgano del cuerpo o un alien. Lo miré sin asustarme y en lugar de razonar por qué había vomitado de esa manera quedé fascinado con aquella voz que me había advertido que ese vómito sería distinto. ¿Cómo mi cuerpo podía saberlo? ¿Cómo era posible que yo ya supiera que ese vómito era de sangre antes de que saliera? ¿Qué parte de mí me hablaba? ¿Era la intuición? ¿Entonces la intuición es como otro cuerpo, una garrapata que vive adentro y habla sola? No les comenté del vómito a mis amigas y regresamos a casa caminando. María no se sentía mal por el silencio de Juaco Phillip. Tampoco le incomodaba tener el cuerpo repleto de purpurina y que los planchas le gritasen cualquiera. En aquella época no se decía «plancha» y tampoco les teníamos miedo porque a veces les vendíamos camperas que encontrábamos en los boliches. Llegamos. Servimos sushi y
llenamos los nuevos vasos con agua de la canilla. Les quedaba como un gustito a whisky. No estaba de moda el fernet. Andreíta sugirió que se quitara a ese pibe de la cabeza, que tampoco era para tanto. María sonreía sin hablar. Los ojitos colorados le iban de acá para allá y así estuvieron una media hora, casi todo el disco de Fangoria. Ahí, de la nada, re tranqui, me juré a mí mismo comer como una persona normal y ya está, desde entonces, todo bien. No hablamos algo coherente. Decíamos frases al azar, cansadas y con sueño. Yo podría haberme ido a dormir o contado lo del vómito con lujo de detalles, pero era interrumpir algo. María estaba esperando algo. Rarísimo. Los tres estábamos esperando algo. El sol salía por la ventanita de la cocina. Estábamos haciendo vigilia y sí, efectivamente, ese algo llegó. No nos animábamos a decirlo, a hablar de lo que intuíamos hasta que sonó el teléfono. María dijo «Es Phillip» y sí, cuando atendió era él.
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