El Palacio de Cristal. Antología (1893-1942) de Ernesto López Diez.

Ernesto López Diez

EL PALACIO

DE CRISTAL Antología [1893-1942]

Edición, introducción y notas Cristóbal Zapata

3: Ernesto López Diez. EL PALACIO DE CRISTAL. ANTOLOGÍA (1893-1942). Edición, introducción y notas: Cristóbal Zapata. Cuenca, De la Lira Ediciones, 2012

Aunque tarde, por haber llegado algo tarde a libro tan interesante y tan importante para el registro de la literatura ecuatoriana, cumplo con el deber de dedicarle nota crítica, siquiera breve, como son estos “recados”.

Lo primero que se impone destacar es el ensayo introductorio de Cristóbal Zapata, titulado “Monarca del cielo: a la busca de Ernesto López Diez”. Es largo: aunque al final se halla la cifra de 106 páginas, hay que descontar 24 páginas de fotografías más un dibujo. Sigue siendo largo, pero, muy bien escrito, resulta lectura sabrosa. Desde ese comienzo incitante: Contar la vida de Ernesto López Diez es como intentar escribir la biografía de un fantasma.

Solitario, soltero perpetuo y reservado, encerrado en su torre de marfil, guardó celosamente su intimidad hasta convertirse en un desconocido; maestro en el arte de ocultarse, dejó saber muy poco de su vida, haciendo de ésta un objeto propicio a la especulación, a la ficción (Pg.13).

Fue la del extraño personaje una vida que corrió entre el 1 de enero de 1868 y el 23 de junio de 1963, cuando, según mi extrañado amigo Antonio Lloret, el personaje que más sabía de Cuenca y cuencanos, “una escasísima compañía, que se contó con los dedos de la mano”, acompañó su cortejo fúnebre.

Y dentro de ese ocultamiento y extrañeza, Zapata iluminará que “decadente y vanguardista, mecenas y filántropo, pacifista fervoroso, aristócrata del espíritu, aislado y comprometido con las grandes causas humanistas, ermitaño y mundano, progresista y reaccionario al mismo tiempo, la personalidad de López Diez se enriquece a la luz de las contradicciones que habita y encarna”.

Persona y vida así de extrañas y enigmáticas, ¿podían darse en nuestro país en ciudad que no fuera Cuenca?

Acaso a negarlo apunta el segundo capítulo de la monografía: “Breve diseño de la ciudad de Cuenca hacia 1920”. Sugestiva y con plásticas pinceladas, aspiró a algo más; a eso que el propio Zapata llamó, acaso un tanto optimista, “su tempo interior”. Pero de lo que se trataba era de dar el marco a la existencia del poeta raro. Que, más que lo físico de la ciudad, eran esos que se califica de “melancólicos vates”, “estrellas fugaces en el firmamento cuencano”: Emmanuel Honorato Vásquez -hijo del gran Honorato-, los Crespo Vega, Remigio y Rapha Romero, César Peralta Rosales, Héctor Serrano, Víctor Manuel Albornoz, Alfonso y Vicente Moreno Mora...

Con agudeza se destaca que un “sentimiento de fugacidad y vulnerabilidad” pareció anticipar la muerte prematura y novelesca de varios de ellos. Pero lo importante fue que la “Fiesta de la 1

Primavera”, instaurada por Ernesto López en su domicilio, “viene a ser la consagración de este ímpetu generacional por aprehender el momento efímero ante la brevedad y fragilidad de la vida”.

Pero este libro es, por encima de todo, la recuperación de un poeta, ese poeta del que Lloret ha escrito que fue “el último de los románticos y el primero de los modernistas”, y a su obra se dedica el siguiente apartado preliminar.

Con amplio y concienzudo estudio de los originales mecanografiados y manuscritos del poeta, se entrega esa obra a los estudiosos de la literatura ecuatoriana de finales de XIX y comienzos del XX.

En lo que se ha subtitulado “El barroco” se comienza por la confesión de la tónica vital y la “poética” de López. Y Zapata, con muy buen sentido, transcribe este pasaje del opúsculo de López Diez A encontrar el valor hombre: No, el néant galo. No la saudade o la murria española. No, el esplin sajón. No, la acedia, el desánimo hecho espectáculo de la generación romántica del novecientos, con sus santones Lamartine, Musset, Vigny, Baudelaire. No, el pesimismo de esos maestros lúgubres: Zola, Huysmans, que atrofia el yo, y hace de la vida hospital de quebrados intentos, ideales tullidos, esperanzas operadas y amputadas. No, al tedium vitae de los antiguos. Tampoco al histerismo de la vida moderna. Ni siquiera las altas mareas del dolor de todos los tiempos: enfermedad, miseria, vejez, guerra.

Exacto eso de no reducir el barroco a adorno recargado. Si -como se admite- la poesía de López es con frecuencia “ampulosa, ornamental y recargada”, pero apunta al corazón de lo humano, y no prescinde de esas notas tan a menudo descuidadas por los estudios del barroco que son el humor y la ironía. Y se concluye que talvez “la más acabada de sus expresiones barrocas debemos buscarla en su propia mansión, en su “Palacio de Cristal”, esa “casa laberíntica con sus juegos de escaleras, espejos y ventanas, donde la disposición de los vitrales y cristales ha sido calculada para crear determinados filtros y efectos de luz”. La casa del poeta, manifestación de su cosmovisión barroca, resulta el centro del estudio de Zapata.

Poco felices los párrafos que dedica a López como romántico. Porque da como la nota fundamental de su romanticismo la que llama “construcción política del sujeto poético”.

En cambio, al verlo como modernista se multiplican aciertos. Desde el comienzo, tan sugestivo: La traza modernista se detecta ya en su tesitura musical, en las formas métricas que adopta, en sus referencias cultistas (exotismo y arqueología), y ante todo, en la recurrencia a los tópicos característicos de los simbolistas: la Quimera, el Ensueño, el Ideal, la Belleza, y predominante el Azul -territorio que nombra lo indecible, y junto a los otros, dominio de la imaginación asumido como aspiración vital o heredad natural; pero también en su aprehensión sensual, cromática de la realidad.

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Otro territorio en que se advierte a nuestro joven autor menos seguro es el del vanguardismo del poeta cuencano. Curiosamente, eso que da como alto ejemplo de su vanguardismo, el inventario de Nueva York, que comienza: Movimiento: ruedas, turbinas, winchas, grúas, cabrias, barrenos, sopletes, fraguas, altos hornos, válvulas, hélices, cláxones, acero, hierro, bronce, duraluminio: todo con alma de velocidad rodando, rielando, girando, horadando, vibrando, fundiendo, moldando, tejiendo: en serie, por masas tonelarias, sin solución de instante, locamente, gigantescamente...

¿no resulta buena muestra de un barroco de los tiempos de los que el poeta fue testigo y profeta?

Y se vuelve a la torre de marfil, que fue su casa, en un intento de curioso sicoanálisis. Y se hurga, en busca de López Diez, el hombre, en su testamento. Todo ello creyendo hallar en el poeta solitario exacta realización del narcisismo descrito por Freud: “Aquí está el retrato psicológico del anacoreta ascético, que desplaza sus pulsiones (deseantes, eróticas) a los objetos imaginarios o irreales”. Llega Zapata, en salto audaz, a lo que confiesa como “presunción de homoerotismo en nuestro poeta”.

Y, tras tan sabrosos entremeses, llega el plato fuerte de este importante libro: la poesía (y prosa) de Ernesto López Diez.

Comienza por “Poemas sueltos e inéditos” (1893-1942); sigue “De Versos blancos” (1926) y se cierra con la prosa “Caballero andante del Azul” (hacia 1930, según cálculo del editor).

Una magnífica entrega de la obra poética de López Diez, como para fundar los estudios que merece y reclama.

Las que resultan en muchos casos excesivas son las notas. Unas menos necesarias, otras desmesuradamente largas -con algo que más parece alarde de erudición o estudio-, algunas ingenuamente explicitantes. Y hasta las hay equivocadas: pareados, distinguido poeta, no son estrofa; son, como el nombre lo indica, dos versos de igual rima, como los que rematan la octava real, esa sí estrofa.

Pero bueno, el que no necesite tales notas -porque casi siempre con el poema basta y sobra- o carezca de tiempo y paciencia para leerlas, no tiene que descender al pie de página. En buena hora, se ofrecen, modestas, en letra pequeña.

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