Cripy #19

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Eructorial

por Lubrio

Mes de la primavera y los ogros salen a polinizar las flores. ¿Uds. se pensaban que eran las abejas? Nada de eso, son los ogros alérgicos que van de flor en flor estornudando y distribuyendo el polen en la naturaleza. ¡Ni se imaginan las cosas que hacen los monstruos y nadie sospecha de su importancia en el ciclo de la vida en la Tierra! ¿Las cigüeñas traen a los bebés de París? ¡Gárgolas emergidas de la mismísima catedral de Notre Dame que surcan el cielo parisino con esos críos llorosos luego de la medianoche. Ratón de los dientes... ¡ratón de los dientes mis ojotas! El duende orejudo de las Sierras de Tandil. En realidad es un negocio familiar de hace siglos, hacen collares artesanales o rellenan sonajeros de bebés. Les puedo asegurar que se venden muy bien en Mercado Lúbugre. Y la mayor ridiculez de todas, pero la peor... No, mejor no se las digo o nunca más van a querer ir al baño. De verdad... ¿dónde piensan que va a parar todo lo que dejan ahí? ¡¡¡Puaj!!! Volviendo a la revista. En este número hicimos un pequeño experimento, cruzamos dos de nuestras historietas y verán como Nazareno y su papá de Oveja Negra visitan a la familia de Zoila Zombie. La historia continúa en Oveja Negra de este mes y finaliza el mes que viene en Zoila nuevamente... ¡Qué gente creativa!. La verdad del asunto es que los muchachos están muy ansiosos por la nominación en los premios Banda Dibujada y les dimos algo para hacer pues de tanto comerse las uñas estaban llegando a los codos. Seguimos con nuestra nueva sec

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ción Monstruos Reales y ni se imaginan las fotos que tenemos preparadas para próximos números. No van a dormir en un mes cuando las vean. En la redacción seguimos esperando sus dibujos, que por suerte continúan arribando y mantienen abierta la sección del Museo. Además nos llega de orgullo ver como todo los meses aumenta la cantidad de lectores y sus comentarios que nos impulsan a preparar una nueva revista todos los meses (los dibujantes están algo cansados, pero dentro de poco llegan las vacaciones). Nos vemos el próximo número. ¡Buenas pesadillas para todos! Los queremos mucho... a veces.

Un fantasma que se precie de buena educación, siempre eructa luego de provocar un buen susto.


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TOPATI

por Brian Janchez


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OVEJA NEGRA como conoc铆 a tu padre... Dibujos: El Gory - Gui贸n: Lubrio

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continuarรก en zoila zombie de octubre...

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CONTINUARA... 32


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PÁGINAS MACABRAS

La calle de los suspiros

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Si te cuentan sobre un pueblo que se ha quedado detenido en el tiempo, donde la gente llega pero a veces no regresa, donde las brujas mandan, y los animales y plantas no siempre fueron lo que parecen ser… no te están mintiendo. Existe. Se llama Colonia del Sagrado Juramento, y todo aquel que lo visita… vuelve. Sin importar que le hayan pasado cosas raras o haya perdido a alguien allí. Y no sólo vuelve, sino que convence a más personas de ir. Es un lugar que, literalmente, te hechiza. Antes de que el “juramento” que diera nombre al pueblo se llevara a cabo, allá por el siglo XVIII, Isabella trabajaba junto a sus compañeras dando la bienvenida a los marinos que llegaban sanos y salvos al puerto. No era nada sencillo, el río era traicionero y, aunque parecía calmado, se embravecía con gran velocidad haciendo que los navíos naufragaran antes de llegar a la costa. Más aún aquellos que llegaban por la noche, ya que el pueblo no tenía un faro que les mostrara el camino. Desde la calle donde trabajaba Isabella se veía el río, se la conocía como “la calle de los suspiros” porque por allí pasaban los marineros al llegar al pueblo y suspiraban ante la belleza de las chicas que se encargaban de pasearlos por el lugar. La noche que llegó el barco que cambiaría todo no había ni una estrella en el cielo. Absoluta oscuridad en el río. Las calles apenas iluminadas con las tenues luces de los faroles. Ningún barco llegaría en esas condiciones. Las chicas estaban por irse a sus casas a descansar, las cuales se encontraban en esa misma calle empedrada. Se detuvieron al ver pasar a una mujer que se dirigía con paso seguro hacia la orilla. Los habitantes del pueblo sabían que existía un aquelarre de brujas. Algunos las conocían y hasta hablaban con ellas, la mayoría prefería ignorarlas. La mujer era la segunda al mando, se llamaba Berenice. Llevaba en brazos a su pequeña hija, la cual depositó en el suelo para alzar los brazos con mayor libertad. “Está haciendo un hechizo…”, pensó Isabella fascinada. Una lucecita apareció en el río, y otra, y otra, y otra más… iluminándolo. A lo lejos se veía un barco que, gracias a la bruja, podría llegar a tierra firme. Isabella acomodó la falda de su largo vestido y corroboró que su corset estuviera bien ceñido, casi no podía respirar, pero lo importante era verse bonita. Su cabello color miel estaba un poco despeinado, no lo notarían con tan poca luz. Berenice, la bruja, pasó a su lado con la nena de nuevo en brazos. Parecía una mujer muy amable, se sonrió al saludarla. Las ancianas del pueblo decían que las brujas eran feas y daban miedo, no era cierto en este caso. Berenice era bonita, con rulos negros que caían en una larga cabellera, una sonrisa franca y ojos dulces. Antes de que llegara al final de la calle, otra mujer llegó hecha una furia… esa sí que daba miedo, y era bastante fea también. Las chicas de la calle de los suspiros se alejaron lo más que pudieron de la confrontación. La que había llegado era la bruja suprema del aquelarre, estaba enfadada con Berenice por lo que había hecho. -¡¡Si tienen que hundirse los barcos que se hundan!! ¡¡Es mejor así!! – gritó – ¡Ya te lo dije! ¡Te prohibí volver a hacerlo! Berenice no estaba de acuerdo con su líder que quería mantener al pueblo lo más alejado del mundo exterior. Ella pensaba que de esa manera el pueblo no avanzaría, que para crecer necesitaban ese intercambio. Además, no le parecía bien dejar morir a las personas -¡¡Podrían ser piratas!! No podemos arriesgarnos a que vuelvan… - dijo la bruja suprema un poco más calmada, al notar que la hijita de Berenice empezaba a hacer pucheros asustada por sus gritos. -No lo son… – contestó la bruja más joven. Ambas mujeres se fueron. Las chicas no escucharon nada más del asunto. El barco llegaba y ellas ya tenían que estar listas. A diferencia de otras veces bajaron pocos marineros. Los que lo hicieron no estaban de buenos ánimos, se veían cansados y un poco pálidos. El muchacho que se acercó a Isabella se veía en mejor estado. -Puedo mostrarte un buen lugar donde comer – le dijo ella, los marineros siempre tenían un apetito voraz. -No, gracias… no tengo hambre. ¿Podemos sólo pasear un rato? – le contestó. Mientras caminaban le contó a la chica que durante el viaje gran parte de los marineros, inclusive el médico, habían enfermado. Con la mayoría de la tripulación en esas condiciones no podían continuar navegando. Esperarían unos días para recuperarse antes de volver a zarpar.

Los marineros no se quedaron demasiado tiempo en tierra, sino que se marcharon a dormir al barco sólo un par de horas después. Al otro día la gente del pueblo enfermó. Tos, dolor corporal y una fiebre altísima que nos los dejaba levantarse de la cama. El doctor no hacía a tiempo de visitar a todos los enfermos, que rápidamente, se multiplicaban en cantidad. Esa tarde, el marinero que había hablado con Isabella, bajó del barco. Sólo él. El médico de la tripulación había muerto al igual que los compañeros que estaban más afectados. -Nuestro médico tiene muchas personas que atender, no puede ayudar a los tuyos – le dijo Isabella al marinero cuando le preguntó por el doctor del pueblo. El muchacho que había empezado a toser volvió al barco de grandes velas, y ya no bajó de nuevo. Nadie más lo hizo. En un par de días la gente del pueblo empezó a morir: adultos, ancianos, niños. Todos menos las brujas. Intentaron pociones, hechizos, cánticos… nada resultaba. -¡El pueblo se muere por tu culpa! – recriminó la bruja suprema a Berenice en medio del aquelarre – Si hubieras dejado que ese barco se hundiera, si me hubieras obedecido… ¡Ésto no habría pasado! La joven bruja no había querido hacer mal a nadie. Salió corriendo hacia su casa, dejó a su pequeña en una de las sillas y buscó en lo más alto de su biblioteca. La tarea se le complicaba porque el candelabro no alumbraba lo suficiente, en otro momento podría haber realizado un hechizo… ahora no había tiempo. Bajó un libro pesado y antiguo, había pertenecido a su familia, pasado de generación en generación. Cuando sopló el polvillo acumulado en su tapa, su hijita estornudó. El libro poseía conjuros que ninguna bruja se atrevería a realizar jamás, ni siquiera ella sabía si era lo suficientemente poderosa para llevarlos acabo. -Todo va a estar bien, Sara – le dijo con voz dulce a su pequeña – No te puedo llevar conmigo, mami enseguida vuelve. Con el libro debajo del brazo salió a toda prisa. Descendió hasta el río por la calle de los suspiros, no había chicas sonrientes esta vez… sólo silencio y oscuridad. Isabella estaba sentada en el rústico umbral de la puerta, no tenía sentido quedarse acostada… su vida se apagaría en cuestión de horas. Vio pasar a la bruja corriendo apresurada. No sabía si era cierto lo que estaba presenciando o si su cerebro se derretía a causa de la fiebre y la hacía alucinar. El cabello de la bruja se elevó hacia arriba formando un sombrero inexistente, unas llamas la envolvieron por completo mientras repetía un cántico a viva voz que retumbaba en la cabeza de cada habitante del pueblo... estuviera vivo o muerto. Algo sobre un juramento que nunca deberían quebrantar. ¿Aceptaban? Sí. Al menos eso fue lo último que Isabella pensó antes de fallecer. Cuando abrió los ojos se sentía liviana y su cabeza ya no le dolía. Lo primero que vio fue a la bruja parada junto a ella, sus ojos estaban completamente negros y habían perdido todo rastro de humanidad… Tres siglos después la colonia permanecía casi igual. En la actualidad tenían un faro y otra bruja estaba a cargo, pero el juramento era el mismo. Isabella también era la misma. Tenía el vestido celeste que llevaba la noche que el pueblo volvió de la muerte. Los que estaban a punto de fallecer, sanaron. Los que estaban muertos, revivieron… pero no volvieron igual. Algunos eran apariciones como Isabella y sus compañeras, otros eran sombras, otros seres mágicos y extraños… Los que sanaron no envejecieron ni un día más, el tiempo se detuvo para todos. Excepto para las brujas, ellas envejecían muy lentamente. Al igual que la enfermedad no las había afectado, el hechizo tampoco. Habían prometido mantener el pueblo con vida sin importar el costo. Para ello necesitaban de la energía de las personas vivas que llegaban fascinadas por lo mágico y especial del lugar. Al igual que cualquier punto turístico, vivían gracias a sus visitantes… no era tan diferente. Salvo casos extremos en donde la persona demostraba tener una energía tan fuerte y luminosa que la obligaban a quedarse. Por eso había personas convertidas en plantas y animales, o atrapadas en objetos, algunas que no podían evitar volver al pueblo semana tras semana, y otras que se instalaban allí por “supuesta” decisión propia. Las chicas de la calle de los suspiros tenían una tarea muy detallada, robaban pertenencias a los turistas, no por su valor económico sino por la vitalidad que había en ellas. A veces una simple hebilla de cabello regalada por alguien especial valía más que un tesoro. A Isabella y compañía los humanos no podían verlas, en ocasiones decían sentir

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susurros o suspiros que los distraían al pasar por esa calle, pero no se daban cuenta hasta volver a sus hogares que algo les había sido arrebatado. Ese poco de energía que se les quitaba podía hacerlos sentir cansados o enfermarlos por un par de días, quizás sacarles unos años a sus vidas, nada grave… dependía de cuan valioso fuera para las personas aquello que se les robaba. A Isabella no le molestaba vivir de esa manera, aunque a veces tenía ganas de caminar más allá de su calle, de la cual ninguna de ellas podía salir. También le llamaba la atención lo cómoda que se veía la ropa que usaban las chicas en la actualidad. “Andan cada vez más desnudas”, decía una de sus amigas. Una chica se sentó, al lado de Isabella, en el umbral de su casa de paredes rosas descascaradas, puerta de madera y techo de tejas. Se quedó mirando el empedrado del piso por unos segundos mientras acomodaba su sombrero, era un día muy caluroso y el sol quemaba en lo alto del cielo. En sus manos llevaba una cámara, tomando un respiro de su paseo, comenzó a mirar las fotos que había sacado. Isabella estaba feliz, amaba esos aparatos nuevos. Estaba pegadita a la chica mirando las fotos pero ella ni siquiera lo notaba. “Cuánta vida hay en ese aparato, cada imagen es una historia atrapada para siempre”, pensó Isabella, era el botín perfecto. Le sacó el sombrero a la chica y lo tiró lejos. Después sopló fuertemente alborotándole el cabello. La chica se levantó en busca de su sombrero que había rodado calle abajo, dejando la cámara apoyada en el umbral. Cuando Isabella la tomó, la cámara desapareció del mundo real, y la chica se olvidó de ella. Se puso el sombrero y siguió con su caminata. -¿No es maravilloso lo que conseguí? – preguntó Isabella orgullosa a sus compañeras mientras les enseñaba la cámara. -Eso va a restarle unos cuantos años de vida… - dijo su amiga con tono de reproche. A Isabella nunca le había importado lo que les pasara a las personas, su amiga era más sensible con esos temas. Una perra negra regordeta llegó moviendo la cola y ladrando. -¡¡Patricia!! ¿Como estás hoy? ¡¡Mirá!! – le dijo Isabella a la perra mientras le mostraba la cámara de fotos. Patricia había sido humana hasta que llegó a la colonia. Ahora era una de las tantas personas que convertidas en animales vagaban por las calles. Solía quedarse por horas sentada en la orilla mirando más allá del río, hacia el hogar y la familia que había perdido. Quería advertir a los turistas del peligro que allí existía, pero no podía hacerse entender por más que lo intentara y los guiara de nuevo al puerto. “Mirá ese perrito, parece que quiere que lo sigamos”, lo hacían por un par de cuadras y desistían enseguida. Los habitantes del pueblo notaban la diferencia entre animales verdaderos y humanos convertidos si se concentraban lo suficiente, y hasta podían entenderles. -Despacio… así no te entiendo – le dijo Isabella a la perra que no dejaba de ladrar. La amiga de Isabella se acercó a ambas: “la dueña de la cámara de fotos es su hermana menor, te pide que por favor la ayudes…” Patricia dejó de ladrar. Con la cámara en las manos, Isabella se sentía muy culpable. Le tenía cariño a Patricia, lo que le había pasado no era justo. No le parecía correcto que algo similar le ocurriera a su hermana. -Se la voy a devolver – le dijo. Patricia ladró – y te prometo sacarla del pueblo también. Isabella estaba dispuesta a llevar la tarea a cabo, sólo le preocupaba como salir de la calle. No podían hacerlo, aunque a decir verdad, tampoco lo habían intentado. En tres siglos no habían tenido motivos para testear si la prohibición era cierta o un invento de la bruja que había encantado el lugar. -Lo primero es pasar a los hombres-pececito – le dijo la amiga a Isabella – con las chicas los distraeremos para que escapes. ¿Estas segura de hacer esto? Isabella asintió y le dio un fuerte abrazo. Los hombres-pececito eran los guardianes de la calle. Sus cuerpos eran traslúcidos, estaban llenos de agua y pececitos tan muertos como ellos nadaban en su interior. Habían despertado cuando la bruja hizo el conjuro, como todo aquello que no estaba vivo. Eran los espíritus de los condenados a muerte que habían marchado por esa misma calle

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para encontrar sus finales ahogados en el río. Eran aún más antiguos que ellas. “¿Cuántas criaturas más habrán despertado aquella noche?”, pensó Isabella, y por primera vez dudó de la decisión de la bruja. Se colgó la cámara al cuello y la sujetó con fuerza. El plan consistía en correr sin parar, por más que todos los hombres-pececito la sujetaran. Al mismo tiempo las seis chicas restantes corrieron hacia el otro lado. Los hombres-pececito no supieron que hacer, jamás había pasado eso. Se dirigieron hacia donde estaba la mayor cantidad de chicas para evitar que se escaparan. Dos sujetaron a Isabella quien no paró de correr, arrastrando a uno de ellos y perdiendo al otro en el forcejeo. Patricia mordió al que aún la sujetaba, con tanta fiereza que el agua se le empezó a escapar por los agujeros que le provocaron los dientes de la perra. Al vaciarse por completo sólo quedó la piel seca sobre el empedrado. Isabella siguió corriendo, dobló a la derecha y recién paró al escuchar los ladridos de Patricia que venía detrás de ella. Había corrido por más de cinco cuadras. Al detenerse notó que le faltaba el aire, el corset del vestido le apretaba y había corrido tanto que el corazón le galopaba en el pecho. Sentía el sol calentarle la cara; y los colores eran tan vívidos que le lastimaban los ojos, la piel de sus brazos, su cabello como la miel que caía sobre sus hombros, el celeste de su vestido. Eso era estar viva de verdad. Había parado frente a un restaurante, el hombre que estaba barriendo la calle se la quedó mirando, sabía muy bien que era ella. -Pensé que no podían salir… vení, no podés andar así vestida – le dijo haciéndola entrar al negocio. Las mozas le buscaron ropa moderna. Le pusieron una remera ajustada, un short de jean y zapatillas. También le ataron el largo cabello en una cola. -Que tengas buena suerte – le desearon, y la dejaron marchar. Isabella se miraba las piernas tan descubiertas. “Tengo las piernas desnudas”, pensó y dejó escapar una risita encantadora. Sintió en sus tobillos algo peludo que se le enroscaba, era un gato negro de humanos ojos celestes. Patricia gruñó mostrando los dientes. -¡¡Boris!! Dejá a nuestra amiga tranquila. ¡Qué mala costumbre de querer hacer caer a la gente! – dijo Sara con una sonrisa, la nueva bruja que lideraba el aquelarre y a la cual el pueblo obedecía. Algunos aseguraban que era más poderosa que su madre, y más peligrosa también. La oscuridad se había apoderado de su madre después del gran hechizo, en Sara parecía habitar desde siempre, sólo que iba y venía dependiendo del estado anímico de la bruja. Parecía que esa tarde estaba de buen humor. -Tenés tiempo hasta antes de que anochezca, si no estás en tu calle para cuando el sol se oculte… sabés lo que va a suceder, ¿entendido? – dijo Sara, su voz ya no sonaba tan amigable. Isabella asintió con la cabeza, junto con Patricia se alejaron lo más rápido que pudieron. Boris frunció la nariz como olisqueando el aire. -Sí, Boris… si no cumple la criatura del faro se encargará de ella – los ojos de la bruja se tornaron oscuros, puso al gato dentro del bolso y siguió su camino. La hermana de Patricia no había notado la ausencia de su cámara, no lo haría hasta alejarse del pueblo. Se había detenido a mirar por la ventana enrejada de una casa, dentro de la habitación había muebles antiguos, piso alfombrado, pared de ladrillos, y candelabros con velas. Le había parecido escuchar voces provenientes de la casa, pero no estaba en condiciones de ser habitada. Le llamaron la atención dos montículos de piedras apiladas delante de la puerta. Eran piedras de arena, y según como el sol se reflejara en ellas, formaba distintos colores en sus superficies. Eran demasiado bonitas, no pudo evitar tomar una y guardársela en el bolsillo del pantalón. Allí la encontraron Patricia e Isabella, después de rastrearla por todo el pueblo. -¡Qué linda perrita regordeta! – dijo la chica haciéndole caricias en la cabeza y el lomo. Patricia movía la cola feliz al estar en contacto con su hermana de nuevo. Le había pedido a Isabella que nada le dijera sobre ella. -Te olvidaste tu cámara – le dijo Isabella mientras se la devolvía. Al verla, recordó que la había dejado apoyada en aquel umbral. La chica sonrió aliviada.


-¡Muchas gracias! Es muy importante para mí, tiene fotos de mi hermana mayor – le dijo mientras le mostraba a una mujer robusta y alegre, era Patricia humana – Ella desapareció hace unos años. Este fue el último lugar donde estuvo… Isabella quiso hablar, pero Patricia no la dejó con sus constantes ladridos. -Ahora ya podés volver a tu casa… La chica miró su reloj, el barco de la tarde ya había zarpado. Debería irse en el de la noche. -Wow… ese barco. No lo había visto antes, estoy segura que no estaba ahí – dijo la hermana de Patricia. El barco de las grandes velas, el galeón que había traído la peste como parte de su tripulación. No, antes no estaba. El barco aparecía al atardecer, y no todos podían verlo. Sólo los que eran especiales, y eso multiplicaba su valor. No la dejarían ir. Patricia gruñía y ladraba con desesperación. Dentro de la casa los murmullos se habían agitado. El pueblo la reclamaba. “Que no se vaya, que se quede para siempre…”, Isabella lo escuchaba en su cabeza una y otra vez. Tenían problemas serios. No había lugar donde estar segura en el pueblo y aun faltaban un par de horas para que pudiera partir. No hizo falta explicar demasiado, la chica intuía que algo malo estaba ocurriendo. Lo fantástico y bello del pueblo se había esfumado, todo parecía una amenaza. La gente la miraba extraño… no, la gente era extraña, sólo que antes no lo había percibido. Isabella, Patricia y su hermana menor se alejaron de esa calle. “No la tomarán a la fuerza”, pensó Isabella, “no funciona así… tratarán de engañarla” -No mires a nadie, no hables con nadie, no agarres nada… - le dijo Isabella a la chica – tampoco comas nada que hayas comprado acá – y le sacó de la mano una golosina que estaba a punto de desenvolver. Al pasar cerca del faro, Isabella sintió un leve olor a carne quemada. Un escalofrío le corrió por la espalda. Patricia también lo notó, los pelos de su nuca se erizaron. El faro encendió su luz roja y las apuntó directamente. Lo único que se le ocurrió a Isabella fue tomar a la chica de la mano y correr. Correr lo más rápido que le dieran las piernas… y refugiarse en el galeón. No sabía que iba a encontrar dentro, pero sí sabía que el barco no estaba en tierra firme, técnicamente no era parte del pueblo… y sus tripulantes tampoco. A su paso, las flores de vivaces colores que adornaban las calles iban perdiendo su esplendor y se precipitaban marchitas al suelo. -¡Necesitamos ayuda, por favor! ¡¡Dejenos subir!! – gritó Isabella al llegar a la vieja embarcación, las grandes velas cuadradas que vestían los tres mástiles se veían intactas como si no hubiese transcurrido ni un día desde su llegada. -¿Isabella? – el marinero se la quedó mirando sorprendido, la última vez que la había visto llevaba una vestimenta muy distinta. Isabella sintió vergüenza de sus piernas desnudas. El muchacho las ayudó a subir. Isabella pensaba encontrarse un montón de zombies con la piel colgando a jirones, pero no. Algunos marinos estaban enfermos, tosían y tenían mal aspecto. Su amigo aún no estaba tan afectado. Nada desagradable. Le contó que necesitaban refugio hasta que la chica pudiera partir, aunque no sabía si podían confiar en ellos. -La bruja nos maldijo aquella noche – les contó el marinero – estamos condenados a volver todos los atardeceres, a enfermar de nuevo y a morir sufriendo. Todos los días durante trescientos años… ¡pero quién los cuenta! - esbozó una sonrisa irónica – No le debemos obediencia a ninguna bruja, no somos de este pueblo y no juramos protegerlo. Allí estarían a salvo, al acercarse la noche llevarían a la chica a tomar su barco. Se moverían por el río sin tocar tierra firme. Los marineros, aunque enfermos y doloridos, estaban contentos por poner el galeón de nuevo en funcionamiento, aunque fuera por un corto paseo. El sol ya se había ocultado en el horizonte. El límite de Isabella se había cumplido. Se despidieron de los marineros y bajaron rápidamente. Una anciana intentó tocar a la chica en la fila para embarcar. Patricia le dio un mordisco en la mano, y la anciana se alejó echando maldiciones. -Gracias por todo – dijo la chica, le dio un beso en la mejilla a Isabella y se agachó a abrazar a Patricia – Cuidate gordita hermosa…

sos la perra más inteligente que conocí. El día había llegado a su fin, a pesar de todo, las cosas no habían salido tan mal. Quizás la bruja perdonara su impuntualidad. Realmente no lo creía así. Al pasar por la casa de los muebles antiguos escucharon risas y la voz proveniente de allí les dijo: “Se llevó una piedra, todo aquel que toma una… debe volver. Tu sacrificio fue en vano. Volverá y será nuestra…” Patricia e Isabella se miraron tristemente en silencio. No podían hacer nada más por el momento… Y además, había llegado la hora de despedirse. -¡¡Andate, Patricia… vamos!! ¡¡Andate!! – dijo Isabella aplaudiendo para asustarla, la perra le ladraba y no se movía. Isabella tomó unas piedras del suelo y amagó con tirárselas. A veces Patricia olvidaba su lado humano y actuaba como un verdadero perro – ¡¡Fuera!! Le tiró una piedra que la golpeó levemente en una pata. Patricia le dedicó una mirada angustiada como si no entendiera por qué le hacía eso. Una lágrima se deslizó por la mejilla de Isabella al tener que despedirse de esa manera de su buena amiga. Pero era mejor que estuviera lejos y no viera lo que iba a suceder. Sintió el olor a quemado en el aire, era inútil intentar huir. La criatura que habitaba el faro estaba detrás de ella, jamás la había visto, sin embargo había escuchado muchas historias. No se dio vuelta a mirarla. Cerró los ojos al sentir las manos calientes de la criatura en la base de su cuello, era fuego puro, y en cuestión de instantes Isabella desapareció envuelta en llamas… esta vez, para siempre. Sara y Boris miraban lo ocurrido desde la otra calle. El gato negro arqueó la espalda y tensó la cola. -A mí tampoco me gusta esa criatura, Boris… hubiera preferido un final diferente – le dijo Sara – Vamos a casa… Todas las tardes Patricia se sienta en la orilla a mirar el río. Ahora no lo hace pensando en el hogar que perdió ni en la persona que era. Se sienta allí a recordar a la amiga que ya no tiene a su lado, a observar los barcos que llegan repletos de turistas, esperando atenta el día que su hermana volverá. Algunas personas se acercan a ella y le sacan fotos, otras se sientan a su lado a hacerle caricias y llevarle comida. A Patricia la reconforta esa compañía y la agradece. Dicen que es la perrita con cara más triste que han visto, y hay quienes aseguran haberla visto llorar al llegar la noche...

Texto: Verónica Roldán Ilustración: Lautaro Capristo Havlovich

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De TeJorh!

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nos vemos en un mes!


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