8 Maneras de pronunciar su nombre

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César Alberto Sánchez Lucero 1 8 maneras de pronunciar su nombre

8 MANERAS DE PRONUNCIAR SU NOMBRE


César Alberto Sánchez Lucero 2 8 maneras de pronunciar su nombre Y LUEGO DESPERTÓ “«¿Qué me ha ocurrido?», pensó. No era un sueño.” –La metamorfosis, Franz Kafka– Ejercitaba la nostalgia: lucía nombres y fechas, atiborraba los labios de recuerdos, las manos, las solapas del sobretodo, el cómo y el dónde eran sus instancias preferidas. La vereda llena de nieve engordaba los pasos, los faroles y las banquetas de blancas cejas enfatizaban el frío. El hombre acercó los hombros entre sí y cerró las manos dentro, en los bolsillos de parche. El aliento de los transeúntes nublaba los vidrios a los que se acercaban con cualquier excusa para reflejar su rostro torturado por el látigo del tiempo: levantaban una ceja, la otra caía, y apuraban y repetían el paso. Con una fatiga insuficiente para derrumbar el entusiasmo del hombre por proseguir, la ciudad se abría en sus ancas. Por momentos sus gestos eran demasiados, lo excusaba el discurso que emprendía, el tono barítono para la primera frase, luego las demás se encadenaban al humor de las palabras. Tropezaba con hombros, paquetes, cubos de basura; cosas que no avizoraba porque nada delante de él era prudente de considerar, lo único que le quedaba era una certeza interior, una especie de náusea inocente cuando pensaba en su regreso. La vida estaba detrás de esa palabra para entonces, así lo había entendido luego de largas temporadas especulando con los hisopos intrusos, trabajando los metales, sirviendo a los demás con una sonrisa tendida en la cara, en los dedos; con la carne sembrada a la tierra, labrándose a punta de suspiros. Haber sido criado como una planta, con las menores atenciones y el más exigente espacio, le habían hecho desarrollar otra forma de tristeza, una con menos pretensiones de esperar o transformar algo. Nunca se había asomado una lágrima a las seis de la tarde y las felicidades, efímeras y casi inevitables, lograron que se conformara con poco o menos. Parecía que el hombre perseguía un olor un sonido, una sombra un dolor; algo más sensorial y somático quizás, algo que sólo reconocía por instintos fugaces debajo de las uñas o por la salivación excesiva. Sus pasos se marcaban largos y decididos, pero el pecho siempre procuraba llegar primero. Quien lo haya visto diría que el hombre sabía bien de su meta; mas si él lo sabía, era sólo por la seguridad que tenía de llegar. La noche anterior había triunfado el sueño sobre la voluntad por meterse en la cama y quedó dormido en el sillón de la terraza –de lo que sería la terraza en la humildad–. La Luna lo había seducido con su juventud, las Constelaciones que podía desaparecer con la palma de la mano, los miedos que se abrían como las posibilidades de un pavo real, la joven de nativo cabello que ocupaba los tendederos con ropa ajena. Las preguntas se plantaban frente a él y jugando terco con las manos resolvía ocultarlas. Apenas empezó a clarear el hombre se levantó decidido, persuadido sospechosamente por algo o alguien mientras dormía. Cepilló con prisa los molares mientras arreglaba escuetamente alrededor y afeitó luego la pelusa que furtivamente aparecía en su cara. Dejó unas facturas con el dinero correspondiente sobre la mesa, ordenó sus pocos libros en las repisas –olió algunos con placer, besó otros –, vació sus bolsillos, se puso lo que mejor le protegería del afanoso frío y encerró el silencio bajo llave la que colocó –tratando de olvidarla acaso– debajo de la maceta abonada por colillas. La calle horadada y el aire húmedo insistían en aquel presentimiento. Superó la distancia incalculable hacia la otra vereda y allí –pudo advertir– todo empezaba. Para el mediodía el hombre no había probado bocado pero tampoco había disminuido el paso, perseguía impetuoso su ritmo y casi se notaba la marca apretada de sus suelas contra la acera. A esas horas la pequeña ciudad se despedía con sus últimas casas de adobe y quincha y empezaban a mostrarse los campos de maíz y arroz. La carretera se había convertido en trocha sin cambiar en lo mínimo la actitud del hombre; su rostro chato seguía amonedando el aire tosco; era una sombra gris que desconfiguraba el ritual lejano de verde. El viento ondulaba los pastos como crines en un derbi. La belleza era prodigiosa y al mismo tiempo inútil para un hombre que sólo se asomaba a sus recuerdos; inmutable ante lo externo. No reconocía el terreno. Las fronteras al sur terminaban para él en la gasolinera que había plantado la transnacional hace tantos años ya, cuando los camiones empezaron a cruzar la calmosa ciudad. Uno de los burdeles –en total habían cuatro y un circo– quedaba dándole cara a la gasolinera, es allí donde la había visto por primera vez, es allí también cuando inauguró su humillación ante la Otredad, ante la sensualidad ajena. Soportó una vergüenza primera, una tan grande como la que habrían sentido los personajes del génesis al mirarse los sexos insolentes, y no perdió de vista su cabello siempre anochecido. Persistió en encontrarle los labios pero una mano que intentaba no respirar de la nube de monóxido que dejaban los


César Alberto Sánchez Lucero 3 8 maneras de pronunciar su nombre camiones separó al hombre de su boca de fresa. La mujer se ocultaba también en su desnudez y en las luces de colores. No fue el amor al principio, sino la angustia de no saber qué, de no entender su nada frente a ella. Durante un tiempo fuera de calendarios, intentó bautizar las calles por donde se llegaba al burdel como su ruta. No importaron las inclemencias ni las afrentas que ella le propinara, él regresaba y servía el cuerpo. La mujer tenía planes que incluían baldosas con relieves, un amplio jardín y un perro. Cuando ella marchóse en un camión de los tantos que llegaban, el hombre se apropió –en vano– de su perfume hecho de gasolina y música caribeña y de uno que otro gesto lastimoso y gratuito. El sol casi invisible se descolgaba entre las sierras. Delante del hombre se posó un puente, una construcción de madera estorbada por la abundante vegetación que atravesaba la garganta del río. Para cuando superado el puente, algo le chistó desde la derecha entre los matorrales, avanzó hacia lo oscuro como si atendiera el llamado de un amigo, pronto las ramas y la frondosidad se fueron despejando y avizoró el río. La noche se hizo por fin. El hombre frenó el impulso y bajó el pequeño barranco tomándose de las raíces de algunos árboles tristes. La película de negativos se proyectaba ante sus ojos. Las cosas más inútiles y triviales cobraban una trascendencia imprudente: cuando leyó “consejo” como “concejo” en un panfleto donde se invitaba a la inauguración de otro parque, la primera vez que escuchó “Una furtiva lagrima” del italiano Caruso, cuando advirtió que la señora incómoda dormía en el bus con las manos a la espalda presionando su monedero. Ahora era el río. El vaivén pintaba las costillas de la ribera, el hombre quiso seguir con la mirada la finitud, el cause, las aortas; la oscuridad le hizo pensar que tenía los ojos cerrados, los apretó y pronunció sin eco: hora est iam nos de somno surgere*. Empezó desenredando la bufanda, la dobló, y como prosiguiendo una ceremonia la colocó en una mezquita insinuada de piedras planas. Continuó con el sobretodo, acarició uno a uno los botones sin lástima y se separó delicadamente del traje viejo y cansado. Pasó igual con la camisa. Cuando quedó descalzo, un suspiro interrumpió el negro silencio; fue el alivio, la paz. Un ave rara se desgreñó a gritos entre los árboles, esto no distrajo al hombre que tenía los pantalones a las rodillas y el torso desnudo. Su miserable anatomía constaba frente al río, calló el silencio, cayó, todo desapareció. El hombre entró al agua por la derecha, las escamas comenzaron a trepar, luego la otra pierna y se hizo la cola, el timón, surgió el espinazo, prosiguió hasta lo que antes era pelvis, a su vez las manos eran ahora pequeñas aletas delicadas, después fueron las agallas y los ojos sin párpados. Cuando el hombre dejó de sentirse mojado aleteó y persiguió una corriente. El hombre confundiose con los peces. Por la mañana un leñador fatigado encontró el altar de piedra, escudriñó entre la ropa, miró a todos lados y se apresuró a esconderla.

*Ya es hora de despertar (del sueño). Nuevo Testamento. Romanos 13, 11.


César Alberto Sánchez Lucero 4 8 maneras de pronunciar su nombre GATOS ENCOMILLADOS Verónica, ahora que ya no se tropezarán nuestras extremidades, ahora que los astros se desconocerán bajo nuestras cabezas, ahora entonces te voy a contar cómo conseguí enviarte el regalo que recibirás por tu cumpleaños…

Mi primera impresión fue ninguna. A secas conseguí preguntar: “¿Es legal tener un Cerbero en casa?” -Es sabido que en cualquier silencio el crimen se tolera-. Después de transitar escuetamente el primer corredor, entramos a lo que en la abstracción sería el salón, donde una columna leprosa parecía sostener todo el cascarón de la casa. Desde ahí se podían visualizar los jardines abandonados y lejos y constreñidos a la astucia de la dueña. La estancia estaba disminuida en amplitud por la grandiosa escalera que surgía colgando como un hocico de hiena desde la segunda planta; me inquietaba pensar que el techo se hubiese construido antes que las bases y los muros. Yo avanzaba con prudencia, articulaba las rodillas respetando el alcance de mis pasos, dejar caer algo, ¡imagínate!: es suficiente con que la rancia propietaria me haya dejado entrar en busca de nuestra pelota. Cada cosa guardaba comunión consigo misma, no había un patrón arquetípico para que la lógica agrupara los extraños objetos que colgaban, pendían, resbalaban, reposaban, yacían; en paredes, techos, pisos: todos unos sobre otros, peleándose la mirada de quién –según parece– después de mucho polvo los visitaba. La señora, ambidiestra, me bastoneaba a dos manos para apurar mi movimiento, pues yo andaba con la nuca adherida a la espalda; maravillado recreaba todas las historias posibles que aquellos objetos podían transmitir. No era el polvo simplemente ni la telaraña que vestían, sino la memoria perpetua que murmuraban con sus pliegues toscos y bordes desdentados. Tuve miedo también. Temía que me tragase cualquiera de esas cabezas enmarcadas en la pared que crecían cada vez más como mi respiración sobre tu recuerdo. No pretenderé hurgar en mi resentimiento hacia ti aquellos días de raras fiebres, que me obligaban a dormir casi desnudo y oliendo a Timolina las violentas madrugadas, no lo haré, lo prometo, mas había –hay– mucho que se parece a ti en ese lugar. Cosas que empezaban a hacerme daño. ¿Quién entendía los pasos puntuales de ese reloj de caja, quién sabría el dolor que emanaba de esos muebles tan tuyos como míos, objetos terribles, sólo accidentes de la rabia nostálgica? Resolví sentarme a esperar que la vieja fuese por la pelota –así me lo había indicado su mirada cuando intenté cruzar el siguiente umbral–. Su espalda curva y el vestido de satén, de anchas pretinas y no menos grandes flores, de ribetes rasgados y remiendos como triunfos de guerra contra las estaciones, me hicieron ejercitar cierta nostalgia por episodios que no viviríamos más, por cosas que hemos de perder. Sin embargo, aquel sentimiento embriagante se disipó bruscamente cuando alcancé la mesa de centro con la mirada, con el oído y seguidamente con el olfato. Posados sobre unos periódicos amarillentos estaban unas criaturas de gracioso y tierno aspecto. Las miré, me miraron, se inclinaron hacia la derecha y continuaron lamiéndose. Mi impresión, anodina como los primeros instantes de una bala caliente ingresando entre las costillas, previsiblemente se convirtió en onomatopeya. Al primer parpadeo, los gatos encomillados –ahora lo sé– se posaron sobre unas revistas amontonadas al pie de la escalera y continuaron acicalándose. ¿A qué se parece un gato encomillado? Pues se parece a esto: “gato”. Claro, habría que apelar a una rigurosa taxonomía –o morfología–; pues también existe el gato encomillado mayúsculo; este tiene letras capitales y en negritas (“GATO”), mientras que el gato encomillado minúsculo tiene las letras en cursiva. El género se define -según parece– por la minusculización o mayusculización de los gatos. Tendré que decir hasta aquí, que me parece una característica interesante que los gatos no nazcan con un sexo definido, sino que éste se forme con cierta voluntad del gato y del dueño. El gato encomillado hembra (“gato”) es de tamaño regular y abundante pelaje, en cambio, el gato encomillado macho (“GATO”) tiene el pelo al ras de la letra; esto se debe –me comenta la dueña después– a que las negritas no dejan crecer el pelaje harto como en el caso de su sexo opuesto. Ambos se alimentan de puntos suspensivos y cuando festividad, de una que otra coma. Estas especies han evolucionado –mutado- (como todo sistema cromático) y ahora se crían – en distintas partes de Europa, a Sudamérica sólo llegan por revistas especializadas– de veintitrés colores más. La propietaria del caserón tiene un par de gatos encomillados, ya viejos y de vocales holgadas, trajinados por las lecturas. Estos son de raza pequeña, Arial 11 (la “gato”); 12 el gato encomillado mayusculizado. Por supuesto, los hay en diferente tipografía, los más conocidos son el “Times New Roman” y “Arial”. Existen


César Alberto Sánchez Lucero 5 8 maneras de pronunciar su nombre además –me explicó luego con voz de cortés entusiasmo– algunos especímenes muy raros llamados Gloucester MT Extra Condensed, de origen inglés. Hasta aquí la explicación sobra acerca de los gatos encomillados, ahora pasaré a explicar cómo es que obtuve uno. La dueña del caserón, mujer casi postrada por los años, regresó empujando la pelota con el báculo informe y me halló admirando sus gatos encomillados que se lamían la “O” con generoso deleite. Una tregua a sus rodillas propició la pregunta que yo ansiaba: “¿te gustan?”, y luego: “un buen calígrafo delinearía buenas crías”. Hundió los codos en el mueble antropomorfo y dejó los geranios sobre sus faldas. Asentí enfrascando la alegría con los dientes y comprometiendo hasta el momento mi buena suerte, me propuse mentirle sobre mi conocimiento de calígrafos y empecé a hilar mi discurso. “Tengo varios buenos amigos del Colegio de Calígrafos Públicos de la ciudad” articulé ligeramente. López –dije por apellidar al protagonista de mi ficción– es un estudioso de Zhang Xu, un calígrafo famoso de la dinastía Tang que sobresalió particularmente en el estilo Caoshu (cursivo) de la caligrafía. La escritura cursiva difiere de otros estilos de caligrafía y parece simple a primera vista, pero es realmente muy difícil de aprender –arremetí intrépidamente e interioricé un victorioso touché–. Una hora después que duró el silencio de un segundo, la señora inquirió sobre costes y otros gastos. Le propuse con una solemnidad casi pedante que no detuviera el pensamiento en banalidades, que yo me encargaría de esos menesteres, con la condición, claro está, que me regale la primera cría de la camada que López perfilase. La señora asintió con cierto recelo, supongo que no tanto porque alguien más conociera a sus gatos encomillados, sino por la violación de su soledad de Lascaux – donde madrugaba para asistir las hortalizas– a la que se veía comprometida. Convenida la fecha y la hora, pasé a retirarme con indecible nostalgia y preguntándome dónde conseguiría un docto en Zhang Xu de apellido López. En el transcurso del breve camino a casa –sólo tenía que cruzar una cerca de arbustos mal cortados– recordé con extraño ánimo tu cumpleaños. Retuve en la mente tu sonrisa imaginando lo feliz que estarías por recibir un regalo tan original y especial. Luego reflexioné sobre lo que el amor era: despojarse de algo que quería por alguien a quien amaba. La aflicción duró menos que la satisfacción y que el suspiro con el cual dije “¡cómo te extrañaré, Verónica!”. El día llegó temprano. Antes ensayé un par de veces con Suárez su papel de López, el calígrafo erudito en Zhang Xu, y salimos a montar la escena. Todo salió mejor de lo esperado. Le advertí a la vieja –medio secreteando– que no hiciera preguntas sobre Zhang Xu, pues Suárez, digo, López, era muy reservado en sus investigaciones. Tres gatos encomillados resultaron de aquella intervención. Yo me quedé con el más débil de ellos, el más quejoso, en él resonaba mi infancia. En el transcurso de los días, mi frágil gato encomillado se convirtió en Betún, un gato encomillado mayúsculo de impetuosa destreza para trepar enciclopedias y cuadernos inimaginables, y que se mereció ese nombre por su azabache negrura. Nos encariñamos viéndonos crecer, olfateándonos dormidos, despiertos, de pie, sentados, esperándonos, preocupándonos, respetando nuestra soledad, los enojos, las desidias, y aquí es donde y cuando me pierdo amor, porque otra vez se analoga la historia y no sé si hablo de Betún o de ti o de los dos. Porque no sé si está bien o si está mal o si es la peor forma el que te vayas con Betún y estén más cerca de mí. No lo sé. Y siento que te escribo como la Maga le escribe a Bebé Rocamadour; te escribo porque no lo vas a leer, porque de leerlo te escribiría cosas más importantes, sí. Porque dejarte en ese inmenso patio y quedarme a través de Betún allí y nuevamente sortear rosas y libros quebrándome en mil letras frente al cemento, es tan insoportable como no hacerlo. Lo sé, Verónica, heliotropos en tus costillas y será follaje tu piel, y yo sin ti para mí y tú sin mí para ti, dijo soltando la pala.


César Alberto Sánchez Lucero 6 8 maneras de pronunciar su nombre POIESIS* La vida, un ballet sobre un tema histórico, una historia sobre un hecho vivido, un hecho vivido sobre un hecho real. -Julio Cortázar, RayuelaA ti, que eres todas Transportando recuerdos como sillas a un nuevo comedor, como ordenando muebles a otra sala, una desconocida, poniéndole tildes demás a las esdrújulas, sosteniendo imágenes, pesándolas, arrastrando otras inmerecidas, exagerando aquellas que surgían de detalles: así el hombre se conmovía; era cuerda y condenado. El bus estaba casi vacío, mas él sentía que no cabría una moneda más, un boleto, otro pasamano, por un momento pensó que el conductor sobraba. Había esbozado posibles sonrisas incomprometibles para cuando estuviera frente a ella, para restarle sentido a sus palabras y deconstruirlas, no se dejaría cautivar por su voz, desviaría su mirada y la confundiría con los objetos cotidianos. Imaginaba la escena en sepia y guardaba cierto carmesí para sus labios, esperaba aquel perfume que obviaría, educaba las manos para reprimir la caricia, fabulaba su posición con respecto a ella; seguro que la vería hermosa y desconocida, guardando un luto fuera de convenciones. ¿Sería en la sala, en la cocina, en la habitación junto a la ventana? No detendría el ritmo del discurso ni pediría explicaciones, tampoco corregiría la alteración en el tiempo de los verbos, enterraría ese sonido estruendoso en paisajes de anteriores semanas, se había dolido de antemano por aquel momento, la puesta en escena sería menos grave que los tormentosos simulacros y las noches en una eternidad de morbosa dialéctica. Quizá reconocería algunas frases que son moneda corriente en estos casos, bajo estas condiciones. Recordó con escasa precisión la frase de un cuento de Villiers de L’Isle Adams: “Ellos se habían reconocido íntimamente, sabiéndose de naturaleza igual, y en adelante se amaron para siempre.” Ese “siempre” le pareció una falacia de párvulo enamorado, y más sensato pronunció: “Usted que la quiere y la desea y cada día más, más a medida que el amor va llenando su corazón y el semen su vesícula…” Palabras de Díaz Grey a su paciente. Así el bus le conducía al patíbulo, lento; como demorando a propósito los semáforos se burlaban de él. El hombre miró su reloj, escudriñó entre los rostros desconocidos y se entretuvo luego pensando qué almorzaría, dónde, para qué. Sintió el alivio de pronto por saberse librado después de todo, cuando cayera lo definitivo; la resignación le duró menos de lo esperado. El respaldar arqueaba su columna y acercaba sus hombros, se acomodó en el asiento y aspiró con convicción. ¿Qué es el amor después del amor?, ¿qué es durante? Una sinfonía de terciopelo sobre los pies del indigente. Frágil, espantado acaso, fue aceptando los poderosos designios de alguien a quien ya no reconocía, alguien que no cabía más en la palabra. Tuvo ganas de negar lo que estaba por suceder, pero la posibilidad de regresar a casa y ver el noticiero o tender la ropa que había dejado en la lavadora le pareció repugnante. Los gestos le delataban, alguien susurró en su nombre con lástima de prójimo. El libro abierto en las rodillas ahora yacía en el pasillo, un joven se lo alcanzó sin permitirle los ojos, el hombre lo tomó con desconfianza, lo abrió e intentó iniciar la lectura. Con el título bastó para abortar el intento. Aquella lectura se la había recitado ella como una prosa íntima. Revisó en la memoria unos meses atrás con fatalidad, con arrebato, con sudor; cerró el libro de golpe, volvió a mirar su reloj: si la física no había cambiado últimamente entonces faltaba poco para llegar, pensó. La mujer aguardaba en casa con un aire ceremonial. Había quitado las flores de plástico que adornaban la mesa de centro. Estaba lista desde temprano, cuando fue despertada por un sueño inconcluso. El collage de imágenes primero, luego, cada una de ellas se le aparecía como un capítulo desligado del otro, como si hubiera sostenido innumerables vidas ajenas. Sus ojos claros perdían interés por la posición de los cojines, sus manos desatendían los cabellos que le enmarañaban el rostro; ahora ella estaba lejos, sin poder hacer nada sino hundirse en sí misma.


César Alberto Sánchez Lucero 7 8 maneras de pronunciar su nombre Sonó la puerta. Antes fue el desconcierto por la hora, no lo esperaba sino treinta minutos después. Se acercó temerosa, abrió con la mirada arrastrando el parquet y se escuchó una voz gruesa no varonil. El correo había llegado. Lanzó todo sobre la mesa –facturas y suscripciones– y volvió a su posición fetal sobre el menor de los muebles. El bus frenó bruscamente –a pesar de su mínima velocidad– y el hombre se golpeó la cabeza contra la ventana, rápidamente recordó un chiste de Borges y susurró: No es culpa del conductor, es de Newton. Pronto el bus se llenó con gente que parecía salir de alguna convención religiosa. El hombre retomó su postura inicial y el viaje prosiguió. Sus lagrimales se aguaban, se abrazaba las rodillas y se enfrentaba al recuerdo, a su ausencia; a él. La suavidad de detergentes y crema para manos, ese hallarse entre la Constelación o el Atlas, las noches en la plaza viendo bailar a otros, las tardes rastreando chismes, ocultando secretos de terceros, construyendo un castillo de naipes; el bus volvió a frenar. Se acercó a la mesa intentándose un personaje para deshacerse momentáneamente de sí misma; de ella. Llevó los platos a la cocina, dejó los sobres cerca al teléfono, colocó las sillas en orden geométrico. Un viento caliente y supersticioso interrumpió su concentración y vio por la ventana el tráfico asfixiante y colérico. Un futuro de nuevas pasiones, otro despertar, otro timbre de voz, quizás otra lengua, el olvido súbito de promesas, la incredulidad en los artefactos, la penumbra en la que va ingresando la vida, esa necesidad de reconocerse amado, amando y ocurriendo omnímodo y trascendente para el estar, estar-se; así mi amor es como te amo, no así; no desde aquí ubicándote en mapas, tolerando el poco isomorfismo con la palabra. No te quiero incierta y nombrándote en pluscuamperfecto, te quiero señalándome el color de este vestido y ayudándome a mover los muebles, destiñendo las sábanas y tiznando las ollas, tropezándome con tu dulce despertar fatigado e inventando, anhelando, preexistiendo en una risa o una súplica, peleando besucona por una película, ensuciando de vino tu nuevo pantalón –porque soy torpe a veces y lo sabes y ríes comprensivo y sin sorpresa–. Por eso la renuncia. Por esto la aceptación. La fiebre hacía que el hombre enfatice algunos rasgos de la mujer. Unos ya estaban ahí cuando él la conoció, otros se fueron descubriendo como ese lento morder de la felicidad y quedarse uno junto al otro luego de amarse. La luz oblicua empezó a quemarle la pierna, se levantó, fue al baño, vio su rostro reflejado en el espejo, sí, que se me parece mucho, te reconozco, dijo. Empezaba a aceptar su egoísmo, a justificar la violencia de tantas veces, las mentiras mal construidas, las negaciones; la embistió de repente la cólera, luego una tibia ternura e hizo un gesto de tener un niño malcriado sobre su regazo, instruyéndole con caricias y resignación. Habíamos olvidado muchas cosas, pero ese olor a suavizante de ropa cuando transitábamos la lavandería nos acusaba de haber sido felices, nos culpaba acaso en vano y comenzaban los ademanes, el urgente cambio de conversación, hace frío, ya regresemos a casa. Alerta el corazón –ese otro gesto muscular que en el órgano se corresponde– avivaba el temor como el arma frente al espejo, abrígate tú, mira el borde de esa falda. Un día llegaste, un día morirás, razón lleva Pavese. El aire apaga la llama más entusiasta pero, ¿no es también cómplice de la combustión? El hombre se abismaba a reflexiones “¿mujer, monstruo?” y el arranque, la aceleración, el claxon perverso, iban surgiendo como música del momento, como banda sonora con la que se estremecen viejos amantes. ¿Recuerdas las tardes de alcanfor y perejil? Y sí, tú leyendo a Foucault para entender a Duras, dejando que los edificios hagan la siesta. ¿De qué mueren los peces? Un sueño inmediato y lento, yuxtapuesto e impreciso le recordó las tardes abriendo las cortinas para que ingresara ¿la luz para tomarnos fotografías?, sí, de manera que no había notado que sobre el hombro tenía a un joven exigiendo los boletos. En su sueño la ventana de su casa daba hacia un jardín, la pieza no quedaba más hasta el último piso. Tantas palabras tengo entre las cuales elegirte. Se veía llegar al primer puente, cada vez se hacía más presente en su voz. Y pensar que una discusión común y corriente había propiciado la alineación perfecta para que todos los factores confluyan y me dejen aquí, cerca al segundo puente. Como aquella historia en la que un hombre el día de su aniversario de bodas rompe, sin premeditación, un vidrio y la esposa le pide el divorcio. Misma óptica. Casi llegando al tercer puente la mujer susurraba obsesiva y fascinada su repentina decisión. Rió sudando y acurrucada aún, es un dolor dulce, Abrázame fuerte que por dentro oigo muertes, viejas muertes, vertiginoso, agrediendo lo que amé. Alma mía, vamos yendo... Llega el día, no llores. Sé lo que es, un réquiem, Brahms desatando la marcha de lo que no habla y embaucando a la muerte. Cioran colérico, hálitos de lenguaje. No digo te amo, respeto a los que duermen. Fantasmas polvorientos “Je ne veux pas mourir” sobre mi piel, el calor trepaba las mamparas que parecían fundirse contra las paredes los muebles y entonces el amor, esa palabra… ¿Situándonos dónde? En la parte más cómoda de la eternidad, en el ahora. Te amo. No te preocupes, pasará. Basta, no bromees. Ven, te quiero decir algo que nunca escribiré.


César Alberto Sánchez Lucero 8 8 maneras de pronunciar su nombre Entonces el tierno forcejeo en la oscuridad, el camisón transparente hecho piel, las sombras confundiéndose en figuras capciosas, siéntese, yo bajaré pronto, gracias. Se asomaba el quinto puente por el parabrisas, mientras, ella se emocionaba probándose ropa encima de otra y eligiendo si recogerse el cabello detrás de la oreja o dejarlo caer como medio telón azabache sobre la frente. Algunos revisaban la sección de deportes, otros miraban preocupados la hora, el bus aguantaba ansioso a que bajen adoquinados los que iban quedando. ¿Qué diría Fonseca de toda esta gente violentada y siniestra por los horarios y las balanzas en el baño? pensó mientras una mujer de espacios incómodos que arrastraba una bolsa de nailon mal tejida le hincaba las costillas. Hirsuto por el bochorno se acomodó la camisa dentro del pantalón con una mano mientras se mecía del estribo con la otra. Delicada coincidencia, el hombre sentíase un cadáver frente a un pelotón de fusilamiento; un Aureliano anulando recuerdos y ahora la lluvia, porque llueve y los niños dibujan con su respiración en las ventanas y todo parece tan natural que duele. La mujer tarareaba canciones de nombres imposibles para su lengua ortodoxa. Hubo resuelto sin preocupación y llena de cosquillas –y aquí es donde se abre la puerta del bus y el hombre da el primer, no, el segundo paso, y se despide desafiante de su condición de apresado– la oportunidad y dejarse ir en cualquier bloque del deshielo hacia quién sabe donde. Sirvió la mesa sin consuelo, recostando la cabeza sobre el hombro derecho y delineó con la mirada nostálgica y juguetona la silueta del hombre invisible cogiendo el azúcar con cierta languidez y una extrañeza inútil. ¿Qué era ese sentimiento novedoso que crecía en su garganta como la efervescencia de la sal de frutas? El amor, como otras tantas cosas, puede surgir con sólo una metáfora. Oh mía y tanta en el espejo que ahora rómpese y sangra sombra, susurró ya en la acera y en medio de la bruma densa y dulce. Aspiró la tierra mojada, los jardines, los postes, los grafitos del puente, sus peligrosos muslos, la cadencia con que el beso se perfilaba por las mañanas; cerró los ojos para animar la figura y otra vez Bustriazo: mi tenida de luna en luna mi arrimada de siesta en siesta, pronunció mientras avanzaba apretando los ojos y cerrando las manos, vos estaráste en él mi quejona hasta saber que érate tuyo, y la suma del mundo se silenció. El libro cayó primero sobre la autopista mojándose con el agua de la lluvia empozada y medio lodosa, la mujer sintió un estremecimiento y cómo su corazón se apuñeteaba, luego brincaron las monedas, los brazos y el resto del cuerpo quedaron tendidos entre la acera y la autopista y fue entonces cuando el sonido regresó y la realidad recuperó su velocidad habitual y el alboroto. La mujer corrió hacia la ventana esperando reconocer ese temor profético, la sangre corría hacia la grieta más próxima, todo afuera empezó a demorar para ella con la paciencia de lo que ya no tiene solución, de lo que ya no encuentra alivio. Sonó el teléfono, era del hospital o la morgue, he tenido que quedarme a terminar de escribir esto. Salgo de inmediato.

* “Tú sabes que la idea de poiesis (creación) es algo múltiple, pues en realidad toda causa que haga pasar cualquier cosa del no-ser al ser es creación…” Platón, “El Banquete”.


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