EL MENDIGO El viajero que recorre en el buen tiempo, el áspero y accidentado camino que conduce desde Cuenca a la ciudad de Molina de Aragón, se halla agradablemente sorprendido cuando después de pasar por la pequeña y miserable aldea de Cañizares y atravesar el llamado puente de Vadillos construido por Fernando VII par ir a los baños de Solán de Cabras, se encuentra a la entrada de la famosa Hoz de Beteta. Dos elevados muros de peñascos abren paso a las aguas del río, que pugna, en vano, en ensanchar su madre más allá de su pétreos cimientos, y apenas se distingue el sitio por donde la planta humana pueda internarse en este estrecho y profundo desfiladero. La naturaleza se ostenta allí con toda la pompa de su belleza salvaje: el camino serpentea por este Valle entoldado en su mayor parte por el ramaje de viejos robles, frondosos avellanos, floridos tilos y otra infinidad de árboles y arbustos. Gallardos pinos se alzan desde las márgenes de las rocas que sirven de marco a este cedro de verdura. Algunas veces la vista no encuentra salida practicable en aquel murado recinto; pero esta ilusión desaparece y vuelve a aparecer muchas veces antes de llegar al término de la hoz que tiene más de una legua de longitud. Ningún ruido viene a turbar el medroso silencio de este sitio, como no sea el sordo murmullo del agua azotando las piedras que obstruyen su tortuoso cauce, y el desagradable graznido de las aves de rapiña que crían sus polluelos en las grietas de los peñascos. Préstanse a la curiosidad y admiración del viajero las mil caprichosas formas que afectan las inmensas moles que sirven de almenas a estos grandes muros: unas, figuran gigantescas estatuas otras, graciosos jarrones y cinceladas copas; estas, simétricas galerías; aquellas magníficas bibliotecas; aquí se ostenta un arco de regulares dimensiones, allí una perfecta columnata. Todo es grande, todo es bello, todo sorprendente. Parece que el Hacedor se ha esmerado en la construcción de este agreste y majestuoso paisaje, para hacernos admirar los efectos de su sabiduría y dar una pequeña muestra de su poder creador, fertilizando con su aliento divino un sitio, al parecer, árido e infecundo. En medio de esta Hoz, próximamente, hay un hermosísimo y abundante manantial, en cuyas cristalinas y frescas aguas los caminantes suelen apagar su sed, aprovechando el paso las negras sombras que circuyen la fuente para algún descanso a las cabalgaduras y aliviar la alforja del peso de la merienda. Por este valle caminaba no hace muchos años, y en uno de los más calurosos días del mes de agosto, un viajero de especto sombrío, cuyo traje denunciaba desde luego al mendigo, según estaban deteriorados y sucios el pantalón azul y levita del mismo color, que eran las principales piezas de que aquel se componía. Un ancho y mugriento sombrero de paja cubría la cabeza del mendigo, cuya cana y cerdosa cabellera pugnaba por recobrar su libertad; el calzado era digno del resto de su traje, y consistía en unas alpargatas que apenas bastaban a librar sus desnudas plantas de las espinas sembradas en el camino. Podría tener este hombre de cuarenta y cinco a cincuenta años, pero se comprendía que su existencia había trabajada por grande padecimientos y penalidades; así lo daban a entender las profundas arrugas que cursaban su rostro tostado y cubierto de áspera y blanca barba, y lo vacilante de sus
pasos, indicio seguro de debilidad. Apoyábase en un grueso y nudoso palo, y sus hombros soportaban con dificultad el peso de su morral de pieles y una andrajosa manta. Se detenía a cada momento para limpiarse las gotas de sudor que corrían por su ennegrecida frente quedando como ensimismado hasta que volvía a emprender la marcha haciendo un esfuerzo supremo. En esta disposición llegó a la fuente de que hemos hablado y se sentó a la sombra de los avellanos: desembarazose, no sin trabajo, de su pobre y miserable equipaje, y se dispuso a tomar algún alimento, extendiendo sobre la fresca hierba unos cuantos pedazos de pan y algunas frutas que sacó de su morral. Esperó antes de dar principio a su frugal comida, inclinó la barba hasta apoyarla en su pecho y quedó sumido en una profunda meditación. ¡Treinta años! - Exclamó - ¡treinta años van pasados, y ni un solo minuto se ha borrado de mi memoria aquella escena! ¡Aquí en el sitio que ocupo precisamente, fue donde me convencí de que la ingrata no correspondería nunca a mi cariño! ¡Aquí, escuché sus protestas de amor a otro! ¡Y fui tan cobarde que no me arrojé sobre ellos en aquel momento hundiendo mi puñal en sus entrañas! Afortunadamente mi venganza será completa gracias a mi fuerza de voluntad. Ella pagó con la vida su predilección; y él... ¡Oh!.. ¡Él... también debe ser víctima de mi odio! ¡Por algo he sufrido veinte años de destierro! ¡Me vengaré por fin! Esto diciendo, se abalanzó con ansia hacia las previsiones y comió de ellas hasta saciar su apetito, recostándose después sobre el mullido césped. En tanto que el mendigo verificaba las operaciones de que hemos hecho mención, otro viajero adelantaba por el camino que aquel recorriera momentos antes. Era también de alguna edad este hombre, pero su ligereza y robustez le hacían aparecer más joven de lo que era en realidad. En su rostro, velado por una ligera nube de tristeza, se leía la bondad de su corazón: llevaba el traje propio de los aldeanos del país, y venia detrás de una pequeña jaca, a la que avivaba de cuando en cuando con su flexible vara de fresno. La carga consistía en algunas vasijas de barro colocadas con esmero en dichas aguaderas; lo cual indicaba que nuestro hombre venía de la villa de Priego, en donde aquellas se fabricaban a gran escala. Al llegar a la plazoleta de la fuente tuvo el mismo pensamiento que su precursor, y atando la caballería al tronco de un árbol, se sentó al lado de aquel, no sin saludarle y ofrecerle una parte de su modesta comida. Un observador perspicaz hubiese notado el cambio que experimentara la fisonomía del mendigo al ver en su presencia el nuevo personaje; pero este no se apercibió siquiera de tal mudanza, que, por otra parte, fue muy pasajera; pues aquel se repuso enseguida de la primera impresión. Nuestro aldeano devoró en silencio sus provisiones con la mayor gana del mundo, en tanto que su taciturno compañero permanecía como abstraído; más el primero, no pudiendo resignarse a un silencio tan contrario a su genio comunicativo, preguntó al mendigo. "Buen hombre, aunque sea descortesía, ¿adónde bueno se encamina?" "Voy a Beteta,- respondió lacónicamente el interpelado"
"Trabajo grande es,- replicó el aldeano,- tener que viajar a pie, con este calor y por tan malos caminos, máxime cuando se tiene vuestra edad, que seguramente pasará de los sesenta; y hablo así por experiencia; porque aunque yo sea más joven y esté acostumbrado a las fatigas, confieso que me haría pesado el camino sin el auxilio de mi tordilla.Caramba! ¡Ya lo creo! ¡El corazón de los viejos es engañoso! Una mirada siniestra brilló como un relámpago en los ojos del desconocido, que dijo: "Ya se ve, no se comprende la desgracia cuando se goza de alguna comodidad; pero la necesidad obliga, y no hay más remedio que afrontar los padecimientos consiguientes. Si como yo, hubierais pasado largos años de infortunio, y al volver la vista en derredor vuestro os encontraseis solo en el mundo, sin más recurso que apelar a la caridad pública, yo os aseguro, buen hombre, que hallaríais demasiado pequeño aquello mismo que ahora os parece tan grande. Treinta años ha que abandoné mi patria, en los cuales he viajado por distintos países, sin encontrar en ninguno la calma que necesito." "Vuestras palabras,- dijo el aldeano enternecido con la descripción de su compañero,- me dan a entender que habéis sido muy desgraciado; y este es un lazo que, a más de la caridad cristiana, debe unirse en adelante; porque yo, aunque no lo manifieste, también he sido víctima de atroces tormentos, y no es, ciertamente, este sitio el que menos penosos recuerdos excita en mi mente. Un hombre a quien ningún daño había hecho, me privó a un tiempo mismo de mis riquezas y de mi dicha; sólo la virtud de la paciencia me ha prestado fuerzas para sobrellevar tamaña pérdida, y para perdonar al desgraciado que hiriera mi corazón en sus fibras más delicadas; pero... ya os contaré esa historia cuando estemos más despacio: por de pronto, y puesto que nuestra dirección es la misma, yo os ofrezco de buena voluntad un hospedaje en mi casa; que aunque pobre, no lo soy tanto que no pueda socorrer vuestra necesidad. Tengo en mi compañía una hija de los tres que me dejara mi desventurada Teresa, y es tan caritativa y tan buena como su madre; así es, que estoy seguro os habrá de recibir con agrado. Para el pobre nunca ha faltado un pedazo de pan y un humilde lecho en casa de Andrés Perea: pero se va haciendo tarde y es preciso que marchemos cuanto antes: si el cansancio os agobia, todavía puede mi jaquilla soportar vuestro peso un buen rato." "Ya que sois conmigo tan generoso, acepto con gratitud vuestro franco y cordial ofrecimiento,"- replicó el desconocido. Andrés, pues ya sabemos el nombre del aldeano, ayudó a su compañero a subir sobre las aguaderas, y tomaron a buen paso el camino de Beteta. A un cuarto de legua próximamente dicho camino estrecha en un escarpado risco, desde el cual el viajero asombrado mira a sus pies un abismo, en cuyo fondo, se agitan con estruendo las espumosas ondas del río: el mendigo manifestó el deseo de apearse, prestando su miedo de atravesar montado este peligroso tránsito. El buen Andrés detuvo su cabalgadura, y luego que aquel hubo echado pie a tierra, dio con su vara en las ancas del noble animal que se adelantó orejeando por el sendero. Al llegar al punto en que éste es más estrecho, el mendigo pasó con disimulo al lado opuesto: a la vertiente; sus ojos se inyectaron en sangre, su semblante tomó un aspecto feroz, y, antes de que Andrés pudiera apercibirse, se sintió empujado con
violencia hacia el borde del precipicio lanzando un grito de suprema angustia. Al eco de este grito, que repitieron las cavidades de las rocas, se unió la risa sardónica del desconocido que se asomó con placer a la orilla, para gozarse en los efectos de su espantoso crimen. Andrés, detenido en su caída por un grupo de zarzas que crecían a la mitad del tajo, pugnaba por asirse a ellas como el naufrago a la tabla de salvación. El mendigo se sintió contrariado al observar este casual incidente; pero considerando inútiles los esfuerzos de su víctima, y viendo la imposibilidad de resistir mucho tiempo en aquella desesperada situación, pareció tranquilizarse y gritó con voz de trueno: "Andrés Perea, ¿te acuerdas de Vicente Gil? ¿Te acuerdas de Teresa? ¿Ignoras que entre los dos habéis envenado mi existencia y que tenía jurado vuestro exterminio?" " ¡Miserable!- exclamó Andrés, con voz débil.- ¡Demasiado te reconozco por tus obras! Pero sálvame, y yo te prometo perdonar tu nuevo crimen como he perdonado los anteriores." " ¿Salvarte?- repuso Vicente, ¿y eres tú el que me pides misericordia? ¿Crees, por ventura que he de haber sufrido tantas amarguras para olvidarlas en el momento en veo satisfecha una venganza que ha sido la constante aspiración de mi vida? No. Tu muerte no basta todavía a satisfacer; es necesario que sepas, antes de morir, que tus hijos han de ser también objeto de mi venganza. Este es el consuelo que puede hacer menos sensibles tus últimos momentos. ¡Adiós, Hasta la eternidad! Esto diciendo siguió pausadamente su camino hasta la aldea. -------o-o-o--------Dejemos en esta situación a los personajes que hemos presentado en escena y pongamos a nuestros lectores en antecedentes acerca de los sucesos referidos. El pueblo de Beteta, correspondiente a la provincia de Cuenca, se halla situado en la falda oriental de una elevada y escabrosa montaña, en cuya cúspide se alza majestuoso el castillo, notable por las correrías que desde él emprendiera el célebre D. Ramón Cabrera en la pasada guerra de sucesión. Esta fortaleza, verdadero nido de águilas, a la cual sirven de naturales fosos un barranco profundo y tajados peñascos, domina las eminencias inmediatas, y escondiendo en las nubes su orgullosa cabeza, parece desafiar los vientos y las tempestades. Los alrededores de Beteta son en extremo pintorescos. Encuéntranse rodeados de amenos valles regados por abundantes y cristalinos arroyos, que fecundizan extensas huertas y llenan de flores y frutos los muchos árboles que crecen en sus orillas. En el fondo de uno de estos valles y como a un cuarto de legua de la población por la parte oeste, hay una ermita dedicada a la Virgen con el título de Nuestra Señora de la Rosa, en cuya inmediación se ha construido recientemente una casita de baños, cuyas aguas compiten en saludables cualidades con las famosas del Solán de Cabras, separadas con una sierra intermedia.
Cincuenta años antes de los sucesos referidos, vivía en este pueblo un honrado vecino llamado Antonio Perea, cuya buena posición e inmejorable conducta le habían granjeado la estimación de sus convecinos, a quienes socorría frecuentemente en sus necesidades. Antonio era bastante instruido; porque siendo hijo de un notario, su padre se había esmerado algún tanto en su educación. Esto hacía que se le considerase como el abogado del pueblo y se le consultase en muchos negocios, saliendo bastante acertado sus consejos, aunque solo estuviesen basados en su mucha experiencia, claro juicio y buena intención. Casado con una joven honesta y virtuosa que tuvo la desgracia de perder demasiado pronto, había reconcentrado todo su cariño en un hijo que le quedara de su matrimonio, llamado Andrés, el cual, a la sazón, contaba diez años, y cuyo carácter amable y complaciente le había conquistado el aprecio de los demás niños sus coetáneos. Sólo uno, entre ellos, llamado Vicente Gil, el hijo de un vecino bien acomodado, le demostraba un odio profundo, sin más motivo que la preferencia de que el joven Andrés era objeto por parte de sus compañeros. Tan pronto como el bondadoso niño salía de su casa, se veía acometido por el colérico y vengativo Vicente, que saciaba en él su furia con la saña de un alma envenenada por la pasión de la ira. El tímido y paciente Andrés sufría resignado golpes e insultos oponiendo a la soberbia de su enemigo su natural dulzura, lo cual en vez de calmar los ímpetus del perverso Gil, le envalentonaba más y más. Por supuesto no era sólo Andrés el que tenía que sufrir los malos tratos de Vicente; porque éste, iracundo hasta el extremo, no se veía jamas libre de pendencias con cuantos muchachos tenían la desgracia de provocar su enojo, que no necesitaba, por cierto, grandes motivos para manifestarse. Así era, que todos le temían y huían de su contacto como de la peste. Si alguna vez su padre fue advertido de las torcidas inclinaciones de su hijo, respondía muy satisfecho. "Así me gusta; no quiero que ninguno moje la oreja a mi Vicente." Dicho se está que las imprudentes excitaciones del padre no habían de contribuir gran cosa a la enmienda del hijo, cuyos feroces instintos crecieron con la edad, hasta adquirir la fama de matón y temerario. Los mozuelos de la aldea temblaban al solo nombre de Vicente, quien al presentarse en los bailes y diversiones populares, solía hacer alarde de su necia valentía, mandando suspender el acto o empeñándose en cuestiones que siempre terminaban por aguar la fiesta. Nueves años pasaron y por consiguiente nuestros conocidos Andrés y Vicente contaban diez y nueve cuando ocurrieron los sucesos que vamos a referir. Era costumbre antigua del vecindario de Beteta hacer una rogativa anual el día 15 de agosto, con objeto de ofrecer sus homenajes a Nuestra Señora de la Rosa en su ermita, y después de oír misa y despachar con buen apetito la merienda que cada familia llevaba a la sombra de los olmos que circuyen el santuario, se templaban los instrumentos llevados al efecto, y principiaba un baile general en que los jóvenes de ambos sexos hacían pública ostentación de su habilidad y ligereza en ágiles y acompasadas piruetas, mientras los ancianos hablaban de sus cosechas, de sus ganados y alguna vez de la gracia y soltura de las alegres parejas. Entre los mozuelos que formaban la rueda en año a que nos referimos, sobresalía por su gallarda apostura y por la regularidad de sus formas nuestro simpático Andrés Perea; y entre las jóvenes ninguno tan hermoso, tan gentil y tan modesta a la vez, como Teresa, la hija del
cirujano de la aldea. Cuando en su continuo movimiento giratorio llegaban a formar pareja Andrés y Teresa los aldeanos todos prorrumpían en acalorados y entusiastas aplausos; porque no sabían qué admirar más, si la gracia y garbo del mancebo o la honesta compostura de la zagala. Se decía en el pueblo que Vicente era el novio de Teresa, o al menos que la solicitaba; y con tal motivo, ninguno se atrevía a invitarla a bailar, a no ser que le correspondiese por turno como corresponde en este tipo de bailes. En aquella tarde, sin embargo, los vecinos asistentes al espectáculo se empeñaron formalmente en que bailasen solos Andrés y Teresa, y aquel por complacerles se acercó a solicitar el permiso de la joven, que a ello se prestó gustosa y empezaron la jota en medio de los bravos de los espectadores. Las justas alabanzas de estos y la satisfacción que se veía retratada en los semblantes de la aplaudida pareja, excitaron la cólera de Vicente, que acercándose al círculo formado alrededor de aquella, empezó a demostrar al joven bailador con epítetos groseros y burlas inconvenientes. Este sufrió con resignación y calmas los insultos del provocativo Vicente, riéndose de sus dichos y bufonadas, como si todo fuese una broma; lo cual visto por el iracundo joven, se dirigió enarbolando el palo que llevaba al sitio en que se hallaba Andrés, mas éste se apoderó del arma de su agresor, y antes de que se repusiera de su sorpresa le cogió por medio del cuerpo, y lo lanzó con violencia sobre el empolvado pavimento. Con este inesperado suceso se suspendió la función, y todos se dirigieron al pueblo haciendo comentarios acerca del mal comportamiento de Vicente y del valor y firmeza de Andrés. Esta bochornosa y pública humillación del temerario mancebo exasperó el rencor que ya de antemano sentía hacia su noble competidor; pero en otras dos o tres ocasiones en que quiso maltratar a Andrés, éste le dio severas lecciones y le hizo comprender que sólo una traición podría darle la victoria. El día cinco de abril del año siguiente, que era el primer domingo del mes, se veían en la plaza de Beteta todos los mozos del pueblo con sus vestidos de gala esperando el resultado del sorteo que se estaba verificando. Entre ellos se encontraba dándose aires de despreocupado nuestro conocido Vicente Gil, y en otro corrillo inmediato su contrincante Andrés Perea, hablando con sus amigos de cosas indiferentes; pero en realidad, pensando en la operación de la quinta, que era el negocio de más interés para todos. De pronto se oyó un murmullo por el lado que ocupaba la casa de Ayuntamiento, y era que el alguacil se había asomado a una de las ventanas con objeto de publicar en alta voz el número a que cada cual había cabido su suerte. Todos los ánimos quedaron pendientes de los labios de aquel funcionario que penetrado de la importancia de su misión, iba leyendo con voz pausada y campanuda los nombres de los mozos sorteados y el número correspondiente a cada nombre. Al pronunciar cualquiera de ellos con número alto, el interesado lanzaba al aire su pañuelo y corría desalado a dar a su familia la buena nueva, recibiendo al paso la enhorabuena de las comadres del barrio: de este modo se fue despejando la plaza hasta no quedar más que dos mozos, que eran precisamente los primeros números. El alguacil leyó - "Andrés Perea, número dos" - "Vicente Gil, número uno." Andrés lleno de alegría porque no correspondía al pueblo más que un soldado, echo a correr en dirección a su casa. Vicente le siguió con una rencorosa mirada, exclamando - ¡Hasta en esto ha sido más afortunado; pero ya las pagarás todas juntas!
Y reparando que era observado, lanzó también al aire su pañuelo, sacó del bolsillo una escarapela encarnada, y acomodándola en su gorro, comenzó a dar saltos y carreras, diciendo a cuantos encontraba: -"Ya veis que no me apura la suerte; estaba bien preparado: las urnas no asustan más que a los cobardes." Al pasar por la puerta del cirujano, vio que Teresa estaba sola en el patio, y con la mayor desfachatez se introdujo en él, y la habló en estos términos: -"La escarapela que llevo te dará a conocer que he tenido la suerte o la desgracia de ser soldado, y quiero que hoy sea para mi un día decisivo: ya que el resultado del sorteo; ahora necesito saber la respuesta que das a mis repetidas solicitudes de amor. Bien sabes que nunca he querido precipitarte a que me manifiestes tus intenciones, aunque hace más de dos años que te di a conocer lo grande de mi pasión. Si tu me quieres, Teresa, nada me importa el ir al servicio y sufriré con gusto las mayores penalidades; pero si me desprecias, no habrá crimen que no sea capaz de cometer con tal de vengarme de ti y del hombre al quien prefieras. Elige, pues, entre un amor sin límites o a una venganza implacable." Aterrada quedó Teresa en vista de la bárbara franqueza de Vicente, a quien odiaba y temía al mismo tiempo; y así le respondió llena de turbación: -"Muchas veces, en verdad, mes has dicho que me amabas; pero yo siempre he tomado tus declaraciones como una chanza: de forma, que no he reflexionado seriamente sobre ellas, ni puedo decirte si te amo o te aborrezco; pero ya que advierto tu decisión, te suplico que me concedas algún tiempo para que yo pueda consultar los impulsos de mi corazón y oír los consejos de mi buen padre." -"Te concedo de buen grado lo que me pides,-le dijo Vicente- y prometo no volver a importunarte hasta el día en que haya de abandonar la aldea: quizá tu padre oponga alguna dificultad y sobre todas la de mi larga ausencia; pero somos todavía muy jóvenes y el tiempo pasa insensiblemente. Te encargo mucho, - añadió - , que las consecuencias de tu negativa, que podrían ser fatales." Y sin detenerse más, salió de la casa dejando consternada a la infeliz Teresa, la cual, teniendo los arrebatos del mancebo, había procurado ganar tiempo, a pesar del horror instintivo que la inspiraba. Su corazón era de Andrés Perea, con quien hacia tiempo mantenía honestas relaciones, si bien uno y otro habían guardado la mayor reserva, a fin de evitar un lance desagradable con el porfiado y terco Vicente. Todavía se hallaba la doncella bajo la terrible impresión que le causara la anterior escena, cuando el amable Andrés entró en su casa radiante de felicidad, y la refirió el resultado del sorteo, que tan favorable había sido para él, más como viese que Teresa no tomaba en su alegría la parte que era de esperar, la preguntó solícito la causa de su tristeza, y cuando la joven anegada en llanto, le contó lo sucedido, aprobó la respuesta de aquella, añadiendo que, en todo caso, él le protegería contra el malvado pretendiente si intentaba alguna ruin venganza. Dispusieron también que Teresa refiriese a su padre el suceso, pidiéndole los consejos que su edad y
experiencia le dictasen, y dándole cuenta de los proyectos que ambos jóvenes abrigaban. Vicente anduvo todo el día como un loco, atreviéndose a todo e insultando a cuantos encontraba; con lo cual consiguió que la mayor parte de los vecinos se alegrasen de su mala suerte, prometiéndose disfrutar de más tranquilidad y sosiego el día que aquel abandonase el pueblo. Las cosas continuaban el mismo estado cuando llegó el 15 de agosto, y el vecindario se apresuró a acudir a loa Rosa según su costumbre; pero el Cirujano y Antonio que eran muy buenos amigos, mucho más desde que supieron los proyectos de sus hijos, con los que estaban muy conformes, dispusieron ir con sus respectivas familias a pasar el día a la Hoz, en vez de asistir a la ermita, donde la presencia de Vicente pudiera buscarles algún conflicto como el del año anterior. Emprendieron, pues, la marcha a las seis de la mañana, caminando delante Andrés, Teresa y los criados, y cerrando la caravana los buenos viejos montados en sendas y poderosa mulas. En esta disposición llegaron a la Hoz, y cerca del manantial de que hablamos al principio de esta historia. Se comió alegre y abundantemente, y mientras los ancianos reposaban un poco recostados en el mullido césped, nuestros jóvenes se dieron a correr por aquellos vericuetos en busca de avellanas y otras frutas silvestres. El calor propio de la estación y lo agitado de la marcha por tan trabajosos y ásperos senderos, hicieron que nuestros expedicionarios se sintiesen incomodados por la sed, teniendo necesidad de bajar a la fuente para apagarla. Después de saciar su apetito en los cristalinos raudales, Teresa se sentó bajo la fresca sombra de los árboles, y Andrés presumiendo que su prometida deseaba comunicarle alguna cosa, se colocó a su lado en el sitio mismo en que hemos visto hacer su frugal comida el viejo mendigo. Entonces Teresa dijo a su amado compañero: -"He querido hablarte a solas porque tengo el triste presentimiento de que ha de sucedernos alguna desgracia; según aviso que me ha sido comunicado por una vecina, mañana debe salir Vicente para el servicio, y esta noche exigirá la contestación prometida. Bien sabes que lo mucho que te amo y el horror que aquel me inspira; pero temo confesárselo y te suplico que no me abandones un momento, para que tu presencia me de el valor que necesito. Si se tratase de un hombre prudente, bastaba con decirlo a no concederle la entrevista; pero Vicente será capaz de cometer un atropello conmigo o con mi padre." -"Así lo comprendo yo, replicó Andrés, y para evitarlo, te acompañaré a tu casa y allí esperaremos la visita que tanto temes." Convenidos en esto, se reunieron con los criados y pasaron una parte de la tarde ocupados en su trabajosa recolección retirándose luego en el mismo orden con que habían venido. Cuando pasaron por las inmediaciones de la ermita estaba la danza en todo su
apogeo, según el bullicio y algazara que llegó, desde luego a oídos de nuestros viajeros, y que hubiera excitado los deseos de Andrés y Teresa a no estar tan preocupados con el aviso de Vicente. Este había observado los preparativos de nuestros amigos, Suponiendo que se propondrían visitar, como siempre, la ermita de Nuestra Señora, pero cuando, al celebrarse la misa, advirtió la falta de aquellos, salió con objeto de inquirir el punto a donde se habían dirigido, y encontrando a un pastor, que a misa venía, se informó por su medio, de que la caravana marchaba con dirección a la Hoz. Allí se encaminó también Vicente, y oculto entre las matas espió todos pasos de Andrés y Teresa, sorprendiendo, por tanto, su conversación a orillas de la fuente, la que llenó completamente la medida de los celos y de la ira que ya rebasaba en su infame corazón. Más de una vez le dieron tentaciones de arrojarse, puñal en mano, sobre la descuidada pareja; pero sabiendo por experiencia el valor de Andrés, y siendo tan cobarde con los fuertes como arrogante con los débiles, dejó para mejor ocasión la ejecución de sus sangrientos designios. Por la noche Andrés permaneció en compañía de Teresa hasta una hora muy avanzada, esperando, en vano, la llegada de Vicente; y viendo que no se presentaba, se despidió de Teresa y se retiró a descansar. Distraído caminaba, pensando en el motivo que habría hecho a Vicente desistir de su propósito, cuando, al volver una esquina, se encontró frente a frente de aquel, que, armado de con un puñal, levantó el brazo para asestar contra su pecho un golpe decisivo; pero Andrés tuvo la suerte de evitarlo, y la destreza necesaria para oprimir con mano ruda el brazo de su traidor adversario, arrebatándole el arma homicida. Pudiera entonces haberle atravesado el corazón; pero en vez de vengar la recibida ofensa, arrojó el puñal lejos de sí y le dijo con la mayor afabilidad. -" ¿Qué motivos tienes para perseguirme? ¿No observas mi comportamiento para contigo perdonando con generosidad tus agravios? ¿Por qué no me perdonas tu, si acaso, sin saberlo, he podido ofenderte?" Vicente permaneció un momento como avergonzado de su conducta, tan contraria, en verdad, a la observada por su noble contrincante; pero podo más en él el fatal sentimiento de la ira que había logrado dominarle por completo y así le contestó con acento de cólera mal reprimida: " ¿Me perdonas? Más valiera que me mataras; porque si obras de ese modo es con objeto de humillarme. ¡Preguntas los motivos que tengo para aborrecerte! ¿Ignoras, acaso que ayer escuché vuestra conversación de la fuente? ¿No sabes que he jurado exterminar al que eso siquiera aspirar al amor de Teresa? Así no hagas alarde para conmigo de tu insultante compasión: yo no he de tenerla para vosotros el día de la venganza. ¡Ella y tú! ¿Lo entiendes?" "Infame! - respondió Andrés, - a pesar de tu atrevida provocación, todavía tengo la grandeza de alma necesaria para perdonarte; pero, ¡ay de ti! El día que ofendas a Teresa, porque entonces quizá no pueda disponer de mi paciencia. Ahora... vete,
¡miserable! Si como a hermano te compadezco, como a enemigo... ¡te desprecio!" Dicho esto, dejó en libertad a Vicente y se retiró a su casa con la tranquilidad y satisfacción que lleva consigo el perdón de los agravios. Al día siguiente Vicente abandonó la aldea para ir a cumplir el tiempo de su empeño, y un mes después Andrés dio su mano a la bella Teresa, empezando para los jóvenes esposos una era de felicidad y de ventura, amargada únicamente por la muerte de sus queridos padres, a quienes sustituyeron en el aprecio del vecindario. Sus intereses progresaban bastante, y con ellos favorecían las necesidades de sus convecinos, colmando su dicha el nacimiento de un hijo a los dos años de su matrimonio. Doce años pasaron sin que se supiera el paradero de Vicente, pues desde la muerte de su padre ocurrida al poco tiempo de su salida, no había escrito a ninguna persona del pueblo. Díjose, no obstante, que había desertado del ejército, acogiéndose a una de las partidas carlistas que vagaban por el reino, con motivo de la guerra de sucesión; pero, como noticia de dudoso origen, no se le dio crédito, y fue acogida con la reserva que merecen las nuevas propaladas en tiempos de guerra. El día 15 de agosto de aquel año, Andrés y Teresa fueron a visitar a Nuestra Señora de la Rosa, en compañía de tres hijos, hermosos niños en cuyos semblantes se retrataba la belleza de sus almas y a quienes los vecinos todos acariciaban y obsequiaban a porfía. A la caída de la tarde, un siniestro rumor recorrió los grupos que alegremente se divertían en las inmediaciones del santuario. Un leñador había alcanzado a ver desde la cumbre de una montaña un grueso pelotón de hombres armados, al parecer facciosos, que adelantaban por la Hoz con dirección al pueblo. Esta nueva produjo la dispersión general, y cada cual por su lado, procuró ganar cuanto antes la seguridad de su hogar. Pasó como una hora, y ya se hacían la ilusión de que fuese falsa noticia dada por el leñador, cuando en la entrada de la Hoz se oyó el agudo sonido de una trompeta, y se vio extenderse por la vega una partida bastante numerosa, que avanzaba de frente hacia la aldea. La voz de "facciosos," dada por varios jóvenes que, como centinelas, se habían apostado en las afueras, causó tal pánico a los vecinos, que todos cerraron apresuradamente sus viviendas, quedaron fluctuando entre el temor y la esperanza. La partida, compuesta por unos trescientos hombres, llegó, por fin; y como el jefe manifestase intenciones nada hostiles al vecindario, expresando que su objeto principal era el de estudiar la posición y reconocer el estado de la antigua fortaleza, el Alcalde dispuso el alojamiento de la fuerza del mejor modo posible. A la casa de Andrés correspondieron dos alojados, de los cuales se presentó uno, diciendo que el compañero no se recogería hasta muy adelantada la noche, porque el jefe le tenía ocupado. La familia de Andrés, naturalmente buena y caritativa; obsequió cuanto pudo a
su huésped y tranquila con su conciencia se retiró a descansar con la mayor confianza de disponer buenas camas para los alojados. Como a las doce de la noche, y cuando todos los habitantes de la aldea dormían, uno de los facciosos llegó recaladamente a la puerta de Andrés y produjo un sonido especial, que entre sin duda, una señal convenida de antemano porque la puerta se abrió sin ruido dejando entrada al nocturno visitante, y cerrando después con las mismas precauciones: -" ¿Como marcha el asunto?" -"A las mil maravillas, -respondió el interpelado: - los patrones se acostaron sin abrigar el menor recelo, y los criados duermen como lirones; en cuanto a los caballos están bien alimentados y dispuestos." -"Entonces, - dijo el recién venido, - manos a la obra y mucho tino, porque te aseguro que es un bonito negocio." Tomó al decir esto la mano del compañero, y a oscuras y con cautela se dirigieron a la habitación en que el confiado matrimonio dormía con la tranquilidad de los justos. Encendieron un cabo de vela que llevaban al efecto, y antes de que los esposos pudieran apercibirse, fueron amordazados y sujetos por aquellos traidores. El director de esta hazaña, en quien los lectores habrán reconocido a Vicente Gil, desenvainó un agudo puñal de que iba provisto y al que el desdichado Andrés pudiera impedirlo, lo sepultó en el desnudo pecho de Teresa diciendo: -"Esta noche, y quizá a esta misma hora, hace doce años que te anuncié lo terrible de mi venganza: ya ves que soy hombre de palabra" Un rugido de dolor y espanto se exhaló del pecho de Andrés, pero nada podía hacer en defensa de su cara compañera, ni aún de su propia vida. -"Ahora, -dijo impávido Vicente, - falta la segunda parte del drama. He querido que sobrevivas a tu esposa para más gozarme en tu tormento, después sufrirás la misma suerte, quiero sin embargo, que antes de morir me descubras el sitio en que guardas tus ahorros, porque necesito mucho dinero par eludir la persecución de la justicia; y si te obstinas en callar, esto peor para ti, porque entonces traeré a tu presencia a tus hijos y los sacrificaré sin piedad." Quitó en seguida la mordaza a Andrés, quien temeroso de que aquel bárbaro cumpliese su palabra, y con objeto de ganar tiempo, manifestó el lugar en que había oculta una respetable cantidad de dinero. Los criminales volvieron a sujetar la mordaza a la boca de Andrés y salieron en busca del codiciado tesoro. Lo encontraron en efecto, encerrado en una maleta, lo acomodaron a la grupa de uno de los caballos ensillados que había en la cuadra. Entretanto el desventurado Andrés pugnaba en vano, por desatar los lazos que le tenían sujetos, y discurría el medio de hacerse oír por sus criados: de pronto una
idea luminosa creció en su mente: los bandidos habían dejado en el suelo la vela que encendieron al entrar en la habitación. Andrés fue arrastrándose con trabajo hasta el sitio en que aquella se encontraba sus manos a la llama de la bujía logrando quemarlo y despojarse de la mordaza y ligaduras de sus piernas. Su primer pensamiento fue en acudir en auxilio de su querida esposa que yacía examine en el sitio en que el asesino consumara su horrible crimen; arrancó con mano trémula el acero homicida, y exclamó en el colmo de la desesperación. -" ¡Oh Teresa, víctima inocente de la más atroz de las venganzas! ¡Yo te prometo que la sangre del malvado caerá sobre la tuya!" Temiendo que si llamaba o gritaba pudieran escapar impunemente los asesinos, apagó la luz y resolvió esperar puñal en mano, oculto tras la puerta de la habitación, hasta el momento en que aquellos volviesen a terminar su obra destructora, apenas había tenido tiempo de colocarse en acecho, cuando oyó el cauteloso ruido de un hombre en el que creyó reconocer a Vicente; y cuando le pareció que se hallaba al alcance de su brazo, se lanzó sobre él contento de atravesarle el corazón; pero la fortuna favoreció una vez más al criminal, porque Andrés erró el golpe y cayó al suelo por efecto de su misma violencia. Entonces se entabló una lucha desesperada entre ambos enemigos, a cuyo ruido se levantaron los criados de la casa, no sin un esfuerzo. Andrés dio cuenta de la traición de que había sido víctima, y se arrojó llorando sobre la cama de Teresa, mudo testigo del atroz delito. Los criados sujetaron al asesino, el cual fue llevado a la cárcel, luego que el comandante de la fuerza y el Alcalde del lugar informados de la ocurrencia. Después de dos horas de terrible ansiedad para la familia, Teresa volvió en si de su desmayo; pero la herida era tan grave, que no hubo tiempo más que para recibir los auxilios espirituales, y para declarar que Vicente la Había herido, aunque tuvo la grandeza de alma de perdonarle. Al momento murió la infeliz, dejando en el mayor desconsuelo a su amante esposo y tiernos hijos, y en la orfandad a los pobres de la aldea que miraban en ella providencia y amparo. Vicente fue condenado a quince años de presidio, librándose de la muerte que merecía gracias al perdón que le otorgara su inocente víctima. En cuanto a su cómplice, tan pronto como se apercibió del movimiento que había en la casa, montó a caballo y huyó llevándose la maleta que contenía el producto de su infamia, sin que pudiera averiguarse su paradero. Andrés fue acometido a una larga y penosa enfermedad que le puso a las puertas del sepulcro, a consecuencia del abatimiento y tristeza que le causaron las pérdidas morales y materiales que había experimentado, pero venciendo, al fin su robusta naturaleza e inspirándose en los sentimientos de paciencia y resignación cristiana que se albergaban en su corazón, y constituían el fondo de su carácter dulce y benéfico, se dedicó con esmero y solicitud a la educación de sus hijos, en los cuales veía reproducida la hermosura y bondad del alma de su desgraciada Teresa. Trabajando cuanto pudo para conservar los escasos intereses que le quedaron, con lo que había de atender a la subsistencia de aquellos seres queridos, único consuelo de
sus penas. Desde el día en que se verificó el asesinato de Teresa hasta el en que ocurriera el suceso que hemos contado al principio de esta historia, transcurrieron diez y ocho años, en este tiempo los dos hijos mayores de Andrés, que eran varones, habían tomado estado y solo tenía en su compañía la hija menor, preciosa joven de veinte años y vivo retrato de su malograda madre. Veamos ahora como pudo librarse Andrés del gran riesgo en que le dejamos, suspendido en el abismo, a causa del violento empellón que le diera el traidor Vicente. Después de algunos instantes de lucha desesperada y sobre humanos esfuerzos, pudo el infeliz apoyar sus cansados pies en una grieta de las rocas, y cobrando un poco de aliento llegó a colocarse a horcajadas en el grueso tronco de la zarza salvadora, desde cuyo punto principió a dar desaforadas voces, con la esperanza de que algún transeúnte las oyese y acudiese en su socorro. No era fácil que esto sucediese ya que por lo poco frecuentado del sitio, ya también porque el ruido del torrente sofocaba el eco de sus voces. Así es, que llegó la noche sin recibir ningún género de auxilio y ya desesperaba de alcanzarlo cuando acertó a pasar por el camino el santero de la Rosa que venía de postular por aquellos pueblos con su demanda. El silencio que acompaña siempre a la noche fue un auxiliar poderoso de Andrés, pues merced a él pudo el santero apercibirse de los tristes lamentos lanzados, al parecer, desde el fondo del principio. Detúvose nuestro hombre, a escuchar, y no sin temor se asomó al borde de la roca. Desde allí, y a la luz de la luna, distinguió el bulto de Andrés quien, después de darse a conocer y desimpresionar al asustado santero, le suplicó que fuese inmediatamente a la ermita y se proveyese de una soga a fin de salvarle de su muerte cierta, ya que milagrosamente vivía. La casualidad hizo que el santero llevase una cuerda bastante fuerte para conducir al paso un haz de leña, y sujetando uno de sus extremos a un arbusto que allí cerca crecía, arrojó el otro a Andrés, que asiéndose a él, no sin gran esfuerzo, y sin que más de una vez crujiese la cuerda, amenazando sepultarle en el abismo, logró alcanzar el borde de las rocas, cayendo sin aliento en el camino. Cuando pudo incorporarse, su primer movimiento fue arrodillarse y dar gracias a María Santísima de quien era muy devoto y a cuyo patrocinio se había encomendado con gran fervor, en el peligro; y cumplida esta obligación, y la de mostrar su gratitud al santero, uno y otro se dirigieron a Beteta. Mientras en la Hoz ocurrían estas escenas, en el pueblo tenían lugar otras no menos interesantes. La jaca de Andrés, después de entrenerse acá y allá en saborear la fresca hierba que encontraba en el camino, marchó a la querencia de su caballeriza al anochecer, causando no poca inquietud a María la hija de Andrés, que teniendo ya dispuesta la cena para su buen padre, se hallaba tomando el fresco en la puerta de su vivienda. Al pronto creyó que aquel se habría detenido a conversar con algún vecino; pero viendo que pasaba una hora sin que apareciese, fue a participar a sus hermanos la ocurrencia, y los tres marcharon inmediatamente en su busca. Al salir del pueblo, observaron que un grupo de gente les precedía llevando un farol encendido: les llamó la atención aquella luz en una noche tan clara, puesto que hacía una hermosa luna; y la curiosidad les estimuló a adelantar hasta incorporarse al
citado grupo. Luego que les dieron alcance, vieron que la comitiva se componía del párroco y sacristán de la aldea acompañados de dos o tres vecinos, los cuales al ser preguntados por los hermanos acerca de su misión, manifestaron que hacía como una hora que había subido al pueblo un chico del santero de la Rosa, reclamando los auxilios espirituales para un infeliz que acababa de llegar a la ermita, atacado, al parecer, de una grave enfermedad. Al oír esto, nuestros jóvenes creyeron firmemente que el enfermo en cuestión, era su querido padre, y en esta creencia se adelantaron presurosos y consternados. Poco tiempo tardaron en ganar el llano, y no habían andado por él mucho trecho cuando encontraron a Andrés y al santero, que había querido acompañarle hasta su morada, Excusamos decir que a este encuentro inesperado se siguió una escena alegre y tierna. Cuando Andrés refirió a sus hijos la causa de su tardanza, pensaron que el viajero enfermo que había llegado a la ermita podría ser muy bien el perverso Gil; y aunque los motivos de resentimiento no podían ser más recientes, aparte de los que esta honrada tenía para odiar al autor de sus desgracias, el noble sentimiento de la caridad cristiana se sobrepuso a todo otro en sus corazones generosos, y mirando en aquel delincuente al prójimo necesitado y no al enemigo implacable, volaron más que corrieron hacia la ermita, para prestarle los auxilios que reclamaba su estado. Apenas llegaron, preguntaron solícitos a la santera el sitio en que el enfermo se hallaba, y luego que ella se lo designó, Andrés se precipitó al aposento en alas de su buen deseo. Vicente Gil, que él era efectivamente, se encontraba sobreexcitado por el delirio producto de la fiebre que le abrasaba, y apenas sus hijos se fijaron en el semblante de Andrés, cuando creyéndole una aparición, puesto que, para él, había perecido en el precipicio, se incorporó en el lecho y con voz descompuesta por el terror exclamó: -"Perdón!!! ¡No me persigas, sombra vengadora del más honrado de los hombres! ¡Soy un criminal, un infame, lo conozco; pero bastante castigo tengo en mi conciencia!" En aquel momento penetró María en la habitación y el enfermo mirándola con espantosos ojos prorrumpió: -"Oh!! Teresa! ¡Tu también, causa inocente de mis crímenes, tu también vienes a pedirme cuenta de ellos en mi lecho de muerte!" -"No, - dijo Andrés con tomo compasivo, - no es Teresa la que tienes en tu presencia, es su hija querida, a quien has hecho tan desgraciada. Tampoco soy yo ningún espectro, como quizá te has figurado al verme: soy el mismo Andrés, salvado milagrosamente de una muerte segura, y que presumiendo que eres tú el que se hallaba enfermo en este sitio, no he vacilado en venir a ofrecerte mis servicios como a un hermano necesitado. Infeliz! ¿No conocías que tarde o temprano habías de sufrir al castigo de tus graves faltas?"
-" ¡Oh! ¡Si, reconozco la justicia de Dios, que me castiga con demasiada indulgencia, según lo mucho que le he ofendido! Una luz viva penetra en mi inteligencia, ofuscada hasta hoy por la fatal pasión de la ira; y esta luz me indica claramente la inmensa caridad del Señor, a la cual procuraré corresponder con mi arrepentimiento. ¡Haced, Dios mío, que éste no llegue tarde, y derramad sobre este desdichado pecador tu mirada de compasión y de misericordia! y vosotros a quienes tanto daño he hecho ¿me perdonaréis?" -"El acto de venir en tu ayuda, - replicó Andrés -es buena prueba de nuestro deseo de imitar al Dios de mansedumbre que murió perdonando a sus enemigos, y a quien suplicamos tu pronto alivio, para que, sinceramente arrepentido de tus faltas, puedas experimentar algún tiempo de calma que proporciona una conciencia libre de remordimientos, ya que has llevado toda tu vida un infierno en tu rencoroso corazón." -"Si, si, - dijo Vicente desalentado, -¡el infierno en mi vida, y quizá por toda la eternidad! -"No, amigo mío, - contestó Andrés, -Dios no permitirá que tal suceda, si le invocas con fe y confianza; y en prueba de ello, en este momento manda a ti uno de sus ministros par que te purifiques por medio de la penitencia." Con efecto, el párroco, que acababa de llegar, pidió permiso para pasar al aposento, y Andrés y María lo abandonaron para dejar en él al confesor y penitente. Después que este último hubo recibido los sacramentos con el mayor fervor y compostura, manifestó deseos de hablar a solas con Andrés, y cuando estuvo en su presencia, el enfermo le dijo con voz débil: -"Conozco que la muerte bate sus frías alas sobre mi cabeza, y a pesar de eso, declaro que estos son los instantes más felices que he disfrutado en mis azarosos días. Ahora bien, inmensos son los perjuicios físicos y morales que te he ocasionado, y en la imposibilidad de resarcirte de los segundos, te restituyó gustoso parte de los primeros. El miserable que me acompañó en la tremenda noche del asesinato de Teresa, murió ha tres años en el presidio, legándome un documento en que consta de un modo indudable el lugar en que ocultó gran parte de la cantidad robada, con objeto de aligerar la carga del caballo y poder huir con más facilidad: Te restituyó, pues, lo que puedo y con esto moriré más satisfecho." Diciendo así, entregó a Andrés un papel cuidadosamente doblado que sacó de su pecho. Media hora después murió Vicente, a quien Andrés y sus hijos acompañaron hasta el último momento, haciendo después para con el difunto las veces de su familia. En el sitio que marcaba el documento entregado por Vicente se hallaba en efecto la mayor parte del dinero robado; y con esta inesperada fortuna Andrés pudo disfrutar de algunas comodidades, y vio acercarse su última hora con la tranquilidad de las almas justas y virtuosas.