Memoranzas y zangoloteos de un Saltimbanqui

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MEMOranzas y zangoloteos de un saltimbanqui

Guillermo Núñez


D.R. © 2016. Guillemo Núñez Echeverría Registro Público del Derecho de Autor: 03­2016­022909474900­01 del 2 de marzo de 2016 Ilustración de portada: Carlos de Armas Diseño de portada y cuidado de la edición: Cecilia Núñez


PRÓLOGO ............................................. 5 I. El inicio .............................................. 9 II. Del aprendizaje ................................32 III. El viaje ............................................53 IV. Trópico cálido y bello .....................68 V. Del desenrollo ................................100 VI. De la consolidación ...................... 126 VII. La antesala de la muerte .............144 VIII. Volver a vivir ..............................165 IX. El devenir de un sueño .................176 X. Los profesionales de la salud .........181 XI. El cierre .........................................196 Epílogo ...............................................209


PRÓLOGO

Comparto con muchas personas el anhelo de transmitir a las nuevas generaciones vivencias del diario acontecer en tiempos idos, a fin de que no desaparezcan cubiertas por el polvo del tiempo. La historia nos ayuda a comprender mejor la forma de pensar y el proceder del ser humano y su consiguiente evolución o retro­ ceso. Leer en estas líneas una semblanza del protagonismo del llamado Agente Viajero y su posterior transformación a Representante Médico, nos puede dar mejores elementos de juicio para identificar el contenido de este personaje, que todos los días toca a la puerta de un consultorio. Así como el médico debe mostrar su mejor expresión al paciente, el representante debe dejar en casa sus problemas económicos, si­ tuaciones familiares, presiones de trabajo y presentar momento a momento su mejor imagen que es la propia de la empresa que re­ presenta. Debe ser un actor con dotes de


equilibrio, agilidad y coordinación: un saltim­ banqui.

Es, entonces, la intención de este texto la trascendencia de la obra, y no la del autor.

Guillermo Núñez


Dedico este pequeño logro a mis hi­ jos Lizet, Guillermo, Cecilia y Ya­ retzi, a mi esposa Leonor, a mi hermano René, a mi compadrito y hermano Abel Reyes y a la memo­ ria de Magda.


A unos el recuerdo los atormenta, a otros les alimenta el espíritu. Transcribo esta historia tal y como la es­ cuché…


I. El inicio

En una noche que prometía ser como cual­ quier otra del verano de 1974, me encontrada en casa, ubicada en un modesto barrio de la ciudad colonial en donde había nacido; su pe­ queño tamaño y sencillez, hacía que se con­ fundiera con las demás del vecindario y pasara desapercibida aún a los ojos del más avispado de los andantes. Recostado sobre mi desven­ cijado camastro, me cobijaba con la penumbra reinante en la habitación. El mobiliario lo complementaban una pequeña mesa, una vie­ ja silla, y un armatoste que fungía de ropero. Esta exigüidad me permitía el deambular en ella, no obstante sus reducidas dimensiones. Había dos cuartos más que le daban forma a la morada: uno donde dormía mi tía y una pe­ queña cocina en donde destacaba, por habér­ senos hecho indispensable, una mesita que nos servía lo mismo de comedor que de escri­ torio o para planchar la ropa. El premio a la austeridad lo daba una representación de la 9


última cena de Leonardo Da Vinci, impresa en un calendario cortesía de «Panadería La Con­ chita», un discreto baño y no había más. No prendí la bombilla en un intento de evitar que las imágenes de los acontecimientos suscita­ dos durante el día y que en ese momento dan­ zaban frente a mí cual ritual de libélulas, intentaran escapar. No era la primera ocasión en que me invadía una sensación de incerti­ dumbre contaminada con angustia y ahogo, motivada por la precaria situación económica en que me encontraba, a pesar de mi esfuerzo compartido entre el trabajo mal remunerado y el curso de una carrera profesional. No en­ contraba una salida aceptable para mis aspi­ raciones. Los ruidos mundanos habían sido sofoca­ dos por «la calor» que ese año «estaba más fuerte que nunca» según el testimonio coti­ diano que servía de inicio de conversación en­ tre la gente del pueblo. Estaba realmente aletargado al término de la ardua actividad que formaba parte de mi rutina: a las ocho de la mañana me presentaba en mi trabajo en una lavandería que daba ser­ vicio principalmente a hoteles modestos. Me 10


desplazaba en ocasiones abordo de un Fiat modelo 65 que en algún momento debió estar pintado de azul, en otras en un Ford verde bandera, dos puertas, ocho cilindros, con mu­ chos más años de uso. Debía atender al mayor número de clientes que el día permitiera; re­ cogiendo los blancos sucios y entregando los limpios, cargar y descargar, subir y bajar, co­ brar notas, acomodar la ropa limpia en las ga­ vetas, atender la caldera, y todo lo que saliera durante el transcurrir de la jornada. Seguía un itinerario establecido por el dueño, don Na­ cho, quien tenía particular cuidado de no dejar ningún espacio de ocio que distrajera mi atención. Seguramente lo hacía por mi bien, para enseñarme la importancia de saber ad­ ministrar el tiempo. Al terminar mis labores, ya bien entrada la tarde, pues siempre salían pendientes de últi­ ma hora, me dirigía a la escuela en donde cur­ saba mis estudios. El repiqueteo del teléfono puso fin a mis elucubraciones, sonó más insistente de lo ha­ bitual como si se justificara y resaltara la im­ portancia de su llamado; al menos ésa fue mi percepción, lo cierto es que me sacó brusca­ 11


mente de la catarsis en la que me encontraba y, al levantar el auricular, escuché la voz de Rodolfo, mi amigo y ex­compañero de escuela que con tono un tanto exaltado me dijo: «Fí­ jate que hay trabajo muy bueno, solicitan per­ sona para compañero en la empresa, ¡urge!» Al menos eso es lo que pude rescatar del tropel de palabras atropelladas que emanaron de su boca, tal como salen huyendo de los toros los forcados en la feria de San Isidro en Madrid. Rodolfo en la escuela siempre fue distraído para las clases. Ocupaba su tiempo en las re­ laciones sociales, «en echar relajo», no le in­ teresaba otra cosa; por ello se notó su ausencia el día que dejó de asistir. Tenía afinidad por el comercio, el negocio, el obtener el mayor pro­ vecho personal no siempre de la manera más lícita, facultades a las que les había ganado particular aprecio y en correspondencia a tal atención le acompañaban frecuentemente. Había ciertas calles de la ciudad por donde se negaba a transitar «por ahí no puedo pasar, tampoco por allá», me decía y al preguntarle el porqué de tal prohibición. «Es que por ahí me deben», sarcásticamente respondía, y a la vez surgía de lo más profundo de su garganta un 12


sonido que pretendía ser risotada, pero a me­ dida que irrumpía al exterior perdía fuerza, se apagaba y terminaba solamente en un sonido ahogado. No se le consideraba mala persona, es más, procedía de una familia muy honorable, cató­ lica y de clase media; por lo que quienes lo co­ nocíamos creíamos que el responsable de su gusto por la «tranza» no debió ser el entorno del hogar en donde había crecido, mucho me­ nos el factor genético, debió ser entonces un don natural que le ponía sabor a su vida y, co­ mo lo disfrutaba, lo realizaba muy frecuente­ mente; por ello, cuando lo veía venir con sus sentidos agudizados por la práctica, no le ce­ rraba la puerta. Ya estaba enterado que Rodolfo recién tra­ bajaba en una empresa que vendía medica­ mentos, pero no le di importancia considerando que se trataba de otra de sus actividades acostumbradas, que por cierto cambiaba con frecuencia cuando ya le causa­ ban hastío. «¡A ver! ¡A ver!, tranquilo, respira, cuenta hasta diez. ¿De qué se trata?», lo cuestioné con la intención de darle tiempo de serenarse 13


y así poder entender lo que ansiosamente in­ tentaba decirme porque, además, no era ais­ lado el hecho de que cuando se emocionaba se le atropellaban las palabras emanadas de la generosa cavidad bucal que ostentaba, y que fue motivo frecuente de escarnio por parte de los compañeros quienes lo llamaban por el mote de «trompa veloz». Debe haber pasado sólo unos segundos, in­ suficientes, según lo comprobé después, para que se calmara y pudiera emitir algunos fone­ mas humanamente entendibles, y es que em­ pezó hablando pausadamente y terminó tropezándose con vocales y consonantes que encontraba en su tortuoso camino de expre­ sión. Lo que pude rescatar de este intento de conversación fue que me había recomendado con su jefe para un trabajo y que tenía que presentarme al otro día a temprana hora por­ que «urge». Fue la segunda ocasión que es­ cuché esta palabra en el día, misma que con el andar del tiempo y de tanto oírla, pasó a for­ mar parte de mi vida: aprendí a familiarizar­ me con «el sentido de urgencia», uno de los pilares en la estructura de la buena práctica de ventas en las empresas y en la vida que tam­ 14


bién lo es. En justicia cabe resaltar que por aquellos tiempos las contrataciones en las compañías farmacéuticas, lo mismo que en otros giros comerciales como la ferretería, la perfumería, los muebles o la ropa, tenían como punto de partida «la recomendación», no había que pasar tantas entrevistas, ni con psicólogos pa­ ra obtener el trabajo. Las compañías, para so­ licitar personal, no publicaban anuncios en el periódico, mucho menos en internet, que aún no nacía; el trato era directo, el ingreso senci­ llo una vez teniendo la recomendación de una persona del medio y el visto bueno del super­ visor como máxima autoridad y responsable de su territorio. Tenía la posibilidad de obtener el trabajo si bien yo no lo sabía, como tantas otras cosas que ignoraba; lo único que conocía es que había que vender, lo cual no me emocionaba ya que nunca había vendido nada, al menos conscientemente porque recordé haber escu­ chado a alguien decir que todos somos vende­ dores, que día a día lo hacemos a través de nuestras acciones, que está en nosotros que nos compren amor, respeto, credibilidad, 15


confianza, o todo lo contrario. Existen personas que nacen con esa virtud y le venden a uno todo lo que le quieran ven­ der como «Chon Mandino», un vendedor na­ to, que conocí tiempo después. Correspondiendo a la atención de Rodolfo, concerté una cita para el día siguiente por la tarde, ya que no quise faltar a mi trabajo. Re­ cuerdo como si fuera hoy que, para tal oca­ sión, me puse un pantalón color café de vestir y una camisa «de moda», manga larga, es­ tampada con muchas bolitas azules y cafés y con cuello puntiagudo: mi preferida, ¿cómo olvidarla?, y más aún cuando se tiene un es­ caso guardarropa. Mi cabello un poco largo, a tono con la década de los setenta, un metro sesenta y cuatro centímetros me alejaban del piso, sesenta y cuatro kilos se oponían a la fuerza de gravedad, y veintitrés otoños me da­ ban la autoridad de elegir mi destino. Me fui caminando con paso lento al lugar de la entrevista, tenía tiempo, distaba unos cinco kilómetros de la casa; buscaba con la marcha poner en orden mis pensamientos bastante confusos en esos momentos por la expectativa que había generado en mí esta ci­ 16


ta. No lo logré, un aguacero repentino me sal­ picó e hizo que emprendiera veloz carrera. Escurriendo por mi cuerpo agua y emociones, jadeante, llegué a mi cita a tiempo, aunque perdí la oportunidad de causar buena impre­ sión por mi arreglo personal. Así conocí a Don Gabriel Santillán, quien estaba por culminar la cuarta década de su vi­ da, pero la calvicie que con frecuencia nos ha­ ce malas jugadas ya estaba causando estragos en su cabeza, se veía mayor. Alto, güero, ro­ busto, con buena y agradable presencia; le acompañaba una voz grave que frecuente­ mente modulaba para lograr una mayor im­ presión en su interlocutor, según lo descubrí después, gracias a un curso gratuito de fo­ niatría que yo había tomado con una maestra argentina. Todo era armónico con su recia personalidad. —¡Hola!, pasa, gracias por venir, —me dijo a manera de saludo. —Buen día, —titubeante respondí. Anexa a la cochera de su casa, había una pequeña habitación que le servía de oficina, cajas semiabiertas con medicinas, papeles y más papeles, en un rincón una guitarra, y un 17


pequeño escritorio con dos sillas que parecían también darme la bienvenida. —Rodolfo me habló de ti, dime: ¿has tra­ bajado en ventas? —Como lo puede ver en esta solicitud de empleo no tengo experiencia en ellas, he com­ binado la escuela con el trabajo pero nada que ver. Hubo un compás de espera enmarcado por un silencio que me pareció prolongado, mismo que aprovechó para darle una rápida mirada al documento que sostuvo con firmeza a una mano en un alarde de fuerza innecesario. —¿Sabes de lo que se trata? —No mucho, sólo sé que hay que vender medicinas. —Mira, te platico. La empresa es un labo­ ratorio farmacéutico nacional, que efectiva­ mente fabrica medicinas. Nosotros somos el medio de contacto entre el médico, la farmacia y el paciente. ¿De qué forma? En cada visita que le hacemos en su consultorio, informamos al doctor de las bondades de nuestros medi­ camentos, para qué sirven, en qué enferme­ dades prescribirlos y en cuáles no; es decir, el cómo, el cuándo y con quién usarlos, surtimos 18


a las farmacias con ellos para que, cuando el enfermo acuda con su receta, los compre. Bá­ sicamente esa es nuestra labor, ¿qué te pare­ ce? —Un trabajo muy interesante. —Hay que viajar y se requiere disponer de tiempo completo, por lo que tendrás que dejar la escuela, según veo aquí, ¿estás dispuesto? Esa pregunta, por lo inesperada, entró tan abruptamente por mis oídos que rebotó en mi cerebro y me hizo estremecer, pues nunca pensé dejar mis estudios. —Sssíí —le contesté en tono vacilante. —Depende de la paga —agregué, en un in­ tento de dar alguna validez a una respuesta que no había sido legítima. —Ofrecemos dos mil pesos de sueldo, base mensual, más comisiones ilimitadas desde el primer peso que vendas y ¿te digo una cosa? Se vende muy bien, tengo quince años de estar en la zona y está bien trabajada; la contrata­ ción es con fines de expansión, vas a tener viáticos, Seguro Social y, en seis meses, un automóvil del año proporcionado por la em­ presa una vez que tengas tu contrato definiti­ vo, ya que estarás a prueba por ese tiempo. 19


No solamente se trataba de una estupenda oferta de trabajo para un estudiante pobre co­ mo yo, sino para cualquier persona establecida en el medio, ya que el ingreso ofrecido supe­ raba el promedio de la localidad para alguien no titulado y aún para muchos que sí lo esta­ ban. —Por lo pronto necesito que te aprendas de memoria estos textos y esas literaturas médi­ cas de los productos, y nos vemos mañana pa­ ra que me platiques de ellos. ¿Te soy sincero?, hay otras personas que también se interesan por el trabajo. —Y ofreciéndome su mano puso fin a la entrevista. Deambulé con la mirada perdida; no, miento, no lo estaba, aunque lo creí por un momento, la tenía dirigida hacia mis adentros, trataba de escudriñar y encontrar en ese labe­ rinto, construido con muros revestidos por mis emociones, un recoveco que me permitie­ ra encontrar una luz que me guiara por el ca­ mino correcto. ¡Sí! Representaba una magnífica oportuni­ dad de trabajo, la salida a mis problemas económicos; sin embargo debería sacrificar mis aspiraciones a un título profesional. Pre­ 20


valecía en mí la necesidad impostergable de salir de la miseria: ¡tenía hambre! Vivía por esos tiempos con mi tía «Ebe» quien, por esas situaciones escabrosas que la vida nos depara, se había hecho cargo de mi hermano y de mí desde muy pequeños. Ha­ bitábamos de chamacos una casa compuesta por dos cuartos hecha de «sólidos materiales endebles»: paredes de madera y techo de lá­ minas de cartón con agujeros que en época de lluvias ayudaban al agua a ponernos en movi­ miento y obligarnos a mudar nuestras perte­ nencias bajo pena de ser mojadas. Poner cubetas y cuanto traste hubiera (el hubiera sí existe) para que en ellas cayera el agua, y evi­ tar que se formara lodo en el piso para poder dormir, formaba parte de la rutina. Ni qué de­ cir de los tiempos de calor o frío. En el comer, nuestro menú diario no era muy variado en contraste con la bien ganada fama de la rica y diversificada cocina regional de la ciudad en donde tenía «enterrado el ombligo», frase del dominio popular más que justificada en ese tiempo en el que las partu­ rientas se hacían atender en sus domicilios por una partera, y su placenta se depositaba en un 21


hoyo excavado en el patio ex profeso. Acudir a un hospital o clínica no se acostumbraba entre la población de escasos recursos. La mujer mexicana tiene fama de hacer mucho con poco y mi tía quien nos cocinaba no podía ser la excepción; de la nada hacía de comer pero, al no haber recursos, lo que su­ cedía un día y al otro también, las opciones se reducían. Después de unas horas de recorrer un mu­ seo, ya no percibes con claridad el valor del trabajo del artista; en una perfumería, una vez olidas diversas esencias, tu olfato se satura y tienes que aspirar el aroma de los granos de café para restaurarlo. Algo parecido me suce­ dió con el chayote: la tía Ebe echaba mano de él casi a diario, al grado de volverse tan fami­ liar que ya no lo degustaba. Cuando había di­ nero, lo preparaba revuelto con huevo y era de fiesta. Providencialmente teníamos un fiel be­ nefactor: un chayotal sembrado en el patio, enredaba frondosamente en un armazón de vieja madera sostenido por cuatro palos y construido por nosotros. Además de prodi­ garnos su fruto, generosamente nos protegía con su sombra y, cuando estuvo viejo y cansa­ 22


do de tanto esfuerzo, todavía de las entrañas de la tierra sacamos sus raíces donde guarda­ ba el último halo de vida, la tía las ponía a hervir para comer el sabroso camochayote y provisoriamente ya teníamos otra planta sembrada de repuesto. Me volví agradecido con mi tía y con la naturaleza. De pronto me vi en casa, desandé el mismo camino sin darme cuenta, como el ciego que de tanto pisarlo lo reconoce y lo hace propio. Frenéticamente me puse mis pants, me calcé los tenis y salí a trotar: necesario e imposter­ gable. Un hábito de reciente adopción. Lo disfrutaba mucho y además me per­ mitía, según lo hube comprobado, poner en orden mis ideas; la solución para algún pro­ blema que me aquejaba llegaba a mí como surgida del mismo aire que ahora acariciaba mi rostro al correr; estaba convencido de que, con el esfuerzo físico, mis pulmones aportaban mayor cantidad de oxígeno a mi cerebro y hacía que éste, con mayor poder y don de mando, exigiera a sus subordinadas neuronas más eficiencia en el desempeño de sus fun­ ciones, mayor «compromiso» con el cuerpo que las portaba. Otra palabra clave que conocí 23


fundamental para el buen desempeño del tra­ bajo y aún de nuestra propia existencia; debe­ mos estar comprometidos con nosotros mismos a través de nuestras acciones, con nuestro cuerpo cuidándolo, con nuestra fami­ lia amándola, con nuestro trabajo esforzándo­ nos e innovando, con la naturaleza respetándola. Después de unos kilómetros de correr y sudar copiosamente tuve ya una deci­ sión. Esa noche no dormí: memoricé los textos que en realidad representaban, según me di cuenta al leerlos, una guía promocional de los productos medicinales ante el médico, revisé las literaturas y folletos que contenían amplia información al respecto y que gentilmente me había proporcionado el Sr. Santillán. Caía la tarde cuando sonaron cinco fami­ liares campanadas en el viejo reloj de Cate­ dral, con engranes de madera y números romanos en la carátula, situado en lo alto de una torre del centenario edificio, construido en cantera verde en los años postreros de la llamada conquista de México, cuando pasé por la plaza principal de la bella ciudad colonial, se oían a lo lejos las notas musicales de la ma­ 24


rimba (maderas que cantan con voz de mujer) que audicionaba en el kiosco central: un pin­ celado atardecer de tonos rojizos, grises y na­ ranjas contrastaba con los verdes y frondosos laureles de la india, al cobijo de cuyas som­ bras numerosos provincianos cómodamente sentados en las bancas hechas de granito, charlaban, disfrutaban de una nieve de tuna con leche quemada o simplemente reposaban apaciblemente, viendo pasar el tiempo y con él los acontecimientos. El lienzo digno de un pintor folclorista se completaba con edificios ancestrales que todavía conservaban el aroma añejo de la piedra verde salpicada por la llu­ via, como los portales circundantes en cuyos bares y restaurantes se desarrollaban nume­ rosas e interminables charlas acompañadas de tazas humeantes con café piscado en la Región de la Costa. Me dirigía a mi cita con el Sr. Santillán. —Dime, ¿cómo te fue con la estudiada?, ¿te aprendiste los textos? —Sí. — ¿Los siete? —Los siete. — ¿Y las literaturas médicas también? 25


—Asentí con la cabeza. —Vamos a hacer un ensayo, una represen­ tación, yo voy a hacer el papel de médico y tú me vas a platicar de los productos. ¿Te parece? —Sí. —Respondí con cierta seguridad. Cuando terminé mi instrucción primaria entré a la Universidad Benito Juárez a estu­ diar el bachillerato integrado por seis años; de tal manera que pasaba uno a ser universitario siendo un niño. En el primer año de ingreso nos apodaban «macoloches» y éramos, al ini­ cio del curso, los varones rapados denigrante­ mente en público por los estudiantes que ya tenían tres años o más y que recibían el so­ brenombre de «pumas», al segundo año tam­ bién se nos rapaba y nos llamaban «perros». En estas dos etapas éramos sujetos de múlti­ ples novatadas o «macolocheadas»: pumas o fósiles, que ya los había, organizaban anima­ das (para ellos) «carreras de veintes», en las cuales nos obligaban a empujar con la nariz por el suelo una moneda de veinte centavos; el sabor de la competencia no era conocer al ga­ nador, sino al que acabara con la nariz más raspada y sangrante. Las extorsiones en dine­ ro se daban todos los días: nos quitaban los 26


veinte, los cincuenta centavos, o lo que llevá­ ramos, había que esconder las monedas en lugares inexplorables a fin de no ser despoja­ dos; de serlo, debíamos regresar caminando a nuestra casa pues ya no teníamos para pagar el camión. Estos dos años servían de en­ señanza para cuando se alcanzara el grado de «puma». Este proceder bien podría ser la ver­ sión anterior del bullying. La Universidad realizaba exámenes anuales orales, cada maestro, al fin de curso, propor­ cionaba un temario que enumeraba lo visto en clase durante el periodo escolar, tan pronto obraba en nuestro poder nos dedicábamos a «preparar examen» o sea, a estudiar. Como yo no podía hacerlo durante el día, lo hacía por las noches, pero ante el temor de quedarme dormido en casa, me unía a otros compañeros de distintos grados y facultades, que acudían al filo de la media noche al Zócalo, o plaza principal, lugar espacioso, con jardines, soli­ tario a esa hora y seguro en ese tiempo. Ahí cada quien agarraba su banca, su espacio, marcaba literalmente su territorio y se entre­ gaba a los libros. El silencio se rompía de vez en vez por las campanadas del reloj de Cate­ 27


dral, por ello me era familiar. Cuando el sueño quería hacernos una mala jugada, recurríamos a doña Angelina, que era una señora que hacía honor a su nombre y quien instalaba su rústico puesto de venta de cena todas las no­ ches en la Alameda anexa, conocedora de nuestra actividad y de nuestras precarias fi­ nanzas, nos obsequiaba gentilmente una aromática y caliente taza de café endulzado con piloncillo que, a esas horas de la madru­ gada, sabía a elixir de la vida, si es que éste tiene algún sabor. En común teníamos un método de estudio que servía para no dormirse: leer en voz alta mientras se deambulaba, para a continuación cerrar el libro y exponer con propias palabras, lo que se había entendido del capítulo, de esa forma también nos entrenábamos para poder desarrollar el tema en el examen oral de fin de curso. Cada amanecer tenía lugar ahí un hecho maravilloso… A la misma hora y en el mismo lugar, en lo más alto de la copa de uno de los tantos gigantescos laureles residentes de la plaza, se posaba una hermosa primavera que, ansiosa, quería ser la primera en descubrir la 28


luz que anunciaba el nuevo día y, al vislum­ brarla, lo pregonaba al mundo con alegría y con todo su aliento regalaba sus hermosos tri­ nos a todo aquel que quisiera escucharla, el gorrión y el cenzontle pronto se sumaban y con ellos los demás pájaros, interpretando al unísono una sinfonía envidia de la misma Fi­ larmónica de Berlín; los perezosos rayos del sol al verse descubiertos se estiraban sobre las techumbres de la villa, llevando con su luz a cada rincón su mensaje de vida. El descanso de los moradores se rompía por cinco tañidos provenientes del enorme campanario de la iglesia; las voces del silencio se apagaban para dar paso a las de la gente que empezaba a transitar por el lugar: hora de regresar a casa. Por cierto nunca nadie la vio, pero debió haber sido el ave más hermosa. Este desvelo se repetía cada noche por va­ rias semanas en lo que terminaba el periodo de exámenes. Llegado el día, en un salón de la Universidad y en torno a una mesa, se sentaba al frente el titular de la materia flanqueado por dos sinodales y, por orden de lista y al es­ cuchar su nombre en voz del jurado, pasaba el alumno, tomaba asiento en la silla sobrante 29


para dar inicio al ritual: de una ánfora y sin ver al interior, se sacaban tres fichas numera­ das, correspondientes a los temas a exponer, y se daba inicio en el orden que el alumno pre­ firiera, normalmente en sentido ascendente. Con algunos maestros había el chance de exentar el tercer tema, si se exponían los dos primeros a su entera satisfacción; pero si uno estaba muy seguro, se pedía darlo también en busca del diez. Al término, el alumno abandonaba el salón ante la expectativa de los que faltaban por examinarse, deseosos de saber que tan «du­ ros» estaban los jurados. Una vez que estos deliberaban, llamaban nuevamente y obse­ quiaban su calificación al examinado; en la expresión facial del compañero al salir se adi­ vinaba el resultado. El ritual se repetía con cada asignatura. Lo anterior me sirvió además para que, al realizar mis prácticas promocionales frente al Sr. Santillán, me desempeñara con cierta se­ guridad. —Yo te llamo para informarte del resultado. —Me dijo fríamente, al mismo tiempo que asintió con la cabeza y se llevó la mano a la 30


oreja y, sin darme tiempo de conocer su opi­ nión sobre mi actuación, salí. Esperaban tur­ no cuatro personas.

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II. Del aprendizaje

De ser aceptado, trabajaría por tres años. Al término volvería a la escuela para concluir mis estudios, así podría salir de la crisis que fa­ miliarmente me cobijaba como sarape de Teotitlán del Valle y ahorrar algo de dinero, eso sí, poniendo el mejor de mis esfuerzos; tal era la decisión que había tomado. Pasaron tres días y luego el fin de semana y nada... silencio, sin noticias del Sr. Santillán. Me sentí como el personaje central de «El co­ ronel no tiene quien le escriba» de García Márquez. Adiós sueños, ilusiones desmorona­ das como torres de arena arrasadas por el viento. Fue el martes por la noche cuando llegué a casa: —¡Te llegó un telegrama urgente! —Me dijo mi tía. —¿Quién lo envió? —No lo sé. —Fue su respuesta. Por esos tiempos se usaba con frecuencia 32


este tipo de comunicación por parte de em­ presas, dependencias de gobierno o particula­ res, cuando deseaban darle cierta oficialidad a la comunicación, ya que al recibirlo se firmaba un talonario a manera de comprobante y el remitente podía, al depositarlo en la oficina de Telégrafos Nacionales, solicitar sello en copia al carbón también como constancia de su en­ vío. —Pues ábrelo. —Me dijo mi tía al notar mi titubeo, y no es que ella fuera muy observado­ ra, lo que pasaba es que éste era muy evidente, «favor de presentarse jueves próximo en mi domicilio nueve horas», rubricado por Gabriel Santillán. Justo un texto de diez palabras por­ que sucedía que, si excedía esa cantidad, cos­ taba más. Tal era el mensaje. «Con el estomago vacío, pero siempre a tiempo»; frase no del todo recomendable, pero en mi caso cierta. A las nueve en punto de esa mañana se me abría la puerta de lo que sería mi vida por más de tres décadas, jamás ima­ giné el trascendente cambio que experimen­ taría al trasponerla; similar, puede ser, al de la crisálida en su proceso de metamorfosis para ser mariposa macho y aprender a volar. 33


Por toda respuesta a mi saludo de buenos días, recibí a quemarropa un «¡estás contra­ tado!» ¿De verdad? fue lo primero que pasó por mi mente preguntar, pero al mismo tiem­ po lo deseché: no es posible que el Sr. San­ tillán juegue con mis emociones y menos con algo tan trascendente si apenas nos conoce­ mos, o es acaso de esas personas que bajo una máscara carnavalesca veneciana ocultan su perversidad; «no, no es posible», así que des­ carté la idea por descabellada y presto ex­ clamé: «¡estoy listo!» La verdad es que no sé si listo o medio tonto, pero dispuesto ¡eso sí es­ taba! Los siguientes tres días, además de ente­ rarme en detalle que el retraso en la comuni­ cación se debió a los trámites que fueron necesarios efectuar para mi contratación, los empleamos en capacitarme en todo lo relacio­ nado al trabajo y a efectuar prácticas promo­ cionales basados en las guías o textos preparados ex profeso por el área de capacita­ ción de la empresa, porque estaba muy pena­ do no recitarlas de principio a fin ante el médico en la promoción, había que cuidarse de no omitir puntos y comas y dar el énfasis 34


adecuado al concepto a transmitir; para mí, nuevo en estos menesteres este entrenamiento fue de mucha ayuda. La empresa efectivamente estaba expan­ diéndose. Al Sr. Santillán lo ascendían a su­ pervisor y cambiaría su residencia a Puebla, mientras que el estado de Oaxaca, en donde olvidaba mencionar que radicaba, nos lo divi­ diríamos entre Rodolfo y yo, de tal forma que me tocaría media ciudad capital y abrir ruta en la Sierra Juárez y la región transísmica de Tehuantepec, además de la Costa Chica. Había otro compañero, Rogelio a cargo de la línea de «populares» que ahora se conoce como OTC por sus siglas en inglés; así se les llamaban a los productos de venta masiva y de publicidad por la radio, cartulinas o camba­ ceo, esta última era la promoción de casa en casa a través de promotoras que obsequiaban «muestras» y vendían paquetes de los pro­ ductos a fin de impulsar su venta. Se trataba de un plan muy ambicioso pues solamente existía una empresa que en el mis­ mo territorio tenía igual número de represen­ tantes: PROMECO, con Alberto, Omar y Salvador, ellos se transportaban en camione­ 35


tas pick­up blancas provistas de campers que les servían para guardar las cajas de medici­ nas, entre muestras médicas, que eran muy abundantes por cierto, y productos originales ya que traían «venta a mano», es decir que podían vender directamente en la población a donde llegaran y surtir en forma inmediata con sólo bajar del vehículo las piezas que el cliente necesitara, independientemente del pedido directo que levantaran y que llegaría bastante tiempo después por transporte te­ rrestre. Tenían fama de arribar a lugares in­ hóspitos, inaccesibles, donde si no había mé­ dico o farmacia, ellos lo hacían: le vendían al tendero, a la partera, al profesor o al brujo del pueblo, y los capacitaban para manejar sus productos, el caso era no salir del lugar sin venta. En las camionetas traían, como equipo complementario, frazadas, colchonetas, palas, picos, cuerdas y cadenas: en caso de quedarse atorados en época de lluvias en las carreteras de terracería que serpenteaban a través de la Sierra Madre, podían salir por propios medios abriéndose paso a través del derrumbe o con ayuda ser remolcados del atascadero. No hay 36


que olvidar que el estado es sumamente mon­ tañoso; para darse una idea de su topografía basta estrujar una hoja de papel con el puño y soltarla: lo que queda es Oaxaca. No sabía que me esperaba algo no muy diferente. Con «Chava» al correr del tiempo llegué a cultivar una bonita amistad, no obstante que éramos competidores directos. Por las vueltas de la vida, él había llegado a vivir a Oaxaca siendo originario de Torreón. Como buen norteño tenía gusto por las carnes asadas, en múltiples ocasiones nos reuníamos en familias para degustarlas y tener una bonita conviven­ cia. Tal parece que el ganado sería determinan­ te en su vida: en una ocasión viajando de Puerto Escondido a Pochutla, al entrar en una curva en la carretera costera, estaba una res tirada en el camino, lo que ocasionó que vol­ cara con su vehículo y estuviera a punto de morir. Su gusto por la carne, en particular la de cerdo, lo llevaba cada fin de semana a comprarla en una población cercana en donde, según él, «era muy buena». Los «cuches» de rancho por estos lares y en esos tiempos deambulaban sueltos devorando cuanto en­ 37


contraban a su paso, se cree que de ahí adqui­ rió una cisticercosis que se le complicó y lo llevó a la muerte en forma temprana. Llegó el lunes, la hora de la verdad, de visi­ tar a mi primer médico en compañía de mi supervisor. —Te voy a llevar con un Doctor «cuate» para que te estrenes, —me dijo. ¡Mi primera vez! Dr. Adrián Arnaud Ahedo Médico Cirujano Partero. Leí en un letrero fijado en la fachada del modesto consultorio, no hubo espera, traspusimos la puerta y la antesala vacía sin pacientes salió al paso como si ya supiera de nuestro arribo, el médico sentado frente a su escritorio saludó efusivamente a don Gabriel y a mí me obsequió con una amable sonrisa producto de su «ojo clínico». Seguramente había identificado mi condición de novato. No tuve tiempo de sujetarme los calzones que sentí caer por la incidencia directa de la fuerza de gravedad, aunque bien pudo ser por tener el resorte vencido, o porque me queda­ ban grandes; pero no, lo más factible es que dicha acción fuera originada por la sensación de angustia que invadió mi cuerpo; misma que 38


se repitió a lo largo de mi vida laboral, cada vez que hacía «promociones de salón» califi­ cado por los jefes. Salí airoso de la prueba según me comentó después el Sr. Santillán, dijo que lo había he­ cho muy natural. Así hice la primera de las 80,000 visitas médicas en número estimado, que realicé en compañía de mi inseparable maleta, «la ne­ gra», «la morena», como cariñosamente la llamaba, fiel y entrañable amiga que en un ac­ to de amor y entrega, se prodigaba sin límites para serme útil no importando si era de día o de noche, en un consultorio lujoso, modesto, o de un pueblo olvidado en la montaña; si via­ jaba en auto o en camiones junto con gallinas, costales y canastos; por caminos polvorientos o en avioncitos guajoloteros reliquias de la se­ gunda guerra mundial habilitados de línea. Siempre a mi lado, de mi mano, cual novia fiel y candorosa de paseo con su enamorado. Rebosaba de espacio, en ella guardaba no solamente el material de promoción como muestras médicas y literaturas, blocks de pe­ didos, recibos de cobranzas, formas de repor­ te, fichas bancarias de depósito, dinero en 39


efectivo de cobros, sino también llevaba algu­ na muda de ropa, artículos de higiene perso­ nal, tortas para el camino porque con frecuencia llegaba a lugares donde no había qué comer. El símil de un misionero religioso no es descabellado; además de bregar por ca­ minos solitarios y pueblos alejados de la mano de Dios, realizaba una labor evangelizadora: apartaba a los médicos del mal camino de la prescripción de productos de la competencia y los encausaba por la buena senda, al obtener su preferencia por los míos. Con ello ganaban el paraíso al curar a sus pacientes, y yo: mis comisiones. En «La morena» hasta cervezas llegué a transportar, sí, ¡cervezas! Resulta que al paso de los años me gané la confianza de un médico que tenía mucha consulta, era aficionado a tomarse sus copitas; cuando lo hacía que era un día sí y el otro también, iniciaba a las seis de la mañana en el vapor público en donde después de eliminar hasta la última gota de alcohol del día anterior a través del sudor, le preparaban una «polla», bebida a base de huevos crudos y licor, que lo tonificaba. A las diez de la mañana que empezaba a trabajar, su 40


consultorio ya estaba repleto de pacientes; porque haciendo honor a la verdad, era muy acertado en sus diagnósticos y muy humano y considerado con sus enfermos. Cuando yo lle­ gaba a visitarlo, me recibía antes que a nadie; después de hacer la labor de negocio, invaria­ blemente me pedía un favor muy especial: que le comprara en el expendio cercano un «six» de cerveza, al salir debía de pegarme a la pa­ red y caminar en sentido contrario a donde se ubicaba el expendio según me había cuidado­ samente adiestrado, pues en la parte alta de la casa en donde habitaba con su esposa, había ventanales que daban a la calle; ella ya sospe­ chaba de mi contubernio y había que burlar la estrecha vigilancia. Con la emoción de no sa­ ber si detrás de esos vidrios era observado y a mi regreso sería sorprendido en pleno com­ plot, sobre mis pasos a fin de no dejar huella, desandaba el camino con el vital líquido a cuestas y pasaba ipsofacto para su entrega. El médico entreabría sigilosamente la puerta que comunicaba con sus habitaciones a fin de comprobar que no había peligro al acecho y a continuación de dos tragos se tomaba igual número de cervezas con una avidez propia de 41


un maratonista etíope deshidratado, las latas vacías las guardaba en mi maleta para borrar toda evidencia en caso de una sorpresiva ins­ pección por parte de la máxima autoridad, y las restantes él las acomodaba en el interior de la caja del W.C. donde se conservaban frescas mientras duraran por el resto de la mañana. Sobra decir que sus prescripciones de mis productos en correspondencia eran muy ge­ nerosas. Acudí a darle el último adiós años después en el panteón de San Juanito y sobre su tumba coloqué cinco latas con cerveza, y otra ahí mismo me la tomé, también de un so­ lo trago. Todos estos tesoros fueron guardados en su regazo celosamente por mi morena, prote­ giéndolos de las miradas perspicaces y codi­ ciosas ávidas de profanar su intimidad. Continué otras semanas más trabajando en la ciudad capital en compañía de mi jefe y si­ guiendo con mi aprendizaje, ¡vaya que si lo fue!, mejor tutor no pude haber encontrado. Como ya es conocido, él tenía basto tiempo trabajando la zona, tenía facilidad para rela­ cionarse con las personas, y poseía mucha energía acumulada que le permitía realizar 42


una serie de actividades en distintos estratos sociales, como correspondía a un «Viajero de Medicinas» de un laboratorio de prestigio, así nos reconocían en esa época (VIP). Le gustaba mucho el béisbol, deporte que practicaba jun­ to con algunos médicos en la posición de cá­ cher en un equipo amateur muy importante de la localidad, pertenecía además al Movimiento Familiar Cristiano, militaba con los Caballeros de Colón, en el club social Sembradores de la Amistad y además poseía dotes histriónicas, virtud que le había ganado nexos de compa­ drazgo con el gerente de una estación de radio local y la simpatía de personajes del gobierno que también formaban parte de su círculo so­ cial. Se llevaba de maravilla con los médicos y era aceptable promotor pero excelente vende­ dor, de manera que el «legado» que nos here­ daba a nosotros, inocentes muchachos, no era nada sencillo. Tenía otra cualidad: era muy bohemio. Resulta que, cuando andábamos trabajando, no faltaba que nos encontráramos por la calle a alguno de sus cuates, en ocasio­ nes el saludo era de una banqueta a otra, o desde los autos seguido de una señal levan­ tando dos dedos de la mano con un medio gi­ 43


ro; no era una variedad del signo hippie de amor y paz que estaba de moda: significaba una cita en el Bar Galdino que era de sus pre­ feridos, entre otros, a las dos de la tarde de ese mismo día. Un compromiso de honor. Estoy seguro que mi jefe ya me apreciaba, y quería que mi formación fuera integral, por eso me tomó tan en cuenta. A la hora conve­ nida estábamos puntuales como la formalidad de la invitación lo ameritaba. En un primer espacio, a la entrada, estaba la barra y atrás de ella alcanzaba a asomarse apenas la cabeza de una figura humana, envestida invariablemente de camisa blanca y pantalón negro, decorada por destellos de luces que prismáticamente proyectaban a su espalda las botellas con licor, en espera cual cándidas damiselas, de los fa­ vores de los parroquianos. Se trataba del dueño, a cuyo bar había donado generosa­ mente su nombre. En perfecta sincronía de movimientos lo mismo servía, con absoluta precisión, una ronda de vasos con ron, que copas con tequila o mezcal, deslizándolos a todo lo largo del mostrador con fino impulso digno de un jugador de bolos para hacerlos llegar a sus meseros. Era el preludio. 44


Al traspasar el siguiente umbral se entraba a otra dimensión… mi impacto fue tal que la primera ocasión creí que había entrado al punto de reunión de los antiguos pobladores de la torre de Babel camuflada de cantina porque, si bien era una sola lengua en la que se hablaba, no se rescataba ninguna conver­ sación coherente en el entorno. El humo es­ parcido por los fumadores creaba una densa nebulosa difícil de disipar, es más, se resistía a ello, ya que tenía la encomienda de acallar, para que no trascendieran a la calle, la mezcla de gritos eufóricos, «mentadas» dichas con no menos entusiasmo, voces de cancioneros in­ terpretando melodías de dolor o alegría a pe­ tición del cliente, balbuceos, opiniones de expertos en política, finanzas, deportes, reli­ gión, vendedores de billetes de lotería que pregonaban esperanza y fortuna, lustradores de calzado ofreciendo sus servicios. Todo un galimatías. De repente todo se detenía… si­ lencio, expectativa, nerviosismo, sudor, puños crispados, ansiedad, las miradas se posaban en un solo punto tratando de escudriñar los números colocados en una ánfora; había lle­ gado la hora de llevar a cabo la rifa de «pollos 45


guisados en barbacoa» entre los desaforados comensales. Todos los parroquianos lo co­ nocían y el dueño, el Sr. Galdino, le tenía un muy merecido aprecio como correspondía a un cliente distinguido. En torno a la mesa corrían las cervezas y el licor entre risas, plá­ ticas y canciones interpretadas por el maestro Andrés Castillo, tipo con las carnes pegadas a los huesos, figura encorvada por tantos años de cargar la trova a cuestas y cuyo rostro de­ jaba ver sólo cuando algún aire fortuito disi­ paba el humo del cigarro que lo envolvía. Por unas copas y unos pesos cantaba, acompañado de su guitarra sin más límite que el de su so­ briedad, canciones inéditas o consagradas de Álvaro Carrillo de quien se decía su compadre; por cierto le molestaba que se le dijera «maestro», decía en réplica, que maestro sólo Jesucristo. Cuando cantaba «El andariego», canción adoptada como himno por los «viaje­ ros» de este rumbo, nadie se atrevía a toser siquiera, sobre todo cuando con su ronca gar­ ganta recitaba entre acordes, algo parecido a estas líneas:

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Y cuando yo me muera Que no me lleven flores Que no me escriban epitafios que no merezco, Sólo quiero la lágrima de un amigo sincero O el recuerdo de una mujer en si­ lencio. Hay ausencias que triunfan y la nuestra triunfó Amémonos ahora con la paz que en otros tiempos nos faltó… Cuando el ambiente ya había alcanzado ciertos grados en la escala de la euforia, de los labios de mi jefe que adoptaba voz de tenor italiano y se hacía acompañar por el instru­ mento de cuerdas siempre presente, surgían las notas musicales de «yo soy de san Luis Potosí y de mi barrio San Miguelito» porque efectivamente de ahí era originario. El fin de la fiesta se daba cuando cerraba el bar entre siete y ocho de la noche, y de ahí cada quien a su casa. Era impensable querer «dar golpe» en esas condiciones. Al otro día, de mañana, puntual, estaba 47


fresco para conquistar el mundo. Estas «juntas» se daban con mucha fre­ cuencia, cuando ya no radicaba en la ciudad y llegaba a supervisar se justificaban más por su ausencia. En descargo debo contar que la for­ ma de trabajar era muy diferente a la actual: no había «citas» de contacto ni trabajo diario en hospitales ni cuota obligatoria de visita médica o farmacias, ni plan de trabajo prees­ tablecido. Cada quien se organizaba, o no, de acuerdo a sus necesidades sin perder de vista el objetivo esencial: cubrir su cuota individual de ventas, que eso sí era de vida o muerte. Lo mismo había días que estábamos a las siete de la mañana con un cliente esperando turno pa­ ra ser atendidos, checando existencias para sacar pedido, cobrando, o nos daban como di­ ce la canción: las once las doce y la una de la mañana en el mismo menester. A las empresas sólo les importaba que se cubriera la cuota de venta, el cómo dependía del agente viajero. Teníamos nuestra cartera de numerosos clientes a los que levantábamos pedidos con un mínimo de compra preestablecido, con descuentos variables según su potencial sobre el precio de farmacia y con ofertas en moneda 48


o en mercancía con créditos de 30­60­90 días y todavía con descuentos de pronto pago sobre fecha de factura del 5% al 7%; si compraban 100 piezas de un antibiótico, por ejemplo am­ picilina, podrían recibir hasta 200 originales más sin cargo y a crédito, en total 300 unida­ des pagando sólo 100. Hubo mucha gente que hizo fortunas con esto. Podíamos abrir nuevos clientes siendo la condición para darles crédito, previa aproba­ ción del departamento correspondiente, que hicieran tres pedidos iniciales de contado o correo rembolso, en este último caso la mer­ cancía les llegaba vía postal y para su entrega tenían que pagar el total de la factura en dicha oficina; no se surtía ningún pedido si había una factura vencida. Los gastos de flete hasta el domicilio del cliente corrían a cargo de la empresa. Existían también algunos laboratorios fa­ bricantes de medicinas, ancestros de los «genéricos» o «similares» de la actualidad y que en mi región la mayoría se asentaba en la ciudad de Puebla o en el D.F., y de ahí se des­ plazaban a sus rutas. Los conocíamos como de «mordida o participación» pues es que se 49


apalabraban con el médico con botiquín que era aquel que en su mismo consultorio le vendía al paciente su medicina y de paso se llevaba una jugosa ganancia en efectivo o bien en especie: le amueblaban el consultorio y hasta podía hacerse merecedor a un automóvil según la enjundia que le pusiera al asunto. Había otra forma de operar consistente en que en una farmacia previamente acordada, colocaban un «stock» de medicamentos, a donde el galeno dirigía sus recetas, el repre­ sentante del laboratorio acudía periódica­ mente a verificar el movimiento de los mismos y hacía efectiva monetariamente la participa­ ción al médico. En Oaxaca el señor Lerma era el principal operador. En mi zona, en poblaciones como Matías Romero y Huajuapan de León, estos laborato­ rios tenían una participación de mercado muy fuerte. Estas empresas también las conocía­ mos como «de cocina», porque maquilaban en burdas instalaciones, generalmente casas ha­ bitación sin ninguna infraestructura apropia­ da; el encapsulado o llenado de soluciones se hacía a mano y, a falta de un área estéril para los inyectables, se encomendaban a Dios. 50


Había otros que conocíamos como «de se­ xenio» porque, cada cambio de gobierno fe­ deral, funcionarios coludidos en el medio montaban su propia empresa en condiciones similares a las arriba descritas, y surtían vía fast track las necesidades de cuadro básico en este rubro de los hospitales del sector oficial. La compra de la producción estaba más que asegurada junto con el pago oportuno corres­ pondiente, por lo que el negocio se tornaba redondo. Duraban seis años en lo que venían los nuevos suspirantes. La corrupción, vieja amiga íntima del mexicano. Teníamos nuestro block foliado y membre­ tado de recibos de cobranzas, lo recaudado en pagos en efectivo, que era la forma preferida, o cheques, se depositaba en la cuenta bancaria de la compañía. Semanalmente se enviaba por paquetería un escueto reporte de actividades, recibos co­ brados con sus fichas de depósito engrapadas, memorándums y pedidos que hubiera por surtir y cuentas de gastos, de la misma forma se recibía de la empresa papelería, circulares, el cheque de pago de la quincena o de los viá­ ticos que llegaba junto con todo esto, así que 51


la mayor parte de la comunicación en ambos sentidos se daba por mensajería. La comuni­ cación por teléfono estaba autorizada sólo pa­ ra casos urgentes, como cuando ya estaba encima la fecha de cierre de facturación de mes y urgía que entraran pedidos para cubrir la cuota de venta, eran los periodos de estrés; después venían unos días más tranquilos para volver a acumular facturación para el siguien­ te corte. La longevidad laboral era una característica distintiva de esta época, los cambios de perso­ nal de una empresa a otra se daban por lo re­ gular, por la inquietud del viajero por mejorar o ganar más.

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III. El viaje

Ya estaba capacitado, conocía el teje y maneje administrativo, me sentía seguro ante el Mé­ dico, ahora correspondía salir de viaje para abrir ruta. La empresa tuvo a bien que me acompañara, para finalizar con mi entrena­ miento, el Sr. Víctor Manuel Morales Rábago quien era un representante especial en el D.F. con varios años de experiencia. El Sr. Santillán no podía acompañarme por tener actividades relacionadas con su nuevo cargo. Fui notificado de su llegada vía telegrama. Cuando lo conocí no tenía buen aspecto, un rictus de disgusto afilaba aún más su moreno rostro, ¿el motivo? manejó 550 kilómetros de la carretera panamericana, sinuosa, angosta y en mal estado para arribar a Oaxaca en diez horas de viaje. Pintaba mal. Iniciamos por la Sierra Juárez, una de las siete regiones en que se dividía el Estado ya que en la actualidad son ocho; llegamos a San Pablo Guelatao cuna del insigne Benemérito, 53


continuamos a Ixtlán y de ahí debíamos llegar a una población llamada Natividad donde había una mina con clínica y servicio médico. Viajábamos en su auto ya que yo no tenía, un Renault R­12 color verde muy bien cuidado, encerado, impecable y banquetero. La carre­ tera era de terracería en muy mal estado y con muchos hoyos y, cada que el vehículo caía en uno de ellos, las maldiciones exhalaban por su boca como si fuera Don Goyo en plena efer­ vescencia. No acaba ahí: al pasar un puenteci­ to surcado por un riachuelo cristalino en cuyas aguas brincaban burlonas truchas sabedoras de lo que nos esperaba, nos encontramos una pendiente mucho muy encumbrada y prolon­ gada, demasiado, recuerdo yo, además había muchas piedras sueltas sobre ella, por lo que al primer intento de asenso, las ruedas de la tracción delantera de su auto vanguardista, ya que todos los modelos la traían en las gomas traseras, empezaron a patinar lanzando pro­ yectiles por todos lados acompañados de una densa nube de polvo. Después de varias repe­ ticiones fallidas sin poder avanzar un metro siquiera, el auto empezó a echar humo debido al sobrecalentamiento del motor, lo que oca­ 54


sionó que desistiéramos de querer conquistar la cúspide. Cualquier esfuerzo que hagan por imagi­ narse la cara de Don Víctor se queda corto. Esperamos sentados bajo un árbol llorando nuestra derrota como dicen que lo hizo el conquistador de algunos pueblos Mesoameri­ canos siglos antes, hasta que acertó pasar una camioneta Jeep ocho cilindros doble tracción con el logo de la mina, que nos remolcó para poder llegar a nuestro destino. Tiempo después modificaron el trazo del camino para eliminar ese acenso a rapel que debió haber sido diseñado por algún alpinista frustrado. Si creen que era todo para Don Víctor están equivocados. Ahora le tocaba el turno de nuestro recorrido turístico a la región de la costa chica oaxaqueña. Empezamos nuestro itinerario en los Valles Centrales, otra de las regiones de Oaxaca, atendiendo poblaciones como San Juan Chilateca, San Antonino, Ocotlán, Ejutla y Miahuatlán de Porfirio Díaz, celebre lugar donde el General combatió a los franceses, creo que en su memoria y gracias a algún político descendiente, el asfalto de la 55


carretera llegaba hasta esta población; nos restaban 150 kilómetros de terracería a través de la Sierra Madre del Sur para llegar a Po­ chutla, nuestra siguiente parada. No había llovido lo cual era una ventaja. El serpenteante camino se abre paso entre las montañas hasta de 3000 metros de altura, con un paisaje primoroso de bosques tropica­ les, flores silvestres, plantas exóticas, aves, riachuelos que rompen la carretera de vez en vez. Don Víctor ni siquiera se percató de ello, no sé si fue porque los rayos del sol agoniza­ ban o porque toda su atención la fijó en es­ quivar hoyos y piedras del pésimo camino; hicimos el recorrido en siete interminables horas. Cuando al fin llegamos a Pochutla, ya muy entrada la noche, apenas encontramos para dormir un paupérrimo cuarto en una po­ sada compartiendo cama; de comer nada, todo estaba cerrado. Al día siguiente ya descansados y nutridos, trabajamos lo que pudimos, pues ninguno de los dos conocía la zona y luego tomamos ca­ mino hacia Puerto Escondido donde también hicimos lo propio. Cuando Don Vic (que así ya le decía porque creí que me había ganado con 56


creces ese derecho, sobre todo después de pa­ sar la noche en la misma cama) se enteró de que para llegar al próximo poblado había que cruzar por un río que no tenía puente todavía, con sus poderes plenipotenciarios con los que estaba investido, decidió que era momento de dar vuelta y regresar por el mismo camino andado. Juró jamás regresar y lo cumplió. Los siguientes viajes los hice en camiones de pasajeros de segunda o tercera clase que eran los que daban servicio por esa ruta, car­ gando a cuestas y de pueblo en pueblo mi caja de muestras promocionales, mi veliz, mi mo­ rena y mis ilusiones. Como a los quince meses me asignó la em­ presa un flamante «vochito» amarillo que vino a ser de enorme ayuda, con él comprobé que para esos caminos era insuperable: tenía muy buena potencia con su motor de 1500 c.c., la tolva o placa que sella el piso servía además para deslizarse por el lodo y las piedras de los atascaderos en tiempo de lluvias, entre más peso llevara mejor lo hacía, teniendo mucho cuidado que no se apagara el motor y no «lle­ varse» la tapa del cárter del aceite. Aprendí a entrarle a estos lodazales por el centro, de 57


preferencia: si me quedaba atascado con el auto, cualquier otro vehículo que pretendiera pasar tendría que ayudarme a salir ya que el camino era angosto. Supe también para qué servían las cadenas que como equipo portaban los compañeros de Promeco: se enrollaban al­ rededor de las ruedas para que estas tuvieran mayor tracción en el fango. Con mi flamante vochito pude hacer mi recorrido costanero con mayor comodidad. Puerto Escondido en ese tiempo, era un pueblo pequeño con no más de ocho médicos y dos farmacias de las cuales destacaba la de Don Roberto Cortez, quien llegó a la población merced a una campaña de gobierno contra la fiebre aftosa, así como la hubo también para erradicar el paludismo. Conoció a su esposa, oriunda del lugar, y se quedó ahí; aprendió a curar y la gente lo buscaba mucho, tenía más consulta que cualquiera de los médicos y por consiguiente me hacía muy buenos pedidos. La siguiente población a trabajar era Río Grande que, como su nombre lo indica, está a los márgenes de un río muy caudaloso y ancho en tiempo de lluvias llamado también Río Verde, el mismo que no quiso cruzar Don Vic. 58


Como la carretera costera que une Puerto Es­ condido con Acapulco no estaba concluida, no había puente, por lo que los lugareños visuali­ zaron el negocio: unieron dos lanchas con gruesos tablones amarrados con cuerdas a manera de panga o plataforma y ahí se subía uno con todo y auto para cruzar, sin salvavidas y sin más protección que la divina. Impulsa­ ban y guiaban la embarcación o «ferri» con palos que sumergían en las revueltas aguas. Solo transportaban vehículos pequeños y per­ sonas. Cuando se viajaba en autobús era ne­ cesario transbordar de vehículo de una margen a otra. En esta población había un solo médico que me compraba mucho. Se hacía necesario invi­ tarlo a comer y tomarse unas cervezas con él, porque le gustaba platicar y enterarse de las novedades mundanas y qué mejor medio que el agente viajero que siempre estaba actuali­ zado en cualquier tópico. Por esos lares la única comunicación era la Radio Nacional y eso por las noches, porque de día no se escu­ chaba nada, el periódico de circulación nacio­ nal lo recibían con varios días de retraso. Cumplido ese protocolo, al otro día me tenía 59


un buen pedido. El siguiente pueblo es Pinotepa Nacional, llamada también «Piernotepa nalgacional» por sus mujeres muy bien dotadas por la na­ turaleza; dicen que el clima caluroso de la re­ gión juega importante papel en el asunto. Es todavía un lugar de cuidado, cabecera muni­ cipal de pueblos en donde hay gente que ase­ sina «de encargo» por quinientos o mil pesos. Hay una población llamada Jamiltepec, en donde las mujeres autóctonas, deambulaban con el torso desnudo algo muy natural para la población; en su honor la ciudad capital de Oaxaca, en la Fuente de las Ocho Regiones, tiene una escultura representativa. En la ac­ tualidad se cubren el pecho con un lienzo, sin usar sostén, merced a la campaña emprendida en el lugar por el Dr. Ortiz Escorcia, Secretario de Salud estatal en su época. Trabajé también Cuajinicuilapa, lugar don­ de existe una comunidad de mulatos muy im­ portante, descendientes de esclavos africanos que en tiempos de la Nueva España, viajaban en un barco pirata que naufragó frente a sus playas. Mi «tour» incluía a Ometepec, Gro., cuyos 60


pobladores disputan, con los de Jamiltepec, Oax., el privilegio de ser el lugar donde dicen nació Álvaro Carrillo, de lo cual están muy or­ gullosos. Un recorrido desde mi base de unos mil doscientos kilómetros. Había ocasiones en que no podía retornar por el mismo camino porque estaba bloqueado por derrumbes; en­ tonces tenía que dar la vuelta por Acapulco­ Cuernavaca­Cuautla hacia Oaxaca, lo cual im­ plicaba aún más kilometraje. Por eso éramos denominados «agentes viajeros». Recuerdo una ocasión en que por esta re­ gión debía pasar a un pueblo llamado Cacahuatepec, situado entre Pinotepa y Putla de Guerrero en plena Sierra Mixteca, porque había un cliente que se había atrasado mucho en el pago de una factura, y Crédito y cobran­ zas ya me estaba presionando demasiado para efectuar el cobro, por lo que me dispuse a re­ solver ese asunto de una buena vez. Arribé al lugar por la tarde a hora temprana a fin de que no me atrapara la noche en el camino de sali­ da. Tomé las providencias que el caso ameri­ taba, ya que el susodicho era además de moroso, escurridizo. Estacioné el auto en un lugar semioculto y me presenté en su domici­ 61


lio: no obstante, me informaron que estaba ausente y no sabían a qué hora volvería. Dije que no podía esperarlo y que tenía que abor­ dar el autobús próximo a partir, porque además era el último del día y que, en vista de las circunstancias, regresaría para el próximo viaje. Dejé transcurrir un tiempo que consi­ deré prudente y me volví a presentar al domi­ cilio: ahí estaba el angelito. No le quedó más remedio que pagarme en efectivo pero para ello se tomó su tiempo disque para juntar el dinero; yo estaba convencido que era para ha­ cerme la mala jugada a su parecer y perdiera el preciado camión que me sacaría del lugar. Tomé camino a Putla, cuando la noche abrigaba ya con su manto el camino mon­ tañoso y solitario de terracería. Por cierto que, a este lugar al que me dirigía, sus habitantes debieron haberle construido un monumento a la «L». Me esperaba un viaje que estimaba en dos o tres horas con la sola compañía de la XEW, «la voz de la América Latina desde Mé­ xico» repetía su eslogan. La intensa obscuridad y el silencio reinante, se veía profanada de vez en vez por la luz de los relámpagos y el estrépito de los truenos 62


que formaban parte de la puesta en escena de una danza exótica heraldo de tormenta, y también por las luces de mi vochito. La lluvia me alcanzó ignorando mi vedado deseo, desplegada en una tormenta que azo­ taba los árboles tropicales inclinándolos para allá y para acá en rítmico frenesí, en el suelo pronto se formó una alfombra de agua que me impedía ver los hoyos y piedras que, frenando mi paso, reclamaban su bien ganado «derecho de piso». De repente me pareció ver un obstáculo en la carretera; me estremecí en el momento que recordé que en ese tramo del camino había bandas de asaltantes que aprovechaban la so­ ledad para hacer de las suyas. Al aproximarme pude comprobar la presencia de unas ramas bloqueando el paso. ¿Qué hago? ¿Las habrán puestos los mal­ hechores que agazapados esperan a su presa? Trato de darme la vuelta y ¿si me disparan? Soy blanco fácil, ¿salgo del auto y echo a co­ rrer para ocultarme entre la maleza? Perma­ necí inmóvil, temeroso de que los acelerados latidos de mi corazón me delataran aún más, petrificado en el auto con las luces encendidas, 63


los limpiavidrios se esforzaban al máximo pa­ ra botar la lluvia que me impedía ver con cla­ ridad, sin atreverme a hacer nada… sólo esperé. Las imágenes que pasaron atropelladas por mi mente me hicieron perder la noción del tiempo… de pronto el destello de un relámpa­ go cercano me iluminó proyectando el recuer­ do de mi familia que en casa me esperaba. Eso me dio el valor para apearme en pleno agua­ cero y la fuerza para mover algunas ramas y poder liberar el paso esperando lo inevitable en cualquier momento… ¡Pasé! Seguramente la tormenta había ale­ jado a los facinerosos. Y seguí hacia mi destino que me tomó más de cuatro horas alcanzar. Ya para la madrugada llegué ahí donde está el asunto del monumento sin poderme quitar de encima la lluvia. Estaba frente a lo que menos se parecía a un hotel, pero tuve que creerlo porque así lo señalaba el desgastado letrero. Era una casona muy vieja con altos muros de adobe, vetustos techos de tejas y un gran patio central de tie­ rra ahora vuelta lodo; reinaba la penumbra. La única razón para sospechar de la presencia de 64


un ser vivo era una luz proveniente de un farol mecido por el viento pendiente de una vieja viga. Después de repetidos bocinazos, entre las sombras vislumbré un espectro informe que fue caracterizándose, a medida que se acerca­ ba, en un hombre encorvado de aspecto can­ sado y desconfiado, quizás influido por mi apariencia, que a esas alturas debió ser la en­ vidia de un zombi, se acercó arrastrando tor­ pemente los pies. —¿Que se le ofrece? —Un cuarto, ¿hay? —Todos están desocupados, me paga por adelantado. —Sígame. —Vociferó con voz aguardentosa marcando el camino a seguir con la débil luz de una lámpara sorda que cada tanto tenía que sacudir fuertemente porque amenazaba de­ jarnos en la penumbra. Empujó la puerta, metió la mano en uno de sus bolsillos, no en­ contró nada, hasta el tercer intento sacó una caja de cerillos raspando uno, creí que iba a fumar, ¡oh error! Prendió una vela colocada en un viejo candelero para iluminar la habitación pues no tenía luz eléctrica. Por cama había un catre de tijera con costal de yute como 65


colchón; eso sí, sobre él pendía un pabellón, ¿un pabellón? Como precaución por los ala­ cranes que caen del techo, según me explicó. Como siempre hay un mañana, el amanecer me dio los buenos días y ante tal atención, me dispuse a darme un baño; en medio del enor­ me patio un estanque construido con cemento y rebosante de agua fría me invitó a jicarazos a purificar mi cuerpo y mi espíritu sosegado. Tenía por testigo al fondo las majestuosas montañas de la Mixteca oaxaqueña. Al cabo era el único huésped. La Costa Chica de Oaxaca es un lugar lleno de bellezas naturales: playas preciosas, lagu­ nas encantadas como las de Manialtepec y Chachagua donde existen manglares, abun­ dante pesca y criaderos de cocodrilos; Mazun­ te con su santuario de tortugas, la playa nudista de Zipolite en donde nadie molesta a nadie. Región fértil donde lo mismo se cose­ cha plátano, papaya, mango, coco, limón, que algodón entre otros muchos productos que la madre tierra prodiga. Lugar en donde si clavas un palo en el suelo, surge una planta. Como comentario al margen, en ninguna de las poblaciones de esta región había sucursales 66


bancarias, por lo que los cobros de facturas que realizaba eran en efectivo y había que lle­ var el dinero consigo hasta poder depositarlo en la ciudad de Oaxaca. Huatulco sólo era una aldea de pescadores.

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IV. Trópico cálido y bello

Era el turno de ir a la región del Istmo de Tehuantepec en donde había estado una sola vez muy pequeño, vagos recuerdos perma­ necían aún en mi memoria: un rompeolas muy grande que se adentraba en las aguas y el cual recorrimos con todo y auto, y un revolcón que me dieran en la playa las olas del Océano Pacífico. Dista de la ciudad de Oaxaca 250 kilóme­ tros y se comunica con la carretera Panameri­ cana también llamada Cristóbal Colón, una vía federal muy sinuosa, en donde una de los cientos de veces que la transité, hice el intento de contar el número de curvas perdiendo la cuenta cuando llevaba más de novecientas. Muy peligrosa porque transitan autobuses, camiones de carga, tráileres cargados con ce­ mento y pipas de doble salchicha que trans­ portan combustible de la refinería de Salina Cruz a la Verde Antequera; cuando circulan llenas de su preciosa carga, su paso es muy 68


lento por las montañas y es difícil rebasarlas pues se trata de una carretera angosta de dos carriles, cuando retornan vacías, lo hacen a toda velocidad porque a los piperos les pagan por número de viajes semanales efectuados, de ahí la prisa y que salgan abiertos a «robar­ se» materialmente las curvas de la carpeta asfáltica. En otros tiempos se les conoció como los «bencedrinos» en honor de las pastillas que tomaban para mantenerse despiertos, ac­ tualmente usan «otras cosas» para el mismo fin. En tiempo de lluvias es doblemente peli­ grosa por las piedras sobre el asfalto que arrojan los derrumbes. En uno de mis últimos viajes a esta región, de regreso a la ciudad de Oaxaca, un viernes, ya obscureciendo después de haber trabajado la zona, al transitar por un paraje denominado Portillo Nejapán, conformado por montañas sembradas de altos pinos y que es de las partes más encumbradas, empecé a descender con mi vehículo. Había llovido, lo supe por el aire hú­ medo que se respiraba, por lo mojado del piso y por las rocas esparcidas sobre la carretera, principalmente del carril contrario, es decir pegado al cerro, por lo que reduje un poco la 69


velocidad. De improviso, al tomar una curva cerrada a la izquierda me encontré de frente a una pipa invadiendo mi carril en su intento por esquivar unas rocas, iba vacía, lo deduje por la velocidad que llevaba, por instinto di el volantazo a mi derecha para salir de la carre­ tera, en un instante ramas de arbustos lo en­ volvieron todo, tumbos y más tumbos hasta que el auto se detuvo… Silencio. Me vi sentado frente al volante envuelto en la penumbra y embargado de tal serenidad que por un mo­ mento pensé estar muerto. Fue el ruido de unas voces mundanas, que se acercaban por la brecha que el auto había abierto, lo que me devolvió a la realidad. Se trataba de los ocu­ pantes de una camioneta pick up que provi­ dencialmente pasaban por ahí y que lo vieron todo, aprestándose generosamente a auxiliar­ me. Una vez comprobado que no tenía lesión alguna procedieron a jalar mi vehículo con unas cuerdas atadas al suyo. Mi Seat venturo­ samente no tenía mayor daño y pude conti­ nuar mi viaje. La pipa pasó sin inmutarse siquiera. He vuelto a transitar el mismo paraje varias veces, muy despacio, intentando identificar el 70


lugar salvador que me acogió: no lo he encon­ trado, no existe. No hay una parte plana en muchos kilómetros de la cuesta, todo es desfi­ ladero. Como intento final por hallarlo, hice la búsqueda a pie y, semioculto por la hierba en medio de la nada, sólo encontré un letrero muy bien rotulado y anónimo que decía: «Ningún éxito en el trabajo justifica un fracaso en el hogar». Hay un pasaje llamado «Los Cantiles», ahí se puede ver, de un lado de la carretera, el desfiladero de cientos de metros en cuyo fon­ do corren las aguas de un río; del otro una pa­ red rocosa vertical cortada «a plomo», muy alta, la cual se agrieta por efecto del sol y la lluvia desprendiendo rocas de varias toneladas de peso que caen sobre la carretera. Cuando se pasa por ahí, se dan las gracias por no haber sido víctima de la naturaleza. En una ocasión, que recién se había desprendido un monolito de esos y caído sobre un vehículo en movi­ miento, tuve que esperar casi un día en el lu­ gar para poder pasar por una estrecha brecha que habilitaron; ocuparon varios días para di­ namitar la piedra de varias toneladas una vez rescatados los cuerpos de los infortunados. 71


«Trópico cálido y bello» Istmo de Tehuan­ tepec, dice una canción distintiva de estos rumbos y describe en tres palabras la magia que encierra la región; los dos primeros califi­ cativos los comprendí desde el primer mo­ mento que llegué, el último me llevó más tiempo. Siempre se siente mucho calor aun por las noches, pero éste es criminal en los meses de abril, mayo, junio y julio, y por esos tiempos de los que les hablo a lo más que se podía as­ pirar, en los paupérrimos hoteles de la región, era a un viejo ventilador que esparcía mucho ruido y un poco de brisa caliente. Los autos no tenían en su mayoría aire acondicionado. Había en Tehuantepec tres hoteles: el «Tehuantepec» que ya estaba muy viejo y descuidado, al que llegué de niño, el «Cali» en las mismas condiciones y el «Donají» que no era el mejor de ellos, a este último llegábamos la mayoría de los agentes viajeros y lo tomá­ bamos como base de operaciones para de ahí desplazarnos a las diversas poblaciones como Salina Cruz, Juchitán, Ixtepec, Lagunas, Matías Romero y los «Países Bajos»: así le llamaba yo a una serie de pueblos costeros si­ 72


tuados casi a nivel del mar y que están ubica­ dos entre La Ventosa y los límites con el esta­ do de Chiapas. Confluíamos compañeros de diversos giros comerciales procedentes de Tuxtla Gutiérrez, de Coatzacoalcos y de Oaxa­ ca capital, otros menos venían desde el D.F. Le llamábamos «Hotel Donajilton» tratan­ do de darle algún prestigio que no tenía: las sabanas y toallas estaban siempre percudidas al grado que debí llevar en cada viaje mi pro­ pia ropa de cama y toallas, no porque fuera muy quisquilloso sino que por ese medio pes­ qué una escabiasis, o sarna, según diagnóstico de la dermatóloga que consulté. Los cuartos eran pequeños y mal ventilados; alguien con un olfato como el de Jean­Baptiste Grenouille, personaje de «El perfume» de Patrick Sus­ kind, hubiera podido identificar con facilidad a quienes se habían hospedado antes. A cam­ bio teníamos algunos privilegios por ejemplo: había un área VIP que eran los mismos cuar­ tos nada más que con la ventana del baño di­ rigida al cine, desde donde podía uno ver cómodamente sentado en el w.c. la película en turno. Resulta que la sala cinematográfica co­ lindante, también era propiedad de los dueños 73


del Hotel y se comunicaba con éste por un pa­ sillo, los huéspedes teníamos acceso gratuito. Por las noches que regresábamos cansados del trabajo ahí podíamos ver una magnífica pelí­ cula del Santo contra las momias, que era de las preferidas de los apasionados cinéfilos. Cuando el protagonista central iba ganando en el filme, los asistentes aplaudían entusiasma­ dos, o se estrujaban las manos cuando los malos sacaban ventaja. También exhibían películas de charros como Pedro Infante, Jor­ ge Negrete o Miguel Aceves Mejía, entre otros. El cine sólo daba funciones por las noches, no tenía techo por el calor, si llovía no había fun­ ción, los asientos eran bancas de cemento sin respaldo y las películas se rompían a cada rato con la consiguiente rechifla y mentadas del respetable. No existía cafetería por lo que en lugar de palomitas se podía disfrutar de elotes cocidos, o tamalitos de lo mismo, que se man­ tenían calientes en un pequeño tambo de lá­ mina colocado sobre un anafre y atendido diligentemente por una frondosa «paisana». El sonido: muy malo; pero significaba la única distracción sana que había. La otra opción es­ taba representada por los «congales» o cen­ 74


tros nocturnos, muy frecuentados también por los colegas, en especial uno en Salina Cruz que se llamaba «King Kong» mejor conocido por los «compas» como el «changote». Aclaremos que la T.V. por estos rumbos no existía to­ davía. Contábamos también con otros privilegios en el Hotel, como el que se nos diera de cenar aún después de las once de la noche, poder obtener notas o facturas en blanco para «pe­ garle al viático», pero sobre todo teníamos el cariño de los dueños: la señora Gisela, su es­ poso y la abuelita, quienes nos hacían sentir como en casa, hasta nos daban su bendición por la mañana al partir a trabajar y se intere­ saban por cómo había sido nuestro día al re­ gresar por la noche. Estaban siempre prestos a apoyarnos en cualquier contingencia. Hubo una ocasión que un ciclón azotó la región por varios días y uno de los puentes que conecta la carretera con la ciudad de Oa­ xaca (única vía en ese tiempo) fue arrastrado por las turbulentas aguas del río, por lo que tuvimos que pasar una semana incomunicados bajo la lluvia intensa resguardados en el hotel, muchos compañeros no llevábamos más di­ 75


nero para pagar los gastos que significaban los días adicionales de estancia, pero los dueños gentilmente ofrecieron cobrar hasta el próxi­ mo viaje, «a vuelta de viajero» como se decía. No se usaban tarjetas de crédito. Hay un puente metálico mandado construir por el general Porfirio Díaz Mori sobre el Río Tehuantepec cuando introdujo el ferrocarril, en cumplimiento a una promesa hecha a doña Juana Cata, bella y destacada dama de la re­ gión, que consistía en que, cuando él fuera presidente, haría pasar frente a su casa el tren. Este puente da acceso a la ciudad también a los vehículos. Justo unos metros antes de este puente, a la margen derecha del río, destacaba por su ta­ maño un letrero de un consultorio médico. En mi primera visita a la población fue lo primero que vi y no perdí el tiempo, quería comerme el mundo y antes que nada me apresuré a entre­ vistar al galeno, tuve que calmar mis ansias un buen tiempo pues tenía muchos pacientes impacientes y desesperados por la espera y la alta temperatura. Desde la espaciosa sala di­ señada con arcos a manera de ventanas, re­ saltaba el imponente puente metálico, con su 76


río, el caserío circundante y uno que otro cris­ tiano que se aventuraba a desafiar los incle­ mentes rayos del sol de mediodía. Se trataba de un médico general que fresaba los sesenta años y que amablemente me recibió una vez que tocó mi turno. Vio en mí la oportunidad de lucirse, pero esto lo supe hasta después. Le presenté un medicamento que según el enfo­ que promocional del laboratorio, contenía dos antibióticos unidos químicamente en una sola molécula, lo que aumentaba su efectividad; para mi sorpresa su comentario fue que él ya utilizaba esa combinación, si bien era una mezcla física como luego lo hice notar, y agregó que utilizaba otras muchas formulas de su invención y se dispuso a demostrármelo. Llamó a la siguiente paciente: una tehuana cincuentona de largo cabello tejido en dos gruesas trenzas con coloridos listones enrolla­ das en torno a su cabeza, amplias enaguas flo­ readas caían sobre sus caderas, bastante frondosas por cierto, gruesos brazos morenos, cachetona, llena de vida, según el concepto de «saludable» que tienen por aquí; le preguntó en zapoteco, lengua propia de la región, que cómo se sentía. Por los signos corporales que 77


no por la lengua pude entender que estaba mucho mejor, el médico le dijo entre zapoteco y español, en mi atención, que le iba a aplicar otra dosis como la anterior para que se acaba­ ra de curar. Sobre su escritorio bastante gran­ de y muy parecido a una mesa de cocina de fonda de arrabal, por lo sucio, desordenado y polvoso, había muchos frascos de medica­ mentos destapados, ampolletas abiertas con medio contenido, de las cuales sin ninguna asepsia y a «ojo de buen cubero», tomó con una gran jeringa un poco de acá, otro poco de allá y un tanto más de una de acullá, y al últi­ mo un colorante quizás azul de metileno que tornó negro el contenido de la inyección. A una orden propia, ayudó a la paciente a subir­ se las enaguas quedando al descubierto su gran glúteo pues no portaba calzones, y de pie y en mi presencia le aplicó, sin que hubiera lugar a titubeo pues el área en cuestión era bastante extensa, la dosis; un rictus difícil de describir apareció en el moreno rostro de la «paisana» curtido por la vida y el sol; no sé si era de dolor o de desaprobación por mi injus­ tificada presencia a sus ojos; se retiró más que agradecida luego de pagar generosamente los 78


honorarios del galeno. Después me enteré que el médico ya había tenido problemas legales por iatrogenias cometidas con anterioridad. No lo volví a visitar. Mencioné antes una canción llamada «Tehuantepec» que identifica a la Región del Istmo y que en su letra dice: Trópico cálido y bello Istmo de Tehuantepec, música de una marimba maderas que cantan con voz de mu­ jer… Con el calificativo de bello no estaba del to­ do satisfecho: si bien se trata de un lugar con muchos recursos naturales: playas, ríos, pas­ tizales, cañaverales, frutales, la población vivía en condiciones muy insalubres. La mayoría de las calles sin urbanización, las casas vertían sus desechos a la vía pública por falta de dre­ najes, «cuches» deambulando por las mismas como si fueran vacas sagradas en la India de­ voraban lo mismo basura que heces fecales, lodazales por todos lados, mercados muy su­ cios y malolientes para regocijo de las moscas, restaurantes en las mismas condiciones, tol­ vaneras por doquier por los fuertes vientos, y mucho, mucho calor, en estas condiciones se laboraba en la calle. 79


Tenía asignada semana y media para tra­ bajar esta zona (brick) y mi semana laboral terminaba el sábado a las quince horas por lo que tenía que permanecer el fin de semana sin regresar a mi residencia. Me la pasaba muy aburrido pues no había gran cosa que hacer o en que divertirse, emborracharse era el pasa­ tiempo favorito de los lugareños; por lo que opté por trabajar también las tardes de sábado y los domingos, que en estos poblados era po­ sible, y lo reporté en mi informe de trabajo. Al poco tiempo recibí una visita sorpresa del Sr. Santillán: lo había enviado la empresa a cons­ tatar qué estaba haciendo. Confirmó mi tra­ bajo de fin de semana pues él no conocía estos lugares y me sugirió que no siguiera ha­ ciéndolo a fin de evitar suspicacias y mejor me buscara una novia con quien entretenerme en este tiempo. Fue así como encontré la verdadera magia y belleza del lugar: cuando conocí a su gente y a sus costumbres. El estado de Oaxaca, políti­ camente es un mosaico multicolor, está divi­ dido en 570 municipios que representan casi el 25% del total de los 2378 que existen en la República Mexicana, 18 grupos étnicos de los 80


65 que habitan en el país se asientan en la en­ tidad, se hablan varias lenguas como: mixteco, zapoteco, mixe, triqui, mazateco, chinanteco entre otros con sus respectivas variantes o dialectos considerados en número aproximado de 150, esto refleja el sentimiento de indepen­ dencia e individualidad tan arraigado en la población, cada pueblo, por pequeño que sea, quiere ser soberano y no depender de otro. Cada quien tiene su santo patrono y no se lo prestan. Transcribo algunas líneas de «El laberinto de la soledad» de Octavio Paz en donde des­ cribe, como nadie lo podría hacer, cómo so­ mos los mexicanos, dice Paz:

Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encie­ rra y se preserva: máscara el rostro y máscara la sonrisa. Enfatiza Paz que nos encerramos en nosotros mismos, que abrirnos es una debilidad, que podemos agacharnos, humillarnos, pero no permitimos que el mundo exterior penetre en nuestra intimidad, que usamos el hermetismo 81


como un recurso de nuestro recelo y descon­ fianza. Por otro lado, al definir las fiestas, dice Oc­ tavio Paz que éstas son «la negación de la so­ ciedad, el advenimiento de lo insólito», continúa diciendo que en estas ocasiones «el mexicano se abre al exterior, se revela y dialo­ ga con la divinidad, la patria, los amigos o pa­ rientes, el mexicano no se divierte quiere sobrepasarse, saltar el muro de la soledad, que el resto del año lo incomunica. Hay fiestas en que desaparece la noción misma del orden, el caos regresa y reina la licencia, todo se permi­ te desaparecen las jerarquías habituales, así la fiesta no solo es un exceso y un desperdicio de los bienes penosamente acumulados durante todo el año; sino una súbita inmersión a lo in­ forme». Concluye Paz. Resulta pues que los mexicanos somos muy fiesteros, los «vallistos» oaxaqueños (pobla­ dores de valles centrales) más, pero nos ganan y por mucho los oriundos del Istmo de Tehuantepec. Las fiestas o velas ,como ellos las llaman, tienen origen religioso por lo general, la po­ blación de Matías Romero festeja a su santo 82


patrono a través de la vela San Matías, Tehuantepec con su vela Santo Domingo o Sandunga, Juchitán con su vela San Vicente, Ixtepec con la San Jerónimo. Los pobladores en lo particular también festejan a su santo o cualquier evento importante en su vida: bau­ tizo, boda, quince años o incluso en la muerte hay fiesta, música y los imprescindibles cohe­ tes o cuetes como comúnmente se les deno­ mina; cualquiera que éste sea, el motivo es lo de menos. Cada festejo dura varios días, abunda la comida, la música y sobre todo la bebida, los participantes duermen un rato por la noche o cuando se pueda, para seguirla al otro día o los próximos. La región tiene uno de los consumos más altos de cerveza per cápita de la República Mexicana y por consiguiente ocupa destacada posición en alcoholismo. Las velas, a falta de un recinto apropiado para realizarlas, tienen lugar generalmente en la vía pública, se cierra a la circulación la calle elegida, se ponen «ra­ madas» o sombras para que los participantes se protejan de los rayos del sol. Compran tráileres con cerveza para el consumo exclusi­ vo de los invitados, en cortesía las empresas 83


cerveceras aportan la contratación de los gru­ pos musicales y el mobiliario en proporción a la compra. Es costumbre que a la entrada del lugar se colocan señoras llamadas «taberne­ ras» que venden cartones de cerveza al menu­ deo; el invitado no puede llegar con las manos vacías pues hacerlo es una descortesía, com­ pra mínimo un cartón en la entrada y lo ofrece a su anfitrión, desde luego que el susodicho consume éste y muchos más. Se prefiere la «ampolletita», o cerveza pequeña, fría para no darle tiempo a que se caliente por el calor; la toman de un sorbo. En los bares, al pedir una cerveza, es costumbre que ésta se acompañe de un «cartón» vacío para llenarlo con envases según se consuman y facilitar el cobro. Los participantes se ponen sus mejores ga­ las: los hombres con guayabera blanca, pan­ talón negro, paliacate al cuello y sombrero tejido de palma, las mujeres van elegante­ mente vestidas con sus trajes de tehuana en terciopelo, bellamente bordados a mano con motivos florales multicolores; portan, garbo­ sas, vistosos tocados en su cabeza, costosos aretes (arracadas), pulseras y, pendiendo de su cuello, gruesos y pesados collares de oro 84


con monedas centenarios insertadas. La mu­ jer istmeña es muy hermosa y por naturaleza es «sanaroo» (caderona en zapoteco). Las hay quienes conservan en su rostro orgullosa­ mente sus rasgos indígenas, otras son pro­ ducto de la mezcla con españoles o franceses que pasaron por la región. Prevalece en todas ellas una figura escultural cuando son solteras, porque cuando se casan pareciera que las po­ nen a engordar, salvo contadas excepciones. Hay mucha obesidad y diabetes entre la po­ blación adulta principalmente por su forma de comer, de beber y por la vida sedentaria que llevan, donde el clima en particular les hace un gran favor. En las fiestas es común que se formen gru­ pos únicamente de mujeres y otros de hom­ bres y que se divierta cada quien por separado, las féminas bailan unas con otras y toman cerveza o licor entre ellas al parejo que los hombres sin distinción de género; claro, con el advenimiento de las nuevas generaciones es­ tos rituales se van perdiendo. En una ocasión fui invitado a una vela en la población de Ixtaltepec, por un cirujano dueño de una clínica y que recién había adquirido 85


dos barcos camaroneros: la fiesta fue un de­ rroche de alegría y color; mujeres bonitas, lu­ ces, comida, cerveza. Cada anfitrión atiende a sus invitados, el mío nos convidó con camaro­ nes gigantes de exportación, pescados, ostio­ nes, langostas y los infalibles «totopos» que son tortillas tostadas de maíz con hoyitos, to­ do un banquete. Para culminar, el baile estuvo amenizado por Chico Che y su Grupo La Crisis que volvía locos a los istmeños y al sureste de México. Al amanecer concluyó la fiesta, para seguirla con la misma intensidad a medio día con el «lavado de olla», es decir el recalenta­ do. El hombre istmeño típico se levanta de madrugada para ir a trabajar al campo o a la mar, antes de mediodía ya está de regreso en casa pues ya no soporta «la calor». Por lo que se echa en su hamaca y se pone a tomar o a no hacer nada más que cultivar la pereza, es por ello que tienen fama de flojos. La mujer por el contrario se le considera muy activa: se levan­ ta igualmente de madrugada para preparar a su marido el itacate y que se lo lleve al campo, después el desayuno para los niños, llevarlos a la escuela, elaborar el almuerzo para cuando 86


regrese el esposo de la labor, la comida, la ce­ na; borda o hace diferentes cosas para vender en el mercado por la tarde y apoyar a la eco­ nomía del hogar, es lo más apegado al modelo de matriarcado como en muchos lugares de nuestro México. Especial lugar guardan en la sociedad ist­ meña los «muxes», personas transgénero que portan la vestimenta tradicional de la tehuana y son considerados como un tercer género. Desempeñan un protagonismo muy impor­ tante en la sociedad típica, son muy trabaja­ dores: hacen pasteles, adornos para fiestas, bordan, tejen, ponen coreografías o son culto­ res de belleza; aportan en forma importante a la economía del hogar, es por ello que tener un hijo muxe es considerado como un privilegio para la familia: representa para los padres una fuente de ingreso segura y estable. Ellos tam­ bién tienen su vela llamada «Pipi», algunos participan en movimientos sociales o han competido para cargos de elección popular. Hay una vela en Juchitán organizada por «Las Autenticas Intrépidas Buscadoras de Pe­ ligro» como se autodenominan para diferen­ ciarse de otro grupo de Comitancillo que se 87


llaman las «Intrépidas». Se elige a una reina que preside la fiesta, todo dentro de un marco de sana convivencia y respeto. En esta celebración hay mucho glamour, los muxes se cuelgan «hasta el molcajete», al ver­ los tan arreglados no se sabe si es un hombre o es una mujer, aquí todo se vale con tal de verse bien. Acuden decenas de personas de todo el mundo incluyendo famosos, periodistas y cu­ riosos, deseosos de participar del ambiente mágico que no vivirán jamás en otro lado. Y todo en honor a San Vicente Ferrer, patrono de los juchitecos Hay un municipio libre llamado San Blas Atempa, conurbado de la ciudad de Tehuan­ tepec, el acceso al lugar es una garita o puerta que hace recordar las «Portas» que daban en­ trada a la ciudad capital del imperio Romano. Era la única forma de ingresar a la población, escaso caben a circular dos autos al mismo tiempo. La porta de San Blas abre el paso a uno de los lugares en donde las tradiciones istmeñas se encuentran más arraigadas y sus pobladores más cerrados en sí mismos y en su cultura. Sucede por ejemplo que, cuando se realiza 88


una boda, al día siguiente de la noche nupcial, la mamá de la novia debe mostrar al «princi­ pal» o Xhuaana gola del pueblo, que es una persona muy respetable en la población y que cuida el templo, un pañuelo blanco que debe estar manchado de sangre, prueba fehaciente de la virginidad de la desposada. También lo puede mostrar a los padres del novio, hecho esto continua la fiesta donde los adornos, manteles, y demás accesorios deben tener motivos rojos, haciendo presente a los invita­ dos en todo momento la honradez de la novia. Si la prueba no es superada, se acaba el feste­ jo. En los casos en que la pareja «ya se haya comido el pastel» con anticipación y desean casarse, la mujer toma el estatus de «novia pedida» en cuyo caso no tienen que probar nada durante la fiesta. Si sucede que el varón no se quiere casar después de «aquellito» debe pagar un dinero, previo acuerdo, a los padres de la muchacha y ésta podrá casarse a futuro solamente con otra persona que sea viudo o divorciado. En esta población visitaba a dos médicos, uno de ellos se llamaba Gaudencio Salud, 89


oriundo del lugar, tenía mucha consulta. Era ya rico y muy estimado por todo el pueblo porque los ayudaba. Los atendía en lengua za­ poteca y prestaba dinero con un interés bajo siempre que le era solicitado. Sucede que un día aciago llegaron unos muchachos descono­ cidos y entraron a su consultorio con el fin de asaltarlo, el médico Salud opuso alguna resis­ tencia y los agresores soltaron balazos y lo de­ jaron muerto, sentado frente a su escritorio. Alguien vio salir a los asaltantes tomó las ca­ racterísticas del vehículo en el que huyeron y dio aviso a las autoridades; fueron capturados en un retén policiaco cuando huían rumbo a Coatzacoalcos y llevados a la cárcel de Tehuantepec, anexa al Palacio Municipal. Cuando los pobladores de San Blas lo supie­ ron, se dirigieron en turba a la celda y sacaron por la fuerza a los detenidos, los amarraron de pies y manos, los golpearon y los arrastraron por las calles que llevan a su pueblo, jalados por motocarros que dan servicio de taxis. Además les daban «piquetes» en el cuerpo con desarmadores u otras puntas durante el tra­ yecto de vía dolorosa de tres kilómetros apro­ ximadamente. 90


Llegó la procesión a su palacio municipal. La turba estaba enardecida por el asesinato de su benefactor, sudor, gritos desaforados de la chusma exigiendo castigo, llanto histérico de las mujeres, desconcierto en el rostro de los niños, y unos imperceptibles lamentos de do­ lor de los ya condenados a muerte…y el calor. Sordos a sus suplicas de piedad, los lleva­ ron a la orilla del río y fueron quemados vivos. La sed de venganza del pueblo estaba saciada. Las autoridades en ningún momento trataron de intervenir. Quizás por el calor. Poco se conoció de la identidad de los ajus­ ticiados, solo se supo que días después un re­ presentante de una de las familias más acaudaladas en México y dueña de una cadena de supermercados en el sur y sureste de la república se presentó a reclamar lo que que­ daba de un cuerpo: el de la oveja descarriada. Sólo uno de los muchachos salvó la vida gracias a que era de la región y hablaba un poco de zapoteco: cuando la turba llegó a sa­ carlos de la cárcel él escuchó que decían, en esta lengua, que los iban a matar, por lo que les dijo también en zapoteco, en presencia de sus cómplices, que él no tenía nada que ver, 91


que no conocía a los otros y que si estaba pre­ so era por borracho. Fue así como lo dejaron y se escapó de morir. Enseguida la policía lo trasladó a la penitenciaría de la capital para su protección. Un día postrero que llegué a San Blas para visitar a los médicos del lugar, el acceso estaba bloqueado por señoras vestidas con su traje de fiesta, el de tehuana; alegremente convivían y ya estaban bastante ebrias, no sé que celebra­ ban pero me abordaron para solicitarme mi cooperación económica para permitirme el paso a la población, ¿cómo negarme? Me pu­ sieron un sello con carmín y con las iniciales SB en la mejilla como salvoconducto y ense­ guida de la nada surgió una «chelita» bien fría que me obsequiaron, no me dieron tiempo a resistirme, que en verdad no era mi intención, ya que conocía cómo se las gastaban los po­ bladores cuando se sentían ofendidos, así que para no provocarlos tuve que aceptar ésa y las siguientes e incrementar mi cooperación. En atención al consejo de mi jefe, tuve al­ gunas novias con quienes pasar el fin de se­ mana y pude así tener la oportunidad de ir a algunos cines de la región en tan malas condi­ 92


ciones como el de Tehuantepec, en particular recuerdo el de Ixtepec (en donde hace parada actualmente «La bestia» con su carga de mi­ grantes centroamericanos) porque era un cine horrible, insalubre, en donde en el extremo opuesto a la pantalla había, empotrado en la pared, un extractor de aire enorme, toda la función tuve miedo que las fuerzas maléficas de la película intervinieran y fuera yo succio­ nado por ese siniestro artefacto. Este cine sí tenía techo. Conocí también muchas playas, ríos y bal­ nearios naturales muy bonitos como el «Ojo de agua» de Laollaga y el de Tlacotepec en Ix­ tepec, en donde brota el agua cristalina al pie de enormes árboles que forman un gran es­ tanque natural, hogar de innumerables peces multicolores. Así fue como encontré a Magda, la mujer que sería mi esposa por casi quince felices años y con quien tuve tres hijos: Lizet, Gui­ llermo y Cecilia. Ella trabajaba en el consultorio médico de su papá, como su enfermera, ya que tenían a cargo un programa estatal de higiene escolar que atendía a niños de educación primaria. 93


Cuando iniciamos nuestro noviazgo su progenitor se opuso a nuestra relación y dijo que solo entraría a su casa estando casado, quizás consideró este acto poco probable. Nos casamos por lo civil en Juchitán a los seis me­ ses de conocernos en un acto muy familiar y con escasos invitados. No entendí la actitud de rechazo del papá hacia mi persona sino hasta que nació mi primera hija Lizet dos años des­ pués. Pasamos nuestra noche de bodas en el fabuloso hotel «Donajilton». No podría dejar de mencionar en este relato a un personaje que conocí en el puerto de Sa­ lina Cruz: don Miguel Ángel Espinosa Benítez, sí Espinosa con «s». Era propietario de la Bo­ tica del Mercado la cual había heredado de sus padres. Cuando los viajeros llegaban «nuevos» tenían que pasar con él un periodo de novata­ das, pues se ensañaba con ellos. Para empezar no se debía omitir, al rellenar el formato de pedido, su segundo apellido pues de hacerlo venía el reclamo y decía que él sí había tenido madre, su apellido paterno debía escribirse con «s» pues así era lo correcto según su di­ cho, había que remarcar la palabra «botica» pues se jactaba que era la única en la pobla­ 94


ción que preparaba fórmulas magistrales. Los pedidos invariablemente los firmaba con tinta roja, no podía ser de otro color. Leía la cartilla al novel enfatizando que debía esforzarse en el trabajo para generar la demanda de sus productos pues sólo de esta forma tendría pedido con él cada mes. Lo llamábamos «el zorro plateado» pues, además de que era de mente muy ágil, acostumbraba vestir siempre de color blanco desde los pies a la cabeza, por cierto cubierta de cabellos del mismo color. Llevaba una vida nocturna: su rutina empezaba a las seis de la tarde, hora en que se despertaba, comía, enseguida pasaba a checar las existencias de los productos de los laboratorios que se habían reportado en el de­ venir del día; nos atendía después de las diez de la noche y, previa plática de tópicos de ac­ tualidad y chacoteo de no menos de dos horas, salíamos al filo de la media noche contentos con nuestro pago y nuestro pedido. Al quedar nuevamente sólo, se recluía en su botica a se­ guir revisando los movimientos del día y a acomodar mercancía: nada estaba fuera de lugar, todo en perfecto orden que de eso él se encargaba. Al amanecer solía platicar con los 95


taxistas que «hacían sitio» enfrente de su ne­ gocio o con gente madrugadora del lugar que acertaba pasar por ahí, para que al filo de las nueve de la mañana y una vez dadas las ins­ trucciones necesarias, volver a ingerir alimen­ tos y dormir el resto del día. Esa fue su forma de vida hasta su muerte. Después de tratarlo un tiempo brindaba su amistad abierta y estaba dispuesto a darnos cualquier apoyo solidario en caso de solicitár­ selo. Era una excelente persona. Viniendo de Coatzacoalcos hacia Tehuan­ tepec, a 30 kilómetros de Juchitán, hay un lu­ gar en donde se deja atrás las montañas para encontrarse de repente con la llamada «Puerta del Pacífico» ya que desde lo alto se observa en toda su inmensidad la costa y el océano que se hace uno con el azul del cielo. Es la entrada a «La Ventosa», región ubicada a treinta me­ tros sobre el nivel del mar y así llamada por los fuertes vientos provenientes del Golfo de Tehuantepec que, al no encontrar ningún obstáculo a su paso, azotan en forma huraca­ nada la región, llegando a voltear con fre­ cuencia tráileres y camiones que circulan por la carretera transístmica; cuando se pasa en 96


auto se debe circular lentamente y con los vi­ drios abajo a fin de presentar menor oposición a la fuerza eólica y así evitar percances. En este punto confluyen las carreteras pro­ venientes de los estados de Veracruz, Chiapas y Oaxaca y es el paso obligado de caravanas de camionetas usadas provenientes de USA y con destino a mercados de Centroamérica. Es fácil para el visitante poseedor de un poco de imaginación, sentir que está «en un lugar de la Mancha» de cuyo nombre no quería acordarse don Miguel de Cervantes, porque también hay gigantes feroces que agi­ tan sus brazos como los interpretara el hidalgo de la noble figura, sólo que aquí se trata de gi­ gantescas astas instaladas en el lugar y en cuya cúspide giran hélices movidas por los vientos como alegres reguiletes que convierten energía eólica en electricidad. En una ocasión que regresábamos de tra­ bajar Matías Romero, ya bien entrada la no­ che, pasábamos por este sitio en el auto de Luis Barón que representaba a Laboratorios Hormona, al tomar una curva, repentinamen­ te el vehículo hizo un trompo y dando vueltas y tumbos nos salimos del camino. Las pipas 97


que transportaban combustible de Coatza­ coalcos a Salina Cruz lo chorreaban en la ca­ rretera por lo que el piso se tornaba muy resbaloso. Venturosamente no nos pasó nada. Trabajando esta región de «los países ba­ jos», como yo la llamaba, me encontré que mi zona estaba siendo «pirateada» por el com­ pañero de Chiapas quien frecuentemente in­ cursionaba vendiendo mercancía «a mano», al investigar encontré que esta persona, de ape­ llido Medrano y con residencia en Tuxtla Gu­ tiérrez, era un personaje muy conocido, rico, y tenía mucho tiempo de trabajar con la empre­ sa. Era «comisionista», él sólo se dedicaba a atender a clientes ya que por su cuenta había contratado a dos agentes a los que había en­ trenado para dedicarse a la promoción con el médico y las farmacias, él solamente daba «golpes dirigidos». Un cliente me comentó que, en una ocasión que había llegado a la localidad a visitarlo y hacer negocio, empeza­ ron a tomar a grado tal que, cuando se agotó la bebida, el Sr. Medrano fue a su vehículo y echó mano de muestras de un tónico vitaminado que providencialmente contenía en su fórmula vino de Oporto y, como dice el refrán: «a falta 98


de pan, tortillas». Con ello culminó el festejo. Una situación similar me encontré en la Costa Chica oaxaqueña con el señor Meza que radicaba en Acapulco. Dos personajes que tenían muchos privilegios en la compañía.

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V. Del desenrollo

Rodolfo, Rogelio y un servidor trabajábamos coordinadamente y con ellos aprendí la im­ portancia del «trabajo en equipo» ya que nos apoyábamos mutuamente en muchos aspectos para el logro de resultados, los compañeros de la «H» competencia nos apodaron los «chicos malos». Los planes de expansión de la empresa en el estado funcionaron y pronto vendimos mu­ cho más de lo presupuestado. A los dos años Rodolfo, fiel a su costumbre, causó baja en el equipo. Por su parte Rogelio dominaba muy bien su trabajo de «productos populares». Tenían ofertas especiales en donde si una farmacia le compraba, por ejemplo, mil frascos de un ja­ rabe con vitaminas le regalaba un refrigera­ dor, un anuncio luminoso o una vitrina mostrador, todavía se le otorgaba crédito de noventa días. Sobra mencionar que para la farmacia que «recomendaba» productos era 100


negocio redondo y no dejaban títere con cabe­ za, ya que cada cliente que llegaba con diarrea, resfriado, o dolor de cuerpo, salía más fuerte que nunca con su tónico vitaminado y todos felices y contentos. Fue la época de oro, tanto de las farmacias independientes, ya que no había de cadena, como también de los médicos con botiquín o sea de aquellos que les vendían los medica­ mentos a los pacientes en el consultorio. Rogelio tenía una «combi» para poder ma­ nejar sus mercancías. Al regresar de viaje, era su costumbre traer invariablemente a su casa algo para comer de los lugares a donde iba, pero no solo eso: en ocasiones llegaba con algún guajolote vivo que levantaba por ahí a la vera del camino. Al cuestionarlo sobre su pro­ cedencia decía: «es que me lo encontré en el camino y me dijo ¡gordo gordo gordo! Y pues para qué me dice así y que lo subo a la camio­ neta». Otras veces traía consigo un chivo y decía: «me lo traje porque me lo topé en la carretera y él me dijo ¡llevameeeee!, y que me lo traigo». Hasta que un día le falló y al tratar de «levantar» a uno de estos caprinos lo atro­ pelló con su camioneta deliberadamente, aga­ 101


zapado el pastor surgió con una vieja escopeta en la mano diciéndole «pagas chivo o rompo madre» y, para evitar esto último, optó por lo primero, tuvo que pagar y no le fue permitido llevarse nada. Era muy buena persona nada más que muy enamorado, a cuanta chica se topaba no perdía la oportunidad de decirle piropos, ello lo llevó con el tiempo a tener doble vida: tenía familia en Puebla y en Oaxaca, viajaba cons­ tantemente y convivía secretamente entre una y otra por temporadas, hasta que en uno de tantos viajes murió en un accidente en carre­ tera al chocar de frente con otro vehículo. Su esposa de Puebla, al ser notificada, reclamó el cuerpo y lo sepultaron. Al paso de los días que no llegaba, la esposa de Oaxaca angustiada se dio a la tarea de buscarlo encontrándose con la bigamia y que ya estaba sepultado. Como ella era la primera esposa legítima, reclamó y ex­ humó el cadáver y lo trajo a enterrar a su lugar natal. La noche que lo velamos, la habitación llena de flores donde estaba su ataúd perma­ neció vacía, no se podía estar en el lugar por­ que el hedor era insoportable. Así terminó Rogelio. 102


Por estos tiempos conocí a compañeros de la maleta que eran todos unos personajes, la mayoría residía en Puebla y venían a trabajar una semana a Oaxaca, entre ellos recuerdo al Sr. Rosete, a quien le apodaban «el Tin Larin» por su parecido al muñequito de los chocola­ tes, era una persona muy respetable de la ter­ cera edad, con todos los años de trabajo con Bayer, sumamente conocido y compadre de muchos médicos; su entrevista con el galeno en turno duraba más de una hora porque pla­ ticaba mucho con ellos. Uno ya sabía que, si él estaba dentro, mejor era ir por otro lado. El representante de Lilly no era menos: portaba un Ford Galaxy ocho cilindros amarillo cana­ rio último modelo, de esos carros que vendían por metro. Cómo no mencionar también a Pa­ co Roan de Syntex, a Porfirio Díaz de Rodia, a don José Salas de Recordatti. Otros menos radicábamos en Oaxaca, des­ tacaban agentes como Manuel Molina de Pfi­ zer y su hermano «chilo» con su escudero Armando Pérez de Takeda, Francisco Gómez «la comadre» de Richter (†), Álvaro de Parke Davis, Salvador Martínez de White Vales, Ma­ rio Oiervides de Cyanamid Lederle, Enrique 103


Oseguera de Grossman, Miguel A. Vignola de MSD, mi compadrito Abel Reyes de Lepetit Merrel a quien por cierto le apodaban «el ca­ pitán Chevelle» porque en dos años había acabado con dos autos nuevos, Gerardo Díaz de Sanfer y su hermano «Lalo», Leonardo Galán y Guillermo Suárez de Mead Johnson, Antonio Ponce de Atlantis con su «Calanda y Pomolin», Abelardo de Chinoin (†), Pedrito Martínez de Infan (†), Manuel Pizarro de Pisa, Jaime Shamos de Boehringer, José Munive de Órganon, José Luis Porras de Liomont (†), Rafael Juárez de Lakeside, Francisco Rocha de Scheramex (†), Rafael Castro «el panda» de Promeco (†), Raymundo Matamoros que de­ jaría la maleta para terminar la carrera de medicina, le sucedió Juan José Cano en Ciba Gaigy, Efraín Huerta de Up John, quien por cierto no sabía manejar y, un día a poco de in­ gresar, le avisaron de su empresa que fuera a recoger su nuevo auto, un flamante Valiant Volare amarillo canario, pidió a su jefe que le hiciera el favor y éste tardó dos meses en traérselo, medio aprendió y al poco tiempo fue impactado por en medio por un autobús ur­ bano. Luis Barón de Hormona y después Gui­ 104


llermo Neftalí Flores quien ha sido el único representante que conocí que cargara siempre su maleta abrazada debajo de la axila; Fran­ cisco Bolaños «Paco bolas» de Silanes, Mario Escobar «el tigre» de Senisiain, Víctor Cabrera «Rino» de Aplicaciones Farmacéuticas Midy, Eloy Morales «Eloyito» de Carlo Erba, Ale­ jandro Llerena y Luis Rasgado de Syntex, Ma­ nuel Pino con Sanfer, Carlos Flores con Riker 3m, Eduardo Ocampo con Schering Mexicana. Me olvidaba mencionar a Toño Sierra com­ pañero de Farbar: había sido buzo profesional y también pertenecía al grupo de rescate acuático de la Cruz Roja metropolitana, por acá viajaba en un camioncito «chato» cerrado de los que usaba la famosa empresa panifica­ dora mexicana, llevaba toda su mercadería consigo para la venta a mano, excelente per­ sona. Una noche nos avisaron que se había accidentado en la carretera proveniente del Istmo de Tehuantepec, partimos varios com­ pañeros enseguida en su búsqueda y lo en­ contramos muerto: se había estrellado de frente con un autobús al tomar una curva de las que en este relato han tomado un lugar. Óscar Montuy llegó un buen día a Oaxaca 105


representando a Laboratorios Richter, era una empresa de línea amplia, con muchas ofertas de venta directa a farmacias y médicos de bo­ tiquín; esto aunado a las facultades de buen vendedor que tenía daba por resultado que le fuera muy bien económicamente, hacía man­ cuerna con Chon Cabrera y formaban juntos una pareja muy fuerte en el mercado. Con el paso del tiempo, Óscar y yo nos hi­ cimos compadres y junto con Adrián Blancarte de MSD y otros compañeros formamos AR­ VEO (Asociación de Representantes de Ventas del Estado de Oaxaca A.C.) una agrupación civil sin más fin que el de hermanar a los agremiados. Por ello conseguimos casas de INFONAVIT para varios compañeros en tiempos en que era sumamente difícil obte­ nerlas. Tuvimos un domicilio social en donde, con donaciones de los compañeros, maneja­ mos un botiquín para surtir sin costo algunos los medicamentos que necesitáramos, también nos reuníamos los viernes por las noches, para degustar de una copa acompañada de una ronda de dominó o de póquer. De los ingresos obtenidos pagábamos la renta del local pro­ piedad del médico Carlos Gómez Hernández. 106


También organizábamos convivencias fa­ miliares, partidos de futbol contra los médicos y la tradicional fiesta del primero de octubre «Día del viajero», en donde había comida y rifa de regalos que conseguíamos en donación de médicos, clínicas y farmacias; no había baile en estas celebraciones porque éramos puros hombres. Creo que por ser pocos había un espíritu agigantado de compañerismo y solidaridad entre nosotros aún cuando en la calle éramos competencia. Debo mencionar también que en el centro de la Verde Antequera, llamada así por la se­ mejanza en su trazo con la provincia española y por el color de la cantera empleada en la construcción de sus edificios, se ubica el Hotel Francia en donde se hospedaban numerosos viajeros, don Manuel su propietario ofrecía, a manera de festejo año con año, una suculenta comida amenizada con marimba, a ella podía acudir todo el que quisiera aún cuando no fuera huésped. Al día de hoy, se festeja este día, gracias a compañeros entusiastas y con el apoyo de Farmacias Omega por conducto de sus pro­ pietarios Gerson y doña Martita, quienes me­ 107


recen especial mención. A finales de los setentas y principios de los ochentas, el Sr. Soriano y su esposa Rosita eran dueños de las farmacias Plaza y Mina, en esta última entraron a trabajar por separado la Sra. Martha y quien sería su esposo Don Odilón ya que no se conocían. Al paso del tiempo se casaron y se independizaron con el apoyo de sus patrones. Rentaron un local en el nuevo Mercado de Abastos en donde nadie quería invertir, pues argumentaban que estaba lejos y no había venta. Con mucho, mucho, trabajo detrás del mostrador, crearon al paso de los años su prestigiada empresa que en la actualidad cuenta con varias sucursales en la ciudad, dirigida por su hijo Gerson. La época de vacas gordas terminó un día para mi compadre Montuy, de repente se quedó sin trabajo y sin ahorros, ya con unos cincuenta años a cuestas no podía colocarse de nuevo en la maleta. Lo primero que vendió fue su auto, siguieron sus muebles y luego su casa. Decidió regresar a sus orígenes en el D.F. y perderse entre la multitud, pasando a ser uno más de los cientos de personas que día a día arriban engrosando las filas de los esperanza­ 108


dos. Cuando el tiempo transcurrió y no tenía noticias de él, fui a buscarlo y lo ubiqué en uno de tantos estacionamientos que hay en la gran urbe: lavando autos. Vivía en la Guerrero en una vecindad en ruinas por el terremoto del 85. Había tocado fondo. Por medio de Galán, ex compañero ubicado en el gobierno en ese momento, se le consi­ guió un trabajo de inspector de mercados en Oaxaca, en donde después de un tiempo se recuperó un poco, compró un terreno pequeño y edificó unos cuartos donde vivir; sin embar­ go, al cambio de administración quedó fuera. Se le agotaron las ganas de luchar. Un día me buscó para solicitarme un préstamo econó­ mico en nombre de la amistad que nos unía. Al darle el dinero perdí a mi compadre, lo su­ pe de antemano, pero lo hice con gusto en agradecimiento a los buenos momentos que convivimos juntos. Poco después le atacó una extraña enfer­ medad, perdió sensibilidad en su cuerpo y murió. Dejó a su familia envuelta en deudas. Debe ser de mal gusto dar consejos, porque nadie es dueño de la verdad, es demasiado presuntuoso siquiera considerarlo, aun cuan­ 109


do hay gente que se aficiona y los brinda ge­ nerosamente a diestra y siniestra aun sin que se los soliciten. Cada quien tiene su personal historia y verdad, la que va forjando día a día y hay tantas como seres vivos existen en el pla­ neta tierra. Los animales, cuyo sustantivo usamos peyorativamente con frecuencia, con su aparente irracionalidad, también la tienen: el tigre que mata para comer y sobrevivir, la leona que protege ferozmente a sus crías, los buitres que se alimentan de carroña, el perro que defiende con bravura a su amo, o mejor dicho a su amigo. Cuando alguien me lo soli­ cita no me atrevo a hacerlo y sólo le comento lo que yo haría de estar involucrado en esa si­ tuación con los asegunes del caso. El ejemplo anterior de mi compadre Montuy no es el úni­ co que he visto y siempre temí que en lo per­ sonal me llegara a suceder. Para mí, ha sido conveniente invertir mis ahorros por modes­ tos que sean para tener una reserva un «col­ choncito» y no gastar nunca más de lo que ingresa, para que, llegado el momento, tenga los recursos para hacer frente a una contin­ gencia como es quedarse sin empleo o una enfermedad. Esto implica desde luego algunos 110


sacrificios. En lo personal, me gustó como forma de invertir, y que no me «robara» tiempo de mi trabajo pues me debía a él, «pe­ gar ladrillos» y me fijé como objetivo que cada año debía construir cuando menos una habi­ tación, como señal de que estaba avanzando. Desde luego que hubo tiempos de vacas flacas. Este trabajo es como el de entrenador de futbol: desde que se ingresa ya se tiene un pie fuera de la empresa, cualquiera que sea ésta y cualquiera que sea la posición a desempeñar, dado que nuestra permanencia está en función de «resultados». José Luis Perales (homónimo del cantau­ tor) mejor conocido por todos como «Peralvi­ llo», por ser originario de ese barrio del D.F., tenía muchos años de trabajar con Alcon Owen, laboratorio de línea oftálmica y derma­ tológica. Un buen día los buenos vientos del sur lo trajeron a los terrenos del Marqués del Valle de Oaxaca: Hernán Cortés quien dicen que es el verdadero padre de la nación mexi­ cana. ¡Un tipazo! Fresaba los cincuenta y tantos años cuando lo conocí: chaparrón, regordete, pelo entrecano ondulado, bigote recortado, 111


güero pero con la piel curtida por el sol de tanto bregar por los caminos bajo los incle­ mentes rayos pues no poseía auto. Vestía siempre de blanco con guayabera en una de cuyas bolsas portaba su inseparable cigarrera dorada que pretendía ser de oro, pero que por el desgaste propio del uso se comprendía que no lo era; sus lentes de medio arco pendían de una cadena a su cuello para evitar perderlos. Creo que no tenía familia, nunca me atreví a preguntarle, deduzco que no porque no la mencionaba además de que no le hacía falta: el así era feliz. Tenía amigos por doquier y to­ do el mundo lo apreciaba. Viajaba todo el tiempo: recorriendo el estado de Puebla, Oa­ xaca con sus regiones y Chiapas, hasta Tapa­ chula y San Cristóbal de las Casas. Como dije antes, no tenía auto pero ni lo necesitaba. No faltaba el compañero que se ofreciera a llevar­ lo con tal de ser partícipe de su agradable compañía y más de su amena charla. Estaba lleno de energía, vivencias, anécdotas, recuer­ do una: narraba que en una ocasión en que llegó al puerto de Veracruz con motivo de una reunión de trabajo salió del hotel con el deseo de caminar por el malecón puesto que su junta 112


empezaría al otro día; al disfrutar de su paseo, se encontró casualmente con un amigo al que hacía mucho tiempo no veía. Nada mejor que la frescura de un bar en los portales del centro para festejar tan grato acontecimiento acom­ pañado de las rigurosas cervecitas para remo­ jar la plática y la alegre música de los sones veracruzanos, interpretados por la marimba, para entrar en ambiente. En el transcurso de la charla, su amigo le invitó a conocer el barco donde trabajaba ya que era marino y su nave se encontraba anclada en el muelle, próxima a partir por cierto. Peralvillo aceptó gustoso y la tertulia siguió a bordo con la misma intensidad que en tierra; cuando se dieron cuenta que el bamboleo que sentían no era por el alcohol tomado sino porque ya el barco se había hecho a la mar, era demasiado tarde. Su destino: Puerto Rico, a donde viajó en calidad de polizonte. Por su parte los compañeros de la empresa donde trabajaba estaban alarmados por su desapari­ ción ya que no lo encontraban y había dejado todas sus pertenencias en la habitación del hotel. Cuando al fin pudo comunicarse y dar a conocer su situación, su empresa gestionó que 113


lo esperara en el puerto boricua, personal del consulado para recibirlo, ya que no llevaba consigo documentación alguna ni dinero sufi­ ciente. Bajado del barco en la tierra del jibari­ to, al que ni saludó siquiera, fue escoltado directo al aeropuerto para su regreso a Méxi­ co. Tuvo que pagar los gastos que este inci­ dente generó y dijo no haber disfrutado del viaje. ¡Hulla hulla la patrulla! Exclamación que profería frecuentemente. Así era Peralvi­ llo. Excelente vendedor y mejor amigo. Raúl Asunción «Chon» Cabrera era otro gran personaje, lo jubilaron de Bristol después de 40 años de trabajo muy a su pesar porque él no quería retirarse; también le decíamos «Chon Mandino» por aquello del best seller del «Vendedor más grande del mundo» de Og Mandino. Vendedor nato, por muchos años ocupó primeros lugares nacionales de ventas en su empresa, ganó muchos premios y dinero. No sólo vendía los productos de Bristol, sino todo lo que podía incluyendo fayuca, que por esos tiempos empezaba a ganar mercado: relojes, plumas fuentes, televisores, estéreos, modula­ res, era de lo que más le compraban médicos, 114


enfermeras, farmacéuticos, compañeros y todo aquel que no podía resistirse al encanto de su depurada técnica de ventas. Era mal promotor, o no le gustaba promo­ ver, quizás porque le restaba tiempo a lo suyo que era el negocio, el «nego», el «billullo», como él le llamaba. En la promoción aplicaba la técnica del chinito: «el aita o deje científi­ co». Le decía al médico: «usted sabe mejor que nadie como usar los productos, yo no le voy a enseñar, usted es el experto pero, eso sí, le toca darme diez recetas diarias, merezco más pero con eso me conformo»… Y se las da­ ban. Rehuía estudiar y las juntas de trabajo no eran de su agrado porque lo aburrían, pero era ¡Chon Mandino! En ocasiones se hacía acompañar de sus dos hijos pequeños, quienes entraban con él a los consultorios para verlo trabajar. Si alguien me hubiera dicho que, al devenir de los años, uno de ellos iba a ser mi compañero de zona, no lo hubiera creído: Ximena lo fue por varios años. Había un compañero de apellido Ferrus­ quilla, trabajaba en un laboratorio pequeño: Huba. Radicaba en el D.F. pero su ruta de 115


viaje la iniciaba en el estado de Puebla para continuar por Veracruz, Oaxaca y Chiapas, es­ te recorrido le llevaba tres meses, no tenía au­ to ni tampoco lo quería, él viajaba feliz en camiones. Al término regresaba a su residen­ cia por una semana, misma que aprovechaba para ir a las oficinas de su empresa y arreglar todos los pendientes generados en su viaje, «visitar» a su esposa e hijos y emprender su vuelo de nuevo. Su compañera era la soledad de un cuarto de hotel donde se pertrechaba con leche, fru­ tas, pan, para ahorrarse viáticos que por cierto eran muy raquíticos; llevaba consigo cuchillo, tenedor, cuchara, plato y demás enceres que le permitieran comer en cualquier lugar, inclu­ yendo a bordo de los autobuses o en la sala de espera de un consultorio. No olvidemos que en el tiempo en que se sitúa esta historia no había T.V. en las habita­ ciones de hotel, ni los medios actuales de co­ municación que nos hacen sentir en ocasiones «virtualmente» acompañados aunque estemos solos. Pero no todos los compañeros eran ejemplo de trabajo y honradez, conocí a uno, que lla­ 116


maré Mario, originario del D.F. y que llegó como representante a Villahermosa. Licencia­ do en Administración, era bueno para el ne­ gocio, más bien para el suyo. Tenía mucha habilidad para relacionarse y, tan luego llegó a la población, consiguió en alquiler una casa grande con muchos cuartos, mismos que su­ barrendó a otros compañeros. Debo informar que en ese tiempo la mayoría de los represen­ tantes ahí radicados procedían de otros luga­ res y la euforia del oro negro cundía en la región. Contrató también a una cocinera y una persona que lavaba la ropa de todos y hacía el aseo del lugar, con ello su estancia le salía gratis y todavía le generaba utilidad; sin con­ tar que traficaba con las muestras médicas de los mismos arrendadores, negocio redondo para él. No daba golpe más que dirigido pero, eso sí, invitaba con frecuencia a comer a los ge­ rentes de mayoristas y a médicos claves, además de que durante el día les daba clases de tenis, aprovechando que era instructor de este deporte. No tomaba alcohol. Así becado, permaneció varios años hasta que la vida le hizo una jugada: resulta que sus 117


reportes de trabajo que se los «inventaba», perdón, quise decir, se los elaboraba su novia que también era su secretaria y administrado­ ra, eran exactamente los mismos, ciclo a ciclo, sin ningún cambio. Sucedió que un mal día asesinaron a un médico muy conocido de una población cercana que supuestamente él visi­ taba, como todos, se enteró también de la muerte del galeno… ¡pero su novia no! Y si­ guió reportando como visitado al difunto. ¡Milagro, milagro! Cuando el supervisor que tenía a su cargo desde Oaxaca hasta Quintana Roo, y que vivía en Mérida, se percató de la situación se acabó la fábula de Mario. Había otro compañero en Mérida de apelli­ do Ramírez, por mal nombre lo llamaban «El veneno Ramírez», debería tener más de se­ tenta años y no obstante su edad era muy in­ quieto y con todos los años del mundo de experiencias, interrumpía las juntas de trabajo para contar un chiste, al pedirle respetuosa­ mente que lo contara después ya terminada la reunión, se negaba porque argumentaba que lo iba a olvidar. En una de estas ocasiones lo abordó un compañero nuevo con el fin de ca­ 118


larlo y le preguntó: «¿es cierto que a usted le apodan El veneno Ramírez?» La respuesta in­ mediata fue: «mis amigos me llaman Sr. Ramírez, los hijos de la chingada me dicen Veneno, ¿cómo quieres decirme tú?» Gerardo Juárez trabajó algunos años con Química Knoll. Químico Farmacéutico Biólo­ go, decidió un buen día dejar esta actividad y dedicarse a su profesión, por lo que fundó en Oaxaca Laboratorios Juárez; hombre estudio­ so y dedicado, cursó una maestría, esto lo llevó a ser el primero en identificar el virus H1N1 de la influenza. En la actualidad está por concluir su doctorado que reafirma la confianza que los médicos le brindan. Los anteriores casos tratan de dar una pe­ queña muestra de las condiciones en las que se trabajaba y del perfil de las personas que participábamos en este mercado de venta y cobranza directa, mucho viaje, mínima super­ visión, proporcionalmente mayores ingresos que en la actualidad, menor competencia, ex­ celente percepción del médico al viajero y en el cual no era necesario tener un título profe­ sional como requisito laboral. No obstante, las condiciones existentes no 119


estaban dadas para la incorporación de las mujeres en esta actividad, sino hasta que se rediseñó el negocio y algún visionario valoró la importancia de la ley del 80­20, también lla­ mada principio de Vilfredo Pareto en honor a su creador: el ochenta por ciento de tus ventas te las da el veinte por ciento de tus clientes. Ello implicó enfocarse en los mercados más importantes por su valor monetario reducien­ do con ello las zonas de viaje, limitar el núme­ ro de clientes directos para centrarse en los de mayor potencial, disminuir el número de días de cartera vencida y tener mayor liquidez, en­ focarse prioritariamente en la promoción de productos rentables ante el médico generador de prescripciones, optimizar los tiempos de trabajo y los recursos económicos y humanos con la debida selección y capacitación cons­ tante de la fuerza de ventas. Ahora sí, bienvenidas las mujeres, que en los tiempos actuales significan, conservadora­ mente si el dato no está rebasado, alrededor del 55% del total de representantes médicos en la República Mexicana, y hay que reconocer con honradez que este lugar se lo han ganado genuinamente. 120


Por cierto que la primera mujer represen­ tante en Oaxaca fue Elsa de Laboratorios Ci­ lag, allá por mediados de los ochenta. Dentista de profesión, se desempeñó muy bien en el medio siendo ascendida en poco tiempo a Ge­ rente de distrito para el norte de la República. Dedico un espacio para hablar de las far­ macias o boticas que existían en la ciudad de Oaxaca. «La Guadalupana», situada frente a los mercados centrales y propiedad del señor Munilla, quien siempre estaba atrás del mos­ trador atendiendo a los enfermos que aguar­ daban turno para ser curados con sus acertados «remedios»; «Valencia», de la fa­ milia del mismo apellido y ubicada en la es­ quina de 20 de noviembre y Mina, y la muy famosa «San Martín», donde la gente se amontonaba para ser atendida por sus pro­ pietarios los señores Manzano, quienes cura­ ban a la gente recetándoles polvos, preparados, tónicos y fórmulas magistrales, casi no usaban medicina de patente. Era tal la venta que, al resultar inoperante la caja regis­ tradora, usaban tambos metálicos a donde aventaban las monedas y billetes conforme cobraban… y los llenaban. 121


Entre su fundador, el señor Román, y su hijo Héctor, se turnaban todos los días en el mostrador, excepto una vez al año cuando era tiempo de la serie mundial de béisbol en los Estados Unidos, adonde acudían sin falta pues eran muy aficionados. Estas boticas estaban ubicadas, como ya se dijo, en la zona de los mercados centrales, adonde acudían muchas personas de los poblados aledaños a hacer sus compras y aprovechaban el viaje para curarse con el boticario. Mención especial merece una botica muy antigua que se llamó «Cruz Blanca» de la fa­ milia Essesarte, elegantes vitrinas de madera de cedro albergaban frascos de porcelana que contenían las sales curativas, morteros para preparar fórmulas magistrales indicadas por los médicos, una antiquísima caja registradora para recibir el dinero, todo en perfecto orden, clasificación y limpieza. Tengo entendido que esta botica fue donada por sus propietarios a la Escuela Nacional de Medicina, que estuvo de 1854 a 1953 en lo que antiguamente era el Palacio de la Santa Inquisición, en la plaza Santo Domingo del D.F. Ahí se le puede visitar actualmente. Otras importantes farmacias 122


fueron: «La Predilecta», de los señores Díaz y posteriormente del Sr. Bárcenas, «Cruz Roja» del señor Ríos, que fue la primera en abrir las veinticuatro horas ya que en ese tiempo todas participaban en un rol que fijaba la Secretaría de Salud y que les establecía una noche deter­ minada para hacer guardia y prestar el servi­ cio. La gente que lo requería, tenía que andar buscando las que estuvieran de turno; La «Hidalgo» del doctor Zamora, «Plaza y Mina» del señor Soriano, «La Fe» de la señora To­ rres, la «Zárate» de don Heriberto Zárate, «San Francisco» del doctor José Arnaud, «Bristol» también de los señores Arnaud, la «México» atendida muchos años por la Srta. Hortensia Ilescas, «Tenchita» y «La Soledad» de Don Eduardo Arnaud, en esta última llegué a ocupar con mis productos una área de apro­ ximadamente quince metros cuadrados en anaqueles preferentes frente al mostrador principal, ya que la mejor ubicación se daba en función a su desplazamiento. Por inicio de la década de los noventa, re­ cuerdo que en una reunión de trabajo el expo­ sitor de la compañía donde laboraba nos presentó cifras en proyección a diez años de la 123


empresa y del mercado farmacéutico en Mé­ xico. Estimaba su información que para el ini­ cio del nuevo siglo el número de médicos se incrementaría notablemente junto con el de la población, disminuyendo paradójicamente el de farmacias, ante esta virtual incongruencia le cuestioné al respecto, obteniendo de mi in­ terlocutor esta profética respuesta: el número de farmacias en nuestro país va a disminuir con los años venideros porque van a desapa­ recer las independientes y predominarán las de cadena. El pez grande se come al más pe­ queño. Distribuidores mayoristas arribaban de Puebla, como Nadro y Autrey. Como locales teníamos a Drogueros en la ciudad de Oaxaca y Drosursa en el Istmo, a esta región llegaban Nadro y Autrey de Tuxtla, también arribaba González y Compañía («El fénix») que opera­ ba en Tampico y Coatzacoalcos y surtía en ex­ clusiva, por carretadas y sin restricciones, las recetas de los médicos de Pemex en tiempos de «la Quina». Al parecer ellos son el origen del Dr. Símil. Seguramente en mi recorrido por los escabrosos caminos de los recuerdos he sido culpable de muchas omisiones. 124


Que me traicione la memoria no es digno de una memoria que se precie de ser buena memo­ ria. Y más cuando necesito tener cabal memoria, para no borrar de mi memoria a tantos buenos compañeros de tan grata memoria. Imperdonable para ti… mi amada memoria.

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VI. De la consolidación

Había rebasado ya los tres años de trabajo que me fijé como meta; sabía lo necesario del ne­ gocio como para alcanzar mis objetivos de ventas, ganaba mucho más que al inicio por lo que mi condición económica había mejorado, me conocían y conocía a los médicos, clientes y compañeros pero… era tiempo de volver a la escuela. —¡Hola Memo, qué bueno que te veo! —Me dijo Francisco Rocha Jiménez (†), compañero que trabajaba para un laboratorio transnacio­ nal. —Me dan mi cambio a Puebla, de donde como tú sabes soy originario, pero antes debo recomendar a una persona que se quede en mi lugar, la zona está bien trabajada y las condi­ ciones laborales son muy buenas por lo que quiero recomendarte para que ocupes mi po­ sición. ¿Te interesa? Con Paco tenía una amistad que no pasaba del intercambio de saludos al encontrarnos en 126


diversos lugares por situaciones propias del trabajo; sin embargo, es de todos conocido que en la calle sabemos el quién trabaja y el cómo trabaja (radio maletín), creo que algo vio en mí que lo movió a hacerme tal pro­ puesta. Más por cortesía que por convicción, accedí a entrevistarme con Fernando quien era el ge­ rente del distrito sureste de esa empresa. En un intento por ser honesto, diré que yo sí quería finalizar mis estudios tan abruptamen­ te truncados. Llevé por delante la recomenda­ ción de Paco y realicé la entrevista. Era el único candidato propuesto. Las expectativas del nuevo trabajo expre­ sadas en voz de mi interlocutor superaban por mucho las condiciones que en esos momentos yo tenía. En lo económico el ingreso garanti­ zado significaba casi el doble de lo que per­ cibía, mejores prestaciones incluyendo el plan de auto, ya que podía escoger la marca y mo­ delo que yo quisiera, depositando por adelan­ tado la diferencia existente con la cotización del vehículo base de la empresa; muy buena política laboral y una compañía de mayor prestigio y proyección en esos días, entre otras 127


cosas. No tuve que esperar mucho, después de responder a sus numerosos cuestionamientos y exponer mis puntos de vista a sus plantea­ mientos, Fernando me dijo que mío era el tra­ bajo. Ahora todo dependía de mí. Reconozco que no sé si fue la mejor deci­ sión que tomé, de lo que sí estoy seguro es que no me arrepiento de haberlo hecho: acepté el nuevo trabajo. Una vez finiquitado con la empresa que me cobijó por casi cuatro años y me enseñó a tra­ bajar (Senosiain), me puse a las órdenes de Fernando Hernández Aceves, quien me con­ certó una cita con el gerente de ventas nacio­ nal ya que debía hablar con él para obtener su venia. El día citado llegué directamente del aero­ puerto a las oficinas señaladas después de casi dos horas de traslado, pues éstas estaban si­ tuadas muy al sur de la ciudad de México; una vez que me reporté con la señorita recepcio­ nista, me indicó que esperara un momento en la sala para ser atendido. Pasó una, dos, tres, cuatro horas; tiempo suficiente para haber re­ leído todas las revistas que se apilaban desor­ denadamente sobre una pequeña mesa, había 128


escudriñado con la mirada cada detalle de la sala de espera con tal minuciosidad que me llegó a ser familiar. Es más, puedo asegurar que ya había aprendido a atender al público vía telefónica y en persona, de solo escuchar a la autómata señorita que repetía una y otra vez su rutina. Nadie me atendía no obstante mi manifiesta desesperación. Lo más que lo­ graba obtener de ella era: «en un momento lo reciben», acompañado de una sonrisa que ya me parecía burlona. Llegué a pensar que el hacerme esperar era una estrategia deliberada del gerente en cuestión para ponerme a prue­ ba, ya que la paciencia es una virtud en este trabajo (sobre todo en las antesalas). En esas andaba cuando lleno de sorpresa reconocí a una persona que bajaba de las escaleras que provenían de las oficinas. —Hola Alberto, ¿qué haces por aquí? —Le pregunté. —Hola, vine a entrevistarme para una pro­ puesta de trabajo que me hicieron, ya hablé largamente con el gerente nacional de ventas y otras personas y al parecer sí me van a con­ tratar como representante en Oaxaca. —¿Y tú? 129


Alberto era un compañero radicado tam­ bién en Oaxaca y que trabajaba para Labora­ torios Squibb; ya tenía buen tiempo en esa empresa dando resultados y se le conocía en el medio como una persona seria, responsable y trabajadora y con mucha experiencia. Un buen candidato sin duda. He ahí la razón por la cual no se dignaban recibirme: estaban atendiendo a Alberto, per­ sona muy bien recomendada por un alto eje­ cutivo de la empresa según supe después. Enseguida bajó una persona que se identi­ ficó como el gerente regional de ventas para el D.F., con quien no tendría nada que tratar; sin embargo me atendió y amablemente me pidió disculpara al gerente nacional de ventas por­ que no me iba a poder entrevistar, me hizo unas preguntas sin mucho sentido e intentó fallidamente tranquilizarme diciéndome que no me preocupara, que regresara a mi lugar de residencia y esperara noticias. ¿Y luego? Ya estaba todo cocinado. De re­ greso en casa me comuniqué con Fernando informándole de lo acontecido: ¡su indigna­ ción fue mayúscula! —Despreocúpate. —Insistió y agregó en un 130


tono firme que pretendió darme tranquili­ dad, —esto lo arreglo yo. Al otro día se comunicó conmigo para de­ cirme: «está todo listo, ya trabajas con noso­ tros». Se impuso y echó por tierra lo que se había fraguado a sus espaldas, obviamente el compromiso de trabajo que adquirí con él era más grande. Al primer año que colaboré, el distrito salió campeón nacional de ventas y de premio nos pagaron un viaje con todo incluido a Florida en un hotel de cinco estrellas. Ni en la mejor de mis fantasías me había imaginado tomando el sol recostado sobre la arena de Miami Beach. Al siguiente año repetimos y ahora nos fuimos a las Vegas Nevada en las mismas condiciones. Un mundo de luces, es­ pectáculos, apuestas, en donde el día y la no­ che se confunden perdiendo sus tiempos al abrigo de los casinos. Recuerdo que al llegar al aeropuerto Mc Carran lo primero que hice fue echarle mano a las máquinas tragamonedas que jubilosas me dieron la bienvenida quitándome en un san­ tiamén mis primeros dólares. Yo llevaba a lo más quinientos dólares para gastar. Una tarde 131


que jugaba cauteloso en un casino con una máquina alimentándola con monedas de veinticinco centavos de dólar, se acercó Ge­ rardo Cobián y me dijo: «échale de a dólar, hay que pensar en grande para ganar en gran­ de». Le hice caso y aposté «fuerte» olvidán­ dome por un momento de la paridad del peso frente a la moneda de Estados Unidos que era entonces de doce cincuenta pesos. Con el fin de obtener sus favores, a la má­ quina le decía palabras dulces, le aseguraba que si bien tenía poco tiempo con ella, sentía amarla de toda la vida, y que no la cambiaría por ninguna otra. De repente se volvió loca: empezó a emitir un fuerte ruido que hizo vol­ tear hacia mí a los anónimos apostadores que me rodeaban y, en un acto reflejo de envidia, disfrazada de alegría compartida, aplaudían. El clímax se dio cuando las monedas de un dólar en torrente cayeron sobre una charola metálica diseñada para hacer ruido, una a una en ordenado tropel hasta completar cien; fueron con las que Hermes me premió para mi regocijo. Ya picado seguí jugando acompañado de los «drinks» que son gratis mientras se apuesta, espléndidamente atendido por una 132


conejita merecedora de generosa propina. Esa tarde la máquina vociferó siete veces que, su­ mado a los premios de menor monto que ob­ tuve, me dieron un poco más de novecientos dólares, «una fortuna», misma que no perdí porque los compañeros casi a la fuerza me quitaron del lugar por estar con el tiempo en­ cima para ver el show de Sigfried & Roy en el Stardust. Un nuevo mundo que me dio la oportuni­ dad de conocer muchos lugares de la Repúbli­ ca y del extranjero. La primera convención nacional de ventas anual, de treinta y tres que asistí en forma consecutiva, fue en Cozumel en un hotel que se llamaba Sol Caribe, recuerdo que salvo el agua salitrosa de los baños, todo lo demás era un paraíso, las playas, los peces multicolores en el mar y en estanques natura­ les, el sol ¡humm y la comida! Al año siguiente, como ya me había casado, asistí con Magda, pues en esta empresa a estos eventos se asistía acompañado de la pareja o, si no la hubiera, podía ser con un familiar cer­ cano. Se destinaba un día a lo sumo para acti­ vidades de trabajo, mientras a las (los) acompañantes, esposas por lo general (porque 133


no había Repres mujeres), se les organizaba actividades recreativas, como algún recorrido, desfile de modas o juegos de playa. Los si­ guientes días eran de convivencia y esparci­ miento pues se festejaban los logros obtenidos en ventas el año anterior; ésa era la razón por la que siempre llevaba a mi «morena»: se lo había ganado. Cuando cambió el enfoque de las convenciones ya no quiso acompañarme. Las señoras ya se conocían y se volvían buenas amigas que esperaban con ansias el próximo año para saludarse. De la empresa le enviaban a cada una, periódicamente, boleti­ nes sobre el puntaje acumulado de su esposo, el cual le daría el derecho a asistir. Ellas se tornaban en ocasiones como el más aguerrido de los supervisores en nuestra propia casa: «órale mijito a trabajar que quiero ir a la pró­ xima convención y que pases a recoger tus premios ($$$)». Así fuimos varias veces a Acapulco, Cancún, Puerto Vallarta, Guadalajara, Los Cabos, Mé­ rida, Ixtapa, Manzanillo y Guanajuato, entre otros lugares. Fue una época dorada en todos los sentidos, para mí principalmente en el trabajo: varias veces fui campeón nacional de 134


ventas, otras de región y muchas más de dis­ trito o de producto, primeros lugares nacio­ nales en concursos de promociones, todavía conservo una grabadora que gané en alguna ocasión que participé; también obtuve prime­ ros lugares nacionales en concursos de cono­ cimientos y un segundo lugar latinoamericano en donde participaron representantes de las subsidiarias de la empresa en la región, de ahí que me conocieran con el mote de «El estu­ diante». Fue en una convención en Guanajuato en donde se organizó una corrida de toros en una placita que tenía el propio hotel San Javier; en el cartel (¡ah!, porque imprimieron carteles como los de una corrida formal) figuraban va­ rios «matadores» para participar en la fiesta brava: Saturnino Núñez «El grande», «El Joy» y «el Estudiante», o sea yo. Con anticipación habían solicitado espontáneos para este even­ to y ahí vamos de metiches. Saturnino era un compañero del D.F. ya entrado en años pero que en sus tiempos mo­ zos le dio por la novillada; «el Joy», joven ge­ rente de distrito también en el D.F. siempre muy entusiasta para todo, en especial para ju­ 135


gar futbol. Y yo, que no acabo de entender to­ davía que estaba haciendo ahí. Al ingresar a la plaza le daban a cada uno un jarrito de barro con un listón para colgarlo del cuello, no sea que lo fuera uno a perder. A cada grito de «ole» del público entusiasta en el graderío lo llenaban con tequila. El ambiente lo ameniza­ ba una banda de música que no tocaba muy bien, pero sí hacía mucho ruido. Me tocó abrir plaza, una tarde despejada, soleada y fresca presagio de una gran faena que brindé, como todo buen matador que se precie de serlo, a todo «el respetable» en un intento por obtener su reconocimiento, no de mis dotes de torero, ya que no tenía ninguna, sino por poder vencer el miedo que me em­ bargaba, no obstante unos tequilas previos ingeridos para agarrar enjundia. En esos me­ nesteres me encontraba, recibiendo los víto­ res, cuando a un silencio de la multitud, volteé: El toro ya estaba en el ruedo, se veía enorme, aunque se trataba de un becerrillo pero, eso sí, con unos cuernotes que parecían ramas de árbol de huaje, además de que no estaba de buen humor, lo noté por la forma en que me miraba y por el rítmico movimiento de 136


su lengua mojando sus labios. No era su pri­ mera vez pues, al embestir frente a los incier­ tos pases de mi capote, cabeceaba sacando las mañas acumuladas en otras tantas ocasiones y la sed de venganza por todas las burlas sufri­ das de anteriores turistas insensatos. Después de unas verónicas y uno que otro manolete, según yo, me dije que no había que abusar de la suerte y que era tiempo de salir entre chi­ cuelinas. Le tocó el turno al «Joy», quien mostró su arrojo pegándose a los cuernos del astado. A un pase con el capote y cobrándose la falta de respeto, el novillo lo embistió con la cabeza sobre una pierna lanzándolo por los aires. El golpe fue muy fuerte y tuvo que ser llevado a recibir atención médica. Cerró plaza el mata­ dor Saturnino el grande, engalanado en su traje de luces verde y oro, ¡es cierto!, se vistió así, le había sacudido el polvo acumulado en años de encierro y puesto a airear para qui­ tarle el olor a naftalina. Si Saturnino había crecido o el traje encogido, no se notaba. A di­ ferencia de nosotros Saturnino ya había tenido querencia con los toros en sus años mozos, por lo que le hizo una buena faena al novillo, no 137


sin antes pasar algunas dificultades. Dejó sa­ tisfecha a la eufórica concurrencia a la fiesta de luces. ¡Mataor! El epílogo de este suceso fue que «el Joy», a consecuencia del fuerte golpe recibido, estuvo hospitalizado y debe habérsele complicado con algún problema circulatorio o infeccioso, el caso es que sufrió la amputación de su ex­ tremidad. Su joven y bella esposa deambulaba en silla de ruedas a consecuencia de un acci­ dente automovilístico previo. Pero esto no fue suficiente para vencerlo; le colocaron una prótesis y siguió con su vida y con su pasión: el futbol, ya no como jugador sino como árbitro. Había un premio anual que otorgaba la re­ gión Latinoamérica de la corporación a repre­ sentantes que obtenían primeros lugares en cada país en donde la empresa tenía subsidia­ rias, el premio era un viaje a Orlando, Florida, por una semana en los parques de diversiones de Disney World con todo pagado para dos personas, se podía llevar niños cubriendo uno los gastos extras generados. En el tiempo que duró este premio, fui cuatro veces a la casa de Mickey Mouse por lo que llegamos mi familia y yo a identificarnos 138


con lugares como Magic Kingdom, Epcot Center, Universal Studios, Sea World, Typ­ hoon Lagoon, Cirque du Soleil, entre otros. Llegábamos a un fabuloso hotel situado den­ tro del complejo: el Contemporary Resort con estructura en forma de «V» invertida en cuyo interior paraba el monorriel que nos trans­ portaba a los diferentes parques. Una noche determinada en uno de los elegantes salones de este hotel, nos ofrecían una cena formal que presidía el director de la región con sede en Estados Unidos y ahí convivíamos con gente de Bahamas, Puerto Rico, Venezuela, Ecuador, Chile, Brasil, Argentina, Colombia, Perú y Uruguay. Fue precisamente un compañero de Puerto Rico el que me enseñó a usar una impresio­ nante colección de cubiertos que elegante­ mente estaban dispuestos sobre la mesa frente a cada lugar y de los cuales yo desconocía su uso: que para comer langostinos, ostras y otras cosas más. Inolvidables experiencias en estos maravillosos viajes que eran totalmente de esparcimiento. A todo lugar donde viajé, llevé conmigo mis tenis y mi short, ya que conservé el hábito de 139


salir a correr a donde quiera que fuera. Lo mismo en Cancún en el Boulevard Kukulkan que en Puebla en la Paz, Acapulco en la Cos­ tera, en el Istmo de Tehuantepec a orillas del canal 33, Buenos Aires en Puerto Madero, a orillas del Río de la Plata o en el parque San Martín, por cierto fue en Argentina donde probé por primera vez el caviar acompañado de champagne en una cena que nos ofreció el director general a quienes resultamos cam­ peones de ventas. En Vallarta en su malecón, Los Cabos, Ixtapa o en Mérida en el paseo Montejo, en Montevideo, a orillas del Sena en París o del Río Tiber en Roma o el Arno cru­ zando el ponte Vecchio en Florencia y desde luego que no podía faltar mi recorrido local por las faldas del cerro del Fortín teniendo a mis pies la muy bella ciudad de Oaxaca. Sin embargo hay dos ocasiones que quedaron grabadas en mi mente por siempre: una fue en el puerto de Veracruz; ese amanecer me des­ pertó el fuerte viento proveniente del norte que, después de recorrer cientos de kilómetros por el océano, se tomaba dicha atención al colarse por las ventanas y producir un singular silbido. Estaba lloviendo según pude observar 140


a través de los vidrios de la habitación del ho­ tel con vista al Golfo de México. Desde ahí podía observar los grandes barcos cargueros anclados en el muelle, otros más pequeños sometidos a rítmico bamboleo parecían com­ petir con las palmeras que, con una caravana, se inclinaban saludando a uno que otro ma­ drugador que acertaba pasar por ahí. Indeciso salí a valorar el tiempo y… empecé a caminar, luego a trotar por el malecón, pronto me vi empapado, mojado por la lluvia, por las olas que con fuerza golpeaban el sólido muro y me salpicaban y que, al juntarse con el sudor de mi cuerpo, formaban una mezcla que alcan­ zaba su punto de ebullición al entrar en con­ tacto con la frescura de la mañana haciéndome disfrutar maravillosamente cada zancada que me acercaba a Boca del Río. Aún en temporal, si se enfrenta con firmeza y con­ vicción, se puede salir fortalecido. Es el men­ saje que aprendí de esta lección, «afrontar retos» en el lenguaje de marketing. No ver los problemas como un obstáculo sino más bien como una oportunidad para templar el carác­ ter y ver de qué estamos hechos. La otra fue en un gran barco, el Majesty of 141


the Seas, en un viaje crucero de Miami, Florida, a Nassau en las Bahamas, un asom­ broso hotel flotante con cinco cubiertas que a mí me parecieron más; equipado con restau­ rantes, tiendas, teatro, piscinas, discoteca y demás. Antes de ubicar el primer restaurante lo hice con el gimnasio, pero no fue suficiente, me hacía falta correr; presumía que en un barco que lo tiene todo, debía haber un lugar adecuado para ello, lo busqué y lo encontré: me esperaba en la cubierta superior. Me desperté de madrugada, lo cual no re­ presentó mayor sacrificio ya que estaba an­ sioso por experimentar la vivencia que me esperaba. Con los primeros rayos del sol asomándose tímidamente en el horizonte frente a la inmensidad del mar, llegué a lo más alto. El gran barco rasgaba vigorosamente con su quilla las aguas del Océano Atlántico, de­ jando a su paso una estela de burbujas que, en un acto de complicidad, presurosas se reagru­ paban tratando de borrar toda huella dejada al paso del intruso profanador. Envuelto en esta penumbra del amanecer y sólo observado por curiosas estrellas que pa­ recían cuchichear colgadas de lo alto de la bó­ 142


veda terrestre, empecé a dar vueltas al con­ torno del buque, el camino estaba marcado por alfombra verde parecida a pasto sintético. Mi mirada se esforzaba para abrirse más y no dejar de captar ni un resquicio del horizonte, los armónicos sonidos marinos llegaban a mí como la sinfonía wagneriana más inspirada, la frescura de la brisa marina humedecía mis la­ bios depositando en ellos un ligero sabor sa­ lobre a la vez que acariciaba mi rostro asiéndome sentir con su presencia que estaba vivo. Si hubiera tenido otro sentido además de los conocidos, seguramente lo habría embria­ gado. Lo disfruté intensamente y di gracias a la vida por permitirme vivir tan fantástico momento en una comunión de rencuentro y de espiritualidad. Envuelto en esta grandeza de la naturaleza me sentí el ser más humilde y pequeño del universo. Si hubiera caído por la borda, ningún mor­ tal se habría enterado.

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VII. La antesala de la muerte

Parafraseo a Oscar Wilde: «Lo siguiente es muy personal, pero como le puede pasar a cualquiera, lo cuento»

Una mañana como todas: levantarse muy temprano para ejercitarse, bañarse, desayu­ nar, y llevar a los hijos a la escuela e irme a trabajar… —No sé qué me pasa, me siento mal. —Me dijo Magda. —¿Qué tienes? —Ahorita que estaba en la regadera no sentí el agua en la mitad de mi cuerpo, camino con dificultad y mira como tengo el párpado. Efectivamente éste estaba medio caído del lado contrario a su manifiesta insensibilidad corporal, era un síndrome de Horner según supe después. Alarmado rompí el plan prees­ tablecido y llamé por teléfono a mi jefe para avisarle de mi contingencia y me diera el per­ 144


miso de no trabajar. Fuimos a consultar al Dr. Ramírez Galván emparentado con mi esposa, quien se mostró muy reservado con el diagnóstico y nos refirió con un neurólogo. Acudimos con Pastor López, amigo mío quien no tuvo reparo en manifestarme su preocupación por el cuadro clínico y la urgen­ cia de realizarle una resonancia magnética. Por aquellos tiempos de los noventas, no contábamos en Oaxaca con dicho equipo por lo que había la necesidad de trasladarse a la ciudad de México. Subir las escalerillas del avión, y todo el traslado en sí, fue muy penoso para ella, una mujer de treinta y cuatro años acostumbrada a hacer ejercicio, ya fuera cuando juntos salíamos a trotar o en los aeró­ bicos o en equipos de volibol. No hubo opor­ tunidad de llegar a la cita en la clínica privada donde le realizarían el estudio, antes se puso mal y ya no pudo caminar, por lo que de ur­ gencia y realizando peripecias y malabares de trámites con el apoyo de su familia, porque no era una paciente referida de su clínica de ads­ cripción, la aceptaron en el hospital La Raza del IMSS. Venían tiempos difíciles. Resonancia magnética, estudios y más es­ 145


tudios enfocados a descartar tres posibles diagnósticos: esclerosis múltiple, un tumor en médula espinal y otro que no logro recordar, cualquiera de ellos muy grave. Instituyeron un tratamiento con dosis de impregnación de esteroides, mas los días pa­ saban y no tenía un diagnóstico preciso, no obstante hubo cierta mejoría que nos hizo aferrarnos a una esperanza. En esas condicio­ nes la trasladaron al antiguo hospital de Colo­ nia de Ferrocarriles Nacionales, habilitado por el IMSS para rehabilitación, ya que en esos momentos ella recobraba algún movimiento y sensibilidad en su cuerpo. En este hospital había muchos pacientes inhabilitados en su mayoría por traumatismos en motocicleta. A Magda le pusieron unos ejercicios que con muchas ganas empezó a hacer pues lo que más deseaba era estar bien y volver con sus hijos que habíamos dejado so­ los en casa. La dejé con ese buen ánimo por unos días para poder yo atender un poco a nuestros niños, organizarnos y encargarme de los asuntos del trabajo pues era el único re­ presentante en plaza de la empresa. Volví de nuevo con la mayor ilusión de ver 146


los adelantos en su terapia pero lo que vi al trasponer la puerta me partió el alma: estaba acostada en su cama de hospital sola, lloran­ do, literalmente desecha; lo ganado se había perdido. Ya no podía siquiera secarse las lá­ grimas con sus manos. Estaba nuevamente cuadripléjica. Hubiera deseado ser un mago fabuloso y regresar sobre mis pasos en tiempo y espacio, volver a trasponer la puerta del cuarto donde se encontraba y verla sonriente en franca me­ joría, mas ¿quién era yo para cambiar los de­ signios de Dios? ¿Dios? Resulta que al disminuir las dosis altas de esteroides que estaba recibiendo, el efecto desinflamatorio no era suficiente, y ya no podía mover más que la cabeza; por lo que los médicos ordenaron su regreso a La Raza para nueva valoración. Nos trasladamos en una ambulancia de la institución pero resulta que, al llegar, no quisieron recibirla por no corresponderle ese hospital según su estruc­ tura «burocrática». Regresamos al hospital Colonia donde insistieron que no podía per­ manecer por ser un hospital de rehabilitación y ella no estaba en condiciones de recibir fi­ 147


sioterapia. Me sugirieron que intentara su in­ greso en el Siglo XXI también del IMSS. En estas vueltas y con ella esperando a bordo de la ambulancia toqué puertas, no quise escuchar las negativas, me entrevisté con varias personas del gran nosocomio y no sé si rocé alguna pequeñísima y recóndita fi­ bra de humanidad de alguien que al fin pude lograr que la aceptaran. Empezaron de cero volviendo a hacerle los mismos estudios y va­ loraciones que le hicieran en La Raza, propia­ mente con el mismo tratamiento y posible diagnóstico. Los días pasaron… Yo iba y venía del D.F. a Oaxaca entre el hospital, mis hijos y mi traba­ jo y no había nada: ni mejoría ni un diagnós­ tico sólido. Un día la neuróloga tratante me dijo que la iban a trasladar definitivamente a la clínica de Oaxaca para seguir su tratamiento, donde podría estar más cerca de la familia. ¡Mi in­ dignación fue mayúscula!, ¿cómo era posible que pensaran en el traslado a una clínica de segundo nivel si en su hospital de tercero con toda su tecnología no me podían decir que tenía? Lo que pretendían hacer era enviarla a 148


morir a su tierra sin intentar luchar siquiera y eso no lo podía yo aceptar. Mi actitud hizo que la médica se abriera: me confió que, por la si­ tuación económica por lo que estaba atrave­ sando el IMSS, en las resonancias magnéticas ordenadas no se usaba el medio de contraste «gadolinio», sólo cuando se trataba de un «recomendado» el director lo autorizaba, por ello las placas que le entregaban no le decían nada, eran viles fotografías. Me cuestionó si estaba dispuesto a hacerle los estudios en for­ ma privada. Por supuesto que lo estaba. Se enviaron a Houston estudios de bandas oligoclonales para descartar esclerosis múlti­ ple, se realizaron potenciales evocados y la di­ chosa resonancia en una clínica privada. A la hora señalada acudí a recoger los re­ sultados. Cuando los tuve entre mis manos, la ansiedad me consumía, rasgué el sobre y sa­ qué de él un papel cuidadosamente doblado por alguien que intentaba deliberadamente retrasar el conocimiento de lo ahí escrito. Tumor en médula espinal a nivel c1­ c2­ c3 con sección medular, dicho de otra manera: cáncer en médula espinal a nivel cervical, muy alto, de ahí la inmovilidad. Cualquier espe­ 149


ranza que abrigara, se había derrumbado. El daño medular era irreversible. Al ganar la calle en la colonia Roma, algo había sucedido, la ciudad había cambiado: los autos se habían detenido, las voces se habían apagado, la bruma lo envolvía todo, personas sin rostros deambulaban como autómatas sin rumbo, y yo me perdí entre ellos. ¿Cómo decirle a una joven mujer que sus sueños de ver crecer a sus hijos no cristali­ zarían? ¿Cómo decirle que estaba condenada a permanecer inmóvil en una cama el tiempo que le quedara de vida? ¿Cómo quitarle las ganas de vivir y apagarle la única luz que alumbraba su camino? Si pudiera correr… para despejarme como lo había hecho antes en situaciones de apre­ mio; pero ni las piernas ni la razón me res­ pondía. Cuando me di cuenta estaba ya a las puertas del hospital. No pude decirle la ver­ dad; no hizo falta. Ella ya la conocía. Lo que seguía era realizarle una biopsia y así determinar la naturaleza del tumor. El es­ tudio realizado en patología del Siglo XXI de­ terminó un linfoma. Desconfiado como ya estaba, solicité las «laminillas» y las llevé a un 150


laboratorio del Ángeles del Pedregal en donde resultó ser un astrocitoma. Contacté al maes­ tro emérito formador de generaciones de patólogos en la UNAM, el Dr. Ruy Pérez Ta­ mayo solicitándole su opinión y gentilmente confirmó el astrocitoma. Con los resultados en la mano me confronté con el jefe de Patología del Siglo XXI quien aceptó su error justificán­ dose que «por la situación económica por la que estaba pasando la institución no tenían los reactivos adecuados para hacer las pruebas». El identificar correctamente al asesino no cambiaba en nada la gravedad de la situación, más bien era con fines de instituir la quimio o la carga de radioterapia. Al jefe de servicio de neurología, si es que lo había, nunca le vi la cara. No bajó de su nicho. No quise entablar demanda en contra del IMSS, no tenía tiempo ni ánimo. Una tarde cuando me encontraba solo con mis pensamientos y con la mirada taladrando el suelo en uno de los solitarios pasillos del Siglo XXI esperando que saliera Magda en su camilla de un estudio que le realizaban, de sú­ bito al levantar la cara, vi lo que en ese mo­ mento me pareció ser una visión celestial y no 151


me equivoqué: era Salvador García Valtierra, «Chava» como lo llamaba todo mundo. Se de­ sempeñaba como representante especial de hospitales de la empresa en donde yo labora­ ba, habíamos convivido con su esposa América en las convenciones y pasado juntos momen­ tos muy amenos. Andaba trabajando y al ver­ me se apresuró a saludarme ofreciéndome su mano amiga, me obsequió con palabras de aliento que en ese momento rodeado de la frialdad del nosocomio alimentaron mi ende­ ble espíritu y, sí, me reconfortaron. Mi grati­ tud perenne para Chava donde quiera que esté. La dieron de «alta» indicando una serie de sesiones de radioterapia en el hospital de on­ cología en un intento por «hacer algo» ya que el daño era irreversible con el latente peligro de que el tumor estaba situado a un paso del bulbo cefalorraquídeo, mismo donde se en­ cuentra el centro de la respiración y control cardiovascular. Los días de cita, una ambulancia de la ins­ titución la transportaba a su sesión de radio­ terapia. Con las primeras sesiones se le empezó a caer su hermoso pelo castaño, ella 152


misma pidió que la raparan. Un largo, estrecho y frío pasillo servía de acceso a lo que llamé para mis adentros la «antesala de la muerte». Una sala de hospital escondida a la vista, como algo prohibido, de aproximadamente cincuenta metros cuadra­ dos, sin ventanas, carente de ventilación. La única forma de comunicación era a través de una puerta abatible de vidrio permanente­ mente cerrada como para no dejar escapar los escasos hálitos de vida contenidos en sus adentros. Paredes descoloridas revestidas sólo por la frialdad del ambiente, inmoralmente desnudas; sin un cuadro en donde descansar las ansiosas miradas. En su interior albergaba numerosas cami­ llas apretujadas, con enfermos terminales: mutilados, despedazados en sus entrañas y en sus sentimientos, rostros desfigurados por el dolor y por haber sido en su mayoría despoja­ dos brutalmente de toda esperanza, pero aferrándose no obstante con sus últimas fuer­ zas a la vida; por eso estaban ahí. Todos espe­ rando turno a su sesión de radio o quimio. Circular entre ellas para atender al familiar era difícil por la falta de espacio, y riesgoso 153


pues se podía desconectar involuntariamente al pasar, una cánula, una sonda o algún otro equipo de los muchos que había, vitales para la supervivencia de las personas. En los pri­ meros días, el olor peculiar de muerte confor­ mado por las diversas esencias corporales emanadas de aquí o de allá, formaban un «co­ llage» que ingresaba a mi cuerpo a cada res­ piración saturándome de él. Con la visita rutinaria se aprendía a descifrar esta mezcla y precisar su procedencia y cercanía, ya que ca­ da quien tenía una diferente y muy personal. Cada día puntualmente en este lugar se li­ braba una feroz y singular lucha: la muerte agazapada entre las camillas, acechaba, im­ pertinente, presta a, en cualquier descuido del ángel guardián, arrancarle de sus brazos amorosos las codiciadas presas. Una batalla bastante desigual pero la parca no tiene senti­ mientos ni emociones y tampoco hace conce­ siones. Este lúgubre, triste, gélido y obscuro lugar, lo iluminaba con luz propia una fulgurante estrella: yo la llamaba ANGELITA (el ángel guardián) ése debería ser su nombre sino lo era, porque era un ser bello, el más resplan­ 154


deciente que se puedan imaginar. Debía tener unos setenta años con una vi­ talidad de veinte, se escapaban de su cofia ca­ bellos rizados plateados por los años de servir a sus semejantes, bajita de estatura, menudita, enfermera de profesión, benefactora por vo­ cación. Se desplazaba entre los apretujados enfermos con una habilidad propia de un re­ partidor de pizzas en fin de semana, haciendo bromas, regalando displicentemente palabras de aliento y prodigando amor en cada una de sus acciones. Se interesaba por la persona co­ mo si fuera su familia, de hecho enfermos y acompañantes la considerábamos así, como de nuestra pertenencia en el infortunio, era lo único hermoso en ese páramo. A Magda llegó a visitarla en más de una ocasión en el departamento de sus padres, en donde se albergó una vez que abandonó el hospital; supongo que también hacía lo pro­ pio con otros enfermos. Angelita debe segura­ mente seguir haciendo el bien donde quiera que esté. Se había hecho lo que se debía hacer con Magda, ahora ¿qué seguía? Su destino era es­ tar inmovilizada de todo su cuerpo con excep­ 155


ción de la cabeza que sí movía. Sus facultades mentales no estaban afectadas. Había que es­ perar me dijeron, esperar… ¿qué? Cuando uno tiene un ser querido en las condiciones en que Magda se encontraba, se aferra desesperadamente a cualquier espe­ ranza, por mínima que esta sea, y no fuimos la excepción. A su familia le recomendaron un neurocirujano «muy bueno» que podría ofre­ cernos esa luz que buscábamos en toda esa obscuridad vivida en los últimos meses. La revisó, vio su expediente y nos la ofreció: «Que recobraría movimiento mediante una cirugía que realizaría en el Hospital Ángeles, porque ahí había todo el equipo necesario», según él. Yo sabía que el daño medular era irreversible y el tumor inoperable, pero él ha­ blaba de una posibilidad con tanta seguridad, además de la presión familiar ejercida sobre mí, que acepté su intervención con el acuerdo de que, tan luego fuera posible, trasladarla para su recuperación a una clínica más acce­ sible que pudiera pagar. A través de los años en mi trabajo conocí médicos, los menos, afortunadamente, sin escrúpulos, sin humanidad, que anteponen su 156


beneficio económico sobre cualquier otra cosa, y éste era entre ellos el rey. Lo único que ob­ tuve fue una factura enorme que cubrí con tarjetas de crédito pero, como dicen, «una de malas no viene sola», me tocó el «error de di­ ciembre» en el primer mes de gobierno del presidente Zedillo con la crisis económica y el aumento desorbitado de las tasas de interés. Me llevó más de dos años pagar mi deuda. El seguro de gastos médicos mayores de la em­ presa era de escasos diez mil pesos. Agotadas las instancias, en el lenguaje de los legisladores, la traje a nuestra casa. Para ello hubo que comprar tres filas de asientos de avión previo certificado médico y los traslados en ambulancia. Conseguí una cama de hospi­ tal a la cual le puse ruedas para poderla des­ plazar al interior de la casa y no tenerla aislada en una habitación, fijé en el techo un sistema de poleas para poder levantarla yo solo sin lastimarla y sentarla en un sillón también con ruedas; me familiaricé con el cambio de son­ das y todos los cuidados que implica el manejo de un paciente en tales condiciones. Antes de que perdiera toda esperanza, entre tanto que había perdido, me pidió que la lle­ 157


vara con una bruja que ofrecía curarla. Ya estábamos ahí en las afueras de la ciudad. Un amplio terregal servía de estacionamiento en donde aguardaban numerosos vehículos. El primer jacalón que fungía como sala de espera albergaba una multitud de personas, lo mismo al humilde campesino que al obrero o al perfumado adinerado, gente disímbola en apariencia pero hermanada en la búsqueda de una certeza. El tiempo de espera me sirvió para ente­ rarme de la tragedia humana: la mujer que sospechaba de la infidelidad de su pareja, el hombre que no encontraba trabajo víctima de una «salación», el borracho llevado a rastras por su familia para apartarlo del vicio, y noso­ tros. Al llamado de un hombre de mediana esta­ tura, enfundado en una camiseta que se esfor­ zaba por ser blanca, sin mangas y humedecida por el sudor, pasamos a una habitación conti­ gua de menor tamaño, al centro se alcanzaba a vislumbrar una gran mesa en donde acostaban al visitante, la flanqueaban cuatro ardientes anafres de barro de donde emanaba gruesas columnas de incienso. La sesión la inició con 158


una «rameada» con hierbas de poleo, ruda y albahaca que frenéticamente recorrían una y otra vez el cuerpo de Magda y, de paso, la silla de ruedas en que la transportaba. Susurros que pretendían ser oraciones brotaban apenas de sus labios. Gracias al techo de lámina gal­ vanizada, a la nula ventilación y al fuego de los anafres, pronto se cumplió el objetivo de ha­ cerla sudar para alcanzar la purificación; la mía de paso. Las condiciones estaban dadas: la hermana Rosa nos esperaba en otro cuarto. El armonioso ruido de un carrillón pen­ diente en el umbral de la puerta y que rocé accidentalmente con mi cabeza al transponer­ la, anunció nuestra presencia. Tuve que frenar la marcha dando tiempo a que mis ojos se acostumbraran a la penumbra reinante, la es­ casa luz la proporcionaban unos cirios coloca­ dos frente a un altar en donde destacaba la figura de un gran cristo crucificado acom­ pañado de cuadros con imágenes religiosas lo cual me dio cierta tranquilidad. Volteé la mi­ rada cuando una voz dijo: «pasen por aquí». Pequeñas luces parecidas a luciérnagas que se movían cerca del suelo llamaron mi atención; eran reflejos provenientes de los anillos, pul­ 159


seras, aretes y collares de oro que portaba una morena y obesa mujer sentada en el piso sobre unos petates tejidos con palma de la región. Después de la presentación escuchó con aten­ ción los detalles del caso. Tenía que hacer un diagnóstico y para ello colocó sobre un palia­ cate rojo tendido sobre el piso innumerables conchitas y piedrecillas marinas, acto seguido hizo un envoltorio y, haciendo una excepción, trabajosamente se incorporó para enseguida entrar en «trance». Me di cuenta que había cerrado sus grandes ojos cuando dejaron de brillar para luego estremecerse frenéticamente haciéndose acompañar del rítmico tintineo de sus pulseras al unísono que imploraba la ayu­ da de su padre Jesucristo según su propio de­ cir. Sus hábiles manos empezaron a frotar el pañuelo con su preciado contenido por el cuerpo de Magda sin dejar libre en este me­ nester ni un solo centímetro. Concluido el ritual, a un movimiento de su mano, dejó correr sobre el piso el contenido del paliacate, por la posición en que las piezas quedaron esparcidas, determinó que la causa de la enfermedad era «un daño» que le habían hecho, la forma y procedencia la podría deter­ 160


minar en subsecuentes sesiones. Dijo que la podía curar. Pidió que lleváramos jeringas y gasas para las siguientes sesiones y mil pesos para pagar el costo de cada una. En cada se­ sión, pasábamos por los diferentes servicios antes de llegar con la hermana Rosa. Una vez en trance e implorando invariablemente el apoyo de su padre, como le llamaba, colocaba las jeringas sin aguja sobre la piel de Magda y al mismo tiempo que se estremecía y cambia­ ba la voz, extraía, según ella, la maldad aloja­ da en su cuerpo para enseguida limpiar las partes afectadas con las gasas humedecidas con agua bendita. Los materiales usados debían ser enterrados lejos de casa. Después de varias actuaciones, dijo que no podía dar buenos resultados mientras hubiera cerca una persona que interfiriera por su in­ credulidad, o sea yo; si bien nunca externé co­ mentario alguno. Sin ningún aliciente, sin ninguna esperan­ za, sin un mañana, Magda se cansó de luchar y se rindió. Entró en un estado depresivo muy fuerte al grado de negarse a comer, a tomar agua, y me suplicaba repetidamente y en aras de nuestro amor que le diera «algo» para aca­ 161


bar de una buena vez, ya que todo había ter­ minado y ella no podía hacerlo por sí misma. Ponía sin ninguna condición su vida, o lo poco que le quedaba, en mis manos. Una metástasis apareció en su cabeza ma­ nifestándose con dolores muy fuertes, el neu­ rocirujano precisó: si se opera podrá disminuirse un poco la presión intracraneal y con ello el dolor; de no ser así éste será cada vez mayor y el tiempo de vida menor. Opté por lo primero en un intento de aminorar su su­ frimiento. El abordaje quirúrgico afectó la memoria reciente, ello le trajo la pérdida de conciencia de la realidad y tener paz y sereni­ dad en sus últimos días. Una tarde de sábado de noviembre de 1994 el tumor acabó por en­ volver con sus garras el bulbo cefalorraquídeo y paró de golpe su respiración. Estando junto a ella me apresuré a darle respiración de boca a boca apoyado por mi amigo el Dr. Rodrigo Castro Martínez, quien presuroso acudió a mi llamado, en un intento por retenerla. Todo fue inútil, su corazón se detuvo, la luz de sus ojos se apagó. Comprendí que había llegado el momento de dejarla ir para siem­ 162


pre… fue un instante sublime, en donde sentí cómo «algo», que no sé describir, abandonaba su cuerpo y ascendía a la eternidad en com­ pleta paz. Me dejó, además de nuestros hijos, la tran­ quilidad de haber hecho por ella lo que segu­ ramente ella habría hecho por mí, si ese hubiera sido el caso. Comprometido con su encargo de hacer de nuestros niños gente de bien. Cumpliendo su deseo, su cuerpo fue cre­ mado y sus cenizas depositadas en una pe­ queña capilla en el jardín de la casa. «La muerte es algo que no debemos temer por­ que, mientras nosotros somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros no somos.» Anto­ nio Machado. «La primera condición para la inmortalidad, es la muerte.» Stanislaw Jerzey Lec.

«Lo que no te mata te fortalece» reza el adagio popular. Me propuse que en el porvenir, ningún problema por fuerte que fuera me iba a amedrentar. Mi perenne agradecimiento a Schering Plough, hoy MSD, por el enorme apoyo y comprensión que me brindaron. 163


VIII. Volver a vivir

Debía de escribir un nuevo capítulo de mi vi­ da; estaba con el agua hasta el cuello por las deudas en lo económico, y hundido en lo emocional, pero debía seguir existiendo. Ne­ cesitaba apoyo. ¿En dónde encontrarlo, en el alcohol? Sólo los que pierden la confianza en sí mismos eligen ese difícil camino, además yo tenía el «encargo» de ver por mis retoños de trece, once y diez años. ¿Dios? Hay quienes después de pasar por un trance difícil se acer­ can a él, otros se alejan. No soy ateo ni deísta, soy agnóstico: simplemente no tengo la capa­ cidad de creer en él y admiro a las personas que lo hacen. Me quedaba un camino: encarar el reto que significaba seguir existiendo sacando fuerzas de mi interior sin apoyos externos; haciendo uso de la energía que me brindaban las en­ dorfinas que mi cuerpo secretaba haciendo deporte. Llevo muchos años practicando frontenis 164


pero lo que más me ha ayudado es correr. Y me puse a hacerlo con muchas ganas... Todas las madrugadas a las cuatro en punto ya esta­ ba de pie. Me iba trotando a una pista cercana a la casa, ahí le daba vueltas y más vueltas hasta que perdía la cuenta, sacando en cada zancada el dolor y coraje que me embargaba, así permanecía hasta que daban las seis de la mañana, hora de volver y enfrentar el nuevo día. En el camino encontraba una motivación extra: al pasar frente a dos hospitales pensaba en la gente enferma a los que albergaban y que no podían algunos siquiera moverse muy a su pesar. ¿Cuántas de ellas darían sus más pre­ ciados bienes por volver a caminar, trotar, co­ rrer? ¿Cuántas con cabal salud no lo intentan siquiera sojuzgados por la pereza y la apatía? Seguía adelante con más bríos en su honor. Mi «nirvana» lo alcancé con el ejercicio, conser­ var la buena salud para disfrutarlo el mayor tiempo posible es mi mayor deseo. Llegado el momento, expulsado el mal y con mi espíritu en paz, seguí trabajando acompañando a mis limitadas capacidades con mi mejor esfuerzo; como con frecuencia intenté hacerlo. 165


Un día de tantos se me ocurrió crear un su­ pervisor ficticio al que llamé «Sabritón» de esos que dicen: ¿dónde está mi representante para darle chicharrón? Mi Sabritón era espe­ cialista en despedir gente, creo que para eso lo habían contratado y entrenado, pero además esto le ocasionaba placer, lo excitaba, lo dis­ frutaba, es más, era la razón de su existir, de­ bió llamarse en realidad «Clemente el piadoso». Su arma ya tenía tantas marcas de gente que había torturado y luego liquidado que no cabía una más; se agazapaba en la es­ quina próxima a la casa acechando mis movi­ mientos, viendo a qué hora salía a trabajar, pecho a tierra reptaba penosamente hasta el auto estacionado para palpar si el motor esta­ ba caliente o frío, sin percatarse el muy ladino que yo lo estaba observando. Pero lo que más me molestaba de él era que cuando yo entraba a trabajar a un consultorio y la puerta se ce­ rraba, presuroso llegaba detrás de mí y pegaba la oreja en ella, haciendo caso omiso de los cuchicheos que su actitud despertaba entre los pacientes de la sala de espera y de las súplicas de la recepcionista para que se apartara. Tra­ taba de escuchar mi entrevista y calificar mi 166


actuación en un formato que sólo tenía espa­ cio para puntos malos y que ex profeso y con toda alevosía había elaborado; entonces no quería darle la más mínima oportunidad de que hiciera lo que más placer le daría que era «correrme» por realizar una labor deficiente y me esforzaba nada más para no darle gusto. Obsérvese que el sentido del oído lo tenía su­ mamente desarrollado de tanto ejercitarlo, a grado tal que era capaz de percibir el ruido producido por los pétalos de una flor al dispo­ nerse a dormir. No siempre se puede hacer un buen trabajo por más que uno quiera, enton­ ces, cuando esto sucedía, autoanalizaba las circunstancias para en la próxima ocasión in­ tentar corregir los errores. El «Sabritón» sin proponérselo y muy a su pesar, me ayudaba a alcanzar mis objetivos de venta. A los jefes los mal nombrábamos como «los zopilotes», porque planeaban y planeaban a lo puro tonto; o «la regla» porque llegaban cada veintiocho días, le hacían a uno la vida impo­ sible por tres o cuatro y regresaban al mes si­ guiente. Tuve, en treinta y siete años de trayectoria laboral, dieciocho supervisores con una vida 167


media de dos años para cada uno, de todos colores sabores y sexos como: Gabriel San­ tillán, Miguel A. Zambrano, Fernando Aceves, Daniel Medrano, Armando Gaona, Abel de León, Jorge Camacho, César Vargas, la bellí­ sima Miroslava del mero Tepatitlán, Antonio Hernández, Miguel A. Tlayet, entre otros. Con nadie tuve problemas sino hasta casi al final de mi carrera profesional, con una dama que ya llevaba como quince muecas en su arma (despidos) en escasos años como Gerente de Distrito, pero que daba resultados para la em­ presa, y estaba muy bien apoyada a nivel eje­ cutivo. La gente que ella no había contratado inicialmente no le gustaba en lo general, y yo era uno de ellos. Fue una relación laboral de dos años muy difícil que me llevó en dos oca­ siones a Recursos Humanos para finiquitar mi salida sin llegar a un acuerdo ya que no había argumentos sólidos que justificaran mi despi­ do. Al final ella fue quien salió de la empresa. Mis compañeros de infortunio, perdón, de Distrito me pusieron por mote «El Rey Leóni­ das» el de las Termópilas de la segunda guerra médica entre espartanos y griegos, en recono­ cimiento por haber salido avante de tantas vi­ 168


cisitudes con ella. Creo que en parte se debió a que ya estaba acostumbrado a trabajar bajo rigurosa presión gracias a mi muy querido «Sabritón». Mi ex compañero Humberto Ca­ rreño también fue partícipe de esta epopeya. Dos gerentes de distrito más cerraron mi ciclo laboral: Elsie Vargas con quien había si­ do compañero de zona y Lilian Blanhir a quien conocí años antes en su consultorio médico. Con ellas hubo una excelente relación laboral y personal. Mi reconocimiento para ambas damas. Tuve igual número de propuestas de acenso en la Empresa en el transcurrir de los años, a las que decliné; afortunadamente la compañía aceptó mi decisión y no hubo consecuencia alguna. ¿Por qué me negué a escalar posiciones dentro de ella? Cerré los ojos varias veces tra­ tando de encontrar respuestas y me visualicé como jefe... No me gustó lo que vi. La diferencia entre jefe y líder no estaba bien establecida ni aceptada. El jefe inspiraba miedo, era criticado de espalda y se le sonreía de frente, reprendía, sancionaba, asignaba las tareas y observaba cómo se efectuaban, sabía 169


hacer las cosas, pero la mayor parte de las ve­ ces se las guardaba para sí. No entrenaba, no desarrollaba, en raras ocasiones respetaba la personalidad de cada quien pero, eso sí, siem­ pre llegaba a tiempo. El líder actual debe ins­ pirar confianza, hacer observaciones y sugerencias. Encausar habilidades, fortalezas y superar debilidades. El líder no permanece de observador, participa dando el ejemplo, trabajando codo a codo con los demás, enseña cómo deben hacerse las cosas; propicia el tra­ bajo en equipo formando otros líderes y mue­ ve la conciencia en su gente para hacer del logro de objetivos un compromiso propio, el líder no es puntual, llega antes. Lo anterior es «coaching», proceso inte­ ractivo que busca el camino más eficaz para el logro de objetivos, acompañando, instruyendo y desarrollando habilidades específicas de la persona. Esta «tecnología» no había llegado. Cómo debemos manejar los problemas? ¿Hay una fórmula secreta? ¿Los esquemas que nos dictan los libros conductuales y motiva­ cionales son eficaces y aplicables? ¿Los con­ sejos obsequiados generosamente y a su criterio por los amigos y familiares también lo 170


son? Con el paso de los años aprendí a borrar poco a poco de mi léxico la palabra «proble­ ma» y cambiarla por «reto» que, de paso sea dicho, es más corta. Este pequeño paso que paradójicamente me llevó mucho esfuerzo asimilar, fue trascendente en mi vida laboral y personal. El simple hecho de cambiar el enfo­ que y visualizar la situación no como una difi­ cultad o contratiempo, sino como una oportunidad de análisis, de planeación de aplicación y esfuerzo, o sea, de crecimiento, me abrió un panorama diferente y trajo alegría y sentido a mi existencia, emoción a mi traba­ jo y de paso redujo significativamente el ago­ biante estrés.

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Ciudad de Oaxaca, corre el año de 2006… En la capital del estado se asientan los tres poderes de gobierno, por consiguiente conflu­ yen en ella numerosos grupos de personas del interior a realizar gestiones, trámites y demás asuntos de su interés. También inciden coti­ dianamente comunidades marginadas con la esperanza de encontrar una salida a su pobre­ za a través de reclamos sociales. Desafortuna­ damente, en su mayoría son engañados y manipulados (aprovechándose de su ignoran­ cia) por falsos líderes sociales o políticos oportunistas que se valen de ellos para conse­ guir sus prebendas económicas o cotos de po­ der. Al inicio de los ochentas del pasado siglo, surgió auspiciado por el partido político go­ bernante en esa época, el movimiento disi­ dente del magisterio nacional; fueron sus aliados con fines electorales a cambio de be­ neficios económicos, privilegios laborales y «regalías» para los líderes sindicales en turno. Esta mala alimentación aunada al apetito vo­ raz, originó que se salieran de control y crea­ ron estos políticos un monstruo de ochenta 172


mil cabezas que devora la paz, los derechos y la economía de la población al grado de de­ sangrarla y ponerla en lenta agonía de más de treinta años ante la indiferencia y apatía de autoridades de los tres órdenes de gobierno. En el año que primero refiero, se aglutina­ ron varias organizaciones «sociales» radicales y formaron la mal llamada APPO (Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca). La chispa que prendió la mecha fue que el gobernador, Ulises Ruiz, dejó de dar el jugoso subsidio económico a estos grupos. Literalmente se le­ vantaron en armas y su virulencia la descar­ garon en la otrora tranquila capital, quemando edificios, vehículos, poniendo ba­ rricadas en calles, confrontándose violenta­ mente con las fuerzas armadas e imponiendo un toque de queda no declarado ante la inse­ guridad reinante. Como siempre pasa en estas situaciones, es la población civil la más vulnerable y, en el caso del representante médico, tuvo que afrontar peligros, exponer su integridad física, sortear bloqueos, enfrentamientos, barricadas, en aras de cumplir con su trabajo, hasta que llegó el momento en que tuvo que parar y re­ 173


cluirse en su casa. El daño a la economía fue brutal a grado tal que a la fecha nada ha sido igual, sino por el contrario estos grupos se han encargado de sumir con sus acciones a la población cada vez más en la incertidumbre, la inseguridad la desesperanza y la frustración. Es en situaciones como estas donde el va­ lor, coraje y determinación del ciudadano común, por salir adelante junto a su familia, le hace afrontar día a día el RETO de dar un paso más y con su trabajo y actitud sortear las acciones impuestas por estas fuerzas obscuras. Nota: tal parece que al quitarles el Gobier­ no a los profesores el control del IEEPO, y con ello el poder político y económico, se vislum­ bra un mejor panorama para los oaxaqueños.

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IX. El devenir de un sueño Los sueños son para realizarse. Ay de aquel que no sueña porque está muerto. No importa la edad, mientras se tenga una ilusión, habrá un mañana. Cada vez que visitaba al médico Raymundo Matamoros Ponce en su consultorio me que­ daba absorto en la sala de espera ante una fo­ tografía con vista aérea de l’ile de la Cité en París. Me propuse innumerables ocasiones que algún día estaría sentado precisamente en el vértice que divide el Río Sena en dos y en donde hay un pequeño parque. De estudiante había asistido dos semestres a la Alianza Francesa pues me gustaba el idioma francés; con el trabajo cerré esta afición y no volví a abrir un libro de esta bella lengua romance. Un buen día me propuse que era tiempo de retomarlo: me inscribí en la Universidad Be­ nito Juárez de Oaxaca, en su centro de idio­ mas, en un curso automatizado a donde acudía sábados o domingos a la hora que 175


podía. Bajo la tutela de un coordinador, obtu­ ve años después mi diploma que me acreditó el idioma francés. Estaba listo para cumplir mi sueño. Entrando a los cincuenta años, me dispuse ir a Francia. Junté mis vacaciones pues de­ seaba estar en particular muchos días en París sin las limitantes de tiempo que un tour preestablecido impone. Para ello compré una guía y me documenté para familiarizarme con la historia y el entorno de la ciudad Luz. Con Ceci, que era la menor de mis hijas, empren­ dimos juntos la aventura en el viejo mundo. Llegó el gran día. Dicen que los humanos somos animales de costumbres y yo no soy la excepción, nunca he podido dormir bien la primera noche fuera de casa y menos ésta, cargada de tanta expectativa; así que nos le­ vantamos muy de mañana surcando a grandes pasos las calles que nos separaban del hotel a la estación Bastille del metro que nos llevaría a nuestro destino. Al descender unas escaleras laterales del Pont Neuf sobre el Sena, ahí es­ taba el pequeño parque esperándonos, enfun­ dado en sus mejores galas como correspondía a todo buen cortesano francés: sus prados re­ 176


cién podados, los arboles luciendo en su follaje el corte vanguardista de moda y las hermosas flores veraniegas en el jardín marcándonos el camino con sus fragancias parisinas; fanfa­ rreas convertidas en trinos de pajarillos anunciaron nuestra presencia. «Square du vert­ galant» es su nombre. Me sentí cohibido ante tal recibimiento y también quizás porque entendí que mi vestimenta de mezclilla y tenis no era la más apropiada ante tanta galanura. Cuando puse mis pies en el lugar que de tanto verlo en fotografía ya me era familiar, una emoción sólo comparable a la que experi­ menté al nacimiento de mis hijos, invadió mi cuerpo. Gritar, llorar, saltar, no hubiera sido suficiente por lo que simplemente permanecí sentado en mi espacio especialmente reserva­ do; en silencio, absorto, sin tiempo, viendo pasar con las turbias aguas de La Seine las imágenes de mí vida. Las notas callejeras de un violinista fortuito que interpretaba a Vi­ valdi, y que arrastradas por el viento llegaban a mis oídos completaron esta fantasía. Un gendarme que hacía su rondín apadrinó sin saberlo, mi sueño realizado. Permanecimos más de quince días en París, 177


subíamos, bajábamos, viajábamos en metro, tren o autobús, íbamos a todos lados sin más límite, a excepción del económico, que el que nuestras fuerzas físicas nos imponían. Louvre, Orsay, Notre Dame, L´Arc de Triomphe, La Defense, Les Champs­Élysées, Les Invalides, La Tour Eiffel, Monte Parnasse, Sacre Coeur nos recibieron con beneplácito. La ciudad luz satisfizo con creces mis an­ helos, mostrándome generosamente sus teso­ ros, aún los más recónditos como las catacumbas guardadas en sus entrañas; y no solo eso, me convidó a regresar cuando yo quisiera. París responde a todo lo que el corazón de­ see. Uno puede divertirse, aburrirse, reír, llo­ rar o hacer lo que se le antoje sin llamar la atención, puesto que miles de personas hacen otro tanto… y cada uno como quiere (Frederic Chopin) Ya encarrilados fuimos también a Italia en Autocar, por cierto el boleto marcaba dormir en el mismo la primera noche en cómodas li­ teras, y yo por más que me esforzaba no las veía por ningún lado. Entrada la obscuridad, nos detuvimos en la autopista para cenar en 178


un restaurante y estirarse un poco, de regreso a bordo ahí estaban ya: los asientos los habían convertido en estrechas camas en dos pisos, en donde podríamos dormir todos los pasaje­ ros al continuar el viaje. Conocimos lugares bellísimos como Flo­ rencia con su David y el Ponte Vecchio, Roma con su Coliseo, el Arco de Constantino, el Par­ tenón, la fuente de Trevi. El Vaticano nos mostró generosamente su Capilla Sixtina, La Piedad y todos sus tesoros, Venecia con la Ca­ tedral y Plaza de San Marcos, sus románticas góndolas y canales, su joyería; Siena en la Toscana con su Piazza del Campo, Verona con la supuesta casa de Julieta. Terminamos nuestro viaje embriagados de arte.

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X. Los profesionales de la salud

Tuve la fortuna de conocer a muchos grandes médicos que se ganaron, con su trabajo del día a día, la admiración y el respeto tanto de sus pacientes como de la población en general, profesionales que en todo momento antepu­ sieron su gran humanismo y calidad moral al aspecto económico. El paciente no sólo salía del consultorio fí­ sicamente aliviado, sino, el que lo requería, también espiritualmente renovado. Recuerdo a algunos como a José Llaguno Gil, pequeño de estatura, menudito, suma­ mente pulcro en el vestir y en el hablar y muy conservador en sus tratamientos, él me llegó a atender de niño; a Mario Pérez Ramírez quien fue rector de la Universidad Benito Juárez, excelente y estudioso galeno aficionado al co­ nocimiento de los pueblos prehispánicos de México y a otras actividades culturales. A Carlos Mayoral Licea, recio médico militar y jefe de cirugía por muchos años en el hospital 180


civil Dr. Aurelio Valdivieso, en donde desde muy temprano empezaba su día operando a sus pacientes y enseñando a muchas genera­ ciones de jóvenes sus habilidades con el bis­ turí. Enseguida atendía a su numerosa consulta privada y cerraba por las noches con más cirugías hasta la una o dos de la mañana en el sanatorio Vasconcelos. Fácil intervenía más de seis pacientes por día. Su discípulo distinguido, David Guzmán Ortiz, siguió sus pasos en la docencia y en las prácticas quirúr­ gicas, transmitiendo a sus alumnos, no sólo los conocimientos, sino además el sentido de responsabilidad y amor a la profesión que en­ riquece a la buena práctica médica. Alfonso Toriz y Álvarez, médico general con todos los años de ejercer su profesión y con muchísimos pacientes privados, trabajaba to­ do el día en su consultorio. Los días sábados eran una locura por el número de consultas que proporcionaba y, al terminar ya bien en­ trada la noche, transportado por su combi, to­ davía tenía el ánimo de visitar a domicilio a sus enfermos. En la apretujada sala de espera entre pacientes y acompañantes, había un pe­ queño mostrador a manera de recepción y, 181


atrás de él, pendiente de todo acontecer: Ir­ mita, la secretaria. Un cuadro iluminado ex profeso para darle realce, enmarcando el ros­ tro angelical de una enfermera o de una reli­ giosa, no sé, nunca lo supe, pendía de un clavo en la pared a su espalda. Llegué a soslayar que detrás de su elección había estado su mano pues el parecido con ella era evidente. Anota­ ba, como iban llegando, a los pacientes en dos agendas, mismas que por muchos tiempo le regalé al inicio del año, una no le era suficien­ te. Recibían al representante los días jueves entre pacientes y había que promocionarle propiamente a ella, ya que invariablemente se colocaba en el medio y permanecía muy atenta a la información, interviniendo en ocasiones con la venia del titular. Su interés estaba en función de que, si el Médico tuviera alguna duda en relación a los fármacos, ella tenía la información expedita. Más que el brazo dere­ cho del galeno era la dueña del consultorio; de carácter fuerte, pasaba con suma facilidad de una dulce expresión a un rostro furibundo, regañaba a los pacientes que no acataban las instrucciones, llevaba la contabilidad, cobra­ ba, limpiaba, atendía la granja de cerdos y es­ 182


taba al pendiente de un rancho limonero tam­ bién propiedad del Médico; le acompañaba en sus visitas al domicilio del paciente aun a altas horas de la noche y se mostraba dura con el representante que no se había ganado su sim­ patía o no trabajaba a su parecer. Podía ser una valiosa fuente de información para el que supiera obtenerla. Solamente la muerte pudo separar esta fuerte unión de trabajo cuando Irmita partió tempranamente víctima del cáncer. Para el Dr. Toriz ya no fue igual. Siguió laborando hasta que su edad se lo permitió y yo seguí contando con su amistad. Ya retirado, veía pasar el tiempo sentado en una silla en el portón de su casa, lo saludaba, me mostraba sus óleos de bailarinas de ballet y de toreros que él mismo recién había pintado y platicábamos de tiem­ pos idos, hasta que un día ya no salió. Carlos Martínez Silva, empezó muy joven a ejercer la medicina y, como lo hacen muchos médicos al empezar a trabajar, se fue a un pueblo cercano a consultar por la mañana y por la tarde atender su consultorio en la ciu­ dad, pronto se hizo de clientela y se concentró en su actividad citadina. Muy comprometido 183


con su profesión y sus pacientes que en oca­ siones se hacen merecedores de sus regaños por no acatar sus indicaciones. Sirva de ejem­ plo de los médicos que anteponen el bienestar del paciente al beneficio económico personal. Cómo no recordar también a mi maestro, Silvio Conzatti, quien heredara de su padre su afición al estudio de la botánica. Frente a la que era su casa está el jardín Conzatti en don­ de habitan todavía arboles sembrados por ellos, así como otros que están a un costado de la carretera que conduce al aeropuerto de la ciudad de Oaxaca. Gerardo Robles Jiménez maestro de «Car­ dio» por muchos años en la Universidad, quien acostumbraba «echarse sus copitas» con frecuencia (para que hagan gimnasia mis coronarias, decía), Joaquín Cabrera Juárez, primer internista en la ciudad, los patólogos Leonel Espinosa, notable profesor de la Uni­ versidad, y Guillermo Cruz Martínez quien al final no pudo superar el alcoholismo, Fernan­ do Galindo titular de bioquímica en el primer año de la facultad, responsable de que muchos aspirantes abandonaran sus estudios ya que dadas sus exigencias era muy difícil aprobar: 184


un seis de calificación con él equivalía a un diez en cualquier otra facultad de medicina. Guillermo Zarate Mijangos pediatra académi­ co que llegó a rebasar cincuenta años en la es­ pecialidad y todos los días seguía estudiando. Alejandro Felgueres Mitra de los primeros of­ talmólogos, Rodolfo Rendón Sodi de los pri­ meros traumatólogos, Jorge Ayala Villarreal primer neurocirujano en la ciudad, Ángel González Rivera pionero de la ORL. Y el pres­ tigiado alergólogo Rodolfo García Caballero que además de haberme distinguido con su amistad, tenía la atención que cada vez que salía a uno de sus frecuentes viajes al extran­ jero, le traía un regalito a mi pequeña hija Ya­ re. Ha habido casos de médicos cuyos hijos han seguido sus enseñanzas, o hermanos con la misma actividad, como el caso de Rubén Darío Calleja, su hermano José Luis Calleja y su hijo Marco Antonio Calleja. Los médicos Luciano Tenorio y Horacio Tenorio y sus hijos, Horacio, German, Víctor y Héctor; Hugo Sar­ miento cardioneumólogo y su hijo del mismo nombre, los Narváez; Arturo y Magdalena Molina, los González Velazco, la dinastía de 185


los Mayoral, de los Jiménez y de los Sanjuán, Jesús y Eric Guzmán Gardeazábal. Miguel Ángel y Enrique Reyes González quien fue uno de los primeros endocrinólogos, junto con Carlos Ponce Domínguez en Oaxaca; Carlos Juárez Ojeda y sus hijos Carlos y Víctor Juárez López, los maestros Jorge, Armando y Cuauhtémoc Pérez Guerrero, Armando y Francisco Ramírez Santaella, cirujano y oto­ rrino respectivamente, Cuauhtémoc y Vicente Aranda Villamayor, los cardiólogos Sergio Velázquez Carriedo y su hijo Sergio Velázquez Rosas. Del maestro Velázquez Carriedo, era su secretaria Gloria, mujer que a la muerte del médico, ya llevaba más de tres décadas de trabajar con él para luego seguir laborando con su hijo. GLORIA merece que su nombre se escriba con mayúsculas… madre soltera crió a su hija con mucho esfuerzo, dedicación y amor. Pronto se convirtió la niña en una her­ mosa y agraciada joven profesionista. Llegó el día de su primer trabajo, para ello debería trasladarse a Huatulco; su joven e inexperto novio se ofreció a llevarla en su desvencijado Safari emprendiendo así juntos lo que sería su primer y último viaje. 186


Gloria no supo de sí por varios meses, no había palabras de aliento que la animaran ni muestras de apoyo que la reconfortaran, hasta que encontró en el deporte, en la carrera, en el sudor, en el dolor de cada zancada, el coraje necesario para alcanzar la meta de seguir vi­ viendo. Un conflicto surgido en el seno de la Uni­ versidad Benito Juárez ocasionó que muchos buenos maestros emigraran y dio pie al surgi­ miento de la Universidad Regional del Sureste con su respectiva facultad de Medicina. Fortunato Flores Villarreal (Dr. For) fue de los pioneros en el IMSS en la ciudad de Oaxa­ ca, excelente médico que prefería la clínica médica antes de apoyarse en estudios de gabi­ nete para sus diagnósticos. Muchísimos pa­ cientes atendidos con gentileza por él y su secretaria de casi toda la vida: Agustinita. Pasábamos largo tiempo platicando en su consultorio porque me decía que yo conocía mucha gente y que era el único «repre» con el que podía hacerlo. Dos súbitos timbrazos del teléfono rompían el coloquio, avisándole que ya nos habíamos tardado mucho y los pacien­ tes se habían acumulado. 187


Todas las mañanas acudía puntualmente a trotar al Paseo Juárez, de ahí que cuando se organizó la primera carrera del Día del Médico fue de los primeros en inscribirse. Surgió co­ mo una idea de «promover la salud con el ejemplo» entre la población. En ese tiempo se organizaban dos o tres carreras al año en la ciudad, entre ellas la del IMSS, pero eran abiertas y escasos médicos a título personal participaban. Fue el médico Fortunato Flores Corzo, apoyado por otros entusiastas, quien planteó la necesidad de organizarse y formar la Socie­ dad de Médicos Generales del Estado. A fin de unir a la comunidad y tener actividades de educación médica continua entre otros obje­ tivos. El apoyo para realizar sus primeros ca­ bildeos se lo brindamos de forma entusiasta, quien en ese tiempo no era mi compadre to­ davía, Abel Reyes Jiménez representante de Nestlé y yo con Schering Plough. Ya en su carácter de primer presidente de la naciente sociedad, surgió la idea junto con el médico Antonio Camiro Navarro, de organizar anual­ mente una carrera atlética que aglutinara a los profesionales de la salud, como parte de los 188


festejos del Día del Médico. Los organizadores me compartieron el proyecto y me pidieron apoyo. Me uní a ellos por sentirme identifica­ do y les proporcioné shorts y playeras para los corredores, en número de cincuenta según expectativas; fueron insuficientes, lo supimos tarde, pues sumaron trecientos cincuenta los participantes aproximadamente, yo incluido. 23 de octubre de 1988, fecha de la primera convocatoria de la Carrera del día del Médico firmada por los médicos Fortunato Flores Corzo, Antonio Camiro Navarro, Gerardo Ge­ miniano López y José Manuel Méndez Suma­ no. La mayoría de los médicos participantes nunca habían hecho ejercicio, pero este acon­ tecimiento causó tal furor, que fue el partea­ guas de una vida más saludable para muchos, de una bonita convivencia entre el gremio y además ejemplo y motivación para la pobla­ ción. El neumólogo Abel Arango fue el primer ganador de la justa. Esta convivencia lleva más de veinte años de celebrarse ininterrumpidamente con gran éxito gracias a la suma de esfuerzos de nuevos entusiastas organizadores como Fidel López 189


López y Jaime Revilla Casaos, entre otros. El doctor For siguió participando algunos años más. El deporte es disciplina; la vida también lo es. Hace miles de años nuestros parientes ya lejanos, los primates, vivían en los árboles, ahí dormían, comían se reproducían y morían. Un buen día el clima cambió y la selva escaseó dando lugar a la sabana. A un homínido se le ocurrió bajarse a tierra firme y explorar, des­ cubrió que también ahí podía conseguir ali­ mento, no faltaron quienes lo siguieran en esta aventura que se volvió cotidiana, por lo que tenían que erguirse a menudo para detectar a sus depredadores o visualizar primero su ali­ mento. Fue así como al paso del tiempo sus descendientes perdieron la cola modificando su cadera, sus extremidades superiores se volvieron más cortas pues ya no treparon tan­ to por los árboles y terminaron adoptando la posición bípeda y, lo más importante, su crá­ neo se amplió y con ello su cerebro creció. Se volvió homo sapiens. El ser humano está hecho para caminar, saltar, correr, ser nómada, sin embargo con el devenir de los tiempos la sombra del sedenta­ 190


rismo proyectada desde la modernidad, nos envuelve, nos atrapa nos hace perezosos, obe­ sos, apáticos, no queremos esforzarnos en lo más mínimo: nos desplazamos en auto a todos lados y tratamos de estacionarnos frente a donde vayamos, preferimos el elevador a las escaleras, el ordenador y la televisión a prac­ ticar un deporte o pasear en bicicleta. Si a esta fórmula le agregamos que elegimos la comida rápida chatarra a las frutas o verduras, los re­ frescos embotellados al agua natural, nos res­ ponde a los porqués de la incidencia tan alta de enfermedades crónicas degenerativas como la diabetes e hipertensión. Somos esclavos de nuestros hábitos, ¿sería posible serlo de nuestros buenos hábitos?, ¿debemos aprender a amar a nuestro cuerpo y a escucharlo?, ¿si estamos con sobrepeso nuestro cuerpo nos está pidiendo comer me­ nos y movernos más? ¿Un vehículo que trans­ porta más carga de lo permitido dura menos? Todo comienza con el primer paso, los que les siguen son más fáciles. El sanatorio Manuel Canseco Landero, propiedad del médico del mismo nombre, el Padre Ángel Vasconcelos atendido por reli­ 191


giosas y Del Carmen de los doctores Tenorio fueron de las primeras clínicas en la ciudad de Oaxaca, también lo fue el Sanatorio «Porfiri­ ta». Así se le conocía cariñosamente entre la población, en honor a su propietaria Porfiria Sosa de Molina. Infatigable partera que dedicó toda su vida a hacer el bien entre sus pacien­ tes. Es sabido que por las noches el ave picuda se esfuerza más en su encomienda y por algún misterio de la naturaleza prefería hacer su en­ trega con ella, por consiguiente no descansaba en estar «cachando niños». No obstante desde las primeras horas de la mañana ya estaba dando consulta a sus innu­ merables pacientes y recibiendo de ellos muestras de afecto y agradecimiento. Siempre comprometida con sus pacientes, dormía y comía cuando se lo permitían sus agotadoras jornadas de trabajo, brindó salud y consuelo en todo momento hasta el fin de sus días. ¿Con qué palabras se puede empezar a ha­ blar de un médico que ha brindado salud a cientos de pacientes que acuden a su consul­ torio en búsqueda no solo de alivio a sus ma­ les, sino también de consejo, de aliento, y

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salen de el en su mayoría reconfortados por las indicaciones y recomendaciones de un amigo que los sabe escuchar y comparte con ellos sus síntomas, sus preocupaciones, sus esperanzas. Y más difícil aun describirlo ca­ balmente, cuando nos permite conocer al gran ser humano que reside en su persona. Solo queda entonces dar su nombre: Marco Anto­ nio Calleja Sánchez. «Toni», para sus nume­ rosos amigos. Son insuficientes estas menciones para dar siquiera un pequeño panorama de la grandeza del apostolado médico, no hay lugar a duda que para serlo es necesario poseer virtudes distintivas del resto de la población, mismas que se adquieren desde la niñez, se acrecien­ tan en la juventud y se consolidan en la ma­ durez del ejercicio profesional. El hablar de las vivencias compartidas con cada uno de los galenos, es motivo de un texto aparte.

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Te deseo y me desprecias Te necesito y me traicionas Pérfida musa de atrás años Por qué me niegas tus encantos Por qué ahora nublas mis visiones Si justo debo recordar emociones Si presentes debo tener nombres. Perdón por omisiones no deseadas Perdón por estas rimas frustradas.

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XI. El cierre

Sin duda los médicos desempeñan papel pre­ ponderante en la trama del cuidado de la salud de los pacientes, el representante médico también tiene especial participación si bien con frecuencia esta sinergia es soslayada. A través de la información continua que le pro­ porciona, hace la sinapsis entre el diagnóstico del galeno y la mejor elección de los fármacos que prescribe, con base en efectividad, seguri­ dad, apego al tratamiento y costos, para así poder ofrecer a cada enfermo la opción más adecuada de tratamiento. En la actualidad, el representante médico dejó de ser el agente viajero improvisado co­ mo fue mi caso y el de otros, o «tan vacilador» como a la letra dice la canción; ahora las em­ presas, previas rigurosas entrevistas psicoló­ gicas y de aptitudes, contratan a profesionales. En Tampico incluso había una escuela en donde se cursaba una carrera para desem­ peñar este trabajo, desconozco si funciona en 195


la actualidad. Los laboratorios farmacéuticos ofrecen a su personal capacitación continua en áreas como farmacología, química, medicina, psicología, relaciones humanas, mercadotec­ nia y computación. Con el advenimiento del bíper primero y del celular después, la comu­ nicación se hizo fluida e instantánea en las empresas, pero el devenir de la computadora ha venido a revolucionar el entorno. A mí me tomó desprevenido. A muchas personas mayores incorporar la tecnología a nuestras vidas se nos dificulta y sucedió que cada día la empresa donde labo­ raba enviaba numerosos comunicados de su­ ma importancia a través de e­mails. Confieso mi inicial aversión a la cibernética, la consi­ deraba una pérdida de tiempo, entre otras co­ sas porque implica permanecer sentado sin moverse por minutos u horas; por consecuen­ cia han de saber que no sabía ni cómo se acti­ vaba el CPU. Para enterarme de la información recibida tenía que recurrir a personal de un «ciber» para que me auxiliaran. Además ya me empe­ zaban a pedir de la empresa planes de trabajo, proyecciones de ventas, estrategias e imple­ 196


mentación, presentaciones en juntas de tra­ bajo, todo con gráficas, filtros y animaciones. Esta situación se estaba convirtiendo en un problema para mí, no podía continuar so pena de quedarme rezagado del resto de mis jóve­ nes compañeros aptos en estos menesteres. Así que me inscribí en una escuela para tomar clases los domingos advirtiéndoles de mi ci­ berfobia, que desconocía todo y que debía po­ ner especial atención en programas como Word, Excel y Power Point además del inter­ net. No fui un alumno destacado, me llevó más tiempo de lo estimado, pero pude vencer mi miedo oculto detrás de una animadversión. Quizás la actitud de adaptación al cambio me fue muy útil para permanecer tantos años en este trabajo en donde lo que hoy es verdad, mañana ya no lo es. Dentro de esta vorágine de transformación que la globalización de la economía impone hoy, hay algo que lamento: las frecuentes reestructuraciones en los portafolios de pro­ ductos a cargo del representante o entre las empresas. Se da de tal manera que en ocasio­ nes cuando los resultados del trabajo se em­ piezan apenas a reflejar en la demanda de las 197


prescripciones, se nos notifica que ya tienes a cargo otros. Genera cierto grado de frustración y desánimo. Retrocediendo en el tiempo, se consideraba sano para el futuro de la empresa hacer dos lanzamientos de productos nuevos al año, ya que una vez pasado su periodo de «incuba­ ción» en el mercado alcanzaba su plena ma­ durez a los diez años en promedio, y permanecía en su pico máximo de ventas por buen tiempo según lo sustentara la generosi­ dad de sus bondades y la habilidad del mar­ keting. La rentabilidad del producto, de ser necesario, se alargaba sacando al mercado ex­ tensiones de línea ya sea reformulándolo o a través de nuevas presentaciones al público. Quiero decir que el representante consideraba al nuevo fármaco como un hijo: sabía de su gestación, lo estudiaba, lo veía nacer, lo co­ nocía de pies a cabeza, lo alimentaba, estaba al pendiente de su crecimiento, lo protegía de los peligros que lo acechaban y lo defendía con uñas y dientes de los ataques de la no siempre honorable competencia, celebraba sus logros ($$$) y veía con satisfacción cómo maduraba y se reproducía; y en algunos dolorosos casos 198


atestiguaba impotente su muerte cuando era retirado del mercado. En la actualidad este proceso está en periodo de extinción. Cuántas veces muchos de ustedes se han preguntado: ¿Por qué las grandes corporacio­ nes farmacéuticas con toda su tecnología y amplios capitales no han prescindido del re­ presentante médico para promover sus medi­ camentos? En todos los países del mundo es el mismo esquema de trabajo con sus particula­ res variantes. Podría incrementarse el envío postal o de mensajería de comunicados y revistas médicas anunciantes, o la comunicación vía correo electrónico que es rápida y barata, estimular las videoconferencias dirigidas a sociedades médicas o congresos también serían conve­ nientes. Todos los anteriores son procesos eficaces para enlazar la comunicación laboratorio­mé­ dico. Sin embargo cualquiera de estos u otros medios que se pudieran enumerar, afortuna­ damente no son tan efectivos como lo es el factor humano. La vertiente principal por donde fluye la venta y consumo de medicamentos está de­ 199


terminada en menor o mayor grado por la re­ lación médico­representante, en la medida que ésta se fortifique, dependerá por mucho el éxito o el fracaso de resultados. Dicen que integridad es hacer lo correcto aun estando a solas. El buen representante está comprometido a serlo si quiere ser digno de esta profesión. Andando por este camino se logra obtener credibilidad, confianza, respeto y, por qué no, la estimación del médico que conlleva en ocasiones a ser su confidente, su verdadero amigo.

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¿La relación Médico­Representante perma­ necerá inmutable?

Año 2051… Jesús Carmona Pérez, paciente masculino, sesenta y un años, hipertensión leve, estado físico general bueno. A través del proceso rutinario por internet, obtuvo un número de folio que ampara una cita para someterse a un chequeo en el centro médico que tiene asignado cerca de su domi­ cilio. El día y a la hora señalada, se encuentra a la puerta de entrada de un alto edificio blanco desprovisto de ventanas. Al tratar de flanquear el estrecho paso de acceso, una máquina en forma de arco le impide el paso, se acerca al lector ocular de iris que lo identifica como de­ rechohabiente y digita el folio de su cita, a continuación el paso le es permitido; camina por fríos y largos pasillos en donde estratégi­ camente se ubican de cuando en cuando mu­ das pantallas que dejan caer en cascada renglones y renglones de información. Busca 201


el número de consultorio asignado previa­ mente. Al transponer la puerta de la habita­ ción solo observa una máquina inspirada en una resonancia magnética y a su lado de pie está «GALENUS». Con pausada y metálica voz le dice: bienvenido Sr. Carmona; advertido del arribo del paciente por el dispositivo de la en­ trada. —Desvístase y acuéstese en la camilla del escáner siguiendo las instrucciones que apa­ recen en el monitor al frente. A continuación un lector recorre su cuerpo de pies a cabeza y transmite al instante a «Galenus» la información: signos vitales, concentración de glucosa, perfil de lípidos y demás posibles pruebas de laboratorio, densi­ tometría, así como el estado general de hue­ sos, órganos, tejidos y demás componentes del cuerpo humano. «Galenus I» es un ordenador de última tecnología para atención de primer nivel que está programado para procesar todo la infor­ mación recibida y establecer un diagnóstico, extender una receta con indicaciones e incluso proveer la medicación en dosis exactas, ya que está equipado de un arsenal de principios ac­ 202


tivos que le permite realizar formulaciones y proporcionar al instante al paciente los fár­ macos indicados. «Galenus II» brinda atención a nivel hos­ pitalario, canaliza soluciones, administra me­ dicamentos, monitorea signos vitales, realiza estudios de laboratorio y de gabinete, no re­ quiere del apoyo de interconsultas, pone mú­ sica ambiental si considera deprimido o nervioso al paciente y lo da de alta de consi­ derarlo pertinente o lo desconecta y elabora su acta de defunción transmitiéndola de inme­ diato en línea al Registro Civil y demás ofici­ nas donde el paciente estuviera activo. No son necesarias las visitas familiares. «Galenus III» hace todo lo anterior pero además es cirujano y partero. Está incluso ampliamente capacitado para realizar tras­ plantes de órganos naturales o artificiales de última generación ya que cuenta, como su predecesor de dinastía, con extensiones de brazos y manos además de sensores que le permiten localizar en todas las dimensiones conocidas, la ubicación exacta y las medidas en micras de órganos, vasos sanguíneos, teji­ dos y demás estructuras orgánicas. 203


Jesús se dispone a salir del edificio con su Rx y medicación en mano, cuando vislumbra al fondo del pasillo, cerca de la salida, una fi­ gura que a contra luz parece ser una persona haciendo labores de limpieza. Al acercarse se da cuenta de su equivocación: Se trata de un androide. Cuando esta fábula sea cierta, el humano estará más cerca de dejar de serlo.

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Son las 0:30 horas de la madrugada del día viernes 15 de julio de 2011; me dispongo a dormir arrullado por un concierto de grillos que como todas las noches, parecen estar de fiesta en el arroyo colindante a la casa que ha­ bito. Soy afortunado por esta amable com­ pañía. Al amanecer tengo el privilegio de ser des­ pertado por los potentes trinos de una prima­ vera, debe ser la misma que me acompañaba en mis tiempos de estudiante, lo digo porque también invita a otras aves a unírsele en su misión, sabedoras de que serán recompensa­ das con el desayuno a base de ricas semillas de alpiste esparcidas ex profeso para ellos sobre el pasto del jardín. Ardillas curiosas observan el festejo. 08:00 a.m. arribo a mi cita de contacto en el Hospital. 09:30 a.m. inicio mi trabajo en farmacias. Éste sería el inicio de una jornada normal de actividades, pero no es así; hoy es especial: es el último día de trabajo de mi ciclo laboral de 37 años. Decidí que era tiempo de hacer un alto en el camino recorrido y andar otros, co­ mo el que me lleva a disfrutar a mi pequeña 205


hija, verla crecer, vivir sus alegrías, superar juntos sus tropiezos. Tesoros que no pude acrecentar a satisfacción con mis primeros hi­ jos por estar enfrascado en la lucha diaria por forjar un modesto patrimonio y poder darles una educación. Esta segunda oportunidad que la vida me ofrece no puedo dejarla pasar. El primer médico que visité me fue im­ puesto. Me había ganado el privilegio de elegir al último. Su siempre fiel secretaria, Yola, me anunció con Alejandro Pombo Rosas. A decir verdad no fue la amistad, ni mi bien ganada admiración hacia su persona, ni su reconocido prestigio profesional como ORL lo que deter­ minó en mí tal elección, había otra razón: cuando la oportunidad lo permitía, él comen­ taba en público cuando, recién egresado de la especialidad, estableció su sencillo consultorio por los rumbos de la Merced. Acudía puntual­ mente transportado por un deteriorado «vo­ chito» en espera de la anhelada consulta, pero ésta no llegaba; el que arribó fue un modesto representante de laboratorios, que creyó en él y le inyectó palabras de aliento y esperanza. Qué mejor forma de corresponder a tal de­ ferencia. Después de «encargarle» mis pro­ 206


ductos sembrados y celosamente cultivados, agradecí con las escasas palabras que se es­ forzaban por salir de mi boca, su amistad y atenciones generosamente obsequiadas a mi persona. Al mismo tiempo lo hacía simbólica­ mente con todo el honorable cuerpo médico. No le dije que era el último médico que vi­ sitaba por temor de ser traicionado por una lágrima furtiva. Salí de la clínica cuando el cielo se pintaba con tonos amarillo­rojizos anunciando el crepúsculo de un día… o de una época. Deam­ bulé por las calles pasando frente a otros con­ sultorios sin atreverme ya a entrar. Debía empezar a acostumbrarme. Llegué a casa donde me esperaban mi mu­ jer y mi princesa, después de abrazarlas y be­ sarlas me dirigí a mi pequeña oficina, recorrí con la mirada cada centímetro de su interior sintiendo como si los objetos hasta ahora ina­ nimados me miraran y me dijeran: bienvenido a tu nueva vida; respiré profundamente, liberé de toda carga a mi «morena» (que ya se había tornado pelirroja, intentando vanidosamente disimular el tiempo transcurrido), la acicalé y la coloqué en una gaveta a la altura de mi ca­ 207


beza, para tenerla cerca siempre de donde guardo mi más preciada pertenencia: mis me­ moranzas.

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EPÍLOGO

Treinta y siete años de recuerdos no son para nada fáciles de plasmar en unas líneas, se co­ rre el riesgo de generar un conflicto, una re­ vuelta o hasta una revolución, cada vez más en desuso. Cuando seleccionas a unos, los que son omitidos se sienten desplazados, minimi­ zados, ofendidos, cada quien reclama su legí­ timo derecho a existir, a sobresalir, a perdurar, según me lo han hecho saber. No obstante, y so pena de ser enjuiciado y sen­ tenciado a vivir el resto de mis días con esta culpa, tuve el atrevimiento de plasmar solo algunos, los más significativos a mi parecer, con la esperanza de ser redimido, si se consi­ dera tal mi proceder, como un acto piadoso al no querer aburrir al indulgente lector. Quizás no exista pronombre personal más difícil de usar para el que intenta escribir unas líneas, que el de la primera persona del singu­ lar. Con los demás no se corre mayor riesgo (ni se causa mayor daño) por muy osado que 209


sea el escribiente; es probable que, en el caso de que se pueda producir alguna herida en forma imprudencial a quien se aluda o a quien nos lea, esté siempre presente como recurso terapéutico el bálsamo del anonimato del cual se puede echar mano. El «yo» es cosa seria. No tiene argumentos de defensa, es vulnerable, enjuiciable y fácil­ mente condenable aún para el juez más be­ nigno. Formas espectrales que dan vida a la vanidad, el egocentrismo o la falta de modes­ tia, acechan agazapados a cada momento, detrás de una coma, de un punto o atisbando junto a una palabra, prestos siempre a evi­ denciarnos a la primera oportunidad. Si en estas andanzas presa fui de estos pla­ ceres, ruego la venia del noble lector para per­ donar tales exabruptos, originados a decir verdad por la imprudencia de este mal apren­ diz de escritor, y por el deseo de compartir vi­ vencias (a los próceres que siguen la senda tantas veces recorrida por antiguos andantes viajeros), de un ayer que teme fenecer ahoga­ do por el peso de sus propios años, y que bus­ ca asirse a una pluma amiga como último recurso que justifique su existencia. 210


Permítaseme una reflexión final: al abrir la puerta de la imaginación para escribir este li­ bro, vislumbré, al asomarme, un universo para mí hasta entonces desconocido, mis temores iniciales envueltos en una densa bruma de dudas de no poder hacerlo, y que frenaban mi decisión de siquiera intentarlo, fueron desva­ neciéndose a medida que avanzaba y que me enfrentaba a los factores que los alimentaban. Paso a paso fui atisbando un panorama lleno de luz, alegría, y esparcimiento que no había experimentado antes (cómo haberlo vivido si es la primera vez que lo hacía). Experimenté entonces, momentos de relajación, de placer, de tranquilidad, que mucho lamento no ha­ berlos disfrutado antes como ahora. Hoy, al sentarme a escribir, algo pasa en el ambiente… El tiempo fatigado se toma un descanso, pa­ rece que no avanza, me espera; los pajarillos del jardín trinan más suave, el viento deja de soplar o cambia de curso, el sol para no im­ portunar se esconde expectante detrás de una nube. Todos ponen lo mejor de sí en discreta complicidad para facilitarme la tarea de elegir palabras, ordenarlas y plasmarlas en el papel y con ello darles forma, vida, materializando el 211


sentimiento surgido de la nada… ¿o del alma? Al vivir esta nueva y placentera experiencia que con usted comparto, y conforme me adentraba en el submundo de los recuerdos en búsqueda de argumentos para dar validez a este relato, a mí llegaban imágenes cada vez más numerosas de personas que en todo mo­ mento me brindaron su aprecio y amistad (quizás los más, pocos los menos): médicos, enfermeras, secretarias, compañeros, ejecuti­ vos, amigos de verdad. Esta temeraria acción producto de mi inquietud por ser agradecido, causó tanto revuelo en mi mente, que consi­ deré conveniente (para evitar causar mayores estragos) plasmarlo, enlistarlo, buscar un or­ den y así nombrados uno a uno, manifestarles de esta humilde manera, mi agradecimiento por todas las consideraciones que con mi per­ sona tuvieron en tantos años sin olvidar a quienes ya se nos adelantaron en el paso por la vida… a mitad del camino en este tránsito tuve que hacer una parada, un alto; vislumbré que muy probablemente estaba equivocando el rumbo, esta ruta me llevaría por una senda a todas luces pecaminosa, llena de injusticias y omisiones y, yo, no tenía la capacidad de so­ 212


portar tan pesada carga (demasiada para una persona) misma que se incrementaba aún más cada que desechaba una lista por considerarla incompleta para enseguida iniciar otra. Así que un buen día providencialmente una voz surgida de no sé dónde me susurró al oído… —¿Por qué no intentas dejar de flagelarte y permites que sea el propio lector quien tome la parte que le corresponda? —¿Cómo es eso? —¿Qué tal si logras establecer una sinapsis a distancia? Si obtienes que a través de la lec­ tura de las líneas precedentes se cree un vínculo fraterno, o despiertes un sentimiento u obtengas una reflexión de tu lector… enton­ ces ella o él sabrán lo mucho que les agrade­ ces, que siempre los llevas en tus recuerdos y que el lazo de amistad creado con el tiempo por especial encargo, ni él mismo lo puede romper.

GRACIAS.

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P.D. Mi agradecimiento a MSD por el ho­ menaje sorpresa que en mi despedida por ju­ bilación me hicieron en el hotel María Isabel Sheraton ante cientos de mis compañeros, y a los médicos oaxaqueños que también me celebraron.

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