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Sin límites Arte contemporáneo en la Ciudad de México 2000-2010

limitless Contemporary Art in Mexico City 2000-2010

Editado por / Edited by Edgar Alejandro Hernández Inbal Miller Gurfinkel

Textos de / Essays by Cuauhtémoc Medina Guillermo Santamarina Patricia Sloane


ÍNDICE CONTENTS Afuera del cubo blanco Outside the White Cube Edgar Alejandro Hernández

04 / 08

Una obsesión por la ciudad An Obsession for the City Inbal Miller Gurfinkel

12 / 15

Exterior interiorizado Interiorized Exterior Cuauhtémoc Medina

18 / 24

Barroco cabrón So Fucking Baroque Guillermo Santamarina

30 / 32

Siempre por la libre Always riding Free Patricia Sloane

Obras / Works

34 / 40

Dos mil / Two Thousand Dos mil uno / Two Thousand One Dos mil dos / Two Thousand Two Dos mil tres / Two Thousand Three Dos mil cuatro / Two Thousand Four Dos mil cinco / Two Thousand Five Dos mil seis / Two Thousand Six Dos mil siete / Two Thousand Seven Dos mil ocho / Two Thousand Eight Dos mil nueve / Two Thousand Nine Dos mil diez / Two Thousand Ten Biografías breves About the Authors

47 83 99 121 155 185 207 253 301 357 393 436


Exterior interiorizado

Cuauhtémoc Medina

1. Una aldea flotante En medio de la arbitrariedad que plantea recortar eventos culturales en relación a décadas, es sencillo para quien atestiguó el decurso artístico del inicio del siglo XXI en la Ciudad de México pensar que en esa diversidad de iniciativas, obras y experiencias existió una cierta consistencia, no tanto técnica o estilística, argumental o metodológica, sino de excitación. No es esta una etapa ligada por una ambición programática, sino por la unidad relativa que proveyó la concentración e intensificación de la actividad. El inicio del siglo XXI fue un momento donde el arte contemporáneo local experimentaba una especial proliferación, y donde la sensación de ese crecimiento demográfico, pero también de significación y ambición planteaba, al mismo tiempo, a testigos y practicantes la certeza de pertenecer a una comunidad más o menos verificable: el mismo círculo de unos cuantos cientos de participantes. Es esa demografía la que, precisamente por el éxito de esa escena, como en tantas otras latitudes, aparece hoy como un evento irrepetible. No sería exagerado decir que lo especial del inicio del siglo XXI para el arte contemporáneo local fue la sensación de una aldea boyante: la experiencia donde la masa crítica de artistas, agentes e iniciativas tanto independientes como institucionales se agolpaban bajo el estado de gracia de no sospechar, todavía, que habrían de convertirse en una forma de cultura establecida que requería operar frente a un público general. La ligereza de enfrentar (todavía) a un público relativamente limitado y más o menos unificado, que no representaba (aún) la responsabilidad de interactuar con una masa más o menos significativa de público general y neófito, se combinaban con la ventaja de que el negocio del arte contemporáneo apenas empezaba verdaderamente a plantearse como negocio. Ese estado liminal quizá también se expresaba en la forma 18

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en que el supuesto “arte público” fue, en la mayoría de los casos, un momento de la actividad de un artista, más que una especialidad. Salvo por un puñado de artistas enfocados en intervenciones urbanas o públicas (Roberto de la Torre, César Martínez, Héctor Zamora, Ximena Labra, Katnira Bello, por nombrar algunos), lo usual es que la acción o intervención del espacio público aparezca en el periodo como un gesto de excepción u ocasional. Es posible argüir que una de las principales funciones del arte de intervenciones de principios del siglo XXI sea garantizar un momento propiamente “cultural” en la práctica del artista, canalizar la obra o las obras que no pueden ser señaladas por su problemática función de mercancía. Ese costado cultural activo, además de la crítica generalizada a la fijeza y pretensión de eternidad de la escultura modernista que siguió sirviendo como pauta del arte oficial local, explica la importancia que tiene en este repertorio las acciones de un orden extremadamente puntual. Roberto de la Torre se ha enfocado a proponer intervenciones de una economía de medios y concreción éticamente significativa, que sólo por mediación de la reflexión entregan todas sus implicaciones. Ponerse en medio de la plaza pública a golpear un pastel con la cabeza encerrada en un casco (¡Mordida! ¡Mordida!, 2000), organizar una carrera con los sillones que usan los boleros de calzado (Primera gran carrera del bolero, 2001), producir un ballet de reflejos de luz manipulando con voluntarios las ventanas de un hotel capitalino (69 ventanas, 2004), provocar la humareda de un asado en el tope del World Trade Center (Hamburguesas al carbón, 2005) o montar un inflable con alusiones pedofílicas en las plazas públicas (Chac Mool, 2008) formulan una estética de transformaciones mínimas de rituales y usos sociales, que tienden en conjunto a proponer el espacio público como una cotidia-

nidad transformada que no utiliza un pedestal ni un alarde técnico para imponer su artisticidad en el observador. 2. Periodización Mientras que la referencialidad convencional quiere hablar de “los noventa” para establecer la genealogía de lo que se entiende como arte contemporáneo entre nosotros, lo cierto es que esa periodización (como muchas otras que tienen un peso simbólico) es retroactiva: remite hacia un supuesto origen lo que, en los hechos, es la nueva hegemonía de producción cultural que no se hace perceptible, sino hasta avanzados los “dos mil”. Bajo el techo denso y nublado de la “fallida transición a la democracia” mexicana, que sufrió los experimentos tragicómicos y fallidos de los gobiernos de Vicente Fox y Felipe Calderón, y frente al rampante deterioro de instituciones, modos de vida y formas de economía del neoliberalismo en plenitud, ocurre un florecimiento ambiguo. Nunca como a principios del siglo XXI el arte contemporáneo en México puede pretender servir de gozne entre las excitaciones de la sociedad y las aspiraciones de ser parte de una temporalidad planetaria, y entre la búsqueda de un reporte crítico de las condiciones sociales e históricas, y el ejercicio de la levedad, la inventiva y el juego. Si alguna marca de época hay que conceder a esta actividad vista en conjunto, es su carácter transaccional y transicional entre flujos y condiciones extremadamente contradictorias, que intervienen y describen una espacialidad social cambiante y amenazada, y bajo un régimen cultural que se vuelve más productivo en la medida en que no se pretende que existan órdenes culturales definitivos, superiores o fijos. No es raro que las intervenciones de arte público tengan, de hecho, la ambición de tomar por asalto y sorpresa a su espectador. Un caso extremo lo planteó en 2008 el Match. Ensayo

sobre concentración y expansión, de Mario de Vega, una intervención sonora que consistió en hacer explotar pólvora en cemento, en el patio del Museo Experimental El Eco, lo que provocó alarma de bomba. Otra función de estas intervenciones consistirá en hacer obsceno y presente lo que la mirada local deja a un lado bajo la rutina de sus convenciones de “normalidad”. A pesar que habían transcurrido ya dos décadas desde el terremoto de 1985, en la Ciudad de México habían todavía algunas edificaciones dañadas por el sismo sin haber sido demolidas o reparadas, mudos testigos de la sucesión de tragedias que constituye la cronología de la urbe. En 2003 Santiago Sierra marca su existencia con un evento de una pasividad ejemplar: le bastó con iluminarlo por la noche por unas cuantas horas, para ofrecerlo a los testigos como una especie de monumento fantasma (Edificio iluminado, 2003). En una línea similar, que aloja en los signos urbanos indicaciones de la violencia y muerte que constituyen también la experiencia citadina, Teresa Margolles intervino marquesinas de cines abandonados con frases tomadas de cartas suicidas (Recados póstumos, 2006). En cualquier caso, el inicio de los años dos mil debe verse en México como en una variedad de otras locaciones de la antigua periferia, como un momento de una particular proliferación de espacios, instituciones y flujos artísticos. Hay una muy interesante homología en la forma en que el arte contemporáneo expande su territorio de operaciones en ese periodo, y la manera en que, sin planeación, orden o desarrollo, se produce la invención urbana que conocemos como megalópolis. Afuera y a través de la división modernista de lo “institucional”, lo “independiente”, lo “privado” y lo “público”, lo “planeado” y lo “informal”, lo político y lo práctico, emergen y se anexan espacios y agentes a un territorio no del todo sujeto a inventario o mapa alguno. Inversión e limitless. Contemporary Art in Mexico City 2000-2010


improvisación, sobrevivencia y administración, desorden y cooptación se vinculan en cada fragmento de las nuevas redes. Puede argüirse que, una característica del orden polifacético de la producción contemporánea sea, precisamente, tener que desenvolverse y evaluarse en relación a su capacidad de perforar esas divisiones. Una importante cantidad de las intervenciones públicas de la década tiene como foco alterar, comentar y resignificar el paisaje y/o la rutina de la megalópolis, ya sea completando la narrativa de un elemento aislado del paisaje, como cuando en 2002 Betsabeé Romero transformó una glorieta con palmera en Paseo de la Reforma en el simulacro de un desierto, o para producir una aparición y condición de vida impensable, como cuando Marcela Armas hizo que diez asistentes médicos de una Unidad de Medicina Familiar hicieran sus labores de todo un día dentro de una bata compartida, como si fueran un monstruo multicefálico. Otras intervenciones tienen un propósito arquitectónico paródico, como el inflable que simula una columna de concreto de un paso elevado, alimentado con los gases y humo de varios vehículos, que Marcela Armas instaló en 2009 bajo un puente. No obstante los méritos respectivos de esas acciones, quizá corresponda a Thomas Glassford haber ofrecido el trastocamiento del imaginario visual urbano más contundente. Glassford dotó al edificio de la antigua Secretaría de Relaciones Exteriores en Tlatelolco, de una envoltura en forma de cristales cuasiperiódicos hechos con iluminación de LEDs, que injertaron de golpe un faro psicodélico en una de las zonas más grises de la urbe. La obra se ha convertido en un referente urbano central y en una refutación por la vía de la seducción y la belleza, de la retórica de la escultura abstracta monumental que sigue siendo prevalente en el país como forma de arte oficial. Que el título de esa pieza aluda al dios desollado de los antiguos mexicanos, Xipe Tótec (2010), refiere al modo en que, como los danzantes precolombinos, el edificio parece llevar a cuestas una segunda piel, desafiando la muerte mediante un acto de ornamentación sacrificial. 3. Un afuera que es adentro... No hay un “afuera” que no sea ya un “adentro”. No sólo es que ya no hay un margen social estanco que pueda mantenerse ajeno a la circulación del capital, o un momento o espacio que escape a la capacidad de vigilancia e injerencia de los poderes y técnicas de control, ni puede imaginarse una actividad o retiro auténticamente 20

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apartada de la interacción interminable de datos, imágenes, costos. Sobre todo, es ya una ingenuidad (o lo que quizá es peor, un anacronismo) plantear que haya una forma nítida de diferenciar lo que solíamos designar como “espacio privado” y “espacio público”. Las fuerzas y poderes que dan forma a la sociedad en que habitamos, trabajan con ahínco en la disolución de categorías sociales y jurídicas, y la mezcla y confusión de territorios: la falsa condición pública de los pasillos del mall o los aeropuertos, sujetos a condiciones de vigilancia derivadas de la privacía de la residencia familiar, son equidistantes de las mil y una maneras en que el neoliberalismo efectúa la expropiación de la propiedad común. La misma “cultura de vidrio” (Glas-kultur) que nos heredó la arquitectura modernista implicaba una constante “multiplicación de relaciones entre interior y exterior”, que produce espacios sellados y, sin embargo, invadidos por el exterior: la “casa sin puertas”1 de un simulacro de intemperie. En contraposición, la diseminación de teléfonos y computadoras portátiles pueden interpretarse como una hipertrofia de un interior transportable, que hace crecientemente indistinguible la oficina y la jungla, la piscina y el salón de clases. En todo caso, nos enfrentamos a una espacialidad perforada, superpuesta, empalmada, donde espacio público y la propiedad privada están en creciente colusión, y donde el propio cuerpo ya no es una intimidad infranqueable. En esas condiciones disertar sobre “intervenciones del espacio público” requiere de expresar una serie de reservas y condicionantes. Primera advertencia: las obras que se plantean “hacia la calle”, hacia finales del siglo XX registran la caducidad de esas oposiciones. Las intervenciones del “espacio público” reconocen, y ocasionalmente teorizan, que la calle ya no es el espacio de convivencia y expresión cívica, ni el opuesto simple de la intimidad burguesa, del mismo modo que la casa y el cuerpo ya no son el refugio de una intimidad inviolable. Algunas acciones decisivas del periodo tienen, de hecho, condiciones de realización eminentemente clandestinas, que sólo en relación al producto en términos de documentación despliegan sus efectos políticos. Cuando Francis Alÿs sale a caminar por 12 minutos con una pistola en una mano, y luego reactúa 1

Marti Peran, Glas-Kultur. ¿Què pasó con la transparencia?/Zer Gertau Zen Gardentasunak?/Qué va passar amb la transparència?, Leida-Gipuzkoako, Centre d’Art la Panera/Foru Aldundia/Kildo Mitxelena Kultureko Erakustaretoa, 2006, pp. 19-21.

su performance con una pistola de juguete (Reenactments, 2000), o al sólo levantar los ojos al cielo para afectar el comportamiento de otros por mimetismo sin haber hecho nada (Looking up, 2001), interviene políticamente precisamente en el borde de la invisibilidad. Figurativamente, las intervenciones callejeras se han convertido en algo que anunciaban nuestros automóviles: sofás sobre cuatro ruedas2 que congestionan los viaductos con salas de espera transportables. Cuando en 2004 Héctor Zamora coloniza la fachada exterior del Museo de Arte Carrillo Gil, en San Ángel, registraba precisamente esa ambivalencia. Al edificar sobre la estructura de exhibición cultural moderna-burguesa una vivienda temporal hecha de materiales usuales de la autoconstrucción en las invasiones proletarias de “paracaidistas”, en la periferia de la megalópolis, explicitaba la ambivalencia de los espacios privados-públicos en términos lo mismo simbólicos como jurídicos y económicos. Ese departamento, subrayando las tendencias del presente, privatizaba el aire. Unos años después, en el mismo museo, Fernando Ortega completaba la frase. Ostentando del modo más exagerado una grúa de construcción, colocaba frente a la ventana sellada del museo un alimentador de colibríes dispuesto para ofrecer el espectáculo “exterior” enmarcado por el lucimiento de un piso entero de salas vacías de exhibición. Esa Levitación asistida (2008) indicaba con lujo de obscenidad técnica, un campo de intervención que era más propiamente museístico en tanto rebasaba la arquitectura de la sala de exhibición, e inducía una fenomenología de “lo urbano” que cancelaba, de golpe, la espontaneidad de nuestra contemplación del paisaje. Activar esa jurisdicción borrosa donde la institución del arte invade el espacio social, y a su vez la calle ha dejado de aparecer como una utopía de compromiso político y exterioridad ante los espacios de privilegio y disciplina burgueses, es prácticamente una marca de época durante la primera década del siglo XXI en la Ciudad de México. Ramiro Chaves, en el año 2006, traslada los elementos de uno de los letreros comerciales más conocidos de la ciudad (el anuncio de zapatos “CANADA” a la azotea del propio Museo Carrillo Gil, en tanto en 2002 Dulce María Alvarado y Cecilia León llevan obras de arte a tener citas individualizadas y simbólicamente eróticas en la casa de críticos, curadores y miembros del 2

Sandy McCreery, Come Together, en: Autopia. Cars and Culture, ed. Peter Wollen and Joe Kerr, Londres, Reaktion Books, 2002, pp. 310-311.

público, y Fernando Llanos inventa un supuesto superhéroe, Videoman, que recorre las calles en bicicleta transformando las paredes y edificios en pantallas de proyección (2005). A esos desplazamientos de la territorialidad de la obra de arte, se suceden intervenciones que pretenden inventar un espacio público improbable: Eduardo Abaroa hace instalar un círculo de letrinas en el tope del estacionamiento de un hotel de la avenida Reforma (un lugar abierto que, usualmente, está cerrado a toda actividad incluso privada) para crear una parodia megalítica: un Stonehenge sanitario (2006); Roberto de la Torre utiliza cajas de embalajes con obras de arte de la Galería Nina Menocal para apartar lugares de estacionamiento en la vía pública (2007), y Gustavo Artigas hace que una motocicleta a toda velocidad perfore la membrana separando al Museo de la rampa que lo une a la calle (2002); Enrique Ježik abre un boquete en la pared de una galería y ocluye la entrada improvisada con un pedazo del muro blanco cuidadosamente extraído de los espacios de exhibición. Lo que estos proyectos comparten es un ejercicio de conectar literal o simbólicamente la exterioridad de la sociedad y la interioridad de una supuesta lejanía: Laura Valencia Lozada especifica su ambición de “intuir” su departamento en la Unidad Habitacional Tlatelolco, atando con una cuerda fosforescente los elementos del baño con las edificaciones y monumentos de su entorno, en tanto en sentido inverso Miguel Monroy introdujo la energía solar al espacio cavernario que Diego Rivera construyó en la planta baja del Anahuacalli, trayendo con un cable luz de una celda solar instalada en el techo del edificio. Lo común a todos esos ensayos es la intención de iluminar, comentar y especificar detalladamente la zona de esa transición entre lo que era interior y lo que fue mundano. Es la topografía de un espacio físico, arquitectónico y jurídico que encuentra su complejidad y refinamiento en estar desdibujado. 4. Palabra perdida y recuperada Sólo por excepción, los artistas del periodo intervienen la escena pública para portar contenidos, dispositivos y medios de información que interpelan directamente a las representaciones sociales. A diferencia de las expectativas de “salir a la calle” del arte político de los colectivos artísticos de los años 70 (SUMA, Proceso Pentágono, Germinal, Março e, incluso, el Grupo de Fotógrafos Independientes), los artistas no refieren a la calle como espacio de interpelación de clases y ciulimitless. Contemporary Art in Mexico City 2000-2010


dadanía en proceso de toma de conciencia. En una de las décadas de mayor actividad de protesta y manifestación pública, cuando la ciudad es atravesada por decenas de acciones políticas por día, y las plazas se transforman en hervideros de una teatralidad extendida, no es común que los artistas pretendan interpelar directamente a los grupos o las representaciones sociales. Lorena Wolffer interviene el espacio urbano con obras formuladas dentro de códigos publicitarios desde su apropiación del estilo de propaganda de una tienda de departamentos (2000), la realización de acciones de encuesta sobre violencia femenina (2009), a su colaboración con Carlos Aguirre en la señalización de zonas urbanas de tolerancia y violencia. Por lo general, los artistas operan en el terreno público a conciencia cabal de que los “mensajes” localizados en la calle están, por ese sólo hecho, destinados a competir en medio de otras miles de declaraciones inverosímiles. De ahí que aún las frases más literales aparezcan entrecomilladas de ironía y escepticismo: las mantas que Paulina Lasa (“Voy a cambiar el mundo”, 2002) o David Miranda (“Use vías alternas a su desilusión”, 2010) colocan en puentes peatonales aparecen de entrada como declaraciones imposibles, a menos que las leamos en negativo como gestos de una franqueza inalcanzable. Lo que se expresa en esta ruptura del discurso es el desgaste de la escena pública, tanto su degradación como saturación, y por tanto la banalidad de involucrar al arte como medio de opinión o movilización. Esa degradación de la autoridad y los símbolos queda articulada mejor que en cualquier otra obra, en el performance de largo plazo que Víctor Susler empezó en 2006 a raíz del resultado inverosímil de la elección presidencial. A la par que Andrés López Obrador se declaraba “presidente legítimo” en resistencia a la presidencia oficial de Felipe Calderón, Susler decidió autoproclamarse presidente y ataviarse en público y privado con una banda presidencial. La acción de Susler se prolongaría por un sexenio entero (2006-2012), frecuentemente montada con su escenificación aún vigente del homenaje-parodia a Beuys en que Susler explica exhibiciones y obras de arte a un conejo de tela (2001- ). La ursurpación por partida doble del poder civil y chamánico-poético sugiere, en su dilatada duración, el entrecruce de la teatralidad de lo político y la implicación política que, gracias a una broma sistemática, retiene el arte de periodo. Ante la ineficacia e inoperancia de toda so22

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lemnidad movilizada, “lo político” se abre paso como un juego serio que vandaliza, al menos en escala microscópica, los medios de propaganda y simbolización del capitalismo. Lo mejor del trabajo de Minerva Cuevas consiste en desviar la aparente inocencia de la propaganda, ya al ocupar la identidad comercial de la lotería “Me late” para circular cifras de opresión y pobreza (2000), que para intervenir juegos mecánicos populares decorando los autos chocones con los logos de las compañías petroleras globales que disputan el control de los circuitos del capitalismo (Dodgem, 2012) o cuando utiliza un payaso en el Bosque de Chapultepec para realizar contrapropaganda contra MacDonalds (2006). La eficacia de esas intervenciones radica precisamente en adherirse a procedimientos de desvío y sabotaje argumental: enredar a los íconos de la publicidad corporativa en el derrumbe de las ilusiones mercantiles que los alimentan. Es sólo a través de un complejo rodeo que las obras pueden hacer valer su pretensión de existir en “lo público” como medios de emisión de sentido. La complejidad de la operación política de un arte que ya no es inmediatamente público, se hizo especialmente evidente en relación con las obras que marcaron el cuadragésimo aniversario del movimiento estudiantil y la matanza de Tlatelolco, incitadas y organizadas entre 2008 y 2009 por una nueva institución de socialización de la historia: el Memorial de Tlatelolco que la UNAM instaló en el complejo de la antigua Secretaría de Relaciones Exteriores. Tanto la intervención del colectivo Tercerunquinto, como la de Enrique Ježik, se centraron en ejercer épicas intervenciones simbólicas en la Torre del antiguo ministerio, que preside la Plaza de las Tres Culturas: el desmantelamiento y restauración de un Escudo Nacional hecho de mármol, y el acarreo de las efigies de los responsables de la represión arriba y debajo de la fachada del inmueble. La ambición de someter a la memoria social a usos imprevisibles está en el fondo de las diversas acciones que Teatro Ojo llevó a cabo en torno al aniversario del 2008: activaciones de la memoria en distintas locaciones de la Ciudad de México, que establecían una constante comparativa entre los tiempos y, sin embargo, revelaban la forma en que el movimiento estudiantil aparece como referente constante de la crítica de la condición presente de la nación. Estos usos imprevistos de la memoria fueron llevados al extremo por la perturbación escultórica propuesta por Ximena Labra, al fabricar tres copias idénti-

cas de la Estela en recuerdo de las víctimas del 2 de octubre de 1968, y colocarlas en diversas plazas de la ciudad. La obra de Labra puso de manifiesto tanto la banalidad de la condición de la estatuaria monumental, en términos de servir como mueble urbano cuya existencia o desaparición dejan imperturbable al ciudadano, tanto como el poder de esas estatuas como interlocutores de la vida política y cotidiana de la ciudad. ¿Bajo qué condiciones es, entonces, que la intervención artística puede superar las implicaciones de pasividad y autoritarismo que aún contiene la pretensión de definitividad de la noción de “monumento” en la sociedad moderna? Ya en la alborada del año 2000, con Alzado vectorial, Rafael Lozano-Hemmer quiso inaugurar simbólicamente el siglo XXI poniendo bajo control ciudadano, por medio de la red, la producción de la geometría escultural, producto de 18 reflectores antiaéreos localizados en el Zócalo capitalino. La ambición de usar los nuevos medios de comunicación para desafiar la unidireccionalidad de los eventos de masas, así como la pretensión de revocar los resabios fascistas de la escultura de luz y los medios de difusión modernos, y la búsqueda de situaciones visuales-auditivas que hagan ocupar la plaza pública como recinto de un ejercicio político de interactividad, son ingredientes decisivos en la noción de “arquitectura relacional” con la que Lozano-Hemmer articuló su práctica en el espacio público a lo largo de la década. Con Altavoz (2008), Lozano-Hemmer consiguió llevar al máximo de potencial su exploración de las bases de un nuevo arte público, cuyo principal momento crítico consiste en revertir a la ciudadanía el control abierto de los medios de comunicación. En lugar de instaurar un objeto o una representación, Lozano-Hemmer ofreció al usuario un dispositivo que escenificaba y ponía a prueba la demanda de proveer una institución de interpelación y crítica cifrada en la demanda de “diálogo público” del movimiento de 1968. Un mecanismo de presentación en público: un micrófono de acceso irrestricto localizado en la Plaza de las Tres Culturas, que al ser utilizado activaba reflectores transmitiendo simbólicamente la voz del ciudadano al tope de la Torre de Relaciones Exteriores en Tlatelolco, que a su vez emitía nuevos destellos para señalar la transmisión de radio en vivo que realizaba Radio UNAM en frecuencias abiertas. Pocos ejercicios artísticos han conseguido combinar la producción de un modelo de interacciones sociales, con la función de ejercer la memoria que

heredamos del cometido de la estatuaria cívica moderna. En un país plagado en cada plaza y cruce de caminos por una tradición de monumentos definida (para citar a Carlos Monsiváis) por un “mal gusto que nunca acaba de morir”3 concebido como tradición de la república, uno de los principales valores cívicos que el arte contemporáneo ejerce es su relativa mortalidad. No es un mérito menor que de los cientos de intervenciones de arte público realizadas en el México de la primera mitad del siglo XXI, sólo un puñado hayan tenido más duración que unas cuantas horas o días o, a veces, incluso unos cuantos segundos. Documentar estas prácticas no es la confesión de la hipocresía de su negación a la permanencia: por el contrario, es una manera de plantear con mayor contundencia su negativa a transformarse en signos caducos e incomprensibles remitidos al basurero broncíneo de la eternidad. Esa negatividad requiere de preservar la memoria de una energía de creatividad y crítica perpetuamente renovable. Es posible interpretar la primera década del siglo XXI como un periodo de búsqueda por redefinir qué es el momento público de este llamado “arte público”. En algunos casos, ese momento de publicidad consiste en la exploración de un nuevo modelo de transacciones culturales. Como sugirió el Disco Club Tepito (2003), un proyecto donde Bea Schlingelhoff y Vicente Razo quisieron, mediante una biblioteca de préstamo de discos y videos, renovar y ampliar el catálogo de la cultura de la piratería, el valor de esas transacciones habrá de estar localizado menos en la producción de un símbolo, que en el replanteamiento del lugar y operación cultural. En ese sentido, la exterioridad o interioridad del arte público es una materia que carece de importancia. Lo decisivo será el modo en que una práctica sirva lo mismo como objeto de reflexión de un lugar en el tiempo, como a su vez ofrezca a sus usuarios y/o destinatarios transacciones y opciones sociales que sólo pueden ser suscitadas mediante la interferencia de ese dispositivo cambiante que solíamos llamar “obra de arte”.

3

Carlos Monsiváis, Sobre los monumentos cívicos y sus espectadores, en: Helen Escobedo (coord.), Monumentos mexicanos. De las estatuas de sal y de piedra, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Grijalbo, 1992, p. 122. limitless. Contemporary Art in Mexico City 2000-2010


Interiorized Exterior Cuauhtémoc Medina 1. A Floating Village Even amid the arbitrariness that arises from breaking down cultural events by decade, it would be easy for a witness to Mexico City’s early twenty-first century artistic discourses to think that its diverse offering of initiatives, works and experiences shared a certain consistency— not so much in technical, stylistic, narrative or methodological terms—but rather with regard to excitement. Instead of an era united by programmatic ambitions, it was a concentration and intensification of activity that provided relative unity. The beginning of the twenty-first century was a moment when local contemporary art underwent a special proliferation in which a sensation of demographic growth, but also a sense of signification and ambition, simultaneously posited unquestionable membership in a more or less verifiable community—a single circle made up of some several hundred participants—to witnesses and practitioners alike. This demographic today seems like an un-repeatable event precisely because of its scene’s success (which was replicated in a number of other latitudes). It would not be exaggerated to say that what made the beginning of the twenty-first century special for local contemporary art was the sensation of a floating village: that experience where the critical mass of artists, agents and initiatives—both independent and institutional—clustered together in a state of grace that had yet to suspect they would become a form of established culture that required operating in front of a general public. The ease of (at that point still) facing a relatively limited and more-or-less unified public that did not (yet) represent an obligation to interact with a sizeable mass of the general, uninitiated public combined with the advantage that the business of contemporary art was only barely beginning to truly establish itself as a business. 24

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Perhaps this at-the-threshold state of affairs was also expressed in the way that putative “public art” was in most cases a specific moment of action on the part of an artist, more than a specialty. Except for a handful of artists focused on urban or public interventions (Roberto de la Torre, César Martínez, Héctor Zamora, Ximena Labra, Katnira Bello among them) the tendency was for the public-space action or intervention to seem in its day like an exceptional or occasional gesture. It is possible to argue that one of intervention art’s principal functions at the beginning of the twenty-first century may have been to guarantee “cultural” moments per se within an artist’s practice—to channel the work(s) that could not be otherwise be shown due to their problematic relationship to the merchandise function. This active cultural aspect, as well as generalized criticism of modernist sculpture’s stability and pretensions to eternity—that continued to be a guideline for official local art—explain the importance extremely momentary actions enjoy in this repertoire. Roberto de la Torre focused on proposing interventions characterized by an economy of media and ethically meaningful staging whose complete implications are conveyed solely through mediation in the form of reflection. Appearing in a public plaza and bashing his helmeted head against a cake (¡Mordida! ¡Mordida!, 2000), organizing a race with shoeshine carts (Primera gran carrera del bolero, 2001), producing a ballet of reflected light (with help from volunteers) by manipulating the windows of a Mexico City hotel (69 ventanas, 2004), stirring up a barbeque-based smoke cloud atop the city’s World Trade Center (Hamburguesas al carbón, 2005) or putting up a pedophilia-allusive inflatable in public plazas (Chac Mool, 2008) created an aesthetic of minimal ritual- and social-custom transformations that in the aggregate tend to

posit public space as a sort of transformed everyday life that uses neither pedestals nor technical display to impress on viewers its status as art. 2. Periodization While conventional references want to speak of “the nineties” when establishing a genealogy of what we collectively understand as contemporary art, the fact is that this act of periodization (alongside many others freighted with symbolic weight) is retroactive: it directs what in fact is a new cultural production hegemony toward a supposed origin; this hegemony was not perceptible until several years into the “2000s.” Under the thickly clouded skies of Mexico’s “failed transition to democracy”—the locus of experiments both unsuccessful and tragicomic during the Vicente Fox and Felipe Calderón presidential administrations—and, in light of a rampant deterioration in institutions, ways of living and in the economic forms of neo-liberalism at its zenith, there is an ambiguous flowering. Never more than at the beginning of the twenty-first century could Mexican contemporary art attempt to serve as a hinge between society’s “buzz” issues, its aspirations to form part of a global temporality, the search for a critical assessment of its social and historical conditions and exercises in levity, inventiveness and play. If this collective activity is to be conceded some hallmark of the period, it is its transactional and transitional nature as observed between currents and extremely contradictory conditions that intervene and describe a changing and threatened social spatiality, ordered by a cultural regime that grows more productive to the degree that there is no claim made for the existence of definitive, superior or fixed cultural orders. It is not unusual for public art to evince, in fact, a desire to “assault” viewers and take them by

surprise. Match. Ensayo sobre concentración y expansión, by Mario de Vega, posited an extreme such case in 2008, in a sound intervention that called for exploding cement-encased gunpowder in the Museo Experimental El Eco’s courtyard, and which set off a real bomb scare. Another function of these interventions was to make obscene and present what the local gaze leaves aside under the routine guise of its “normality.” Despite two decades having passed since its 1985 earthquake, there were still temblor-damaged buildings in Mexico City that had yet to be demolished or repaired and served as mute witnesses to the succession of tragedies that constitutes the city’s chronology. In 2003, Santiago Sierra framed its existence within an event of exemplary passivity: it was enough to illumine the building by night, during just a few hours, to present witnesses with a sort of phantom monument (Edificio iluminado, 2003). Along similar lines, resident in urban signs of violence and death that also form part of city life, Teresa Margolles intervened on abandoned cinema marquees with phrases taken from suicide notes (Recados póstumos, 2006). In any case, the beginning of the third millennium must be seen in Mexico—as well as in a variety of other formerly peripheral localities—as a moment of notable proliferation on the part of spaces, institutions and artistic currents. There is a quite interesting homology in the way that contemporary art expands its field of operations in this period and in the way—bereft of planning, order or development— the urban invention we call the megalopolis arises. Outside and throughout modernist divisions of “the institutional,” “the independent,” “the private” and “the public;” “the planned” and the “informal,” the political and the practical, spaces and agents emerge and are annexed to territory not entirely subject to any inventory or map. Investment and improvisation, limitless. Contemporary Art in Mexico City 2000-2010


survival and administration, disorder and co-optation come to be linked in every new network fragment. It can be argued that a characteristic of contemporary production’s multifaceted order may precisely be its need to develop and be evaluated in relation to its capacity to perforate those divisions. A significant number of public interventions in the century’s first decade focus on altering, commenting on and re-signifying the megalopolis’s landscape and/or routine, whether this involves completing the narrative of an isolated landscape element, as when in 2002 Betsabeé Romero transformed a traffic circle on the city’s Paseo de la Reforma into a desert simulacrum; or producing unthinkable appearances and life conditions, as when Marcela Armas obliged ten assistants from a family medicine clinic to do their entire day’s work in a shared lab coat as if they were some multi-headed monster. Other interventions feature a parody architectural proposal like the inflatable that simulates a concrete column on a highway overpass, fed by numerous vehicles’ exhaust fumes, that Marcela Armas installed under a bridge in 2009. These actions’ respective merits not withstanding, perhaps it was Thomas Glassford who presented the most conclusive disruption of the urban visual imaginary. The artist wrapped the former Ministry of Foreign Relations building in Mexico City’s Tlatelolco district in a sheath of quasiperiodic crystals made of LEDs that suddenly inserted a psychedelic beacon into one of the city’s grayest areas. The work has become a central-city landmark and—through seduction and beauty—is a refutation of the monumental abstract sculpture rhetoric that continues to predominate in Mexico as an official art form. That the work’s title, Xipe Totec (2010), alludes to an eponymous flayed deity of Ancient Mexico also refers to how, in the style of pre-Colombian dancers, the building seems to be carrying a second skin on its back, defying death by means of an act of sacrificial ornamentation. 3. An Outside That’s an Inside... At this point there is no “outside” that isn’t also an “inside.” Not only is it the case that there is no fixed social margin that can remain outside the circulation of capital, nor a moment or space that eludes authorities’ and control technologies’ capacity for surveillance and interference, or that no activity or withdrawal can be imagined that excludes unending interaction with data, images and costs. Above all, it is now ingenuous (or what 26

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may be worse, anachronistic) to posit that there is a neat way to differentiate what we used to designate as “private” and “public” space. The forces and powers that lend form to the society we inhabit work sedulously at both the dissolution of social and legal categories as well as at a mixing and confusion among “territories”; and the falsely public aspect of the shopping mall or the airport, subject to surveillance conditions derived from family residence-style privacy lies equidistant from the thousand and one ways in which neo-liberalism expropriates common property. The “glass culture” (Glas-kultur) bequeathed to us by modernist architecture implied a constant “multiplication of interior and exterior relationships” that produces sealed spaces that are, nevertheless, invaded by the exterior: the “doorless house” 1 that is a simulacrum of being outdoors. In contrast, the spread of mobile telephones and computing devices can be interpreted as a hypertrophy of the portable interior that makes the office, the jungle, the swimming pool and the classroom increasingly indistinguishable. In every case we are faced with a perforated, superimposed and spliced spatiality where public space and private property increasingly collude and where even the body no longer constitutes privacy that cannot be breached. Under such conditions, discoursing with regard to “publicspace interventions” requires expressing a series of reservations and provisos. Warning number one: artworks that evince a “street-facing” sensibility towards the end of the twentieth century document the limited shelf life of those oppositions. “Public space” interventions recognize and at times theorize that the street is no longer a space of shared life and civic expression, nor the simple opposite of bourgeois privacy—just as the home and the body are no longer the refuge of inviolable privacy. Certain decisive actions from the period, in fact, feature eminently clandestine execution conditions of that only deploy their corresponding political effects in documentary terms. When Francis Alÿs goes out walking for twelve minutes, pistol in hand, and then reenacts his performance with a toy gun (Re-enactments, 2000), or merely raises his glance to the sky to influence others’ behavior by means of mimesis, without really doing anything (Looking Up, 1

Marti Peran, Glas-Kultur. ¿Què pasó con la transparencia?/Zer Gertau Zen Gardentasunak?/Qué va passar amb la transparència?, Leida-Gipuzkoako, Centre d’Art la Panera/Foru Aldundia/Kildo Mitxelena Kultureko Erakustaretoa, 2006, pp. 19-21.

2001), he intervenes politically, precisely at the edge of invisibility. Figuratively, street interventions have become something the automobile presaged: four-wheeled sofas2 that congest thoroughfares with transportable waiting rooms. Héctor Zamora documented this same ambivalence with his 2004 colonization of the Museo de Arte Carrillo Gil’s exterior façade, in Mexico City’s San Ángel district. By erecting temporary housing —made of typical “do-it-yourself” materials favored in proletarian “squats” that arise at the periphery of the megalopolis—atop a modern/bourgeois cultural exhibition structure, he made the ambivalence of the private/public space explicit, in terms that are as symbolic as they are legal and economic. Zamora’s apartment—highlighting current trends—privatized airspace. Fernando Ortega completed the enunciation some years later at the same museum. In a highly exaggerated display of several construction cranes, he placed a hummingbird feeder in front of one of the museum’s fixed windows and offered viewers an “outdoor” spectacle framed by the extravagance of a full floor of empty exhibition galleries. Amid an obscene riot of technical “luxury,” this Levitación asistida (2008) pointed to a more specifically museum-related field of intervention in that it spilled outside of exhibition gallery architecture and induced a phenomenology of “the urban” that quickly canceled out the spontaneity of our contemplating the landscape. An activation of the blurry jurisdiction where the art institution invades public space, and where in turn the street no longer seems to be a utopia of political engagement and exteriority in comparison to spaces of bourgeois privilege and discipline, is practically a temporal hallmark of Mexico City in the first decade of the twenty-first century. In 2006, Ramiro Chaves relocated elements from one of the city’s best known commercial signs (a CANADA-brand footwear advertisement) to the roof of the Carrillo Gil; in 2002, Dulce María Alvarado and Cecilia León took artworks on individualized and symbolically erotic “dates” to critics’ and curators’ residences as well as those of the general public; and Fernando Llanos invented a putative superhero, Videoman, who circulates on his bicycle transforming walls and buildings into projection screens (2005). In succession to these displacements of the artwork’s territorial sense, interventions arise that seek to invent improbable 2

Sandy McCreery, Come Together, in: Autopia. Cars and Culture, ed. Peter Wollen and Joe Kerr, London, Reaktion Books, 2002, p. 310-311.

public spaces: Eduardo Abaroa commissioned the installation of a circle of port-a-potties on a parking lot at the top of a Reforma Avenue hotel (an open space that is typically closed to all activity, including the private), to create a megalithic parody, Stonehenge sanitario (2006); Roberto de la Torre used wrapped boxes that enclosed artworks from the Galería Nina Menocal to reserve parking spaces on public city streets (2007); Gustavo Artigas has a motorcycle pierce the membrane that separates the Museum from a ramp that leads to the street, and at full speed (2002); and Enrique Ježik opens a hole in a gallery wall and blocks the improvised entrance with a piece of white wall painstakingly extracted from inside the exhibition space. What these projects share is an exercise in literally or symbolically connecting societal exteriority with the inside of something supposed to lie far away. Laura Valencia Lozada manifests her ambition to “intuit” her apartment at the Tlatelolco public housing compound by using a phosphorescent rope to bind bathroom elements to surrounding buildings and monuments; in an opposite sense, Miguel Monroy introduced solar energy into the cavernous space Diego Rivera constructed on the ground floor of his Anahuacalli museum, using light cables connected to a solar cell installed on the roof of the structure. What all these experiments have in common is an intention to shed light on, comment and precisely detail the transition zone between what was interior and what was worldly. It is the topography of a physical, architectural and legal space whose complexity and refinement are revealed through blurring. 4. The Word: Lost and Found Only as an exception to the overall rule do artists of the period intervene on the public stage to convey content, devices and information media that directly question social representations. Unlike 70s-era “take it to the streets” expectations with regard to political art by artistic collectives such as SUMA, Proceso Pentágono, Germinal, Março or even the Grupo de Fotógrafos Independientes, here artists do not refer to the streets as a space of questioning classes and citizens, invested in a process of awareness building. During one of the nation’s most active decades with regard to protest and its public manifestation, when the city was crisscrossed by dozens of political actions daily and plazas became cauldrons of extended theatricality, it was not common for limitless. Contemporary Art in Mexico City 2000-2010


artists to assay direct questioning of groups or social representations. Lorena Wolffer intervenes in urban space via works formulated according to advertising codes through her appropriation of a Mexico City department store’s advertising style (2000), survey activities with regard to violence against women (2009) and in her signage collaboration with Carlos Aguirre in urban red-light and violence-prone districts. In general, artists operated in public space fully aware that “messages” placed in the streets are, merely by being there, destined to compete alongside many thousands of additional, improbable declarations. Thus, even the most literal phrases appear in ironic, skeptical “scare quotes”: the blankets that Paulina Lasa (“Voy a cambiar el mundo”, 2002) or David Miranda (“Use vías alternas a su desilusión”, 2010) locate on pedestrian overpasses at first appear to be impossible declarations unless we read them in the negative as gestures of unattainable candor. What this rupture with discourse expresses is the decline of the public stage —in terms of both its degradation and its saturation— and as such the banality of art’s involvement as a medium of opinion or of mobilization. Such degradation with regard to authority and symbols is better articulated in no other work than the long-term performance that Víctor Susler began in 2006 in relation to the unlikely results of Mexico’s presidential election. At the same time that Andrés López Obrador declared himself “legitimate president” in defiance of Felipe Calderón’s official presidency, Susler decided to proclaim himself president as well and began to wear a presidential sash both publicly and in private. Susler’s action lasted a complete, sixyear presidential term (2006-2012), frequently staged alongside an ongoing performance of a Beuys homage/parody in which Susler explained art exhibitions and works to a plush bunny toy (2001-). His bipartite usurpation of civil authority and shamanic/poetic power, over this extended timeframe, suggest an intertwining of the theatricality of the political and of the political implication that the art of the period retains, thanks to a systematic joke. Faced with mobilized solemnity’s ineffectiveness and inoperability, “the political” makes its way as a serious game that at least on a microscopic scale vandalizes propaganda media and capitalist symbol-creation. The best work by Minerva Cuevas involves redirecting advertising’s apparent innocuousness by co-opting the 28

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“Me Late” lottery trademark to spread oppression- and poverty-related statistics (2000), or by intervening in down-market carnival rides by decorating bumper cars with global oil company logos that grapple for control of capitalist circuits (Dodgem, 2012), or when the artist deploys a clown in Chapultepec Park to carry out counterpropaganda against McDonalds (2006). The effectiveness of these interventions lies precisely in their adherence to detour and narrative-sabotage techniques that ensnare corporate advertising icons in a tear-down of the mercantile illusions that feed them. It is only by means of a complex detour that the artworks can assert their claim to exist in “the public” as media for the transmission of meaning. The complexity of the political operation made by art which is not immediately public became especially evident in relation to works that framed the fortieth anniversary of Mexico’s 1968 student movement and Tlatelolco massacre, instigated and organized between 2008 and 2009 by a new institution designed to socialize history: the Tlatelolco Memorial that the National Autonomous University of Mexico set up in the former Ministry of Foreign Relations compound. Both an intervention by the collective known as Tercerunquinto, as well as another by Enrique Ježik, centered on carrying out epic symbolic interventions on the ministry’s former headquarters, whose tower presides over the adjacent Plaza de las Tres Culturas: the removal and restoration of Mexico’s national seal, in marble, as well as lifting effigies of those responsible for the massacre and repression to the top of the building and then casting them down again. An ambition to harness social memory to unpredictable uses is at the root of a number of actions that Teatro Ojo executed surrounding the 2008 anniversary: memory activations in a number of Mexico City locations that established a constant comparative between the times but that nonetheless revealed the way in which the 1968 student movement appears as a constant reference in critiques of Mexico’s current condition. These unpredictable uses of memory were carried to an extreme in the form of a sculptural disturbance proposed by Ximena Labra with the creation of three identical copies of the cenotaph that commemorates the victims of 2 October 1968 and these “monuments’” subsequent placement in various city plazas. Her work made manifest both the conditional banality of monumental statuary as urban “furniture”

whose existence or disappearance leaves citizens indifferent, as well as these statues’ power as interlocutors in the city’s political and everyday life. Therefore under what conditions can artistic intervention overcome the implications of passivity and authoritarianism still resident in a notion of the “monument’s” claim to definitiveness in modern society? Rafael Lozano-Hemmer’s Alzado Vectorial, from the beginning of 2000, sought to symbolically inaugurate the twenty-first century using the internet to place the production of sculptural geometries under public control via eighteen anti-aircraft lights set up in Mexico City’s main square, the Zócalo. An ambition to use new media to challenge the one-directionality of mass events, and an attempt to cancel out light sculpture and modern broadcast media’s fascist overtones, as well as a search for audio/video situations that occupy the public sphere as a venue for the political exercise of interactivity are decisive ingredients in the notion of “relational architecture” that Lozano-Hemmer’s artistic practice articulated in public space throughout the decade. With Altavoz (2008), Lozano-Hemmer achieved a maximal exploration of the bases of a new public art whose principal critical movement is returning open control of the media to citizens. Instead of installing an object or representation, Lozano-Hemmer offered users a device that both staged and tested demand for an institution of questioning and critique that hinged on the 1968 movement’s demand for public dialogue, specifically a public-speaking mechanism: an open mic in the center of the Plaza de las Tres Culturas that, when used, activated spotlights that symbolically transmit the citizen’s voice to the top of the Ministry of Foreign Relations building in Tlatelolco, which in turn emit new flashes that signaled Radio UNAM’s live, open-frequency radio broadcast. Few artistic undertakings have thus managed to combine the creation of a model for social interactions with the memory-use function bequeathed to us by modern civic statuary. In a nation whose every plaza and crossroads is plagued by a tradition of monuments defined by what writer Carlos Monsiváis called “bad taste that never dies” 3—in itself conceived of as a national tradition—one of the main civic values that contemporary art performs is its relative mortal-

ity. It is no minor merit that of the hundreds of pubic art interventions carried out in Mexico City in the first half of the twenty-first century, only a handful have lasted more than a few hours, or days, or in some cases, seconds. Documenting this artistic practice is not an acknowledgment of hypocrisy with regard to its negation of permanence. On the contrary, it is an even more conclusive statement of its refusal to become the outdated, incomprehensible signs that end up relegated to eternity’s bronze-colored trash heap. Such negation requires preserving a memory of perpetually renewable creative and critical energy. It is possible to interpret the first decade of the twenty-first century as a period of searching that sought to redefine what so-called “public art’s” public moment is. In some cases, the public moment involves exploring new models of cultural transaction. As is suggested in Disco Club Tepito (2003), a project in which Bea Schlingelhoff and Vicente Razo sought to renovate and expand piracy culture’s catalogue via an audio/video lending library, the value of these transactions must be located less in symbol production and more in the re-positing of place and cultural operations. Thus public art’s exteriority or interiority is a subject devoid of importance. What matters is the way that an artistic practice serves as both an object of reflection for a place in time and simultaneously offers users/recipients social transactions and options that only come about through an interference on the part of the ever-changing device we once called the “work of art.”

3

Carlos Monsiváis, "Sobre los monumentos cívicos y sus espectadores," in: Helen Escobedo (ed.), Monumentos mexicanos. De las estatuas de sal y de piedra, Mexico City, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Grijalbo, 1992, p. 122. limitless. Contemporary Art in Mexico City 2000-2010


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