Del 9 de noviembre al 20 de diciembre de 2019 - GalerĂa de Arte del Cultural - Arequipa - PerĂş
ACERCA DE LA EXPOSICIÓN Javier Rodríguez
En los últimos años hemos visto con satisfacción que se han realizado publicaciones y muestras relevantes como: “Szyszlo. Retrospectiva” (2011), “Emilio Rodríguez Larraín” (2016) y “Eielson” (2017-2018), no obstante, aún queda mucho por hacer, lo cual queda evidenciado en que no contamos con una Historia del Arte Peruano Contemporáneo que nos ofrezca un panorama amplio y profundo. Buscando aportar en la tarea pendiente, el Centro Cultural Peruano Norteamericano de Arequipa se complace en presentar “Década Reciente, Ricardo Wiesse”, una muestra conformada por 46 obras de mediano y gran formato del notable pintor limeño. El artista forma parte de toda una generación que aún no ha sido estudiada ni valorada en su justa medida. Lito Agusti nos dice que después de José Tola, Carlos Revilla y Ramiro Llona, “Wiesse, nacido en 1954, pertenece al grupo de pintores que (…), forma parte del colectivo llamado a tomar la posta en la escena plástica nacional” (Agusti 2015:2), entre los cuales destacan; Ramiro Pareja (1952), Hernán Pazos (1952), Carlos Enrique Polanco (1953) y Bruno Zepilli (1954). Lamentablemente, muchos de los mencionados aún son desconocidos por nuestra juventud. “Década Reciente, Ricardo Wiesse” es una selección de paisajes figurativos y abstractos relacionados con la costa peruana, las
constelaciones y las huacas precolombinas que fue presentada en el ICPNA de Miraflores (Lima, 2018) y que el mismo artista adaptó para la presente exposición. En el catálogo de dicha muestra hay un magnífico texto de Guillermo Niño de Guzmán que nos acerca al autor y su obra, mostrando su relación con personalidades gravitantes como Adolfo Winternitz, Fernando de Szyszlo, Julia Navarrete, Alejandro Alayza, Jorge Eduardo Eielson y Emilio Rodríguez Larraín. El catálogo también contiene un breve estudio realizado por Wiesse sobre el color azul en la obra poética de Vallejo, que dio como resultado 33 espléndidas piezas elaboradas en técnica mixta que también serán expuestas en esta ocasión. De esta manera se nos ofrece un contrapunto entre trabajo intelectual y plástico, donde “pocas veces el rigor del pensamiento y el impulso de la pasión se combinan tan admirablemente” (Niño de Guzmán, 2018:18). Con todo esto queremos poner de relieve la dimensión artística de Wiesse, la cual puede pasar desapercibida para algunos, debido tal vez a la modestia y trabajo silencioso del pintor. Ciertamente, nos encontramos ante una obra relevante, con aportes significativos al nivel de la forma y el contenido, una obra que nos conmueve, que nos conecta con las raíces profundas de nuestra peruanidad en pleno siglo XXI y que el público arequipeño merece contemplar y disfrutar.
Bibliografía Agusti, L., (2015), Dos lenguajes para una misma indagación: abstracción y figuración en la obra de Ricardo Wiesse (Tesis para obtener el grado académico de Magíster en Historia del Arte Peruano y Latinoamericano), Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima. Niño de Guzmán, G. y Wiesse, R., (2018). Wiesse, Década Reciente, Lima, ICPNA.
El paisaje peruano y sus abstracciones pictóricas Ricardo Wiesse Noviembre de 2019 A contrapelo de las modas –que pasan–, mis pinturas –por indiferentes que resulten a coleccionistas y curadores de nuestro medio oficial– resultan de una construcción solitaria, fiel a sí misma. Creo firmemente en la trasmisión interpersonal. He conocido, tratado y apreciado a maestros como Fernando de Szyszlo, Jorge Eduardo Eielson, Emilio Rodríguez Larraín y Jorge Piqueras sin el complejo parricida de algunos de mis coetáneos. Dialogo –como los artistas anteriormente nombrados lo hicieron– con las manifestaciones del arte occidental y universal. Las pinturas de las cavernas pueblan mis sueños tanto como los diseños Kené de los shipibos. Los aborígenes de toda latitud me interesan tanto como las obras paradigmáticas de Kasimir Malevich o Piet Mondrian. De joven, conocí estas expresiones a través de láminas impresas en offset. Algo he viajado, y hoy navego por la Internet, pero continúo viviendo en la misma ciudad “sin preocupaciones estéticas” descrita por Martín Adán hace casi un siglo. La Casa de cartón mantiene su orfandad de albergues públicos permanentes para obras visuales contemporáneas de primera calidad. Esto me llevó a voltear hacia el pasado. Mis preceptores más tempranos fueron los ceramistas, talladores, orfebres, tejedores y pintores anónimos de las maravillas conservadas en los museos arqueológicos limeños. Esas han sido mis fuentes originales. Otro de mis influjos perdurables es el valle norteño de Chao, locación perdida en los mapas, que sigue siendo un microcosmos rural más allá de las murallas capitalinas. Sembrada de vastos descampados, la ruta a estas chacras alimenta una contemplación perenne y encabeza los escenarios –en su mayoría, desprovistos de presencia humana– que invaden mis lienzos: las playas y arenales de Paracas, las Líneas de Nazca y Palpa, el santuario de Pachacámac, las pampas del tablazo iqueño, los templos y murales del antiguo mundo Moche, las ciudades de barro de Pacatnamú, Chan Chan, Cajamarquilla y Cahuachi, el castillo de Tomabal en Virú, el palacio de Puruchuco y las huacas de Maranga en Lima,
Pisquillo en Chancay, Incahuasi en Lunahuaná, Tambo Colorado en Pisco y Túcume en Lambayeque. Todos estos lugares ejercen una atracción poderosa que me contacta simbólicamente con el territorio. He viajado por otras regiones y trabajado en ellos in situ dibujos y pinturas –menciono especialmente Choquequirao, la cantera inca de Rumicolca y las ruinas de Vilcabamba, el refugio selvático de los últimos soberanos cusqueños– pero constato que la huella del litoral ha resultado la más honda de mi camino. La densidad histórica del paisaje peruano apabulla a todo ser sensible que se le aproxime. Solo la mirada eurocéntrica puede seguir llamando Nuevo Mundo a un territorio trazado por caminos y monumentos desde hace más de dieciséis milenios. El tiempo reposa a sus anchas en decenas de millares de piedras grabadas y pintadas que cubren cerros, pampas y lechos fluviales. Esta miríada de petroglifos y pictoglifos –a los que se suman los geoglifos de las pampas previamente nombradas– reflejan una práctica perdida hace siglos: la sacralización del espacio mediante el dibujo. Intensamente religioso, el peregrino de todas las regiones, el pastor de auquénidos y el viajero que subía y bajaba valles hechos y labrados por sus ancestros graficaron devotamente –como en Toro Muerto– la piel de piedras eternas. La pobreza mental del presente transforma alegremente –sin mayor trámite ni cuestionamiento– monumentos y paisajes culturales en parques turísticos. El trato que soporta Machu Picchu grafica ampliamente esta aseveración. Avanzamos sin brújula por suelos ignorados. Las agresiones medioambientales se han convertido en una nueva, diabólica normalidad. Reducidos a cenizas, desagües y botaderos, los bosques, mares y desiertos degradados por los patrones de consumo de urbes alocadas desatan la furia de los cielos. Destrozamos vergonzosamente la biósfera en una escala jamás imaginable, ni soportable. Requerimos un cambio profundo. Los ciudadanos –y, entre ellos, los artistas– alzan sus voces para rebelarse ante un statu quo inaceptable.
Debemos emprender alternativas salvadoras, que incluyen, por cierto, renuncia y sacrificio. La vía persuasiva parece impracticable; la especie ha optado recurrentemente por la confrontación, empecinada en el error. La historia abunda en ejemplos de desafíos a la furia de los dioses, y en colapsos aparatosos de imperios y civilizaciones que se consideraron a sí mismos el centro del universo, el ápice del desarrollo humano.
En la hora actual, miles, millones de ciudadanos del mundo piensan en su futuro y aportan desde todas las disciplinas una masa cada día mayor de ideas, propuestas, reflexiones que indudablemente están formando una nueva mentalidad, una conciencia global de prácticas sanadoras de las heridas a la Madre Naturaleza. La relación del ser humano con su territorio vital es un punto capital, insoslayable.
Asistimos a un nuevo capítulo de esta sucesión de yerros, con la diferencia de que los actuales pueden resultar los últimos. Nadie quiere vivir catástrofes en cadena –falazmente llamadas “desastres naturales”– ni, menos, dejar esa herencia envenenada a sus descendientes. Presiento –como muchos– el advenimiento de cambios tajantes únicamente cuando los daños globalizados sean tan recurrentes e inmanejables que obliguen a modificar patrones de consumo irracionales. Desgraciadamente se probará que la letra solo con sangre entra.
En el Perú, los conflictos socioambientales dominan las fricciones entre grupos enfrentados secularmente por cosmovisiones contrapuestas. A diferencia de las poblaciones originarias, la ceguera extractivista de los poderes fácticos impone desde hace siglos la ley del más fuerte y trastoca a su antojo regiones enteras, amparada en los supuestos del progreso y el crecimiento económico que no dejan de ser mitos divorciados del bien común.
Ante este panorama desalentador, el arte puede aportar cuotas inapreciables de sensibilización y reflexividad, que se adelanten a señalar alternativas –en conjunto con los ansiados aportes científicos– a los entrampamientos presentes. Sus estrategias son infinitas, en tanto se nutren en las profundidades inextinguibles de la creatividad humana. Representan la libertad, la sensatez, el instinto de conservación que deja atrás, como a una pesadilla, la voracidad irrestricta que engulle fatalmente al autodenominado Homo Sapiens y con él, el resto de las especies y hábitats. Poco o nada parece detener la marcha arrasadora de una explotación medioambiental indiscriminada. El ciudadano común y corriente asiste apáticamente a estos cataclismos desde los espacios confortables, dopantes, de sus pantallas. El mundo real se desvanece en el virtual. Distraído hasta la médula, el usuario quizás escuche todas las alarmas cuando el colapso anunciado las encienda y resulte demasiado tarde.
Revalorar la belleza de espacios naturales –como los desiertos costeños y en general, el paisaje poco o nada atendido por las esferas oficiales– puede ser un cometido artístico cargado de sentido, el mismo que motiva hace décadas mis incursiones en los llanos despoblados, en el litoral y las montañas. Religar saberes y despertar respuestas empáticas, admirativas y respetuosas por los lugares donde florecieron nuestros antecesores culturales son algunos de los objetivos que orientan mis pasos y mi caballete de campo, así como los insumos del trabajo pictórico abstracto en el taller. Ambas vertientes proponen una misma vía. Muchos son los autores que han escrito memorablemente sobre el paisaje en general y el desierto en particular. Gregorio Marañón advierte que “para ver el paisaje es necesario vivir dentro de uno mismo. En realidad, solo vemos en su inmensa plenitud la naturaleza que nos rodea, cuando somos capaces
de percibirla, mirándola, allá en lo hondo del yo, como reflejado en el agua profunda y tranquila de un pozo”. Para Carl Gustav Jung, el viaje hacia el yermo simboliza “la larga y fatigosa búsqueda del autodesarrollo”. El solitario acude al desierto, en palabras de Cioran, “no tanto para aumentar su soledad y enriquecerse de ausencia, como para hacer subir en sí mismo el tono de muerte”. Por su parte, Cirlot apunta en su clásico Diccionario de Símbolos que el desierto es el “dominio de la abstracción, que se halla fuera del campo vital y existencial, abierto sólo a la trascendencia”. En su notable título Simbología prehispánica del paisaje, el autor peruano Carlos Brignardello comenta: “El aislamiento que alimenta la espiritualidad y el misticismo, la soledad de aquel que intenta alejarse de aquello que le es más externo, vano y manifiesto, encuentra sus ensanches en el despoblado, en el silencio donde los anacoretas se retiraban a dilatar sus ausencias, buscando una suerte de paisaje exterior que coincidiera con aquel al que ellos accedían habitando su interioridad. [...]. El desierto constituye una revelación por vacío”. Concibo mi trabajo pictórico como una vía de realización personal. En cada lienzo proyecto reflejos de lo vivido. El vértigo y la contemplación, el paso agitado y la marcha sigilosa del tiempo se acumulan al interior de la tela. La piel visible esconde capas pintadas como la superficie de la tierra sus sedimentos. Cambio tras cambio, la imagen emula los procesos formativos naturales, las convulsiones geológicas que laten bajo la superficie. La pintura se convierte en concreción de impulsos que grafican estados del alma, de inmersiones en los colores, fuerzas y ritmos que pugnan por salir de un fondo desconocido, del cuarto oscuro de nuestra mente. Estos dictados han nacido de la dimensión más íntima de la conciencia, de su afán y ambición por detener las bellezas que percuten los sentidos y habitan la memoria. El cultivo paciente de los procedimientos tradicionales del arte pictórico es visto hoy como una pérdida inexplicable de tiempo
y esfuerzo, dada la fe ciega en las herramientas electrónicas. Seducida por significados genéricos de “lo” contemporáneo, una mayoría creciente de jóvenes huyen de los fundamentos visuales como de un cadáver apestado. Aprender a pintar no quiere decir ya nada. Operar manualmente, observar, dibujar, dominar la materia –pigmentos mezclados con aceite o gel acrílico extendidos en el lienzo– parecen reflejos anacrónicos de un horizonte arcaico, subdesarrollado, retardatario frente al banquete tecnológico que sacia en un dos por tres la voracidad productora de imágenes “presentables”, urgencias expresivas o deseos legítimos de participar del mercado artístico. Conviene mantenerse en estado de alerta permanente ante los cantos de sirena que extravían a los caminantes con los espejismos predominantes del éxito, desnudar expectativas apresuradas, ralentizarlas y escuchar a las voces interiores. Los montos de la compra-venta son actualmente los sinónimos indiscutidos y fieles de la balanza de la valía artística. En realidad, muy poco tienen que ver las cifras, estadísticas, rankings, récords o simples conteos con la esfera propiamente artística, cuyo ámbito específico radica en calidades antes que cantidades. La masa consumidora se impresiona con los precios estratosféricos alcanzados en subastas exclusivas, inaccesibles al lector-postor mesocrático. El prestigio mediático de las sumas que juntan varios ceros desconcierta, desubica, aliena contenidos supuestamente liberadores. Nada es más antiartístico que el espectáculo promovido por los comerciantes del arte contemporáneo, indiferentes a la tarea de formar clientelas cultas y –por lo tanto– dueñas de un criterio serio, exigente, difícilmente impresionable con simulacros. Festivales, ferias, eventos –por más inglés que empleen en sus rótulos– emulan bazares elegantes. La decoración de hogares y oficinas, el ornato público, incluso el refinamiento y el buen gusto cumplen roles sociales plausibles pero no deben confundirse
con el núcleo duro de la creación artística, que por lo general opera discretamente lejos del ojo público –prácticamente en catacumbas– sin esperar más recompensa que la alegría que brota del trabajo bien hecho, la satisfacción intransferible de expandir cotidianamente los límites de sus potencialidades expresivas. Explayarse sobre las producciones y actividades personales resulta innecesario. Para ello están los cuadros. En sus perímetros yacen significantes y contenidos que pertenecen a una dimensión imaginaria reticente a las palabras, y, más aún, a las explicaciones que en lugar de facilitar, arruinan el acceso a un diálogo eminentemente intersubjetivo. Los usos culturales de estos días suelen prodigar sustentos facilistas al espectadorconsumidor alcanzándole interpretaciones predigeridas, manuales orientadores o textos intrusivamente tutoriales, que lo eximen de todo esfuerzo por ver y evaluar por sí mismo, cualidad crecientemente escasa en los tiempos que corren. Entre los grandes artistas que el Perú ha aportado a la escena contemporánea descuella indiscutible y universalmente César Vallejo. Acercarse a su obra es nutrirse con la mejor savia, y aprender de su apuesta ejemplar por modelar su voz –su manera única de nombrar y articular la aventura existencial– asumiendo todos los riesgos expresivos sin concesión posible. Asocio inevitablemente la serie Azules de Vallejo (2014-2016, expuesta
en Madrid y Lima en 2018) con mi primera muestra en este mismo local arequipeño, en 1992, donde colgué veinte lienzos con el perfil del poeta serigrafiado en materiales diversos –pigmentos secos, marmolina, barro, pan de bronce, pintura–, en homenaje al primer centenario de su nacimiento. En esta ocasión, presento las láminas originales que ilustran las treinta y tres veces en que la palabra “azul” –o derivados suyos, neologismos y arcaísmos incluidos– figura en sus versos. Las telas al óleo presentadas aquí reúnen facetas diversas de la década reciente. Unas han sido expuestas al público limeño, otras salen del taller por primera vez. En los paisajes de clave realista he trabajado la pintura directa al aire libre. En mis últimas obras exploro líneas y colores que abstraen y reelaboran lo visto, sentido y recordado frente al mar desde mi taller barranquino, asignándoles un título general, Bahía de Lima. Las realizaciones artísticas contribuyen al cultivo del pensamiento creativo y la distancia crítica ante los mandatos y dogmas que encarcelan el espíritu. Reflejan una voluntad de autorrealización crecida al margen de los lugares comunes imperantes y la indiferenciación domesticada. La especie requiere cambios urgentes, anticonformistas, que solo se darán con el despertar de individuos y comunidades en todos los niveles de su existencia, tanto cívicos y políticos como sensibles y estéticos.
Las Pocitas, Mรกncora I Impresiรณn digital sobre tela | 50 x 144 cm | 2018
Cerros de la Luna, Ica I Óleo sobre tela | 50 x 173 cm | 2018 Cerros de la Luna, Ica II Óleo sobre tela | 30 x 140 cm | 2018
Santiago, Ica Óleo sobre tela | 80 x 160 cm | 2018 Pachacámac Óleo sobre tela | 100 x 200 cm | 2016
Huayco amarillo, Ica Óleo sobre tela | 100 x 173 cm | 2016
La Herradura, Lima Ă“leo sobre tela | 100 x 120 cm | 2018
Bahía de Lima I Técnica mixta sobre yanchama | 140 x 70 cm | 2019
Bahía de Lima II Óleo sobre tela | 143 x 60 cm | 2019
Bahía de Lima III Óleo sobre tela | 50 x 50 cm | 2018 Bahía de Lima IV Óleo sobre tela | 50 x 50 cm | 2018
Bahía de Lima V Óleo sobre tela | 40 x 40 cm | 2018 Bahía de Lima VI Óleo sobre tela | 40 x 40 cm | 2018 Bahía de Lima VII Óleo sobre tela | 40 x 40 cm | 2018
Bahía de Lima VIII Óleo sobre tela | 100 x 200 cm | 2019
Bahía de Lima IX Óleo sobre tela | 200 x 170 cm | 2019
Ecos del Sur Ă“leo sobre tela | 120 x 80 cm | 2014
Huaca Las Balsas, Túcume Óleo sobre tela | 70 x 100 cm | 2015
Círculo I Óleo sobre tela | 150 x 150 cm | 2018
Círculo II Óleo sobre tela | 150 x 150 cm | 2018
Azul ร leo sobre tela | Diรกmetro 30 cm | 2012
Morula ร leo sobre tela | Diรกmetro 100 cm | 2014
Paititi ร leo sobre tela | Diรกmetro 80 cm | 2015
Circuitos I Óleo sobre tela | 70 x 50 cm | 2012 Circuitos II Óleo sobre tela | 70 x 50 cm | 2012
Bahía de Lima X Óleo sobre tela | 170 x 200 cm | 2018 Bahía de Lima XI Óleo sobre tela | 170 x 200 cm | 2018 Bahía de Lima XII Óleo sobre tela | 170 x 200 cm | 2018
Ventana de sombra I Óleo sobre tela | 80 x 60 cm | 2017 Ventana de sombra II Óleo sobre tela | 80 x 60 cm | 2017 Ventana de sombra III Óleo sobre tela | 80 x 60 cm | 2017 Ventana de sombra IV Óleo sobre tela | 80 x 60 cm | 2017
Camino a Cahuachi Ă“leo sobre tela | 121 x 98 cm | 2019
Manto Ă“leo sobre tela | 180 x 120 cm | 2017
Mariรกtegui ร leo sobre tela | 100 x 100 cm | 2012
Azules de Vallejo (2014-2018)
La obra poética del escritor peruano César Vallejo (Santiago de Chuco, 1892-París, 1938) alcanza y disuelve toda clase de fronteras, motiva indagaciones en los aspectos más diversos, incita reseñas, investigaciones, congresos, homenajes y testimonios de sus lectores agradecidos. Mi exploración visual de su poesía ha ido a la caza de un color preponderante entre los 266 poemas que produjo: el azul.
sus libros siguientes: 6 en Trilce, ninguna en los 19 Poemas en prosa, 3 en la colección póstuma de 76 Poemas humanos, hasta desaparecer en las 15 obras maestras de España, aparta de mí este cáliz. Críticos como Ricardo Gonzales Vigil explican este proceso supresor del color (acromía) como una inmersión gradual en la sinestesia –literalmente, unión de sensaciones– que alienta los versos finales.
Paradojales, oscuros, intrincados, los versos vallejianos tuercen y estiran las cuerdas de lo decible. Las convenciones idiomáticas, sometidas a presiones formidables, son redibujadas radicalmente por intuiciones y audacia sin reservas. En su primer título (“Los heraldos negros”), el influjo modernista de Rubén Darío exhibe una paleta que vibra dominada por los azules. Ahí encontramos arcaísmos (“añil”), procedimientos tradicionales (“azular y planchar todos los caos”), voces rebuscadas (“cerúleas”) y neologismos (“azulea el camino”).
Su familiaridad con los matices del espectro se remonta a la segunda década del siglo pasado –cuando integró, en Trujillo, el grupo Norte– en los talleres de sus amigos pintores, Macedonio de la Torre y Camilo Blas. En el balneario limeño de Barranco, trató estrechamente a un escritor y dibujante notable –Abraham Valdelomar– y al poeta José María Eguren, quien también practicaba la pintura y la fotografía. El contacto con esos maestros y amigos intensificó simplemente una sensibilidad cromática definida con antelación. Los azules del cielo andino signaban desde la infancia su firmamento interior, surcado por arcoíris, ocasos y amaneceres resplandecientes.
“Me doy en la forma más libre que puedo y esta es mi mejor cosecha artística”, anotó en 1922, año en que los primeros doscientos ejemplares de Trilce se imprimieron en los talleres de la Penitenciaría de Lima. Aunque no fue quechua hablante, el sustrato aborigen pervivió inconscientemente en su espíritu como una piedra basal, donde reposan recurrentemente las turbulencias existenciales que entretejen esas composiciones esencialmente renovadoras. Abundantes en Los heraldos negros (24 casos), las menciones azulinas –en general, las notas colorísticas– aminorarán en
Vallejo partió a Europa en 1923 y su autoexilio resultaría definitivo. En París, entró en contacto con todos los ismos, las tendencias y revoluciones artísticas que marcarían la época. El ojo ávido del poeta asistió a un festival incesante que abría nuevas vías para ver, imaginar, entender y restaurar un mundo desfigurado, deshecho. Aunque su pluma tocara tangencialmente asuntos pictóricos, estuvo sin duda al tanto del panorama plástico, tan efervescente en esos años como el cine y la fotografía. Su obra postrera se suma al florecimiento final de la Ciudad Luz
como laboratorio creativo, donde las ideas y las imágenes más influyentes del siglo XX se discutieron y escribieron en los cafés, caves y buhardillas de Montparnasse o Montmartre. En una de sus últimas entrevistas, Vallejo declaró que sus propósitos con las palabras eran los mismos que los de Picasso con la pintura. Se refería quizás al descoyuntamiento y recomposición de los planos y formas que ambos –vanguardistas entre los vanguardistas parisinos– llevaban a cabo entre la borrasca de la Entreguerra. La sorpresa, el azar, enrumbaron ambas trayectorias por la senda de lo desconocido. Los dibujos a pluma que el genio cubista dedicó al poeta transmiten las explosiones angustiosas de esos años aciagos. Vallejo murió en París el 15 de abril de 1938. Semanas después, el 9 de junio, el escritor Juan Larrea –amigo del poeta y del pintor—visitó a Picasso, le leyó el último libro vallejiano, y logró el objetivo de arrancarle su retrato para apoyar mediáticamente una campaña de asistencia a los miles de exiliados de una República que se desmoronaba. Larrea cuenta que, conmovido por los versos acabados de escuchar, el malagueño exclamó “¡A este sí le hago un dibujo!”. Terminó dedicándole tres, en su primera experiencia sobre hojas de esténcil o mimeógrafo. Dos de estos se basaron en la fotografía de Emile Savitry del poeta en su lecho de muerte. Esos trazos y las páginas de España, aparta de mí este cáliz desgranan una sola, desolada emoción. En 1950, un joven pintor peruano, Fernando de Szyszlo, compuso ocho litografías en homenaje a Vallejo. Estampada en un taller
parisino, esa serie inaugura los caracteres propios, inconfundibles de una obra pictórica notable. Luces lunares, marcos vacíos sobre el fondo nocturno, haces raspados sobre una geometría precaria: Szyszlo crea equivalencias gráfico-abstractas de la atmósfera, del escenario interior vallejiano, y articula por primera vez, inequívocamente, su voz, su huella distintiva. Decantados a lo largo de décadas, esos ecos persisten; la misma percusión oscura resuena en la secuencia pictórica magnífica concluida hace poco. Estos Azules de Vallejo proceden de la misma línea continua de homenajes espontáneos al poeta. Nacieron de la pura gana de compartir las riquezas de sus versos y contribuir a extenderlas, difundirlas, inocular sus caudales creativos en las venas de la especie. Cada lámina recoge un diálogo pausado entre el escritor y el dibujante cuyos signos, manchas, representaciones y baños de color adoptan la línea automatista y la asociación libre de estirpe surrealista antes que la ilustración literal. Palabras y colores sobre papel: esta es mi ofrenda. “Padre César”: así lo nombra otro poeta peruano, el insigne Jorge Eduardo Eielson, maestro también en artes visuales, autor de nudos y quipus que prolongan claves estéticas de la América indígena con solvencia casi atemporal. Como buen progenitor, Vallejo provee, inspira, alienta a destrozar lo aceptado y a emprender en serio y de una buena vez la revolución que su estética anuncia, su opción comprometida con horizontes solidarios, humanos en toda la extensión de la palabra.
Ricardo Wiesse Madrid, 2018
AZULES DE VALLEJO. 2014-2018. Tinta, acuarela y lรกpiz de color sobre papel de algodรณn Fabriano hecho a mano en el taller de Artesanos Don Bosco, Nuevo Chimbote, Ancash. Carรกtula y 33 laminas | 30 x 20 cm c/u
R I C A R D O W I E S S E R E B A G L I A T I Estudió Letras y Pintura en la Pontificia Universidad Católica del Perú, y Grabado en el Atelier 17 en París y en la Slade School of Fine Arts en Londres. Ha enseñado en diversas escuelas de Arte y es autor del mural cerámico de la Vía Expresa de Lima (10 000 m2). En 1995, ganó el Premio Johnnie Walker. Desde 1999, trabaja simultáneamente obras abstractas y figurativas. Expone en la Galería Forum de Lima desde 1980. En 2018, presentó una muestra antológica en la Galería ICPNA de Miraflores y dos exposiciones individuales, una en la Universidad de Rochester y otra en la Galería Modus Operandi de Madrid. En 2019, exhibió Pachacámac repintado en Santiago de Chile y Viña del Mar. Sus trabajos forman parte de colecciones públicas y privadas en el Perú y en el extranjero. En 2005, publicó dos libros: Wiesse, pinturas y otros ensayos, y Papeles del vacío, arte y paisaje en el Perú. De 2009, es su libro Plumas del Antisuyo: Vilcabamba, raíz y piedra y, de 2010, A mano alzada, recolección de dibujos y trabajos en papel. En 2014, publicó Letra y música de María Wiesse y, en 2015, Breve historia de Chao.
CENTRO CULTURAL PERUANO NORTEAMERICANO
CONSEJO DIRECTIVO DEL CULTURAL Luis Chaves Bellido Ricardo Córdova Farfán Mauricio Pérez-Wicht San Román Diana Yriberry Salguero Luis Felipe Rondón de la Jara María del Pilar Dammert López Renzo Cané Pardo Luis Pablo Carpio Sardón
Presidente Vicepresidente Past Presidente Tesorera Vocal de Educación Vocal de Cultura Vocal de Relaciones Internacionales Vocal de Administración y Finanzas
Dirección General Alvaro Salinas Cuadros Dirección Sede Arequipa Alfredo Salinas Salas Director de Cultura y Biblioteca Javier Rodríguez Canales Coordinadora de Actividades Culturales María del Carmen Morales Manrique De la exposición Producción General: Coordinación General: Curaduría: Montaje: Asistencia: Embalaje: Del catálogo y piezas gráficas Concepto, diseño y diagramación: Fotografía
Portada y contraportada: Impresión:
Centro Cultural Peruano Norteamericano Javier Rodríguez y María del Carmen Morales Ricardo Wiesse y Javier Rodríguez David Puma Gabriel Safra Gabriela Arakaki Paul Colque Tatiana Hidalgo Carmen Rávago (Retrato de Ricardo Wiesse) Billy Hare (Azules de Vallejo) Hans Stoll (Serie: Bahía de Lima) Detalle de: Huaca Las Balsas, Túcume Panamericana Industria Gráfica