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Botón de fuego
Antonio Nacarino Jiménez
Me cuenta un amigo que le contaba su padre que una tía de su madre llamada Fuencisla estuvo “malita” desde que nació y que en una ocasión, siendo ya mayor, tuvo unas fiebres altas que no cedían con los remedios habituales y que tenían al médico del pueblo perdiendo el sueño por su resolución. Con la sospecha de neumonía, que en aquellos entonces se conocía como endurecimiento pulmonar, el oxígeno del aire no podía pasar a la sangre porque el pulmón dejaba de ser permeable para convertirse en un tubo rígido; ni vapores ni tisanas ni el frío y limpio aire de la campiña al amanecer resolvían el problema de dificultad para respirar que le arrancaba la vida en cada inspiración.
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Era una época de remedios casi medievales, que habían perdurado durante siglos sin el inexistente método científico que todo lo iba a revolucionar. La ciencia se abría paso frente al oscurantismo, la costumbre y el inmovilismo secular hipocrático que tanto alentaba la fe y el dogma religioso; pero eso aún quedaba lejos por estos lares. No podemos olvidar que todavía no había acontecido que un tal Fleming, tras volver de unas vacaciones de tres semanas, se percatara de que en una pila de placas olvidadas antes de su marcha, era bacteriólogo, donde había estado cultivando una bacteria, había crecido también un hongo en el lugar donde se había inhibido el crecimiento de la bacteria, hongo que procedía del piso superior donde se estaba investigando sobre alergias y que el viento había depositado casualmente en las mismas, eran los albores de la todopoderosa penicilina, fruto de la casualidad y objeto de culto desde entonces, nada ha salvado más vidas en la Humanidad. de fuego. Su padre le había hablado de esta antigua práctica andalusí y, en alguna ocasión, la vio aplicar cuando niño y recordaba el inmenso dolor en la cara del pobre hombre que con la azada se había cortado la mano y sangraba abundantemente y nada hacía ceder una hemorragia que ponía en peligro su vida y la de sus cinco hijos. El cauterio con hierro candente cerró para siempre ese río rojo que amenazaba el futuro de los suyos.
En el “doblao” encontró ese artilugio de hierro terminado en forma de botón que, calentado al fuego y aplicado directamente a la piel, era capaz de activar la circulación de la sangre favoreciendo la curación. Actuaba como un revulsivo, como si fuera el botón on/off de reseteo de nuestro organismo, como hacer borrón y cuenta nueva y empezar de nuevo, como si la quemadura despertase los humores sanadores dormidos en nuestro interior y se les librara de las rejas entre las que permanecía dormido.
Instrumentos para cauterio en el Códice de “Al-Tarisf” (“Arte de Curar”). Abu al-Quasim (963-1013). Medina Zahara (Córdoba)
En una de aquellas noches de insomnio, y ante el agravamiento de la enfermedad de Fuencisla, Don Hermógenes tomó la decisión de aplicarle el botón Fuencisla hacía tiempo ya que no tenía capacidad para decidir, la vida la castigó con una enfermedad desde la cuna que la ató para siempre a depender
vareaban. Fueron los momentos más felices de su vida, cuando de verdad se sentía útil.
Don Hermógenes, cauterio en mano, atravesó la plaza del pueblo en dirección a la casa de Fuencisla. Los vecinos, que saludaban con respeto, se quedaban mirando a ese hierro que más parecía un bastón o una vara que un instrumento médico. En la otra mano una botella de anís labrada a medio llenar. Él no era médico de eméticos y vesicantes, prefería hierbaluisas y macerado de tilos, pero la paciente había llegado Lápida de mármol dedicada a Sapur (s. XI) en la Iglesia de Santa María de Calatrava (Alcazaba de Badajoz). En ella aparece escrito que sanó por cauterio a un estado de no retorno y pedía de toda su ciencia y aplomo, ese que se de los demás y de las sillas con ruedas que el guarda para las grandes ocasiones. carpintero del pueblo le fabricó y que fueron creciendo con ella a medida que su cuerpo se La casa en la calle Ollerías emanaba tristeza que se desarrollaba mientras sus piernas permanecían evaporaba cual niebla a través de sus cimientos de en esa infancia de la que nunca se fueron. Los piedra, la tristeza que viaja a lomos de la enfermedad. crudos inviernos de la campiña diezmaban sus A estas horas ya de la tarde, cuando el día busca defensas con continuados accesos febriles y los el crepúsculo, la hornacina de San Cristóbal, cálidos veranos la postraban con desvanecimientos enfrente de ella, ya tenía sus velas encendidas, por culpa del mal de San Vito. su hermana Fausta se encargaba de ello para que la noche no fuera tan larga y hubiese amanecer.
A pesar de todo creció feliz, arropada por una familia que la cuidaba y por unos amigos que la adoraban y que la sacaban de paseo por el pueblo y que la hacían sentir persona. Era una enamorada de los libros y de los árboles, del olor a trigo recién cortado y del color de los frutales en mayo, de las risas de los niños y sus juegos y del sol en el patio de su casa lleno de azaleas y claveles, de misas de domingos claros y fiestas de faroles y charangas. Recuerda cómo su padre la llevaba en la época de la recogida de las aceitunas en el carromato donde iba toda la familia, todos tenían que ayudar, la colocaban en el suelo al abrigo de los olivos y recogía las que se iban cayendo mientras los demás Los vecinos entraban y salían y se santiguaban y corrían a sus casas a abrazar a los suyos, si cabe un poco más, para ahuyentar esos restos de enfermedad que hayan podido quedarse adheridos al alma.
A su llegada todo estaba preparado, el olor a sahumerio y la visita obligada de la Sagrada Forma en manos del párroco, los nervios a flor de piel, la enferma postrada soñando con paseos del brazo de un novio, que nunca tuvo, por la calle de la Roda en las fiestas de Santiago y Santa Ana; el fuego en el hogar a llama viva, las lágrimas y los rezos de las plañideras sentidas en la habitación contigua
y los brazos fuertes, musculados y castigados por el sol de cuatro valientes que seguro que en el último momento miran para otro lado y se ponen a temblar.
El anís va preparando el camino de la somnolencia, la analgesia y la anestesia necesitan de varias copas más que Fuencisla acepta con coraje y dignidad; en estos momentos corre semidesnuda por verdes campos de centeno sintiendo la brisa en su cara y el sudor en sus rectas y fuertes piernas que la llevan con decisión hacia el horizonte en busca de la última encina allí apostada; mientras, siente la presión de ocho tenazas fuertes y jóvenes sobre su cuerpo y el olor a hierro candente.
En la parte del pecho donde el estetoscopio deja sentir “el sonido de una tuba con ponzoña”, don Hermógenes aplica el botón de fuego lo que dura un plis, sin llegar al plas, suficiente para que el alarido de Fuencisla apague los sonidos de la rutina del pueblo a estas horas y hasta el repiquetear del arroyo. Los rezos y los llantos cesaron, los fuertes brazos miraron para otro sitio y corrieron a desahogar sus temores por las tascas del pueblo, hasta la vela a San Cristóbal titubeó amenazante con dejarnos a oscuras. Fuencisla sanó, le acompañaría para siempre un botón rojo en el costado derecho que con cada cambio de estación cambiaba de color y picaba aún más, el cerco blanco de necrosis lo mantenida confinado y alejado de la piel clara y sana de su alrededor. Emplastos de menta y ajonjolí atemperaron el proceso de cicatrización y calmaron el agudo dolor de los primeros días y Fuencisla volvió a sentir el aire con fuerza hasta sus últimos alveolos.
Don Hermógenes, bañado en sudor, con el corazón a galope y un fuerte palpitar en las sienes abandonó la casa. En la primera escombrera que encontró lanzó con violencia el hierro terminado en forma de botón que tras varias vueltas sobre sí mismo cayó sobre tierra para no volver a levantarse más.
En su mango quedarían impregnados restos de fuego y el sudor y las lágrimas de don Hermógenes que en ese momento abandonó para siempre las prácticas médicas que no estuviesen avaladas por la razón y la cordura.
Broche de bronce (s.XIV-XV), hallado junto al Ajuar Médico Andalusí
Miniaturas del Códice de “Al-Tarisf” (“Arte de Curar”) describiendo la utilización del cauterio. Abu al-Quasim (963-1013) Medina Zahara (Córdoba)
Ajuar Médico Andalusí (siglo XI). - Museo Arqueológico de Badajoz -