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en busca de una mirada crítica
DE LA SENSIBILIDAD EN PÚBLICO
Lo que el sitio simbólico de las hojas del diario ofrece a la crítica… es la posibilidad de ilustrar con su mera existencia la autoconciencia del arte contemporáneo de ocupar un lugar en la república.”
1. Sed en el mar
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o es este el mejor momento histórico para el ejercicio periodístico de lo que conocemos como crítica de arte, sino es que en general para el ejercicio focalizado de la formación de opinión pública en el campo cultural. La precisión es necesaria, pues la crisis del ejercicio de la crítica dentro de lo que hasta hace poco pasó por el sustituto del ágora en la sociedad moderna —el medio periódicoimpreso— no es en absoluto debida al declive de la crítica. Irónicamente, la progresiva extinción de la crítica cultural periodística tanto en cantidad de producción como poder discursivo, ocurre al tiempo que la escritura y el flujo de información sobre el arte contemporáneo experimenta un notable apogeo. La crisis de la crítica periodística no es debida a la escasez del discurso, sino que ocurre en medio (y parcialmente con motivo) de su proliferación. El hecho de que el arte contemporáneo pase por un momento importante de expansión tanto en la amplitud de su geografía, como en la demografía de sus públicos y practicantes, ha llevado a que dentro de las instituciones e industrias del sector ocurra una escalada del discurso en la forma de incesantes seminarios, talleres, simposios, debates, publicaciones impresas y electrónicas. El consumidor se encuentra de un modo inalcanzable para otras ramas de producción cultural, ante una creciente masa de toneladas de papel impreso, kilómetros de cinta magnética y múltiplos de terabytes de información. Esa información y elaboración de una variedad de escrituras críticas o promocionales, esa multitud de análisis y expresiones del efecto de “hacer decir” de las obras de arte, tiene sin embargo como correlato que la crítica de arte en el sentido cotidiano e inmediatamente política de una producción de opinión periodística sobre la condición de las artes y la emergencia de formas de sensibilidad, aparezca al mismo tiempo anacrónica,
desplazada y ursurpada. Enumerar los factores que acompañan esa crisis contribuye a anotar la volatilidad cultural del capitalismo. La enfermedad terminal de los medios periodísticos impresos se expresa en el adelagazamiento de su componente cultural a la vez que su dependencia cada vez más acusada en el amarillismo de la comercialización. El juicio y la redefinición de posturas artísticas tiende con mucha frecuencia a desplazarse a la argumentación en la práctica de la curaduría en lugar de ocurrir en el alegato impreso. En correspondencia con ello, la escritura de arte de la curaduría lo mismo que la proveniente de la academia, tienden a formular el dictamen y diagnóstico de la producción por fuera del foro periodístico de la opinión. También es necesario anotar la atomización de las reacciones del público que favorecen las formas de expresión de la aldea cibernética, desde el Blog hasta el Twiter pasando por la proliferación del radio y video en red. Es un hecho que la afortunada erosión de las escenas metropolitanas y nacionales desdibuja el espacio que daba sustento a la centralidad argumentativa de los críticos de arte que estaban incrustados en los medios también establecidos en el radio de influencia de las demarcaciones políticas modernas. Todo ello contribuye a hacer que el proceso crítico cotidiano de las artes quede progresivamente desplazado, o lo que es peor, que tienda —como sucede hoy en México— a ser ocupado por los activistas del resentimiento cultural. Precisamente porque persisto en el proyecto de producir un acompañamiento crítico de cierta actividad artística contemporánea desde una atalaya local, no creo que sea del todo ocioso expresar que criticaren el diario empieza a sentirse como un hablar entre ruinas.
Lo que el sitio simbólico de las hojas del diario ofrece a la crítica es la posibilidad de ilustrar con su mera existencia la autoconciencia del arte contemporáneo de ocupar un lugar en la república.” 2. El ágora simbólica ¿Hay algo que lamentar en esta pérdida? Si bien la muerte del periódico no significará la muerte de la crítica, me temo que sí plantearía el oscurecimiento de un rasgo crucial de su potencial de crear y recrear lo público. Desde que caí en el pecado cívico de convertirme en crítico de arte (hasta escuchar en esta mesa a Octavio Avendaño, no sabía de nadie que hubiera tenido una vocación adolescente de volverse crítico de arte; esta suele ser una función que, como en mi caso, simplemente le pasa a uno sin decisión previa) por cerca de dos décadas he estado persuadido de la importancia de
plantear el debate sobre lo que puede ser una cultura artística del día, en un sitio que física y simbólicamente se encuentra entre la sección editorial de los diarios y las páginas de deportes. Lo que el sitio simbólico de las hojas del diario ofrece a la crítica (más allá de toda libertad frente a las presiones de relaciones públicas y comercialización que, por desgracia, acompañan al modelo de la revista especializada de arte) es la posibilidad de ilustrar con su mera existencia la autoconciencia del arte contemporáneo de ocupar un lugar en la república.
Hacer crítica consiste en hacerse parte de un mecanismo formalizado y visible de un proceso mucho más amplio, donde de modo molecular, capilar, complejo y conflictivo se formulan corrientes de opinión” No hablo, incluso por enemistad partidista, de lo que los escritores mexicanos designan como “la república de las letras”, no. Hablo por el contrario de la idea de que además de ser una mercancía que vehicula las ansiedades y prestigios de sus compradores, más allá de servir como divertimento o medio de reflexión de sus públicos inmediatos, y del uso que hacen del arte los académicos e intelectuales de todo tipo como fuente y desafio de pensamiento, es mediante su aparición en los medios impresos políticos que el arte contemporáneo reclama simbólica, espacial y retóricamente, ser materia de interés y preocupación pública. La crítica periodística aclara al tomar sitio en el espacio híbrido de apasionamiento, racioncinio, información y propaganda del diario, que el arte requiere un habla y un debate mucho más allá de la charla de cocina técnica (si es que existe) o del chisme profesional y aspiracional de sus practicantes. Lejos del modelo que imaginaba al suplemento cultural como un artefacto que acompaba la necesidad burguesa de matar la mañana de domingo en la bañera, la interpelación de la crítica de arte en el diario implica y ejerce, designa e ilustra, recuerda y exige de todos nosotros la idea de que, parafraseando un dicho conocido, el arte es demasiado importante para dejarlo en manos de los artistas. La crítica de arte marca el interés público y la responsabilidad política de la producción artística, en la medida en que como debiera ocurrir con la política económica aparece como una cuestión que define divisiones y conflictos, o que como el futbol o las telenovelas, aunque esto nos pese, aspira a convertirse en un eje de las pasiones y sensaciones del cuerpo de masas de la sociedad.
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A pesar de que un principio no del todo distinto atravieza la pasión argumentativa de los circuitos académicos, comerciales, museales y orales del proceso artístico, lo cierto es que la presencia en el diario hace siempre ineludible el hecho de que la definición de la cultura estética pertinente y urgente de una sociedad, es una materia de batallas retóricas y políticas, y no una mera cuestión de flujos de deseos mercantilizados. Todo ello, claro, no es más que uno de los costados por los que la modernidad y sus rijosos y discordantes herederos, atribuyen a una serie de oficios anacrónicos y formas de imaginación artesanales suficiente significado como para perder tinta y paciencia con ellos.
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3. Contra la doxa.
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Todo esto supone de nosotros tratar de disolver una ambigüedad que, por desgracia, es muy frecuente. Opinión pública, no es (o no debería ser) la suma de los textos o voces de los individuos privilegiados con la posesión feudal del espacio para “expresarse” en los medios. Hacer crítica consiste en hacerse parte de un mecanismo formalizado y visible de un proceso mucho más amplio, donde de modo molecular, capilar, complejo y conflictivo se formulan corrientes de opinión y los partidos sociales, se expresa o transforma el lugar común, se articula y apuesta a producir la sensibilidad compartida por encima de la aparente ajenidad de los cuerpos . En el territorio de la crítica cultural y artística esta condición política de la opinión es un hecho decisivo. Los textos de crítica de arte no consisten en la formulación de las “opiniones personales” de los agentes que las escriben. Nada más fallido de parte de los y las que ejercen la crítica que introducir, o implicar, en sus alegatos la expresión “en mi personal opinión”. Ese era, bien visto, el territorio al que Walter Benjamin apuntaba cuando señalaba que “en lugar de dar su propia opinión, el gran crítico faculta a otros a dar su opinión en base a su análisis crítico. “ La crítica se formula mediante voces y escrituras que, aunque sean firmadas por individuos, aspiran a ser discursos y sensaciones colectivos y compartidos. Esto vale o es particularmente evidente, en el caso de las columnas explícitamente planteadas como una crítica militante. En realidad, el “efecto crítico” estriba en que un texto, argumento, análisis, sensibilidad expresada o juicio articulado por un individuo, adquiere la función de hablar por un hipotético sujeto y sentido común. El efecto crítico es por ello, no del todo lejano al efecto de un habla política, donde un individuo o una facción producen también una opinión y una acción, o contención, común, que (como observó Gramsci) no es un mero hecho intelectual, sino que tiene efectos sociales e históricos contundentes, con la misma “validez de las fuerzas materiales”. Estoy claro que este análisis tiene como implicación evidente que la crítica de arte participa de la dinámica moderna de la construcción y destrucción de hegemonía en y a través de los públicos.
La forma en que la crítica de arte habrá no sólo de ejercer, sino de hacer visible, su efecto político-estético es, no obstante, un enigma aún del que sólo podremos hacernos cargo asumiendo, a la vez, la crisis del antiguo medio, y la necesidad de postular alguna clase de poder intelectual en el lugar de lo que antes designábamos como futuro.”
Si bien hay, en forma por demás evidente, distinciones en el nivel del partidarismo de quienes ejercen la función crítica (particularmente entre quienes hablan desde la figura retórica de una “crítica civil” que adopta la ficción de apertura y recepción de un público hipotético, y en cambio la crítica que aspira o deriva de una militancia afectiva, estética y conceptual con determinadas modalidades artísticas que habilitan su sensibilidad y argumentos, y desde donde ejerce la tarea de formar opinión pública, unos y otros, propagandistas autoconscientes y supuestos periodistas neutros, a la hora de hacer efectiva la función crítica producen textos que son propuestas de opinión pública, que en efecto adquieren esa corporalidad al convertirse en habla y sensibilidad común, ya sea para reforzar los límites de lo pensable y sensible, o con el propósito incluso programático de desplazar esos horizontes y reformarlos. 4. Por y contra el público Sería deshonesto, pero además estéril, negar que la escritura crítica es la producción y aspiración de un poder. El crítico no expresa “su” opinión personal, sino que se presta a hablar, debatir y juzgar desde una posición que aspira a ser el habla y la opinión de los otros. En efecto: sugiero que la función del crítico es escribir por los otros. Quizá por ello la crítica tenga el molesto deseo de ser, weberianamente hablando, un “poder carismático” en lugar de una administración racional de verdades acordadas. Esa función no puede ser más que socialmente irritante un aserto de Benjamin resulta en esto particularmente iluminador: “El público deberá padecer siempre injusticias y, no obstante, sentirse siempre representado por el crítico.” Theodor Adorno tenía presente ese párrafo de Dirección única cuando, hacia 1960 en “Cultura y Administración” (1960), afirmaba: “A la política cultural hay que aplicarle la reflexión de Benjamin sobre el crítico que ha de representar los intereses del público contra el público”. Precisamente a despecho de quienes en los ´últimos años han venido a exigir desde su ignorancia que críticos y curadores expliciten un marco regulativo de qué es la obra de arte y qué clase de obras promueven o discuten, no hay en la labor del crítico la aplicación de un cuerpo de reglas y gustos (proyecto caduco que era, precisamente, el horizonte pre-moderno del neoclasicismo). El acto de la crítica es la enunciación de un criterio que emerge por esa escritura para que los demás lo adopten como suyo. La condición política y la formación de hegemonías culturales hace que, nos guste o no, la ausencia de normas no alberga el pánico del “todo se vale”. Nuestros debates y corrientes de opinión modulan o moderan el campo, creando siempre en torno a la producción artística protocolos implícitos, así como dilemas y desafíos compartidos derivados de la coherencia de la producción artística en su dialéctica con la crítica y el público. En eso tampoco se equivocaba Adorno: “la renuncia total a la norma estética y abstracta no deja a la producción artística en manos de la relatividad.”
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Es obvio que el crítico como individuo no tiene otras armas para producir esa imantación que el acoplamiento entre su reflexión y las obras, y la reflexión de sus lectores ante esas mismas obras. Pero precisamente por eso su apuesta es la de la producción de una corriente de politicidad sensible y estética: la creación y orientación de una política contemporánea de las artes entre los lectores, y quienes encaminan sus acciones y gestos a partir del oleaje, sino es que a veces por las tormentas, de la sensación y la opinión. Es la evidencia palpable y constatable en papel cada semana o dos de que este aspirar a producir politicidad artística es el negocio del crítico la que está hoy en riesgo de hacerse opaca con la evaporación de la crítica cultural de los diario. Que la crítica sea expulsada de los medios de masas de información no deja de tener reverberaciones con un proceso mucho más amplio: el modo en que la concentración del debate político para la producción del poder social declina hoy sin que eso signifique, en lo más mínimo, que el poder y dominación desaparezcan o se redistribuyan. Lo digo con toda consciencia: hay una simultaneidad y una serie de analogías entre el funcionamiento del poder concentrado del estado y el poder concentrado de la opinión pública que a todos nos resulta hoy evidente que aparecen eclipsados, porque otra clase de poderes y políticas sin espacio autorreflexivo o parlamentario están destinadas a conducir al poder crecientemente como una cosa no-pública: privatizada, militarizada y tecnologizada. Sin embargo, a diferencia de la desesperación que esto produce en el compromiso nostálgico de cierta izquierda con el agente del estado-nación y su aparente espacio común a ser tomado, al crítico de arte y cultura contemporánea no le está permitida ninguna nostalgia por el antiguo sistema de poder y opinión. Es evidente que la crítica de arte adquiere hoy toda una textura nueva tanto en los medios nuevos como en la importancia que adquiere el discurso de la curaduría y la academia, precisamente en la inundación del discurso que, si bien en un tejido más apretado y concentrado de públicos que el de la hipótesis de “la nación lectora” del periódico, es como ya señalé cada vez más intensa. Digamos que, de momento, hay una sustitución del radio de influencia nacional de los medios que se expresaba en la representación de élites, hacia una intensificación de la reflexión intramuros de los medios artísticos, que no sin motivo empieza a operar como un proyecto de opinión pública paralela ya no sólo de materias de producción artística, sino en torno a la teorización y reflexión sobre la sociedad contemporánea en una multitud de aspectos. Ese es, en un trazo un tanto esquemático, el resultado de que la masa de la crítica emigre de los foros públicos afectados de cierta obsolescencia, a la fulgurancia de un territorio localizado en instituciones públicas que, sin embargo, debido a su carácter especializado y localizado, no pretenden en ningún momento simular que encarnan los antiguos sujetos postulados de la modernidad: pueblo, nación o humanidad.
En este recurso a las tácticas del miedo cultural y social, que se exhibe el mimetismo que guardan con el proyecto de la derecha local y mundial de establecer poder por la ideologización del terror por el cambio histórico.”
5. Vistas del baldío Esta redistribucion del discurso, en la que todos en cierta manera participamos, no nos exime sin embargo de la tarea de registrar o, al menos, conmemorar, aquello que la modernización brutal que atestiguamos tira al cesto de la basura del capitalismo: la localización impresa del diario aconteceder del mundo y el país en fotografías, alegatos y relatos, y su correlato de masas, la simultaneidad de escucha y atestiguamiento que en el siglo XX planteaban los noticieros y eventos transmitidos por las ondas hertzianas de los antiguos sistemas nacionales de radio y televisión. Pero ese proceso de uso y luto plantea, al mismo tiempo, el reto de determinar qué nuevos enclaves debe pretender el pensamiento crítico, para que tenga un rol efectivo no sólo cuando los medios públicos usuales hayan entrado en crisis, sino en la tarea increiblemente compleja de definir qué clase de agencia política post-democrática, si se admite plantearlo así, deberá tener la sociedad tras el colapso de todas las esperanzas anteriormente puestas en el mecanismo de representación y emancipación que suponía la hegemonía del estado-nación del que la prensa escrita fue uno de sus principales órganos.
La forma en que la crítica de arte habrá no sólo de ejercer, sino de hacer visible, su efecto político-estético es, no obstante, un enigma aún del que sólo podremos hacernos cargo asumiendo, a la vez, la crisis del antiguo medio, y la necesidad de postular alguna clase de poder intelectual en el lugar de lo que antes designábamos como “futuro”. Permítanme un apunte final acerca de un síntoma muy específico del periodo de declive de la asociación íntima entre crítica cultural y prensa periódica. Hablo del fenómeno regresivo que está involucrado ya no sólo en el cierre de columnas de crítica cultural en diarios y revistas, sino en la forma en que una buena parte de los espacios de crítica periodística en lugares como México en lugar de plantear la tarea de establecer una relación entre arte contemporáneo y su acompañamiento de opinión pública, pasan a ser ursurpados por lo que con todas sus letras quisiera plantear aquí como la reacción: los críticos, (o para irónica desgracia de mi sensibilidad feminista, las crítica” que abusan de los espacios de escritura ya sea para erigirse en una especie de “procuraduría general de la república cultural” o en inquisidoras escandalizadas por la herejía generalizada con que artistas, críticos, curadores, instituciones y públicos desafían continuamente las supuestas leyes eternas sobre “qué es arte” y se niegan a regresar a la ortodoxia de las prácticas tradicionales que demandaría el buen apego colonial con la estética del barroco y el renacimiento europeos. Es legítimo, por supuesto, plantear cuál es el problema de que esta clase de opinión ocurra, más allá de irritar al particular partidarismo estético de quien aquí escribe. En otras palabras, ¿por qué no ejercer ante la existencia de una renovada reacción cultural escrita, un sano relativismo? Precisamente, porque la condición política de la crítica de arte es interna a la condición de la obra de arte del presente y desdobla la opinión reaccionaria en empobrecimiento de la producción. Lo característico de esas formas de pseudocrítica periodistica es abusar de revistas y diarios para difundir un discurso de terror moral. Incapaces de proporcionar una teorización, reverberación o guía en la situación cultural presente, recurren al rango intelectualmente más degradado de la explicación: la teoría de la conspiración. Según esa clase de escritura persecutoria, al arte contemporáneo lo controlan una serie de individuos y fuerzas oscuras, farsantes, extranjeros y comerciantes, que engañan a la sociedad por motivos de lucro y delirio de poder. En lugar de admitir adversarios caracterizables y atacables por argumentos explícitos, o incluso como enemigos de su sensibilidad y representantes de formas erradas de ideologías o epistemologías necesarias de corrección, los presentan como engañadores, criminales y corruptos. La distinción entre enfrentarlos como adversarios sensibles y conceptuales, para ejecutarlos moralmente como falsarios, es aquí decisiva: describe el corrimiento hacia una política definida por la difusión de miedos y la erosión del campo de interacciones sociales. En este recurso a las tácticas del miedo cultural y social, que se exhibe el mimetismo que guardan con el proyecto de la derecha local y mundial de establecer poder por la ideologización del terror por el cambio histórico. Cada que leo un ataque al arte contemporáneo que afirma que este es un fraude al público organizado por una oscura conspiración mundia-municipal, y que tiene por consecuencia la dilapidación de los recursos provenientes de impuestos en lo que la derecha holandesa designa abiertamente como “entretenimiento de la izquierda”, me es inevitable recordar que esos términos eran los mismos que cierto partido demagógico en Alemania utilizó desde el poder contra el arte moderno y su crítica a mediados de los años treinta. Yo deploro muy hondamente el modo en que el periodismo cultural y la crítica de arte se empiezan a ejercer en México como una extensión de la página de noticias de policía y judiciales, donde es posible, como me tocó en carne propia, que una pseudocrítica del diario Milenio desvirtúe la crítica de las obra para listar en una columna las supuestas violaciones al código penal que Teresa Margolles y yo cometimos en el Pabellón de México de Venecia de 2009, para acto seguido dedicarse a sugerir que la obra de la artista era cómplice del llamado “crimen organizado” y que sus prácticas, materiales, relatos y ficciones eran falsos testimonios requeridos, conforme a la práctica anacrónica del derecho, de demostrar la inocencia ante la presunción del fiscal de su escritura.
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Este giro donde en lugar de crítica de la producción artística tenemos una acumulación sin término de actas judiciales sobre artistas, autores y gestores cuturales, es sintomático de una transición donde la mala imagen del “crítico como juez” va derivando en la pesadilla retórica de “la crítica como soplona” que aspira a que el juicio de la práctica artística y la gestión cultural ocurra no por motivos de argumentación o diferenciación de la sensibilidad, sino por intervención de la policía. Lo lógico y deseable de parte de los artistas y funcionarios sometidos a este embate delirante y constante es rehusarse a entablar el debate en el terreno hipotético de esta corte del buen comportamiento definido desde la estrechez de la ideología extendida que aspira transformar el campo político en un espacio donde los conflictos se dirimen por la ejecución jurídica de castigos. Que en lugar de indagar las causas estructurales de las fallas de la institución cultural o traducir los debates político-estéticos al interior del campo artístico, las páginas culturales se llenen sólo de noticias que describen la vida cultural como un constante “escándalo” donde individuos concretos y denunciados violan las leyes, mienten o exponen sus taras personales, es un síntoma muy evidente de la decadencia de los medios de opinión pública, quienes se ven constantemente forzados a producir amarillismo al no ser ya el sitio donde se definen las alternativas sociales. También plantea una etapa histórica donde los intelectuales y artistas ya no operan como contrapeso del poder tanto por la generalizada degradación del habla y opinión públicas que al inicio del siglo XXI ha venido a definirse en México como la dialéctica entre el ataque constante de los medios a todo actor social o político y la ineficacia de esos gritos y sombrerazos ante el desplazamiento de la opinión a otros medios, y las tácticas del poder que incluyen, hoy en día, el ejercicio constante de la sordera que, como ocurre con el gobierno del PAN en la última década, utiliza el analfabetismo como método de inmunidad a una crítica que entre más altisonante es cada vez menos eficaz. El problema del presente no es, como suponen quienes han sido vencidos por el proceso brutal de la modernización, un clima donde “todo se vale”. Es más bien una situación donde se puede decir y gritar cualquier cosa, sin que esta tenga efecto alguno registrable.
En 1957 Marcel Duchamp reivindicó esta indeterminación con la categoría del “coeficiente artístico”: “la diferencia entre lo intencionalmente no expresado y lo expresado no intencionalmente” en cada obra de arte. A medio siglo de distancia, creo que es tercamente reaccionario negarse a asumir que el “acto creativo” no está en la intención del artista pensado como un demiurgo idealizado, sino en los efectos simbólicos, prácticos y argumentales que desata la intervención de este como un sujeto que, como nosotros, para citar a Theodor Adorno, ya no puede hablar directamente sino “mediante las cosas, mediante su figura extrañada y lesionada.” Por supuesto, el lugar donde conscientemente coloco mi práctica no es castigar a las obras porque no se ajustan a nuestra epistemología atrofiada como sujetos del capitalismo y el estado nación. Más bien, quisiera pensar que trato de reportar, articular y evaluar los intentos fallidos, parciales o potenciales por producir otras configuraciones de subjetividad, experiencia y poética. En todo caso, a mi me resulta incomprensible que alguien crea que pueda haber crítica de arte sin que esta sea una explosión de entusiasmos concretos y razonados por la contravención del lugar común y los acuerdos tradicionales, para plantear una relación con el tiempo de uno que puede, incluso, aparecer a destiempo. Participar en ese rio de opinión, e incluso querer ilustrarla y encauzarla, es algo que lógicamente impide confundir “crítica” con la complaciente emisión de amargura en público.
En lugar de reportar un proceso social y cultural complejo, donde el sentido y valor cultural ocurren en una trama de poderes desiguales pero que finalmente son un proceso donde todos los agentes, incluso los marginados y silenciados, son en mayor o menor medida partícipes, la simulación de los espacios de crítica de arte por columnas judiciales y eclesiásticas son sólo otro signo de la progresiva ineficacia del diario como espacio de alguna acción. La salud de la crítica de arte, por supuesto, depende hoy de todo otro terreno de debates e informaciones, mayormente intra-muros, donde sus participantes estan implícita o explícitameante comprometidos con la fe en el efecto multiplicador e inesperado de la cultura en quienes la efectúan y sufren.
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6. El sentido como acumulación
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El lugar de la crítica estriba en el hecho de que para los post-ilustrados la obra de arte no es un objeto de comunicación simple, donde el artista emite significados, “mensajes”, ”aportaciones” para que otro los reciba como un telegrama al que le faltan algunas palabras. No es nuestro rol “informar” sobre lo que el “artista quiso decir”, formula cuya ambivalencia consiste en delatar que el artista para el que escribe no consiguió decir nada. Lo característico de la obra es intervenir el campo simbólico y social, para producir efectos que escapan muchas veces la intencionalidad (es decir, a la pobre subjetividad) del productor, sus receptores y sus comentaristas. La experiencia de la obra debe llevar a artistas y públicos a lugares que ellos no sabían posibles de antemano, pero es sólo su compleja recepción la que produce, añade, teje y reforma ese sentido. La crítica es, en ese sentido, un momento decisivo del verdadero momento creativo de la obra: aquel que escapa a la producción de un artefacto o acto por un autor.
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