De Las Palabras - Crónicas y ensayos

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DE LAS PALABRAS Crónica y ensayos

Una publicación de la Secretaría de Cultura Ciudadana en convenio con la Fundación CasaTeatro El Poblado. Este libro hace parte de la estrategia de iniciativas ciudadanas por la vida de la Secretaría Vicealcaldía de Educación, Cultura, Participación, Recreación y Deporte. Administración municipal Alcalde de Medellín Aníbal Gaviria Correa

Secretaria Vicealcaldía de Educación, Cultura, Participación, Recreación y Deporte

Alexandra Peláez Botero Secretaria de Cultura Ciudadana María del Rosario Escobar Pareja

Director proyecto Juan Mosquera Restrepo Créditos editoriales Dirección editorial Patricia Nieto Jorge Mario Betancur Coordinación editorial Marta Salazar Jaramillo CasaTeatro El Poblado Ilustraciones Marlon Vásquez Silva Diseño y diagramación Lina Pérez. Puntotres Corrección de estilo Lina Isabel Castaño Cárdenas Impreso en Medellín. ISBN 978-958-58972-0-5 Primera edición, mayo 2015 Medellín, Colombia Distribución gratuita. Agradecimientos Héctor Rincón Ana María Cano Mariluz Vallejo Carlos Mario Correa Roberto Herrscher

DE LAS PALABRAS Crónicas y ensayos


L a s pa l a b r a s y l a s raíces A n í b al G av i r i a C o r r e a Alcalde de Medellín

La escritura de un libro como este se parece a las huellas que otros caminantes han dejado en la tierra hasta derrotarla y hacer un camino. Es el resultado del pensamiento superpuesto de varios, de la búsqueda de un renovado significado sobre aquello que es fundamental. La vida está compuesta también de lenguaje, la búsqueda de su sentido pasa por la escritura y por la palabra. En años largos y llenos de acontecimientos, son cientos de miles de letras las que circulan a través de los titulares leídos y escritos, de los textos hallados y arrojados, de los periódicos de ayer y las noticias del mañana. Todos estos contenidos usan, bien sea por el periodismo, el uso coloquial, o la publicidad, un puñado de significados que nos inspiran y hasta son utopías que el hombre y la mujer del común pronuncian como mantras para darle sentido al siguiente minuto de su propio esfuerzo. A partir del uso, e inclusive abuso, de algunas de esas palabras que son los pilares de la moral y de la ética, de lo anhelado y hasta de lo rechazado, hemos pensado que un libro que sume pensamientos, historias y, por ende oxígeno a aquellas palabras que a diario usamos como manifestación de lo más humano, es un texto vital para la resignificación de la vida y de sus contenidos.


PR Ó L O G O Pat r i c i a N i e to

Aquí, gracias a la conjunción de escritores y periodistas, de historias simples y pensamientos memorables, le damos sombra a aquellas palabras peregrinas y cansadas, renovamos el asombro de sus profundas connotaciones, y las hacemos volar de nuevo desde esta Medellín, ciudad del valle y del río, transformadora de realidades e incesante buscadora de sentidos. Que sea la lectura de este libro, el de las palabras, una manera más de presentar nuestra propia historia y sus búsquedas más sinceras a favor de los valores fundamentales, los de siempre, los que no pueden sentirse de más.

Solo cuando las primeras gotas de agua golpeaban los techos de barro y marcaban lunares en el pavimento, los niños aceptábamos que una tempestad era inminente. Ni los truenos, ni los rayos, ni la oscuridad previa al diluvio eran señales consideradas como determinantes para que la tarde se cortara de pronto y entráramos en ese no tiempo del juego interrumpido por causas externas e incontrolables. Pero las gotas, que nos parecían espesas y redondas, eran el aviso de lo irremediable. El balón rodaba a la deriva y los niños corríamos en busca de un lugar debajo de los aleros. Entonces, el silencio poblaba el universo. Nuestras miradas se quedaban fijas en la lluvia mientras los corazones latían cada vez más quedo. De pronto un cuaderno doble línea era desgajado sin pudor por el más grande de la cuadra. Repartía hojas como si fueran panes y ordenaba escribir en ellas mensajes para amigos imaginarios que estarían esperándolas en el extremo remoto de la tormenta. Aparecían lápices grises, y también de colores, y nos entregábamos a retratar el mundo conocido o quizá el soñado. Por unos minutos nuestra mente era el cosmos y las palabras los útiles para contarlo. Si bien el juego era ya conocido, siempre irrumpía como sorpresa. Nos regocijábamos en tener ese algo secreto para contarle a un desconocido y nos esmerábamos en hacerlo con sinceridad y belleza. Después, cada uno plegaba su hoja al compás de nueve pasos que sabía de memoria, se acercaba al arroyo formado por la bravura de la lluvia, posaba en la superficie su barquito de papel y lo veía alejarse, zozobrado por las olas, con la dignidad de un navegante rumbo a lo desconocido. Una vez la flota


emprendía la marcha, el corro de niños se disolvía y el silencio se quedaba dentro de nosotros hasta el amanecer. Tal vez, la conmoción surgía del descubrimiento luminoso de poder crear un relato con nuestras palabras livianas y jugarlo a la suerte, y no de la ilusión de que alguien allende las aguas se convirtiera en nuestro amigo. Hace unos meses, la lluvia interrumpió nuestros entretenimientos de adultos. Vino en forma de palabras pesadas, deslucidas y agotadas que dejamos caer sobre la mesa de un café. Dijimos felicidad, memoria, duelo, respeto, política, violencia, libertad, paz, perdón, diálogo, vida, esperanza, y ellas dejaron su marca como si fueran piedras arrojadas a un lago negro y profundo. Nos quedamos contemplando sus estelas y comprobamos que sus huellas demoraban en borrarse de la superficie. ¿Qué sustancia daba sentido a esas que ahora se nos presentaban ajadas, manoseadas, marchitas? Esta pregunta fue como un toque de campana que marcó el inicio, una vez más, del no tiempo, esa suerte de oscuridad enrarecida que precede a la aparición inmediata de la luz, en el que nos sumimos como experiencia necesaria para reinventar una respuesta. Un laboratorio de crónica, a manera de fábrica de barquitos de papel, fue el ritual que nos permitió trazar la ruta. Concebido como un escenario para la experimentación, nuestro laboratorio permitió poner a prueba las viejas certezas sobre el significado de las palabras, mezclar formas canónicas y experimentales de encontrar las historias en una ciudad que pese a ser la nuestra se nos hace a veces tan extraña, y poner a prueba diversas estrategias narrativas para contar las historias de la vida real. Veinticuatro escritores de diversos orígenes fueron convocados para vivir la experiencia de reencontrar significados mimetizados en historias reales. Al llamado, como si fueran niños que buscan entretenimiento mientras pasa una tormenta, respondieron cronistas de oficio y profesión como Adriana Mejía, Luis Alirio Calle, Ana Cristina Restrepo, César Alzate, Fredy Arboleda y Alfonso Buitrago. También acudieron reporteros que trabajan arduamente en la búsqueda de una voz propia en el intricado universo de las

narrativas digitales como Juan Guillermo Romero, Esteban Duperly, Óscar Montoya, Pedro Correa, Margarita Isaza, Camilo Jaramillo, Ana María Bedoya, José Andrés Ardila, Juliana Paniagua, Manuela Lopera y Felipe Sánchez. Y, finalmente, desde las orillas de las ciencias sociales o de la escritura de ficción, se sumaron escritores como Leticia Jaramillo, Marcela Velásquez, Marta Lía Giraldo, Carlos Suárez, Manuela Gómez, Ana Lucía Cárdenas y Gonzalo Velásquez. Del primer encuentro, estos fabricantes de historias salieron masticando una palabra que los sorprendió como la lluvia que interrumpe los juegos. En los días siguientes caminaron por la ciudad, repasaron la prensa, exploraron archivos oficiales, vieron cientos de fotos, llamaron a decenas de fuentes, se miraron al espejo, buscaron en sus cuerpos, repasaron sus diarios y volvieron a la calle hasta encontrar la punta del hilo que era necesario tirar para encontrar la historia. Al laboratorio de crónica regresaron con los elementos necesarios para el experimento: personajes, dramas y escenarios que encarnaran un significado y le devolvieran sentido a las palabras que ya se nos hacían borrosas. Un teléfono fabricado con vasos de papel, a manera de bocinas, unidos por un hilo, fue el primer medio usado para dar noticia de los hallazgos. Formados en doce parejas, los escritores se dispusieron a contar lo visto, lo oído, lo presentido, lo preguntado. Cada uno dispuso de diez minutos para desatar sus palabras con la certeza de ser escuchado al otro lado de la línea por su pareja, con la seguridad de que no sería interrumpido. Adiestrados en escuchar en silencio, cada uno relató lentamente la historia rescatada y se hizo preguntas para esclarecer la relación del acontecimiento con la palabra en cuestión. Durante algunos minutos, un pequeño parque urbano se convirtió en concha marina. Por los hilos de doce teléfonos artesanales viajaron imágenes de una ciudad fotografiada con palabras a propósito del sentido de las palabras mismas. En simultáneo doce ensayistas, residentes en diferentes lugares del mundo, estuvieron comunicados con el laboratorio de crónica. Desde Buenos Aires, Santiago de Chile, Ciudad de México, Bogotá, Barcelona, Austin, New York y Medellín, los maestros invitados dieron aliento y contenido al experimento.


Aportaron sus textos –cuentos, ensayos, crónicas– como contrapunto a la manera particular que tenemos los medellinenses de ver y narrar los sucesos de nuestra propia casa. Elena Poniatowska, Eduardo Escobar, Piedad Bonnett, Mariana Enríquez, Juan Claudio Lechín, Gabriela Polit, Jorge Manuel Valenzuela, Jorge Giraldo, Patricio Rivas, Roberto Herrscher, Juan Mosquera y Leila Guerriero, construyeron sus propios barquitos de papel cargados con las inquietantes imágenes provocadas por las palabras que aquella tarde descargamos sobre la mesa como si arrojáramos piedras a un lago. La flotilla está a punto para comenzar el viaje. Cada uno de los maestros capitanea una palabra seguido por dos cronistas. El ensayo –aquí este toma la forma canónica de la academia o se atreve a transitar por la ficción– abre la ruta hacia el descubrimiento de diversos caminos de interpretación. Las crónicas -resultado de la reportería densa o de la exploración de la autobiografía del escritor- relatan cómo esa palabra se hace carne en quienes habitan Medellín. Felicidad, memoria, duelo, respeto, política, violencia, libertad, paz, perdón, diálogo, vida, esperanza, toman forma en doce ensayos y veinticuatro crónicas escritos para repensar el sentido histórico, político y estético de algunas palabras con las que nombramos nuestra manera de relacionarnos con nosotros mismos y con los demás. Una delicada línea gris, con escasas coloraciones, hace las veces de pabellón en cada una de las embarcaciones. Las ilustraciones de Marlon Vásquez, izadas en la apertura de cada capítulo, son señal de que las ondas trazadas en el agua por cada piedra, al ser interrogadas, darán frutos. Solo era necesario disponerse a escuchar los sonidos de las palabras con la misma concentración que alcanzan los niños cuando el agua golpea los tejados, anuncia la tempestad y corta el tiempo de la tarde. De las palabras está listo para zarpar. Queremos que la tormenta no cese. Que las aguas y los vientos lleven este barco a otros puertos. Hoy, desprovistos de los miedos de la infancia, deseamos que nuestras palabras sean puentes entre quienes, aun siendo vecinos, han estado separados por el silencio. Nos ilusiona la idea de que, allende las aguas, alguien se convierta en nuestro amigo. F E L I C I DA D


L A F E L ICI D A D El e n a P o n i atow s k a

Elena Poniatowska (Francia-México). Escritora, activista y periodista mexicana, nacida en París. Su obra literaria ha recibido numerosos reconocimientos, entre ellos el Premio Cervantes 2013. Ha sido distinguida con doctorados honoris causa en universidades de América y Europa. El reconocimiento internacional comenzó con sus libros Hasta no verte Jesús mío (1969) y La noche de Tlatelolco (1971), crónica de la masacre del 2 de octubre de 1968. Ha construido una obra que ha tocado casi todos los géneros y que la ha situado en un lugar central en el canon literario del siglo XX mexicano. Pedro Correa Ochoa. Periodista de la Universidad de Antioquia. Ha participado en diversas publicaciones con textos periodísticos sobre educación, cultura y memoria del conflicto armado. También ha colaborado en talleres de escritura para maestros y víctimas del conflicto. Actualmente cursa un máster en Comunicación Digital en la Universidad a Distancia de Madrid y trabaja en la Gobernación de Antioquia. Juan Guillermo Romero. Comunicador Social Periodista de la Universidad de Antioquia. En la actualidad trabaja como realizador audiovisual. En el 2012 obtuvo la Beca de Creación Literaria en Periodismo Narrativo de la Alcaldía de Medellín. Autor del libro Vidas de feria (Alcaldía de Medellín, 2012).

Sí, mi amor, sí estoy junto a ti, sí, mi amor, sí, te quie­ro mi amor, sí, me dices que no te lo diga tanto, ya lo sé, ya lo sé, son palabras grandes, de una sola vez y para toda la vida, nunca me dices vida, cielo, mi vida, mi cielo, tú no crees en el cielo, amor, sí, mi amor, cuídame, que no salga nunca de estas cuatro paredes, olvídame en tus brazos, en­vuélveme con tus ojos, tápame con tus ojos, sálvame, pro­tégeme, amor, felicidad, no te vayas, mira allí está otra vez la palabra, tropiezo en ella a cada instante, dame la mano, más tarde vas a decir, felicidad estuviste con nosotros, sí, lo vas a decir, pero yo lo quiero pensar ahora, decirlo aho­ra, mira, entra el sol, el calor y esas ramas de la hiedra tenaces con sus hojitas pequeñas y duras que se cuelan por el calor de la ventana y siguen creciendo en tu cuarto y se en­redan a nosotros, y yo las necesito, las quiero, son nuestras ataduras, porque yo, amor, te necesito, eres necesario, eso es, eres necesario y lo sabes, hombre necesario que casi nunca dices mi nombre, no tengo nombre a tu lado y cuan­do dices esto y lo otro, nunca aparece mi nombre y recha­zas mis palabras, felicidad, amor, te quiero, porque eres sa­bio y no te gusta nombrar nada, aunque la felicidad está allí, al acecho, con su nombre feliz que se queda en el aire, encima de nosotros, en la luz cernida de la tarde y si yo la nombro se deshace, y viene luego la sombra y yo te digo, amor, devuélveme la luz, entonces con la yema de tus de­dos recorres mi cuerpo desde la frente hasta la punta del pie, por un camino que tú escoges, reconociéndome, y yo me quedo inmóvil, de lado, de espaldas a ti y devuelves la yema de tus dedos por mi flanco, desde la punta de los


pies hasta mi frente, te detienes de pronto en la cadera y dices has adelgazado y yo pienso en un caballo flaco, el de Can­tinflas mosquetero que cuelga su sombrero de fieltro con plumas en el anca picuda, porque yo, mi amor, soy tu jamelgo, y ya no puedo galopar y te aguardo vigilante, sí, te vigilo, diciéndo­te, no te vayas, nada tienes que hacer sino estar aquí con­migo, con tu mano en mi cadera, no, no nos vamos de aquí, átame, ponme tu camisa, te ríes porque me queda tan gran­de, no te rías, ve a traer agua de limón a la cocina porque hace calor y tenemos sed, anda, ve, no, espérame, yo voy, no, yo voy, bueno, anda tú, espera, no te levantes, ahora me toca a mí, ya fui corriendo por el agua y aquí estoy otra vez junto a ti, que estás sobre la cama, libre y desnudo como el crepúsculo, bebe tú también, bebe la luz ilumina­da, no te das cuenta, no quiero que se vaya el sol mientras bebemos la felicidad, no quiero que se vaya el sol ni que dejes de estirarte así, fuera del tiempo en la tarde y en la noche que entra por la ventana, nuestra ventana, mira, cúbrela con la mano, que no entre la noche, que nunca deje de haber ventana, aunque tú puedes taparme el sol con un de­do, sí, mi amor, sí, aquí estoy, tu ventana al mundo, tápa­me con la mano, apágame como el sol, tú puedes hacer la noche, respiras y ya no entra el aire por la ventana, qué fe­lices somos, mira qué tibio eres, la ventana se ha quedado inmóvil como yo, estática para siempre, ¡ay, cuánto olvido de todo!, la ventana nos guarda, es nuestra única salida, nuestra comunicación con el cielo, te amo, amor, vámonos al cielo mientras la vecina sale a lavar en el patio, en su patio de lavandera, mientras aquí en tu patio nadie lava y hay hierbas locas en el lavadero, son altas y las mece el viento porque no puede mecer la ropa en los tendederos vacíos, te acuerdas, en octubre se dio un girasol, pequeño, desmedrado, pero yo sentí que giraba sobre mi vientre, entre mis cabellos revueltos, revuel­tos y tristes y amarillos como un pequeño jardín abando­nado, un jardincito en las afueras de la ciudad que se trepa por las bardas y que viene hasta aquí y entra por la ven­tana a esta casa de migajón, casa de pan blanco, donde es­toy en el corazón de la ternura, casa de oro, así

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redonda como la esperanza, naranja dulce, limón partido, casa de alegría, ten piedad de nosotros, envuélvenos con tus paredes de cal, no abras la puerta, no nos saques a la intempe­rie, te hemos llenado de palabras, mira, mira, di otra vez: mi vida, mi cielo, mi cielo, mi vida, sube el calor y yo ya no sé ni qué hacer para acallar los latidos, y yo no me mue­vo, ves, no digas que parezco chapulín, saltamontes, no digas que parezco pulga vestida, ya no me muevo, ves, para qué me dices: estate sosiega, pero si no estoy haciendo na­da, sólo te pregunto si quieres dormir, y me acercas a ti, te abrazo y me acuño como una medalla en tu boca, y sé que no, que no quieres dormir, sólo quieres que estemos quietos y mansos mientras el calor sube de la tierra, y crece, pulsándonos, te quiero, mi amor, somos la pareja, el arquetipo, me apoyo en ti, pongo en tu pecho mi cabeza de medalla, me inscribo en ti, palabra de amor, troquelada en tu boca, hay llamas de fuego en tus labios, llamaradas que súbitamente funden mi sustancia, ahora en la fiesta de Pentecostés, pero nosotros nunca nos vamos a morir, ¿ver­dad? porque nadie se quiere como nosotros, nadie se quie­re así porque tú y yo somos nosotros y nadie puede contra nosotros dos, aquí encerrados en tu pecho y en mi pecho, déjame verte, estás dentro de mí, mírame con mis ojos, no los cierres, no duermas mi amor, no te vayas por el sueño, los párpados se te cierran, mírame, déjame verte, no me de­jes, que tampoco se vaya el sol, que no se debilite, que no se deje caer, no cedas como la luz, sol, déjalo todo igual so­bre mi piel de níspero, mira, me ves ahora mejor que nunca porque se está yendo la tarde, porque te me vas tú también, y aquí estoy diciéndote: no te vayas, dúrame siempre, du­ro como el sol que vi desde niña con los ojos abiertos, que­ mándome, prolongándome hasta que veía negro, negro como el final de los cuentos de hadas que acaban en la ruti­na de los príncipes que fueron muy felices y tuvieron mu­chos hijos, muchos, no duermas, no duermas te digo, ansio­sa, invariable, sin después, porque no hay después ya para nosotros si me dejas, pero no me vas a dejar nunca, tendrás que venir a recogerme, a unir los pedazos otra vez sobre la cama y aquí estoy entera, y

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no puedes dejarme porque tendrías que volver y algo de mí te haría falta para siempre, como la pieza de un rompecabezas que falta y des­truye todo el dibujo, toda la vida que me has dado y que no puedes quitarme porque te morirías, te quedarías ciego y no podrías hallarme, coja, manca de ti, sin palabras, mu­da, con la palabra fin sellándome los labios, el fin de todos los cuentos, ya no hay cuento, ya no te cuento nada, fin, ya nada cuenta, las cosas se transforman, ya no hay una hora de más sobre la tierra, mira, el mosquitero de la venta­na está agujereado, veo las dos mariposas en la pared con sus alas de papel de china, amarillas, rosas, anaranjadas, y el copo de algodón y el pajarito aquel de madera que com­praste por la calle el viernes en que todo comenzó, el vier­nes amarillo como el pajarito de juguete congo y rosa estri­dente que nos picotea desde entonces, juguete de niño, co­mo las mariposas de papel de china vuelan antes de que las de a de veras salgan del capullo, como las que crucificaste en el otro cuarto, grandes, de alas maravillosamente azules, transparentes, las traspasaste con un alfiler, una encima de otra, con un alfiler que me duele y yo te pregunté cómo le hiciste, pues haciéndolo, y ensartaste la felicidad, la petrificaste allí en la pared, feliz, otra vez esta palabra, la repito, vuelve, vuelve y yo la repito, y tú te irri­tas y me dices, otra vez la burra al trigo, a las espigas ávidas de la felicidad, qué no entiendes, no, no entiendo, ayúda­me a arrancar la cizaña, ayúdame a caminar por esos trigos de Dios con la aguja clavada ya sin la otra mariposa, dices que todos estamos solos con la aguja clavada ya sin la otra mariposa, que nadie es de nadie, que lo que tenemos es su­ficiente, y basta y es hasta milagroso, sí, sí, sí, mi amor, es milagroso, no cierres los ojos, ya entendí, no te encierres, no duermas, sal y mírame, dentro de poco vas a dormirte, vas a entrar al río, y yo me quedo en la orilla, la orilla que caminamos juntos, te acuerdas, bajo los eu­ caliptos, caminando al paso del río, bajo las hojas, bajo las espadas de luz, estoy abierta a todas las heridas, te traje aquí mi joven vientre tendido, te doy mis dientes grandes y fuertes como herramientas y ya no tengo vergüenza de mí misma,

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miento, sí, tengo vergüenza y les digo a todas las monjas que me gustan las rosas con todo y espinas, por debajo de las faldas negras, mientras ellas juguetean con sus rosarios y el viento y la luz no pueden vibrar entre sus pier­nas, váyanse de aquí aves de mal agüero, váyanse, hebritas de vida, mustias telarañas rinconeras, llenas de polvo, váyanse, estrechas, puertas a medio abrir, váyanse de luto, rendijas que espían, váyanse escobas, déjenme barrer el mundo con ustedes, ustedes que barrieron tantos papelitos de colores en mi alma, y tú quédate amor, quisiera haberte conocido más vieja, hilando junto al fogón las ganas de esperarte, aunque nunca hubieras llegado, y cantarme yo mis­ma la misma vieja canción, cuando era joven, él se quedaba dormido al pie de mi ventana, aunque no fuera cierto, por­que viniste ahora temprano, antes de que yo tuviera tiem­po de levantarme, y pusiste tu mano en la hendidura de la puerta, y corriste el cerrojo, y me gustaron tus pantalones con los bolsillos deformados, tus bolsillos que parecen lle­var adentro todos los accidentes de la vida y tus propios pensamientos, como envolturas de caramelo hechas bolita, tus pensamientos, dime qué piensas, mi amor, dime en qué estás pensando, ahorita, pero ahorita mismo que te quedaste así como contigo solo, olvidándote de que estoy yo aquí contigo, mi amor, en qué estás pensando, siempre pregunto lo mismo, ¿me quieres?, te estás quedando dormido, sé que te vas a dormir y voy a vestirme sin hacer ruido, y ce­rraré la puerta con cuidado, para dejarte allí envuelto en el tibio rojo y ocre de la tarde, porque te has dormido y ya no me perteneces y no me llevaste contigo, me dejaste atrás hoy en la tarde en que el sol y la luz calurosa entra­ ban por la ventana, y voy a ir a caminar mucho, mucho, y me verá la vecina desde su puerta, con su mirada de desa­probación porque sólo de vez en cuando me aventuro por esta vereda, caminaré hasta los eucaliptos, hasta quedar ex­hausta, hasta que acepte que tú eres un cuerpo allá dormi­do y yo otro aquí caminando y que los dos juntos estamos irremediablemente, irremediablemente, perdidamente, desesperadamente, solos.

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CINCO ACTOS PARA U NA PAYASA Pedro Correa Ochoa

Cuadernillo de mano. Amable lector: Ana Milena Velásquez es payasa y no es feliz. No es que no quiera serlo, ni tenga cómo. Quiere, sí, pero asegura que en la mente le caminan tantas preguntas sobre la vida, que no la dejan. Y no es que Ana Milena sea cualquier payaso. No. Es uno de los cuatro doctores en clown que han alcanzado ese título en el mundo, y es aquí, en Medellín, donde enseña a otros con el más fino profesionalismo lo que sabe al dedillo: hacer reír. Acto primero. Vocación La trusa negra se ciñe a su cuerpo delgado como la piel de un felino que, escalón por escalón, sube con agilidad por la tramoya. En las sillas del teatro, el público observa entre risas cómo la actriz huye de su compañera, que desde abajo la vigila con desespero, caminando por todo el escenario mientras agita la hoja en blanco que sostiene en su mano derecha. –¡Baja, Ana, baja! –Le exige con un grito de frustración. ¡Firma esto, fírmalo! –No. Yo no puedo hacer eso, ya no voy a volver a falsificar nada. –Grita Ana desde la tramoya, creyéndose a salvo. La falsificadora -para ese momento estudiante de cuarto semestre-, es también una afinada imitadora, con su puño y letra, de cuanta firma le ponen en frente. Por ello su compañera ha escarbado en su secreto, para hacer el ejercicio de improvisación basado en la técnica de William Layton -en el que a partir de la propia realidad del actor, se ponen en evidencia sus emociones-. Maribel, quien grita como loca desde el escenario, debe lograr que Ana le firme la hoja en blanco.

De pronto, en un momento de desespero, Maribel empuña con fuerza la cuerda de la tramoya y Ana empieza a tambalearse. El público, absorto, ve cómo ésta pierde el equilibrio y un ¡ahhhhhh! sostenido, de espectadores y actrices, retumba en el teatro. La desobediente falsificadora, desde unos tres metros, cae en posición de escorpión. Y aunque sus dientes superiores muerden las tablas, con la templanza de un guerrero se para y continúa con la improvisación. Segundos después se lleva los dedos a la boca, ve sangre en ellos, mira al público y cae desmayada. Cuando volvió en sí, ya estaba rodeada de varios odontólogos que le predestinaron prótesis dentales aún sin haber llegado a los veinte años. Pero tras varias semanas en recuperación y gracias a tratamientos bioenergéticos, el designio no se cumplió. Su sonrisa, la que necesitaría luego para ser lo que es hoy, permaneció así: ancha, al descubierto permanentemente, un rasgo obligado en ella. –¿Y qué es lo que es tu hija? –le preguntan con una mueca de extrañeza las amigas a la mamá de Ana. –Es doctora en payaso –responde Inés Ángel, con orgullo de madre y ese tono estricto que, aunque ya jubilada, conserva de sus años de profesora de idiomas de colegio de señoritas. Fue ella, aunque amigos y familiares le dijeran que estudiar teatro era un designio para fracasados, la que le acolitó ese capricho a la tercera de sus cuatro hijos, a la que su papá bautizó Ana Milena en honor a la Miss Colombia de 1978 y la que lograba un corrillo en las fiestas familiares cuando decidía cantar o pararse de cabeza. Dirá Ana Milena Velásquez Ángel que su papá, estricto y autoritario, sin quererlo, detonó en ella la cualidad para divertir. La pequeña, ante su rigidez, buscaba artimañas para hacerlo reír: se disfrazaba de Chapulín Colorado, le hacía cosquillas en la plantas de los pies, cantaba o improvisaba actos de magia. Pero era impensable que él deseara tener una hija actriz. “Decía que todas las actrices eran putas y que todos los actores eran maricas”, recuerda ella. Así que afirmaba con orgullo que

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la niña sería “doctora”. Y lo fue, aunque no de las que andan atareadas de bata blanca por los pasillos de los hospitales. Velásquez quería que fuera médica; se lo dijo antes de que el bus en el que viajaba hacia Armenia cayera al Río Cauca. Así que Ana, como homenaje a su papá, lo intentó. Presentó el examen de admisión para estudiar Medicina en la Universidad de Antioquia, pero ya para entonces su mamá había permitido que la muchacha tomara clases de actuación en el Teatro Popular de Medellín. Ana Milena nunca averiguó por los resultados del examen y en cambio siguió la recomendación de sus profesores: estudiar Artes Representativas, también en la de Antioquia. La prueba de admisión se hacía durante una semana en la que, por medio de diversos ejercicios de improvisación y manejo del cuerpo, los aspirantes debían demostrar su vocación para la actuación. El segundo día no regresó la compañera que Ana había elegido para desarrollarlos, así que, desesperanzada, tuvo que encarnar en solitario a María Josefa, la anciana de 80 años que ha perdido la cordura en La casa de Bernarda Alba, famosa obra de Federico García Lorca. Con el temor de una principiante recitó el monólogo y, una semana después, vio su nombre en el listado de admitidos. “Ahora que soy profesora veo a los muchachos revisando esa lista de seleccionados, y cuando les veo la cara de alegría recuerdo esa felicidad que me dio a mí. Me sentía en Broadway”, confiesa antes de una carcajada sonora. Semestre tras semestre su pasión y disciplina en la actuación hizo que tuviera un destacado desempeño académico. Incluso cuando cayó de la tramoya y tuvo que guardar reposo en su casa mientras su dentadura se ponía en orden y su pelvis mejoraba después de la fractura, se las arregló para responder a los compromisos académicos. Una vez superado el escollo, la estudiante volvió a las clases y en quinto semestre participó en Bodas de sangre, la obra trágica también escrita por García Lorca. Interpretó a la madre, la mujer adolorida por la muerte de su hijo en un duelo de amantes.

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–Con un cuchillo, con un cuchillito, en un día señalado, entre las dos y las tres, se mataron los dos hombres del amor –decía con vehemencia frente al público, empuñando el arma blanca. A pesar de su esfuerzo, se escuchaba entre los espectadores el murmullo de las risas. Cuando terminaba, volvía furiosa al camerino y lloraba desconsolada frente al director. Ella quería transmitirle al público el dolor del personaje, pero lo que escuchaba era risas. “Sentía que había fracasado como actriz -dice, que lo había hecho mal, pero me contrariaba porque al final la gente también me aplaudía. Muchos años después entendí que la risa no necesariamente es de burla, que detrás de ésta también se puede esconder el dolor”. Esa, interpreta ahora, fue la primera profecía de su futuro como payaso. Acto segundo. Experimentación A Inés Ángel se le iluminan los ojos cuando recuerda la primera vez que vio a Ana convertida en payaso. Después de varios años sin verla, la abrazó al fin en el aeropuerto de París. Ana, afanada, le dijo que antes de ir a casa tendría que acompañarla a una presentación. Inés, atareada con sus maletas, se sentó en una banca de un parque, en medio de una multitud de niños, y vio a su hija convertirse en Anamiqueta: su cabello negro era ahora dos trenzas a cada lado de la cabeza; vestido vinotinto decorado con grandes botones, retazos y plumas de colores; el contorno de los ojos maquillado con exagerados párpados blancos; y pronunciados labios rojos. La obra narraba las cómicas peripecias de una payasa que sorprendía a los niños al salir de un baúl de madera y debía suplir el incumplimiento de otro payaso, un mago y un malabarista, que no llegaban a su función. “Me sentí feliz porque veía a la gente carcajearse -recuerda entre risas la madre-. Ana no hablaba todavía muy bien el francés, entonces cuando decía una palabra que no era, los niños la corregían y se morían de la risa, como si eso hiciera parte de la obra”.

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La payasa había llegado a París en el 2002, aunque de Colombia a Europa había viajado en el 2000, gracias a la obra Martillo -una versión contemporánea de La Orestíada de Esquilo-, que reinterpreta la destrucción y la guerra, y hace un paralelo entre pasado y presente para denunciar la creciente destrucción de la vida. Esa fue la puesta en escena final de la carrera, requisito con el que Ana y sus compañeros de universidad lograron su grado. La puesta en escena fue tan llamativa, que fueron invitados por la Academia Nacional de Arte Dramático Silvio D’Amico, en Roma, y el Project Istropolitana, en Bratislava. Ese fue un viaje sin retorno próximo para Ana, porque ya para ese momento el Ministerio de Cultura de Colombia le había dado una beca para hacer un doctorado en la Universidad Autónoma de Barcelona. Pero para estudiarlo, debía realizar dos cursos introductorios que le aburrían profundamente: filología y teatro catalán. Ambos, desde luego, en catalán. Así que mientras caminaba por la ciudad para espantar su aburrimiento académico vio una carpa de circo. De niña si acaso había pasado por alguna, y esa le pareció hermosa, gigante colorida. Así que entró. Le dijeron que allí ofrecían un curso de clown, malabares y teatro de calle, y decidió experimentar. En la primera clase conoció a Los Perillasos, un trío de payasos que, en honor a su nombre –que del catalán al español traduce Los Peligrosos–, se ufanaba de hacer morir de risa a cualquiera. En esa primera clase, Ana no sólo encarnó por primera vez a un payaso y casi muere de risa, sino que también salió con trabajo para el próximo fin de semana. Le ofrecieron 10 mil pesetas para que reemplazara a una payasa que había desertado. –¿Y qué tengo que hacer? Porque yo nunca he hecho de payaso –preguntó incrédula. –Simplemente actuar. Eso sí, tienes que aprenderte el texto en catalán en cinco días, construirte un personaje y buscarte un nombre y un vestido –le dijo Tony, el peligroso payaso. Ana se fue a su casa. Escarbó en su maleta los viejos vestuarios de sus épocas de estudiante y encontró el vestido vinotin-

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to de la entristecida madre de Bodas de sangre. Tomó las tijeras y cortó las mangas aseñoradas; la larga falda quedó a media pierna. Con retazos de colores adornó el corpiño y, frente al espejo, se midió el nuevo traje y lo acompañó con una nariz de payaso. Fue ese momento una metáfora hermosa: como si acaso saliera de una crisálida, la actriz convirtió su oscuro vestuario trágico, en el colorido de payasa. Llegó el fin de semana y con éste el debut de Pita, como decidió llamarse, y aunque intentó aprenderse el guion, su perversa pronunciación del catalán en vez de arruinar el acto, hizo enloquecer de risa a los espectadores. Los otros payasos, que no le entendían lo que decía, se aprovecharon de su torpeza y la convirtieron en el hazmerreír. Acto tercero. Reflexión En el 2013 se graduó como doctora en Teatro y artes del espectáculo de La Sorbona. Ante un grupo de respetados académicos de esa área, sustentó su tesis de grado. Una vez le dio su aprobación, Philippe Godard, uno de sus profesores y el historiador más importante del mundo sobre el circo, se le acercó y le dijo al oído con la picardía de un amigo: “querida colega, tú sabes que contigo ya somos cuatro”. Llegó a La Sorbona tras trabajar varios meses con Los Perillasos y descubrir, con certeza, que su futuro era ser payaso. Solicitó entonces la Beca Erasmus, que le permitía el traslado académico de la Universidad Autónoma de Barcelona a la prestigiosa universidad francesa, la que ofrece la maestría y el doctorado en Teatro y artes del espectáculo. Mientras tanto, su alter ego, su personaje de Anamiqueta -el nombre de pila que adoptó finalmente-, le dio el sustento para vivir en París. Los domingos alegraba a una colonia de colombianos en un restaurante, los sábados animaba piñatas en las que los niños se burlaban de su mal francés, y los demás días atendía corrillos de turistas en los parques o era contratada para que sacara carcajadas en convenciones empresariales. Los años siguientes, en su rol de Ana Milena, la estudiante e investigadora del clown, propuso que la tesis de su maestría

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se llamara La búsqueda de mi propio clown, un viaje al revés, ese mismo que emprendió para entender cómo funciona, desde adentro, la fina maquinaria de una profesión que, erróneamente, es vista en Colombia como destinada a quien tiene gracia y espontaneidad. En el doctorado, compartió con alumnos y profesores que habían sido cercanos al pedagogo por excelencia de la técnica clown, Jacques Lecoq. Lecoq es conocido porque en una de sus clases, le entregó una nariz de payaso a un estudiante y le pidió que hiciera reír a sus compañeros. El actor hizo lo que pedía el maestro, pero a pesar de sus monerías, no consiguió ni una leve sonrisa. Cuando volvió a su silla, evidentemente frustrado y derrotado, todos estallaron en risa. En eso se basa la pedagogía de Lecoq, es ahí donde inicia el viaje del payaso: precisamente en buscar en su interior esa humanidad que los demás ocultan. “Por eso se suele asociar al payaso con la felicidad, porque es una imagen absolutamente desvalida de disfraz -explica Ana-. El real payaso es una persona sincera, que no le tiene miedo ni a equivocarse ni al fracaso. ¿Dónde está la felicidad, si no en esa simpleza? El payaso se expone para que el espectador sea momentáneamente feliz, pero para que eso suceda ofrece un acto de amor, exponiendo su torpeza, su feúra, su fracaso, su pobreza. Es un viaje completamente al revés de lo que nuestra cultura nos ha tratado de mostrar como felicidad: el éxito, la riqueza, la belleza, la tranquilidad”. Por eso, a su retorno a Colombia, Ana tenía claro que lo que debía hacer no sólo era descubrir sino también enseñar cómo ser payaso en un país donde la tragedia y la risa, en más de una ocasión van tomadas de la mano. Ya tenía algunas pistas porque su tesis de grado para convertirse en doctora se llamó El arte del clown en Colombia contemporánea, el clown un actor social y político, y la risa una forma de resistencia y de libertad. La poética en la que se basa el humor de los payasos colombianos es esencialmente política, asegura. Así que éste se convierte en un medio de denuncia muy poderoso.

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Acto cuarto. Inspiración “Me apodan Betty, la fea”, lee entre risas Beatriz Elena Castañeda. Su relato de vida es un resumen breve: que nació en 1960 en Santa Bárbara, Antioquia; que la crio una tía; que tuvo cinco hijos y que -dice ahora con voz entrecortada y semblante triste- le mataron uno. Termina. Ana la escucha en silencio, sentada en una de las sillas del aula en la que otras mujeres aguardan su turno para leer sus autobiografías, escritas con letras garabatosas en pequeñas libretas. Todos los escritos tienen algo en común: la queja triste ante la desaparición de un ser querido. Las notas de Alejandra Balbín Cano -de piel blanca, ojos inquietos, labios rojos y risa pícara- recuerdan sus años de colegio, las vacaciones con sus primos, su paso por la universidad, el nacimiento de su hijo y el momento más triste de su vida: el día en el que un grupo armado desapareció a su padre, en Caucasia, Antioquia. Su relato culmina con un inocente: “y ya”. Cruz Amparo Zapata se pone en pie e introduce su lectura con el título “Esta es la triste historia”: nació en Caracolí, tuvo tres hijos y, el 20 de noviembre del 2002, le arrebataron forzadamente a su esposo -el público, es decir, las otras mujeres, las otras víctimas, la miran en silencio y suspiran-. Cuenta también que su hijo Gabriel se tuvo que salir de la universidad, que ella hacía morcilla para pagar las cuentas y que ahora ama como a nadie a su nieto Gabrielito, pero que la falta de su esposo es un sangrado interno y eterno, que no desaparece. El coro de relatos tristes hace parte de Cuidarte, para víctimas de la violencia sociopolítica, un proyecto de profesionales de la Universidad de Antioquia -entre ellos Ana-, que propone la aplicación y enseñanza de estrategias artísticas con un grupo de mujeres víctimas del conflicto armado colombiano. Su objetivo es que a partir de la posibilidad de expresión y de creación de experiencias individuales por medio de la literatura, las artes plásticas y el clown, puedan tramitar sus duelos. Ana Milena ha acompañado a las víctimas para enseñarles cómo encontrar su propio payaso y tras varias clases, el momento ha llegado. Veinte días después de poner en papel sus

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historias tristes, las mujeres se reúnen de nuevo para ensayar su puesta en escena. Qué dirán los de tu casa cuando me miren tomando / pensarán que por tu causa yo me vivo emborrachando / Pero si vieras como son lindas estas borracheras / Y ándale, canta con fuerza Cruz Amparo, confiada de su papel de payasa y cantante consagrada. Está vestida de medio luto, pero hoy no parece la misma de hace veinte días, la que leyó “La triste historia”. La risa la dobla, le ilumina los ojos y le da confianza. Y mientras Cruz Amparo canta, las demás mujeres, también convertidas en clown, tocan instrumentos imaginarios y hacen maromas para evitar que la payasa cantante se robe el protagonismo ante el público. Sus carcajadas y las de los espectadores del ensayo, constatan que a pesar de esos recuerdos tristes de la pérdida de sus seres queridos, también pueden sonreír, hacer el ridículo y, para olvidar por un momento su luto de víctimas, pueden ponerse como nariz un pimpón rojo. Ese elemento mágico que, se puede comprobar en ellas, transforma la tragedia en pulidos y fugaces destellos que emanan felicidad. Acto quinto. Provocación “Dejad que un espíritu libre habite la nariz, y que la nariz nos habite a nosotros”. Ana cita la frase de Jacques Lecoq con tono de pastor religioso, como un mandato que entrega a una veintena de actores callejeros de Medellín. La escuchan en silencio, inmóviles en las sillas de una de las aulas del Centro Cultural Moravia, pues saben que quien les habla es una de los cuatro doctores en clown del mundo. Casi todos ellos ya han pasado por otras de sus clases, porque desde que Ana llegó a Medellín, se propuso más que impactar socialmente con su actuación, ofrecer su conocimiento, defender ese lenguaje particular del clown que se ha construido por siglos y formar, con el rigor de éste, a los payasos empíricos de la ciudad. Tororo, Clawndia, Pulga Clown y Saba, son cuatro de sus compinches más cercanas. También integran, junto con ella, Las Malagueñas, un grupo que con obras como Antimusical se ha convertido en referente de la corriente clown en la ciudad. Con un acordeón, un chelo y una flauta, las cinco mujeres,

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actrices de profesión y payasas por pasión, desafinan canciones como Macarena, A la memoria del muerto, Malagueña o Non, je ne regrette rien. Y mientras su torpeza para bailar y desafinadas voces provocan ingenuas carcajadas en los niños, los adultos entienden claramente que detrás de su vestuario, de la escenografía y sus acciones cómicas, también hay una dura crítica a la violencia contra las mujeres, los asesinatos, los grupos armados, el amarillismo de los medios de comunicación y el poco presupuesto para la cultura. Sus compañeras de actuación son, además, algunas de las primeras alumnas del Diploma de Clown que Ana Milena coordina en la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia. Empezó con éste desde que regresó de Francia y en el 2014 cumplió seis versiones, es por eso que se ha convertido en una especie de estampita de devoción para casi todos los que en la ciudad se dedican al clown. Y es justamente en ese darse, donde la cuarta payasa doctora del mundo, encuentra el sentido íntimo de su felicidad. No es, dice ella, en las carcajadas espontáneas que despierta en el público, porque en esa línea delgada entre el humor y la risa, asegura, se cruzan fuertes batallas humanas que no siempre están en el terreno de la felicidad. Por eso cuando se le pregunta si es feliz, sus ojos grandes se desorbitan y parece interpretar el papel más serio de su vida: “hay muchas personas que entre más humor manejan, más tristes están por dentro -responde-. Ese humor es una forma de luchar contra la misma infelicidad, contra ese descontento tan grande que uno puede tener por cómo funciona nuestro mundo. Es que uno no puede andar por ahí tan feliz, porque si es así, no hace nada por los demás”.

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POR POCO , F E L ICES J uan Guill ermo Romero

Muy contento, me detuve frente al edificio al ver que era ella quien limpiaba la vidriera. Haberla encontrado justo ahí era mucho más que un premio, aunque intuía que no le agradaría mi aparición. Y en efecto, cuando me vio, se entró apurada. Tengo cuarenta años y no creo que antes haya intimidado a mujer alguna. Lejos de disfrutar la situación, me sentí un infeliz al ver que el empleado de la recepción se salió del cubículo, como un resorte, mientras ella se perdía a los brinquitos por el oscuro parqueadero. ¿Qué se habrán dicho? No lo sé. En ese instante, quise explicarles que no pretendía desentrañar el porqué de su repentina negativa, que solo había ido para recordar con mayor precisión nuestro primer encuentro: la mañana en la que me dijo al despedirse, con la cabeza agachada y la cara rojita como un tomate, que me agradecía haberla tenido en cuenta; como si no fuera yo el que la necesitara a ella. Debía escribir un texto sobre la felicidad, y ese era su nombre: Felicidad Vásquez Martínez. Como ella era la palabra hecha carne, a mí solo me quedaba volverme el evangelista que relatara algunos momentos de su vida, para ver qué tanto se conectaban con esa curiosa palabra que sus padres eligieron al bautizarla, cincuenta años atrás. Cómo no regodearme en ese primer encuentro, si al ingresar ese día al edificio Centro Caracas II, el portero se demoró más en contestar a mi saludo que en lanzar el grito vagabundo que nunca le dejaron pegar a Guillermo Buitrago, el de las canciones de diciembre: ¡Felicidad, Felicidad, aquí la necesitan!

No creo exagerar si digo que tomé ese llamado con la alegría de quien ve pasar una estrella fugaz. Me sentía suertudo, máxime cuando unos segundos después, el vigilante me guiaba a través de los recuadros en blanco y negro de la pantalla del circuito de seguridad, para que la espiara a ella, sin culpa alguna, y comprendiera, además, que él lo controlaba todo allí, incluso mi felicidad. –Véala, ya viene en el ascensor –me dijo, mientras señalaba el fondo del pasillo, con la convicción de un presentador de televisión que sabe cuál cámara debe mirar al anunciar la entrada de la estrella. La simetría de esas amplias paredes, forradas en pequeños ladrillos; la escasa iluminación del parqueadero y la presencia del portero, parapetado en la barra de mármol de la recepción, vestido con una camisa mostaza de mangas largas y el pantalón, la corbata y el quepis cafés, le imprimían al lugar cierto aire de estación ferroviaria. Ahí, parado, junto a él, esperé la llegada de esa mujer de baja estatura y rostro alegre, uniformada con un vestido de pequeñísimos cuadros azules y blancos, mientras planeaba, ansioso, lo que debería decirle para volver cotidiano lo insólito. –Lo que pasa es que yo soy periodista, y como usted se llama Felicidad, a mí me gustaría… La idea es darle la voz a personas sencillas porque… Lo que yo haría es acompañarla varios días, y luego describir cómo es que limpia todo, y por eso… Ella, apenada y sonriente, escuchaba sin mirarme, hasta que por fin encontré la manera de callarme al decirle, a modo de resumen, que yo solo quería averiguar qué era la felicidad para Felicidad. Por fortuna, en vez del juego de palabras, ella vio una pregunta. –Para mí, la felicidad es haberle cogido ventaja a la mugre del edificio. Al comienzo, esos primeros meses, yo estaba deshecha. Todos los días tenía que meter los pies en una ponchera, pero ya no –me respondió, recostada al cubículo del celador. En adelante, cada cosa que decía me hacía pensar en lo cómoda que se sentía esta mujer con su trabajo. 26 vidrieras, 17 pasillos, el chut de basuras, los parqueaderos, las matas, el

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ascensor; todo estaba limpio, según sus palabras, y a mi disposición por si quería comprobarlo al instante. La felicidad de saberse eficiente le otorgaba el poder de convertirme a mí en supervisor y al portero, en periodista. –Vos, Felicidad, ¿cuánto tiempo llevás aquí? –le preguntó él. –Ya ajusté 18 años, y hasta ahora nadie puede decir algo que me dañe la hoja de vida –le contestó ella, mientras se secaba las manos en el vestido. –Pero no todo puede ser así de bonito, debés tener días tristes –la interrumpí, sin sospechar que tal perogrullada se volvería otro inventario. –Seis quimios, veinticinco radioterapias, una pastilla diaria durante 5 años. Hay que ser agradecidos con la vida, –terminó diciendo, esta vez, mirándome fijamente. Aunque sus palabras sugerían una dura historia, yo celebraba enceguecido que además de su rutina tendría muchas otras cosas para contar. Como Felicidad en su trabajo, esa mañana me sentía tomándole ventaja a mi tarea. ¿Qué tanto me interesaba ella como persona? Me pregunté varias veces mientras avanzaba por la calle Caracas, en busca de mi moto. La culpa espantando la felicidad, me respondí al concluir que esta mujer era feliz porque no cuestionaba su rutina, porque ésta le agradaba; y que además, seguiría siéndolo con o sin mi escrito. Una certeza que días después desataría en mí una tremenda angustia infantil, cuando ella telefoneó para decir que no me ayudaría más. La influencia de los administradores del edificio, los consejos de sus compañeros vigilantes o su propio raciocinio, nunca lo sabré, la llevaron a creer que su nombre y apellidos en un libro podrían traerle desdichas. La felicidad, siempre tan esquiva. Las nuevas circunstancias me obligaban a vestir de personaje a otro ser humano. No obstante, cuando les comentaba a los amigos que andaba buscando a alguien feliz, ninguno se postulaba a sí mismo. Como ellos, yo también pensaba, de inmediato, en esos seres cuyas imágenes conservamos inmodificables, a pesar del tiempo. Los payasos del colegio, los exitosos

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de la universidad, los poseídos por las prácticas orientales; esos eran los candidatos. Y algo de esto tenía Guillermo Flórez, el cobrador motorizado del plan prepago de la funeraria San Vicente, a quien recordaba como un plegable ambulante. –No se preocupe, que aquí estamos para servirle a usted y a todos los suyos –me respondió al contarle mis andanzas. Hacía unos cinco años que no nos veíamos, pero todo indicaba que aún no bajaba la guardia. La felicidad me saludaba una vez más, y en las puertas de una funeraria. Unos minutos después de haber acordado con su jefe que lo acompañaría durante el recorrido de ese día, a la altura de la Universidad de Antioquia, Guillermo me explicó que diariamente realizaba unas ciento veinte visitas. Aproveché este dato, para pedirle que se adelantara, de modo que no entorpeciéramos el tráfico, pues él se empeñaba en mantener su moto al lado de la mía. Al verlo saludar y pitarle a cuanto transeúnte nos encontrábamos en el camino, recordé que alguna vez me había explicado que su buen humor lo había heredado de su madre, de quien supe un rato después que había fallecido un año, ocho meses y quince días antes; así me lo dijo. Y de verdad, que daban ganas de creer en la genética para entender cómo este hombre de 41 años, muy parecido a Enrique, el personaje de Plaza Sésamo, comenzaba tan alegre una nueva jornada, a pesar de que hacía ocho años y medio golpeaba de lunes a sábado, en no sé cuántos barrios de la ciudad, las puertas de más de cien casas, para cobrar los 21 mil pesos mensuales que pagaban esas familias para evitar un pago mayor el día en que alguno de sus integrantes acoja el llamado de la felicidad eterna. –Buenos días, este es un saludo de amistad para usted y todos los suyos. Rosa Emilce Ibarra Durango, esta es San Vicente, la que quiere la gente –dijo Guillermo con la voz impostada, a medio camino entre la de un payaso y un maestro de ceremonias, delante del garaje abierto de la primera casa que visitamos, en uno de los callejones de los bajos del cerro El Volador.

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De allí, un hombre de unos cincuenta años, canoso, salió con el dinero en la mano; y antes de que mi amigo lo sometiera nuevamente a su retahíla de cobrador, le comentó sin más que ya no tenía razones para ser feliz. –¿Usted conoció a Sandra? –le preguntó muy afligido el cliente. –Señor, me dio una gran tristeza cuando me contaron porque ella era muy chévere y joven –le respondió él. –No alcanzó a cumplir los 38, hermano. Imagínese, 21 años con ella, y un cáncer se la llevó… –Jefe, pero usted no puede flaquear. Hay razones para seguir viviendo ¿o no? –le replicó Guillermo, mientras le ponía la mano en el hombro. –Claro, los hijos y el trabajo. –Esa es la vida, mi señor. Mire, le presento a un compañero que está viendo cómo es que nosotros los atendemos a ustedes los clientes, que son nuestra razón de ser. Ante esa presentación, me bajé de la moto para saludar de mano, mientras observaba cómo Guillermo digitaba los datos del cliente en una pequeña máquina portátil, de esas que emplean los vendedores de lotería. El señor se mostró muy agradecido con la funeraria y me preguntó si su hijo pequeño, un chico de unos ocho años, que nos miraba desde la puerta, ya figuraba dentro del plan preexequial. Guillermo, le contestó por mí y le anunció que volvería a visitarlo en un mes. Ese día recorrimos otros callejones cercanos a El Volador, las calles de Pilarica, Aures I y II, Villa Sofía, Robledo El Diamante y Bello Horizonte. Lo seguía como el patrullero inexperto que espera no retrasar a su jefe, o al menos eso sentía cada vez que me fijaba en los ondeantes banderines de la funeraria, anclados en la parte delantera de su moto: una Bóxer blanca con la imagen de una hermosa rubia, impresa en el forro del sillín, orgullosa de sus redondeados senos. Mientras avanzábamos, él seguía pitando con frecuencia, y me levantaba el pulgar cada vez que yo lo alcanzaba, como si creyera que debía motivarme. Las paradas, en unas calles cada

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vez más empinadas, eran un verdadero reto para mí porque no tenía su pericia para recostar la moto junto a una reja o un poste, o para girarla sobre el gato en cuestión de segundos como lo hizo al despedirse de una anciana que no le pagó porque, según ella, ya había invertido lo de la cuota en medicamentos. –No hay problema mi señora, primero la salud que la muerte; aquí la apunto para el sábado, ¿le parece? –le respondió mientras volteaba la moto, como si ésta fuese un animal. En la esquina había unos jóvenes que al verlo moverse con su tumbao vaquero, comenzaron a gritarle: –¿Qué más enterrador? ¿Qué hubo difunto? ¿En cuántos muertos andás descuadrado? –Él alargó su show, saludándolos con una venia, mientras me explicaba entre dientes, que por eso nadie le cobraba vacuna en esa zona. –¿Qué significa eso? –me preguntó a quemarropa. –Que te reconocen –le contesté al segundo, sin perder de vista al grupo de jóvenes que ahora rodeaba al conductor de una camioneta blanca que acababa de parquear. –No, señor. Que yo marco diferencia –me dijo como esos conferencistas afectos a formular preguntas cortas para atrapar al público. Se había olvidado por completo de la esquina, y ahora saludaba a un señor que nos recibió en las escalas de su casa, mientras se pasaba la seda dental. –San Vicente, la que quiere la gente; y ahora en asocio con la funeraria la bruja, donde el chofer maneja y el muerto empuja, ¿cómo está mi señor? –Qué va, ustedes lo que quieren es vernos muertos –le replicó el cliente al tiempo que contaba unas monedas. –Nada, mi señor. Yo no quisiera que ninguno de ustedes se ganara esta lotería. –¿Y este, es el próximo cobrador o qué? –le preguntó el señor, antes de botar la seda dental a la acera. –Apenas lo estamos entrenando, pero ahí va –le dijo, y le entregó el recibo. –Pero usted sí es muy de malas, tocarle con este personaje –me dijo, entre risas, mirándome.

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–Me extraña… me extraña que diga eso –lo interrumpió Guillermo, fingiendo haberse molestado. Un rato después, mientras tomábamos una malta en una cafetería, Guillermo tuvo que sacar sus mejores chistes para desarmar a una señora de unos sesenta años, que no paraba de comentarle que en Navidad esperaba un obsequio mucho mejor que el tradicional almanaque que solía enviarle la funeraria. Allí me sorprendió cuando me contó que su trabajo empezaba a fatigarlo. Según sus palabras, su vida había sido una carrera en permanente ascenso, pues antes de ser cobrador motorizado había trabajado en una empresa de correos como mensajero en bicicleta; había pagado servicio militar; había sido garitero y recolector de café, en Aguadas (Caldas); repartidor de sillas, para casas de banquetes; y vendedor de limones en la placita de Flórez, cuando apenas tenía once años. –A mí nadie me ha regalado nada, por eso tengo metas. La próxima es ser chofer de la funeraria y algún día, por qué no, ponerme una corbata de pintas; la que yo quiera, y no siempre éstas de fondo entero, de uniformes –me dijo antes de cambiar de ritmo y fusilarme otra vez con su tono de cobrador. –¿Y qué se necesita para eso? –me preguntó. –Tratar a todo el mundo a lo bien –le contesté apurado. –No, mi señor; la clave es marcar la diferencia, no se le olvide. Lo dijo tan serio, que en verdad, me sentí regañado. Esa tarde, cuando aún rodaba en mi Suzuki 125 por las calles de Robledo, después de haberme despedido de Guillermo, seguía riéndome de sus chistes. Su buen humor lo acercaba a la felicidad. En eso pensaba cuando una moto de alto cilindraje me alcanzó en el semáforo de la Facultad de Minas. Su conductor, a pesar de mi insistente mirada, se mantuvo arrogante, como un maniquí. –¿Semejante aparato lo hará feliz? –me pregunté. Recordé, entonces, que la felicidad es la agradable sensación de pensar en la desgracia ajena, según la definición que

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trae el Diccionario del Diablo, de Ambrose Bierce, un irónico libro que había comprado unos meses atrás en Palinuro, una venta de libros usados, ubicada en el centro de la ciudad. Allí, le pedí a Olga Lucía Echeverry, la encargada de atender los lunes y jueves, que me recomendara algún autor que tratara el tema. En el estante dedicado a la filosofía, lo primero que halló fue El sentido trágico de la vida, de Miguel de Unamuno. –Aténgase a las consecuencias; aquí no hay sección de autoayuda –me dijo, al entregármelo. La ironía no concordaba con la inocente mirada de esta mujer, de unos cincuenta años, que suele llevar su larga cabellera sobre el hombro izquierdo, y que siempre parece estar recordando algo. Esa vez, en efecto, recitó varias líneas de un poema de Walt Whitman que, según me dijo, aparecía en un libro que se vendía muy rápido cada vez que llegaba a la librería: La conquista de la felicidad, de Bertrand Rusell: “Creo que podría transformarme y vivir con los animales. ¡Son tan tranquilos y mesurados! Me complace observarlos largamente. No se afanan ni se quejan de su suerte. No se despiertan en la noche con el remordimiento de sus culpas. No me aburren discutiendo sus deberes para con Dios. Ninguno está descontento, a ninguno le enloquece la manía de poseer cosas. Ninguno venera a los otros, ni a su especie, que cuenta miles de años de existencia. Ninguno es respetable ni desgraciado en toda la ancha tierra...” –Y la gente que lee tan poca poesía… –así de impersonal me salió la confesión, a la que rápidamente le eché tierrita para preguntarle si los libros la hacían feliz. –Me consuelan, que es mucho decir –me respondió antes de aplicarse nuevamente a la corrección de los escritos de un amigo suyo, llamado Wilson Valdés, de quien dijo que podría ayudarme a entender la felicidad, más allá de la aceptación de

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la rutina diaria o el buen humor, según lo poco que le había contado de mis personajes. ¡Cuánta razón tenía! Y eso que después de estacionar mi moto delante de la casa de Wilson, situada frente al muro trasero del zoológico, y mientras avanzaba lentamente hasta la puerta, me pregunté un par de veces qué diablos hacía allí. Al tocar la puerta, también muy pausadamente, como si no quisiera entrar, oí una voz y noté que la cortina se había movido. Recordé, entonces, que Olga había dicho “parálisis cerebral”, “dificultades para hablar”, “caminó a los diez años”. Y me enojé cuando pensé que había caído en mi propia trampa; que el asunto con Wilson era de superación y no de felicidad. Cuando por fin abrieron, no pude evitar que mis ojos se quedaran con él. Estaba al fondo, sentado en el sofá. Ignoré a su madre, Ubiely Granada, que me atendió con la cortesía típica de una secretaria; el oficio en el que se jubiló. Wilson se levantó con suma dificultad para saludarme; eso sí, muy sonriente. La parálisis cerebral, originada en el parto, le había interrumpido los circuitos motrices, pero no los del pensamiento. Esa fue la primera precisión que me hizo su madre, mientras él me daba la bienvenida, pronunciando cada sílaba con la dificultad y la concentración de quien comienza a estudiar una segunda lengua. Contrario a lo que yo había imaginado, su rostro era sumamente proporcionado. Es más, sus armoniosas facciones y su brillante pelo, cortado al rape, me recordaron las caras de esos experimentados futbolistas ingleses o alemanes, (tiene 32 años) que siempre van bien peinados, a pesar del agite de los partidos. Esa tarde, su madre y yo nos alternamos para leer en voz alta los escritos de Wilson, que ella traía desde el cuarto según sus indicaciones. A mí me correspondió un libro empastado, en el que había unos cincuenta poemas; y a ella, una carpeta atiborrada con su prosa. Cuando leíamos, él se tiraba hacia atrás como si quisiera descansar; pero luego me di cuenta que su actitud era la de un felino en plena cacería. Tan pronto nos equivocábamos, saltaba para decirnos cuál signo de puntuación o qué palabra habíamos cambiado. Se los sabía de me-

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moria y cada vez que terminábamos, su cara se iluminaba con una sonrisa tan pura, que debía esforzarme para no lagrimear. No soporté más cuando me topé con un poema suyo dedicado al dedo índice, el único que usa al escribir en su computador, pues no logra controlar los demás. Mi dedo índice Trabajador incansable Tejedor de mis sueños e ilusiones Por ti, me salvo del olvido. Por ti, se expresa mi voz silenciosa… “Y yo que casi no leo poesía”; fue mi espontánea confidencia, esta vez. Al oírla, Wilson se rio con la malicia de un niño; y doña Ubiely, emocionada, me entregó una cerámica que tenía impresa una copla que él le había escrito para el día de las madres. Al devolvérsela, me di cuenta que los dos estaban especialmente juntos, con las cabezas algo inclinadas, tal como lo dispondría un fotógrafo; y, entonces, pensé que definir esto como amor filial, superación personal o felicidad, era un mero tecnicismo. Estaba feliz de estar junto a ellos. Una sensación que brotaría nuevamente ocho días después cuando lo vi agazaparse delante de unas veinte personas para vigilar que su madre leyera correctamente un texto suyo en el taller literario de la biblioteca de Belén, al que ha asistido sin falta durante los últimos seis años. La tercera vez que lo visité en su casa, hablamos de dos películas que le gustan mucho: una danesa, A corazón abierto; y otra española, Los lunes al sol. Y me confesó que casi no le gusta Jorge Franco, y en cambio, le encanta Tomás González, de quien solo le faltaba por leer Manglares, libro de poesía. Esa tarde, antes de irme de su casa, Wilson me dijo que ojalá pudiera seguir yendo, aunque sabía que yo también estaba de paso. Una dura sentencia que intenté rebatir: prometí llevarle unas cuantas películas, que juzgué de su interés. Los periodistas casi siempre estamos de paso; en eso pensaba al regresar a casa en mi moto. La culpa, otra vez espantando la felicidad, me dije al corroborar que todos estamos so-

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los, y en esa medida construimos nuestros propios encuentros y despedidas con eso que acostumbramos llamar “felicidad”; y entonces recordé que Felicidad Vásquez Martínez, la empleada del aseo del edificio, al despedirse, me había agradecido por tenerla en cuenta; mientras que Guillermo Flórez, fiel a su buen humor, me había dicho, entre risas, que ojalá no tuviera el gusto de atenderme muy pronto en su funeraria.

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E L O LVI D O D E MEMORIA Eduar d o E s c o b ar

Eduardo Escobar (Colombia). Ensayista y poeta nadaísta. Columnista de El Tiempo y colaborador en las revistas Soho, Credencial, Cromos y Revista Universidad de Antioquia. Premio Nacional de Periodismo (2000) a la mejor columna de opinión. Autor de varios libros entre los que se destacan Invención de la uva (1966), Del embrión a la embriaguez (1969), Cuac (1970), Confesión mínima (1975), Correspondencia violada (1980), Ensayos e intentos (2001). Fuga Canónica (2002), Prosa incompleta (2003) y Cuando nada concuerda, su último texto de ensayos, una guía de lecturas del siglo XX. Luis Alirio Calle. Comunicador Social de la Universidad Pontificia Bolivariana. Ha sido reportero y cronista, director y realizador de programas, noticieros y documentales para televisión regional y local. En la actualidad trabaja en el canal local de televisión Telemedellín. Autor del libro El día que fui con Escobar a La Catedral (Bogotá, 2011). Ana Cristina Restrepo Jiménez. Comunicadora Social Periodista y especialista en Periodismo Urbano de la Universidad Pontificia Bolivariana. Magíster en Estudios Humanísticos de Eafit, universidad donde es profesora de periodismo. Columnista de El Espectador y El Colombiano. Productora radial del programa Página en Blanco de Cámara FM. Autora del libro Página en Blanco (2012).

Entre las más bellas del idioma debe considerarse la palabra remembranza, que, según el fabuloso diccionario de Corominas, de un remoto lembrar, paró en membrar, verbo en uso en los tiempos del Cantar del Mío Cid. La lengua que es caprichosa dejó sobrevivir remembranza, hasta hoy, pero en cambio dejó de lado su antagónica: olvidanza, que suena igual de dulce, y dejó de usar los adjetivos olvidoso, y olvidadero, que sustantivando serviría tan bien para nombrar una cantina de despechados en plan de cura. Hace tiempos, contigua a los rudimentarios cementerios de los pueblos de Colombia existió una cantina llamada La última lágrima. La última antes del olvido que de todo se acuerda. Olvidar se entiende esencialmente con obliterar. Pero el olvido y el recordar, que es volver a pasar el hilo de los días por el ojo del corazón, son convenciones que adoptamos para entendernos. Hay mucho de ilusión en los recuerdos. Y no existe el olvido perfecto como saben los sicoterapeutas y los histéricos que les procuran el pan, en quienes los olvidos siguen influyendo a la secreta, fosilizados o en hibernación, con la vida en suspenso, perturbándoles la vigilia y haciéndoles más escabrosas las pesadillas, agazapados como la sonrisa del gato del cuento de Alicia en los intersticios de la conciencia. La conciencia, esa opacidad que para Freud constituye una ínfima parte del contenido de la psiquis. La punta del iceberg, según la analogía que le gustaba invocar al onirocrítico de Viena. A veces los olvidos ejercen una influencia perniciosa en la mente. No son tan solo lo que sobra, lo que se omite, mera basura. Tienen su propia palpitación más o menos evidente


mientras van secretando sus tóxicos sobre aquello que nos es dado percibir. En los divanes de los sicoanalistas pretenden extraerlos hacia el consciente a fin de romper las corazas de las personalidades adoloridas, necesitadas de consuelo y salud. A veces, se curan. A veces, por desgracia, resulta catastrófico. Nadie tiene la culpa. Así son las cosas. Un poeta dijo que los hombres no soportan demasiada realidad. Se atribuye a Marx unas veces y otras a Santayana y otras a cualquiera, aquello de que un país que no se acuerda de sus errores está condenado a repetirlos, pero también puede suceder al contrario. En la vida social tanto como en la vida de los individuos el recuerdo puede constituirse en una carga abrumadora, en la monstruosidad del obsesivo, y en el fanático. Los políticos, que lo saben, muchas veces insisten en sacralizarla, para convertirla en opresión instrumentada por el poder. Con mucha frecuencia las peores tiranías se asientan sobre algún mito original más o menos sospechoso de inverosímil, o sobre la osamenta de algún héroe reinventado, para que sirva de fondo a un canalla. Como no existe el olvido completo tampoco existe la memoria impecable. La memoria es selectiva. Retiene apenas fragmentos, minucias de lo que se recibe de los sentidos. Así la naturaleza nos protege de la experiencia espantosa de la totalidad que resultaría aplastante. El equilibrio del corazón, si es el corazón el que memoriza, debe mucho al cauto discernimiento entre aquello que debemos archivar y lo que es necesario mantener entre los activos del almario. Un escritor colombiano dijo que la vida no es la que vivimos sino aquello que recordamos para contarla. Y otro, en el siglo de oro de España, muy lejos, remontando las aguas del habla afirmó que la vida es sueño. Nadie sabe sin embargo con certeza si existen de verdad los sueños o son apenas un simulacro, la elaboración de los sentimientos que acarreamos al resurgir de las nieblas del reposo a la vida despierta. Algo como el aporte de la prueba de los espiritistas que alguien expresó en un famoso poema con rosa.

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Nos hemos habituado contra el consejo de Lao Tsé a privilegiar el ser sobre el no ser. Y sin embargo el ser viene del no ser, dijo el enigmático protosabio chino que nació bajo un ciruelo adornado con unas orejas enormes, de viejo, después de una gestación que duró décadas, tantas como los oscuros poemas del libro inmortal (hasta hoy) que se le atribuye. Allí dice que la ventana sirve porque es hueca. Y que la taza es útil porque es cóncava. El castellano con el vano de la puerta bordea la misma idea y rescatando la vanidad del catálogo de los vicios valida los derechos reales del estridente gallo del ego. La mística tibetana lo mismo que la del islam, y la del cristianismo católico, y la de argucias del budismo zen se parecen mucho, porque todas son el mismo método por el cual algunos se dedican a vaciarse de sí mismos, a fin de dejarle espacio a la divinidad que aspiran a realizar, en el mejor sentido de esta palabra. Hasta para Dios resulta imposible entrar en una casa llena. Los recuerdos flotan en océanos de olvidos. Como la música mide los silencios en sus alturas y sus tiempos. Ser un desmemoriado implica una carencia, un defecto que en algunas personas imprime un carácter humillante. Nadie si no es un cínico se enorgullece de su mala memoria. En cambio se admira la buena como un don de la naturaleza, como un privilegio. Aunque hay memorias perversas que bien merecen la comparación con el Purgatorio o con los lechos de ortigas. La de los rencorosos hace acopio de los malos recuerdos y acumula como si fueran tesoros las huellas mnémicas de los pasados podridos. Dicen que la diferencia entre las personas felices y las desdichadas es que unas llevan la cuenta de lo que les dieron y las otras la de aquellas cosas que en su opinión les quedaron debiendo. Las personas de memorias anchas y minuciosas, con buena retentiva y buena sangre, encantan con sus recuerdos divertidos o ejemplarizantes. Las que siempre están devolviendo la cinta de las penas resultan fatigantes a la larga con sus censos de quejas y apestan los jardines con sus tufos y no dejan subir las tortas.

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Algunos poetas solo pueden entender la existencia como un valle de lágrimas, como un enredo de injusticias, conflictos y derrotas. Críticos recalcitrantes, creen que son virtuosos por su dedicación a los melindres, a profetizar el gusano en la manzana antes del primer mordisco y a predicar la catástrofe en la victoria todavía fresca y el marchitamiento en la lozanía. El romántico tardío Julio Flórez disfrutaba imaginando el esqueleto mondo de sus novias desde el primer beso y las larvas de la descomposición en sus senos benditos. El peruano César Vallejo y el italiano Leopardi, son recordados como dos grandes poetas de las lágrimas. Hay una estética del llanto más allá de las plañideras de costumbre. Walt Whitman, el más amoroso de los norteamericanos, en la otra orilla de la percepción prefirió la oda a la elegía. Y la generosidad al constreñimiento. Y halló razones para agradecer aún en medio de los hospitales de guerra y llamó a la muerte que otros graduaron de enemiga, su querida y su novia. Tal vez bajo la influencia de los arcaicos filósofos arios que leyeron los trascendentalistas yanquis en los tiempos formativos de la nación. Para los filósofos de la antigüedad india el bien y la belleza lo mismo la disonancia del mal eran quimeras, fantasías como los dioses y los sueños y llamaron Maya o ilusión, la danza del universo, soles y lunas y galaxias de polvo. Hubo en China un rey que todas las noches soñaba que era un criado mientras su criado soñaba que era el emperador. En las descripciones tópicas de la ciencia moderna las gracias y las desgracias del olvido y de la memoria están relacionadas con intercambios químicos en las marañas del cerebro, con viscosidades de proteínas e impulsos eléctricos más o menos aleatorios, pero el materialismo basto no explica del todo los acontecimientos síquicos: ni el olvido con una disfunción en el metabolismo del aluminio, ni la capacidad para recordar con la carga genética. Aún no sabemos cuánto pesa el alma, si está en la pituitaria o en algún repliegue del músculo cordial, o si es una cosa aún por crear, una descalabrada ambición, por ahora, una hipótesis de futuro. Ni qué función tendría. Algunos parecen vivir cómodamente sin plantearse esta clase de sospechas.

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Tzvetan Todorov afirmó que la verdad, como testimonio, enriquece incluso la peor experiencia. Pero es preciso preguntarse a qué se refiere Todorov cuando habla de la verdad en un universo inestable como este, donde las estrellas que vemos quizás han desaparecido. Que el olvido definitivo convoca a la desesperación, dijo también Todorov. Y que una vida no es vivida en vano si queda de ella una señal o un relato. Pero el Tao dice, por contradicción, que el hombre sabio no deja huellas y que el hombre perfecto carece incluso de sombra. Para cierta clase de santos católicos extremos la mayor ambición es desvanecerse, extinguirse, y se emplean a fondo en el intento de aniquilar la máscara de la personalidad, renunciado a los derechos del cuerpo, a la libido, a la voluntad personal, a la palabra y hasta a su nombre de pila que cambian por otro al emprender el camino, y al final del ejercicio son sepultados bajo una cruz burda exenta de fechas arrogantes y de epitafios superfluos. Desaparecer sin dejar una impronta sobre la Tierra les basta como a Todorov lo aterra. Pero todas las personas intentan contar un cuento memorable a partir de una experiencia, por sosa que sea. El absurdo del monje es que lo apuesta todo en solitario, haciéndose al tiempo espectador y protagonista de su drama callado. Para quizás ser inscrito en el libro mayor del paraíso, separado, aparte, fuera de concurso. En un sentido la vanidad del deseo de permanecer en la memoria del mundo es legítima y benéfica. La memoria nos concede una identidad por endeble que sea, una cierta coherencia y la ilusión maliciosa del Yo, vorágine cuya historia apenas empieza a contarse y que para algunos entre quienes me cuento debió tener origen en un proceloso proceso por el cual se introyectó el ojo del Dios Único en la carne inerte. Las turbas del Moisés bíblico y las homéricas que tomaron Troya eran hordas apenas, un tejido difuso de cuerpos organizado sobre el terror a la sanción social y el miedo a la precariedad del solitario. El individuo es otra cosa, un producto demasiado nuevo en el desarrollo de la cultura.

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Una cualidad del Yo es el deseo narcisista de ser contemplado. A medida que se desarrolló la idea de la individualidad separada, o de la individuación como les gusta decir a otros, comenzaron a aparecer las autobiografías, al principio bajo el disfraz de eso que se llamó los libros de familia. Libros que escribían todos, príncipes, burgueses y zapateros remendones, y que heredaban a sus hijos mayores para que continuaran por su cuenta la crónica de la tribu, el relato de sus alegrías, penas, bodas, nacimientos y decesos. Entre los cuales a veces deslizaban los anales de la sociedad que vivieron. El pánico ante el paso de algún cometa. El júbilo ante la iniciación de otra guerra. Los armisticios apenas son tenidos en cuenta hasta hoy, salvo cuando son coronados con un juicio, una fiesta aparatosa de tribunales y una selva de ahorcados al fin. Me acuerdo de un muchacho norteamericano que en California aprendió de memoria la enciclopedia de su casa; del niño argentino que recorría el mundo hace 50 años repitiendo al revés y al derecho con la infalibilidad del idiota los nombres de los países y sus capitales, sus gobernantes, sus montes señeros y sus ríos mayores. Algunos deficientes mentales tienen una memoria escrupulosa, como la de Funes el memorioso, de Borges. Algunos convirtieron en un negocio la capacidad para retenerlo todo como esponjas. Otros, fundan los museos de los holocaustos y las infamias, hoy de moda. Para que los turistas puedan pasear con su parsimonia característica entre las viejas máquinas de tortura y por salones llenos de fotografías patéticas de hambrientos y descuartizados. San Agustín de Hipona dirigió al mismo Dios su confesión, primera autobiografía al parecer en la historia del género. Y después la autobiografía se impuso poco a poco hasta hoy cuando cualquiera a veces sin más méritos que haber sido pobre o promiscuo, como el autor de Las cenizas de Ángela, o como Henry Miller, se siente con el derecho de echarles encima a sus prójimos sus recuerdos como un vómito tibio: políticos, princesas, cantantes, bailarines, bandidos y militares. Y los compradores de libros aspiran los tufos de las sábanas ajenas con soberbia delectación, y se asoman a los vomitorios de las

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fiestas mafiosas de los Kennedy en la Casa Blanca, e imaginan lo que debió sentir en su corazón desengañado la señora Clinton al descubrir que su omnipotente marido era sometido a los calambres de una felación de pie, en su oficina oval, mientras ordenaba el bombardeo de una remota satrapía asiática. Pero nadie conseguirá que le paguen por sus olvidos en esta civilización pragmática y positivista. A veces un actor olvida su parlamento en algún escenario de prestigio y se queda con los ojos espantados, en blanco, mirando a la oscuridad de la platea. Pero se le perdona o se le manda al siquiatra. Y a veces el pequeño vacío amnésico pasa a ocupar un lugar en sus confesiones póstumas. Algunos desvergonzados exhiben a sus catatónicos en los congresos de los neurólogos y los siquiatras o los prestan por una suma convenida a los documentalistas de rarezas de la televisión científica. Vi uno sobre un hombre que una tarde inesperada perdió la facultad de acordarse. Era a la vez cómico y triste. Su mujer dijo que al principio había tomado como una tierna broma la manía de saludarla a toda hora con la misma cara de sorpresa después de años de casados. Pero pronto había dejado de parecerle halagüeño cuando cayó en la cuenta de las implicaciones que acarrearía para ambos el hecho escueto de que él se hubiera pasado a vivir en un presente sin fisuras, inmaculado, monolítico, donde no cabían ayer ni mañana. Es posible, sin embargo, que ese hombre hubiera sido regalado con la felicidad de ver a su vieja cónyuge con el mismo asombro feliz de cuando eran novios. Y en todo caso, ella se resignó a la repetición perpetua del patético homenaje que recibía como un deber. Una de las enfermedades más melancólicas de la posmodernidad es el Alzheimer, el hundimiento de la persona en el vacío, en la ausencia. Una amiga me contó cómo la había alarmado su padre cuando se descalzó y caminó a guardar los zapatos en la nevera con toda la seriedad del mundo. Después, el hombre se alejó paulatinamente hacia un territorio confuso del ser, hacia un caos de nombres cambiados y parientes traslapados. Y al fin olvidó también cómo moverse. Y acabó en una

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cosificación improductiva. Vivir es una cosa que hacemos de memoria, en memoria. O así parece. Y los árboles se repiten en los árboles. Y el universo que charlamos conserva la huella del universo que fue. La ciencia moderna, en busca del origen, rastreó el espacio-tiempo en contravía, y acabó por encontrar La Singularidad, primero, y después un porvenir implacable, en el poderoso agujero negro que guarda en el corazón de la galaxia, allá hacia donde todo tiende, para transfigurarse en una sopa increíble de espaguetis, sin escape posible, los vivos y los muertos. Entonces, supongo, la memoria y el olvido serán la misma cosa el mismo no día. Los amantes de ayer como los de hoy piden sobre todo no ser olvidados. Y en contraprestación prometen no olvidar jamás. Es comprensible. Si hasta el mismo Dios según el libro sagrado que nos sirve de sustento y de fragua se siente celoso ante la indiferencia, y amenaza y castiga cuando el olvido de las criaturas amaga. Y sin embargo, en la ambigüedad incorregible de las cosas, alguien a veces ruega por la redención del olvido. En una página de El Quijote un enamorado exclama: oh memoria, enemiga mortal de mi descanso. Al despechado más le vale acudir a la clemencia del olvido. La exacerbación moderna de la memoria está bien representada en la memoria artificial de este computador donde escribo con palabras aprendidas, conectado por las yemas de los dedos al olímpico cerebro de un servidor norteamericano que en un entramado electrónico de microcircuitos, puertas lógicas, transistores y terminales de oro y chips y tarjetas enceradas mantiene el registro de los nombres, las costumbres, las fotografías y los pensamientos de todos hasta siempre. O hasta que se vaya la luz. Pues hoy el apocalipsis depende con mucho del colapso energético. Cuando el ángel predestinado, o una cucaracha extraviada, obture el resorte del interruptor. Y todo se detenga y el mundo se quede como aquel actor de un párrafo pasado con la boca abierta sobre la oscuridad. Y el novio ya no podrá llamar a la novia luz de mi vida.

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El norteamericano Hemingway aconsejaba al escritor dejar algunas cosas en el tintero, ocultas para el lector. En eso debe consistir el arte de escribir. En saber envolver el misterio con el papel estrellado de lo evidente. Solo la ramplonería de los interrogadores de juzgado supone que es posible contarlo todo de un momento sometido a juicio. Es imposible el olvido absoluto que consiga borrarnos por completo del plan del mundo, supongo. Y supongo que todo lo que existió una vez, existe para siempre, indeleblemente. Impecablemente. Y supongo también que lo que recordamos es un pequeño compendio de imágenes fragmentarias de la realidad que la conciencia necesita retener en beneficio del espejismo del Yo, apenas las suficientes para evitar al sujeto el peso insufrible de lo objetivo que lo rebasa. Y que unas pocas veces se asoma en las experiencias oceánicas de los santos y los esquizofrénicos o bajo la influencia de algún extracto de hongos. Hace días un muchacho de mi vecindario se acercó a un grupo de amigos que lo esperaban en la plaza para hacer un trabajo de computador. Y les dijo con naturalidad, algo que a mí me sonó absurdo: qué pena, muchachos, pero se me olvidó la memoria. Con una expresión que habría sido imposible en el siglo pasado. Cuando no podíamos imaginar este día cuando algunos llevan una porción de sus memorias en el bolsillo.

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Bar Oporto 1990: e l s at u r a d o r e c u e r d o d e l pav o r Luis Alirio Call e

Camilo Andrés Jaramillo Uribe, arreglador de cadáveres en la Funeraria San Vicente de Medellín, ha vivido ya dos vidas, una que le duró hasta los veintiún años de edad y otra de la que lleva contados veinticuatro años. Pudo haber sido el muerto número veinticuatro, o veinticinco o veintiséis, de la masacre del bar Oporto ocurrida la noche del sábado 23 de junio de 1990, fecha en la que la Selección Colombia había sido eliminada por la de Camerún en el Mundial de Fútbol Italia 90. Aún lo asalta el miedo de que sea mentira que él haya sido uno de los únicos tres sobrevivientes de veintiséis muchachos que esa noche fueron tendidos en el suelo por un grupo de hombres enmascarados que sin motivo sabido dispararon sobre ellos ráfagas de subametralladoras y pistolas nueve milímetros. “Yo creo que no ha pasado un solo día sin que yo recuerde eso en algún momento, y hay días en los que me acuerdo de todo como en cámara lenta”. Bajo la lluvia de balas sufría lo que hoy le cuesta entender; entre disparo y disparo pensaba “estoy vivo, el tiro que sigue me mata”, y no moría, el balazo de la muerte no llegaba pero ellos seguían disparando pese a que la balacera duró segundos: “Sentía que estaba vivo y que en una milésima de segundo iba a estar muerto”, narra Camilo con el pudor de quien quisiera creer en la ocurrencia de algún misterio feliz que anuló la fatalidad de las balas que entraron en él. Parecería difícil creer que este experto en tanatopraxia (arte de preparar cadáveres), sobrevivió al crimen colectivo más grande cometido en el Valle del Aburrá durante la época

llamada por algunos noche espesa de Medellín, a cuenta de la guerra contra los carteles de la droga. Camilo Andrés habla con segura voz de locutor como si contara una historia que no es la suya. Serían las 10:30 de la noche de ese sábado cuando más de diez tipos armados y oscuros llegaron al bar Oporto a separar a los hombres de las mujeres para matarlos a balazos luego de obligarlos a tirarse boca abajo sobre la grama que servía de parqueadero. “¡Al piso, al piso, al piso!”, recuerda Camilo Andrés que les oyó decir. Todos los hombres presentes, incluidos los empleados de la taberna, fueron baleados. Quince murieron sobre el césped, cuatro mientras eran atendidos en hospitales y clínicas esa misma noche, y de otros siete heridos cuatro más fallecieron tiempo después; el último, Reynaldo Serna, sobrevivió varios años en silla de ruedas hasta cuando dejó de vivir por complicaciones de las lesiones sufridas en el bar Oporto, del cual era el administrador. Veintitrés muchachos asesinados, tres sobrevivientes, Camilo Andrés entre ellos pese a que recibió nueve balas, una de las cuales hizo un recorrido en forma de Z por dentro de su cuerpo. Adriana Mesa, encargada de la parrilla en el bar Oporto, recuerda que eran las diez pasadas cuando sintió que bajaron muchos carros y se detuvieron en la entrada de la taberna; algunos de los trabajadores pensaron que era Pablo Escobar y se alegraron porque en dos ocasiones en las que había ido a Oporto el capo les dio a todos propinas muy buenas. Pero instantes después llegó a la cocina uno de los clientes a quien conocían como Kalimán y -según recuerda Adriana- le dijo: “Negra, escóndanse que es la ley y nos van a matar a todos”. El hombre le pidió que lo ayudara a salir por la puerta trasera que daba a la calle, pero no pudieron huir porque varios carros habían sido estacionados para bloquear esa salida. “¡Todos pa’l parqueadero, vamos todos p’abajo, es una requisa!”, cree Adriana recordar que les oyó decir a los recién llegados. Ella y una hermana suya, más la esposa del celador y cuatro niños -dos sobrinos de Adriana y los dos hijos del

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celador-, se habían escondido en un pequeño cuarto a padecer el terror de que ya iban a llegar por ellos. Las muchachas acompañantes de los clientes, amenazadas para que no gritaran, fueron llevadas a un kiosco desde donde vieron cómo les disparaban a sus amigos. –¿No sería que fueron a buscar al que usted dice que llamaban Kalimán? –Aunque digan que fue por Kalimán, lo que uno no entiende es por qué los mataron a todos –replica Adriana. Agrega que sólo lo conocía como cliente de Oporto y que así le decían, y añade palabras para hablar del miedo que se quedó a vivir con ella. Oporto estaba situado en el costado sur de la calle 23 sur, jurisdicción de Envigado donde fueron construidas años después las unidades residenciales Alto de San Jorge, Bosque de San Jorge y Reserva de San Jorge, y cuya vía de acceso es hoy la carrera 27 C. Nada de lo que era Oporto existe, como si lo que ocurrió no hubiera ocurrido. “Era catastrófico”, recuerda Guillermo Rodas, habitante del barrio Zúñiga a una cuadra al oriente de donde quedaba la taberna en la vía conocida como Loma de los Benedictinos, la misma que separa los municipios de Envigado y Medellín en el suroriente del Valle del Aburrá. Rodas fue la primera persona que llegó a la taberna minutos más tarde de haber oído las ráfagas de las armas y los gritos de las mujeres, instantes después de que los pistoleros salieron del lugar. “Los cuerpos de los muchachos estaban arrumados como bultos de papa, en el parqueadero”, recuerda. Adriana Mesa dice haber advertido en la pared por atrás de la cocina, al otro día cuando bajó a mirar, un letrero hecho con aerosol negro: “Los ricos también lloran”. Vino dulce, trago amargo Una fotografía en blanco y negro de la entrada al bar Oporto publicada por el diario El Colombiano en su edición del lunes 25 de junio de 1990, deja ver una puerta metálica con dos alas en anjeo de alambre unidas con una cadena y asegu-

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rada con un candado. Sobre el costado izquierdo de la puerta está el nombre de la taberna, sólo la palabra Oporto en un marco circular y simple, como una banderita que cuelga. Al fondo por la izquierda se ve la construcción, parte de ella en forma de bohío con techo de paja, y por el centro un sendero que hace pensar en la entrada a una casa de campo. La fotografía tiene un aire plomizo, de melancolía. “¡Hombre, no soy capaz de recordar!”, exclama don Alberto Castaño Escobar como queriendo decir que prefiere no acordarse. Habla con mirada tranquila y a la vez como reteniendo una súplica; se viste con camisa y pantalón sencillos propios de señor de edad y camina como si le doliera la cintura; es el padre de Juan Diego Castaño Maya, uno de los jóvenes asesinados en esa taberna. Hacía cuatro años le había comprado el bar a un amigo que decía estar encartado con ese negocio. El amigo le rogó durante diez o doce días hasta cuando don Alberto fue a conocer el sitio, donde experimentó una sensación de sosiego que lo convenció más que los ruegos del vendedor. Pensó que se lo daría a sus tres hijos -Juan Diego, Lina y Santiago- para que aprendieran a trabajar y se ganaran unos pesos, y compró el bar Oporto. Dulce y amarga es para él la palabra. Es el nombre de una ciudad portuguesa que no conoce pero que imagina gracias al sabor del vino que produce. Se le encharcan los ojos. Muchos nombraban el sitio como “taberna Oporto”. Allí solían concurrir estudiantes de familias pudientes, recuerda Camilo Andrés Jaramillo, que habla de ese lugar como “uno de los barcitos de moda en Medellín”. Él cree ser el único que no tenía en sus planes ir a Oporto esa noche. De hecho, ese fue el único sábado que Camilo fue a esa taberna jalado por sus amigos, pues los días preferidos para él eran los viernes. –¿Todavía lo asalta algún miedo? –A veces como que me siento culpable de haberme salvado, y me pregunto: “¿por qué me salvé yo y por qué se murieron los otros?” –dice Camilo, mirando como si buscara ayuda.

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“Cuando ocurrió esa cosa no volví a trabajar, no me importó nada, no volví a hablar con nadie… Hombre, me encerré en la casa… Los negocios abandonados, hombre”, se queja el dueño de Oporto, don Alberto Castaño. Era propietario del Restaurante Monserrat -especializado en comida internacional y situado en la variante Las Palmas a menos de un kilómetro del Hotel Intercontinental de Medellín- y del restaurante Capilla del Mar en el barrio El Poblado detrás del Centro Comercial Oviedo. Este último, más tarde, se llamaría Palos de Moguer. El sábado de la masacre salió de Monserrat a las siete de la noche. “En esa época había mucho atentado, mucha inseguridad; la gente salía poco, los negocios estaban flojos”, dice, y recuerda que en el trayecto hacia su casa, situada en el sector de La Aguacatala en el barrio El Poblado, se encontró con tres retenes de policía y ejército. Por la eficacia de esos retenes y otros que había en diversos sitios de la ciudad se pregunta cuando siente el asedio de la nebulosa de dudas sobre la masacre en la que mataron al hijo, por cuya liberación hacía ocho meses había pagado a delincuentes comunes que lo secuestraron y lo hicieron sentir a él -el padrecomo el peor de los humillados. Adriana Mesa recuerda que muy pronto después de la matanza llegó la Policía, motivo de crítica entre lo que se comenta siempre en cualquier parte donde el tema sea el suceso atroz de la Loma de los Benedictinos en Envigado: que ¿cómo habiendo varios retenes para llegar a cualquier sitio esa noche, a los asesinos no les pasó nada? Llegaron, entraron, mataron y se fueron, y jamás hasta hoy se ha conocido noticia de que se haya capturado y procesado a alguien por la masacre del bar Oporto. “Fue un acto tan demencial que uno siempre se preguntará: ¿quién hace eso, quién hace eso?”, advierte hoy Camilo Andrés Jaramillo. El hijo mayor de don Alberto, Juan Diego Castaño, quien entre las ocho y las nueve de esa noche estaba en su casa con varios amigos y amigas -entre ellas su novia Clarincita como la nombra don Alberto-, no solía pasar mucho por Oporto. Ese sábado fue allí por sugerencia de doña Lía Maya, su madre,

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para que además de divertirse un rato le echara un vistazo al negocio. Y tal vez serían un poco más de las diez y media cuando sonó el teléfono y don Alberto oyó, por el auricular, a Clarincita: “¡Lo mataron!”. Salió enloquecido en piyama y chanclas a la calle en medio de la soledad del barrio a gritar “auxilio” como si al que estuvieran matando fuera a él. No subió a Oporto, no vio a su hijo muerto, no lo vio en ataúd, no asistió al velorio, no estuvo en el funeral. Se mantuvo durante dos o tres meses “en las nubes”, recuerda, y cuenta que sólo a los cuatro años, cuando se hizo en esa taberna abandonada un homenaje a los muchachos, supo lo que pasó. Camilo Andrés Jaramillo, que había sobrevivido a las heridas de nueve balazos, le contó. En lo oscuro la memoria En la pared justo detrás del puesto de trabajo de Camilo como gerente de Servicios de la Funeraria San Vicente, hay colgada una copia de un cuadro del artista antioqueño Jorge Botero Luján, conocido por sus pinturas de tipos gruesos y en penumbras, como guardaespaldas. Seis hombres, cada uno envuelto en su propia oscuridad, están ante el cuerpo desnudo y sin vida de una mujer, blanca como alguna madona medieval. Son los hombres un sacerdote que mira al vacío, un militar de rango con gafas oscuras, atrás de éstos un policía en traje de campaña que no mira a nadie, y tres civiles, dos cabizbajos como los detenidos ante cámaras y uno más de espaldas, sin camisa y con una mano en la cabeza. Ninguno mira a la mujer, que no tiene mirada. El título del cuadro es Madre Patria. –Camilo, ¿usted ha querido decir algo de lo que no ha tenido la oportunidad de hablar? –Pues, hombre… Que aunque se habló mucho de lo ocurrido en Oporto, al fin eso quedó como si hubiera sido un atraco en cualquier parte, como el asalto callejero a alguna panadería… Que ocurrió Oporto y después vinieron las bombas, siguieron los secuestros, luego mil cosas más, una noticia se comió la otra, un evento se comió el otro, y punto, y nos vamos saturando de ver y ver y ver, y entonces la memoria la vamos

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como ligando a muchas cosas malas. Esta es una memoria con unas connotaciones muy negativas. –¿Qué cambió Oporto en usted? –Me di cuenta de que yo sí era parte de una sociedad y de un fenómeno que estaba sucediendo; uno pensaba que eso de la violencia era para otros… Y vi que no podía seguir viviendo irresponsablemente aplazando los sueños, la vida. –¿Será que su trabajo en una funeraria es efecto de casi haber muerto? –Mucha gente piensa eso… Yo lo que tengo claro es que este trabajo me gusta, incluso desde niño, y que yo no trabajo por la muerte ni con la muerte; todo lo que hago es para exaltar la vida, para ayudar a los que están vivos. Adriana Mesa recuerda que la noche de la matanza los muchachos trabajadores del bar habían llegado como aburridos, como si les hubiera pasado a todos una misma cosa. “Uno sí quisiera saber por qué hicieron eso, porque cuando uno no sabe por qué, se pasa la vida imaginándose cosas… La vida no funciona sin explicación, mire que cuando uno es niño la única pregunta es: ¿por qué?”, dice Adriana. Don Alberto Castaño no tiene claro el recuerdo de si fue poco o mucho tiempo después del crimen de Oporto que llegó a sus manos un cartel que días antes de la masacre había alertado sobre un “sábado negro” en Medellín. Ignora si circuló en toda la ciudad o sólo en la zona de El Poblado, y habla de ello como si se tratara de una revelación y no de una amenaza. Recurrentes son sus cavilaciones en un letrero que él nunca vio y que supuestamente decía “los ricos también lloran”, en los numerosos e inútiles retenes de las autoridades por toda la ciudad, en ese panfleto sobre un “sábado negro” que alguien le hizo llegar a él después de la masacre: “Yo no te puedo decir qué personas hicieron eso porque no hay pruebas… En ese tiempo se hablaba de una ruptura con Pablo Escobar… Mataban policías, hombre… Había requisas, allanamientos, quitada de armas”, dice y esculca en su memoria. “Este es un país muy martirizado, de malos gobiernos, un país que ha crecido a la diabla… Y a nadie le preocupa si esto va a mejorar o va a

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seguir igual… Hombre, yo pienso que va a empeorar porque hay mucho odio social…”. –¿Tiene odio, usted? –Tengo odio contra lo que me hicieron a mí, y porque no hay responsables… Yo quisiera ver que se investigó, que se establecieron responsabilidades, que se aclaró por qué se hizo eso. –¿Por qué no demandó? –Yo no creo en la justicia, hombre. –¿Qué sabe de las otras familias víctimas de Oporto? –Muy poco… o prácticamente nada, hombre. Tuve dos demandas de familias de trabajadores, que porque yo tenía la culpa por no tener armas de defensa ahí… A mí me defendió un doctor muy querido. Eso aumentó la impresión en mí… Me dolía que la gente creyera que yo era el culpable. –¿Quisiera poder olvidar? –Hombre, eso es imposible… Pero la memoria es necesaria a ver si mejora en algo la conciencia colectiva, si despertamos un poquitico… ¿Cómo va uno a olvidar, hombre?, uno necesita saber quién hizo eso, qué castigo recibió, si no, esta es una memoria a medias, se siente uno impotente… Con perdón tuyo, uno se siente un güevón. El otrora dueño de Oporto hace sentir que en la vigilia y en los sueños la impotencia choca contra la atrocidad como un mar tempestuoso contra los acantilados. En sus formas de contar lo que han vivido don Alberto, Camilo y Adriana después de aquellos hechos, parece haber suficientes señales para concluir que la atmósfera que quedó ha estado invariablemente enrarecida por la desinformación, el prejuicio y el miedo, y por una suerte de desmemoria que parece propósito de sociedad y Estado; ésta -la desmemoriaentendida como actitud, y distinta al olvido, que suele ser un efecto. Camilo Andrés alguna vez oyó decir que familiares de algunos de los muchachos asesinados intentaron motivar una investigación de lo sucedido, pero que fueron amenazados y nada de eso prosperó. A causa del miedo él fue el primer sobreviviente dado de alta a pesar de haber sufrido nueve impactos de bala; a los tres

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días de la masacre ya no estaba en el hospital porque uno de sus tíos se empeñó en que fuera trasladado a un lugar donde estuviera más seguro. Sin embargo él pensaba que no lo buscarían para rematarlo porque ni él ni nadie les vieron la cara a los pistoleros. Ya en Oporto habían intentado rematarlo y los asesinos se fueron convencidos de haberlo hecho. “Estuve consciente cuando dejaron de disparar. Sentía un dolor muy fuerte en un brazo. De pronto empezaron como a rematar. Alguien llegó a darme patadas, yo estaba volteado como de medio lado y tenía los ojos abiertos -yo no sé cómo piensa uno en esos momentos pero imaginaba que si los cerraba creerían que estaba vivo-; entonces el tipo se agachó con la pistola, o una metralleta, no me acuerdo qué, y me golpeó la cara y me disparó en el pecho. Después le dijo a otro: este hijueputa gordo ya viajó, y se alejó”. No retuvo la imagen del arma con que el hombre le disparó en el pecho, ni siquiera recuerda si la vio, pero momentos antes había visto que los asesinos tenían pistolas pietro beretta y subametralladoras UZI. Conocía de armas porque solía ir a practicar a los clubes de tiro Cazadiana y Los Ánades, muy mentados en Medellín. Camilo dice creer que la masacre del bar Oporto fue cometida por lo que él llama “un tercero” con el propósito de crear caos, producir pánico. Su sentimiento es que aquel fue un acto sumamente demencial como para haber sido cometido por alguna fuerza armada del Estado, y le parece que los mafiosos siempre han tenido un modo muy particular de proceder en casos como ese: saben por quién van, no acaban con todo el mundo. La que a muchas personas les parece ausencia sistemática de investigación de hechos como el de Oporto, y en consecuencia negación de información oficial, suele propiciar especulaciones, zozobras, prejuicios que finalmente generan más pavor que los mismos zarpazos del terror. El miedo era en realidad casi el habitante más notable en Medellín en 1990. A menudo las noticias daban cuenta de matanzas de muchachos en esquinas de barrios populares sin que de los victimarios se supiera nunca nada, y de asesinatos de

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policías, ordenados, según la información hasta hoy vigente, por Pablo Escobar como modo de responder a la guerra que emprendió el gobierno contra el llamado Cartel de Medellín en respuesta al terrorismo que los autodenominados Extraditables desataron con pavor y sangre para presionar la abolición de la ley de extradición de colombianos a Estados Unidos. Don Alberto Castaño recuerda que entonces se decía que la Policía estaba ofendida por los asesinatos de uniformados y porque no hubiese por ello manifestaciones de la ciudadanía, como si los policías no le dolieran a nadie. Camilo Andrés hace un repaso de cosas ocurridas para referirse al vacío de una memoria saturada de oscuridades. Echa mano del miedo para explicar la actitud de muchas víctimas de la violencia que prefirieron dejar el dolor quieto para no provocar nuevas acciones de los favorecidos por la impunidad. Habla casi sin querer acordarse pero con la indignación a flor de piel a cuenta de lo inaceptable. El arreglador de cadáveres en la Funeraria San Vicente -oficio que quizás procure a Camilo Andrés la sensación de hacer con la muerte lo que no pudo por las vidas de sus amigos, y que acaso mitigue en algo esa extraña “culpa” de ser sobreviviente- hace sentir que a cuenta de cosas como la de Oporto la memoria de la gente está poblada de miedo a lo que pueda suceder y a que no se sepa nada después de lo que sucede. La nuestra -habría dicho quizás si la pregunta alzara la mano- es una memoria plomiza, llena de pavor y de melancolía como la foto de la entrada al bar Oporto después de la noche del sábado 23 de junio de 1990.

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L o s fu n e r a l e s d e l a casa grande Ana Crist ina Rest repo J i mén ez

Es posible que una noche, no muy lejana, Eugenia Echavarría de Echavarría, se aleje con lástima, cierre bien la reja de ingreso a su casa y tire la llave a la alcantarilla. A pesar de sus apellidos que evocan un pasado glorioso, hoy su figura no dista de la vieja Irene, fugitiva de la Casa tomada de Julio Cortázar. Madre de nueve, abuela de veintiocho y bisabuela de treinta y uno, a los noventa y ocho años, Eugenia ha conocido el desasosiego de la muerte lenta del cónyuge y la súbita del primogénito, la espera de un secuestrado, la impotencia ante un suicida. Pero también ha ayudado a servir noventa y pico de almuerzos -con sus respectivos abrazos- en un día de la madre. Cada jornada en su taller de artesana es una victoria en su duelo contra los designios del calendario. La historia de Eugenia es la misma de Algeciras, mansión septuagenaria de estilo español morisco construida en El Poblado, en lo alto de una colina que lleva el mismo nombre. El lujoso caserón de la década de los cuarenta, en la actualidad luce como un palacete en decadencia, acosado por la humedad y la falta de mantenimiento, sitiado en todos sus flancos por jóvenes gigantes de ladrillo y cemento. Escondido de la mirada pública. Desde los albores del siglo XXI, los descendientes de Eugenia comenzaron a vender las viviendas construidas por la familia en la pendiente de Algeciras. En 2012, firmaron un contrato que estipula un plazo para que la casa materna pase a manos de una compañía urbanizadora. Hoy, la dueña original, lúcida y vital, ha emprendido la cuenta regresiva para abandonar el que ha sido su hogar durante las últimas siete décadas. ***

Eugenia Echavarría Arango nació en Envigado, bajo el techo de Papá Castor y Mamá Vira, sus abuelos maternos. Hasta los siete años vivió en La Estrella, donde estudiaba con las Hermanas de la Caridad y dedicaba sus ratos libres a hilar cabuya en la finca. Con sus padres y siete hermanos se mudó para Medellín, la familia buscaba una mejor educación para los hijos varones. En las vacaciones, temperaba donde los abuelos. Con “las jaramillos” y “las arangos” iba de paseo a la quebrada La Ayurá, detrás de los árboles cubrían su pudor con batas largas y grises de Oxford, y salían a las carreras a darse un chapuzón. La nana Anselma, que jamás se metía al agua, supervisaba a unos vecinos para que formaran un charco con piedras. Una vez lista la piscina natural, gritaba: “¡Ahora se largan, que estas muchachitas se van a bañar!”. Eugenia quería ser monja. Estudió en el Colegio Departamental, a los 18 años, ya preparada para vestir los hábitos, el papá le pidió que trabajara en su nuevo almacén: desconocía las intenciones de su hija. El padre Restrepo, confesor de la joven, le aconsejó ayudar un tiempo en el negocio como agradecimiento por los sacrificios paternos. Después podría ser Hermanita de los Pobres. En las calles de la Tacita de Plata, las señoritas de clase alta se paseaban con el estilo austero de la posguerra, influenciadas por el garbo lejano de Wallis Simpson: sombrero cloché (tipo campana), peinado de raya en medio, falda por debajo de la rodilla, cadenas largas, aretes pequeños. Con la galantería de un rey dispuesto a abdicar al trono, los señores de chaleco y camisa de puños, les coqueteaban con un ligero toque en el ala del sombrero. A diferencia de la mayoría de las mujeres de su época y clase social, Eugenia trabajaba y no usaba aretes (nunca lo ha hecho). El día en que recibió su primer pago, compró pendientes para sus hermanas: con hielos y un pedazo de corcho, ella misma les perforó el lóbulo de las orejas. Años después, lo haría de nuevo con sus nietas. “¡En ese almacén me robó Faustino!”. *** MEMORIA

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Faustino Echavarría Lotero nació en El Retiro, en el oriente antioqueño, y fue criado por su abuela. Delgado, de tez blanca y perfil perfecto, su mirada candorosa evocaba la de Tyrone Power en la gran pantalla. Sus trajes formales y sobrios, y el gesto desprevenido de quien no reconoce su propia belleza, hacían que Faustino pareciera un oficinista sobreviviente de La Gran Depresión. A pesar de que sólo estudió hasta tercero de primaria, fue constructor y escribió varios libros, Recuerdos de mi vida, Universo de poesías y El hombre en su ruta; fue el propietario de una tenería y de la fábrica de calzado AGO: Adelanto, Grandioso, Original. Fue en la zapatería de la calle Colombia, donde se enamoró de su prima Eugenia, cajera, contadora, dieciocho años menor que él. En medio del ajetreo, una tarde le entregó “una boletica”: “Hemos compartido en el trabajo con mucha cordialidad, espero que compartamos formando un hogar”. El 4 de junio de 1939 se casaron en la iglesia de San José. No hubo fotos porque así lo quiso el novio. Pasaron la luna de miel en la finca de don Ricardo Escobar. En la mano derecha, Eugenia conserva la argolla de matrimonio con una inscripción en letra cursiva y sin fecha: Faustino Echavarría *** En la casa de Eugenia jamás fueron rezanderos. Aunque su padre insistía en que “a los curas hay que oírles la misa y sacarles el cuerpo”, matriculó a sus hijas en el colegio católico de María Auxiliadora. A finales de la década de los veinte, vivían en la avenida La Playa. Todas las mañanas, en la carrera Caldas, Eugenia y sus hermanas se encontraban con una prima y una de sus tías, nueve años mayor: “Ella era la que nos gamoneaba y regañaba”. En una caminata matutina hacia el colegio de las salesianas, un hombre salió de un zaguán y les “sacó el pájaro”. La tía las agarró con fuerza de la mano… ¡y salieron despavoridas! “Mi tía no estudiaba mayor cosa, le dio un paludismo muy fuerte -recuerda Eugenia-. El médico había aconsejado que

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no la mandaran a estudiar, que la dejaran hacer lo que quisiera. Mamá Vira fue donde las salesianas, y una italiana, María Rabaccia, le dijo: Mándemela, aquí la ponemos a hacer lo que ella quiera”. La tía era la mejor en la clase de bordado, pero su gran don era pintar. Hace más de medio siglo, llegó a Algeciras cargada de pinceles y pintó un fresco en la pared del comedor: el mural de Eugenia. Con tonos verdes y brochazos gruesos, plasmó un bosque con los troncos inclinados hacia la derecha, como empujados por el viento. Sus raíces aéreas y zancudas los asemejaban a los árboles de mangle, rodeados de pequeñas flores y arbustos. Al fondo, unos pinares en tonos claros, tal vez por efecto de la perspectiva, el impacto de la luz. La parte inferior de la pared, con revoque “perlita” (como gotas de esperma), estaba separada del mural por una moldura. *** A finales de la década de los treinta, el mapa de la ciudad presentaba un crecimiento en sentido norte. El río Medellín estaba rectificado desde el puente de Guayaquil hasta Colombia, y recién se había aprobado su continuidad hasta más allá del puente de El Volador. La Estación de Cisneros del Ferrocarril era la gran terminal de recepción de carga importada y por eso, en torno suyo, entró en auge Guayaquil con sus bares, cafés de tangos y rancheras, pensiones para viajeros, depósitos de mercancías y la popular Plaza de Mercado. En aquellos días, los habitantes de Medellín comenzaron a colonizar El Poblado de manera permanente, no solo con fines de recreo. El Banco Central Hipotecario impulsó la urbanización con más de cuarenta casas, construidas detrás de la iglesia de San José. Aquel pequeño barrio honró con su nombre a quien fuera el gerente del banco, Julio Eduardo Lleras. Faustino buscaba un lote grande donde sus descendientes pudieran edificar en el futuro. Al suroriente del Valle de Aburrá, divisó una colina pródiga en árboles de naranjas y mangos, cercada por pomares en la cima. A esos parajes, propiedad de

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don Antonio Uribe, se llegaba a través de un camino de herradura que culminaba en la hacienda El Rosal. Abajo, el tranvía pasaba con dirección sur. El pasaje costaba cinco centavos. El terreno era difícil, sus desniveles fueron aplanados a punta de tractor. Una tarde, el nuevo dueño llegó a revisar la obra en su Chevrolet verde modelo 41; después de un chaparrón, tuvieron que soliviar el carro entre varios trabajadores. Las llantas patinaban sin cesar en el lodazal. Faustino era un gran lector, Eugenia leía en voz alta para él. Después de una lectura sobre la vida de Napoleón Bonaparte, la pareja decidió que la loma se llamaría Algeciras. Sin consultar detalles con su esposa ni con ingenieros profesionales, Faustino hizo los cálculos, trazó los planos de una casa de estilo ecléctico con influencias mudéjar, definidas por los arcos en la fachada, la fuente del patio y el uso de azulejos en la decoración. La estructura jamás sufrió, ni siquiera con los terremotos de 1979 y 1992: las primeras fisuras asomaron con la edificación de las torres aledañas. Desde el primer instante, la vivienda contó con sistema de luz eléctrica. 10-105 fue su primer número telefónico. No contaba con servicio de acueducto. Con el lote, don Antonio Uribe entregó el derecho sobre media paja de agua. La colina tenía un nacimiento natural que fue atesorado en un pozo de piedra, el cual desapareció en 2003 con la construcción de La Valvanera, una torre de 17 pisos. *** “Para que todos vivan / en ella / hago mi casa / con odas / transparentes”. Pablo Neruda. A la hora del desayuno del 4 julio de 2014, en el comedor de la casa materna, falleció el hijo mayor de Eugenia. Estaba a punto de cumplir 74 años. Alejandro, el niño fundador de Algeciras, tenía un año cuando entró por primera vez a la vivienda. Faustino se levantaba temprano para ir al trabajo. Eugenia se quedaba con el bebé, confeccionaba vestidos, se dedicaba al hogar.

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La primera muchacha que trabajó al servicio de los Echavarría en Algeciras fue la negra Ana. Nego, como la llamaban los niños, estuvo veinte años con la familia hasta que se marchó para formar su propio hogar. Sin embargo, no es quien más ha permanecido en la casa... Desde hace 44 años, María Esneda Garcés se encarga de la dentrodería y la cocina; puesto que vio crecer a los hijos de Eugenia, para ella es inevitable dirigirse a cincuentones veteados de canas como “niño David” y “niña María Eugenia”. Igual de hacendosa es Marina Berrío, con 42 años en la colina de Algeciras. Cuentan que a los siete años, Pedro era muy flaco, su mamá “no le ponía calzones corticos por pena de mostrar esas piernas”. El doctor recomendó que le dieran de comer parva. Fue así como contrataron a Rosita, una vieja panadera: una vez al mes, con una arroba de harina, preparaba mojicones, pandequesos y pan. El olor de la parva en el horno que penetraba todos los rincones de Algeciras, pareció obrar como un hechizo sobre las Echavarría, quienes se dedican en la actualidad a organizar cenas para recepciones y a la panadería, bizcochería, repostería y confitería. Algeciras fue tomatera, tuvo una huerta variada y una granja, con gallinas, yegua y vacas lecheras. La etapa como “hacendada” de Eugenia no resultó muy exitosa: un amigo le prestó un torete para que preñara a una de sus vacas, con tan mala suerte que un toro del lote vecino brincó la cerca y mató de una cornada al semental. Los perros han sido compañeros permanentes: Alecu, Rey, Ronchis, Coco, Lunar, Chiquitín. Entre los caninos entrañables de Algeciras están Dalí, al que los nietos llamaban “el mariguanero” porque “era medio menso”; y Polo, guardián mordelón que llevó a la policía a las puertas de Eugenia para que “respondiera” por las fechorías de su perro. Timoteo y Ciro -un schnauzer que ladra hasta el cansancio en la presencia de desconocidos- son las mascotas actuales, las últimas de la casa.

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En sus días de mayor esplendor, la prensa local retrataba la belleza de Algeciras. En Navidad, la familia fabricaba faroles de cartón dentro de los cuales encendían velas. Como una horda de luciérnagas, luces mínimas cintilaban en los arcos de la fachada principal y en los árboles, trepaban por los rieles que coronaban la colina. La gente se reunía en el lugar que hoy ocupa la avenida El Poblado para admirar los alumbrados. En Algeciras, Faustino se enfrentó inerme a unos ladrones cuyas balas no lo alcanzaron. A los seis años, Margarita Rosa fue mordida por una rata mientras dormía. Patricia y Cecilia, las “muñequeras”, cumplieron el sueño de tener su propia casita de ladrillo y cemento para las muñecas (más grande que cualquier apartaestudio en El Poblado). Los novios hacían visita en el salón del piano. La madre activaba un reloj despertador para que los pretendientes “recordaran” marcharse temprano. Sin duda, el verbo “cuidar”, en todas sus formas, es el que más conjuga Eugenia. En un estante de su oficina mantiene un vademécum de bolsillo, decenas de fórmulas médicas -la más antigua es del 28 de octubre de 1986- y anotaciones sobre los usos de distintos medicamentos. Desde los doce años, la matrona de Algeciras hizo sus pinitos como enfermera, practicó una cirugía “casera” en un pollo herido en la huerta de su casa: “Se volvió un gallo hermoso… eso sí, con un torcidito en la nuca”. El paciente siguiente fue su hijo Francisco. Siendo muy niño, sufrió una caída que le dejó una cortada en la frente. Lo suturó sin anestesia, la cicatriz apenas se nota. *** A partir de los años sesenta, la mansión empezó a parir casas nuevas para los hijos de Faustino y Eugenia… con cada nuevo anillo de compromiso llegaban los maestros de obra. Sólo una hija, “Geña”, dejó el hogar y la ciudad. Hizo su vida en Bogotá. Como Eugenia, Algeciras también tiene hijas lejanas: Algeciras de la montaña, en Fredonia; Algeciras de las Rocas, en San Pedro; Algeciras del mar, en el corregimiento Piénsalo

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Bien (Sucre); y Algeciras del viento, en San Francisco (Estados Unidos). El chat familiar de WhatsApp se llama Manicomio Algeciras. La casa ha sufrido cambios como la sustitución del techo original por una losa. Esa especie de terraza trajo como consecuencia una humedad persistente: sobre la pared del comedor, se precipitaron nubarrones sepia que marchitaron los árboles del mural de Eugenia. El muro fue abujardado. Resanado. Pintado de color ocre. Decorado con un espejo rectangular de marco dorado y un bodegón. Del fresco quedan tres imágenes amarillentas de Foto Leonardo: dos de una quinceañera que sopla las velas en su pastel de cumpleaños, y otra de la misma agasajada posa con sus hermanas menores. El mural, atrás. La tía que pintó el bosque, la misma que vio nacer a Eugenia en Casablanca, la casona de los abuelos en Envigado, se llamaba Débora Arango. El hito del arte colombiano del siglo XX, se acercó al muralismo en el taller de Pedro Nel Gómez y en la Escuela Nacional de Bellas Artes, en México, bajo la dirección del maestro Federico Cantú. “Alegoría a los cultivadores de fique” (1947), el fresco que fue trasladado desde el edificio de la Compañía Colombiana de Empaques a las oficinas de Almacenes Éxito, permanece en la memoria colectiva como el único mural en la producción artística de la maestra. Y no es extraño: en el entorno íntimo y anónimo de una casa de familia como Algeciras, las paredes no hablan… susurran. (La tía Débora pintaría otro mural para su sobrina. No quedan ni las fotos). *** Sin ayuda para caminar -con suficiente orgullo para no delatar esfuerzo en sus movimientos-, Eugenia deambula en su oficina.

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Impregnadas con el olor de los recintos a puerta cerrada, las paredes están cubiertas con diplomas y decenas de fotos familiares impresas en papel Bond. Sobre el escritorio: un sacapuntas de manivela, una calculadora, una crema de manos Seduction, una estampa de la Madre Laura. El almanaque permanece abierto en el primero de enero. Eugenia no necesita usar gafas permanentes. A los 52, le recetaron lentes para lectura, y hace un par de años perdió el ojo derecho en una operación de cataratas. El ojo izquierdo le basta para dominar su reino, identificado con la nomenclatura 42B-7. Eugenia, que solía guardar un revólver, ahora es la centinela de las llaves y las finanzas de la casa. La “abuelafeliz90” abrió una cuenta de correo electrónico a los noventa años, si alguien le menciona cuentas por pagar, ordena: –¡Mándemelo al computador! Con prudencia, Mario Zapata, su chofer desde hace 22 años, entra al despacho: ―Cuénteme, doña Eugenia, ¿usted no tiene una cita para hoy? ―Sí, con el odontólogo, pero es a la una y tres cuartos. No usa agenda. Su conversación fluida revela un banco de memoria jamás imaginado por Steve Jobs o Bill Gates, a sus treinta y un bisnietos los llama… por el nombre. Camilo, Benjamín, Matías, Vicente, Helena (con hache), Eugenia, Sofía, Juan, María Paula, Nicolás, Juan Simón, Pablo, José Miguel, Juan Andrés, María del Mar, Elisa, Felipe, Emilio, Pedro, Daniel, Juanita, Valeria, Sara, Sabina, Susana, Amelia, Lorenzo, Luciano, Primavera, otro Luciano y Elena (sin hache, en gestación). Es probable que en un siglo estas letras estén en manos de Elena (sin hache): la marca indeleble de los Echavarría es la longevidad. Samuel, el abuelo paterno de Eugenia, murió de 101 años; la tía Mercedes, de 103; Faustino, de 97, la misma edad de las tías gemelas, Teresa y Esperanza, quienes fallecieron con una semana de diferencia. La familia se reúne las noches de los jueves y los domingos a la hora del almuerzo. El día que Algeciras ha recibido más

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visitantes fue en 1998, la noche en que Juan Gonzalo Penagos Echavarría, nieto de Eugenia, recobró la libertad después de diez meses de secuestro. A cuentas rápidas, fueron 250 personas. Dos años después, el dolor volvería a colarse por la reja. Un día santo del año 2000, Eduardo Nicanor Restrepo Echavarría, decidió poner punto final a su historia. Tenía treinta años cuando hallaron su cuerpo en la terraza de la abuela. *** Embebido en la escritura, Faustino dio la bienvenida a su jubilación. Eugenia corregía sus textos, organizaba los apuntes. Los primos esposos jamás compartieron una cama doble, tenían unas gemelas. Dormían juntos en una sola. Hace dieciocho años, en una mañana lluviosa, Faustino se quedó dormido y no volvió a despertar. En un costado del espaldar, la viuda mantiene tres camándulas, la oración a San Expedito y una foto de su marido, viejo, despojado de la belleza de la mocedad. Intacto el candor de su mirada. Cuando el reloj de péndulo de Algeciras marca las siete, Eugenia se sirve “un amarillito”: el ritual de compartir un whisky Sello Negro con su adorado Alejo, se ha convertido ya en un hábito solitario. El padre Restrepo tenía razón. Aquella muchacha trabajadora que le ayudó a su papá en un almacén, sí pudo ser hermanita de los pobres. A su manera. El gran orgullo de la dueña de Algeciras es una gallina de pasta con plumas pegadas. En los últimos cinco años, esa alcancía ha recogido más de 50 millones para la Fundación Perpetuo Socorro. Desde 1963, dona mercados, ha entregado casa propia a sesenta y dos personas, y construyó y dotó la biblioteca pública Karina Arango en el corregimiento Piénsalo bien, cerca de Coveñas. Con la delicadeza de la filigrana, Eugenia decora mesas de regazo, servilleteros, estuches de tijeras para cocina, portavasos. En su taller, cose vestidos para niña en una antigua Pfaff 130. Todo, para la venta. Todo, para la Fundación. Entregar casas propias a unos. Entregar la propia casa a otros...

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En una carta del 7 de enero de 2014, la firma Coninsa Ramón H. S.A. notifica el inicio de la construcción de la Torre 3 del Proyecto Finito. Algeciras debe ser desocupada antes de diciembre de 2014. Es medio día. Suena la sirena del almuerzo para los obreros. Cesa el escándalo intermitente del taladro, el demoledor, la piloteadora. El silencio es hondo sin los estruendos súbitos del desencofre de las losas. Sin los gritos. En el patio trasero, las tórtolas, canarios costeños, azulejos, carpinteros y la reina de Saba, reclaman un rocío de arroz cocinado. Un niño de cinco años cruza el umbral de la reja de hierro forjado, la puerta de entrada de Algeciras: ―¿Dónde conseguiste ese juguete tan bonito?, –curiosea la bisabuela mientras le acaricia las mejillas. ―En una fiesta, –responde Lorenzo. ―¡¿Y por qué no me invitaste?! ―Es que en la invitación decía: es-ta fies-ta-no-es-pa-ravie-ji-tas. “Quisiera vivir en medio de este esplendor de fuerza, sol y poesía. Pero tal vez no”, escribió Gonzalo Arango. A solas en su taller, Eugenia Echavarría de Echavarría presume que la belleza de Algeciras ha sido casi perfecta, que la felicidad ha tenido allí su reino, pero también una muerte melancólica. Como el poeta nadaísta, ella reconoce que el corazón necesita ausencias… Una llave está a punto de caer a la alcantarilla.

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HACER U N D U E L O P i e dad B o n n e t t

Piedad Bonnett (Colombia). Licenciada en Filosofía y Letras de la Universidad de los Andes y profesora de esta universidad desde 1981. Tiene una maestría en Teoría del Arte, la Arquitectura y el Diseño en la Universidad Nacional de Colombia. Autora de los libros Después de todo (2001), Para otros es el cielo (2004), Siempre fue invierno (2007), El prestigio de la belleza (2010), Lo que no tiene nombre (2013), obras publicadas por Editorial Alfaguara. Leticia Jaramillo. Estudió Administración de Empresas. Varios de sus cuentos han sido publicados en los libros de memorias del taller literario de Asmedas y de la Universidad de Antioquia. Autora de la novela Mi negro hábito (2014). José Andrés Ardila. Periodista de la Universidad de Antioquia. Ha publicado cuentos y textos periodísticos en las revistas El Malpensante, Revista Universidad de Antioquia, y en los periódicos El Espectador, Universo Centro y El País, de Madrid.

Aunque menos que muchas otras, la palabra duelo resulta una palabra gastada por el uso indiscriminado o banal. Decimos a veces, por ejemplo, que el país está de duelo porque ha muerto una figura insigne -Gabriel García Márquez, por ejemplo- o porque ha ocurrido una tragedia nacional que a todos nos conmueve -el arrasamiento del Palacio de Justicia, la muerte accidental de un grupo de niños- pero en este caso creo que sólo puede hablarse de tristeza, de un enorme pesar colectivo. La palabra duelo, en su acepción más precisa, implica trauma, desgarramiento y sensación de vacío, y se da -de manera fundamental, pero no única- cuando perdemos a alguien por quien sentimos amor o profundo afecto: los padres, un hijo, un hermano, nuestra pareja, un amigo o tal vez un maestro. Y digo “sentimos”, en presente, porque lo que sucede en esos casos es que, aun desapareciendo la persona, el sentimiento amoroso persiste en nosotros, como ese dolor fantasma del que saben aquellos a los que se ha amputado un miembro. No poder poner el afecto donde siempre se puso, con todas sus manifestaciones y cuidados, saber que ese alguien o algo falta, es lo que desencadena la pena y con ella el duelo, un proceso que por lo general es largo y complejo. Pero también puede haber duelos, no por alguien sino por algo que para nosotros significaba mucho, como la libertad, la juventud, la belleza, la salud, la biblioteca presa del fuego, el perro que vivió con nosotros varios años, o el lugar de origen, como pudo pasarles a los nativos del desaparecido Armero. Pensadores como Freud y Lacan se han ocupado del tema del duelo, y filósofos, sicólogos y psiquiatras y académicos lo


siguen analizando desde sus particulares lenguajes, a menudo desde un lugar tan lejano a la experiencia que deviene jerga inextricable, puro análisis conceptual para académicos. Yo no podría -ni quisiera- hablar del duelo como ellos, sino de manera menos sistemática, más intuitiva: la del escritor que se interesa vivamente por las experiencias más hondas de lo humano, y la de la persona que ha vivido un gran duelo y se ha visto urgida a leer y reflexionar sobre la muerte y sobre la pérdida para poder transmitir a otros esa vivencia. Y así comenzaré por decir que no creo que haya dos duelos iguales, porque en todo dolor incide enormemente la circunstancia, y ésta siempre es modificada por numerosos factores, entre otros por el hecho de que el sujeto que sufre la pérdida es único en su modo de percibir el mundo. Por esta razón, y aunque los expertos y estudiosos pueden hablar de los distintos estadios del duelo, de las distintas formas de asumirlo o de superarlo, un duelo siempre es una experiencia única, sutil en sus matices y finalmente intransferible. Hay duelos parciales y duelos absolutos. Los hay, por ejemplo, iluminados por una pequeña esperanza: el de la madre o la esposa del desaparecido, que se sobresalta con el teléfono o que está atenta a cualquier información de prensa, a cualquier rumor, porque en ellos puede estar contenida la verdad, la que la alentará a seguir esperando o la hundirá para siempre en la pena; el del que cuida a un ser querido atacado por una enfermedad irreversible, y que sueña con que vuelva a la vida corriente, a la normalidad; y el del desterrado que añora volver a su tierra o el de aquel que ha sido abandonado por su pareja y alberga la ilusión de que cambie de parecer y regrese. Algunos de estos son duelos progresivos, anticipados, que hasta cierto punto preparan a los deudos para hechos definitivos, y entre estos podríamos contar también el de los que han empezado a hacer duelo por sus propias vidas: el de los desahuciados, el de los que en silencio planean o contemplan la posibilidad de su suicidio o el de los agonizantes que saben que se están despidiendo de la vida. Pero el duelo absoluto, inapelable, sin

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resquicios, es el causado por la ausencia definitiva, por la certeza de la muerte del ser querido. Jamás sabemos, hasta que no llega el momento, qué tanto estábamos preparados para un duelo. ¿Pero es que es posible prepararse para un duelo? Pues sí: algunos -pocos seguramente- vislumbrando la muerte cercana de alguien amado, pueden llegar incluso a acudir a ayuda profesional para llenarse de valor a la hora de los hechos. Otros, los que han vivido de manera más introspectiva y reflexiva o en mayor relación con el dolor o la muerte, podrán pensar que están mejor armados para soportar la ausencia definitiva de un ser entrañable. Y sin embargo, ni los unos ni los otros -ni tampoco los que parecen ir por la vida desentendidos de la muerte propia o ajena- pueden garantizar cómo serán sus reacciones más íntimas, porque, entre otras cosas, cada duelo es un misterio para la misma persona que lo vive: nunca sabemos enteramente cuándo ha terminado de veras, nunca sabemos a qué profundidades corren sus aguas y qué peligro corremos de que cualquier día se desborden. Cuando experimentamos la muerte de alguien cercano, cuando nos abocamos a su misterio, al “nunca más” al que se refiere Poe en su poema El cuervo, podemos llegar a experimentar un dolor tan ciego que nos lleve a la desesperación o a algo semejante a la locura. Si no sabemos salir de ese estado, habremos caído entonces en lo que los psiquiatras llaman “un estado patológico” o un duelo no resuelto: ya no sólo sentiremos el vacío que el otro ha dejado sino que nosotros mismos nos sentiremos vacíos y nuestra existencia perderá sentido. La presencia del ausente se apoderará entonces de nosotros, se meterá en todos los resquicios de nuestra cotidianidad, nos poseerá hasta hacernos perder la capacidad de interactuar con el mundo. Algunos de estos duelos sin mesura han sido recreados por la literatura y el cine: el de Juana la Loca, por ejemplo, quien en 1506, abruptamente, perdió en Burgos a su marido, Felipe el Hermoso, que acababa de ser consagrado soberano de Castilla por las Cortes reunidas en Valladolid. Enloquecida de dolor, y recordando que el deseo de su amado rey era que

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su cuerpo fuera enterrado en Granada -salvo su corazón, que debía ir a Bruselas- esta desdichada y desquiciada reina hizo exhumar sus restos y comenzó un periplo azaroso por los caminos de Castilla, con un séquito enorme al que ordenó que las travesías fueran sólo en las noches, y en el que demoró ocho meses sin que llegaran jamás a su destino. Célebre es también ya no un duelo de muerte sino de amor, el de Adèle Hugo, quien, rechazada por un militar, Albert Pinson, que en algún momento le había propuesto matrimonio, se dedica a seguirle los pasos donde quiera que fuese, en viaje obsesivo que terminó en diez años de vagabundeo y posteriormente en reclusión siquiátrica hasta su muerte. Pero la vida es poderosa: aunque el duelo implica siempre fracturación y desencadena a menudo en la mente el deseo de entregarse también a la muerte -así sea de forma simbólica, como anclaje permanente en el dolor- la mayor parte de la gente hace su trabajo de duelo recurriendo a sus reservas íntimas y a las ayudas que el entorno y la cultura nos ofrece. Una de esas ayudas es el rito, que permite honrar la memoria del ser desaparecido, darle un lugar a pesar del no lugar que ya ocupa, y conciliar lo íntimo con lo público. Las distintas religiones han creado ceremonias para despedir a sus muertos, y han echado mano del agua, del fuego, de la palabra, para hacer de la muerte algo con significado. En ellas, el duelo recurre a lo simbólico para atenuar la pena. Casi todas esas ceremonias se hacen en presencia del cadáver, ese objeto a la vez sagrado y atroz, al que se lo suele defender todavía por unas horas de la tierra o del fuego que nos protegerán del espectáculo de su desintegración. Porque prácticamente en todas las culturas hay un mandato sagrado, tácito o expreso: los restos de un ser humano jamás deberán dejarse expuestos a la intemperie y a la rapiña de los depredadores. Ya lo mostró la tragedia griega: por desafiar la orden de Creonte de no permitir que se enterrara el cadáver de su hermano Polinices, y cumpliendo con la ley sagrada, Antígona se expone primero a ser enterrada viva y luego, para eludir el castigo, se suicida.

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Y es que a la hora del duelo, es importante contar con un cadáver, lo veamos o no. Lo otro, no tener un cuerpo para enterrar o cremar, añade al dolor el ingrediente de la incertidumbre. Es, por ejemplo, el caso de las Madres de la Plaza de mayo, o, aquí en Colombia, el de los familiares de los desaparecidos del Palacio de Justicia, o de las víctimas de la guerrilla o de los paramilitares, que reciben testimonio de otros sobre su muerte pero que jamás pueden despedir sus cuerpos. A estos duelos les falta una pieza, la que cierra un proceso y abre otro. Y por eso muchas veces vemos, en esta guerra nuestra, que parece infinita, madres, padres, hermanos, que ya por lo único que ruegan a sus verdugos es por información sobre el lugar donde reposan los restos de sus familiares, a pesar de que cuando estos se exhuman y deben reconocer en unos pobres huesos a la persona que amaron, el dolor vuelva a arreciar en ellos, a revivir el trauma y el desgarramiento. No hay duelo sin preguntas y sin culpas. Es tan grande la sensación de incredulidad frente a la ausencia -pues el hecho más humano, el de morir, es también el más inhumano- que una y otra vez el doliente se hará preguntas y reflexiones: sobre el destino, sobre las causas, sobre los detalles, sobre los significados, sobre la magnitud del dolor del que nos ha dejado. Uno se preguntará si hizo todo lo que pudo, otro si su infinito amor fue ayuda para el ser desaparecido, uno más sobre si nuestro muerto nos ve desde algún lugar, si escucha nuestras lágrimas, si no sufre ya. No en vano Jean Didion tituló su libro sobre el período de duelo de su marido El año del pensamiento mágico. La culpa no hace otra cosa que prolongar el duelo. Las reflexiones permiten que sangre de nuevo nuestra pena. Pero no creo que sea acallando a las unas y las otras por decreto como se alivia el alma del doliente. El atroz silencio de la ausencia, imagino yo, irá devorando poco a poco esos otros silencios, los de lo que nunca ya tendrá respuesta, hasta hacer que ya no nademos en un mar turbulento que arranque nuestras lágrimas sino en un mar sereno de aceptación y benevolencia con nosotros mismos. “Después de un tiempo -me consoló un entrañable poeta

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amigo que sufrió el suicidio de su padre- el recuerdo de nuestros muertos se convierte en una amorosa compañía”. A la hora del duelo por una muerte, hay ayudas distintas a las que proporciona la creencia en un mundo superior. Acudir a la muy sencilla, y sin embargo honda y difícil reflexión, sobre un orden natural en el que todos estamos inscritos, puede, por ejemplo, ayudar a los no creyentes. Pero, ante todo, cualquier muerte entraña un doble llamado a los dolientes: a hacer del duelo la oportunidad para movilizarse hacia un nuevo lugar, lo cual implica apostar por la vida, y conservar lo perdido de una manera distinta. “El duelo no es separarse del muerto sino cambiar la relación que tenemos con él”, nos dice Jean Allouch. Dos elementos son claves, también, a la hora de hacer un duelo: el silencio y la palabra. Pocas experiencias humanas son tan íntimas y solitarias. El lenguaje verbal resulta siempre pobre para hablar de este tipo de pérdida, hasta el punto de que el dolor del otro, el del allegado al muerto, inhibe nuestras frases de condolencia, por temor a caer en fórmulas o lugares comunes que nada consiguen decir de la pena. No hay palabras que logren hablar de ciertos dolores, y por tanto casi siempre son más pertinentes el silencio y el gesto. Vivir un duelo hacia adentro es algo respetable, que podemos entender. No obstante, muchas veces, para sanar verdaderamente, se hace necesaria la palabra. Esta, a través del recuento, del apresamiento y fijación momentánea de la memoria, del ritual que nombra al ausente, lo recupera. En caso de que el trauma haya sido grande, hará las veces de elemento sanador, como nos enseñó el psicoanálisis. Y está la creación como elemento salvador, como ya han hecho notar algunos. En un magnífico ensayo, que hace parte de su tesis doctoral en una universidad francesa, Flor María del Pilar Cifuentes, después de hablarnos de las dificultades del duelo contemporáneo en tiempos de lo que Allouch ha llamado “la muerte seca”, nos recuerda como “en la historia de Occidente moderno la literatura ha funcionado como un catalizador del dolor personal y colectivo frente a la muerte”: “En el rito tradicional -nos dice- era el acto propiciatorio el que funcionaba

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como motor de la dinámica entre pulsión de vida y pulsión de muerte, pero en el tiempo de la “muerte seca”, sin respuesta posible del Otro, este acto propiciatorio ya no tiene sentido. Así, no queda al sujeto otra posibilidad que el acto creador, su versión individualizada, donde el centro intrapsíquico parece coincidir con la introspección moderna del duelo”. Y sí. Cuando lo definitivo se nos impone, cuando no hay recuperación posible, cuando caminamos extraviados buscando de dónde asirnos para no sucumbir definitivamente al horror y a la tristeza, de repente podemos vislumbrar una lucecita salvadora. Esa lucecita pareciera estar afuera, pero siempre está dentro, y se llama pulsión de vida. A veces toma, por fortuna, la forma de la creatividad, que “es justamente eso: un intento alquímico de transmutar el sufrimiento en belleza”, como dice Rosa Montero. Y bien sabemos que la belleza salva.

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L AS M U ERTES D E SARA Let icia Jaramillo

Norma Tres palabras están ligadas a mi ser: vida, enfermedad y muerte. Creí que siempre sería primavera o verano en mi vida. Lo había tenido todo, había disfrutado cada momento como el único sin pensar en nadie más, sólo en mí. Me gradué de abogada y luego conseguí ser una profesional exitosa. Después el amor, un ir y venir, hasta que llegó el hombre con quien compartiría mis días. Carlos Sánchez recibió de mis labios: “Te acepto a ti como mi esposo…”. Disfrutamos nuestros primeros años de matrimonio, sin pensar en la obligatoriedad de construir una familia con hijos. Luego, cuando ya estuvo en nuestros planes traer una vida, esa vida no llegaba. Vida: primer asunto. A través de la unión de nuestros cuerpos no llegaría, fue el dictamen médico. Creo que no tuve ni tiempo de apesadumbrarme pues, cuando menos lo pensé, el asunto ya estaba resuelto. Adopción fue entonces una palabra clave, una que no alcancé a meditar, a digerir, y que dejó que muchos opinaran sobre qué hacer o no. La única condición que puse fue que recibiéramos una niña recién nacida. Mi maternidad floreció más rápido que cualquiera, tuve un mes para prepararme y acoger a esa hija, nacida del vientre de otra mujer. Exámenes, chequeos, revisiones. Carlos estuvo atento para asegurarnos de la buena salud de nuestra pequeña. Yo nunca quise ver a la madre. Al llegar la hora del nacimiento, me encerré en una oficina de la Clínica

León XIII, donde él era jefe de Recursos humanos. La ansiedad me recorría. Mi madre me decía que me calmara. Fumaba un cigarrillo. Iba y venía de un lado a otro. Después de mucho esperar, en la puerta apareció Carlos con un brillo que aún no conocía en sus ojos, y que pude vislumbrar después en momentos importantes de nuestra hija. Me miró fijamente y me dijo: Ya nació. Esperé para poder pasar a la sala de neonatos. Caminé por el pasillo como si recorriera miles de recovecos con mi mente. Al llegar, me pusieron una bata larga y un tapabocas. Miré cada bebé, sin saber cuál era el mío. La enfermera me indicó, me acerqué, la detallé en segundos, conté sus deditos y tomé sus manos en las mías: –Te estaba esperando, –le dije. En ese momento nuestra conexión fue perfecta. Mi estado de mujer es maternal y, al lado de aquella criatura, lo pude comprobar. Después de salir de la clínica entré en pánico. Miles de pensamientos, miedos, angustias, terror y hasta un delirio de persecución se apoderaron de mí. Yo no estaba preparada; me encerré más de tres meses en casa aprendiendo a ser madre. Pedí una licencia no remunerada además de las vacaciones. A partir de allí di un vuelco frenético a mi vida, no fui capaz de volver a una oficina para dejar a mi hija al cuidado de cualquiera. Esa vida era todo cuanto quería cuidar, y no quería perderme un solo minuto de su existencia. Todo fue placentero y gratificante hasta sus siete años: verla crecer, aprender, reír y jugar; saberla nuestra y amarla como sólo una madre y un padre saben hacerlo. Enfermedad, segundo asunto. Una noche Sara me pidió que la dejara hacer un cambuche al lado de mi cama. En principio me negué, pero sus ruegos no me dejaron otra opción que aceptarlo. Dormíamos cuando un golpe en la cama me despertó, miré al suelo y vi a Sara convulsionando. Grité espantada, Carlos saltó por encima de mí. Salí del cuarto en medio de gritos. Fui a la sala a pedirle a Dios que nos ayudara, rogué y rogué que no se la llevara, que era nuestra pequeña, que no me negara esa felicidad. Al rato vino Carlos con ella en sus brazos. Exigí llevarla a la clínica, aunque él no lo consideraba

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necesario. Exámenes, chequeos, evaluaciones, al final ningún diagnóstico claro. Volvimos a la casa después de cuatro días, con una normalidad extraña para mí. Mi ser de madre intuía que algo no estaba bien. Su cuerpo empezó a debilitarse con rapidez. Al día siguiente, al despertar, noté sus pies y sus manos caídos, no sostenía ni un lápiz entre sus dedos. Corrimos al hospital. Al llegar, en sus ojos no se veía más que la esclerótica, por su boca salía babaza y su cuerpo entró en una rigidez escalofriante. Exámenes, cuidados intensivos, evaluaciones y juntas médicas determinaron que Sara no tendría ya ninguna posibilidad de vida. Una meningoencefalitis con muy mal pronóstico fue el dictamen final. Pasábamos las horas sin poder dormir, esperando que nos trajeran la noticia de su fallecimiento. Carlos se paró junto a su cama en más de una oportunidad para despedirla, pero una mañana decidió que si ya la ciencia no tenía nada qué hacer, buscaría otra opción. Llamó a un médico bioenergético muy reconocido y le pidió ayuda. Él fue hasta la clínica, la revisó, concluyó que el hilo que unía a Sara con la vida estaba muy débil y que sólo nos restaría esperar que ella decidiera si quería quedarse o partir. Tuvimos varias sesiones de trabajo familiar en las que le expresábamos a Sara todo nuestro amor. Un día, horas más tarde de la terapia bioenergética, la vimos quedarse relajada y tranquila en su cama. Después, como despertando de un sueño, volvió a nosotros y fue incorporándose de nuevo con su cuerpo y su mente. El parte médico era que Sara empezaría de cero, como un bebé. Al mirarnos Carlos y yo, fue como hacernos la misma pregunta: ¿Era esto posible? Su muerte ya había sido sentenciada en más de una oportunidad durante los casi cuarenta días que estuvo hospitalizada en la Clínica Las Américas. Así que Carlos lo quiso corroborar, me dijo: Monita, levantemos a la niña de la cama y pongámosla a caminar. La agarramos con fuerza, uno a cada lado, y la pusimos a que diera algunos pasos. Movía sus piernas rígidas como un soldadito pero se sostenía. La paseamos un rato y luego Carlos me pidió que la soltara. Caminó sola

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y sin problema. Algunos se atrevieron a decir que fue un mal diagnóstico, pero para mí fue un milagro, un regalo a nuestros ruegos, escuchados en las alturas. Regresamos a la casa. Al entrar, abrazó a su mascota con fuerza y se dirigió a su cuarto. Pensamos en llevarla a una institución para que trabajaran en su desarrollo pero según la recomendación médica, lo más conveniente era su espacio escolar, junto a sus amigas y profesoras. Las fue recordando una a una, con sus nombres y apellidos. Fue un proceso paulatino. Una mañana se puso inquieta al ver que sus compañeras sacaban los cuadernos de sus pupitres y en el suyo no había nada; corrí a comprárselos y los llevé a casa, le di un marcador de colores y le pedí que pusiera su nombre en la hoja. Escribió Sara, grande y vistoso. Ese fue el comienzo de los pocos días que tardamos para que volviera a la normalidad. Fue una niña activa, sociable, comprometida con las causas sociales, respetuosa de toda condición humana, fiestera, amante de la música. Desde muy pequeña sentenció que iría a estudiar a una universidad de los Estados Unidos. No sabíamos cómo, porque los costos serían excesivos para nosotros. Cuando llegó el momento, lo arregló todo, buscó su beca, organizó sus documentos y proyectó sus planes. Nunca estuve de acuerdo. Era una madre aprensiva con mi hija, no quería que se fuera, me daba miedo, sí, mucho miedo de que algo le sucediera; pero entre el padre y ella terminaron por convencerme de que no podía truncar sus sueños. Todas las piezas de ese rompecabezas encajaron perfectas. Así fue en busca de su muerte. La palabra que me faltaba, muerte, y por segunda vez para ella, pero en esta ocasión sin retorno. Ya no puedo hablar de esto, es demasiado doloroso para mí, no puedo encontrarme de nuevo con ese momento. Donde se encuentre, sé que Sara debe estar gozando de una paz y serenidad absolutas, ese espacio siempre será mejor que estar aquí, tengo esa certeza, y aunque en ocasiones la siento cerquita de mí, porque he tenido su olor en mi nariz, aún duele mucho. Debe ser egoísta de mi parte, pero tengo que aceptarlo,

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aún no estoy lista para soltarla. En este punto, yo no puedo volver a mirar de frente esos recuerdos, sin adentrarme en el sufrimiento y las lágrimas fluyan como un río por mis ojos. Sólo este amor que nos mantiene unidos a Carlos y a mí, el acompañamiento de la familia y esa fe férrea en Dios nos dan la fuerza. Esa palabra, muerte, es tan difícil de digerir… Carlos Lo de Sara fue una lección maravillosa que nos ayudó a entender que hay algo más allá del cuerpo, sutil, mágico y hermoso; que la invocación divina nunca puede quedarse de lado, y que existen muchos seres que nos ayudan en este trasegar. Sara, a sus casi ocho años, inició su proceso de partir, pero regresó ante nuestros deseos para permitirnos disfrutarla un tiempo más. Días después de salir de la clínica, nos fuimos de paseo a un pueblo en el oriente. No sé por qué extraña razón, al pasar por el cementerio, detuve un poco la marcha del vehículo; me quedé mirando los ángeles en el pórtico, el jardín y las bóvedas blancas. Con ligereza, comenté que hacía mucho tiempo no entraba a un cementerio y, de inmediato, Sara se levantó para mirar, y empezó a contar el episodio de la siguiente manera: –Cuando yo estaba en la clínica, mi abuelo me llevó a uno, –dijo. –¡Ah! ¿sí?, –expresé, sin dejar que mi voz entrara en el escepticismo–. ¿Y cómo fue eso?, –le pregunté–. Ella narró el suceso con la inocencia de quien refiere un momento ya vivido: –Un día mi abuelo me llamó, yo estaba en la cama de la clínica y abrí los ojos cuando oí su voz. Me levanté, él extendió su mano y yo me agarré de ella fuertemente. Caminamos por corredores, bajamos escaleras; él busco la salida. Al llegar a una calle nos detuvimos, miramos de arriba a abajo que no vinieran carros y atravesamos con rapidez. De frente, nos encontramos dos puertas altas, él soltó mi mano y las abrió. Luego volví a aferrarme a él y caminamos por un sendero de

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piedra. Llegamos a un lugar que tenía unos ángeles como esos y un jardín de rosas, florecido. A su alrededor había una cantidad de cajones blancos, como esos que se ven allá. El abuelo me dijo que fuera y leyera los nombres en cada cajón, que si encontraba mi nombre en alguno de ellos, me metiera allí y me quedara dormida. Yo salí corriendo y leí todos los nombres que había en los cajones. Al terminar, volví donde el abuelo y le dije que mi nombre no estaba en ninguno de ellos. Él, entonces, me tomó de nuevo de la mano y me dijo que debíamos volver. Caminamos de regreso hasta el cuarto, volví a quedarme dormida, hasta que desperté. No puedo afirmar a ciencia cierta qué pasó, pero estoy seguro de que ella decidió regalarnos un tiempo más. Uno que ya se fue cumpliendo cuando entró en ese deseo incontrolable de irse a estudiar afuera. Sentía que no podía cortarle las alas. Sí, la ayudé todo lo que pude para que cumpliera su sueño. Cada cosa encajó perfecto, sin un problema qué resolver, sin una sola dificultad. Ella iba a cumplir una cita con el destino, era inevitable. Mi amigo del pregrado -especialista en los Estados Unidos- se comprometió a seguir su tarea de padre y a cuidarla para que afianzara el inglés en un instituto de su ciudad. De allí partiría luego para ingresar a la universidad de Truman en Missouri. Se fue llena de esperanzas, sueños y ganas de devorarse el mundo. En nuestra época, nos moríamos de miedo con el hecho de pensar en alejarnos del nido, ahora los jóvenes van lejos con su mente y su corazón. Vea pues esta cita con la muerte. Llevaba casi un mes en los Estados Unidos. La Monita se quejaba de que nos tenía olvidados; pero así son los jóvenes. Hablábamos con ella por Facetime. Estaba feliz. Una noche, a eso de las doce, sonó mi celular. Extrañado, contesté. Al oír del otro lado la voz de mi amigo anegado en la desesperación y pidiendo a gritos que me fuera pronto, salí de mi estado de sueño. Le sugerí que se calmara, pero ya se sentía un naufragio cuando gritó, es que tu hija se me está muriendo y te tienes que venir. La marea se hallaba ya en el punto más alto, ese punto

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que te nubla, que te zambulle en lo más hondo, para dejarte en la oscuridad. Nos levantamos, buscamos el tiquete más próximo, empacamos algo en una maleta. Acordé con la Monita que iría primero y que la mantendría informada. Esperamos a que fueran las cuatro de la mañana para salir hacia el aeropuerto. Nos despedimos en medio de una incertidumbre que galopaba a gran velocidad por nuestras mentes. Un viaje de horas, uno que parece el cruce del mundo entero. Al llegar al aeropuerto, mi amigo me estaba esperando. Nos dimos un abrazo y subimos al vehículo con rapidez. En medio del desasosiego, anhelaba que un puente nos lanzara en segundos hasta la puerta del hospital, pero no, éramos parte diminuta del tráfico, parte de una red de desesperaciones que se tejen de un auto a otro. Agobios, preocupaciones, en un andar detrás el uno del otro, en un detenerse ante la luz roja y seguir, sin saber hacia dónde te llevará la luz verde. –¿Cómo fue? –Le pregunté, con una desazón desmedida. –Se fueron al cine, –dijo. Todo estaba normal. Después salieron a casa de unos amigos, era una reunión habitual. No creo que hubiera mucho licor, por lo que cuentan mis hijos. Sara bebió algo, después de un rato dijo que se sentía un poco mal y se recostó en una silla. Para todos, ella estaba dormida. Ya se hacía tarde y debían volver a casa. Llamaron a Sara y no respondía, me telefonearon y les dije que se vinieran de inmediato. La subieron cargada al vehículo y la acostaron en la silla trasera, quedó boca arriba, mientras conducían, Sara vomitó. Al estar en esa posición, no logró defenderse de su vómito. Llegaron a casa, cuando la recibí, le tomé de inmediato los signos vitales y estaban perdidos, le di reanimación mientras llamábamos a emergencias. Me sostenía la cabeza sin saber en qué pensar. –¿Cuánto tiempo pasó? ¿Cuánto tiempo pasó? –Le pregunté enloquecido. Él repetía con desazón: –No sé cuánto tiempo pasó. Los dos sabíamos que pocos minutos eran suficientes para un gran daño neurológico. Al llegar a la unidad de cuidados intensivos, me aproximé a

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Sara, besé su frente, le recordé que ya estaba a su lado, estaba seguro de que lo sabría. Tantas veces transitando estos espacios, pensé; tantas veces viendo partir personas de toda índole; pero como parte de un trabajo, de un hacer, nada propio. Recordé en esos momentos a la pequeña que fue lanzada del piso dieciocho de un apartamento en El Poblado. La recordé allí en su batalla por la vida, una batalla perdida, y después salir a notificar su situación a los medios de comunicación, salir y dar un parte médico como oficio. Se apesadumbraba el alma, claro que se apesadumbraba ante el dolor ajeno, pero es ajeno, sólo te habita unos días, luego se va, porque llega otro y otro más. Ahora era estar del lado de quien padece el dolor. El neurólogo llegó a realizar el examen físico. Me paré a su lado, esperé, observé. Cuando sacó la linterna para mirar su ojo, me ubiqué detrás, vi la luz dirigida a su pupila, estaba midriática. Me llené de espanto, una nube paramuna me recorrió de pies a cabeza, en mi mente chasquearon las palabras de mi hija cuando se molestaba conmigo: “Muérete y multiplícate”, pero no era yo quien estaba muriendo, era ella. A dónde viajan las palabras, a dónde se va cada una con el equipaje de emoción que enredamos sobre ellas, acaso es un búmeran que retorna sobre sí mismo, acaso no se disuelven con el viento. Me lo había preguntado, pero nunca había tenido una respuesta tan contundente. Llamé a Norma lleno de incertidumbre y dolor, y le dije que debía venirse. Quién da explicaciones por una bocina. Ella tomó el primer vuelo que pudo. Al llegar nos fundimos en un abrazo arropado de angustia y de miedo. Ella se acercó a la cama, le besó la frente, olió sus cabellos, le dijo que la amaba. El dictamen estaba hecho, Sara tenía muerte cerebral, la decisión que debíamos tomar era si la desconectábamos o no. Uno de los médicos nos explicó la situación, nos propuso donar algunos órganos de Sara. Nos miramos, Sarita lo había contemplado en varias oportunidades, sin dudarlo dimos el sí. Y entonces volvieron a resonar en mí aquellas palabras: “Muérete y multiplícate”. Debían hiperventilarla para preservar los órganos que se-

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rían retirados, era un procedimiento que podría llevarla a un estado de choque, en el que su sistema cardiorrespiratorio podría responder. Entramos en unos minutos de incertidumbre aplastante. Por nuestras cabezas rondaban cientos de hipótesis, si respiraba, si no, si despertaba, si se iba, cómo quedaría, cuál sería su estado, si queríamos soltarla, si no debía irse, si quedaría como un vegetal, qué vida le esperaría a ella y a nosotros. Todo terminó cuando el médico sentenció que Sara estaba muerta. Ahora Sara había emprendido ese viaje del no retorno. Era algo desgarrador saber que sólo saldríamos con lo que quedaba de ella en una cajita. Dejar su ropa, sus cosas y regresar con la ausencia de su voz, sus sonrisas, sus sueños. Acostumbrarnos a estar sin ella. Norma Y ahora habitar este eterno presente, con un vacío que agobia día a día. Sólo una cosa me da alivio, saber que Sarita nunca supo que era adoptada porque yo nunca tuve las herramientas para enfrentarlo. Carlos se negó a que se lo dijéramos, tuve miedo por momentos de que se enterara y lo reclamara. Mi corazón de madre sufría mucho. Alguna vez lo preguntó, pero yo me salí con mis cuentos y nunca más volvió a mencionarlo. Sé que no puedo encerrarme y debo permitir que mis acciones maternales vuelvan a ser parte de mí. Estoy yendo al Hogar de Elena y Juan, me vuelvo madre para ellos. Quise acoger a uno de los pequeños en mi casa y brindarle una familia, pero esto no funcionó, él tiene una familia que lo reclama. Seré una madre para todos, es lo mejor. Carlos estaba un poco afectado, con mi entrega a ese pequeño, ahora hemos entendido que nuestro mundo está entrelazado el uno con el otro. Tras la muerte de Sara se notificó a la universidad de Truman que ya no se haría uso de la beca. La persona que nos ayudó en este proceso informó lo sucedido. Los directivos de la universidad condolidos, nos dieron la noticia de que en nombre de Sara otorgarían algunas becas para jóvenes. Hemos trabajado el asunto, me he reunido con la organización Aspaen, la

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organización a la que pertenece el colegio en el que estudió Sara, para que entre ellos y la universidad se firme el acuerdo. Convenio Sara Sánchez, ese será su nombre. Además, estoy trabajando para formar una fundación que llevará también su nombre. Me siento comprometida a ayudar a todos aquellos que sufren con una enfermedad que espera un donante de órganos, una enfermedad que espera por la vida o por la muerte. Por eso estas tres palabras vinieron a formar parte de mi ser: vida, enfermedad, muerte. Quiero hacer conciencia entre las personas de que donar un órgano es dar la posibilidad a otro de continuar su camino en la existencia. Sara fue parte de la vida, en otras personas. Nada es perpetuo. Aunque a veces sienta que este invierno se hace largo dentro de mí y que su frío me posee más de lo normal, llegará la primavera, claro que llegará.

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TO D AS S U S M U ERTES José An drés Ardi l a

Ana recuerda con claridad el momento en que pensó por primera vez que su padre era un hombre muerto. Sucedió cuando estudiaba periodismo en la Universidad de Antioquia y debía hacer una entrevista en un inquilinato de Niquitao, frente al cementerio San Lorenzo. Y como aquella tarea consistía en visitar un barrio del que había oído historias espantosas, a Ana no le quedó más remedio que buscar la ayuda de su papá. Entonces, en algún instante al pie del inquilinato, con la cámara fotográfica colgada a su cuello, el papá escoltándola, y al frente, la vista del cementerio (las bóvedas como ventanitas oscuras de una mansión en decadencia), Ana, a sus 20 años, hizo una revisión fugaz de la relación con su padre, y creyó que, tal vez, él estaría mejor allá enterrado. En realidad, empezó a morir cuando Ana tenía 12 años, pero entonces ella no tenía forma de saberlo. Ana vivía con su familia en Puerto Boyacá. Vivieron antes en Bello, luego en Apartadó y luego en La Ceja. Se mudaron de La Ceja a Puerto Boyacá porque a Jorge, su padre, le ofrecieron administrar la sucursal en ese municipio de una distribuidora de pollos. A Ana la conocí en la universidad. Fuimos compañeros de clase, luego amigos y luego me enamoré de ella. La conozco desde que tenía el pelo fucsia, encendido, como una lucecita de neón. En aquella época todavía llamaba a su papá “papá”, y yo pensaba que era una niña tonta. Varios años después (el pelo de Ana ya era negro), fui testigo de la repentina transformación de su padre en Jorge.

–Quién es Jorge –le pregunté. –El papá de mis hermanos –dijo ella. En Puerto Boyacá, esto habría sido impensable para Ana. Había acabado de nacer Santiago, su hermano menor, cuando los enviados de la distribuidora de pollos descubrieron a Jorge bebiendo con los empleados en horario de trabajo. Lo despidieron de inmediato. Después, en despecho, se desbocó tanto con la bebida, que una artritis en las piernas lo postró rápidamente en una cama. Irleny, la mamá de Ana, fue entregando cosas de la casa como pago a las deudas que solo Jorge conocía. La nevera, el televisor, la estufa, la cama matrimonial de madera negra, los muebles de la sala. “¿Qué le sirve? Lleve lo que quiera”. Y un día, cuando ya no hubo nada para intercambiar con los acreedores, Irleny cogió silenciosamente la calle y nadie tuvo noticia de ella en horas. Bien entrada la noche, hizo una llamada desde Medellín y prometió a sus hijos que mandaría por ellos tan pronto como pudiera. –¿Y mientras? -le preguntó Sebastián, el hermano mayor de Ana-. –¿Qué hacemos con Santiago? Está muy chiquito. –Entiéndanme –dijo Irleny. No puedo sentarme a esperar a que nos muramos de hambre. *** A Ana le gustan las cosas con muchos botones y procedimientos complicados. Se le facilitan, más bien. Por un lado, tiene cierta inexplicable torpeza para las situaciones más simples, como planchar una blusa, levantarse a tiempo para ir al trabajo, limpiar una mancha en la cocina sin tener que lavar cada centímetro de la casa. Por otro, posee una habilidad extraordinaria para lidiar con los trámites engorrosos de las instituciones públicas, resolver acertijos dificilísimos y manejar aparatos electrónicos complejos. Hace unos días, me dijo: –Jose -porque me llama Jose y no José-, he estado pensando mucho en algo. –¿En qué? –le dije.

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–En que pienso demasiado las cosas. Y yo solté una carcajada. Pero no era un chiste. A Ana le afecta de verdad y en la misma proporción cada una de sus preocupaciones cotidianas. Cada problema puede orillarla a la desesperación, porque para ella cada problema es todos los problemas. Una dificultad para hacer alguna tarea del trabajo puede convertirse en símbolo de su dificultad para cumplir con la gran tarea de vivir. Una pelea con una amiga es apenas una muestra de su imposibilidad para conservar el cariño de cualquier persona. –Es que todos se van -dijo alguna vez-. Vos también te vas a ir. –A todo el mundo le pasa –le dije. –Pero lo mío es distinto. La gente se va de mí porque se cansa. Mis amigos, mi mamá, mis hermanos… Mirá a Jorge. –¿Querés recuperar a Jorge? –No. –¿Qué harías si él decide volver? –Me voy yo. –¿Y si se mete a un tratamiento? –Acá entre nos -dijo-, yo ya no quiero que Jorge cambie. A mí no me importa. Ese man está muerto. –Sin embargo, te afecta –le dije. –No, sólo me interesa no vivir con él -dijo-. –¿Quién quiere vivir con un muerto? Ana Carmona es una mujer de hábitos. De rituales incomprensibles. Tiene un calendario en Google para cada detalle de su vida. Lo agenda todo y cumple poco. Lleva una cuenta rigurosa de cada peso que se gasta y se gastará. Tiene un sistema de deudas basado exclusivamente en los favores que da y recibe. “Los favores son más valiosos que el dinero”, dice. Hace listas sobre cualquier cosa. Y nada, nunca, está lo suficientemente organizado para empezar a hacer algo. No tolera un cuadro torcido ni la caída asimétrica de un mantel ni cualquier distribución de la mueblería de una casa -propia o ajena- que no se ajuste a sus estrictos parámetros de orden. “Si yo fuera presidente -dice-

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, mandaría a botar todos los vasos picados del país”. A veces quiere ser editora y a veces cuentista y a veces periodista de moda y a veces cineasta o directora de arte y a veces experta en comunicación digital. Cada día que no es completamente una cosa o la otra, representa solo un centímetro más de profundidad en ese pozo infinito de angustias varias. Y entonces dice: “Ya estoy vieja, ya no fui, mejor morirme”, aunque Ana solo tiene 27 años y a ella misma se le dificulte nombrar personas que hayan sido realmente algo antes de los treinta. Cuando su madre por fin mandó por ella, sus hermanos y Jorge a Puerto Boyacá, a Ana le pareció ridícula la idea de abandonar el colegio a mitad de año -estaba en sexto grado-. De manera que convenció a su mamá de quedarse hasta diciembre en la casa de una compañera de estudio. Al regresar, vivió un año con Jorge y sus abuelos paternos en Medellín, mientras que su madre vivía con Santiago en casa de una tía en Bello. Sebastián, por su parte, en palabras de Ana, dormía donde lo cogiera la noche. Durante ese año, Ana se dedicó al cuidado de su padre. Lo acompañó cada día en el proceso de recuperación de sus piernas. Dormía con él en la misma habitación. Le daba los medicamentos. Le pasaba la vasenilla. Se ocupaba, como una adulta, de sus propios asuntos, para que Jorge no tuviera preocupaciones adicionales. Pese a todo, no lo odiaba. “Mi papá fue el primer hombre del que me enamoré”, dice Ana. Ocupaban las horas de encierro en hacer juntos las tareas del colegio, en conversaciones inacabables sobre el futuro, sobre la familia, sobre los libros, sobre el estudio, sobre la necesidad de ser alguien en la vida. “Sea alguien en la vida”, dice Ana que le decía Jorge. Si la Ana de aquellos años hubiera tenido que culpar a alguien -y lo hacía-, habría sido a su madre. Porque huyó. Porque los dejó solos a ella y a sus hermanos. “Estaba muy chiquita y no entendía nada”. Porque la obligó a crecer antes de tiempo. La familia solo pudo reunirse cuando los tíos maternos de Ana decidieron ceder a Irleny una propiedad común en Bello,

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herencia de la abuela. La tía Diela, que vivía en ese momento en la propiedad, de regalo, dejó algunos de sus muebles viejos antes de mudarse. El tío Silvio, que además pagó los gastos del colegio de Ana, les cedió una nevera antigua. Y así, entre las cosas que fueron de la abuela muerta y los obsequios de los tíos, la casa se fue poblando poco a poco de pálidos sustitutos de todo aquello que perdieron en Puerto Boyacá. Pero la familia misma ya era diferente. *** El papá de Ana empezó a morir cuando ella tenía 12 años. Luego, a lo largo de poco más de una década, Ana fue testigo de una lenta, penosa y visible sucesión de pequeñas e incompletas muertes. El día de su primera comunión, por ejemplo, todavía en Puerto Boyacá, Jorge llegó con un guayabo terrible a la ceremonia, y el sacerdote no permitió que comulgara. A la celebración de los quince, a pesar de que prohibieron el alcohol para evitar cualquier inconveniente, apareció borracho a media noche con un litro de aguardiente en cada mano. Para el grado del colegio, había estado tomando con tal intensidad durante esa última semana, que Ana decidió ahorrarse problemas y no invitarlo. Ya en la universidad, pocos meses después de la visita a Niquitao, Ana recibió una llamada de su hermano Sebastián: –Venite para la Clínica del Rosario -dijo él-. El papá está enfermo. Tiene algo en la cabeza. El diagnóstico: un tumor cavernoso en el cerebro. Jorge pasó los primeros dos meses en observación y tratamiento. Y renegó cada minuto que estuvo en el hospital porque no entendía tanto cuidado con alguien que podía moverse sin ningún problema. Después de una semana de hospitalización, decidió hablar con señas y monosílabos. Se encerró en sí mismo. Hizo un voto de silencio para reclamar su libertad. Ana, mientras le hacía la visita, le oyó decir a un amigo por teléfono: –No, pues… acá preso, hermano.

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En la clínica, después de múltiples exámenes y juntas médicas, resolvieron dejarlo ir sin operación: Extirpar el tumor era extremadamente peligroso. Sin embargo, le recomendaron no hacer nada que alterara su presión sanguínea, incluido, por supuesto, consumir licor. Entonces, empezó la decadencia nuevamente. Jorge anunció que como podía morirse en cualquier momento y como toda la vida no había sido nada más que un borrachito, iba a entregarse a partir de ese momento y hasta el día de su muerte a una agonía feliz en el alcohol. Bebía de lunes a domingo. Invitaba a los amigos y al que se le atravesara a alegres y extensas noches de ebriedad. Y no demoraron en echarlo de la fábrica de plásticos donde trabajaba desde que recuperó la movilidad de las piernas. Un año después, avisó en la casa que saldría a llevar una hoja de vida y no volvió. Bastaron unas cuantas llamadas para averiguar que, con toda la tranquilidad y sin avisarle a nadie, había vuelto a vivir en la casa de sus padres. Y aparecieron de nuevo las deudas secretas, los acreedores en la puerta de la casa, los insultos en la bocina del teléfono, las cuentas básicas sin pagar: Los servicios de dos meses, un año del colegio de Santiago, un préstamo de diez millones del que debió hacerse cargo un codeudor amigo suyo, las tiendas del barrio, las cantinas, los prestamistas privados, el sueldo embargado de Sebastián… *** Si esta historia tuviera banda sonora, sería un vallenato de Diomedes. Ana dice que es la canción de su padre, de la pérdida de su padre más bien. La herida que siempre llevo en el alma no cicatriza. Él dijo alguna vez que cuando lograra su pensión se iría a vivir a un pueblo de la costa y bebería todo el día, todos los días, hasta que la muerte lo recogiera en su borrachera final.

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Inevitable me marca la pena que es infinita. Como su papá ya está muerto, a Ana le tiene sin cuidado lo que haga Jorge cuando se jubile. Solo quisiera no saber nada más de él. Pero Jorge es un fantasma que todavía se encuentra ocasionalmente al otro lado de la línea telefónica y “ya le paso a Santiago”, dice Ana. Quisiera volar muy lejos, muy lejos, sin rumbo fijo. Una presencia invisible en las conversaciones familiares. Un recuerdo que revive cada que visita a sus abuelos en Belén. Un papá muerto del que oye hablar aunque no quiera.

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L a d i s ta n c i a p e r f e c ta M ar i an a E n r í qu e z

Mariana Enríquez (Argentina). Periodista y escritora. Subeditora del suplemento Radar del diario Pagina/12. Autora de los libros Bajar es lo peor (Espasa Calpe, 1995 y Galerna, 2013), Cómo desaparecer completamente (Emecé, 2004), Los peligros de fumar en la cama (Emecé, 2009), Cuando hablábamos con los muertos (Montacerdos, 2013), la nouvelle Chicos que vuelven (Eduvim, 2010), Alguien camina sobre tu tumba. Mis viajes a cementerios (Galerna, 2013). Ha sido traducida al alemán, al portugués, al inglés y al italiano. Adriana Mejía. Especialista en Estudios Políticos de Eafit, periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana. Con experiencia en prensa, radio y televisión. Columnista de medios impresos y digitales. Integrante del comité editorial del portal Las2Orillas. Ganadora de dos Premios Nacionales de Periodismo Simón Bolívar, categorías crónica y reportaje y del Premio Iberoamericano de Periodismo (Madrid-España), categoría investigación. Autora del libro De tacón en la pared (Ediciones Autores Antioqueños, 1993). Juliana Paniagua. Estudió Comunicación Social y Periodismo. Ha trabajado con comunidades indígenas y campesinas en proyectos de agroecología y recuperación de relatos ancestrales sobre la alimentación, el agua y el territorio. Ha participado también en proyectos de documental. Actualmente cursa la maestría en Historia y Memoria en la Universidad Nacional de La Plata, Argentina.

1. En agosto de 2014 desapareció Melina, una adolescente de un barrio pobre del gran Buenos Aires. Supimos su nombre por la televisión y de su cara por las fotos que alguien le robó de su página de Facebook y puso en pantalla todo el día, a todas horas. Supimos que tenía el pelo corto y oscuro, con un mechón rubio sobre la frente. Supimos por videos de cámaras de seguridad que la última noche de su vida usó shorts y una campera con capucha, que se besó con un chico en la puerta de una disco, que tenía las piernas largas y una gracia inconcebible. Un mes después de su desaparición Melina apareció muerta en una bolsa de basura negra. Todavía se está investigando qué tipo de muerte horrible le dieron, si la violaron, si le rompieron la cabeza a palos. Pero yo pienso sobre todo en las fotos. Cada vez que las veo, porque las siguen poniendo en cada programa que habla de ella, de Melina, dieciséis años, pienso cuánto le faltan el respeto. ¿Quién dejó que robaran las fotos de su Facebook? A lo mejor al principio lo permitió la familia, para ayudar en la búsqueda. Incluso entonces, cuando Melina se presuponía muerta pero técnicamente podía estar secuestrada o escapada, las fotos no servían exactamente para ayudar a dar con ella. Eran fotos sexies, algo tontas; Melina dejando ver el corpiño de encaje bajo la musculosa, Melina en una selfie tomada en el baño, Melina mostrando sus piernas. Y una especialmente inolvidable, de Melina llorando. Muchas adolescentes conocen el truco. Si una se pinta los ojos con determinada cantidad de delineador negro y después se obliga a


llorar, caen de los ojos lágrimas negras, profusas, en un efecto gótico y teatral. A los programas de televisión y los diarios les encanta esta foto, que ella seguro se sacó como un chiste y ahora es un mapa de su tragedia. Siguen usando esa foto del llanto negro ahora que sabemos que ella está muerta, ahora que ya no tiene sentido conocer su cara; esa foto frente a un espejo que nunca tendría que haber salido de la carpeta personal de su dueña. Ella ya no puede decidir si quiere que estas imágenes, destinadas a sus amigos originalmente, estén en los ojos de todo el país. ¿Por qué creemos que es legítimo robar y publicar fotos privadas de una adolescente muerta? A nadie le parece especialmente horrible este juego morboso y macabro, este ver imágenes de cuerpos vivos de chicas asesinadas -de chicas: rara vez se muestran fotos de varones muertos y hay muchos y también jóvenes, pero a ellos se los respeta más-, decía, a nadie le parece que la explotación debe terminar, ni a los que ponen los videos de Melina en short en la pantalla ni a los que miran pasivamente una y otra vez la foto de la chica que llora frente al espejo. 2. Respeto. Pienso en la palabra y se me ocurre que es la distancia perfecta. Es la búsqueda de esa distancia exacta. Cuando un jefe exige respeto, cuando un intelectual grita que su palabra vale, cuando un padre demanda la atención que cree merecer, hay algo que esos poderosos no entendieron: el respeto no es afectivo. Es cálculo. A don Corleone lo respetan porque es poderoso y porque cumple con las promesas. Porque ayuda y porque mata. Es como un dios. También se lo ama, pero eso es secundario. El mafioso, el grande como Corleone y el pequeño como el chico que vende paco a la vuelta de mi casa, quiere respeto porque sin respeto se les puede ir el negocio y la vida. Busco “respeto” en el Diccionario Filosófico de André-Comte Sponville. Dice: “Es el sentimiento que tenemos de la dignidad de algo o de alguien. Decir que uno es respetuoso no es siempre ni a menudo destacar una de sus virtudes. Uno imagina

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antes reverencias, deferencias y jerarquías, toda la gimnástica del interés y los prestigios institucionales: menos el sentimiento de la dignidad del otro que un olvido de la igual dignidad de todos. Muchas veces la falta de respeto especialmente hacia los poderosos, sería lo necesario y meritorio. En relación con el respeto que se debe a los más débiles o a todos, hablan mejor la cortesía, la compasión y la justicia. Es el antídoto contra el egoísmo y una especie de contrapeso del amor, que incita a los seres humanos a aproximarse unos a otros, mientras que el respeto los conduce a mantener entre sí una cierta distancia”. Sí, la distancia. También la distancia cuando se le debe respeto a los débiles o a los que están en una posición de vulnerabilidad. Otra vez veo algo que me perturba en la televisión: desde la cama, donde estoy bajo las mantas con gripe, veo un programa que tiene como invitadas a tres chicas que han sido violadas durante una década por su padre. Es un talk show de la tarde, en el que se mezclan celebridades, víctimas y segmentos de moda. Las chicas están sentadas en un living, en un estudio, y las entrevistan cuatro personas, entre periodistas, conductores y un abogado. Las acompaña su madre. Las chicas deben tener entre 18 y 21 años y son altas, elegantes, masculinas. El conductor les dice: “A ustedes les arruinaron la vida”. Las chicas lo miran, abren la boca, no dicen nada. ¿No van a reaccionar? Quiero dejar la cama, quiero ir en auto al estudio y matarlo. La conductora dice: “Ustedes están muertas en vida”. Una de las chicas se defiende. Le dice que el sufrimiento y el trauma son grandes, que le costó asumirse como víctima y que desconfía de todos, le disgusta el sexo y duerme vestida -la chica es así de honesta, se expone, es valiente- pero que, sabe, va a encontrar alguna vida para ella. Quizá no una vida como la de los otros, pero sí una vida digna. Ella se respeta aunque la conductora le está diciendo, palabras más, palabras menos, que mejor morirse. La conductora no sólo no muestra respeto: tampoco muestra compasión o cortesía.

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La madre, que está ahí sentada, trata de defenderlas pero es atacada. El abogado le dice, brutal: “¿Vos no te sentiste una boluda? ¿Nunca te diste cuenta de nada? Después de todo era tu marido”. Se lo dice así, a las cuatro de la tarde y en un programa de mucho rating; no piensa en que la manipularon, no piensa que quizá fue una negadora pero ahora cambió y por eso acompaña a sus hijas, no piensa en la posible fragilidad de esta relación, no tiene empatía, no imagina que madre e hijas ya tuvieron discusiones así cientos de veces. Pero la madre sí reacciona. “No me siento una boluda”, le dice. Está a punto de llorar, pero aguanta. “Me sentí una víctima, pero ahora me siento una sobreviviente”. Una de sus hijas le sonríe. Le sonríe con respeto. Pienso en la distancia y en la compasión. A veces la compasión no es respeto. Creo que los conductores, cuando les decían a las chicas que estaban arruinadas, trataban de mostrar compasión. Exageraban compasión. La compasión no siempre es respetuosa. Hannah Arendt, la filósofa que escribió Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal (donde definía a esa “banalidad” como una especie de burocracia donde la saña es numérica, por resumir el concepto bastante mal y bastante rápido) una vez recibió una extraña propuesta de matrimonio: la de W. H. Auden, un poeta extraordinario que, en ese momento, estaba pasando un horrible momento económico y personal, se había separado de su pareja -un hombre, porque Auden era gay-, y estaba desequilibrado psicológicamente. Hannah Arendt lo rechazó aunque eran muy amigos y sabía de antemano que no era una propuesta romántica: lo rechazó por respeto, porque quería que él se pusiera de pie solo, sin su ayuda, no quería quebrar su dignidad en un matrimonio por conveniencia. Prefirió no tenerle compasión. Tampoco le dio la ayuda económica que necesitaba. No sé si a Auden le sirvió porque a veces la distancia que exige el respeto se hace demasiado larga y se convierte en frialdad. Y el respeto tampoco es frío. La distancia no tiene por qué ser lejanía.

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3. Para pensar en el respeto recurro a mis amigos. Todos me dicen cosas diferentes. Ariel es periodista, trabaja en una ONG y me dice que, para él, el respeto no existe. Me dice: “Estacionar obstaculizando una rampa es discriminar, no es falta de respeto. Gritar o discutir al extremo es violencia, no falta de respeto. Lo que padece la gente en una sala de espera, para ser atendido en un hospital es desidia y así, engaños, traiciones, violencia de género. Lo mismo al revés, el respeto se asocia a una figura de autoridad, entonces deja de ser respeto y se convierte en opresión o temor”. Le digo que el respeto se entremezcla con todo esto que menciona, pero no está seguro. Él también está pensando en qué es el respeto, de qué se trata esa distancia que parece tan precisa. Salvador, que es editor, me dice: “Si bien hay muchas formas de respeto, lo primero con lo que lo asocio es con el trato personal. Tal vez donde más se note sea en detalles. En, por ejemplo, saludar al colectivero, agradecerle a un mozo que te trae un café. Recordar que del otro lado hay una persona igual a vos. Y eso, a su vez, genera respeto; por ejemplo, el otro también te saluda. Pedir permiso, pedir disculpas si uno se choca con alguien en la calle, tratar de escuchar siempre lo que el otro tenga para decir, avisarle a alguien que se le cayó algo o que se está dejando su abrigo en un bar...”. Patricia, que es docente y militante, se acuerda de su amiga Clarita, una madre de Plaza de Mayo que murió hace unos años. “Entre 1974 y 1976, los dos hijos de Clarita fueron presos políticos, hoy están desaparecidos. Estuvieron en una cárcel de Córdoba, al principio. Y ella siempre me contaba que podía llevarles cosas a sus hijos: Llevarles comida, colchones. Un día le llevé al Ángel la comida, sanguchitos de milanesa, envueltos en un diario que él tenía que leer. Y el guardia cárcel se dio cuenta. Me miró. Yo lo miré también. Agarró el paquete y se acercó y me dijo, medio calladito, así: Vaya nomás, yo se lo entrego. Y lo seguí mirando, y él me dice: es que no solo de pan vive el hombre. Respetaba a mi hijo en su humanidad. En esa época, había guardia cárceles que eran buenas personas”.

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Los tres me hacen acordar de una observación del sociólogo norteamericano Richard Sennet sobre el respeto. Dice que tiene que ser demostrado. Que es actuado. Escribe: “Es un comportamiento expresivo. Tratar a los demás con respeto no es algo que simplemente ocurra sin más, ni siquiera con la mejor voluntad del mundo; transmitir respeto es encontrar las palabras y los gestos que permitan al otro no sólo sentirlo, sino sentirlo con convicción”. El respeto es, entonces, deliberado. Uno decide mostrarlo. Pero no puede decidir transmitirlo. El respeto se escapa, es algo tan deseado como inasible. Pienso en qué siento cuando me faltan el respeto: ganas de llorar y furia, ganas de gritar y de decir cosas ridículas, una impotencia parecida a la que surge frente a la injusticia. Y al mismo tiempo cierto sentido del ridículo: siento que pido respeto como un mafioso, con pataleo juvenil. La falta de respeto es parecida a un insulto. Sennet escribe: “Con la falta de respeto no se insulta a otra persona pero tampoco se le concede reconocimiento: simplemente no se la ve como un ser humano integral cuya presencia importa”. La palabra respeto viene del latín y es una variante de respicere que quiere decir mirar. Respetar es ver. 4. Cuando consulto a mis amigas se abre un dique. Carolina, que es diseñadora y tiene un hijo de cuatro años, me escribe en un chat de madrugada: “El sumun de la falta de respeto total fue en el parto. Te maltratan y te humillan desde que entrás hasta que salís. Te tratan como si fueras una vaca que está pariendo industrialmente. Te rompen bolsa con la mano para acelerar el proceso, te inducen las contracciones, te piden que te quedes quieta, cuando los movimientos son involuntarios. Se llevan al bebe a revisación como si fuera una urgencia y estuviera en peligro, y recién ves a tu hijo varias horas después. Los obstetras y parteras hacen chistes de que te apures porque tienen que ir al cine, o a jugar al golf ”. El cuerpo de las mujeres es el lugar adonde el respeto llega más bien poco. Hace muchos años un jefecito que yo padecía

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me invitó a almorzar. Acepté porque negarse, se me ocurrió, podría causarme problemas. Después del almuerzo me dijo “vamos a fumar a la plaza”. Ahí me atrajo hacia su cuerpo en un apretón y me tocó por debajo de la remera mientras me decía algo al oído, con el aliento caliente. Lo empujé con asco y me fui intentando no llorar y llena de miedo. Me pidió unas disculpas sin ganas, por teléfono, seguramente porque yo se lo conté a mucha gente. Años después ya no era jefecito y reapareció para pedir trabajo en otro lugar donde yo trabajaba. Le dije a mi nuevo jefe: ese tipo abusó de mí. Mi nuevo jefe, y otro compañero que estaba presente, me dijeron: “Fue hace mucho, no es para tanto, no vamos a boicotearle las posibilidades de trabajo por eso”. Grité y lloré hasta que entendieron. Pero me humillaron. Me obligaron a darles lástima. Llamo a mi amiga Flor, que es periodista y poeta. Ella también recuerda muchas más ocasiones de falta de respeto que ocasiones de respeto. Y me cuenta su peor momento: “Hace un par de años me internaron de urgencia, muy grave, por un embarazo ectópico que se estalló dentro de mí. La primera falta de respeto de mi ginecólogo de aquel entonces fue que, cuando estaba en el shockroom, conectada a media docena de cables y sueros, le pedí que adelantara el horario de la operación y me lo negó. Entonces, le pedí su número de celular para poder estar en contacto en caso de alguna otra urgencia. Me lo negó también, de mala manera. La operación duró más de lo previsto, me tuvieron que transfundir sangre y debieron ligarme una de las trompas de Falopio. De eso me enteré por mi novio y no por el médico, a quien no vi hasta la semana siguiente, cuando ocurrió la más atroz falta de respeto. Yo no podía entender cómo iba a seguir funcionando mi sistema reproductor, ahora con una sola trompa. El ginecólogo me estaba sacando los puntos cuando se lo pregunté y lo escuché decir: ¿Qué, no fuiste al colegio?”. Ser mujer y ser paciente. Hay cuerpos y estados más respetables que otros.

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5. El respeto es un regalo de los dioses. Según el mito que recoge Platón, el titán Epimeteo le dio a los animales sus aptitudes naturales, su hermano Prometeo les dio a los hombres la habilidad técnica y Zeus les dio el respeto y la justicia para que formaran la comunidad. En el mito, una persona no es del todo humana si no conoce el respeto. El Diccionario de ética y filosofía moral de Monique Canto Sperber dice: “Fundada en el respeto la comunidad humana se eleva por encima de la simple naturaleza. El respeto es sentimiento de orden fundador que se impone a todos y del que todos tienen cuidado; no es sólo temor, sino también moderación, pudor, vergüenza, modestia. Escrúpulo, consideración, indulgencia, piedad. El respeto se dirige simultáneamente al poder que se debe temer y a la debilidad que se debe proteger, cuyo carácter sagrado reconoce”. El respeto tiene dos aspectos que parecen contradictorios. El poder que se debe temer pide a gritos la rebelión. La debilidad que se debe proteger es un terreno minado para la crueldad, para el placer de humillar. El respeto está en ese punto exacto donde no hay sometimiento y donde también hay negación, la negativa de abusar de la fuerza propia para cuidar a los demás.

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N o q u i e r o o lv i d a r Ad r i an a M e j í a

A esa hora, la hora gris en la que el día se vuelve noche y los pájaros, murciélagos, Baby sintió un susto horrible, una sensación de que el pecho se le iba a reventar. Aprovechó el primer y único momento de calma que durante la jornada se vive en el restaurante, entre las seis de la tarde y las siete de la noche, y llamó a la casa. “Quédese tranquila, mami, que los niños están bien”, le dijo el Flaco, su esposo. (Jaibeidy, que desde bebé fue Baby, porque ni siquiera sus papás acertaban con el nombre si la necesitaban de afán, tiene tres hijos, una sonrisa de piano dulce, y un pelo larguísimo que recoge en un surullo cuando llega a trabajar; sobre la camiseta negra que identifica a las meseras de Lucio, la escarapela que la identifica a ella: Baby Contreras). Baby se tranquilizó aunque “cierta cosita”, que ella atribuyó al cansancio, la seguía molestando. Colgó y se unió a sus compañeras que, en ese momento, se arrebataban la palabra con las últimas noticias sobre un edificio de El Poblado que el Dagrd (Departamento Administrativo de Gestión del Riesgo de Emergencias y Desastres) había ordenado desalojar. El hecho acaparaba su atención por el alboroto de la televisión, antes que por la cercanía; les hubiera dado igual si el Espeis hubiese sido construido en Islamabad. No obstante, cuando el restaurante comenzó a llenarse de nuevo, se dieron cuenta de que la gente llegaba, saludaba, se acomodaba y de inmediato le hincaba el diente a la entrada “cortesía de la casa” y a un plato no incluido en el menú: el conjunto residencial Space. Era el tema dominante en todas las mesas.


Las meseras, entonces, supieron que estaban en la pomada, y Baby no iba a ser la excepción. De hecho, fue la primera en socializar entre los comensales el desastre: “¡Se cayó, se acaba de caer el edificio! Lo están mostrando; quedó en añicos, como después de un terremoto. Y lo peor es que parece que había trabajadores adentro que podrían estar atrapados bajo los escombros. Pobre gente”. La conmoción de Baby era superior a la de las demás. Podía ser consecuencia del nerviosismo que la había acompañado todo el día. Al menos a eso se lo achacó ella, hasta que el reloj marcó las 12 de la noche e, igual que a la Cenicienta, a ella también se le deshizo el hechizo. Menuda calabaza la esperaba. *** La historia de este Titanic de tierra firme, bautizado Space, comenzó en 2006. En una edición de la revista Propiedad de la época, se publicó una de las primeras referencias a su construcción: “En este momento, el arquitecto antioqueño, Laureano Forero, se encuentra en la ejecución de varios proyectos que sobresalen en la ciudad, entre ellos Space, un edificio que lo tiene todo y que causa curiosidad por su espacio heterogéneo que facilita una lectura diferente. Además de ello, entrega la posibilidad de llegar por muchos caminos y permanecer en el tiempo”. Permanecer en el tiempo… En estrato 6, con vistas a oriente y occidente, con el respaldo de CDO -empresa constructora fundada por el exalcalde, exgobernador, exsenador y exdirector de la Sociedad Antioqueña de Ingenieros, Álvaro Villegas Moreno, hace 60 años- y con las siguientes especificaciones promocionales: Space es un edificio en construcción, ubicado en la carrera 24 D Nº 10 E 51, en Altos de El Poblado, Medellín, Colombia. Cercano a importantes centros comerciales, sociales y empresariales. Consta de 163 apartamentos de 2 alcobas, con áreas construidas que van de 63 a 101 metros cuadrados. Las unidades, que incluyen parqueaderos y cuarto útil, y una importante oferta de zonas comunes pensadas para el uso familiar, se construyen en seis etapas y están desarrolladas bajo un diseño que

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ofrece múltiples posibilidades de distribución de los ambientes. Los precios de los apartamentos en venta comienzan desde 220.846.000.00 pesos y pueden separarse con cinco millones que hacen parte de la cuota inicial, correspondiente al 30 por ciento del valor total; el 70 restante se puede desembolsar en el momento de la entrega del inmueble. ¿Qué más se podía pedir para anclar semejante buque en una garganta geográfica de 14 mil 223 metros cuadrados, que nadie creía utilizable y que le serviría de astillero? Talvez un personaje como J. Bruce Ismay para que asegurara, igual que aquel lo hizo con el Titanic el día de su botadura (abril 10/1912), que ni Dios podría hundirlo. Pero eso también se cumplió: 36 horas antes del naufragio, alguien parecido apareció… *** Iban a ser las siete de la noche cuando Wilmar, el menor de los hombres Contreras, llamó al celular de Wbeimar, tal y como lo habían acordado, para saber a qué hora lo recogería a la mañana siguiente. Ambos vivían en Itagüí, en la misma casa; Wilmar en el piso de abajo y Wbeimar, desde que se separó, en el de los papás, arriba. Por lo general salían juntos a trabajar y regresaban juntos en la moto del Chanda (apodo que sólo Wilmar le tenía a Wbeimar, no sabe por qué ni desde cuándo). Eran inseparables, apenas se llevaban un año y, a pesar de que no trabajaban juntos, sí en lo mismo: la vigilancia. Vigilantes los dos, de distintas compañías y en distintos sectores. Y en distintas proporciones. Wbeimar, desde que salió del servicio militar decidió dedicarse a la seguridad y era hasta cansón con el tema; podía hablar de lo mismo y sin parar, 24 horas seguidas. Llevaba 18 años en el sector y ni por la mente se le pasaba retirarse. Y eso que hubiera encontrado fácil cualquier trabajo porque servía para todo: cogía goteras, arreglaba tuberías, pintaba paredes…, lo que fuera. Pero, por sobre todo, siempre estaba listo para el que lo necesitara, a cualquier hora y aunque no lo conociera. “Era tan diferente… Tan especial… Era la bondad”. Wilmar, en cambio, tiene muy claro que la vigilancia es transitoria, no es lo suyo.

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El teléfono repicó hasta que cayó a buzón. Wilmar, en lugar de dejarle un mensaje que, fijo, Wbeimar no iba a escuchar, resolvió aplazar la llamada hasta la media noche. Se ajustó a la cintura el arma de dotación y pensó en las coincidencias tan extrañas de la vida. Por ejemplo lo del jueves. Ese día, cuando se sentó a conversar con Wbeimar, después de almuerzo, y éste le contó que al fin le habían dado de alta después de dos meses de incapacidad y que esa misma tarde iba a presentarse a la empresa, lo único que se le ocurrió comentarle fue lo que acababa de oír en radio sobre un edificio por la loma del padre Marianito que se estaba agrietando. Wbeimar no sabía nada del asunto y, como no lo ubicaba, tampoco mostró mucho interés en la información. Al día siguiente, viernes 11, Wbeimar bajó acelerado a despertarlo: –¿Espeis es que me dijo usté que se llama el edificio que se está rajando? Pues pa’ allá me mandaron este fin de semana. –¿Y qué está esperando pa’ decir que no va a ir? ¡Ese edificio se va a caer! –reaccionó Wilmar. –¡Qué va! Yo necesito esa platica y no es sino el fin de semana. Después creo que vuelvo a mi puesto. Lo único que Wbeimar tenía entre ceja y ceja era conseguir lo que le faltaba para celebrarle los 15 a la chiquita. La luz de su vida eran las dos hijas y como a la mayor le había hecho fiesta hacía dos años, no quería que Valentina quedara engañada. Toda la familia estaba planillada para la reunión del sábado siguiente. El 12 de octubre, ocho días antes del cumpleaños de la niña, el Chanda volvió a despertar a Wilmar, esta vez para decirle que no se preocupara, que todo estaba bajo control en el Espeis, que mientras él hacía ronda interna por los sótanos donde unos ingenieros muy formales trabajaban en unos arreglos con sus ayudantes, el otro vigilante se quedaba en portería, y que le tenía una buena noticia: esa noche acababan los arreglos y él regresaba el lunes, a su puesto en Bello. Pero Wilmar no se tranquilizó, seguía con una mala corazonada que se intensificó al ver las fotos que el hermano había tomado con el celular. – No te preocupés, Perrito -Wbeimar era el único que le tenía ese apodo, no sabe por qué, ni desde cuándo- que a mí lo único

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que me preocupa es la motico. Esta noche la voy a dejar en el parqueadero de la urbanización del frente, para que si esa torre se llega a caer, no me la vaya a dañar y yo pueda salir corriendo con ella a buscar ayuda. A las 4:30, tras la siesta, se despidieron porque, cosa rara, ese día cogían turno a distinta hora: Wbeimar a las 5:00 y Wilmar a las 6:00. –¿Me recoge mañana, Chanda? –fueron las últimas palabras que este último le dirigió a su inseparable compañero. –Llámeme y cuadramos –fueron las últimas que escuchó de él. *** Varias semanas llevaban los habitantes del conjunto residencial Space, alertando a los constructores sobre fisuras y desajustes en algunos apartamentos, cuando apareció en escena el J. Bruce Ismay de esta historia. Fue el jueves 10 de octubre por la noche. El ingeniero antioqueño Jorge Aristizábal, diseñador estructural del edificio y calculista de cerca de cuatro mil obras en el país -treinta de ellas con CDO-, en declaraciones al canal regional Teleantioquia, dijo: “Se presentó un evento en un elemento puntual de la estructura que estamos trabajando en su reparación, pero no implica en absoluto ningún peligro de colapso del edificio, ni de seguridad para las personas, ni pasó nada qué lamentar. No sé qué haya dicho el Dagrd, pero técnicamente yo conozco toda la funcionalidad del edificio: estructuras, cimentaciones, columnas, placas, todo. El arreglo va a ser inmediato”. Los reporteros, desconcertados, le preguntaron si las familias podían quedarse tranquilas en sus viviendas. “Sí. No hay ningún riesgo de colapso en el edificio; sería terrible”. Fue terrible… El comunicado oficial de CDO corroboraba las palabras de su asesor: “Cabe anotar que la estructura de este edificio es hiperestática. Quiere decir esto que el sobreesfuerzo ocurrido es atendido por la totalidad de la estructura, lo cual la hace segura en caso de un incidente. CDO atiende con toda la diligencia esta situación y da la seguridad a sus clientes de que conseguirá solucionar en su totalidad este contratiempo”. El iceberg iba por dentro…

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A la mañana siguiente, un crujido seco, seguido de la aparición de una grieta larga y ancha que de lejos parecía una boa constrictor abrazada a la torre 6, obligó a los residentes a pedir auxilio al Dagrd. Las ventanas dobladas y las paredes resquebrajadas que Jaime Enrique Gómez -director encargado de la entidad- pudo observar desde afuera cuando llegó y el deterioro progresivo, del noveno piso hacia abajo, que pudo comprobar, una vez adentro, no le dejaron ninguna duda sobre la gravedad de la situación: la estructura se estaba moviendo y el peligro era inminente. Había que evacuar. Eran las 10 de la mañana y así lo hizo saber a las 22 familias residentes que se amontonaban en la portería. Complementó la advertencia con un informe escrito que llevó a la estación de policía de El Poblado, para que la recomendación se convirtiera en una orden de acto policivo y se prohibiera el acceso a la zona evacuada. Gracias a ello, el desastre no alcanzó las proporciones bíblicas que pudo haber alcanzado. *** Casi a la medianoche, Baby se quitó la escarapela, se soltó el pelo y respiró hondo el aire de la calle. Le supo a lluvia. Lo que faltaba, que la cogiera un temporal antes de llegar a la casa. Cuando timbró, empezaban a caer las primeras gotas punzantes del que sería un aguacero rabioso. (Dejan recuerdos espantosos, los octubres que arrancan tormentosos, reza el refrán). El Flaco le abrió la puerta con la cara más larga que de costumbre y ella entendió, apenas lo vio, que lo que había estado sintiendo durante el día no había sido nada distinto al aleteo de una bandada de aves de mal agüero. Lo que no conseguía entender era que, a las 11 de la noche, de la empresa de vigilancia habían llamado al papá a decirle que Wbeimar estaba perdido entre los escombros del Espeis. Se hizo repetir la historia una y otra vez, pero seguía en babia. ¿Y qué estaba haciendo Wbeimar allá, si fuera de que estaba incapacitado su trabajo era en Bello? Wilmar se encontraba de turno en Plaza Mayor y, un rato después de haber intentado comunicarse con Wbeimar, empezó a oír ambulancias, muchas ambulancias con las sirenas a

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todo taco. Algo muy grave tuvo que haber pasado, le comentó a uno de los compañeros vigilantes. Curiosamente no pensó en Space. Sin embargo no se sentía a gusto, la noche se le estaba yendo eterna, y eso que todavía faltaban las horas largas del amanecer. Apenas termine la siguiente ronda le vuelvo a marcar al Chanda, se dijo segundos antes de que le sonara el teléfono. No era Wbeimar, era el papá para avisarle que a las ocho y veinte de la noche se había desplomado el maldito edificio ese y Wbeimar no aparecía. Se petrificó. Sólo recuerda que cayó en un vacío de montaña rusa, y que cuando reaccionó ya se encontraba en el lugar de los acontecimientos, tomando las riendas de la situación: dos semanas desgarradoras que cambiaron la vida a los integrantes de la familia Contreras. “Porque yo le digo, muy horrible y todo, pero si a uno le avisan que un ser querido tuvo un accidente y está ahí tirado, uno, con mucho dolor, lo recoge y lo entierra. Pero es que así, de esa manera…”. Las alarmas a cualquier hora, las tormentas nocturnas, los ventarrones que levantaban las carpas de la Cruz Roja, el frío que calaba los huesos, la incertidumbre que no dejaba pasar el tiempo, el cansancio y la imposibilidad de dormir, el hambre y la imposibilidad de comer, la normalidad rota, la negación de lo que se sospechaba… Al principio tenían la ilusión de que él se iba a aparecer. A los dos vivos los sacaron ahí mismo: al que quedó cuadripléjico y semanas después murió, y al que sobrevive, que era el único vigilante de planta. Wilmar y Johan, otro de los nueve hermanos, el del taxi, vivieron -qué vivieron, agonizaron- doce días con sus noches en el campamento que se improvisó en las afueras del área acordonada. Mandaban al resto de sus familiares a descansar y ellos se quedaban haciendo guardia a la labor de los rescatistas. A las ocho de la mañana regresaban las hermanas y los dos aprovechaban para salir a darse un baño y cambiarse de ropa. Cada día era peor, porque a medida que encontraban los cuerpos, aumentaba la tristeza final anticipada y disminuía la cantidad de gente en el lugar y, en consecuencia, los ratos de consuelo compartidos. ***

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El 20 de enero de 2014, la Universidad de los Andes, de Bogotá, dio a conocer los primeros resultados del estudio que, sobre el desplome de la torre 6 y las condiciones de las torres restantes, le había encargado la alcaldía de Medellín. En dicho informe concluyeron los expertos que la estructura completa debía demolerse puesto que se habían incumplido 47 de los literales de las Normas Colombianas de Diseño y Construcción Sismo Resistentes (NSR-98, Ley 400 de 1998). Entre las observaciones están: “Los planos estructurales y las memorias de cálculos no contienen la información mínima requerida… La estructura no está clasificada en uno de los cuatro sistemas de resistencia sísmica aprobados… Se utilizaron métodos de análisis sísmicos que no están permitidos para la edificación… No se cumplen los requerimientos mínimos de resistencia de las muestras de concreto ensayadas… Las losas de entrepiso no cuentan con la rigidez mínima para limitar las deflexiones o deformaciones… Los elementos estructurales principales no cumplen con las resistencias mínimas de diseño”. El miércoles 26 de febrero, a las 8 y 52 de la mañana -ocho minutos antes de la hora fijada- se llevó a cabo la implosión de la torre 5, visiblemente averiada por cuenta del derrumbe de su inmediata vecina, cuatro meses atrás. Tres semanas de preparación, 200 expertos, 25 kilos de explosivo Emulind, cuatro mil metros de cordón detonante y 500 millones de pesos, fueron suficientes para accionar el botón rojo. Menos de seis segundos duró la operación y siete minutos tardó en disolverse el hongo de polvo que levantó en su caída. Pero faltaba. Siete meses más duró el forcejeo de Lérida CDO -cuya liquidación posterior a la catástrofe, la dejó reducida a una honda cicatriz en la memoria de los medellinenses- con las autoridades municipales, nacionales, policiales y académicas, para dilatar la orden oficial de tierra arrasada. La repotenciación de las torres 1, 2, 3 y 4 era su grito jurídico de batalla. Hasta que el 23 de septiembre de 2014, el trasatlántico maldito dejó de existir. En un abrir y cerrar de ojos, a las 9:00 de la mañana de un martes soleado, 200 kilos de explosivo indugel, tres mil metros de

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cordón detonante, 20 miniexplosiones controladas y un rugido de 116 decibeles, en apenas seis segundos, partieron la estructura en dos y lanzaron contra el piso 10 mil metros cuadrados construidos. Un desenlace que muchos curiosos presenciaron como si fuera un espectáculo de luz y sonido y muchas víctimas sintieron como si fuera una macabra reconstrucción de los hechos sucedidos hacía once meses. Treinta mil metros cúbicos de escombros aportaron el colofón a la mayor vergüenza de la historia de la construcción de la ciudad. *** A la cuarta mañana luego de que los 22 pisos de la torre 6 de Space hubieran caído del cielo igual a como caen los aerolitos: sin compasión, los Contreras seguían esforzándose por no dejar extinguir la pizca de optimismo que les quedaba. Hasta que Baby, por pura casualidad, escuchó a un funcionario del Dagrd diciéndole a uno de la Cruz Roja que si bien los perros detectaban presencia de seres humanos bajo los escombros, no así señales de vida. Se le bajó el alma a los pies. Ese miércoles 16 de octubre fue la largada de una carrera de obstáculos desgarradora; a veces Baby podría jurar que tiene un criadero de ranas bajo la piel, de tanto que le palpita el coletazo del Espeis. Pasó el 17, pasó el 18, el 20, el 23. Valentina cumplió calladita los quince, bañada en lágrimas, salpicada de barro y sin que nadie tuviera cabeza para acordarse de qué día era ese día. Y el 24, a las 5:00 de la mañana, apareció Wbeimar. “Doce días se demoraron para encontrarlo, a mi hermano”. Lo recibieron con el sentimiento de pérdida recrudecido y la gratitud eterna hacia los rescatistas que, ya para la fecha, luchaban contracorriente para devolver a los suyos hasta el último de los once muertos. El peligro latente en la zona y la descomposición de los cuerpos que ya se evidenciaba, apuntaban a la inminente suspensión de los operativos. “Pero la doctora Claudia (Claudia Restrepo, vicealcaldesa de Educación, Cultura, Participación, Recreación y Deporte, y alcaldesa encargada, por vacaciones del titular, durante los días del desastre) y el capi Urquijo (Roberto Urquijo, capitán del cuerpo de Bomberos de Medellín,

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líder del Grupo Especializado de Búsqueda y Rescate en Estructuras Colapsadas) se comprometieron a seguir hasta el final con la tarea. Y con la ayuda de Dios lo lograron y nos permitieron darles cristiana sepultura”. Wbeimar fue el séptimo. Primero creyeron que era el sexto, los rescatistas, porque en la lista de señales de identificación que habían elaborado con la familia, había una que no tenía perdedero: la goliana (gorra) que lo identificaba como guardia de seguridad. El cuerpo que acababan de avistar, le dijeron a Wilmar, tenía la goliana sobre el pecho. –Y las botas, ¿cómo son las botas? –preguntó con un hilo de voz. –Altas, tipo Brahma. –No, ese no es –respondió acongojado. –¿Por qué, gordo? (allá nadie lo llamaba por el nombre, talvez no tenían tiempo de grabárselo). –Porque las botas de Wbeimar eran negras, estilo militar, las otras son las que usan los ingenieros. Al que ustedes acaban de encontrar es a uno de los señores Botero, el que faltaba; el próximo sí va a ser mi hermano. Eran las ocho de la noche del 23 y a Wilmar lo invadieron dos certezas: a Wbeimar lo había cogido el desplome metido en los sótanos y la incertidumbre estaba a punto de terminar. Las nueve horas de la última desesperada espera, le dieron la razón: su hermano fue el siguiente. “Ahí quedó, juntico con los Botero, los ingenieros”. Se le había caído la goliana, pero la escarapela de la empresa a la que pertenecía y las botas estilo militar que hacían parte del uniforme, estaban en su lugar. Después de la tragedia Wilmar fue por la motico, una AKT 125 que Wbeimar cuidaba como a una hija más y que ni por el chiras se la prestaba, “que porque yo era muy patabrava”. Está guardada desde entonces. –¿Quién la maneja sabiendo lo que significaba para él? –pregunta para que nadie le conteste, al tiempo que se estrega los ojos con el pañuelo. Su mayor sueño material, talvez el único, era cambiarla algún día por una moto grande, una 650. –Yo le decía: ¿pa’ qué una moto grande, Chanda, si vivís en el suelo? Siempre con las rodillas sangrantes, como los niños chiquitos. –En una pendientica lisa que hay para llegar a la casa de mis papás, siempre se caía; bueno, el 90 por ciento de las veces. Y nosotros nos burlábamos… Qué

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pecao. La última vez sí fue fuerte: por esquivar a un muchacho que bajaba con una carreta se fue contra un muro y se quebró la rótula. Ese fue el accidente que lo incapacitó dos meses. *** El grupo CDO calificó de error la demolición de lo que quedaba del Space, porque consideró que destruía un patrimonio “en forma irreversible”; el alcalde la defendió, con el argumento de que si tal detrimento existía, era causado “exclusivamente por el incumplimiento de las normas de construcción vigentes en Colombia, por parte de CDO”; y la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres, conceptuó que era una decisión que el gobierno nacional resaltaba, admiraba y acompañaba, “puesto que en este país no podemos permitir que se ponga en riesgo la vida de las personas por intereses ajenos a la gestión del riesgo”, manifestó Carlos Iván Márquez, su director. Y, para inclinar definitivamente el fiel de la balanza, la Universidad de los Andes, en vísperas de cumplirse el primer año de la tragedia, cuando ya esa presencia fantasmagórica que nadie se atrevía a mirar ni por el rabillo del ojo, había desaparecido de la faz de la tierra, hizo entrega, el 3 de octubre, del segundo informe sobre las causas probables de la caída de la primera ficha del dominó. Algunas de ellas: “Teniendo en cuenta la información existente y los diferentes análisis hechos por Uniandes, investigadores de esta universidad concluyeron que el colapso de la fase 6 de Space se debió, principalmente, a una falta de capacidad estructural de las columnas de la edificación para soportar las cargas actuantes, que se vio afectada secundariamente por asentamientos de las pilas de cimentación y por los trabajos de reforzamiento realizados la noche del colapso… De haberse diseñado cumpliendo la totalidad de los requisitos aplicables de la Ley, no hubiese presentado el colapso en las condiciones impuestas… Las columnas tenían probabilidades de falla cercanas al 99 por ciento… Un temblor de tierra de 2.9 en la escala de Richter lo hubiera derrumbado… No cumplía la norma, nunca se debió autorizar la ocupación”. ***

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Hasta que el Space se le vino encima a Wbeimar esa tenebrosa noche del 12 de octubre de 2013 -a los 521 años de que Rodrigo de Triana gritara: “¡Tierra!”-, el rompecabezas de los Contreras se podía armar y desarmar con facilidad porque tenía las fichas completas. Ahora ya no. Le falta una. La de todo el centro. La que resumía lo mejor de cada miembro de la familia: calidad humana en estado puro. La que encarnaba la presencia más llenadora. Baby cierra los ojos y lo ve “patentico” haciendo las payasadas que hacía para hacerlos reír: sacaba la barriga, arrastraba una pierna, blanqueaba los ojos, se jalaba las orejas, mostraba los raspones… Y se queda así, ensimismada, ratos y ratos; convencida de que si los vuelve a abrir, las facciones de Wbeimar pueden desdibujarse en los recovecos de la memoria. “Me da pánico de que un día, al despertar, no me acuerde de su rostro”. *** Bajo el peso de esa mole premiada por su diseño arquitectónico y destinada a “permanecer en el tiempo”, en teoría, porque en la práctica era imposible que así fuera -de tal magnitud fue la falta de respeto hacia las reglas establecidas-, también quedaron las historias de Jaime Botero (47 años) y Juan Carlos Botero (45 años), ingenieros propietarios de la firma Ingemed, encargada, junto con Concretodo, de solucionar los problemas presentados en el sótano de la torre 6; Luis Alfonso Marín (47 años), Diego Hernández (38 años), y Albeiro Alcaraz (38 años), empleados de Ingemed; Álvaro Bolívar (49 años), Iván González (46 años), James Arango (27 años) y Ricardo Castañeda (25 años), empleados de Concretodo. Jesús Adrián Colorado (32 años) -murió a los pocos meses de haber sido rescatado-, empleado de Baluarte Seguridad. Y Jader Lopera (24 años) -operado de una fractura en el cráneo y único sobreviviente-, empleado de la misma compañía de vigilancia que el anterior y que Wbeimar Contreras. ***

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A los pocos meses de perder a Wbeimar, la columna vertebral de los Contreras, la mamá, se derrumbó, sin crujidos ni grietas que anunciaran el desastre. Luego de soportar, y ayudar a soportar a los suyos, semana tras semana, la pena que les ocasionó el Espeis -con la aceptación auténtica y serena de una madre coraje del pueblo, erguida como un ciprés centenario-, se cansó de vivir. Aguantó de pie hasta cuando una profunda depresión le comenzó a permear el tronco, las ramas, las hojas…, de manera imperceptible. Y el día menos pensado, la dobló. Y no la dejó parar más. Dos meses estuvo postrada en el hospital y el 5 de abril de 2014 se fue en busca de la ficha más preciada de su rompecabezas familiar. Las que quedaron no se cansan de llorar y de recordar; conservan la tristeza intacta. No quieren que el tiempo les ayude a olvidar.

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Ad i ó s a l a Fa n ta s í a Jul iana Paniagua

I La ansiedad no dejó dormir a Beatriz Londoño. Por eso, cuando la claridad de la mañana apenas se insinuaba por las ventanas de su casa, ella tenía listo el desayuno y la ropa de las ocasiones importantes perfectamente planchada sobre la cama. No todos los días puede hablar uno con el alcalde, pensó. Había esperado ese momento por más de diez años. La espera empezó en los primeros años de la década del 90, cuando llegaron al barrio los rumores sobre la construcción de una obra llamada Conexión Vial Aburrá Río Cauca. Para ese momento, Beatriz era líder en un pequeño sector de Robledo, con nombre de cuento infantil, llamado La isla de la fantasía. La información era difusa. Había escuchado que se quería construir una vía que conectara la zona occidental de Medellín con la salida al mar. La obra se iniciaría con la construcción del Túnel de Occidente. Después vendría la habilitación de un intercambio vial en la avenida 80, para luego dar paso a la construcción de un tramo de 4.1 kilómetros, desde el cruce de la quebrada La Iguaná con la carrera 80 hasta el sector de Loma Hermosa en el corregimiento de San Cristóbal. El asunto era que gran parte del trazado, formulado por el proyecto vial, correspondía justo a los terrenos donde estaban ubicadas muchas familias que, como la de Beatriz, habían encontrado allí su hogar, siguiendo la línea del agua marcada por la Quebrada La Iguaná. La información recibida por la líder se limitaba a planes sin fechas específicas, y sobre todo sin respuestas sobre la mayor de las preocupaciones: cuál sería el nuevo lugar por habitar cuando el terreno de su casa fuera requerido para ser transformado en una vía que ella no podía imaginar.

Había muchas preguntas entre los habitantes de La isla de la fantasía, y entre los vecinos de los demás barrios ubicados en el área de influencia de la obra. Más de una década había pasado desde el inicio de los rumores de la construcción y el día esperado por Beatriz para encontrarse con el alcalde de la ciudad. Mientras tomaba el desayuno con Eucario, su esposo, pensó en las abuelas que tenían razón cuando decían que el tiempo era una ilusión. En 13 años podían ocurrir muchas cosas, pero también podía no pasar nada. La única certeza era que debían abandonar el barrio, lo demás estaba todo por resolver. El evento de esa mañana le devolvía la esperanza, que ella a veces estaba a punto de perder, después de buscar y buscar sin resultados. Políticos había visto muchos. Como líder, ella se había dedicado a perseguirlos. Fuera gobernador, diputado o concejal, cada que llegaba a alguno de ellos a visitar un barrio cercano a La Iguaná, Beatriz Londoño desafiaba, ante la mirada incrédula de los guardaespaldas, todos los anillos de seguridad para hacer la pregunta de siempre: Doctor, ¿qué va a pasar con nosotros mientras se hace esa obra? II El evento estaba previsto para las nueve de la mañana. Más de 250 personas de todos los barrios vecinos de la quebrada La Iguaná habían sido convocadas en la Institución Educativa Creadores de Futuro de Blanquizal, para recibir al alcalde Alonso Salazar. La reunión había sido organizada por la Corporación Cívica Cuenca de La Iguaná, conformada por los presidentes de las acciones comunales y líderes barriales de esta zona de la ciudad, a la que se había sumado Beatriz, años atrás. Con el tiempo, la organización se había consolidado como vocera de la comunidad frente a las instituciones que lideraban el proyecto vial. “Había mucha incertidumbre y sobre todo mucha desinformación. Si nos conformábamos con que el municipio nos iba a llevar para El Limonar o nos iba a tirar en una montaña y nosotros aceptamos, nos tiran. Había que unirse, no para RESPETO

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pelear pero sí para defender los derechos que teníamos como habitantes, no era decir va a pasar una obra y lo que estorbe que se quite. Para eso estábamos nosotros”, dice Beatriz. Llegó puntual a la cita y esperó. Vio llegar a los funcionarios de la alcaldía, buscó entre ellos ese rostro visto tantas veces en televisión, que ya le era familiar, como si fueran conocidos de siempre, pero no encontró a nadie. “Beatricita, hoy no se pudo. El alcalde está de viaje, mandaron a la doctora Nora Elena como encargada”. Las palabras del funcionario marcaron ese tránsito casi imperceptible entre la expectativa y la desilusión. “No Beatriz, te dejaron como novia de pueblo, vestida y alborotada”. Entre risas, la frase era repetida una y otra vez por sus compañeros, que la miraban con la compasión digna de una novia abandonada. Hasta que en medio del chiste llegó la idea, el plan de contingencia que convertiría el desplante en la oportunidad de ser escuchados. –Beatriz vos que sos atrevida, ¿no sos capaz de vestirte de novia y te paramos allá en el escenario para que protestemos? –le preguntó uno de los vecinos. –Yo me visto de novia, de lo que sea, pero la razoncita sí se la mando al alcalde –le contestó ella. Cómo llegó el vestido de novia hasta sus manos en un santiamén, ni Beatriz misma lo sabe. Lo cierto es que antes de que comenzara el acto, ella había cambiado su pantalón y su camisa, por un vestido blanco manga larga, entallado y con boleros en la parte inferior. El atuendo lo completaba una tiara para el tocado de la cabeza y flores de tul. La improvisada novia tomó el micrófono ante la mirada desconcertada de la delegada de la alcaldía de Medellín y de la gente de su comunidad. Como si hubiera preparado por meses el discurso, habló con energía. “Nos dejaron vestidos y alborotados, como novia en la entrada de la iglesia; no queremos hablar con encargados, necesitamos hablar con el alcalde”, fueron las palabras iniciales que merecieron todos los aplausos del público presente. La alocución fue breve pero contundente. La voz siempre suave creció ante el micrófono. Esperar más ya no era una op-

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ción. Desde que se había realizado el anuncio del proyecto, no era posible hacer mejoras a sus casas pues los arreglos no serían reconocidos en el valor final de compra. Si bien ya se había inaugurado el Túnel de Occidente, en el año 2006, estaban en mayo de 2009 y no se presentaban mayores avances en las negociaciones con las familias que debían salir, para iniciar la segunda fase de la conexión vial. Por eso insistía en el tema. Ya lo había dicho en la reunión de la comisión accidental en el Concejo de Medellín, en marzo de 2008, ante un recinto de concejales ausentes y lo repetía ahora ante la inasistencia del alcalde: “Las casas están deterioradas, la quebrada sigue haciendo estragos. Como no podemos mejorar nuestras viviendas, entonces yo me pregunto: ¿van a esperar que las casas se caigan todas para poder negociar con quién?, ¿con los muertos que deje la quebrada o con los muros que se queden caídos?”. El pequeño acto de protesta de Beatriz, en representación de los habitantes de La Iguaná, se convirtió en un medio para presentar las demandas del sector, acumuladas en toda una década. Los funcionarios aseguraron que programarían al alcalde, para que escuchara las arengas de esta novia frustrada. El compromiso estaba hecho. III El calendario marcaba el año 1990. Beatriz, su esposo Eucario y su hija Catalina caminaron por el sendero de tierra hasta llegar a las pequeñas hileras de casas, que conformaban el barrio. Eran pocas, 30 como mucho. Allí estaba la casa propia, hecha de madera, con techo de zinc y un solo cuarto de ladrillo y cemento. Al frente, el agua de la quebrada La Iguaná con un leve olor a descomposición, que se metía sin ser invitado, por las ventanas del nuevo hogar, comprado por doscientos mil pesos. El barrio, un sector de Robledo llamado La isla de la fantasía, se extendía como una maqueta en borrador, donde todo está a medio hacer. Los vecinos comentaban riéndose que aunque el barrio no tenía servicios públicos, andenes o calles terminadas, “con el nombre sí estaban sobrados”. Era sonoro

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aquello de La isla de la fantasía, un nombre que parecía sacado de una historia de Julio Verne. Cuando Beatriz preguntó por la historia del nombre, los vecinos le contaron que se lo debían a Marleny Castaño, hija de una de las primeras pobladoras del barrio. Marleny quería impresionar a su pretendiente, así que omitió el nombre del sector en el que vivía, denominado en ese momento como Las Chozas, por uno que le pareció más elegante. Lo primero que se lo ocurrió fue decir que vivía en La isla de la fantasía, aludiendo a la popular serie americana de los años 80. Parecía perfecto llamarla así, porque en la isla había un enano y algunos personajes locos, que encajaban muy bien con la serie. La anécdota se extendió entre las personas del pequeño sector, que acogieron la invención de Marleny para nombrar el barrio. Sin embargo, allí la fantasía era poca. Como todos los asentamientos, que desde la década del 60 se habían empezado a construir en las orillas de la quebrada La Iguaná, la isla se había iniciado con familias que ocuparon terrenos baldíos y luego invitaron a familiares, amigos y conocidos, muchos desplazados por la violencia rural, necesitados de un pedazo de tierra para vivir. Eran barrios literalmente hechos a mano, donde la invención se enfrentaba siempre a la adversidad. Las casas eran como colchas de retazos. Así tablas, puertas y techos de todos los colores y texturas formaban casas que simulaban un armatodo. Para construir usaban la arena de la quebrada. “Allá la arena parecía oro”, recuerda Beatriz. Cuando Eucario salía temprano a trabajar, ella dedicaba las mañanas a sacar piedras y arena de la quebrada. Mientras construía su casa, el llamado rebusque se convirtió en su empleo: unas veces vendía confites, otra era la estilista de confianza de los vecinos. Todo servía con tal de ver las tablas convertidas en muros firmes que no temblaran ante el poder del agua, una compañía temida y permanente. Desde que llegó al barrio, la lluvia dejó de ser un accidente del clima para Beatriz Londoño. Allí el agua caída del cielo era siempre una señal, un aviso. Ella tenía que estar alerta a

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esa quebrada con historia, que en las crecientes abandonaba su cauce y hacía navegar camas, colchones, y, en el peor de los casos, cuerpos arrastrados por su fuerza. Entonces, durante el invierno, Beatriz sumaba a sus ocupaciones diarias la vigilancia de la quebrada. Desde el zaguán de su casa enfocaba la mirada en los escalones de tierra, formados en la orilla del frente, que le servían de termómetro. Si el agua llegaba al tercer escalón era preciso dar aviso a los vecinos, para empezar la evacuación. La regla era sencilla: primero se evacuaba la gente, y luego, si había tiempo, los objetos de las casas. Para mejorar su efectivo pero informal método de detección de emergencias, buscó ayuda en el Sistema Municipal de Prevención y Atención de Desastres. “Yo no sabía qué era eso del Simpad, ni con qué se comía, pero fue allá donde recibí las primeras capacitaciones para la prevención y atención temprana de emergencias. Ahí me empecé a dar cuenta de que yo podía ayudar. Yo nunca había sido líder, pero al estar en un lugar con tantas necesidades era imposible no pensar en qué se podía hacer”. IV Como en un déjà vu, los líderes de la corporación, los presidentes de las juntas de acción comunal y muchos de los habitantes de los barrios cercanos a La Iguaná, esperaban que el alcalde cumpliera su promesa. Beatriz se puso, de nuevo, el vestido de novia de manga larga y su tiara de flores con tul. Esta vez, tenía un yugo, estaba maquillada y peinada según lo exigía la ocasión. “El alcalde llegó y vio la cosa muy rara. Yo lo esperé a la entrada del auditorio, con mi vestido. Él al principio me miró extrañado, como con expresión de usted qué hace vestida así”, recuerda. –Alcalde, vengo a casarme con usted, yo no sé usted qué va a hacer –le dijo ella a la primera autoridad de la ciudad. –¿Y vos no sos casada Beatriz? –le preguntó él. –Yo sí, pero eso no es problema, porque usted no se está casando con Beatriz Londoño, se está casando con La Iguaná –le contestó ella.

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Aceptada la propuesta, entraron al auditorio tomados del brazo, mientras los asistentes aplaudían para dar inicio a la ceremonia. Uno de los líderes del barrio ofició como improvisado sacerdote. Hizo las preguntas de rigor a Beatriz y al alcalde. Los supuestos novios juraron permanecer en compañía en la alegría, la tristeza y la enfermedad, hasta que la muerte los separara. Luego recibieron la bendición, y así se selló la unión entre los funcionarios de la alcaldía y los vecinos de La Iguaná. Luego, el alcalde dio lectura al documento La Iguaná soñada, redactado por los líderes, días antes. En él, hacían peticiones muy concretas: la creación de una mesa temática que sirviera como espacio informativo, la instalación de una gerencia social para La Iguaná, la declaración de un proyecto urbano integral y la revisión del censo poblacional que había empezado en el 2008, dejando por fuera a muchas familias. Para Beatriz y para todos los líderes de los barrios del sector de La Iguaná, ese día, 16 de mayo de 2009, fue una fecha significativa, en su proceso organizativo. “Fueron muchos años de silencio gubernamental, sin embargo nosotros todo ese tiempo estuvimos organizados. Por eso fue tan importante lo que pasó ese día. Con los compromisos y después con el funcionamiento real de esos espacios, era como si por primera vez en todos esos años hubiéramos dejado de ser invisibles”. V Beatriz quiere ver las fotos que tomó antes de irse del barrio, pero su gata Raquel no la deja. El animal gris duerme en la única mesa de un salón pequeño, ocupado por las mercancías de la tienda, que se encuentra en la entrada. Desde la ventana, por la que Eucario atiende a los clientes de su granero, se pueden ver al fondo las luces de una ciudad que recibe la noche; también se ven algunas cabinas del Metrocable. En Floresta La Pradera, el barrio al que llegó después del reasentamiento, Beatriz tiene una buena vista. Sin embargo, aunque ella haya cambiado de lugar hay cosas que no cambian en su vida. El agua, por ejemplo, parece seguirla a todas partes. La casa en la que vive hoy, tiene humedades en el techo y en el salón, y un muro a punto de caerse. ciento veinticuatro

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Beatriz le insiste a su gata enojada, que salga de la mesa. El animal finalmente cede su pequeño territorio. En la mesa, ya libre, ella busca un empaque plástico transparente donde están las fotos y los recortes de periódico. Es ese su pequeño lugar de memoria. Antes de abandonar su casa, ella se dedicó a fotografiar las casas, las calles, los rostros de la gente. Con la suavidad que la caracteriza pasa una a una las imágenes que decidió registrar para evitar que el tiempo borrara de su mente La isla de la fantasía. Cuando Beatriz ve lo que quedó del barrio, siente nostalgia. Durante el proceso de reubicación, su familia fue una de las primeras en salir de La isla. No por preferencias, como pensaron muchos vecinos, sino por amenazas. A diferencia de lo que ocurre en las telenovelas, donde los protagonistas se casan para vivir felices por siempre, en el caso de Beatriz Londoño su matrimonio con el alcalde le originó problemas con otros líderes y habitantes del barrio, que pusieron en riesgo su seguridad y la de su familia. “Siga así de vendida que va a terminar es en el cementerio”, eran frases que le llegaban con frecuencia, en especial después del incidente en la mesa temática. “Yo creo que a ninguno de los líderes se nos va a olvidar ese día nunca”, dice ella. Esa tarde, dos líderes de la mesa estaban inconformes porque sus nombres no habían sido tenidos en cuenta, para la nueva gerencia social de La Iguaná. Ante la decisión, se habían dedicado a indisponer a la gente de sus barrios para que protestaran durante la mesa temática, contra los demás líderes comunitarios, porque se habían vendido a la institucionalidad para renegar de las comunidades que representaban. Los adeptos a los líderes inconformes gritaban: “¡Vendidos, tramposos, interesados!”. La reunión, que se había caracterizado siempre por ser un espacio respetuoso, se convirtió en una disputa de gritos incontrolable. Los ánimos violentos llegaron a tal punto que ante la amenaza de linchamiento, los demás líderes de la mesa tuvieron que ser evacuados por el Escuadrón Móvil Antidisturbios de la policía. Fue un momento de decepción. Después de años de trabajo para ganarse el respeto y la confianza de la gente, los RESPETO

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líderes no podían creer que dudaran así de ellos, en una acción fomentada por dos de sus propios compañeros. “Con eso que pasó, yo no tuve mucho tiempo de despedirme de la gente de La isla, me tocó irme rapidito por las amenazas, pero nunca me fui del todo. Yo prometí que aunque Beatriz no viviera en La isla iba a seguir allá y eso hice, trabajé con ellos hasta que salió la última familia de las 142 que debieron ser reasentadas”. VI Beatriz piensa que ser líder es un trabajo que no tiene fin. Por eso, cuando se termine la construcción del tramo de los 4.1 kilómetros y su trabajo como gestora finalice, tiene ya un proyecto llamado Iguanarte, para hacer productos con artistas de los barrios. La pregunta parece obligada: ¿Han valido la pena estos veinte años de trabajo? Ella lo piensa y responde que sí con firmeza. A pesar de los costos, del traslado de su Isla de la fantasía y del cansancio que a veces la llena de un aire triste, ella tiene el convencimiento de que pocas comunidades en Medellín se han logrado organizar como lo hicieron en La Iguaná. Ella cree que su trabajo, y el de todos sus compañeros, es un ejemplo de lucha para exigir el respeto por el territorio habitado, porque hasta la hormiga más pequeñita tiene que vivir en algún sitio y no de cualquier manera. “¿Qué hace esa hormiga? construye un nido debajo de la tierra porque sabe que ahí no la van a pisar. Ese es y ha sido el objetivo, que nadie nos pisotee, que si van a llegar a construir algo importante, esa importancia se la den también a la gente. Logramos ser reconocidos, escuchados, para que el progreso de la ciudad no barriera con nosotros”. Los colores no existen más en el cielo, llegó la noche. Beatriz Londoño y su esposo cierran la ventana. No se atiende más en el granero. La gata duerme tranquila en la mesa de la sala, mientras abajo la ciudad espera los designios de la noche.

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L a c a n s a d a pa l a b r a

política J uan Cl audi o L e c h í n

Juan Claudio Lechín (Bolivia). Reconocido escritor y dramaturgo. Ha escrito y dirigido teatro y dos de sus scripts han sido filmados. Sus novelas han sido premiadas, finalista del Rómulo Gallegos (2005), Alfaguara (Bolivia, 2004), Guttentag (1991) y otros reconocimientos. Ha publicado media docena de libros -literatura y ensayo-. Premios de libreto teatral: Círculo de directores de teatro independiente (Bolivia, 1998) y Premio Nacional José Vásquez Machicado (Bolivia, 1998). Su libreto teatral Hierba mala nunca muere, fue estrenado en marzo de 2015 en Nueva York. Margarita Isaza Velásquez. Periodista de la Universidad de Antioquia. Estudió la maestría en Sociología de la Cultura de la Unsam, Argentina. Ha sido colaboradora en revistas y periódicos, correctora y editora de distintas publicaciones, e investigadora en proyectos académicos. Camilo Jaramillo. Comunicador Social Periodista, de la Universidad de Antioquia. Ha escrito para los periódicos La Hoja, Periferia y Ecodiversos, así como para las revistas Semana, Anfibia, Pie de Página, Revista Universidad de Antioquia y Avianca. Actualmente es director del periódico universitario De La Urbe y estudiante del magíster Gestión cultural.

Era una esfera tornasolada de truculento fulgor (Jorge Luis Borges)

Un taxista, en cualquier país del continente, refiriéndose a la palabra política paladea adjetivos y los lanza con lengua bífida: ¡delincuente, ociosa! Para él, la política es herejía, carece de virtudes. El lustrabotas, otro oráculo nuestro, comenta que, evidentemente, los políticos son cochinos y corruptos, salvo uno, valeroso y bueno, popular, que le está devolviendo la fe a la gente (usa el término teológico: “la fe”) y dice: “ahora con él, finalmente, todo va a cambiar”. Está convencido que su santo guerrero va a encaminarnos, como Moisés, hacia la Tierra Prometida, paraíso social en la tierra, donde no habrá injusticia, explotación, ni diferencias sociales. Para él, “la palabra política” de su líder es religión. El peluquero, tercer gran oráculo, mientras esteriliza con fuego sus instrumentos, a la antigua, habla de algo más abstracto: las instituciones. Asegura que hay que convertir la política en instituciones estables y anodinas para sacarla de nuestras vidas cotidianas y así ponernos a trabajar en lugar de pedirle al Estado benefactor, que ahí está la libertad de la persona pobre, en su libertad económica. Para él, la palabra política es un obstáculo. Un atenciómetro nos diría que América Latina ha puesto en la política la mayor cantidad de atención en toda su historia y un esfuerzómetro diría que el mayor esfuerzo también. Hemos estudiado a los grandes pensadores y manejamos con destreza sus categorías: liberalismo, comunismo, lucha de clases, proletario, indigenismo, inversión, ahorro, estabilidad monetaria, oferta y demanda, mercado, revolución por etapas o por saltos,


Estado interventor o promotor, dictaduras liberales o comunistas. En fin, todo sabemos y por tanto hemos hecho todas las revoluciones relevantes, las sublevaciones añoradas, los cambios prescritos, las leyes señaladas, los ajustes macroeconómicos ordenados, industria y artesanía, educación y salud, modernización y tradición, hemos amordazado al mercado y liberado también. Los resultados no son alentadores. Apenas hemos edificado República sin ciudadanos, capitalismo sin empresarios, socialismo sin obreros y globalización sin transnacionales propias. Pero, ¿por qué hemos inviabilizado todo modelo político? ¿Es el imperialismo? Pero si nos hemos aliado con él y no se ha operado nuestra transformación. ¿Es el castrismo? Pero si les hemos entregado nuestros países y nos ha ido peor. Entonces, ¿dónde está el error a tanto acierto?, ¿dónde el fracaso a tanto afán? Habiendo indagado en demasía y sin éxito afuera, en el mundo objetivo, busquemos en el lugar contrario, dentro de nosotros. Quizá el problema nos habite y por eso no lo hemos encontrado. En un primer vistazo interior se ve un combate feroz entre dos titanes: lo que somos y lo que queremos ser. Y resulta no ser descocado pues estos dos colosos hacen, al mismo tiempo, el enfrentamiento entre realidad e ideal, proceso y milagro (el “ahora sí, todo va a cambiar”), entre las mentalidades que somos: del pasado, religiosas y señoriales, llenas de épica, fe, pasión, redentores y santos guerreros heroicos, frente a las mentalidades que queremos ser: cuantitativas, del futuro, numéricas, desapasionadas, legales, de lenta, trabajada y aséptica transformación, industriosas, tecnológicas, racionales. “El Che murió por sus ideales versus Pepito puso agua potable en el barrio”. Este dilema nos habita. El “qué somos” busca la muerte en gesto heroico para quedar cincelado como mártir en la pupila de la eternidad, el “qué queremos ser” busca el bienestar material de la abeja. Este incansable pendular entre dos extremos -nuestra alma como arena de combate-, es también la colisión entre la desestima (somos un país de mierda) y la sobrevaloración (nada como mi patria).

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Lo terrible es que ninguno de nuestros gladiadores quiere triunfar sobre el otro pues quedaría íngrimo, sin pareja neurótica que le dé sentido, que le haga creer el espejismo de estar resolviendo algo cuando las cosas, en el fondo, se mantienen igual. Si uno triunfara o llegaran a un acuerdo, estarían obligados a madurar y este es un conocimiento que nuestra identidad aún no tiene. ¿Nuestra identidad? Tantas veces proclamamos tener identidad en negros, indios y mestizos y luego pendulamos hacia el extremo opuesto para ser norteamericanos y/o europeos. Cuando estas no fueron suficientes, vamos a la afirmación nacionalista: ¡Soy de tal o cual República, fundada en el siglo XIX! Y nos llena de orgullo haber nacido de gajo, sin más antecedente que una guerra, la de la santa Independencia, hijos del heroísmo y no de un vientre. Sin darnos cuenta, decimos pertenecer a una colectividad sin historia previa, como el siervo de Hegel, que al no tener historia propia se realiza a través de la de su señor, cualquiera que este señor sea. Al declararnos hijos de la Independencia construimos una bizarra historia universal que va más o menos así: Cromagnon (o Adán y Eva)… incas, aztecas, chibchas… oscuro-oscuro-oscuro… Independencia, Latinoamérica. Listo. Al hueco oscuro de nuestra historia, lo explicamos con el acostumbrado encantamiento: La colonia virreinal fue un manto oscuro donde los españoles vinieron a robarse nuestro oro y nuestra plata y a matar indios, y así ¡zas! borramos trescientos años de nuestra infancia histórica. Negamos ser españoles aunque tenemos apellidos españoles y nuestra lengua dominante sea el castellano español. En tanto que indios y negros, tenemos una herencia cultural estudiada (aunque incompleta), difundida desde los sacerdotes del siglo XVI, la arqueología hasta los antropólogos y sociólogos de hoy. Es una identidad dual (como todo en nosotros), de orgullo-vociferado y vergüenza-solapada pero es identidad recuperada, al fin y al cabo. De España, sin embargo, atesoramos juicios lapidarios y una tácita negación; aunque España pobló (se apropió, ocupó o lo que sea) las Indias Occidentales, nuestra América Latina, y fue nuestra cultura hegemónica. Ahora, ¿por qué tanto empeño en negar lo obvio?

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En general, se niega lo obvio cuando hay trauma. El trauma es un suceso desestabilizador que la psique quiere borrar. Cuando se produce en la más tierna infancia, el cuerpo lleva al trauma a un lugar inubicable de la memoria. Si el evento sucede posteriormente, el trauma se enmascara o bien de altar santo o de torre demoníaca, algo muy feliz o muy infeliz, y con este procedimiento se convierte en un conocimiento tácito, sin discusión ni evaluación. El trauma detrás de la máscara no se queda quieto, sigue actuando. Es un motor incansable que de manera truculenta y sinuosa no cesa de contrabandear pulsiones y mentalidades sobre el individuo o el grupo, catapultándolo o pervirtiéndolo. El trauma es poderoso impulso o pesado lastre. Cuando es lastre, la psicología intenta ubicarlo para humanizarlo y comprenderlo y, así, arrebatarle su condición de memoria rígida, santa o demoníaca, que es la causante del contrabando. Humanizado el trauma, el cuerpo empieza a sanar. El nuestro es un trauma bicéfalo y está compuesto por la negación rotunda de nuestra españolidad, por un lado, y por nuestra rendida devoción por la Independencia, por el otro. Solo mencionar que los latinoamericanos somos españoles nos saca de quicio. Y la ofuscación suele diagnosticar la presencia de un trauma. La Independencia, el inmaculado contrario, es en cambio sitial de afirmación ideológica e inspiración heroica, ello a pesar que nos metió en un merengue de doscientos años de inestabilidad política, de sublevaciones, guerrillas, revoluciones, montoneras, golpes de Estado y asesinatos políticos. Esta historia tempestuosa en la que nos metió la santa Independencia, sin precedentes en el aborrecido orden virreinal, es la que ha desgastado hasta el absurdo la palabra política. No quiero decir que la Independencia carece de valores. No se trata de pendular nuevamente hacia un altar contrario Hemos vivido juzgando nuestro pasado desde un púlpito y sin ningún provecho. El único propósito de juzgar es condenar, y no hay condena posible para la historia porque es inmutable; ahí estará para siempre, ajena a nuestra opinión. Sólo nos queda conocerla y humanizarla para, al fin, reconocer nuestra identidad dominante. Recién entonces tendremos claro el Yo que somos

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y que queremos transformar. Recién también sabremos cuánta transformación es posible y cuánto es quimera. Otro fuera el caso si al negar nuestra españolidad y santificar nuestra Independencia hubiéramos triunfado en lo económico, sedimentado una estabilidad política y conseguido bienestar social -como fue el caso de Estados Unidos-. De haber sido así, no necesitaríamos una fastidiosa terapia histórica pues los traumas del exitoso son virtudes. Debemos considerar que durante el virreinato vivimos en quietud dialéctica, es decir, sin choques con las grandes transformaciones de Europa en esos siglos, sin contagiarnos con Descartes, las ciencias, la hilandera mecánica, el mundo gira alrededor del sol, el burgués empresario, el racionalismo, el individualismo, el trabajo, el ahorro, ni la tecnológica fabricación de artilugios. Cuando llegó la Independencia salimos de esa probeta quieta y declaramos claramente que no queríamos la paternidad de España sino otras paternidades (o maternidades): las de Inglaterra, Francia y Estados Unidos, en fin: la modernidad. Esto no es condenable. Todo hijo, para madurar, busca nuevos guías, lejos de los padres. Pero el esclavo que nos habita por dentro, acostumbrado durante toda la etapa virreinal a importar pensamiento y estética de España, repitió la receta después de la Independencia. Creyó que así -rápidamente (o ¿milagrosamente?)-, dejaríamos de ser sociedades periféricas y bucólicas. Con mucho entusiasmo y poca resistencia nos metimos en un trabajo colosal de mutación social. Trajimos la constitución norteamericana para redactar las nuestras, importamos intactos los códigos napoleónicos del derecho: comercio, civil, penal, procedimiento, etc. A toda prisa quebramos nuestros usos y costumbres. Cambiamos la zalema (venia española) por “el apretón de manos anglosajón, se reemplazó el chocolate por el té”, se trocó el cuello por el escote, el jubón por el pantalón marinero norteamericano; se cambió de facha y de bebida, se cambiaron cantos, himnos, héroes y ancestros, produciéndose una tremenda fractura del Yo colectivo. Las importaciones en vez de nutrirnos nos quebraron y nos quedamos en el limbo de lo que queríamos ser. Es que a diferencia de España, Francia, Inglaterra y Estados Unidos son otra cultura, son de origen

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germánico, son anglos, sajones, francos, lombardos, alamanes, una cultura del frío, del trabajo, del ahorro, de la puntualidad, transformadores de naturaleza y creadores de artilugios. Mientras nuestra bronceada cultura del Mar Mediterráneo es de abolengos, de simpatías, de milagros, largueza, ocio, heroísmo, explotadores de la naturaleza y creadores de ensueños. Fuimos la cigarra queriendo ser hormiga. Tal vez la excesiva angustia de denostar aceleradamente nuestra identidad nos empujó a aferrarnos frenéticamente a la nueva y nos obligó ya no a transformarnos sino a sustituirnos. Esto avanzó formalmente entre las élites letradas y liberales aunque, en lo esencial, siguieran siendo, incluso hasta hoy, señoriales y estamentadas; con su secreto trauma bicéfalo a cuestas y sus mentalidades intactas. A pesar de guerras de secesión y mundiales, Estados Unidos y Europa avanzaron con la modernidad, nosotros nos enfangamos en un desorden histórico. Nuestra única constante fue acrecentar nuestro trauma bicéfalo hasta convertir la ruptura del cordón umbilical con España en una patología y negamos ser sus hijos con más ahínco. Ahora bien, poco importa que al negar nuestra españolidad perdamos una prolífica identidad histórica que va desde las cuevas de Altamira a ser celtas, iberos africanos y bereber, pasando por cinco emperadores que le dimos a Roma, ser visigodos, judíos y el islam español. Tampoco importa saber que los españoles ya eran mestizos cuando llegaron a América, que con Carlos I y Felipe II fuimos el imperio más avanzado de Europa o si al poeta Álvaro Mutis le sucedió una revelación personal al encontrar su identidad cultural: “En España, en fin, estaba el lugar, el único e insustituible lugar en donde todo se cumpliría para mí con esta plenitud vencedora de la muerte y sus astucias, del olvido y del turbio comercio de los hombres”. Tampoco importaría mucho si perdemos el conocimiento de nuestra infancia virreinal, etapa donde se formaron nuestras personalidades sociales, nuestro mestizaje, las razas y culturas que nos habitan, nuestras mentalidades, nuestro Yo.

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Nada de eso importa… tanto. Lo que importa mucho, tal vez demasiado, es que al no tener identidad no podemos tener pensamiento propio, ese instrumento fundamental para decidir. ¿Cómo puede alguien que no-es decidir lo que quiere ser?, ¿sobre qué sujeto, sobre qué Yo, toma la decisión?, ¿cómo transformar algo que no somos en algo que añoramos?, ¿cómo transformar nada en algo? Sin embargo, esa nada que no queremos ser es en verdad el trauma bicéfalo transportando mentalidades de contrabando que pervierten el algo que queremos ser. Según Robert Oxton Bolt: “Las mentalidades no son ideas que posee la mente sino ideas que se han apoderado de la mente”. Estas ideas que se han apoderado de nuestra mente y que nuestro trauma bicéfalo contrabandea desde el inconsciente social, sin que nos demos cuenta, son mentalidades feudales y religiosas. Mientras lanzamos discursos nuevos, ejecutamos viejas lógicas. Esas lógicas medievales y religiosas nos llevan a morir o matar por un ideal, a considerar “pobrecito” al pueblo pero no trabajamos para convertirlo en ciudadano, en independiente. Pervive la modalidad que el triunfador vaya al pillaje (la actual corrupción) aunque nuestro “querer ser” finja condenarla desde una santidad hablada pero nunca ejercida; santificamos a los asesinados políticos como a los primeros mártires cristianos para convertirlos en bandera; confiamos en el carisma de un Galileo político, un caudillo redentor, y no en un estadista, esperamos el milagro en cada proyecto político (ahora sí, todo va a cambiar); incluso nuestros liberales, aparentemente racionales, repiten la lógica inquisitorial del bien y el mal en: civilización y barbarie, modernos e idiotas latinoamericanos. Todo proyecto político, incluso los de la reposada democracia, anuncia un milagro transformador y nos genera emoción épica y fe; en lugar de movernos hacia la construcción perdurable, ladrillo por ladrillo. Incluso (o sobre todo) los intelectuales ateos que se creen modernos, racionalistas o revolucionarios operan con la mecánica santo y hereje, argumentando que son ideas futuristas las descompuestas construcciones amigo-enemigo del fascismo, revolucionario-burgués del comunismo, moderno-premoderno del liberalismo. Se demoniza al rival político, volviéndolo un

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hereje sin virtudes al que se le achaca una oscura conspiración, mano negra que nos chupa la sangre sin cesar. (Err…, obvio que la mano no chupa pero entiéndase que ¡es una metáfora!). Nuestras mentalidades, medievales y religiosas, son un obstáculo como lo analógico en un mundo digital. Pero no están mal en sí mismas. Mal, o mejor dicho, pésimo está el haberlas dejado por más de dos siglos bajo la voluntad caprichosa del trauma, sin que nosotros hayamos sido dueños de administrarlas, dosificarlas, transformarlas y manejarlas a nuestro favor. Han sido una filtración de agua horadando por dentro toda construcción social. Otra poderosa mentalidad es enaltecer el ideal (¡la moral!) y despreciar la realidad (la ley). El Che murió por sus ideales, es el pie de foto de un santo, aunque fusilara, sin ley ni proceso, más de mil personas en el cuartel La Cabaña y no colocara ni un botiquín de primeros auxilios a los campesinos bolivianos durante su guerrilla. Si un gobernante, viejito y bondadoso, habla incansablemente de la moral, es adorado. Si un caudillo mesiánico parlotea de los humildes, es un profeta aunque asesine el país y se robe el erario público. En cambio, si un presidente administrador y sin carisma hace una obra importante pero no realiza el milagro de acabar con la pobreza, es despreciado. Nuestras mentalidades nos hacen creer que somos sensibles y buenos cuando humillamos con la lástima a los más pobres de una sociedad. En lugar de enseñarles a pescar, les damos limosnas -personales o políticas- y crecemos moralmente aunque, en verdad, estemos manteniendo el circuito clientelar de dominación. América Latina sufre una fuerte disociación de identidad, lo que la hace incapaz de vertebrar pensamiento propio. No confabula para ello el imperialismo ni el colonialismo, sino nosotros mismos. Si hasta nuestros preclaros intelectuales, cuya tarea es ser detector y brújula de las sociedades, actúan como sacerdotes medievales, profesando al pie de la letra catecismos de fe secular como el marxismo, leninismo, liberalismo, castrismo y refritos tipo ONG, con abundante sensiblería. Son una curia temible. Proclaman interesarse en el futuro de sus pueblos y cotorrean un pensamiento congelado para conservar sus roscas en las universidades y en el circuito editorial. Aquellos que no entran en

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estos corrales, aquellos que tienen ideas propias, que no repiten las frases recurrentes con las que todos están de acuerdo en marearse, son descalificados con el silencio y un volcar de ojos. Para hacer pensamiento propio es preciso equivocarse, aunque en sociedades gobernadas inconscientemente por remanentes de lógicas religiosas, el error es caer en la herejía. En la fe no hay error posible, como no hay error en nuestros intelectuales doctrineros, ni en el análisis de sobremesa de los empresarios y periodistas exitosos. Pocos buscan las causas profundas de nuestro rezago histórico, pocos corren con el valiente riesgo de equivocarse. Nuestra historia, desde la Independencia, es la de El jajilé azul, un jabalí que envidioso de la jirafa le pidió a Dios que le diera su elegante cuello, luego quiso la melena del león y luego el color azul del cielo. Terminó siendo un adefesio. Hay versiones positivas de estos mestizajes como El Borak, la mitológica cabalgadura con que Mahoma subió a los cielos, combinación de águila, caballo y rostro de mujer, o la del pato que quiso ser castor y luego de doscientos años de intentarlo se volvió ornitorrinco. Entonces, no es un logro haber hecho República sin ciudadanos, socialismo sin obreros, capitalismo sin empresarios y globalización sin transnacionales propias. Hay quienes se sienten orondos porque su país ha logrado mejores desempeños que otros hermanos del continente, olvidando que la voluntad independentista, la que nos metió en todo este lío republicano, no fue ser mejor que otros deprimidos sino alcanzar la modernidad, la libertad. Y esto no se logra sin pensamiento propio, no se logra haciendo altares e infiernos de nuestro cuerpo histórico, negando nuestra infancia virreinal, nuestra identidad. Copiando sin criterio propio profundizará la incertidumbre. En adelante, a diferencia de nuestras admiradas Europa y Estados Unidos (¿China e Irán?), nos toca el difícil camino socrático de “Conócete a ti mismo”. La primera y más importante tarea será hacernos el favor de hacer las paces con nuestra infancia, con nuestra historia virreinal. Es de advertir que aceptar nuestra españolidad no operará el milagroso cambio porque el milagro no existe (o por lo menos, ya no). Y aunque debemos seguir viviendo nuestra vida y seguir echando pa’ lante, es indispensable

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humanizar nuestra infancia virreinal, sumergirnos en su historia, en su literatura, su poesía, su teatro, sus comportamientos que son nuestros y aceptar a nuestros padres, con sus luces y sus sombras para construirnos completos. Tal vez descubramos que nuestro anhelo siempre fue convertirnos en una cigarra que trabaje o en una hormiga que cante, en un ornitorrinco plenamente asumido tanto en su patitud como en su castoridad, pero a diferencia del jajilé azul no se lo pediremos a Dios, ni pendularemos entre la negación y la justificación, entre el no ser y el querer ser, sino que lo labraremos en un proceso de roces y enfrentamientos, errores y aciertos, como todo proceso y con aderezo del ideal pero por los caminos de la realidad, que es el único camino que hace verdaderos los sueños. El futuro no se presenta fácil para nosotros. Cuando asumamos nuestras identidades completas, nos percataremos del reto inmenso que significa transformarnos hacia la cultura germánica, que es la del futuro. Estoy seguro que en este maravilloso proceso de epifanías, la palabra política volverá a ser nueva pero no heroica sino institucional, al servicio de la gente, de su libertad, de su independencia económica. Entonces, el peluquero, mientras desinfecte sus instrumentos con fuego, a la antigua, dirá satisfecho: –Claro, el mejor destino de la política es ir desapareciendo. Ahora es la economía la que reina. Entonces habrá llegado el momento de bajar la cabeza y recitar emocionados con Álvaro Mutis la última estrofa de su poema Una calle de Córdoba: “Concedo que los dioses han sido justos y que todo está, al fin, en orden.
 Al terminar este jerez continuaremos el camino en busca de la pequeña sinagoga en donde meditó Maimónides y seré, hasta el último día, otro hombre o, mejor, el mismo pero rescatado y dueño, desde hoy, de un lugar sobre la tierra”.

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En el nombre de Camilo M ar g ar i ta I s az a V e l ás qu e z

Esa mañana, más o menos después de las diez y media, el teléfono de Shamira Rodríguez no paró de sonar. Ella estaba en Bogotá, cursando un semestre de Ciencia Política, pero su novio y sus amigos más cercanos vivían en Medellín; algunos la visitaban con frecuencia y ella se mantenía entre aquí y allá. Era raro, sin embargo, que recibiera más de cinco llamadas seguidas y de distintas personas: le preguntaban cómo estaba, ella respondía tranquila o con cierta alegría por retomar el contacto, y al otro lado de la línea los silencios comenzaban a repetirse. La intuición le susurró que algo grave estaba pasando, tan grave que nadie se atrevía a contarle. En Medellín, la noticia se conoció un poco antes del mediodía, aunque ya muchos universitarios se habían enterado por los rumores de la asamblea estudiantil, ese día celebrada en el Parque de los Deseos, o también porque alcanzaron a oír el estallido o a ver la ambulancia. La radio despejó las dudas: un joven había muerto en el campus de la Universidad Nacional; dijeron que era un estudiante encapuchado y que estaba fabricando un explosivo. Shamira empezó a devolver llamadas, esta vez a sus amigos cercanos. Uno de ellos le confirmó con pocas palabras que se trataba de él, de su novio, el muchacho de 23 años del que casi nadie sabía que militaba en procesos clandestinos de grupos políticos estudiantiles. Ella gritó y lloró al escuchar esa voz que le dijo “sí, se nos fue”, dio vueltas en el café bar donde trabajaba y que apenas estaba abriendo, y no le tomó más de un minuto la


decisión de adelantar el viaje que ya tenía programado para el día siguiente, jueves en la tarde. Quería desmentir con sus ojos la peor de las noticias y para eso no había espera. Ese muchacho, novio de Shamira, tal vez inexperto en la manipulación de explosivos, era estudiante de Sociología de la Universidad de Antioquia. Se llamaba Juan Camilo Agudelo Posada, tenía una moto Suzuky 80, el pelo largo, una barba de varios días, los ojos verdes y muchos libros por seguir leyendo. El 30 de octubre del 2013 fue el último día de su vida, pero tenía planes para las siete de la noche: una reunión con amigos del colegio; para el día siguiente: recoger a Shamira que venía de Bogotá; para el fin de semana: parchar en la ronda punk del Altavoz; para el 14 de noviembre: celebrar el centenario del DIM; para diciembre: ir a la Laguna del Otún; para el 2014: volver a Machu Picchu… y para cada segundo de su eterno presente. *** Hasta hace unos siete años, las cafeterías de la Universidad de Antioquia tenían tajadas de troncos de árboles en sus alrededores, que servían para sentarse a charlar, tomar café negro, fumar, compartir fotocopias de clase y, al decir de muchos, intentar conspirar. Los estudiantes y los profesores, amigos en esa institución única, hasta se levantaban la voz para imponer las ideas de Mao Tse Tung -no importa que ya fuera el siglo xxi-, y para analizar, acaso con vehemencia poética, la intromisión de las bases militares estadounidenses en los descampados del Caquetá y de las tropas del mismo país en el lejano Nepal. Los tronquitos empezaron a desaparecer a la par de las horas de discusión. Un día, indeterminado, olvidado, impensable para otras generaciones, ya no quedaron más pedazos de madera para la hora del café. Las bancas metálicas que reemplazaron algunos de esos sentaderos naturales se las apropiaron los vendedores de chicles, minutos de celular y cigarrillos, viejos habitantes nuevos del campus universitario; y otras de esas, incómodas por demás, se dañaron en pocas semanas: no quedaron ni los logos de las empresas que las donaron, que en bajo relieve querían ser recordadas por patrocinar otra clase de pensamientos.

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El fragor íntimo de la palabra perdió su calidez al dispersarse en fuegos pequeños a lo largo y ancho de la universidad. Los que antes se gritaban airados, así fueran de facultades diferentes, dejaron de encontrarse para el debate de las ideas, para la llamada conspiración. Puede ser -no es un dato preciso- que quienes se matricularon después del 2010 nunca hayan tenido una discusión sobre política por fuera de las aulas. Ellos, acaso, han conocido la Universidad de Antioquia de los paros, de las papas bombas, del escuadrón antimotines, de los encapuchados, de un único rector, de las asambleas vacías, de las pintas dibujadas luego de sembrar miedo, de los abrazos colectivos para calmar los ánimos, de los torniquetes en las porterías y ahora en la biblioteca, de las luchas que de tanto repetirse ya suenan absurdas o, lo que es peor, totalmente ajenas. *** Juan Camilo Agudelo entró a Sociología en el 2011. Ya había estudiado tres semestres de Ciencia Política en la Universidad Nacional, y se había cambiado de carrera porque quería un enfoque más social, centrado en las comunidades, y quizás no tan matemático o estadístico como le había parecido su primera experiencia universitaria. Persistía en estudiar en una institución pública porque consideraba la educación como un derecho de construcción colectiva, que debe ser garantizado por el Estado, y no como una mercancía en la que cada crédito de materia tiene un signo pesos. Y fue una decisión porque la familia de la que provenía no era pobre; tenía con qué matricularse en una universidad privada o incluso el dinero suficiente para estudiar en Estados Unidos o en Alemania, como se lo propuso una tía que lo quería ver con sus sueños realizados. Le decían el Mocho y también el Tulli, porque caminaba de una forma un poco extraña -dicen que parecido a un pingüinoy porque aunque amaba el fútbol nunca jugó bien; alguna vez, como Maradona, hasta hizo un gol con la mano. Sus compañeros del Colegio San José de La Salle lo recuerdan como al mejor de los amigos: leal, inteligente y un lector voraz. “Nunca te dejaba tirado cuando tenías problemas. Él te

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acompañaba a donde fuera y hasta que amaneciera”, dice Sebastián Patiño, hoy abogado egresado de Eafit. “Él nos enseñaba a pensar todo el tiempo: desde que estábamos en noveno nos llevaba lecturas y veíamos buenas películas, las discutíamos. Ya en once nos invitó a un grupo de discusión que se llamaba Utopía y ahí leíamos juntos. Todos queríamos abrir los ojos ante el mundo, más allá del colegio en el que crecimos. Oíamos punk, grupos como Los Muertos de Cristo, Boikot, El Último ke Zierre, y muchos más”, habla Danilo Montoya, ahora estudiante de Medicina en la Universidad Pontificia Bolivariana. Cinco años después de graduarse de la etapa escolar, seguían reuniéndose, así fuera de vez en cuando, para tomar un par de cervezas, compartir una experiencia o hablar de la vida y del país. Juan Camilo, sus amigos lo confirman, era muy diferente a ellos. Él nunca se vio a sí mismo como un muchacho de plata, interesado en objetos o posesiones. Aunque ellos le recordaban que él era el que de niño recibía los mejores juguetes, como el último Play Station, y fue el primero en viajar a Estados Unidos; él prefería, ya en una adolescencia consciente, vestirse con ropa regalada, no llevar un peso en la billetera, tener la moto menos aparente, desechar los regalos caros y viajar, echando dedo o vendiendo manillas, por toda Suramérica. Es, entonces, difícil saber cuándo fue que ese joven, que estudió en un colegio de religiosos y creció en una familia acomodada, con todas las garantías para llegar a ser un burgués bien hablado, se convirtió en un “revoltoso de universidad pública”, como lo juzgaron muchos, y que murió, también conjeturaron, “en un acto terrorista”. *** Ese mismo 30 de octubre del 2013 cuatro estudiantes de la Universidad de Antioquia cumplieron 48 horas en huelga de hambre, apostados en el bloque 16, el edificio administrativo. Protestaban con sus intestinos para respaldar el pliego de peticiones que la asamblea estudiantil, sus voceros, había presentado a las directivas de la institución el 4 de septiembre. Pedían, en resumen, varios beneficios para los estudiantes de

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menos recursos económicos; que no desalojaran a los vendedores informales del campus; que quitaran las cámaras de seguridad instaladas en la universidad, y que eliminaran la oficina de asuntos disciplinarios donde se investigaban procesos contra estudiantes líderes de organizaciones y de algunas protestas, sobre todo del último año. La Universidad de Antioquia estaba cerrada al público. Solo permanecían allí los que protestaban, dispuestos a ser desalojados por un escuadrón policial. Para esa mañana, los grupos de estudio tenían planeada una manifestación para divulgar y apoyar el pliego, a la vez suscrito por la Marea, Mesa Amplia Regional Estudiantil de Antioquia, donde participaban estudiantes de todas las universidades públicas con sede en el departamento, entre ellas la Universidad Nacional, a pocas cuadras, cruzando el río, de la Universidad de Antioquia. Una marcha saldría de la de Antioquia y otra lo haría de la Nacional. Se encontrarían en algún punto del Centro de Medellín. Pero los planes cambiaron a último minuto. La de Antioquia estaba cerrada, de modo que los manifestantes, algunos clandestinos y encapuchados, pero la mayoría con militancia legal y al descubierto, se fueron todos para la Nacional. De allí saldría la marcha más o menos a las diez. *** “Camilo y yo nunca peleamos mucho. Nos queríamos y nos entendíamos muy bien”, recuerda Shamira Rodríguez, que a veces sigue hablando de su novio en presente, como si él la estuviera esperando en alguna esquina de la ciudad. “Éramos muy diferentes aunque teníamos la misma idea de construir un mejor país para la gente. Yo soy extrovertida y mi opción es el arte, la música, la chirimía, hacer performances para convencer; él, en cambio, es tímido y lee todo el tiempo, sabe hablar con la gente y lo hace muy bien. Yo le decía que explicar las cosas era su fuerte. A veces discutíamos porque no estábamos de acuerdo en la forma de lucha: yo insistía en el arte, y él me decía y me sustentaba que el trabajo social era lo más importante pero que quizás la vía armada era la posibilidad de confrontar las

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estructuras del Estado, para que se produzca el boicot y pueda haber revolución”, explica ella tratando de recordar las palabras que él usaba para que ella desistiera de la discusión. Juan Camilo tenía una predilección por la Teología de la Liberación y se había leído, incluso varias veces, los libros de y sobre Camilo Torres Restrepo, el sacerdote que en los años sesenta, dice una canción de Alí Primera, unió el fusil y el evangelio para luchar por la gente. A Shamira le pedía que se leyera, al menos, la novela La siembra de Camilo, de Fernando Soto Aparicio. Ella a veces se cansaba de esos altercados y le decía que le estaba “tirando mucha línea”, y cuenta que en los últimos meses él se había vuelto más radical, más empecinado en sus asuntos y con más reuniones de los grupos de estudio. Según ella, él siempre fue muy coherente con su pensamiento, “no era ningún bobo y sabía qué hacía y por qué lo hacía”. Shamira lo conoció mucho antes de que se lo presentaran, cuando ambos se encontraban en los buses que iban para el Congreso de los Pueblos, que se realiza en distintas regiones del país. Cuando ya se volvieron inseparables, el primer viaje que hicieron juntos fue al Congreso de izquierdas latinoamericanas, organizado por la Universidad Central, en Bogotá. Uno de los últimos fue al Festival de Cine de Cartagena, donde vieron el documental Los rebeldes del fútbol. Tenían varios amigos en común que estaban, al igual que ellos, en movimientos estudiantiles legales y que promovían el debate de las leyes, las políticas públicas y la inclusión de distintas comunidades. Pero lo que dice la muerte de Juan Camilo es que él también estaba, en paralelo con su militancia libre y legal, en grupos clandestinos o bien en grupos que tienen doble forma de actuar, así sean de izquierda o de derecha, y que hacen parte del pan de cada día en las universidades del país. Son decenas de colectivos, que aparecen y desaparecen dependiendo de muchos factores, y que pueden formarse para lograr un cambio específico en las leyes de educación o con propósitos más amplios como evitar la privatización de las instituciones públicas. La lucha, en todo caso, es siempre contra el establecimiento,

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porque de él derivan todas las injusticias. Algo así resumen los grafitis, los panfletos, los discursos, la necesidad de un cambio. En Juan Camilo, la búsqueda de ese cambio en la sociedad no fue un capricho de último momento. Él tenía una inquietud por la política desde muy joven: su abuelo, de Amagá, tiene carné de una falange española, su papá tiró piedra en el Liceo Antioqueño, y él mismo a los doce años pegó afiches en el colegio en contra de la primera candidatura presidencial de Álvaro Uribe. Después, hizo crecer esa inquietud con lecturas típicas de la época universitaria, como El capital, de Marx, o los escritos de Antonio Gramsci. A esas reflexiones les sumó el cine, una mirada especial sobre el fútbol y los viajes por Colombia y Suramérica. En ese recorrido, en busca de una coherencia y de una afirmación política, hizo trabajo social, con la construcción de una biblioteca pública en el cerro Pan de Azúcar. Sobre el Deportivo Independiente Medellín, hay que decir que con la muerte de Juan Camilo perdieron a uno de sus mejores hinchas. No solo tenía decenas de camisetas del equipo, y casi todas le quedaban grandes, sino que además desde los catorce años se trepó a los buses de las barras para alentarlo desde todos los estadios del país. Un día le dijo a su amigo Juan Diego Posada, compañero de Ciencia Política, que llevaba cuatro años sin perderse un solo partido del Medellín. Todas esas boletas las tiene guardadas Shamira en bolsas de mercado. Pero además de ser un hincha, él pensaba en el fútbol como una opción de barrismo social, aunque amaba la camiseta de su onceno no estaba de acuerdo con los monopolios en el fútbol, con las guerras en las tribunas, con las mafias que dominan las barras, con la financiación a veces dudosa de muchas campañas y, en fin, con ver a su equipo -y a todos los demás- convertido en mercancía. *** Al parecer Juan Camilo estaba ese día de su muerte con el colectivo Camilo Vive. Algunos dicen que estaba con Identidad Estudiantil. No se sabe, pueden ser otros nombres. Lo que sí fue cierto es que una vez que la explosión sonó en el

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segundo piso del bloque 24, el nuevo edificio de Artes, de la Universidad Nacional, los miembros del grupo de apoyo de la institución corrieron a auxiliar a los que se hubieran herido. Pero los compañeros de Juan Camilo no los dejaron acercarse; estaban protegiendo sus identidades y cualquier prueba que los vinculara con la clandestinidad. Pasó más de media hora para que el muchacho herido, con esquirlas en el rostro, un brazo amputado, y una herida grande y abierta en el costado, recibiera alguna atención. Cuentan que murió allí mismo, por shock hipovolémico, o un desangre, que es lo mismo, en el pasillo del bloque donde explotó la pólvora negra, un químico vulnerable a los movimientos y cambios de temperatura. No se sabe si él estaba fabricando el explosivo o si alguien se lo pasó para que lo recibiera. Las trazas de tejido humano en la pared podrían develar ese misterio en la investigación catalogada como Evento Especial que abrió la Fiscalía de Medellín. En la asamblea estudiantil de la Universidad de Antioquia, la muerte de un estudiante de Sociología no existió; en las actas de esos días no hay una sola palabra que lo nombre o lo reclame. La mencionaron en sus comunicados profesores y directivos; la recordaron en las paredes algunos grupos en los meses que siguieron; la conmemoraron con murales y placas los amigos cercanos de Juan Camilo; la sienten todos los días su papá y su mamá, que perdieron al mejor de los hijos; y no la puede olvidar Shamira, que afirma que la muerte no es capaz de acabar con el amor. El 28 de noviembre, casi un mes después de la explosión, los estudiantes de la Universidad de Antioquia, guiados por su asamblea, levantaron el paro que completaba 56 días, el más largo de los últimos tiempos. Lo hicieron inmediatamente después de que algunas facultades decretaran la cancelación del semestre, una medida extrema en la que no puede ganar nadie. De los puntos del pliego de peticiones, ninguno tuvo eco duradero. Hoy ni siquiera se pueden recordar con precisión. ***

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Es el momento de volver a la tierra. La caminó por largo tiempo, a veces sin zapatos, a veces sin rumbo. En silencio, pensando, evitó la ruta de otros y escogió la carrilera para llegar hasta la cima, hasta el punto, para él, más sagrado. Esa vez le pesaba el morral, también el aire en los pulmones. La meta era descubrir de a poco, como un indio más, la vieja ciudad de los Incas, trepada en la montaña. Machu Picchu había sido el sueño de sus veinte años, donde según él vivía una energía especial del mundo, donde yacían en huesos y polvo los hombres de antes, que supieron convivir al amparo de los dioses y la naturaleza. Fue un viaje a pie que ni un día dejó de recordar. Anhelaba regresar para tocar la tierra amarilla, las piedras adosadas de las construcciones y la niebla baja de los Andes. Mencionaba la ruta que tomó y explicaba, con cierto orgullo, que era la forma de no pagar la entrada al parque arqueológico del Perú, pero aclaraba, casi haciendo un reclamo, que no lo evitaba por el dinero, unos 30 dólares, sino porque era un insulto al pasado que funcionarios de un gobierno cobraran por la memoria de los incas, por profanar un legado de energías ancestrales. Así era él, que tenía una rebeldía por dentro y por fuera, en lo que leía y en su pelo largo, que tomaba decisiones que a otros les parecían sencillas o hasta tontas, pero que podía explicarlas a fondo, con razonamientos obtenidos de años de lectura y hasta con citas de discursos de sus héroes revolucionarios: Camilo Torres y el Che Guevara. Según su teoría de las energías y los planos de la naturaleza, ese cuerpo que había sido suyo, a punto de descender a la fosa, yacía inerte. Su energía, en cambio, estaba por ahí, entre luchas y amores, concentrándose y expandiéndose, como el mismo pensamiento. El ataúd terminó de tocar la tierra naranjada de la ciudad y el llanto arreció en el cementerio Campos de Paz ese viernes 1 de noviembre del 2013. El féretro estaba envuelto en una bandera azul y roja que él mismo había confeccionado y pintado. Una flor, una pluma, una lágrima, un canto de alegría negada, todo conformaba el ritual.

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El taita del Putumayo, presente porque el difunto amaba a los indígenas, lo despidió con rezos y le dijo que se podía ir en paz. El cortejo guardó silencio. Los punkeros, amigos de su adolescencia y de los barrios por los que anduvo, estaban con un nudo en la garganta porque al parche de siempre le iba a faltar uno. Tíos y tías que lo quisieron como al primer niño de la casa, una mamá derrumbada de dolor, un papá que no hallaba su lugar, los abuelos que siempre imaginaron morir primero, una novia que no podía creerlo, unos amigos que transitaron con él desde el colegio hasta la universidad, y muchos que apenas supieron su nombre, eran todos los concurrentes del entierro. Algunos faltaban allí, los que acaso habían roto un pacto de lealtad y lo habían abandonado en sus últimos minutos. A Juan Camilo no lo mató nadie, acaso la coherencia, acaso la política, acaso la búsqueda, acaso la juventud. Murió él solo, en un accidente hoy sin comprobar. No es un mártir, no es un héroe, es apenas un muchacho muerto.

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L e c c i o n e s d e r e b e ld í a Cam i lo Jar am i llo

En esta casa, a las cuatro y quince de la tarde del sábado seis de septiembre, hay dieciocho mujeres. No podrían parecer, si lo quisieran, más disímiles. Hay una negra crespa con el cabello rojo, una rubia española de ojos azules, una flaca con cara de gato, una grandota de rastas y tatuajes, una roquera jovencita por la que hubiéramos muerto de amor en primer semestre de universidad. Es la casa de la Red Juvenil Feminista Antimilitarista. Las paredes están llenas de colores y consignas dibujadas con esténcil. Una dice: El amor está matando a las mujeres; y muestra a una mujer vomitando corazones. Otra: Apaga la TV, estimula tu clítoris. Una más: Si tocan a una respondemos todas. Y la de más allá: No más feminicidios. Es una casa como las que ya no hay en Medellín: de tapia y bareque, con más de ciento cincuenta metros cuadrados, un solo piso y dos mezanines. Alrededor, edificios modernos la ocultan, la hacen ver más anacrónica. Pero lo más notorio es la fachada: altos ventanales de madera, tipo art decó, y una puerta grande que hace rato no recibe una mano de pintura. La pared es toda exuberancia: perros con alas, ojos abiertos, tambores, gatos, mujeres, enredaderas. Al centro, sobre la puerta, un fusil partido por la mitad. La pintaron así, con toda la gama de colores, luego de que la organización paramilitar Águilas negras amenazara de muerte a integrantes de la Red por organizar el concierto más contestatario de esta villa: el Antimili Sonoro. La pintaron así para decir: aquí estamos, esta es nuestra casa, no nos escondemos, no somos clandestinas, no nos cuida nadie, no tenemos armas; ustedes verán.


Al fondo, en uno de los patios, suenan tambores. En realidad son tarros de pintura, de diferentes tamaños. Ocho chicas que conforman la Batucada Estallido Feminista -una agrupación de mujeres que con instrumentos reciclados salen a las calles a gritar sus verdades- los tocan. Cada una tiene su tambor sostenido de los hombros con correas. En coro, cantan: Las mujeres que trabajan sin descanso y sin parar, tienen que ir a sus casas porque las deben limpiar. Y las mujeres… ya no querían ser explotadas y empobrecidas toda la vida. Ya se cansaron, dijeron no, se rebelaron, se rebelaron contra el patrón. Nosotras sí, y ellos que no, nosotras sí, y ellos que no. Y al cabo hicimos, y al cabo hicimos, y al cabo hicimos la revolución. La melodía es la misma de En un bosque de la China, aquella canción infantil. Lo hacen así para que se aprenda fácil, para que se pueda corear a la primera escucha. Patricia llega hasta al patio e interrumpe el ensayo: –¿Saben qué? -dice-, es que las muchachas nuevas quieren rayar, entonces si nos vamos en taxi ellas no pueden. –Que lo hagan de venida –responde otra. –Es mejor de bajada; más adrenalina. Y ellas quieren: es su primera vez. Hay una celebración a los gritos cuando escuchan esas palabras: primera vez. –Me encantan las primeras veces –dice Clara, integrante de la Batucada. Luego, cantan otra canción: Esta cuerpa no se toca, esta cuerpa no se viola, a esta cuerpa no la olvides, ¡vivan las mujeres libres!

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Y Patricia -ojos verdes, coordinadora, vestida de azul- vuelve a interrumpir: –Muchachas, ya es hora. Vamos al salón. Se reúnen con las demás mujeres, se organizan en círculo, escuchan: –Bacano que estemos reunidas –dice Patricia–. Porque vamos a salir a decirle a esta ciudad, goda, de derecha, que las mujeres estamos siendo supremamente explotadas, y con mayor énfasis en las maquilas. Algunas muchachas van a estar en su primera vez. Va a haber mucho susto pero van a tener mucha adrenalina. Nosotras no vamos a permitir que les pase absolutamente nada. Les quiero presentar a las chicas. Celebración. Aplausos. –Me llamo Laura y voy a hacer el papel de jefe morboso –dice una chica disfrazada con bigote y barba. –Yo me llamo Dayana, voy a hacer el papel de una trabajadora. Voy a pedir permiso para ir al baño por cuarta vez, porque tengo el periodo. Es que en muchas maquilas (plantas dedicadas a toda clase de manufacturas con insumos traídos del exterior, para producir productos a una marca extranjera), a las mujeres solo las dejan ir al baño tres veces por día. Las mujeres, que son mayoría en estas empresas, trabajan de ocho a diez horas sentadas y tienen quince minutos para su alimentación. Su cuerpo no se cansa, no se enferma. Tienen contratos temporales sin derechos laborales. En una maquila textil, donde Colombia es potencia, a una mujer le pagan 3000 pesos por la confección de un jean. Esa misma prenda puede costar 80 mil en el almacén. –Eso es lo que vamos a denunciar. –Yo voy a hacer de operaria –dice una morena. De hecho es la más explotada de todas. –Hola, yo soy Henar, estudio en la Universidad Nacional. Nosotras nos encargamos del esténcil. –¿De la parte de dañar la propiedad privada? –dice, irónica, Gloria, la de rastas. –Intervenir. –Hola, mucho gusto, mi nombre es Sandra.

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–¿Qué tienes para decirnos, Sandra? –pregunta Clara, impostando una voz de cubana. –Es mi primera vez. –¡Es su primera vez! –Huuuuuu –en coro. –Soy una jefa que se cree de clase media alta. –Como quien dice –continúa Clara, es una carranga resucitada. –La idea es que las nuevas se integren en algo que siempre nos gusta hacer: salir a la calle. Por eso las invitamos -dice Patricia-. Hay otras que nos van a estar esperando allá. Entonces, ¿cuál es la ruta, cuál es el papel de la Batucada, cuál es el papel de ellas? Ya les voy a decir. Necesitamos también un poco de protección. Vamos a salir de la Red. Bajamos por la plazoleta de San Ignacio. Ahí las muchachas no pueden rayar todavía porque no hay como mucho, pero sí bajando por La Playa en esos cosos de los muñecos… –Las estatuas de los fundadores. –Ahí pueden rayar. –¿Ustedes tienen aerosol blanco? –Verde. –Eso, ahí pueden rayar. Ahí hay un nivel de riesgo fuerte, y es que si nos ve Espacio Público, o nos ve la policía… –Que está en Boston arribita. –¿Entonces qué vamos a hacer? La idea es que nosotras vamos caminando y las vamos a tapar a ellas mientras pintan, ¿cierto? El papel de estas peladas es que sean lo menos visible, porque el objetivo no es pelear con la policía ni agarrarnos con ningún transeúnte. Luego pasamos la Avenida Oriental, ¿cierto?, y vamos a hacer una parada chiquita. Las de la Batucada van a hacer un toque en toda la esquina que hay al lado de ese centro comercial, La Oriental con La Playa. Ahí vamos a parar un momentico. –¿Y estamos sobre la acera o en la calle? –No, sobre la acera. No vamos a interrumpir el tráfico porque somos muy poquitas.

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–No, no tenemos cómo. –Isa y las del performance vamos a repartir los volantes. –¿Mientras nosotras estamos tocando? –Sí. –¿Y en el recorrido hasta allá vamos tocando o la idea es pasar invisibles para que ellas puedan hacer las pintas? –Van a pasar invisibles. Cuando lleguemos a La Playa con La Oriental, vamos a contarle a la gente: ¿ustedes sabían que a una mujer al entrar a una maquila le pagan tanta plata por un botón? La información está acá, en el volante. Lo que vamos a hacer es decir que el gobierno de Colombia avala este tipo de prácticas con sus leyes, con sus decretos y sus reformas, y las mujeres no tienen derecho a cosas justas, son explotadas, etcétera. Ese discurso lo manejamos todas las que nombré porque las de la Batucada van a estar tocando, ¿cierto? Entregamos el volante y de pronto si a alguna persona, a alguna mujer le interesa, le decimos: Tranquila, nos escribes a esta dirección, ahí están nuestros datos; contáctanos, llámanos. Luego bajamos y vamos a llegar al edificio Coltejer y ahí nos vamos a encontrar con otras compañeras, ¿cierto? No crean que es una multitud: son por ahí cinco. –Eso sonó como mero combo. –Pero cinco compañeras son muchas. La plataforma del Coltejer es un espacio prohibido porque es la zona de los bancos. Si de pronto los vigilantes nos dicen: –muchachas, no se hagan ahí, nos corremos y nos hacemos sobre el andén de Junín, ¿sí se ubican? Ahí está el Coltejer, acá está la zona de los bancos… –Donde hay una plazoletica. –Si nos ponen problema nos corremos. –Nos van a poner problema, seguro. –En esta acera vamos a hacer el performance. Ahí necesitamos que la Batucada haga un círculo y rodee a las chicas, no muy pegadas sino a una distancia prudente para que se puedan ver. ¿Y si sucede alguna cosa qué hacemos? Primera estrategia: Gritar lo que está sucediendo. No va a interactuar ninguna, ninguna, ninguna de ustedes, ninguna, ni con policías ni con vigilantes ni con celadores, con absolutamente nadie. Ese papel lo

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voy a hacer yo. Si yo me veo embalada, cogida, porque nos van a hacer algo, ahí sí: Auxilio. Entonces ustedes salen al ataque. Pero la idea es dialogar con ellos. Sé que no va a pasar nada. –¿La idea es ignorarlos si nos hablan? –Ignorarlos. Ay, muchachas, ¿eso qué es?, nos dirán ellos. Les entregamos el volante y les explicamos, nada más. –Les habla Silvia -la española- pero en búlgaro –propone alguna. –De hecho tú ni te dejes ver porque si a ti te llegan a coger, mi vida, te quitan el permiso para estar Colombia, ¿listo? –le dice Patricia a Silvia. Usted callada. Con usted nadie tiene que hablar. –¿Cuánto dura el performance? –le interrumpen. –Dura más o menos ocho minutos, ¿cierto?, ocho o diez minutos –responde. Y sigue: –Terminamos ahí. Antes de ellas empezar ustedes tocan los tambores para atraer la multitud. Ellas hacen el acto performático, luego cantamos, terminamos ahí y vamos a pasar al fondo y a coger los taxis. Vamos a ir en dirección al Parque de Bolívar pero no llegamos al Parque de Bolívar sino que vamos a coger los taxis antes. ¿Sí se ubican? –Antes de Versalles –dice Clara. –Exacto, antes de Versalles hay un acopio. Nos vamos en grupos. Yo les doy la plata. –Yo propongo que para llamar a la gente cuando estemos ahí frente al Coltejer toquemos Lesbianas, que algunas de las chicas del semillero, que están aquí, se la saben –propone Catalina, directora musical de la Batucada: tum tá tum tu tá tu tum tá tum tu tá. –Chicas, ¿alguna pregunta, dudas, inquietudes? Entonces ya nos vamos. Las invito a que nos cojamos de las manos dos segundos. Buena energía. Ustedes, todas, las nuevas y las de siempre, rápidamente, el nombre. Comienzo yo: soy Patricia, de acá de la Red. –Soy Lorena, de la Batucada. –Soy Ana Isabel, amiga de Patricia.

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–Soy Aleja, de aquí, de todas. –Me llamo Libertad. –Eliana. –Carolina. –Isabel. –Clara, de la Batu y el Comité Desestabilizador. –Cata, de la Batucada. –Sandra. –Gloria, del mundo. –Tatiana. –Catalina. –Silvia. –Luz María. –Hener. –María José. –Listo –dice Patricia. Hoy vamos a darle un impacto a esta ciudad porque tenemos la fuerza de salir a la calle. Nuevamente las mujeres juntas a hacer la revolución. Mucha suerte y nos vamos ya. Así será. Saldrán de la casa poco antes de las cinco. El sol de la tarde pegará contra los edificios altos del centro de la ciudad. Bajarán por la calle Bomboná, animadas. La gente que viaja en los buses, luego de un día amargo en el trabajo, las mirará como a animales extraños. Cruzarán las Torres de Bomboná, cruzarán la Plazoleta de San Ignacio. Parecerá, en el camino, que Clara y Silvia se coquetean. Al rato, mientras van por El Palo rumbo a La Playa, se darán un beso. Un vendedor ambulante le preguntará a Clara: –¿Para dónde van? Y Clara -crespa, alta- dirá: –a un desfile. Alguien, a un paso, le preguntará al vendedor: –¿qué dijo? Y él responderá: –van para un desfile de locas. En La Playa, efectivamente, dibujarán el primer esténcil contra un poste de energía, que dirá: Las mujeres que trabajan sin descanso y sin parar las explotan en maquilas de Leonisa y de Yanbal.

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El olor del aerosol será adictivo toda la tarde. Ni la estatua del dictador Juan del Corral, que proclamó la independencia de Antioquia; ni la del oidor Mon y Velarde ni la de Gaspar de Rodas, con su sombrero de conquistador y su medallón de Cristo en el pecho, se salvarán de la pintura. Ocho días después no habrá rastro. En eso -borrar, corregir- es muy eficiente el Estado. En la esquina de La Oriental con La Playa, la Batucada, acompañada de tambores, gritará: ¡Lesbianas! ¡Feministas! ¡Combativas! ¡En la calle! La Batucada nació hace un año; la Red Juvenil, en 1991. En medio de una ciudad estallada por las bombas, cerca de ochenta grupos juveniles de Medellín y el Área Metropolitana se juntaron para trabajar unidos. Organizaban bazares, comparsas, tomas culturales en los barrios. Una forma de demostrar presencia, de decir somos jóvenes: queremos construir ciudad. Luego, lo de siempre: el tiempo que agota, los chicos que ya no son tan chicos y se enfrascan en aburridas rutinas de la vida, como trabajar. Muchos grupos juveniles desaparecieron. Los que quedaron dentro de la red dejaron atrás el aspecto meramente recreativo y comenzaron a hablar de antimilitarismo y objeción de conciencia. Desde 1998, la Red Juvenil se destacó por eso: tratar de demostrarle a la ciudad lo absurdo y costoso de la guerra. Mucho antes de que una sentencia de la Corte Constitucional permitiera la decisión personal de no hacer parte de las filas militares, la Red ya promovía eso. Con abogado a bordo y máquina de escribir para redactar tutelas, los integrantes de esta organización se plantaban en las jornadas de reclutamiento masivo para promover la objeción, para ayudar a los que no querían una vida castrense a la fuerza. También crearon el Antimili Sonoro, un concierto donde el rock, el hip hop, el metal y el reggae compartían escenario para decir no al servicio militar obligatorio, no al autoritarismo, no a un negocio -el de la guerra- que mueve más del cinco por ciento del PIB anual. Fueron dieciséis versiones sin pedir permiso, con más de cuatro mil jóvenes desbordando el Parque Obrero de Boston.

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Sabotearon los desfiles militares del 20 de julio en Medellín, hasta el punto de que las autoridades ya estaban prevenidas y cerraban las calles para no dejarlos entrar. Trajeron a la ciudad el tema de la No Violencia Activa, antes de que terminara siendo consigna de gobernaciones; promovieron la apostasía religiosa (esa posibilidad que tenemos de renunciar a la Iglesia). En más de veinte años, la Red Juvenil le apostó a no comer cuento, a no creer en la política de siempre, a no tener un candidato. Siempre con el arte como un modo de llevar sus mensajes. El apellido Feminista llegaría después, en 2011, cuando las integrantes de esta corriente sumaron mayoría dentro de la Red. Fue un cambio natural. Las feministas siempre estuvieron ahí, solo que su presencia se volvió más evidente y activa. A partir de entonces otros temas cobraron fuerza. Denunciaron los feminicidios en Medellín -68 en 2013 según investigación de la propia Red-, salieron a las calles a promover la despenalización del aborto, alertaron sobre la lesbofobia, el tipo de discriminación sexista hacia las lesbianas, les enseñaron a muchas mujeres los modos en que podían estar siendo explotadas. Por eso, hoy, estarán ahí. Llegarán al edificio Coltejer y las esperarán otras compañeras. Habrá, entre ellas, una señora mayor de sesenta años y una niña menor de catorce. La Batucada abrirá un círculo y tocará. La gente se acercará, curiosa. Las nuevas desarrollarán un performance sobre el ambiente en las maquilas. Otras repartirán volantes sobre las terribles condiciones de trabajo en estos lugares, de las horas largas haciendo lo mismo como máquinas, del sueldo de miseria. No serán muchos, sin embargo, los que verán el montaje. Apenas unos pocos desprevenidos. Espacio Público llegará pronto y pedirá que acaben la guachafita. “Uribista”, le dirá algún transeúnte a uno de los funcionarios. Como estaba previsto, Patricia hablará con ellos. El coordinador de Espacio Público en la zona no parecerá muy convencido. Alrededor, la música de las discotecas será estridente, no dejará escuchar muy bien el performance. Acaso uno que otro entenderá el mensaje, recibirá el volante, lo leerá. De pronto una mujer dirá: “Yo trabajé en eso y es tal cual como dicen”. Pedirá el teléfono de la Red y se irá pensando en su trabajo de mierda. POLÍTICA

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Pero todo será tan rápido: performance, música, la tarde. Quince minutos, acaso veinte. Terminará el performance, la Batucada cantará su canción. Y de nuevo todas quedarán dispersas: transeúntes más entre montones de personas. Caminarán por Junín. De un restaurante saldrá una canción de los años setenta: ya somos tan solo un recuerdo que está en las calles de este pueblo donde vivimos una simple y corta historia de amor. Y yo, que he estado aquí con ellas, que llevo días siguiéndolas, que las he visto discutir y reconciliarse, ensayar, planear tanto las acciones, me preguntaré para qué todo esto, para llevar el mensaje a quién. ¿A aquel transeúnte que gritó “Que viva La Pola”? ¿A los dos o tres que parecieron interesarse por los volantes? ¿Para cambiar qué, cuando no a muchos les importa? ¿Para que todo lo devore la cotidianidad y el trabajo y las canciones que escupen los bafles en las cantinas? Le preguntaré eso a Gloria -la de rastas, que parece dura hasta que ríe, y que lleva trece años en la Red- mientras caminamos por Junín. Y ella, con la tranquilidad que tienen las respuestas decantadas, me dirá: –Es que esto no va a cambiar. Yo no lo hago para que esto cambie. Olvidate. Si nos van ganando. Pero de pronto alguien llega a la Red y nos dice ¡ah, es que yo los vi!, por ejemplo, en la Batucada. Una sola persona. Una. Y le contamos y se parcha con nosotras. Y ve la vida de otra forma. Esa es nuestra ganancia. No una ganancia para que esto se vaya a transformar. Qué va. Pero me habrá servido para decirle a la gente que yo vivo de otra manera, y que en esa otra manera me he encontrado otras. Y ya. No todas regresarán en taxi. Algunas subirán por la 53, seguirán pintando muros, caminarán al lado de paredes que pintaron otras, verán caer la tarde. Solo que nada de esto ha pasado todavía: pasará en unos minutos. Por ahora, apenas salen de la casa y el sol, al frente, es dulce y amarillo. Atrás, al oriente, ya se ve una luna redonda, perfecta en sus bordes, clarísima a las cinco de la tarde. Una superluna. Ellas salen con gorras, con pañoletas, con cabellos sueltos. Con tambores. Nunca, como ahora, las he visto tan contentas.

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Violencia G ab r i e l a P o l i t D u e ñ as

Gabriela Polit Dueñas (Ecuador). Profesora de Literatura latinoamericana de la Universidad de Texas, Austin. Autora de los libros Narrating Narcos. Medellín and Culiacán (Pittsburgh University Press, 2013), Cosas de hombres. Escritores y caudillos en la literatura latinoamericana del siglo XX (Beatriz Viterbo Editora, 2008). Editora del libro Meanings of violence in contemporary Latin America (Palgrave Macmillan, 2011). Actualmente trabaja en Unwanted Witnesses, un libro sobre la producción de crónica en Colombia, Argentina y México. John Fredi Arboleda. Comunicador Social Periodista de la Universidad de Antioquia. Se ha desempeñado como periodista en diferentes medios de comunicación impresos, de radio y televisión. Es cronista y poeta. Actualmente hace parte del equipo de prensa de la Alcaldía de Medellín. Óscar Iván Montoya Loaiza. Periodista de la Universidad de Antioquia. Ha trabajado en prensa, televisión y medios digitales. Realizador de la emisora de la Universidad Nacional, sede Medellín. Colaborador del periódico Universo Centro. Participó en el libro colectivo Un lugar en mi memoria (Alcaldía de Medellín, 2009). En la actualidad trabaja en un reportaje sobre el cine colombiano y en la escritura de un guion.

El 12 de septiembre de 2001, el día después del ataque a las Torres Gemelas, con la ciudad todavía oliendo a caucho y cuerpos quemados, Rudy Giuliani aseguró que el peor peligro había pasado, e invitaba a los ciudadanos a que siguieran con la vida normal. Go shopping (vayan de compras), dijo, para hacer su pedido más explícito. Años tardé en comprender las palabras del alcalde, poco sabía entonces que para muchos en este país comprar es el verbo que fusiona dos realidades distintas: la diversión y el ejercicio de los derechos civiles. Cuando las vi en los catálogos que a esta altura del año llegan a mi buzón con anuncios de promociones y descuentos para la temporada de ventas de Navidad, pensé que mi palabra me llegó por correo. Tenía que salir a comprar. En el catálogo están en rebaja. Reconozco algunas por los personajes de ciertas novelas que las prefieren: Beretta .9mm., Glock .9mm., Taurus .45mm. Ninguna cuesta más de 500 dólares y con los descuentos de los anuncios, se puede salir de la tienda de deportes con una por menos de 470 dólares. Los rifles son un poco más caros, Bushmaster, todos semiautomáticos, están entre 600 y 750 dólares. En la misma página se promocionan los asadores a gas, las carpas, los colchones inflables, juguetes para la piscina, la ropa de deporte, sobre todo para niños. Voy a la tienda que está ubicada en Lamar y la calle 24, una zona céntrica de Austin a tres cuadras del campo universitario. Son las once de la mañana en un día de semana, Mc’Brides, como se llama la tienda, está llena. La mayor parte de clientes son hombres que buscan rifles para la estación de caza


que empieza ahora, las armas son su diversión. Hay también parejas jóvenes, chicas solas -como yo- que las compran por seguridad. Me atiende una mujer en la madurez de su juventud, usa lentes de marcos anchos y tiene un corte de pelo moderno. Le explico que necesito ayuda. Me señala a uno de los vendedores y a él lo llama por el nombre. Hay varios hombres detrás del mostrador, todos sobre los cincuenta y todos blancos. Me acerco despacio, miro las repisas de vidrio iluminado donde las exhiben. Los precios varían entre 230 y 2.500 dólares. El dependiente se llama David, me saluda amable. –¿Qué tal? –digo. Estoy aquí porque he decidido comprar una pistola para mi seguridad. –Haces bien –contesta con el dejo de un tío protector. Entonces empieza la lección. Las armas son objetos personales -dice- deben adaptarse a tu mano. Por eso, antes de comprar, necesitas usarlas y darte cuenta con cuál te sientes más cómoda. Extiende sus manos con los dedos abiertos y me señala que haga lo mismo. –La decisión depende del tamaño de tu mano y del peso del arma. Saca una Heckler y me explica cómo agarrarla. No se da cuenta que a mí me tiembla la mano, es la primera vez que agarro una. –Tienes que pensar que el peso aumenta una vez que pones el cargador. David me dice que me pare con las piernas abiertas con los pies un poco más afuera de mis caderas, que ponga los hombros hacia delante y estire los brazos. –Nunca lo hagas con los codos hacia fuera. Cuando estoy en la posición que me sugiere, noto que me paro como Eminem en el escenario. Saca una Beretta Nano, es liviana pero la cacha es muy gruesa. –¿Estás más cómoda? Vuelve a temblarme la mano. Las armas me repelen. David no lo sabe. Le digo que aunque mis dedos se ajustan bien a la cacha, no la siento cómoda. Me da una Glock. –Esta tiene la cacha más angosta.

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Cuando la sostengo, David repasa conmigo la posición con la que tengo que tirar la corredera de la pistola. –¿Cuál es la mejor marca?, pregunto como si se tratara de un electrodoméstico. Responde y me regresa a su realidad. –Un arma es un artículo muy personal porque cada mano es distinta. Mira, yo he tenido clientes que vienen para comprar y dársela de regalo a su mamá, a su hermana, o a su novia, y compran algo que después a ellas no les gusta. Siempre les digo que ellas tienen que probarlas primero. No sé por qué imagino a los clientes de David, como esos hombres que compran lencería en Victoria’s Secret. –Parece que me estás vendiendo ropa interior, –le digo. –Eso no lo he oído nunca… -ríe- pero se aplica. Los alemanes y los italianos se especializan en el diseño, fíjate en la cacha de éstas, -me enseña los diseños con las ranuras que siguen la forma de los dedos-, pero nosotros tenemos muy buenas marcas. En ese momento nos interrumpe la mujer con quien hablé al entrar. –Enséñale los revólveres, eso es lo que yo tengo y son más fáciles de usar. La mujer tiene razón, el Smith and Wesson es liviano y más fácil cargar las balas. –Estos son como los de los vaqueros en las películas –le digo entusiasta. –Sí, aquellos, pero los más modernos ya no tienen percusor. ¿Ves? El percusor tiende a engancharse con todo, sobre todo en los bolsos donde las mujeres suelen llevar muchas cosas… estos modelos ya no tienen percusor y es más fácil guardarlos donde quieras. Silencio. –Ahora, debes ir a disparar. Los lunes en Red’s, un lugar de tiro, tienen precio especial para chicas. Una vez que te decidas, regresas. Este es un negocio familiar, funciona desde 1960. Sus palabras son reconfortantes. En Austin hay un gran orgullo por los negocios locales que no pertenecen a las grandes cadenas. Al escucharlo, hasta olvidé que había pasado casi 45 minutos probando el arma que mejor le quedara a mi mano.

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Es difícil recorrer estos senderos y ver la facilidad con la que se pueden adquirir armas en un país en el que las tragedias relacionadas con su uso, aparecen en los medios como una serie de eventos infortunados y sin conexión alguna. Desde diciembre de 2012, cuando Adam Lanza mató a veinte niños y seis adultos en la escuela primaria de Sandy Hook, Connecticut, ha habido 87 eventos que incluyen el uso de armas en escuelas y universidades. Es más difícil recorrerlos cuando la tragedia está en el barrio. La hija del vecino, el que vive en la casa azul, a la que habían diagnosticado una depresión crónica, entró a la tienda de deportes, compró una y la detonó en su cien en un parque cerca de aquí. No, no le pidieron sino su licencia de conducir, no hubo registro del diagnóstico de su psiquiatra. Hacer una lista de personas con problemas psiquiátricos es, para quienes se suscriben a las ideas del NRA (Asociación Nacional de Rifles), partir de un prejuicio contra el consumidor, y atenta contra ese fundamento del inviolable derecho ciudadano, comprar. Red’s está a unos 25 minutos de casa, hacia el norte. Queda en una de esas típicas explanadas americanas donde hay enormes estacionamientos y los nombres de las cadenas se repiten como el ritmo monótono de una misma canción: Walgreens, Applebee’s, HEB, Red’s. Por fuera es un galpón grande, como un depósito. Cuando nos bajamos del auto, mis amigas y yo escuchamos el eco de los tiros. Por dentro, el lugar tiene una estética parecida a la de Mc’Brides, solo que de un lado está el mostrador iluminado, y al otro está el personal que ayuda en el alquiler de las armas. A través del vidrio vemos a la gente disparando, se escuchan los disparos pero una cámara aislante amortigua el estruendo. –¿Cómo están?, –nos pregunta uno de los muchachos que atiende. –Bien. ¿Y tú? –le dice mi amiga. –Feliz, porque estoy rodeado de pistolas. Debe tener entre 25 y 27 años, es moreno, con ojos vivaces, barba candado, bigote y una sonrisa apacible. –¿Han disparado antes?

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Mis amigas tejanas habían disparado rifles de caza, nunca pistolas. –Esto es mejor que jugar bolos –dice su amigo. Solo que no hay como tomar cerveza. Nos explica dónde podemos elegir un arma. Escogemos la Glock .9mm. Entonces vamos a la esquina donde un muchacho gordo y alto nos hace una demostración: cómo meter las balas en el cargador, cómo cargar el arma, cómo tirar la corredera y cómo pararnos para disparar, cómo agarrar el arma y cómo dejarla sobre la mesa. –Solo ponen las balas que van a disparar –nos explica. No dejen el arma cargada. Cada una de nosotras sigue la rutina en una mímica. Dentro de la tienda, no se cargan las pistolas. Luego nos ponemos protectores en los ojos y en los oídos y pasamos hacia el otro lado del vidrio. El público es variopinto, un hombre dispara con estruendos horribles, su rifle 270; una pareja de asiáticos practica con su rifle personal; dos mujeres blancas de edad mediana sacan de sus maletines un sofisticado equipo y compiten. Un niño de 12 o 13 años aprende a usar un rifle con su padre; cuatro jóvenes de último año de secundaria y de todos los grupos étnicos, gastan todos los cartuchos de su adrenalina; dos mujeres asiáticas disparan y se filman la una a la otra en sus celulares. Hay un olor concentrado a pólvora y el muchacho de ojos vivaces pasa la escoba recogiendo los casquetes que no dejan de multiplicarse en el piso. Sigue el tiroteo. El sonido y el olor hacen más difícil la experiencia, mi cerebro da órdenes y mi cuerpo se resiste, lo que no es una buena señal en los momentos antes de disparar. –Tranquila –me dice el muchacho. Esto es como un martillo o un cuchillo, es un objeto que no hace nada por sí mismo, hace lo que tú quieres que haga. Su genuina amabilidad no hace más fácil mi experiencia. El olor y el sonido aceleran mi memoria y mi imaginación. El último tiroteo en una escuela fue el viernes 24 de octubre, hace apenas tres días. Fue en el estado de Washington cerca de Seattle. Un niño de 15 años invitó a comer a sus primos a

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la cafetería de la escuela y llevó una Beretta calibre .40. Otro evento aislado, sin relación a los anteriores, como la disposición de la gente en las cabinas que ocupan en Red’s, las une solo el olor a pólvora y el estruendo de las balas. Entran dos muchachas de no más de 20 años, parecen empleadas del Walmart cercano; quizá vienen a poner un poco de emoción al día tedioso que pasaron detrás de la caja. Tirar el gatillo de una pistola será la aventura. Me siento incómoda y me asusta mi falta de disposición, meto el cargador y siento el clic; la mano derecha sigue la forma de la Glock con el cuidado de no poner el dedo en el gatillo. Recuerdo la página en el Washington Post en la que la maestra de kínder explica las palabras que usa para entrenar a sus alumnos en el simulacro obligatorio que hacen en las escuelas para casos de tiroteo. La mano izquierda abraza la derecha y el dedo pulgar queda agachado para que la corredera no me lastime en el momento del disparo. Se usa la palabra “actividad”, no “juego”, para que los niños no se rían. Tiro la corredera, estiro mis brazos y pongo los hombros hacia delante. Me viene a la memoria la cara bondadosa de David, estaría orgulloso de mí. No se usa la palabra “policía” para que los niños no se asusten. Miro el blanco donde debo disparar. No se usa “silencio” para que los niños no se alboroten, se trata de hacer que ellos sientan que es una actividad simple. Dejo de oler y de escuchar lo que pasa alrededor. Solo estoy yo y el centro donde debo disparar. Es el dibujo de una figura humana. Se trata de hacer que los niños estén en completo silencio, como si no estuvieran ahí. Me concentro en el pecho de la figura humana, donde está el blanco. Se trata de entrenarlos para que todo parezca normal. Pongo el dedo en el gatillo y disparo.

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L a s s i e t e v i da s d e E l 9 J o h n F r e d i A r b o l e da

In memoriam

Llovía. Había fecha futbolera. El 9 estaba en medio de la contienda de no saber quién jugaba contra quién. Eran sus primeras batallas con la cámara. Ese día resultó invicto pese a la lluvia. En la gramilla, el hombre amarillo del corazón de piedra temblaba bajo el agua. –Se veía azaroso. Estaba tiritando. Era débil pero parecía fuerte –recuerda Fredi Amariles García, entonces fotógrafo del periódico El Colombiano. No quiso que sus compañeros de otros diarios locales lo protegieran con un paraguas. Tapaba la cámara con un plástico. Durante todo el partido se mojó. Para entonces se había bajado la cresta punk, no se vestía de negro y terminó haciendo fotos sociales. Dejó de ser un vagabundo. Pero estaba flaco, blanco, pálido. Pidiendo consejos, fue como El 9 tomó sus primeras fotos. Ese día lo veían sufriendo mucho, orgulloso, bajo la lluvia, tímido, guerreando solo. Feliz de aprender algo nuevo. A Julio César Herrera le tocó expulsarlo del trabajo y luego volverlo a recibir. Era su jefe de fotografía en el periódico El Mundo. –Era novio de una alemana –dice Julio. Estuvo quince días perdido. Me tocó conseguir el teléfono de donde estaba. Al otro día fue a trabajar. Se había quebrado un pie, estaba cojo y vendado. No dijo nada pero me lo pillé.


El hombre al que curiosamente llaman El 9, Albeiro Lopera Hoyos, es delgado y encorvado, como el número nueve. –Fue la segunda oportunidad que tuvo El 9 de ser fotógrafo. No sabía mucho –dice Julio de aquellos tiempos en que trabajaban para El Mundo. Luego El 9 entró a Reuters. De eso hace 15 años y medio. Corría 1998. En esa época El 9 desconocía aún muchos de los secretos del denominado “cuarto oscuro” en el que se revelaban y copiaban las fotografías en papel, e incluso de lo que podrían hallar sus ojos desde el visor de su cámara análoga.

cegaron la vida de 12: Pescao, Papitas... ese era el comienzo de la lista, una lista sin final. –Cuando voy a matar a un man y él me dice: ¿por qué me vas a matar?; yo ya lo pienso –le confesaban a Julio en ese entonces. –Cuando voy a matar a alguien no lo dejo que hable –agregó quien se lo dijo. Quien fuera jefe de fotógrafos de El Mundo revela que creció con un ramillete de niños así. –No fui sicario... porque no estaba destinado para eso.

Rebobinar Julio “rebobina su propio rollo”. 20 años atrás vivió en Manrique. Julio jugaba en un equipo de fútbol de barriada. Aún no era fotógrafo. –Tenía un gran recorrido de gamín de barrio –dice Julio. Me tocó la formación de la banda La Terraza, la oficina más grande de sicarios. –Un Renolcito verde en el que llegaban a matar “los terracianos”, verde pálido, cogió fama en Manrique. Era un 4. Muchas veces lo habían visto rondar por mi casa –cuenta Julio. –Se acabaron de ir los del Renolcito –le advirtieron en la casa. Lo estaban atisbando a media cuadra. Entonces cerró la puerta de la calle. –Abrí que sabemos que estás ahí –le gritaron desde afuera los del carrito. –Me quedé callado, escondido detrás de un muro en el que pasé cuatro años cubriéndome de balaceras. Tenía que entrar una bala de rebote, pa’ poderme dar a mí –precisa Julio. –¡Ábrame parcerito que todo bien! –le pidió una voz desde el otro lado de la puerta. Para ellos ¡todo bien! significa que algo anda mal. Desde afuera le tiraron unos Adidas y un uniforme de fútbol. –Jugamos a las siete y media –le dijeron, aunque parezca un chiste. Dice que de los muchachos con los que andaba en ese tiempo que eran 18, las balas disparadas por otros muchachos

El rollo Antes de la Operación Orión, El 9 subía todos los días a la comuna 13. Recuerda que un día se le pegó a un grupo de policías y soldados. Olía el destino de quienes asomados por una ventana no vieron el sol sino que encontraron la muerte. Entre policías, soldados, hombres sin camiseta que parecían agentes de civil, sacaron de una casa a una señora que llevaba una maleta y unos niños. –Tomé fotos. Tenía el lente 200 montado y me quedaron enmesados. Lo cambié por el gran angular. Y ¡pa! ¡pa! ¡pa! ¡tas! ¡tas! ¡tas! –cuenta El 9. –¡Se montan todos a la tanqueta. Reversan y se van! –ordenó una voz irascible, que El 9 no recuerda de dónde vino. El 9 no alcanzó a subir y le tocó quedarse escondido en un poste de energía. La tanqueta atravesó la calle. Y él se quedó allí solo. Entonces empezaron de nuevo los disparos desde la parte alta. Rompe una absurda serenidad para decir: –Yo. ¡Uy! Jueputa, sudé y sudé y sudé, y caía el sudor, y caía el sudor... Si El 9 en vez de 9 fuera un gato, hubiera dejado los pelos en la alambrada. –Hubo un tiro que me sonó tan cerca, tan duro… dice, con el tono emocionante de aquellos que se escapan de la muerte. ¡Clic! Hay un hombre corriendo con un arma atrás. No está completamente vestido de militar. Porta una Mini Uzi. Una señora corre con un puñado

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de ropa que se le escapa de las manos y con un niño. Un señor los ayuda. Al fondo hay un policía disparando. Cuando habla de esta foto, El 9 se ríe desparpajadamente como ríe la violencia en su desafío. Ese día, en una calle de la comuna 13, como un niño, El 9, en medio de las balas, tuvo la osadía de orinarse en los pantalones. Congelado A El 9, Amariles también lo describe como un gato encorvado. Lo recuerda aquella mañana, dos meses antes de la Operación Orión, en la comuna 13, en 2002. Ese gato miraba para todos lados. –Nos vimos a punto de morir. Nos humillaron, nos maltrataron, nos volvieron nada con su bandera de victoria –recuerda Amariles de aquella mañana. Estaban trabajando para dos periodistas de Washington Post y de The New York Times, había también un fotógrafo chileno. El grupo subió a la comuna 13 para conseguir historias de la violencia urbana en las calles del centro occidente de Medellín. Él había logrado, a través de una mujer a la que le decían La Negra, contactar a un jefe de los Comandos Armados del Pueblo (CAP), en la parta alta del barrio 20 de Julio, a quien los extranjeros querían entrevistar. Dos niñas los hicieron esperar en un sitio cercano a La Torre. Hablaban por radioteléfono, y le avisaban al grupo de periodistas que su comandante ya iba a llegar. Ninguna pasaba de los 11 años; y hablaban, delante de los periodistas, de cosas de niñas. Llevaban pantalones cortos y los miraban feo. Una de ellas tenía cruzado en su cintura un revólver 38 recortado. Pasaron unos minutos. Hasta que llegó el que Amariles describe como un hombre maluco, cortante. El 9 empezó a amagar con hacer fotos. El comandante, un muchacho de unos 24 años, decía: nada de fotos, nada de fotos. La Negra le presentaba los muchachos al comandante pero -interpela Amariles- de pronto se fue convirtiendo en una serpiente rabiosa.

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–¡Matémoslos, matémoslos, enseñémosles lo que es Medellín! –silbaba La Negra con sevicia, al oído del comandante. Amariles contraponía con la fuerza de su vida la balanza de un justiciero. Le imploraba con fuerza coral a repetidas voces al hombre –¡No los mate, no los mate! Por el otro oído, ella le gritaba: –¡Escojamos a uno! ¡Escojamos a uno! El hombre no sabía a quién escuchar. Amariles confiesa: Lo frentié pa’ armarle confusión. Ni me acuerdo de su cara, solo me acuerdo de la oreja del tipo, de su fusil cruzado. –Entonces nos pasaron por el frente el cuerpo de un hombre tiroteado y arrojado en una carretilla. Lo traían y lo llevaban como exhibiendo una bandera de muerte –cuenta como si sacara de su bolsillo una copia del asombro que guardó para siempre. Supuestamente el hombre muerto había sido ajusticiado minutos antes por la espalda, al intentar huir del grupo de los CAP. Los periodistas enfilados, con la orden de mantener las cámaras apuntando hacia el suelo y en un lugar visible, estaban en presencia de un hombre recién asesinado. –Cuando dijo: –váyanse, me sentí feliz. Y agrega que ese día, El 9, como si el fotógrafo fuera un gato, se gastó dos vidas: una propia y la de Amariles. El grupo bajó por una calle de la comuna 13, pero en el camino pudo más su afán de mostrarle al mundo lo que sucedía en el lugar. Se detuvo en las esquinas para olfatear el miedo, vio los muros y las ventanas para establecer el rigor de la violencia desenfrenada, expurgó los rostros para inquirir la vida… Amariles recuerda que de una casa salió una niña exhibiendo un trozo de gasa en un costado. Su madre les explicó que un francotirador le había propinado un balazo hacía una semana. Bastaron cinco minutos para que la voz de la mujer se detuviera en el aliento y dejara escuchar disparos que venían de muy cerca. Entonces el estallido de las balas los hizo huir como a perros. –Traé esta gente, Nueve, traéla –le rogaba Amariles. Pero los extranjeros, como si las balas no fueran en serio, estaban relajados. Periodistas y milicianos se iban a encontrar por segunda vez.

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Fue en una ye, donde se juntan unas escalas con otras. Venía el grupo con el hombre muerto y se encontraron de frente. –¿Qué hacen aquí? –les gritó el comandante miliciano. La imagen que describe Amariles revela cómo traían al hombre muerto jalándolo de los pies, golpeándose en la parte de atrás de la cabeza contra el borde de las escalas. El líder miliciano ordenó filar a los periodistas otra vez, ordenó no tomar fotos, desordenó las almas, destruyó la vida sin compasión. –Nadie se atrevía a ver nada. Eran dos huecos en el abdomen, era la sangre, la euforia de la gente disparando. Hacíamos una filita, dice Amariles, que en ese momento estaba cabizbajo. Para los fotógrafos que estaban allí, resonaban en sus memorias, al mismo tiempo, las mismas palabras. Eran pensamientos nefastos que los llevaban a convertirse, en sus mentes, en los asesinos de otros asesinos. Los maldecían. –Era pensar que no tenían por qué estar viviendo –dice Amariles, todavía con rabia. Y añade: Allí, la orden era tumbar al que tomara una foto. Había en 100 metros de una calle plana, 50 milicianos, entre ellos un grupo de cuatro que sostenía la carreta con la que jugaban yendo y trayendo el cuerpo del hombre ajusticiado. Era joven, no tenía camisa. –No lo miren. Nueve: ayúdame. No lo miren –recuerda Amariles haber dicho. Era pleno día, y para Amariles o para El 9 había una luz increíble. Todo estaba sincronizado para la foto, pero nunca se tomó. Barrido Los lunes, viernes o domingos, El 9 recorría con un grupo de periodistas y fotógrafos las calles de Medellín. La Fiscalía autorizó acompañar a sus forenses. 901 era la pista, que en el código de radiotelefonía policial, significa homicidio. Repite: 901 en la comuna 13, 901 en Aranjuez, 901 en Castilla… y continúa repitiendo: 901 en Bello, 901 en La Estrella, 901 en el centro…

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En esos lugares, mientras los técnicos de la Fiscalía tomaban huellas digitales o recogían datos, la vida barrial continuaba alrededor del muerto. –Hasta los niños seguían jugando fútbol en la calle –dice El 9. Fue una noche, a la una de la madrugada, cuando El 9, en las afueras de la Fiscalía, escuchó el llamado por el radio de otro 901. Era en San Javier. La gente estaba en una esquina. Charlaban y tomaban tinto. El muerto llevaba dos horas ahí tirado. Decían que lo habían visto pasar, que era de más arriba. Faltaban solo unos minutos para que los técnicos forenses levantaran la escena del crimen en esa calle amplia de San Javier. Otro 901 era reportado en el radioteléfono de los hombres de la Fiscalía. Esta vez en el barrio 20 de Julio. Entonces, El 9 apuntó con su cámara. –Yo trataba de tomarla, parecía un extraterrestre, miraba cómo la cámara lo alumbraba con el destello del flash. El hombre del impermeable blanco disparó continuas veces con su cámara digital. Y era como si la luz absorbiera el alma de un joven muerto. Fue entonces cuando El 9 entendió que al sincronizar su flash con el del forense, iba a lograr que su cámara registrara esa luz celestial, que contrastaba con la de tungsteno, en el resto del paredón, que hacía de fondo de la escena del crimen. El 9 veía en el hombre con impermeable blanco una especie de astronauta que vislumbraba por primera vez la luz de la luna, hallaba tal vez un acto en el que el espíritu del occiso era absorbido por una pequeña cámara del tiempo, solo, solo, para liberar de los hombros de un joven de Medellín el peso de la muerte por la violencia. Esa… era la foto. –Cuando esto pasa, Dios se ha ido, salió de él. No existe. Dios se ha ido, es un hombre solo, como un animal –la reflexión es de El 9. Esa foto, quedó registrada en el periódico Boston Globe en el año 2009 como una de las 50 mejores fotos de la década, incluso junto a la de la caída de las Torres Gemelas en Nueva York.

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Es el espíritu de la foto el que da cuenta históricamente de un episodio de la violencia en las calles de Medellín. Amariles cree que ser reportero gráfico cambió la vida de El 9: prende velas, reza, pide beneficios. El 9 habla en voz muy baja y dice: No sé si alguien sepa la verdad sobre la verdad, la verdad sobre Dios. Pase lo que pase, Dios es una energía muy fuerte. –Capto la expresión de la gente, cómo mira eso... me voy con los seres humanos, con la vida... con el que está asustado y que dice: ¿y ahora qué sigue?, reproduce la pregunta El 9. ¡Clic! Foto nocturna. Flash. Es una calle de la comuna 13. Hay un cadáver en una acera. Es un joven. Viste chaqueta, bluyines, tenis. El brazo derecho reposa estirado en la acera en un ángulo de noventa grados. El izquierdo está sobre el bolsillo del pantalón a ese mismo lado. Un hombre de la Fiscalía, vestido de impermeable blanco cubierto hasta la cabeza, le toma una fotografía. Dirige la luz del flash al rostro. La luz azul se despliega por un paredón que hay al fondo. Muerto de la risa Si El 9 no hubiera estado en La 13, antes de la Operación Orión, habría hecho su trabajo en Gaza o en Bagdad. Así lo asegura con cierto relajo y sangre fría, con cierto desdén y orgullo, mientras abandona su mirada hacia lo lejos para recordar a su amigo Karl Penhaul. Karl Penhaul es un reportero internacional. Ha sido corresponsal en América Latina, el Medio Oriente y Europa. El calificativo más común, con el que se hace referencia a Karl, es audaz. No en un año diferente podría haber conocido a El 9. Fue en 1999, cuando sus jefes de aquel entonces en la agencia de prensa Reuters lo enviaron a hacer unos reportajes a Medellín. –Incluso antes de apretar el botón de la cámara, lo que siempre me ha impactado de El 9 es que es un periodista de calle –dice Karl.

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Una vez con unos milicianos de Santo Domingo Savio, en un sitio al que le decían La Frontera, un grupo de hombres armados le dijo a Karl que le aceptaba una entrevista a cambio de tres fotocopiadoras. Karl, junto a El 9, se fue de allí muerto, pero de la risa. El 9 dice que Karl es un hombre solo, que cada vez que está en un sitio lo llaman de una parte peor en el mundo. Y que siempre dice: ¡Yo voy! –A Karl solo me lo aguantaba yo –asegura El 9, y no se ríe. Ráfaga Pasa el rollo de El 9, cuando se lanza intempestivamente en una ráfaga de recuerdos fuertes, de fotos que a veces ve grotescas, de otras con las que se ríe de la maldad, de otras más que no puede creer. Clic –Esta foto me gusta por la profundidad de campo, se ve la velocidad y el agite –dice de la sensación en medio de las balas. Clic Se recuerda tirado en el suelo. –¿Será que me dan? Voy a engatillar y a lo que se mueva le disparo… Y dice señalando la imagen: ¿Ves el herido... lo ves? Clic De la toma de la guerrilla en Granada narra: la subida al campanario estaba llena de vainillas por todos lados. Llegué a lo más alto y vi tres adobes como formando un asiento y otros tres al frente. Aquí estaba el que disparó. Cuando iba bajando, un man me dijo: ¿Sí pilla? ¡Esa perra cómo da gatillo! Clic –Todo queda oliendo a muerto. Boto esa ropa. El olor se te pega. El muerto del combate es otro. Pero deja un olor siempre combinado con la tierra, es un olor concreto, tan duro como el concreto, como si te pegaran en la nariz con un ladrillo –comenta Amariles.

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Luz Clic clic clic… No prende el encendedor de El 9... –A veces solo pienso en la muerte. Es una cosa muy brava. Lo sabe porque afronta una dolencia hepática desde hace varios meses. Baja cada vez más la voz intentando tomar aire, como si las nubes no estuvieran arriba sino por debajo de él. Como si la muerte fuera una nube que lo va llevando. –Es el fin del dolor. Esa es la muerte –asegura. Clic clic clic, activa de nuevo el encendedor que esta vez sí funciona. Aspira el humo de un cigarrillo y se escucha el ardor del papel. El 9 dice que si no hubiera sido El 9 hubiera sido Jagger, el de los Rolling Stones... ¡Por la revolución y por la vida! Cresta punk, chaqueta, botas negras, barrios de Bello, dos de la madrugada en la calle: Esa es la vieja foto de su juventud. –Con el tiempo, las dificultades y lo que iba viendo lo fueron ablandando. La guerra o la violencia lo tienen que tocar a uno, el sinsentido de la vida. El amor lo cambió. El 9, algún día dejó ser un punkero negro para ser un punkero ángel, aprendió a dar –piensa Amariles. Un perro ladra a lo lejos. El sonido de la sirena de una patrulla policial se avecina por la calle y se cuela por el balcón. –Si uno de esos muertos pudiera decirme con su inocencia: ¡tómame la foto!, como si dijera: ¡Mirá lo que está pasando! – Suena la voz como un ruego de El 9. Con los ojos casi cerrados y un hablar entrecortado, El 9 confiesa: soy muy espiritual, pero criado en la calle. Sé los sentimientos de la calle. Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre… repetía El 9 en las calles de Medellín en voz baja con su cámara en la mano. El primer Padre nuestro cayó desde sus labios a la escena de un crimen aquella primera vez que le tocó registrar una muerte violenta. Ese día está escondido en algún lugar de Medellín, se cubre con el olvido.

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…perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden… Por muchas muertes violentas, El 9 se echó la bendición y entonó los padrenuestros. –Lo hice con los primeros muertos. Dejé de rezar los padrenuestros hace tiempo. Es que los muertos eran muchos. …y líbranos del mal, Amén. –Antes miraba con mucho susto los cadáveres. Ya no miro. Es parte del trabajo. Mi trabajo es registrarlo… Me pregunto: ¿esos muertos de quién son? No sé, pero sé que están mal muertos.

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F l o r e s e n e l a s fa l t o Óscar Iván Mon toya Loa i z a

El barrio Castilla nació con el Cristo de espaldas, no solo porque la escultura de El Salvador, que se levanta en el espinazo de la montaña, lo acompaña desde los años de su fundación, sino porque toda su historia se ha debatido en la adversidad. El suburbio creció al garete, con pocas fuentes de empleo, sin recreación, muchas veces sin los servicios básicos. Únicamente la inquebrantable voluntad de sus habitantes logró brindarle cierta armonía al laberinto de calles mal trazadas, al reguero de viviendas en obra negra, a las esquinas donde se forjaba la crónica social del vecindario. Acorde con el espíritu de resistencia de sus habitantes, Los Desadaptadoz, la banda de punk rock más emblemática de Castilla, ha sorteado durante su trayectoria las más tenaces circunstancias. El grupo sobrevivió a las palizas de los policías, luchó contra la incomprensión de su entorno, encaró las amenazas de los milicianos, desafió las leyes de los matones del barrio, se sobrepuso a sus propias flaquezas. Como si fuera poco, tuvo arrestos para tender puentes de entendimiento con una comunidad que los había satanizado, dando vuelco a una relación enfocada en la desconfianza y los mutuos prejuicios. Campañas como Toke de salida, Plan Desarme, No seas un payaso más de la guerra, contaron con la presencia de Los Desadaptadoz, que se tornaron en los abanderados de la coexistencia pacífica en Castilla, un barrio azotado por toda clase de problemáticas, entre las que siempre se destacó la violencia. En la actualidad, después de 27 años de carrera, de la alineación original se mantienen Carlos Alberto David, Caliche,

el baterista, la piedra angular del grupo, un tipo a prueba de bombas, duro y recursivo, y Óscar Zapata, el Gordo, su guitarrista, con poca destreza con las palabras pero un virtuoso en el escenario. A ellos se sumaron, Ángela Torres, la vocalista, una presencia delicada que contrasta fuertemente con la imagen de sus otros integrantes, y Nelson Álvarez, el Rubio, su bajista, la mascota del grupo, juerguista y temerario, la encarnación del espíritu punk. Todos ellos son autodidactas en la música, elemento que tampoco fue inconveniente para consolidar un trabajo con resonancia nacional. El año en que vivimos peligrosamente Los Desadaptadoz se formaron en 1987, uno de los años más horribles de la historia de Medellín. Guerra sucia, ajustes de cuentas, grupos de izquierda armada en los barrios, trogloditas de “limpieza social” asesinando prostitutas, recicladores y trasnochadores. En este caldo de cultivo surge esta banda de punk, bajo la influencia de Los Ramones, The Clash y Sex Pistols. Con instrumentos hechizos, sin formación musical, solamente con las ganas de expresar lo que sentían, la configuración inicial -aparte de Carlos en la batería y Óscar en la guitarra, estaba Garled como vocalista, un moreno de mirada fiera y comportamiento radical, y Giovanny, bajista y compositor, un artista que camuflaba su fina sensibilidad detrás de una impenetrable envoltura de desprecio- confluyó en la casa de el Negro, un sitio legendario en la historia del punk en Medellín porque allí se rodaron algunas secuencias de Rodrigo D. No futuro, en las que aparecen Vicky y Piedad, futuras integrantes de Fértil Miseria, y Ramiro Meneses interpretando Ramera del barrio. Para ese momento, Castilla tenía un largo historial de violencia, pero también de resistencia civil, ya que desde los años de su fundación fue domicilio de obreros, sindicalistas, artistas, con un fuerte sentido de pertenencia, y de algunos sacerdotes de la teología de la liberación. Sus laderas fueron campo de batalla contra los policías que subían a las invasiones, a perseguir a los camajanes, a disolver las manifestaciones del 1° de mayo.

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En 1987, esta atmósfera de violencia y confrontación alcanzó uno de sus picos más altos en Castilla. Y en el resto de Medellín las cosas no iban mejor. La banda sonora de la ciudad eran los disparos, los gritos de muerte, los estallidos de los petardos. Deseo de ser punk Mientras la violencia selectiva enfilaba hacia los personajes más representativos, en los barrios populares de Medellín prevalecía el terror del narcotráfico. Combos, traquetos y sicarios actuaban a sus anchas. En medio de este ambiente, Los Desadaptadoz continuaban ensayando. Para finales de los ochenta contaban con un pequeño repertorio, tenían algunos rudimentos de puesta en escena, una guitarra eléctrica decente, ya que la batería eran cuatro tarros cubiertos con radiografías, y el bajo, una guitarra acústica acondicionada con un micrófono. A comienzos de los noventa, cuando todavía no habían cuajado un sonido ni moldeado una personalidad, sufren su primera baja. Desde hacía algunos meses, Garled, el vocalista, andaba cada vez más mosqueado, desaparecía, no se reportaba a los ensayos o llegaba tarde a los toques. Un día, en la cancha de Francisco Antonio Zea, se enteraron por los rumores de los vecinos en los enredos en los que andaba. Poco después, en un encuentro casual, ante la insistencia de Carlos que veía desintegrarse la banda, el vocalista le despejó las dudas. Pese a sus veinte años, ese día Garled se veía curtido, receloso, muy diferente al joven desenvuelto que se devoraba el escenario cada vez que estaba frente a un micrófono. Giraba sobresaltado y se movía de un lado a otro, como si no se encontrara cómodo dentro de su piel. –Caliche, las cosas están muy malucas para mí –le soltó después de algunos preámbulos. Ya no voy a poder seguir tocando con ustedes porque me tengo que perder. No puedo estar dando la cara por acá. –¿Y qué es lo que pasa hermano? –ripostó Carlos, que confirmó en un instante todas las premoniciones que había tenido.

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–Parce, ya no soporto más a esta manada de gonorreas que tienen aterrorizado el barrio. La semana pasada violaron a una pelada embarazada. Le están robando a las señoras. A todos los negocios los tienen azotados con las vacunas. Hay una gente que se está organizando. Vamos a tomar cartas en el asunto. Vamos a acabar con el mal de raíz. Desde ese mismo día, Garled, el líder natural del grupo, se internó en la clandestinidad para asumir una vida de sobresaltos, esquinazos y escaramuzas, que solo encontró sosiego muchos años después, cuando cansado de tanto batallar para nada, regresó a la existencia apacible que tanto añoraba. Fue una etapa muy dura para Los Desadaptadoz. Aparte de la pérdida de Garled, Castilla ya no era más la barriada que cada fin de semana se aventaba a las heladerías a bailar porros, cumbias y vallenatos. Ya no era más el arrabal de leyenda habitado por los camajanes del poeta Helí Ramírez. Ya no era más la parroquia que cada domingo salía en procesión desde la iglesia San Judas. Castilla era en esa época una barriada ganosa de sensaciones fuertes, de dinero rápido, de carros lujosos. Eran los tiempos en que los muchachos veían desfilar por sus calles a La Quica, que llegaba a contratar a los sicarios que asesinaban, ponían bombas o ajustaban cuentas. Óscar, el más veterano de Los Desadaptadoz, los conoció porque fueron a la misma escuela, jugaron en el mismo tierrero, compartieron novias y amistades: “A mí, personalmente, la música me salvó la vida, porque la mayoría de las personas con las que anduve de niño y adolescente están muertas. Por eso es que yo amo esto, porque me enseñó a vivir. Yo estuve ahí, en el límite, pero a mí me interesaba más tener una guitarra que una moto”. Giro sin retorno A finales de 1993, el grupo consiguió un bajo, reforzaron la batería y se pusieron en la tarea de conseguir un vocalista. En ese momento les atraía mucho la idea de reclutar una mujer, ya que habían superado la etapa del punk recalcitrante, y se

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adentraban en territorios más introspectivos, tocándose más la piel, abordando las problemáticas que afectaban al barrio. Bajo estas premisas, en 1995, la aparición de Ángela, una bella jovencita que se desenvolvía a la perfección sobre el escenario, producto de su formación teatral, les cayó como anillo al dedo. Con su arribo cambió no solo su presencia y sonoridad, sino también su puesta en escena. El único que la miraba con recelo era Giovanny, el miembro más huraño de la banda, que veía derrumbarse la imagen que habían creado hasta entonces: rocosa y sin ningún resquicio para la delicadeza. Con ella iniciaron sus primeras incursiones fuera de Castilla, en bares como La Verija, en Girardot, y en El Poblado, en un local al frente de Monterrey. Con el envión anímico de los primeros conciertos masivos, se animaron a sacar una primera producción titulada Una década e inauguraron El Sótano en 1996, uno de los pocos bares punk de la época. Aunque al final quebraron, fue lugar de ensayo, de conciertos, de performances, de exposiciones, de acercamiento con la comunidad, de mucha lectura. Charles Baudelaire, Helí Ramírez, Arthur Rimbaud, Raúl Gómez Jattín, Jean Genet, Patti Smith, Charles Bukoswki, se convirtieron en sus escritores de cabecera. Los amigos míos se viven muriendo Con el inicio del nuevo siglo, el grupo pierde fuelle y cae en un bache. Las relaciones con Giovanny, celoso por la presencia de Ángela, son cada vez más ásperas, pues no es partidario del rumbo que tomó el grupo. Él solo quiere tocar punk y mantenerse fiel al espíritu de la tribu. No vuelve a los ensayos, no aporta nada y cada que se encuentra con el grupo surgen fricciones. Ante la negativa de seguir tocando con ellos, aparece Johnny, un joven músico que, como muchos otros, se había convertido en la sombra del guitarrista, que ya había descubierto su vocación para la enseñanza. Un día de ensayo estaban en la casa de Óscar cuando apareció Giovanny. Fue una situación lo más gonorrea, recuerda Carlos, pues Giovanny se asumía como el alma del grupo y al ver que Johnny había tomado su lugar, lo consideró una

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traición. Carlos lo buscó, lo llamó, le montó guardia hasta que un día, finalmente, pudo hablar con él. Carlos bajó a la casa de Giovanny a eso de las once de la noche. Vio la luz prendida y lanzó un par de piedras a la ventana. Él se asomó, y al verlo, sacó a flote su habitual mueca de desprecio. La misma proporción que tenía el bajista de talentoso la tenía de chocante, de hiriente. Carlos esperó un rato y volvió a insistir. –Giova, hermano, venga que las vainas no pueden quedar así. Nosotros queremos seguir trabajando con usted. No entienda mal las cosas –le gritó desde la calle. Después de hacerse rogar un rato, accedió a bajar. Fueron al parque de La María y pidieron un par de cervezas. Ante los reclamos de Giovanny, Carlos se defendió. –Parce, usted no volvió a dejarse ver y nosotros necesitábamos seguir ensayando –le explicó. Por eso Johnny está tocando el bajo. Pero el titular siempre va a ser usted. –¡Hey, Caliche, yo soy uno de los fundadores del grupo! – disparó Giovanny, siempre dispuesto a hacer valer su posición. Cómo me iban a sacar así de una, sin avisar. –Y dónde te íbamos a avisar, si vos no te volviste a dejar ver –le respondió Carlos. Lo importante hermano es seguir adelante y grabar las canciones que tenemos montadas. Mire el esfuerzo de todos estos años, no sea güevón, parce, que nadie lo está sacando del grupo. Por fin Giovanny pareció ablandarse. En veinte años, Carlos vio por primera vez resquebrajarse la coraza con la que el bajista se protegía del mundo. Fue la única vez que lo vio llorar en su vida, pues ni siquiera cuando era un niño lo hacía. Siempre fue un punk de la vieja escuela, burlón y granítico, sin asomo de debilidades. –Entonces en la casa de Óscar lo esperamos, viejo. Regresaron a las actividades del grupo, pero Giovanny volvió a su comportamiento agresivo y desobligante. En el fondo, lo que deseaba era que Desadaptadoz se acabara, porque él se consideraba el único imprescindible. Para demostrarle lo contrario, lo hicieron a un lado y siguieron adelante.

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A partir de ese instante, el grupo tomó nuevos bríos. Carlos escribió las nuevas letras, estrecharon sus relaciones con el teatro y buscaron un nuevo bajista. En esa labor se encontraban cuando les llegó la noticia de la enfermedad y muerte de Giovanny. No hubo tiempo de reconciliación. No hubo tiempo para nada. Giovanny murió en silencio, solo, en un completo misterio, dejando un gran vacío en Los Desadaptadoz. Pese al batacazo que significó la muerte del bajista y compositor, al otro día volvieron a la brega cotidiana. Para ellos no hay nada ni nadie más importante que la música. Pasó algún tiempo hasta que cansados de probar con diferentes bajistas, se decidieron por el Rubio, su fanático número uno, alumno de Óscar, un rudo obrero de barriada que había seguido su trayectoria desde que era un adolescente, y que ahora veía realizado su ferviente deseo: ser uno de Los Desadaptadoz. Calles de fuego Durante los años de El Sótano y los primeros del nuevo siglo, Desadaptadoz estableció fuertes vínculos con diferentes personalidades y artistas de Castilla y los barrios aledaños. Ciudad Frecuencia, Antena Mutante, Cinengaños, Me la gano de ojo, Esquizofrenia Teatro, son algunos de los colectivos artísticos y sociales con los que trabajaron mancomunadamente. Hacia 2009, a raíz de un decreto de la alcaldía que prohibía la libre circulación de menores de edad después de las once de la noche, armaron una actividad en la cancha La María. Allí realizaron un concierto hasta las dos de la mañana, con participación de los niños, de los jóvenes, y de los padres que respaldaron su audacia y contuvieron a los policías. Este fue su primer laboratorio de trabajo con los vecinos del barrio, que los habían mirado con prevención en los viejos tiempos y a los que ellos habían pagado con la misma moneda. Pese a los mutuos recelos, pudieron más las ganas de hacer algo por los muchachos, de remangarse la camisa. Para financiar sus festivales comunitarios recurrieron a las colectas en los almacenes de la carrera 68, donde les obsequiaron refrigerios,

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brochas y pinturas para las intervenciones artísticas, y algún dinero para pagar sonido y transporte. Reciclaron plásticos, cartones y vidrios en los colegios y almacenes, hasta convertir esta actividad en una modesta fuente de ingresos con la que desarrollaron una serie de acciones en todos los barrios de la comuna 6. Primero fue El toke de salida, una respuesta al toque de queda. Inmediatamente después, la participación de Carlos en el Plan Desarme, proyecto liderado por la alcaldía ante el surgimiento de las llamadas “fronteras invisibles”, fenómeno derivado de la extradición de los jefes paramilitares en 2008, especialmente de Don Berna, el mandamás de Medellín. Ante el vacío de poder dejado por Don Berna, sus lugartenientes, conocidos como Valenciano y Sebastián, emprendieron una guerra que segmentó los barrios en pequeñas cuadrículas, en milimétricos sectores donde imponían sus condiciones los matones de la cuadra: Machacos, Mondongueros, Urabeños. Cada banda cobraba vacuna al transporte público, al comercio, y, en algunos sectores, a cada casa. Además, manejaban sus expendios de drogas y no permitían la libre circulación de sus habitantes por “su territorio”. En estas circunstancias murieron docenas de inocentes y se presentaron situaciones que rayaban en lo absurdo, como lo refiere Carlos en su experiencia en el Plan Desarme: “Yo escogí como piloto trabajar en el CASD, un instituto que queda en los límites ficticios entre Castilla y el Doce de Octubre. La situación se había vuelto tan intolerante, que ya habían matado a un muchacho adentro y otro a la salida. Para contrarrestar en parte estos hechos, la administración se había visto obligada a tener una entrada para los estudiantes del Doce de Octubre y otra para los de Castilla”. Una situación irracional, ya que los combos utilizaban a los habitantes como escudos humanos y como carne de cañón. Los colegios y las escuelas estaban seriamente afectados, el comercio reportó pérdidas y la vida nocturna se vino a pique. Sin contar con el ingreso de los jóvenes a los combos, el problema que más afectaba a la comunidad. VIOLENCIA

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No seas un payaso más de la guerra En 2010, con el éxito de las jornadas cívicas, Los Desadaptadoz se lanzaron a su campaña más arriesgada y conocida, No seas un payaso más de la guerra. Durante su ejecución, la comunidad y varios colectivos artísticos recorrieron los lugares más peligrosos de la comuna 6 disfrazados de payasos, vestidos, por contraste, con prendas militares. La idea era hacerle entender a cientos de jóvenes el disparate que significa dejarse arrastrar por el huracán de la violencia y, a los bandidos del sector, que la comunidad no iba a seguir encerrada y aterrorizada. El día del primer desfile, agosto de 2010, fue nervios y expectativa. Las primeras horas de la mañana las utilizaron en preparar los disfraces, llenar las bombas de agua, poner a punto las pinturas, hacer la prueba de sonido de la papayera. Eran aproximadamente cien personas entre niños, adolescentes, artistas, y gente común y corriente de Castilla. Un sol deslumbrante acompañó el desfile que comenzó al mediodía en el Doce de Octubre. Bajaron por cercanías de El Pedregal y cruzaron por todos los recovecos de las fronteras invisibles hasta llegar al sector conocido como La Esperanza. En este sitio se desató la guerra de bombas de agua, la algarabía de la papayera, el coro de voces que gritaba consignas, la performance de los payasos que caían abatidos bajo disparos invisibles. Todo fue regocijo y sonrisas. Después del júbilo vino el momento duro de la jornada. En una encrucijada del sector de San Martín, en un callejón estrecho y empinado, en el sitio en el que a una señora le tocó ver el asesinato de su hijo, al frente de su propia casa, el desfile hizo una estación. La familia del muchacho muerto estaba en el balcón, sin atreverse a salir a la acera. –Vamos a hacer un minuto de silencio por su memoria –pronunció en voz alta Carlos, mientras la gente depositaba flores en el asfalto, en el lugar exacto donde fue abaleado el muchacho. Fue tal el silencio que se podía oír el silbido del viento que bajaba desde El Picacho, se palpaba la atmósfera de tensión,

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cuando la gente del desfile se encontró con las miradas, cargadas de odio, de los asesinos, agazapados en una terraza vecina. Carlos, por su cuenta, se acercó a la puerta de la casa. Bañada en llanto, la madre del muchacho, bajó desde el balcón y le abrió la puerta. Carlos le entregó una flor que llevaba en la mano. –¡Mi Dios les pague muchachos! –murmulló la señora. Nadie había hecho algo así por nosotros. Carlos volvió al grupo, escuchó algunos insultos y vio caer algunas piedras arrojadas desde la terraza en la que estaban apostados los asesinos del muchacho, los reyes de la cuadra. Nadie salió corriendo. Nadie sintió pánico. Unidos e indestructibles, siguieron hacia la carrera 68, la arteria vital de Castilla, testigo de sus felicidades y tristezas, donde terminó el desfile en medio de ruidosas manifestaciones de alegría. No seas un payaso más de la guerra se fortaleció en los barrios y tomó vuelo, y en otros sitios de la ciudad lo imitaron. Conocidos por este trabajo con los vecinos del barrio, Desadaptadoz fue invitado al Festival Altavoz 2011, donde tocaron Calles de fuego con el coro de niños de la Red de Escuelas de Música de Francisco Antonio Zea. Para el grupo, ese día fue un momento inolvidable, memorable, el día en que unos 35.000 espectadores aplaudieron sus canciones. Pase lo que pase hay que cantar En el 2014, Los Desadaptadoz cumplieron 27 años, en una trayectoria que semeja una carrera de relevos. En el camino quedaron colegas, dos de sus integrantes, conocidos y amigos. Al mismo tiempo, Castilla dejó de ser el arrabal idílico de otros tiempos, donde la gente era pobre pero podía circular libremente. El barrio se transformó en un botín de guerra que se disputa cuadra a cuadra, gramo a gramo, en una hostilidad absurda y sin cuartel, que cobra cada día en muertos, heridos y desterrados, su cuota de sangre.

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Pese a estas fieras circunstancias, Los Desadaptadoz siempre van a estar ahí, hasta el fin de los tiempos, con ese temple de acero que acojona a los asesinos, con ese talento que los convirtió en referentes de los muchachos. Valientes e indestructibles. Tocando y cantando, pase lo que pase: “Cada calle tiene su línea divisoria espacios insulares de la muerte muros invisibles y dolorosos que se construyen en la mente y los corazones de los canallas fronteras de la incomprensión y del miedo bañadas en sangre calles de fuego, calles de fuego reglas infames de los asesinos calles de fuego, calles de fuego en donde el silencio ahoga los gritos”.

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L i b e r ta d : pa l a b r a q u e h a b i ta e n l a c o n c i e n c i a J o s é M an u e l Val e n z u e l a A r c e

José Manuel Valenzuela Arce (México). Doctor en Ciencias Sociales por El Colegio de México. Sus investigaciones han abordado temas relacionados con cultura e identidades sociales, fronteras culturales, movimientos sociales, culturas juveniles, sociología urbana y cultura popular. Sus obras, más de 41, han sido de gran importancia para la comprensión de los procesos socioculturales que definen a la frontera México-Estados Unidos y a los movimientos juveniles en América Latina y Estados Unidos. Marcela Velásquez Guiral. Bibliotecóloga de la Universidad de Antioquia y magíster en Promoción de Lectura y Literatura Infantil de la Universidad de Castilla-La Mancha, España. Ha publicado cuentos, reseñas y crónicas en revistas y periódicos nacionales. Autora del libro ¡Mira lo que trajo el mar! (Frailejón editores y Alcaldía de Medellín, 2013). Martha Lía Giraldo Escobar. Historiadora de la Universidad Nacional. Ha publicado diversos artículos, crónicas e investigaciones sobre temas de memoria, patrimonio y ciudad. Ha escrito guiones para documentales y cartillas educativas. Ha creado y diseñado experiencias pedagógicas, talleres, recorridos urbanos y exposiciones temáticas.

En Las ciudades invisibles de Italo Calvino, Fílides es una ciudad que se evade, se sustrae a la mirada, se destiñe ante los ojos, por ello aparece de forma subrepticia carente de imagen fija, no obstante, existe para quienes quieran verla y logren sorprenderla. A pesar de su presencia evanescente, Fílides se revela ante quienes la prefiguran al imaginarla y luchan para poner fin a su presencia en fuga. La libertad es una idea emanada de Fílides, por ello se evade, se escapa de quienes creen que la han conquistado de una vez y para siempre u olvidan que la libertad anida en las mediaciones del individuo y la sociedad a la que pertenece. El camino a la libertad se encuentra en las intersubjetividades y es siempre un camino por andar, un sendero que prefigura nuevos senderos y siempre será así, mientras prevalezcan desigualdades construidas desde la explotación, la opresión, la discriminación, el racismo, la exclusión o religiones dominantes que levantan impías dedo y arma flamígera. Los nombres, figuras y desafíos de la acción libertaria se encuentran anclados a formaciones económicas, discursivas y de poder que cambian en forma y contenido pero siempre (re)producen desigualdad y, por ello se identifican, se vuelven reconocibles: esclavismo y neoesclavismos; feudalismos; capitalismo, estados burocráticos que expropiaron el poder, la vida y la esperanza de millones de personas; ordenamientos patriarcales misóginos y sexistas que niegan a las mujeres los espacios sociales que merecen; jerarquías adultocráticas que excluyen a las y los jóvenes mediante ordenamientos económicos, sociales y moralistas, o les ubican en posiciones subordinadas y atacan


presurosos sus propuestas emancipadoras, muchas veces apelando a la experiencia adultocéntrica, esa baldosa culposa que esconde la vergüenza de quienes traicionaron sus sueños, como apuntaba Walter Benjamin; las figuras que niegan la libertad anidan en ordenamientos étnicos y raciales apoyados en disposiciones prejuiciadas, estereotipadas, estigmatizantes y racistas que producen y reproducen exclusión y desigualdad a partir de supuestas diferencias físicas, raciales o culturales y recreando una desigualdad que no deriva de dichas diferencias, sino de los propios sistemas de racialización y de los referentes que construyen y significan las diferencias. La libertad es un concepto abstracto y vacío de contenido que solo adquiere sentido en las condiciones específicas en las que se pronuncia, en las prácticas que enuncia y en los proyectos que anuncia. La libertad implica la conformación de nuevos mundos, de otros ordenamientos sociales, de nuevos imaginarios colectivos y de proyectos civilizatorios alternativos. La libertad se encuentra impregnada de sueños, evo y desiderata: horizontes presentes de futuro que participan como elementos ordenadores de la vida, por ello, la expresión más clara de la libertad se encuentra en las luchas para obtenerla. La libertad se inscribe en marcos intersubjetivos que definen los sentidos de lo cotidiano, es praxis representada que se objetiva en elementos claves formados de anhelos, sueños y utopías, pero también de luchas y resistencias, anclados en relaciones sociales y entramados de poder. Resulta difícil pensar la libertad como concepto abstracto, sin caer en el recuento banal de frases “célebres” que se reconocen a egregios personajes legitimados desde la historia oficial. Pensar la libertad conlleva recuperar la historia acumulada que ha cargado de sentido dicho concepto a partir de elementos que aluden al libre albedrío como eje definitorio del accionar de las personas, a su capacidad y decisión de obrar en un sentido particular cuando se dispone de varias opciones para hacerlo, libertad significa poseer la capacidad de actuar con independencia, voluntad propia y libre determinación. La libertad supone que se

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es libre de obrar y pensar con convicciones propias e implica que la gente puede vivir de acuerdo con sus piensos y sentires. La libertad se construye dentro de relaciones económicas, sociales, políticas, culturales, étnicas, de género y de generación, por lo tanto, se inscribe en relaciones de poder. Buscar la libertad desafía a los poderes legitimados que sitian los espacios de libertad de las mayorías. Los poderes que acostumbran aupar la desigualdad, apisonan la libertad convirtiéndose en sus némesis, pues defienden posiciones cristalizadas conformadas por conceptos que sustentan sus propios intereses, ideología y poder. El glosario de términos que definen el mundo feliz de estos poderes son: esclavitud, cautiverio, dependencia, coacción, orden, sometimiento, opresión, cárcel, sujeción, inyunción, enajenación, alienación… Existen muchas maneras de pensar la libertad. Algunas recurren a posiciones individualistas encontrando su sustento en el viaje interior, otras, ponderan las acciones colectivas. La libertad en sus diferentes acepciones implica trabajar desde las mediaciones de subjetividad y colectividad, buscando destacar los elementos comunes que definen a las libertades individuales y las sociales. Las libertades se conforman desde entramados inscritos en condiciones objetivas de vida y en espacios colocados en la dimensión espiritual, mágica o supranatural, o desde los campos del arte y del conocimiento, desde donde prefiguran nuevos horizontes de libertad. Partimos de una perspectiva de materialismo cultural como marco para pensar los espacios de libertad y sus desafíos en las sociedades contemporáneas. Como destacaba Karl Marx en El Capital, la necesidad coaccionada o impuesta, se ubica en territorios ajenos a la libertad. Por ello, vale la pena preguntarnos por las condiciones de libertad de un mundo donde la mayoría de la población vive en la pobreza, donde más de la mitad de la gente gana menos de dos dólares diarios y una quinta parte recibe menos de un dólar, mientras que el 1 por ciento de la población acapara el 50 por ciento de la riqueza mundial. De manera más cercana, pensemos los significados de la libertad

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en América Latina, región con más de 200 millones de pobres y campeona mundial como región con la mayor desigualdad en la distribución de la riqueza. Hablar de libertad en América Latina implica resolver asuntos ominosos que no deben olvidarse ni perdonarse, como son los más de 30.000 muertos y desaparecidos durante la dictadura argentina, los más de 5000 asesinados por el régimen militar chileno, las poblaciones centroamericanas asesinadas mediante las políticas de tierra arrasada, los cientos de miles de personas asesinadas durante las guerras sucias y los genocidios de los años setenta y ochenta. Hablar de libertad de América Latina requiere luchar contra el racismo que sigue vulnerando la vida y los derechos de los pueblos originales a través de procesos excluyentes y políticas de mestizaje que produjeron simbióticas vinculaciones entre pobreza y condición indígena. Sin embargo, nuevas posiciones indianistas han desafiado las estrategias indigenistas y, a lo largo de todo el continente han levantado un: ¡YA BASTA!, y consignas insoslayables que impactaron los imaginarios latinoamericanos, como el grito zapatista de ¡NUNCA MÁS UN MÉXICO SIN NOSOTROS! Hablar de libertad en América Latina implica cuestionar radicalmente el orden patriarcal que sigue generando enormes desigualdades en las oportunidades de vida de hombres y mujeres, al mismo tiempo que produce escenarios atroces como el feminicidio, condición límite del acto misógino que implica el asesinato persistente de mujeres. El acto misógino límite ha dejado una enorme secuela de mujeres ultrajadas, violadas, empaladas, atacadas con ácido y asesinadas por el solo hecho de ser mujeres, con el agravante de que esos asesinatos permanecen impunes. Hablar de libertad en América Latina implica transformar las condiciones que obligan la migración forzada de millones de personas que deben abandonar sus lugares de origen buscando mejores condiciones de vida, empresa en la que comúnmente encuentran abusos, vejaciones, violaciones, asaltos, esclavización o la muerte, mucha muerte. Tan solo desde el inicio de la operación Guardián (1994), en la frontera México-Estados

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Unidos han muerto más de 10.000 personas, mientras que el abuso contra los migrantes centroamericanos desde la frontera sur mexicana registra miles de muertos, muchos de ellos con la complicidad de autoridades mexicanas. Hablar de libertad en América Latina requiere señalar el juvenicidio que ha recorrido nuestros países. Muchas de las víctimas de las violencias son jóvenes, como la mayoría de los más de cien mil muertos y desaparecidos desde 2006, cuando en México se declaró una supuesta guerra contra el crimen organizado. Jóvenes son muchos de los falsos positivos colombianos y de las víctimas involucradas en las guerrillas, los grupos paramilitares, las autodefensas, la policía y el ejército. Jóvenes son los estudiantes normalistas asesinados y desaparecidos en Ayotzinapa, Guerrero, a través de la acción del Estado adulterado, donde el llamado crimen organizado actúa dentro y fuera de las instituciones. Hablar de libertad en América Latina requiere recuperar la utopía como esfuerzo conjunto orientado a imaginar, soñar y luchar por otros mundos posibles, mundos donde quepan todos los mundos, mundos mejores: más justos e incluyentes. Hablar de libertad en América Latina conlleva definir nuevos imaginarios y nuevos horizontes civilizatorios. Como Fílides, la libertad posee una condición evanescente que se aleja, se sustrae, a posiciones fijas, cristalizadas y validas para todos y en todos los momentos, por ello, la libertad exige que se luche por ella de forma permanente. La libertad se construye en tiempos y espacios situados, en contextos históricos particulares y en el conjunto de relaciones que le significan al nombrarla, al vivirla, al buscarla y al representarla, es la lucha por la libertad la que nos hace libres.

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Miércoles Marcel a Vel ásquez Gu i ra l

I A Dorita le entró un ataque de tos. Tosía, tosía. Ahogada se tapó la boca con su piyama y cuando la retiró, era como si se hubiera manchado de fresas maduras. ¡Claro, y la jovencita, de 18 años, no tenía nada que no se solucionara con reposo y buenos alimentos! Entonces, doña Rosario, intentó llevarla al médico. La vistió a regañadientes, la peinó y le limpió las lagañas de varios días. Dorita no quería. Lloraba, tosía, tosía. ¡De esa casa no salía ni loca! Se aferró a la cama y chilló como una niña. La única opción era que el médico fuera. Durante dos horas se resistió a recibir la visita. No quería que nadie la viera, que nadie la tocara, pero se sentía muy mal. Tosía, tosía. Accedió a que el médico entrara. Y con sólo bajarle los párpados, el señor rechoncho con dos tufos de pelo gris a lado y lado de la cabeza, y con bigote bien perfilado, dijo que tenía anemia, que debía tomar el sol; que presentaba síntomas de gastritis crónica, que debía comer mejor; que estaba perdiendo la cordura, que debía salir y tener amigos. Elvia se levantó, como todas las mañanas, a las cinco de la madrugada. Preparó café con leche y arepa de huevo, como lo hacía en Cartagena. Al chocolate con arepa no se acostumbraba doña Rosario. Tampoco don Mario. Luego encendió la radio, era hora del rosario de seis. Quería pedirle a la Virgen por la salud de Dorita, pero oraba a escondidas. Si doña Rosario se enteraba se podía ganar un regaño grandísimo. Y uno pensaría que debería sentirse honrada si reza el rosario, como su nombre, pero ella pertenecía a la Iglesia Pentecostal y allí no veneraban a la madre de Jesús. Entonces, Elvia oía el rosario muy pasito o

a veces lo decía mentalmente. Una vez la sorprendió diciendo las letanías y la castigó con el almuerzo de ese día: le tocó comerse los sobrados de los demás. Decidió orar en la noche, en su habitación, susurrado... Desde que Dorita “enloqueció de amor”, Elvia rezaba a la Virgen todo el día para pedirle que volviera a ser la de antes. Cada vez la veía peor. Una tarde, mientras almorzaban, le insinuó a doña Rosario que la llevara donde un sicólogo, que buscaran ayuda. Pero la señora torció la boca, en un gesto de molestia, y dijo que no, que ella había merecido un castigo divino por ser tan pecadora. ¡Ni modo de proponerle que la dejara reencontrar con Édison!: –Si una hija mía se va a ir con un novio, pues que se vaya. Así no me guste. La prefiero feliz, o infeliz; llena de niños pero no loca metida en una pieza, pensó Elvia y enseñó una sonrisa tristona llena de sombra. Se metió un trozo de arepa de huevo a la boca, lo masticó con la encía. Hundió la cabeza en la taza humeante de café: –¡Pobre seño Dorita, enloqueció de amor, de tristeza! Y no pudo evitar que se le formara un nudo en la garganta. Elvia, de cabello ensortijado y corto, con labios anchos como sus caderas, llegó a la casa de don Mario Cadavid y de doña Rosario de Cadavid cuando Dorita tenía 15 años, y ella 21. Vivían en La Campiña, de Cartagena de Indias, en una de las casas más grandes y bonitas. Allí le dieron trabajo y un buen trato. Observó que doña Rosario dejaba salir poco a Dorita. Luego de llegar del colegio, la muchacha se sentaba en la ventana a ver pasar la gente. A veces la visitaban Martha y Leticia, para hacer las tareas, tomaban jugo de naranja, comían galletas y charlaban un rato. Pero lo que más le gustaba era que llegara el jueves. Cada semana pasaban por ella al colegio e iban a almorzar a Boca Grande, al Acuario, el único restaurante de la ciudad que visitaba doña Rosario. No tardaban mucho pero Dorita era feliz porque podía ver el mar y a la gente de cerca. Después de que don Mario se tomaba un tinto sin azúcar, regresaban a casa. El señor se sentaba en un sofá, ojeaba el periódico del día y hacía una larga siesta. Doña Rosario, se mecía en una silla y tejía camisas de croché para vender. Luego, tomaba L I B E R TA D

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la biblia y leía hasta el anochecer. Dorita, en cambio, se paraba en la ventana hasta que su mamá le mandaba a decir con Elvia que debía entrar a comer, a orar y a acostarse. Fue allá, en Boca Grande, donde conoció a Édison, un joven cartagenero de buena apariencia, de 17 años, y con poco dinero en los bolsillos. Trabajaba en el día como mesero en el restaurante Acuario, y en las noches vendía ceviche de camarones en la playa. Fue amor a primera vista. ¡Hasta el peor de los observadores se hubiera dado cuenta! Lo que no se sabe es cómo Édison descubrió dónde vivían. Quizá los siguió luego de un almuerzo. A lo mejor Dorita le anotó la dirección en una servilleta. O tal vez se la susurró en uno de los encuentros en el baño del restaurante. Que no fueron pocos. Durante varias semanas la jovencita esperaba con ansias este día. Se ponía el vestido más bonito y fresco, y una cinta que anudaba su cabello negro y ondulado. En el restaurante elegía el asiento mejor ubicado para ver cómo Édison iba y venía con los pedidos. Era el día en que más conversaba, más se reía, más colorados tenía los cachetes y los ojos saltarines. Sus padres comían en silencio y escuchaban, con desgano, los planes de la joven, que decía que quería seguir estudiando en la universidad. Hasta llegó a decir, con la sonrisa contenida entre los dientes, que quería casarse y tener hijos. Fue el único comentario al que doña Rosario prestó alguna atención. Abrió los ojos, levantó las cejas y dio un mordisco al patacón frito. ¿Quién era ella para decir lo que quería? Su mamá tenía decidido su futuro. Un pastor de la Iglesia era el indicado para marido. Mientras Édison servía, con elegancia recién aprendida, copas de vino, veía a la joven reír, conversar, comer, y en cualquier momento carraspeaba y ella se levantaba con el pretexto de ir al baño. Pero los enamorados fueron descubiertos un mes después por los ojos vigilantes de doña Rosario. No tomados de las manos, no en medio de un beso apasionado, pero sí envueltos en sonrisas nerviosas y miradas delatadoras. No volvieron al restaurante.

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II Después de la visita del médico, Elvia tardó meses en convencer a Dorita para que se dejara bañar y recibir el sol. Una mañana, de un miércoles, lo recuerda bien, agarradita de la mano de la empleada, como para no perderse en su nueva casa de Medellín (no tan nueva, porque llevaban 17 años) arrastró con esfuerzo sus pies de uñas largas y sucias, hasta el baño. Allí, la desnudó, la sentó en un butaco y acercó un balde con agua tibia, mientras Dorita balanceaba la cabeza sin equilibrio con los ojos puestos en la nada. En seguida, con una esponja, empezó a mojar sus piernas, después su tronco y por último la cabeza. Todo su cuerpo quedó empapado por el agua. Y por las lágrimas de Elvia que no paraba de lamentarse y culparse por la mala suerte de la joven. Finalmente, en el mismo butaco, Dorita se sentó en uno de los patios de la casa, y mientras recibía el sol para contrarrestar la anemia que le diagnosticaron a los 18 años, la negra le tarareó una canción y le peinó el cabello canoso, que se caía a pedazos. Como su vida. Dorita tenía 32 años. III Indudablemente, que la familia Cadavid no visitara más el restaurante no fue impedimento para la joven pareja. Sin falta, ahora los miércoles y no los jueves, Édison aprovechaba su día de descanso para pararse frente a la casona. Él carraspeaba y ella se asomaba con el mejor vestido. Él le hacía gestos graciosos. Ella se sonrojaba. A veces le tomaba la mano y le daba un beso en el dedo meñique. Se miraban largo rato y no hablaban. Y así se quedaban hasta el anochecer, cuando Elvia iba y le decía que debía entrar a comer, a orar, y a acostarse. Pero un miércoles quien la buscó fue doña Rosario. ¡Nunca lo hacía! Y es que, con unas bebidas de hierbas, Elvia intentaba bajarle el azúcar a don Mario, que era diabético: –Fue un descuido mío, se lamenta. Yo no me acordé que la seño estaba con ese muchacho. Claro, y doña Rosario no sabe y ya no sabrá que yo siempre alcahueteé el romance, añade y se persigna. Doña Rosario no dijo nada, agarró a Dorita de la mano y la obligó a entrar.

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Muchos miércoles Édison dejó de verla. Las ventanas no se volvieron a abrir. Y aquel joven enamorado, esperaba en la hierba y miraba hacia la ventana. Dorita nunca más salió a saludarlo. Ni volvió al colegio. Sólo recibía visitas de sus amigas. IV El ritual del baño duró algunos meses. Sólo los miércoles. A veces, cuando Elvia entraba a la habitación, notaba que la estaba esperando. Se dejaba llevar de la mano y se dejaba bañar, y cortar las uñas y a veces el cabello que iba más abajo de la cintura. Después bebía sin emoción un consomé de pescado. Y luego de tomar el sol, Elvia la regresaba a la habitación, y ella, calladita, se sentaba en la cama a esperar. Hubo un miércoles que no se quiso levantar más. Elvia le imploró que comiera. Se cubrió hasta el mentón con la cobija y fingió dormir. Dejó de comer. Y si antes daba vueltas dentro de su habitación, ya no las daba ni sobre la cama. Se quedaba bocarriba mirando el techo. El médico dijo que se iba a tullir y que había que moverla para evitar las escaras, esas úlceras que dan cuando el hueso presiona la piel y la rompe. Dijo que no podía estar en la misma posición, que había que obligarla a caminar. Pero ni doña Rosario con las reprimendas, ni Elvia con todo el cariño, lograron mover a la casi cuarentona mujer. La nueva pataleta preocupó poco a doña Rosario, pues de nuevo un miércoles pasó un suceso que la intranquilizó. Un revoloteo se apoderó de la casa. La dueña estaba de pelo parado porque se había perdido el teléfono que permanecía sobre la mesita de mimbre en la sala. Todo el día buscaron rincón por rincón el aparatejo rojo con disco beige que no apareció. Dorita ni se dio por enterada. Eso creyeron. V Después del incidente en el restaurante, doña Rosario estuvo más cuidadosa que nunca. Todo lo sospechaba, todo lo controlaba. En especial las conversaciones con Martha y Leticia

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que, efectivamente, eran las que llevaban y traían las notitas de Édison. Un lunes en la noche, durante la visita de las amigas, la señora, se paró tras la puerta de la habitación para escuchar lo que decían. Esta vez, no le explicaban la clase de historia o de matemáticas. Ni hacían las tareas, que, de parte de Dorita, ellas debían llevar al colegio, pues tenía excusa de faltar por enfermedad. Planeaban la huida de la pareja. El miércoles próximo, Dorita tendría que ir a presentar un examen al colegio, entonces Édison la esperaría en una esquina en un carro que había prestado con un amigo para escaparse con ella. La idea, decía Leticia, era que llevara un bolso pequeño para evitar las sospechas de sus papás. Luego, con el jugo de naranja, las amigas brindaron, se abrazaron y celebraron porque Dorita estaría con el amor de su vida. VI Elvia entró despacio a la habitación. Era miércoles y quizá Dorita se dejaría bañar. Cuando abrió la puerta vio que no estaba en la cama. ¿Se habría escapado? Escuchó unos ruidos detrás del chifonier. Ahí estaba, acurrucada, tenía una bolsa en las manos y la apretaba con fuerza. Elvia le tendió los brazos como si pudiera levantarla, colgada a su cuello, como a una niña. Dorita quería ir con ella. Había libros y ropa por todo lado. Las ventanas estaban cerradas. Han permanecido así desde que llegaron de Cartagena en 1974. Elvia la miró, ¿cuándo pasó todo este tiempo? Dorita tenía 50 años, y estaba tan flaca y ojerosa que parecía un alma del purgatorio. –Ven conmigo, –le dijo, y tomó la bolsa. Ella no se lo impidió. Ahí estaban dos vestidos y un par de zapatos de cuando tenía 15 años: –¡Le quedaban tan bien! Los usaba para esperar a Édison en la ventana. Quería ser una mujer casada, con una casa que cuidar. Quería hijos. Elvia le estiró la mano, tenía que convencerla de salir. El doctor había dicho que debía caminar, así fuera dentro de la casa. Que eso le calmaría los nervios. El

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doctor había dicho que debía dormir. Dorita no dormía. Una vez le contó que algo similar a un carraspeo la despertaba. Que era Édison que venía por ella. Entonces se levantaba de golpe, se vestía de prisa y alistaba la bolsa, pero él nunca aparecía. –Vamos, Dorita –le decía Elvia. El sol, el aire, había dicho el doctor, le sentará bien. El médico, don Arturo Velásquez, que la atendió cuando tenía 18 años, pensaba que era una pataleta. Y sólo iba cuando la señora se lo pedía. Siempre recetó aire, sol y comida. También, por petición de la señora, cada mes unas mujeres le llevaban la palabra de Dios. Dorita no las dejaba entrar. Las mujeres con cabellos tan largos como sus faldas, leían en voz alta, tras la puerta, algunos salmos. –Vamos, Dorita –le insistió Elvia. Vamos a bañarte. Tal vez hoy venga Édison. Se levantó, tomó sus manos y se dejó llevar. VII Doña Rosario fingió no haber oído nada. Despidió amablemente a Martha y a Leticia y les pidió que regresaran a la semana siguiente por Dorita. Las jovencitas sonrieron, intercambiaron miradas de complicidad y salieron de la casa. La señora acompañó a Dorita a su habitación y luego de desearle un buen descanso, cerró la puerta con llave. La joven no entendió lo que pasaba y la doña, gorda y malhumorada, le dijo que ahí tenía un baño y todo lo necesario para que cumpliera con los deberes del colegio. Gritó desesperada, golpeó la puerta, pidió a gritos el auxilio de su papá. Nada funcionó. Durante una semana, Elvia y otras dos empleadas más, que contrató doña Rosario, prepararon el trasteo. Nadie comentó nada, nadie sabía para dónde se iban ni las razones del viaje. Dorita siguió en su cuarto, llora que llora. Sólo doña Rosario entraba, la obligaba a comer y volvía a salir. La puerta con doble seguro.

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VIII Elvia empujó despacio la puerta. Sabía que Dorita estaría acurrucada detrás del chifonier, como todos los días. Escuchó susurros. Era Dorita la que hablaba. Tenía en sus manos el teléfono rojo de disco beige, que se había perdido hacía más de veinte años. Elvia contuvo la respiración y escuchó que conversaba con su amiga Leticia, le decía que ya tenía todo cuadrado para la tarde, que le recordara a Édison que el encuentro sería a las afueras del colegio. Cuando sintió la presencia de Elvia, colgó. Elvia le estiró las manos, ella soltó el teléfono. La empleada vio que en un rincón seguía la misma bolsa con cosas de cuando tenía quince años. Su equipaje. –Pobre, sigue planeando escaparse. Édison debe estar viejo como ella. Ni la debe recordar, pensó. La llevó hasta el baño. La desnudó, le soltó el cabello casi gris y con la esponja empezó a bañar su piel arrugada, la piel tarjada de una mujer ya cincuentona. IX El miércoles 8 de mayo de 1974 a la una de la madrugada, día planeado para la huida de Dorita y Édison, llegó a la casa de los Cadavid un camión de trasteos. En él pusieron rápidamente todo el equipaje. Luego, doña Rosario entró a la habitación de Dorita y la tomó del brazo. En medio del sofoco de Cartagena, la muchacha se limpió las lagañas, se subió al carro y se sentó en medio de don Mario y de Elvia. Se quedó dormida. El camión llegó a Medellín al barrio Naranjal. Desempacaron en un santiamén. A Dorita la bajaron del carro. Su papá la tomó de una mano y Elvia de la otra. El sueño la abandonó de inmediato cuando se dio cuenta que estaba en otra ciudad. ¿Volvería a ver a Édison? Corrió desesperada por los pasillos de la casa ubicada en cercanías al barrio Laureles, una de las zonas más exclusivas de Medellín. Se apoderó de la primera habitación que encontró. Se encerró, triste y despechada. No volvió a cruzar palabra con nadie.

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Doña Rosario no le prestó atención al encierro de su hija. Ordenó a Elvia que se encargara de ella: –Dele de comer, báñela. Que no se muera. Es sólo una pataleta. Pronto le pasará. Pasaron, tres, cinco semanas; tres, cinco meses. Treinta, cincuenta años. X En sus inicios, y durante mucho tiempo, en el barrio Naranjal solo había unas cuantas casas. En la actualidad es una pequeña isla de talleres mecánicos, bodegas de reciclaje, carretilleros, caspetes y bares. Doña Rosario vendió la casa en febrero de 2014 porque presentía su muerte. Antes de marcharse de este mundo dejó todo arreglado. La vendió por doscientos millones de pesos, cantidad suficiente para que en la casa de retiro La Hermandad, de la iglesia donde siempre predicó el amor, la libertad y la esperanza, se encargaran de sostener a Dorita hasta el final de sus días. La fecha de entrega de la casa de cinco habitaciones, tres patios, tres baños y una amplia cocina será la de la muerte de don Mario, que está cerca de cumplir los 100 años de vida. El anciano tiene mal de Alzheimer. Tendido en el sofá, lee un viejo periódico, como si fuera de ayer. Doña Rosario murió el 14 de abril de 2014. No se despidió de Dorita, ni entró a su habitación que “olía a mil demonios”.

Elvia miró la superficie del baño, que como un espejo, reflejó aquellos brazos desnudos, aquellos hombros sucios, aquella piel agotada, los ojos sin vida de Dorita. Lavó sus pechos, que se quedaron sin amamantar. Frotó la espalda, que cargó una pesada cruz. Se la quiso ayudar a cargar. Se la ayudó a cargar. Nada es como había deseado, pensó Elvia. Mojó su cabello. Dorita tosió, balanceó la cabeza. Su cuerpo quedó bañado con el agua y las lágrimas de Elvia, que no deja de pensar en el momento en que don Mario muera y se lleven a Dorita a La Hermandad. ¿Qué será de las dos? Le tendió las manos y la abrazó fuerte, no quiere dejarla ir. Dorita tomó el sol. El doctor dijo: –Sal a tomar aire. El sol y el aire te sentarán bien. Arrastró sus pies. Volvió a su habitación. Cerró la puerta. Se sentó en la cama. A esperar…

XI Como todos los miércoles, Elvia descubrió a Dorita con el teléfono desconectado planeando su huida. Después la arrastró hasta el baño. La desnudó, la sentó en un butaco y acercó un balde con agua tibia. Ella balanceó la cabeza. En seguida, con una esponja, le mojó las plantas de los pies, recorrió los dedos que jamás se hundieron en la arena de las playas de su ciudad natal y que no recorrieron las calles de la que la adoptó. Mojó las piernas, que se negaron a volver a caminar, a saltar. Dorita tosió. Elvia le estregó las rodillas curtidas por una semana sin baño, rodillas que no se doblaron frente a un altar. Le enjabonó el abdomen, que guardó un útero vacío.

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L a m a r c h a d e A í da Ma rt ha Lía Giraldo E sco b a r

Arrieros, costuras y canciones En Ochalí, entre Ituango y Yarumal, Emilia de 23 años, tuvo que adaptarse a su nueva condición de viuda. Con el ritmo constante del pedal manual de su Singer, costura tras costura, intentó despejar el camino que acababa de cerrársele. El padre de sus tres hijos había sido asesinado. Después de unas cuantas horas de sueño, ella y su hija Gilma, se levantaban a despachar a los arrieros que, luego de seis horas de camino, pernoctaban en la fonda. La joven madre, que sabía de disciplina, aprovechaba los descansos del día y tomaba lira, guitarra y bandola, compañeros inseparables, y se ejercitaba en complicidad con los niños, en el arte del pasillo y los bambucos. Las serenatas y las celebraciones no faltaban en las veredas, la música se mostraba como otra manera de espantar las estrecheces económicas. No solo polvo, mercancías y cansancio traían los arrieros. Con ellos venían las últimas novedades musicales, el bambuco, el pasillo, el bunde de moda. La música circulaba con fluidez, como si las piedras y la tierra de estas breñas tuvieran venas. La familia Zuleta Arango, desde la orilla del camino, recibió, de primera mano, aquella irrigación sonora. ¡Oh libertad, oh libertad! En otra orilla, la de la quebrada Santa Elena, en el corazón de Medellín, Joaquín Fernández recibía su diploma en Música en el Instituto de Bellas Artes. Su foto hacía parte del mosaico de los graduados de la promoción de 1946. Estaba junto a dos hombres y cinco mujeres, con un pentagrama de fondo y la

inscripción: ¡Oh libertad que perfumas / las montañas de mi tierra! Oh libertad, / Oh libertad, del poeta Epifanio Mejía, como anunciando lo que sería la nueva vida. Después del grado, Joaquín, sastre de oficio, abandonó máquina de coser, tijeras y metro, y tomó su clarinete. A su regreso a Yarumal, su tierra natal, fue contratado para dirigir la Banda municipal. El horizonte se le despejó: colegios donde enseñar, conciertos en los eventos importantes del pueblo, y en las noches y los fines de semana, actividades con su grupo musical, el Conjunto Unión. Hombre querido y popular, se perfiló como un buen partido para una dama de la alta sociedad yarumaleña. Un cruce de caminos: El preámbulo de una nueva marcha Sin embargo, Joaquín dio un giro inesperado, dejó a un lado las conveniencias sociales y prefirió subir al altar con Gilma, la joven cantante popular que venía de Ochalí. Morena de ojos negros que vives en la montaña, nos iremos muy felices donde el cura del lugar. En Yarumal, intersección del universo rural y del urbano, él, pasado por las aguas de la academia musical, y ella, la joven de ojos negros de Ochalí, cruzaron sus destinos, emprendieron una nueva marcha. “Muchas venturanzas en el nuevo estado”, le deseaba la prensa pueblerina a “uno de los más notables musicólogos de Antioquia”. Un tapete rojo en el centro de la iglesia, blancos cartuchos, la presencia de amigos, colegas y familiares, y de la banda musical en pleno, dieron vida a la que fuera una de las bodas memorables en la historia de Yarumal. A la entrada de los novios, la iglesia se estremeció con el Ave María de Schubert, los Coros Nupciales de Wagner, y la Marcha de Aida. Gilma, la recién casada, de solo 16 años, experta en bambucos y pasillos, no sabía de Caballerías Rusticanas, ni de marchas de Verdi. Desde el día de su boda, aprendió con agrado ese nuevo mar de melodías. Atrás quedaron las dificultades de Ochalí, y dedicó su tiempo a acompasar sus pasos con los de Joaquín, el músico querido por todos.

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El inicio de la marcha: entre un ángel exterminador y un negro encantador “¿Es o no pecado matar liberales?”. Como en años anteriores, al iniciar la década de 1950, en el país se generalizó esta absurda pregunta. Del pequeñísimo grupo de liberales del godo Yarumal, Joaquín era el más inofensivo, el menos político, el más querido, pero también el más visible. Por ello, su nombre y su oficio, fueron el centro de ataques. Un letrero: “¡Que viva Dios, que viva Laureano! ¡Que mueran los manzanillos hijueputas!”, fue pintado en los muros cercanos a su casa. En noches de ánimos enardecidos, Gilma, en embarazo, y Joaquín, tuvieron que resguardarse en Morro Azul, en las afueras del pueblo. Las arremetidas del prelado Miguel Ángel Builes contra todo aquello que no fuera azul de metileno, azul conservador, llegaron de primera mano a Yarumal. Allí, décadas atrás, el sacerdote había fundado un seminario y, desde la vecina Santa Rosa de Osos, vociferaba sus non sanctos pensamientos. Desde su nacimiento, la primera hija de Joaquín y Gilma estuvo rodeada de afecto, música, y, también, de intolerancia política y religiosa. Se llamó Aída, como la ópera de Verdi. Emilia, la viuda de Ochalí, ahora joven abuela, más curtida en las lides de la crianza, tarareaba y rasgaba el tiple, y, a manera de canciones de cuna, le cantaba a la niña los bambucos y pasillos que adoraba… Agáchate el sombrerito y por debajito mírame y con una miradita di lo que estás pensando… Si la música abría mundos, la política se empeñaba en cerrarlos. A escondidas, de noche, el padre Soto, desobedeciendo órdenes superiores, que le habían negado el sacramento a la primogénita de Joaquín y Gilma, llegó a la casa de los Fernández a bautizarla. A escondidas y de noche, también, tuvieron que comprar la leche y las provisiones, porque, desde el púlpito, a los buenos católicos se les había prohibido vender comida a los liberales. No solo hostigamientos y vociferaciones del Ángel y ahora obispo Builes llegaron de Santa Rosa al hogar de Aída.

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Procedente del altiplano arribó, también, un negro enorme, pesado, como un juguete gigante que ni chicos ni grandes tenía en el pueblo. Era un gran piano que transformó su vida y la del municipio. Joaquín y Gilma se llevaron una gran sorpresa, cuando vieron que su niña de tres años reproducía con facilidad las canciones que la abuela le había tatuado en el alma. En el negro, Aída las interpretaba como Emilia se las había tarareado en la cuna. Los padres, obnubilados con la imagen de la pequeña al piano, se dispusieron a promover su talento. El conocimiento musical lo puso el padre director, la disciplina la madre, quien había sido entrenada en las lides musicales a temprana edad. Empresa quijotesca y tarea difícil fue la de cultivar una pianista entre montañas. Satisfacción y dificultad, satisfacción y dificultad, fue el ritmo que marcó, entonces, la marcha que emprendió todo Yarumal para abrirle paso libre a una esperanza en forma de niña pianista. Bajo la presión de sus minúsculos dedos se desgranan las notas musicales Los padres habían tomado la decisión, Aída no iría al colegio. En las mañanas se ocuparía de la práctica de piano, en las tardes la madre le enseñaría los conocimientos básicos, y a fin de mes irían al Colegio de María a validar sus aprendizajes. Sorprendido y admirado, el pueblo asistió al primer concierto de la niña pianista. Un tetero con leche sobre el piano, los pies, suspendidos en el aire, los bucles definidos de su larga cabellera, y un rictus de solemnidad en el rostro, eran preámbulo al espectáculo donde, como por arte de magia, de aquellas pequeñas manos, brotaban las notas de Schubert, Beethoven y Luis A. Calvo. El párroco Gallego, quien se había negado a bautizarla, bendijo sus manos, y no tardó en invitarla al seminario de Santa Rosa para que diera un concierto. Por esos días, la niña pianista fue presentada en un programa de la televisora nacional. Un grupo de yarumaleños viajó a Medellín para disfrutar del

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placer de ver a la coterránea luciéndose ante las cámaras, en alguno de los dos mil aparatos de televisión que por entonces había en el país. Desde entonces, la prensa local volvió lugar común la frase: “Aída, la niña pianista que salió en la televisora”. Cuando hizo la primera comunión ya había estado en escenarios de varias ciudades de Colombia: “Creemos estar en lo cierto cuando afirmamos que el espectáculo que verá hoy la Sociedad Amigos del Arte al escuchar al piano a la mínima Aída, será de recordación perpetua para todos aquellos enamorados de la cultura y de la belleza espiritual”, decía una nota de prensa luego de dar un concierto en Pereira. Mientras que para la mayoría de niñas del pueblo el viaje más largo era de la casa al colegio, Aída, a los 8 años, ya había estado en Medellín, Manizales, Pereira, Anserma, Cali y Bogotá, guiada por la mano de su padre, y bajo la mirada atenta de la gente de Yarumal, que, gracias a las notas de los periódicos, la seguía a donde fuera. Lejos del nido A finales de los años 50, la situación para la familia del músico Joaquín se había tornado insostenible. Ángel Builes estrechó el cerco, hizo despedir al querido y popular director de banda. El obispo de Santa Rosa apuntó sus dardos contra la música, un blanco liberal, pues los músicos generalmente eran liberales. En 1961 acabó con el Festival del Bambuco que llevaba tres años consecutivos, según Builes, porque Yarumal hasta ese momento “un nido de palomas eucarísticas”, iba a convertirse, con tanto bailar, en “una caverna de serpientes venenosas y una guarida de fieras carniceras”. El apoyo de amigos y vecinos fue insuficiente para contrarrestar la asfixia que padeció Joaquín y su familia. Un poco de anonimato, distancia de la fuente de discordia, continuidad en su vida profesional, una adecuada educación para su hija, era todo lo que el peligroso liberal añoraba para continuar su marcha por la vida.

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Ciudad es ciudad El círculo que aprisionó a la familia en Yarumal, cedió lentamente en Medellín, la prometida. Contradictoriamente, la ciudad que empezaba a oler mal, y donde no se sabía quién era quién, fue terreno fértil para cultivar una nueva vida. Como le sucedió a miles de personas, emprendieron el obligado viaje del campo a la ciudad, para buscar las olorosas esencias de la libertad, que ya no respiraban en aquella Colombia profunda. Mientras se instalaban en la ciudad, Joaquín y Gilma enviaron a su hija a vivir con Teresa de Gómez, madre de Teresita, la joven pianista, en el Instituto de Bellas Artes de Medellín, donde continuó su formación musical. Poco después, cuando tenía 12 años, Aída regresó al hogar de sus padres quienes ya vivían en el barrio El Salvador. Desde allí solía bajar, cargada de buñuelos y pasteles de pescado en dirección al Café Bambuco, ubicado en la calle Junín, donde quedaba el nuevo trabajo de su padre. Luego iba al encuentro con su maestra de piano Annafiora Grassellini, en Bellas Artes. Para la niña pianista la marcha continuaba, cambiaba el ritmo, cambiaba el escenario, pero no el compás que la dirigía: siempre adelante, siempre adelante. Los pies de Aída, por fin, tocaban el piso, sentada al piano, en todos los escenarios de la ciudad: Instituto de Bellas Artes, Paraninfo de la Universidad de Antioquia, Teatro Pablo Tobón Uribe, Teatro Lido. En todos había sido registrada por la prensa local, como quien construye un tejido hecho con hilos de pentagrama. Aída Fernández y Teresa Gómez fueron las primeras en graduarse del Conservatorio de la Universidad de Antioquia, bajo la tutoría del maestro Harold Martina en 1966. Allí su padre hacía parte de la banda de música en un momento de recomposición y apertura. A medida que la artista avanzaba en su formación, su voluntad, disciplina y talento, no eran suficientes para el paso que seguía en su carrera: estudiar en el extranjero. El tiempo corría inexorablemente. Después de los 18 años de edad era muy difícil el ingreso a una buena academia europea.

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La lectura a primera vista En los Campos Elíseos un policía miraba sorprendido a una joven que se arañaba y se daba golpes en los brazos. Aída, por más esfuerzos que hiciera, no podía creer lo que estaba viviendo. Se golpeaba para constatar que no estaba soñando. ¡Había cruzado el mar! Los transeúntes, indiferentes, no imaginaban el gran acontecimiento que significaba, para esta joven mujer, encontrarse en aquel lugar del mundo. El sueño de viajar a Viena, la escuela de Harold, su maestro, y de Blanca Uribe su pianista referente, cambió con su llegada a París, en los meses posteriores a Mayo del 68, momento en el que, en la historia de la humanidad, emergía un movimiento de toda una joven generación en búsqueda de la libertad, un momento en que todo era posible. Estaba lejos de su hogar, de sus padres, de sus maestros, de su público, y, no obstante, tenía casa, el piano, trabajo, y un clima de sueños compartidos que le hacían difícil poner los pies en la tierra. Asuntos tan sencillos como la píldora anticonceptiva, los tampones, o tan complejos como la utopía de un mundo libre, igualitario, lejos del consumismo y del poder, la sorprendían y la invitaban a asumir el mundo de otra manera, la disciplina con que contaba desde los tres años fue un buen equipaje para sortear con fortuna esta apertura sin límites. Viajó a París gracias a la violinista Brigitte de Beaufondt, quien meses antes había llegado a Medellín, y requería una pianista con habilidad para interpretar el piano con lectura a primera vista. Aída se le midió a la riesgosa tarea, con tan buenos resultados que la acompañó toda su gira por las principales ciudades del país. Madame de Beaufondt, en reconocimiento a su talento, le señaló la ruta para llegar al Conservatorio Superior de Música de París. Aída había viajado a París sin tener garantizados los recursos económicos para sus estudios. A un año de su llegada, el Icetex le interrumpió una beca, a pesar de haber obtenido los mayores logros académicos: medalla en solfeo, medalla en lectura a primera vista, premio en interpretación al piano.

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Joaquín, su padre, le escribió a las autoridades del gobierno nacional: “Aída es la primera figura latinoamericana que ha sido admitida en tan alta cátedra en el mundo y sería una vergüenza para el gobierno de Colombia que la tuviéramos que retirar por falta de recursos”. Esta fue la regla durante los seis años de su permanencia en París. El Icetex, la Asamblea Departamental, el Consejo de Medellín le otorgaron becas por periodos cortos, de poco monto, que le fueron interrumpidas sin explicación. Esta situación cambió en 1975, cuando Aída obtuvo una beca en interpretación de los grandes compositores modernos en Moscú. Los temores del viaje a Rusia, un país desconocido, se esfumaron apenas subió al avión. Descendió con una maleta roja en la mano y el Libro Rojo de Mao entre su ropa. Supo, entonces, que no había un lugar en el mundo más adecuado para un estudiante de piano que ese. La estaban esperando con un abrigo, botas, sombrero chabka, y la llevaron a una residencia estudiantil a pocas cuadras de la Plaza Roja, donde había un piano en cada habitación y otros más distribuidos en las salas comunes. Aída la recuerda como una de las épocas más hermosas de su vida, sólo tenía que hacer música. Como con un zapato al revés A medida que se alejaba del terruño sus posibilidades se ampliaban, y en tanto buscaba acercarse a su patria, se estrechaban. Cuando regresó a Medellín, a mediados de 1977, sintió como si caminara con un zapato al revés, algo sutil e indefinido descompasaba su marcha. Muchos coterráneos no vieron con buenos ojos su estadía en Moscú, y, menos, su regreso por Cuba. Aída levantó su propio muro de Berlín en el garaje de su casa. Se dedicó a dar clases particulares de piano, mientras esperaba vincularse a una institución que le permitiera compartir su experiencia. Pero esto no sucedió.

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La carta de su nombramiento como profesora de planta llegó del Conservatorio de Noisy Le Grand, en las afueras de París, y no de Medellín la ciudad que la vio crecer y le dio sus bases musicales. A partir de 1979, Aída Fernández, poco a poco, se resguardó en su propio universo. En la ciudad quedó su recuerdo: numerosas notas de prensa y programas de mano, impresiones y recuerdos de quienes la escucharon como concertista. Quedó en la memoria de niños y jóvenes que por primera vez habían escuchado las notas de un piano, de cuenta de sus manos, y de todos aquellos que disfrutaron también por primera vez a los contemporáneos rusos en vivo y en directo. Aída, emprendió una nueva marcha, salió de Medellín para radicarse en Noisy Le Grand, la universidad que capitalizó toda su experiencia y formación. En los años venideros, fue más conocida como madame Cadinot, su nombre de casada, como docente latina, la esposa de Gerard, la madre de Colomba y Boris. Siempre se vuelve al primer amor Sin mayores preparativos, 50 años después, en agosto de 2013, Aída regresó a Yarumal. No había vuelto desde que salió siendo la niña estrella. Las emociones se agolpaban en su pecho, mientras asistía a un encuentro con lo más profundo de su memoria. Reconoció y fue reconocida. Recordó el órgano de la iglesia, donde el padre Donato Ríos le enseñó algunas notas. Fue reconocida por el dueño de la tienda más tradicional del pueblo, que de inmediato dijo: –¡Un guaro para la hija de Joaquín Fernández!”. Reconoció a la niña que le jalaba el pelo cuando era pequeña. Fue momento de saldar viejas deudas: –No lo hacía por maldad, me parecía un cabello muy bonito, le dijo a su encuentro. Se abrazaron, rieron. En la Casa de la Cultura, un grupo copioso de jóvenes músicos la esperaban: La noticia de su visita en pocas horas se había regado por Facebook. ¡Claro que hubo llanto! Nada que

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emocione más a Aída que encontrarse con músicos jóvenes. Con ellos compartió una sentida conversación, una interpretación al piano. Después de comerse un chicharrón de muchas patas en la casa de sus primos, emprendió el regreso. Salió de Yarumal con la convicción de que mucho de ella aún está y estará allí, y que su pueblo siempre estará dentro de ella. El hogar de las emociones De regreso a Medellín, Aída visitó la sala patrimonial de la Universidad Eafit, una especie de campo minado para su memoria. –¡En mi época esto era un solar y ver ahora!, dice al entrar. Observa los archivos y las imágenes. Todo allí le recuerda su vida, su personalidad musical, Aída es de aquí y es de allá. –Igor, ¿estás aquí?, se pregunta mientras acaricia el autógrafo de Stravinsky. Recuerda cómo el conocimiento de los músicos contemporáneos rusos le abrió las puertas al Conservatorio de Noisy Le Grand, donde hoy trabaja. De Petrushka pasa a la primera edición de las partituras del Himno Antioqueño, musicalizado por Gonzalo Vidal. –¿Me puedo llevar una copia?, yo quiero tener esto, –le pregunta al monitor de la sala. El ruso neuyorquizado y el payanés antioqueñizado reposan juntos en el corazón de la paisa afrancesada. –¡La tocata de Mario Gómez Vignes! Él me daba sus composiciones para que yo las interpretara, –dice y repasa con sus manos los movimientos... ¡Mascheroni!, ¡Ah, yo toqué Scaramouche con él! ¡Matza, director de la Sinfónica de la Universidad de Antioquia! Ah, sí. ¡Matza esa mirada que tenía! Encuentra una revista en la que se hace referencia a Joaquín Fernández, su padre, compositor y clarinetista ganador del Concurso de la Canción Colombiana en Villavicencio en 1963, con el bunde Promesa campesina. –Con el premio compramos el solar donde hoy está construida la casa de la familia. Antes de salir, Sebastián, el monitor de la sala, le cuenta que los jóvenes músicos del norte de Antioquia son los mejores en vientos, que se ganan todos los premios de bandas regionales.

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En búsqueda de su equilibrio, Aída restablece relaciones consigo, con sus contemporáneos, con su música, que había dejado invernando por décadas. Como parodiando la frase de Igor Stravinsky: “Una revolución no es sino el desplazamiento de un móvil que, luego de recorrer su giro retorna al punto de partida”. La marcha de Aída se dirige al origen. Antes de su regreso a Europa, en compañía de su hermana Gisela, médica y cantante, y de Gilma, su mamá, graba el bunde que compuso su padre Joaquín: “Nos iremos muy junticos por la trocha del robledal… Dímelo si tú me quieres porque si me olvidas yo me muero del pesar, entre mirlos y turpiales vendrá la felicidad de tenerte entre mis brazos por toda la eternidad...”.

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L a pa z d e s c o n c i e r ta J o r g e G i r aldo R am í r e z

Jorge Giraldo Ramírez (Colombia). Doctor en Filosofía por la Universidad de Antioquia, y profesor y decano de la Escuela de Humanidades de la Universidad Eafit. Recientemente hizo parte de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, creada por el gobierno nacional y las Farc en el proceso de negociaciones de paz. Amaranto es su blog personal dedicado a política, fútbol y música popular. Esteban Duperly. Periodista y fotógrafo independiente. Es colaborador habitual en revistas y periódicos como escritor y reportero gráfico. Ha trabajado en publicidad, cine, investigación histórica y restauración fílmica. Autor del libro Fidel Cano. Un hombre de su tiempo (Universidad Pontificia Bolivariana, 2008). Ana Lucía Cárdenas. Estudió Publicidad en la Universidad Pontificia Bolivariana. Gestora cultural de oficio. Ha publicado varios textos en Universo Centro (hizo parte del comité editorial durante el 2013), y en Lo Profano, un blog en el que escribe desde el 2006. Ahora es coordinadora de la Casa de la Cultura del barrio Manrique.

La armonía tranquila en el orden de los cielos, la serenidad del ánimo; el cumplimiento de la voluntad divina, la sumisión a las autoridades establecidas; el suelo que permite que pueda existir el nosotros, el amor con claridad y rectitud, la conciencia íntima; la gracia que desciende del cielo “como el aceite que corre por la barba de Aarón”, la devoción que asciende desde el corazón del fiel hacia el más grande; las promesas y los sellos de los convenios, los juramentos que se hacen a la esposa; amar la tierra a pesar de todo, volver a empezar. Pretendidas soluciones a la pregunta qué es la paz. Intentos varios de respuesta hechos por un investigador japonés, un filósofo austriaco, una medievalista argentina, un lingüista francés, estudiantes colombianos de secundaria. No importan el origen ni la curia, la erudición o la simplicidad, la paz desconcierta. Sabemos desde Génesis 11 que Yahvé disolvió la lengua única y original para que los seres humanos no pudieran ponerse de acuerdo ni intentar grandes obras que compitieran con las suyas. Una alta torre que alcance los cielos puede ser una imagen adecuada para indicar la potencia que tendría un idioma que uniera a la humanidad. Muchos han creído que ese caos en el habla es la raíz de los males humanos. Cuando Albert Camus dijo que “nombrar equivocadamente las cosas es contribuir a la desgracia del mundo”, uno se queda con la idea de que estaba afirmando que era posible nombrar de manera clara y distinta, no solo las cosas, sino las situaciones, las acciones humanas o los sentimientos. Otros no solo lo creyeron sino que trataron de paliar el desorden con sistemas universales de signos, como uno que inventó


un pobre médico polaco en el siglo XIX y otro que inició, sin saberlo, el inventor de la carita feliz. Pero el esperanto y los emoticones son a una lengua verdadera lo que un ladrillo a la ciudad vertical que querían aquellos ambiciosos albañiles. La mayoría -menos ambiciosos- se contentan con sugerir algunos léxicos o vocablos que no dejen lugar a dudas entre los hablantes. No se debe culpar a Yavhé pensando que la confusión de las lenguas fue la que dio pie a los desacuerdos y, con ellos, a la violencia y a la guerra. Y no solo porque sea una mala idea enfrentarse con jefe tan iracundo e implacable. No. Basta recordar que mucho antes de Babel, en Génesis 4, Caín había matado a Abel y que ellos no solo usaban las mismas palabras; habían vivido juntos hasta entonces y también tenían los mismos padre y madre. El pecado de Adán y Eva tampoco puede achacársele a problemas de Dios para comunicarse (¿o sí?). Hay asuntos importantes antes de las palabras o debajo de ellas. Ahora. Tal como el Paraíso, Babel tiene una atracción perenne sobre los homínidos. Hay una nostalgia de todas las arcadias, de orígenes que creemos felices o casi perfectos, de los momentos previos a las grandes equivocaciones que nos han arrojado a lugares tan ásperos como los que habitamos. En pleno siglo XXI se gastan fortunas para tratar de demostrar que ese idioma primigenio existió, y los filólogos y etimólogos buscan la raíz única de la palabra deseada. Puede que pase con alguna; no con la paz. Immanuel Kant estaba convencido de que la fuente estaba en el Tíbet, hipótesis que debe encantar a los actores de Hollywood. Émile Benveniste, que nació en Siria, piensa que todo viene de una voz irania -arta- y hace unos malabares bellísimos para demostrarlo. Takeshi Ishida exploró las lenguas asiáticas, desde el hebreo hasta el chino, para concluir que no había un tronco único pero sí familiaridades ideológicas. Sujetos desesperados tratando de recoger los detritos que dejó el celo divino para tratar de recomponer un sustantivo poderoso. Agustín el obispo, a quien Floria Emilia como esposa llamaba Aurelio, no se embarcó en esa empresa imposible. Cuando se dedicó a orar y a filosofar para pulir la obra de san Pablo y darle

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de comer a los teólogos, ya sabía que la paz no se podía atrapar con pequeñas argucias intelectuales o con las anécdotas de viajeros curiosos. Además, Agustín había sido soldado y conocía la guerra de primera mano, como Pablo. Un credo fundado por soldados: esa es una rareza del cristianismo y una de las razones de que haya sido casi siempre una religión realista. También un motivo para descreer que tenga tantos santos como dicen. El caso es que el filósofo más importante que ha dado África se esmeró mucho por demostrar que la paz no tenía una sola acepción. Que podía ser una única palabra, una corta palabra de tres letras y una sílaba, en latín o en español, pero que no encerraba un único concepto. Esa inteligencia amiga de separaciones y de cortarles las alas a los ilusos, estableció que había cuatro espacios distintos para las relaciones de los seres humanos consigo mismos, entre sí y con la divinidad, y que a cada espacio le correspondía sus tipos particulares de paz. Cuatro ámbitos, nueve paces. ¡Es más sensato recoger las piezas y armar nueve legos pequeños que intentar uno solo! Así, cada persona consigo misma tiene cuatro posibles relaciones que exigen cuatro tipos de paz a las que, saliendo del paso, yo llamaría la belleza, la continencia, la acción y la salud. Para esta paz hay muchos oficios viejos y nuevos. Desde los sacerdotes hasta los especialistas en autoayuda; los teguas del liderazgo y el emprendimiento; los predicadores del ascetismo a medias, que está de moda. Pero no nos engañemos, aquí nada tienen que hacer los instructores de gimnasia. El médico tampoco, porque la salud es la paz del cuerpo con el alma y el médico de estos tiempos sabe de un pedacito pero no del cuerpo entero, y del alma nada. Las relaciones entre individuos pueden darse en la casa, entre vecinos o entre ciudadanos. Y son tres paces, digámosles, sociales. Respeto, concordia, obediencia, podrían ser sus nombres. Consejeros familiares, buenos componedores, irenólogos (feo neologismo), serían algunos de los expertos pertinentes. Esa paz de la que tanto hablamos después de la Segunda Guerra Mundial, ni siquiera agota las posibilidades que previó el obispo de Hipona. Al final están la paz de los creyentes con

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Dios y la paz celestial, que es la única completa. De modo que las salmodias de los utopistas solo tienen lugar en el cielo, aquí en la tierra las cosas son más limitadas. Eso sí, no tener alguna paz es una auténtica miseria. Bob Dylan lloró viendo en sueños el asesinato de san Agustín; a mí me basta con lamentar el fracaso de sus prédicas modestas. Después de él, la palabra siguió hinchándose, llenando la boca de los alucinados y de los cantantes sin imaginación, y se ha desprestigiado porque cuando resuena huele a pólvora. Un conocido mío, iraní, y defensor de la no violencia comienza una de sus conferencias diciendo: “Ya no creemos en la paz”. Bueno… es una provocación, un recurso retórico, pero también es un síntoma de cómo están las cosas con estas tres letras. Así no creamos en la paz -repito la provocación- es imposible deshacernos de ella. La paz como la felicidad, la seguridad, la tranquilidad, la salud, la certidumbre, es una aspiración que siempre nos posee. O casi siempre. En la vida política siempre se pensó que la guerra -sobre todo la guerra entre Estados era una situación normal- y apenas en el siglo XVIII algunos europeos empezaron a preocuparse por contener su propia belicosidad. Un abad francés fue de los primeros ocurrentes, por lo cual debería tener un monumento financiado por los fundadores de la Unión Europea. En cuanto a la persona singular, hasta el santo Kant creía que la vida en la milicia forjaba las mejores cualidades del hombre. No es más así. Los tiempos que vivimos van tirando a los guerreros hacia los márgenes; entre las tantas cosas que dejamos atrás, están los héroes. A ellos solo les quedan los cómics y el cine, y las viejas estatuas. Los tiempos actuales son buenos para la paz. La paz es una meta oficial consagrada en los acuerdos internacionales y resguardada por las Naciones Unidas. La guerra está prohibida en el lenguaje diplomático y en la corrección política, excepto como crimen. Desde 1945 nadie hace la guerra. Los Estados, las gavillas entre Estados, los grupos privados de gentes armadas, ninguno hace la guerra. Solo defienden los derechos humanos o difunden la democracia, luchan por la justicia social o

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son instrumentos de estructuras económicas disfuncionales. En el camino queda mucha gente muerta, por montones, y mucha destrucción. Pero ellos no son guerreristas. Muchos oyeron decirles, por ejemplo, a los guerrilleros y paramilitares colombianos que ellos no habían querido ser militaristas ni matar a nadie. Fue el destino el que los puso ahí, y que defendiéndose o tratando de hacer un país mejor, fue que pasó lo que pasó. Tanto delirio no es originalidad tropical. Para la Corte Suprema de los Estados Unidos lo que ocurrió en Vietnam no fue una guerra. Un jurista italiano, que se lee mucho en las universidades españolas, asegura que la guerra no existe: que los bandos malos simplemente cometen crímenes y que los buenos lo único que hacen, con bombas y todo, es pura justicia. Las carnicerías que vemos en la televisión ya no son guerras sino efectos colaterales de la defensa de la fe, la lucha por el socialismo o misiones humanitarias. Son tan buenos estos tiempos para la paz, que ya hay más premios de paz que galardones en la música pop. Tener un premio de paz es como ganar un Grammy, casi nada; a todo aquel que persista un poquito le llegará más temprano que tarde. Hasta el premio Nobel perdió prestigio. Cualquiera se lo puede ganar. El jurado noruego se gasta unas páginas justificándolo, pero luego toda la humanidad se rasca la cabeza y se pregunta, ¿Yasser Arafat lo ganó? ¿Junto con Menahem Begin? ¿No es una broma? Si se lo dieron a Adolfo Pérez Esquivel, ¿por qué no a mí? Antes era distinto. Antes de 1945 abogar por la paz, hacer apología de la paz, era muy extraño. Se cuentan en los dedos de una mano los defensores de la paz, al menos aquellos que en términos de hoy se harían acreedores al título de pacifistas. Recuerdo tres. A Isócrates, un discípulo de Sócrates, educador profesional, quien hace 2400 años escribió un discurso Sobre la paz después de haber pasado por todas las verdes, sin maduras: la peste, las guerras que ganó Atenas y las que perdió, la tiranía, la bancarrota y los funerales que deparan casi un siglo de vida. Bicho raro en su tiempo. A su maestro, que no dijo ni mu sobre

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la paz, a veces se le pone al lado de Jesús. A su condiscípulo Platón, que abogó por la guerra contra los bárbaros y asesoró a un tirano, se le venera. Al pobre Isócrates no se le recuerda ni en los salones filosóficos. A Erasmo de Rotterdam -un nombre emblemático del Renacimiento- se le recuerda mucho, pero su Querella Pacis no se estudia ni se edita con frecuencia. Cerbeleón Pinzón, un abogado colombiano del siglo XIX, es referencia de eruditos. Escribió un Discurso sobre la paz pública en el que incita a que haya tantos elogios de la paz como Mahoma pedía para el cielo, y se queja de que “los hispano-americanos, en teoría todos somos partidarios de la paz; pero en la práctica, es lo cierto que la paz desaparece frecuentemente”. Lo que también es cierto es que sus obras pacifistas son más bien jartas, llenas de lugares comunes y de expresiones que recuerdan el famoso “es mejor ser rico que pobre” de uno de los mejores boxeadores de la historia. Solo que nadie se burla de estos hombres insignes, y del cura holandés sí que menos. El filo de estos escritores y de sus obras radica en su crítica de la guerra. En esa postura, se les nota la agudeza, la inteligencia, la capacidad retórica. Isócrates descubrió que el imperio y la tiranía son almácigos de la guerra. “La guerra atrae a quienes no la han vivido”, es el adagio italiano bajo el que se ampara Erasmo para su alegato. Pinzón invita a sacudirse las disociadoras herencias hispánicas en América. Son mejores como guacamayas que como colibrís. Luis Carlos López, el poeta de Cartagena de Indias, escribió un poema en el cual describe un colibrí trinando vivas a la paz encima de una culebra mapaná mientras un guacamayo lo alertaba, o se burlaba, no sé, cuá cuá. López dice que el guacamayo era bisojo y medio cínico, tal vez retratándose a sí mismo, tuerto y sarcástico. En su Fabulita -que así se titula- el único personaje interesante es el pajarraco. De un colibrí y una serpiente siempre sabemos qué esperar. Quiero ver en el poema una moraleja, como en toda fábula que se respete. Se necesitan guacamayas aunque sean miopes.

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Así como la paz solo la pueden hacer los guerreros, se requieren los conocedores de la guerra para poder hablar de la paz. El adagio que sedujo a Erasmo en su periplo por la bota itálica queda bien de revés, también: vivir la guerra debiera ser un buen antídoto. Claro que la guerra se vuelve una costumbre, lo advirtió. No hay mejor instrucción para la paz, que conozca, que la que escribió Sun Zi. El autor del Bingfa -el arte de la guerra- y sus comentadores dejan a un lado las invocaciones y van directo a las soluciones. Su tratado bien puede llamarse el arte de la paz. La idea principal del viejo texto chino es que la guerra es el mal mayor, recurso postrero, y su prédica es la búsqueda de una estrategia para evitarla. Realmente el Bingfa es el arte de lograr o mantener la paz. No hay reflexión más bella sobre la paz, que conozca, que la que escribió Ernst Jünger a mediados del siglo pasado. Él -que combatió en el frente francés durante la Gran Guerra y dejó sus impresiones en el magnífico Tempestades de acerodice que la paz no puede darse por cansancio ni por miedo; que necesita coraje, más coraje que la guerra. Y que tiene que ser una “expresión de trabajo espiritual”. Y que tiene que ser ganada por todos. Esa es la gran paradoja. La guerra puede ser obra de pocos, normalmente es obra de pocos, pero afecta a muchos, incluso en latitudes muy alejadas de los escenarios bélicos. La paz tiene que ser obra de muchos, pero sus frutos, siendo para todos, solo pueden ser realizados individualmente porque la paz tiene un formato personalizado, por definición. Para unos es justicia, para otros tranquilidad, prosperidad, armonía, orden, amor, piedad. Iván Illich, sacerdote devenido educador, europeo devenido mexicano, dice que “la paz de cada pueblo es tan distinta y peculiar como su poesía”. Volvemos al principio. La paz desconcierta. La guerra es nítida, inequívoca, y daña. La crítica de la guerra es más cierta que las elegías a la paz.

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D ÍAS TRANQ U I L OS Est eb an Duperly

A Juan Diego Mejía y a Silvio Jaramillo, como a todos los hombres, les ha tocado vivir tiempos difíciles. Pero también tiempos mejores. Medellín, durante unos pocos años engarzados entre las décadas sesenta y setenta, experimentó una pequeña tregua entre catástrofes de violencia; una suerte de ojo de tormenta donde la ciudad se explayó a sus anchas como vividero tranquilo. Tan tranquilo que hoy no podríamos reconocerlo. I A finales de 1965 Juan Diego Mejía habitaba ese lugar. Tenía 13 años y cursaba lo que entonces se llamaba primero de bachillerato. Vivía en Prado y podía aventurarse hasta otros barrios en pequeñas conquistas de independencia personal. Algunas veces se quedaba, hasta que oscurecía, en el parque de Bolívar, como un muchacho meditabundo, a la espera de que prendieran las luces de la fuente y los chorros de agua se iluminaran con luces de colores. “Me sentaba ahí y me daban las nueve o la diez de la noche. Y me iba tranquilo”. En la tardes, después de la doble jornada de ocho horas de estudio, iba a la heladería Mauna-loa en Maracaibo, entre las populosas Junín y Sucre. “Tremendo porque había un espejo grande para brujiar peladas y uno podía pasarse toda una tarde con una Coca-Cola”. O con unas galleticas de mantequilla. También solía sentarse con amigos en la Avenida La Playa, frente al edificio Gualanday, en una banca de granito de esas que la Sociedad de Mejoras Públicas le regaló alguna vez a la ciudad, y que él hizo suya. Medellín, en esos años, era un lugar magnífico.

La violencia y toda su devastación habían quedado atrás. Las historias de bandoleros sonaban a leyendas, como si se tratara de espantos o brujas, traídos por gente que había abandonado el campo y migrado hacia Medellín. Juan Diego se sentaba a oírlos. “En esa época se hablada de la chusma, que era un rezago de la violencia liberal y conservadora. Mi abuelo tenía fincas, entonces había muchas historias de cómo había sido la vida en las fincas. En particular me acuerdo que siempre se hablaba de una cuadrilla de bandidos, de chusmeros, que eran supremamente sanguinarios y estaban comandados por una mujer. Y esa mujer había sido una víctima de ellos. Cuando atacaron a su familia, y mataron a todo el mundo, ella quedó viva y los chusmeros le dijeron que tenía que tomar sangre de los muertos. Entonces se volvió chusmera”. Esas eran las pocas historias que llegaban a alterar el entorno manso donde habitaba. Aunque existía, la televisión era un electrodoméstico de lujo. Por eso, para enterarse del mundo exterior, ese lugar que siempre se está convulsionando en algún lado, acostumbraba sintonizar la radio: “Yo estuve muy pendiente de la guerra del 67 en el Sinaí en un radio de onda corta que mi papá me regaló. No entendía lo que estaba pasando, pero hacía fuerza para que Moshe Dayan ganara y eso se acabara rápido. Yo sufría sinceramente por lo que estaba pasando allá”. Así era la vida de Juan Diego: una guerra en el desierto a ondas radiales de distancia, o el fantasma de una tía abuela que se presentó en forma de voz en la mañana cuando murió, fueron los únicos contactos que tuvo con las balas y la muerte en mucho tiempo. II Silvio Jaramillo trabajaba para entonces en el Colegio Nacional de Santo Domingo, un pueblo célebre porque allá nació el escritor Tomás Carrasquilla. Silvio también oía radio en las noches, tumbado sobre la cama de un cuarto espartano: una cama, una mesa, un escaparate. “Menos que un camarote de barco”. Así era el dormitorio de director de internos, contiguo

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al alojamiento de los muchachos del internado. A través de un transistor, que ocupaba media pieza, se enteró de la muerte de Camilo Torres, el 15 de febrero de 1966. “Yo recuerdo el detalle de su muerte, llevaba muy poquito tiempo en la guerrilla, como seis meses apenas. Pero Santo Domingo en esa época era un municipio completamente en paz. No quedaban ni siquiera ecos de violencia partidista”. Tanto que el teniente de la policía era el profesor de educación física. Licenciado en Sociales y Filosofía de la Facultad de Educación de la Universidad de Antioquia, Silvio dictaba 10 clases semanales y viajaba cada 15 días a Medellín por la vía de Cisneros. Los fines de semana, que permanecía en el pueblo, salía a la calle con el profesor de química. Juntos pasaban la tarde poniendo música clásica en un piano de monedas de una cantina vecina, donde el cantinero tenía cierta cultura y una colección de discos muy poco usual. Y tomaban cerveza, aunque nunca aprendieron a jugar billar. También llevaba a los muchachos a caminatas, a paseos de quebrada, o jugaban pingpong. “Esos años los recuerdo con mucho cariño”. Sus días de paz en Santo Domingo se vinieron abajo por un acontecimiento extraño: desde la ventana de su casa, que miraba hacia el parque principal, vio a un hombre y a una mujer en pleno romance “tocándose” en una banca. No quería que su esposa presenciara el espectáculo. “Le dije a Dolly: este pueblo con estas cosas tan feas no me gusta. Yo voy a pedir traslado”. Así que se obligó a marcharse, porque la gente tiene derecho a irse de los pueblos por gusto y no por obligación. Escribió al Ministerio de Educación y en quince días estaba en Medellín. La orden le llegó en un telegrama: “Solicitamos trasladarse al Marco Fidel, con la brevedad posible”. III La paz de Juan Diego terminaba cuando su papá llegaba tomado a casa. En el Medellín de la década del sesenta, su padre era dueño de un almacén de venta de mercancías en Guayaquil. Al final de la jornada, cuando el sol se ocultaba detrás

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de las montañas del occidente, y el viento que bajaba frío desde la cuchilla de Santa Elena comenzaba a refrescar la noche, en las calles de Guayaquil se daba inicio a rondas de aguardiente compartidas con los dueños de otros locales. Una copa va, otra viene, ofrecida de andén a andén, en actos de amistad entre comerciantes y vecinos. Muchos tenderos se marchaban después de cuatro o cinco tragos, cerraban la reja y ponían candado, pero el papá de Juan Diego permanecía allí, con la excusa de continuar en el trabajo. Entonces llegaba tarde “y se acababa la paz para mí. Yo no sabía si iba a llegar bravo. A veces me despertaba para decirme que me quería mucho”. Ese almacén era el centro en torno al cual orbitaba toda la dinámica de la familia Mejía. Una especie de tótem sagrado. Allá iba a trabajar Juan Diego los fines de semana y durante las vacaciones. Pese a ser un niño tímido, su labor era pararse en la puerta como voceador y conseguir clientela. En esos tiempos se podía arrastrar a la gente de la mano, entrarla hasta el mostrador, y nadie se enojaba. En Guayaquil, donde merodeaba el hampa, “hasta los ladrones eran buenos”, cuenta Juan Diego. En cierta ocasión, él cayó en una redada de la policía, que perseguía a unos malosos de puñal. Andaba haciendo mandados cuando lo cerró un retén de uniformados, en Carabobo con Maturín, y no pudo explicar que era estudiante. Sin más, lo montaron a la “bola” y lo llevaron detenido. “Comenzaron a llenar la patrulla de bandidos y todos hablaban entre ellos como colegas. Yo estaba sentado en toda la esquina, muerto del susto”. Lo rescató su padre, que salió tras el carro de la policía cuando el mensajero del almacén llegó corriendo a la puerta para avisarle que habían capturado al niño. Lo sacó de los calabozos del Palacio Municipal, hoy convertido en el Museo de Antioquia. “Ahí donde es la oficina de Ana Piedad (Jaramillo, la directora actual), yo estuve detenido”. La vida era fácil. “Yo trato de encontrar hechos que me hubieran conmocionado y solamente encuentro el fantasma de mi tía abuela y una batida en la calle”.

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IV Medellín no tenía un millón de habitantes. Aún era una ciudad sin hacinamiento, cuyas laderas estaban pobladas por parches de bosque que alentaban paseos con familiares y amigos. Silvio, cuando muchacho, alguna vez atravesó a pie toda la ciudad con un niño de la mano. “Me fui con el chiquito de la familia, que tenía 2 o 3 añitos, hasta Aranjuez, a donde un amigo, mientras nacía otro allá en la casa. Yo me lo llevé para que no le tocara el espectáculo… Entre La América y Belén eran todo mangas, el ‘Sacatín’ (donde fabricaban el ron y el aguardiente) era allá en la esquina de lo que ahora es la 80 con San Juan”. En otra ocasión, caminó desde la América, en el barrio Cristóbal, hasta El Bosque (Jardín Botánico) en compañía de sus tres hermanos. Era domingo, salieron de casa en la mañana y volvieron a aparecer a las 7 de la noche, hechos unas pascuas. En el quicio de una acera cercana a la plazuela de San Ignacio habían elegido partido político: rojos los unos, pero él, sólo para llevarles la contraria, decidió ser azul. Varios años después, el 19 abril de 1970, Silvio fungió como juez de mesa y votó conservador. Había llegado hacía poco a Medellín para dictar clases en el Liceo Marco Fidel Suárez, un colegio nacional, así que como empleado del Estado debía presidir un puesto de votación. Cuando llegó la hora de cerrar la urna depositó una papeleta con su voto, contó los demás, firmó un acta, y con el dedo índice entintado se marchó a su casa a seguir por radio y televisión los eternos conteos. En algún momento indeterminado del final de la tarde, casi en la noche, a una hora que no logra precisar, cerraron la transmisión. “Hasta una hora iba ganando Rojas Pinilla y al otro día amaneció ganando Pastrana”. La noticia, que llevaba oculto uno de los detonantes que en pocos años ayudaría a demoler su mundo fácil, no lo molestó. No tenía por qué. Sus días eran una sumatoria de hechos tranquilos que muy poco se trastocaban: todos los días se despertaba para estar listo a las siete de la mañana y bajar a pie desde el barrio Las Palmas hasta San Antonio, y desde allí tomar un bus de Laureles, directo hasta el Marco Fidel. Y en la tarde

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hacerlo todo a la inversa. La vida no podía ser más hogareña: de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Y al llegar escuchar bambucos, o pasillos, o boleros; esas acuarelitas de perfección que abundaban en la música colombiana, donde todo era idílico y bucólico. “¿Qué hacía en mi casa? leer, estar en compañía de mi señora, conversar, hacer las vueltas de la familia, recibir las visitas que llegaban, hacer las visitas que se nos ocurrían”. Pero lo apacible de sus rutinas habría de fracturarse cuando comenzaron los combates del liceo; pedreas que más tarde le granjearon el apodo legendario de colegio Marcopiedra. Cuando se desataban, Silvio buscaba de inmediato la puerta falsa y se escabullía por el garaje persiguiendo la paz perdida. Desde la calle llamaba a su esposa por teléfono y le decía: “Imaginate que esto se desorganizó, están tirando piedra y funcionando. Y ella me decía: Ah, bueno. Venite”. Entonces se iba para su casa y se sentaba junto a su mujer para pasar juntos la tarde. Mientras estudiantes y policías se descalabraban a rocazos y pedazos de teja, ella tejía croché o malla. Él, al pie, le leía en voz alta. Yo les decía: “Muchachos, si con tirar piedra se arreglaran las cosas yo sería el primero en salir a tirar piedra. Pero eso no arregla nada, sólo le estamos causando violencia a la gente”. En algún momento Silvio llegó a lamentarse. “¿Por qué cometí la bobada de venirme para el Marco Fidel? Cambiar un grupo de 12 o 14 muchachos bien pacíficos, por 45 peliadores, que la clase se reducía a una pelea”. A las piedras de los estudiantes se sumaron paros de profesores y, más tarde, quemas de carros. Silvio siente que en esa época Medellín comenzó a caldearse, pero no logra precisar cómo ni exactamente cuándo. Lo expresa como un asunto gaseoso, intangible, que seca el manantial de sus anécdotas. Las historias, de visitas a pie donde los familiares, de llegar en lo oscuro de la noche y confiado a la casa, de los paseos en las mangas, se van acabando. Para darle paso a otras de intranquilidad, coronadas por la más triste: el asesinato de Silvestre, el rector del Marco Fidel, ocurrida en las oficinas del propio edificio del colegio, a finales de la década del setenta.

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V Cuando Juan Diego abandonó la niñez conoció a los hippies, que se pasaban perdiendo el tiempo en el parque de Bolívar. Le llamaban la atención sus camisas de colorinches, aunque él nunca las usó. “Me gustaba la gente que andaba de camisas como hindú; me gustaba esa moda. Me gustaba la gente a la que le salía barba, los que hablaban argentino. Casi todos eran peruanos o ecuatorianos, pero yo decía que hablaban argentino. Me seducía mucho ese mundo”. Comenzó a interesarse por nuevas aficiones: la revista Nueva Frontera, los discos de 45 revoluciones, la música de Los Yetis, de los Herman’s Hermits, de Los Brincos de España. Como vivía en el centro y caminaba de aquí para allá, pasaba a menudo frente a La Cueva de Carolo, Fuente Azul y El Colmado. “Había un sitio que se llamaba El Pocoloco pero nunca entré. Allá la gente metía pepas. Yo hubiera querido entrar, pero me daba miedo”. En esos años descubrió también la teología de la liberación de Paulo Freire. El impacto fue tal que junto a algunos amigos fundó un periódico en el colegio distinto al oficial: un periódico disidente. Su padre le ayudó a financiar el tiraje con un anunció del almacén, y a conseguir otros con tenderos vecinos. Él mismo era el director, editor y tiralíneas. “Fue muy divertido porque los artículos necesitaban fotografías y no teníamos, entonces cambiamos la lógica. Hablamos con El Colombiano y nos dijeron ‘pues nosotros les regalamos todos los cliché que hay aquí, hay una caneca y eso lo fundimos. Si quieren vayan antes de que los fundamos y vean a ver qué les sirve’. Entonces empezamos a buscar los cliché que nos gustaban y apenas los seleccionábamos le decíamos a un amigo: ‘Escribite un artículo sobre Vietnam, escribite un artículo sobre Camilo Torres’”. Pero el periodiquito de estudiante, financiado por el comercio de Guayaquil, no duró mucho: Juan Diego escribió un artículo contra un profesor tirano que amenaza a los alumnos, lo tituló La clase X, y como respuesta los hermanos lasallistas del San José lo expulsaron. Al final, sin embargo, la sanción no se cumplió y lo reintegraron al curso. “Yo hubiera querido

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que me amenazaran. Pero eso era un juego. Ese era el nivel de peligrosidad de la época”. Sin embargo, algo en su interior se había revelado: escribir un artículo revolucionario le resultaba muy divertido. “Me parecía más fresco ser marxista que ser conservador. Me parecía más excitante; más reto”. VI La llegada de Juan Diego a la Universidad Nacional y su ingreso al movimiento estudiantil fue casi simultánea. Encontró el ambiente vital que andaba buscando, formó un grupo de estudio sobre El Capital, de Karl Marx, y luego dio el salto a las asambleas. De las asambleas pasó a las manifestaciones en la calle, y más tarde a la militancia dura. “Yo a la revolución y a todas las actividades revolucionarias me acerqué más por una atracción visual que racional; me gustaba el color rojo de las banderas, me gustaba la vestimenta de los muchachos marxistas. Me gustaban las cosas desde el punto de vista de la estética”. Pero perseguir esas pulsiones lo enfrentaban al drama de su propia naturaleza. “Tenía que hacer mucho esfuerzo para entrar en el ámbito de la violencia. Me sentía muy tranquilo y muy confiado cuando estaba en una asamblea dando discursos. Pero cuando la asamblea tomaba la decisión de salir a la calle, parar el tráfico y quemar carros, las cosas eran distintas. Había que pararse en grupos de tres o cuatro, y cuando el carro paraba otro le abría la tapa de la gasolina, le metía un trapo, y lo encendía. Y había que bajar al tipo. Yo me sentía muy mal. Ese ejercicio militar de quemar un carro me costaba, me costaba demasiado. No era capaz. Yo no era capaz”. Pese a sus miedos, la militancia terminó por engancharlo. Dejó la ciudad y se fue a vivir a la zona bananera, cerca de Aracataca, como “obrero de la revolución”. Luego de 5 años volvió a Medellín y aquí su experiencia se une a la de Silvio: encontró un lugar que distaba mucho del que había dejado. “Después del 75 la cosa se puso muy tesa porque se aplicó el estatuto de seguridad… no sé qué paso entre el 76 y el 81 porque no estuve. Pero en el 81 Medellín ya era otra cosa; eran las venganzas de un mafioso contra otro, ya no era un territorio

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de paz”. Y como en Silvio, las historias livianas de Juan Diego también terminan allí. Aunque mirado de otro modo apenas comienzan, porque a partir de esa desilusión se convirtió en escritor de literatura, para darle escape a pulsiones que ni la lucha misma había logrado amansar. A Juan Diego Mejía y a Silvio Jaramillo, como a todos los medellinenses, les tocó vivir tiempos violentos. Pero también un tránsito alegre entre circunstancias históricas que dejó tras de sí una estela de días fáciles y ligeros. Una suerte de interludio entre catástrofes. Sin embargo, cuando ambos escarban en el pasado puede trazarse una línea de optimismo descendente donde las imágenes se deterioran conforme avanzan los años. Ambos son testigos, y sus anécdotas hablan por ellos, de la manera como Medellín abandona la edad feliz y se prepara para vivir momentos cargados con mucha tensión. Es probable que el tamiz de la memoria, que separa la paja del trigo y sólo deja lo bueno pero quita lo malo, les esté jugando una mala pasada; después de todo, la vida que se recuerda no es la misma que se ha vivido. Pero una cosa es cierta: en algún momento el discurso de ambos cambia y sus historias se vuelven tragedias, que es lo que desde hace algunos años nos gusta contar más. Aunque hayamos conocido tiempos mejores.

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CONCI L IACI Ó N SIN D RAMA A n a L u c í a Cár d e n as

Llevábamos diez años sin hablar, pero sabía que Diana iba a contestarme porque la única certeza que me quedaba, después de tanto tiempo, era que si tenía algún problema legal ella me iba a ayudar. Le escribí a una amiga común para pedirle el teléfono. La llamé pero se fue a buzón de voz, esa vez y unas tres o cuatro veces más en el transcurso del día. Pasó el domingo y llegó el lunes, día de fiesta. Me dolía el estómago cada vez que me imaginaba que esta historia no iba a ser posible. Así que cuando el teléfono timbró y vi su nombre en la pantalla, el corazón me dio un vuelco, me paré de un brinco de la mesa donde almorzaba y contesté tratando de disimular el sobresalto. Su voz era la misma, transparente, con el color de una campana grande. Me preguntó quién era. Le dije mi nombre, y ella lo pronunció de vuelta incluyendo mi apellido y un signo de interrogación al final: ¿Ana Lucía Cárdenas? De inmediato me preguntó si me había pasado algo. Le dije que no, pero que quería verla. Diana y yo nos conocimos en un momento de la vida en el que se pueden inventar excusas para verse todos los días. Con un poco más de veinte años de edad, nuestro pretexto fue inscribirnos en un gimnasio donde íbamos un día sí y el otro también a conversar y hacer ejercicio -en ese orden-, aprovechando esa fauna de la Liga de Natación de Antioquia que siempre nos dio de qué hablar. Así nos hicimos amigas íntimas rápidamente y descubrimos que éramos un mundo de cosas que se complementaban. Ella era una abogada joven y brillante de la Universidad de Antioquia, yo una publicista egresada de la Universidad Pontificia Bolivariana, que atendía en un bar mientras encontraba un lugar en el mundo. Conocernos fue la


posibilidad de asomarnos al medio mundo que nos hacía falta cuando apenas empezábamos a vivir. Diana fue mi primer encuentro real con una “otredad” que se dejaba querer por mí. Y nos quisimos de verdad. Recuerdo, por ejemplo, que era una de las pocas personas que me llamaba cuando viví en Alemania, en tiempos en que los chats no existían y uno se enteraba muy tarde de las cosas que pasaban lejos. Sonaba el teléfono a las cuatro de la mañana y yo sabía que era ella. Hablábamos un par de horas y yo lo agradecía como si fuera el teletransportador que me llevaba a casa, con el que soñábamos todos los inmigrantes de esa época. Unos meses después de haber regresado a Colombia, en el 2004, fue ella quien salió del país para hacer un doctorado. Era tan vanidosa, que casi todos los días me preguntaba si el noviecito con el que se iba a casar, y con quien haría su vida afuera, me parecía lindo, a lo cual siempre contesté con un “no” demasiado honesto. El día de su matrimonio fue la última vez que hablamos. La celebración fue una cena en un restaurante italiano, pequeño, reservado solo para los invitados. Estaba sentada en una mesa con los mejores amigos de Diana: un montón de solteros y un señor y su amante oficial con quienes me dediqué a hablar de las vicisitudes del matrimonio. Al final de la fiesta, los novios se nos unieron. El vestido de ella y el de él correspondían a una ceremonia civil, sin demasiadas pretensiones pero con el cuidado que la ocasión requería. Ambos se veían muy bien. Era claro que Diana había escogido cuidadosamente el traje de su esposo porque quería sacarle el mejor provecho a su belleza, de la que también se enamoró, yo lo sabía muy bien. Entonces decidí que mi presente de bodas para ella sería echarle un piropo a su novio, así que admiré lo guapo que se veía. No volvimos a ser amigas. Llegué temprano a la cita que nos pusimos y, mientras esperaba a Diana, me pregunté qué grado de soberbia necesita uno para creer que después de diez años de ausencia no se ha vuelto insignificante para el otro, si la vida parece consistir en ir perdiendo todo y descubrir que eso también es libertad. Diana

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llegó preparada con el nombre de un abogado para cada uno de los problemas que pudiera tener. Es increíble la capacidad que tienen los abogados para imaginar tragedias legales. Uno cree que lo peor que le puede pasar, a esta edad, es un divorcio donde hay que repartir cuatro pesos y la custodia de unos hijos, porque ya no estamos para demandas laborales que no proceden en esta vida de mujeres exitosas que decidimos llevar. Pero ellos saben que, un día de mala suerte, uno puede estar involucrado en una acusación por robo bancario, tráfico de drogas, nexos con delincuentes y toda una gama de crímenes que esta sociedad necesita expiar, en busca no de justicia, sino de venganza. Y ella, una abolicionista que no cree en el castigo para solucionar nada en la vida, no se puede permitir que alguien a quien quiere -o quiso- esté en la cárcel. Nos reímos del chiste y luego Diana me dijo que lo que había pasado entre nosotras era una tontería, de la que le parecía mejor no hablar. Entonces hablamos de otras cosas, chapoteando un millón de historias. Veo en ella las mismas líneas de expresión que me devuelve el espejo todas las mañanas. Estamos viejas, pienso. Se lo digo y nos ponemos de acuerdo en que de todas formas es mejor que tener veintiuno, que la vida sigue siendo la misma vaina sin solución, pero ya no duele tanto, como si uno fuera agarrando el sartén por el mango y hubiera encontrado una manera de dejar de arderse todo el tiempo para enredar el pellejo solo cuando vale la pena. Teníamos diez años más, pero ahí estábamos como si nada. Esa fue la manera como Diana casi se me tira en esta historia. Todavía no le había dicho que era mi conejillo de indias, pero si ella me había metido en el problema de una conciliación sin drama, debería sacarme de él, era lo mínimo que podía hacer. Si ella había dedicado su vida a sacar gente de la cárcel por pura convicción, tenía que saber algo de paz. Así fue como llegué donde la otra Diana, la Restrepo, amiga de la primera. Una abogada penalista, abolicionista, mediadora de oficio. Llegó a mi casa una noche de domingo después de una jornada en la cárcel de San Cristóbal; delgadita, muy blanca, de ojos claros y pelo crespo, rubio y corto, me recordó a Vera Grabe y pensé que era una buena coincidencia. Diana

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Restrepo hace parte de un grupo de personas que trabaja en el Centro de Mediación, un proyecto creado en enero de 2013 por el Programa de prácticas de la Facultad de Derecho de la Universidad de Antioquia. Hablamos tres horas de paz y de lo que significa la justicia transicional en un país como el nuestro, en un momento como este; de la creencia nada nueva de que el conflicto es y será por siempre, que nuestra naturaleza dicta y busca los caminos hacia el equilibrio y que esos caminos normalmente se encuentran lejos de la pacificación y más cerca de la posibilidad de responder conjuntamente a la pregunta de qué necesitamos para estar bien, porque en la búsqueda colectiva de esa respuesta está la posibilidad de administrar la tragedia y el dolor humanos. Finalmente me recomendó conversar con la familia Lotero Guiral, que había optado por transitar este camino, con el acompañamiento de la gente del Centro. No sé con quién de ellos hablé primero, porque Alicia y su esposo Lisandro siempre se pasan el teléfono el uno al otro. “Cuadre con él” y “pregúntele a ella” fueron las frases que más escuché en esas primeras llamadas. Me pusieron una cita después de hablar con su hijo Camilo para ver en qué horario estaba disponible. El resto fue sentarse a conversar. Lisandro es un taxista de sesenta y nueve años que se vino de Guarne hace mucho tiempo con su esposa Alicia, con quien se casó, cuando ella tenía dieciséis años, porque era la mujer más bonita que jamás había conocido, de la que aún está enamorado y a la que nunca dejó trabajar como enfermera porque, con ese pelo y esa cintura de avispa, cualquier médico se la podía quitar. Algo en él, después de todo esto, o tal vez desde siempre, sabe que Alicia no tuvo juventud, quizás por eso al final acabó tan enojada. A este Lisandro le duele que Alicia quiera más a su hijo que a él. Uno lo mira así y se da cuenta de que por momentos no recuerda que él mismo fue el hijo preferido de su madre, sus ojos verdes se abren de par en par cuando se percata de que la historia se repite como si fuera cosa del destino. En ese momento, Alicia despega los ojos de su nieto que juega fútbol frente a nosotros y me mira cómplice. Es una mujer

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que a sus sesenta años tiene un pelo negro azabache, liso y largo, recogido en una cola. Criada en otros tiempos solo fue capaz de enfrentarse a su marido cuando Camilo estuvo a punto de ir a la cárcel. Camilo y Alicia se adoran, él tiene veintinueve años y, siendo el menor de tres hijos y el único varón, se convirtió en el favorito de su mamá. A pesar de que le va bien trabajando como cocinero en un restaurante en El Poblado, aún vive con sus padres. Cada vez que habla de la manera en que su papá trata a Alicia, diciéndole siempre qué tiene que hacer, descalificándola, haciéndole sentir que su único lugar posible es el que él le dio a su lado; se agita en la silla. Para él es difícil entender esa relación en que su mamá es tan sumisa. Siente que la tiene que defender de las maneras arcaicas de ese hombre recio que apenas comenzó la primaria, chapado a la antigua, exigente y machista. En diciembre de 2012, la relación entre padre e hijo explotó. Ese día, como tantos otros, Camilo se metió en una discusión entre Lisandro y Alicia, que en ese momento peleaban porque Lisandro había dejado el baño sucio. Esta vez el papá no aguantó más lo que para él era la competencia desmedida de su hijo. Padre e hijo se fueron a los gritos y luego a las manos. Alicia no los pudo separar. Los tres cuentan versiones diferentes de cómo la cara del papá sangró tanto. Ninguno lo quiere saber de verdad. También son diferentes las versiones de cómo Camilo terminó detenido por la policía. Camilo está seguro de que fue su papá quien llamó, Lisandro sostiene que no fue él, pues a esas alturas estaba en urgencias, acompañado por un vecino. Ambos pasaron una de sus peores noches, ambos se sintieron absolutamente solos en el mundo, ambos supieron que, en ese punto, un límite se había traspasado. Contrario a lo que muestran en las películas, los demás detenidos, delincuentes de callo, recibieron bien a Camilo. Todos querían cambiarse con él de lugar y no entendían cómo estaba allá por algo que para ellos no significaba nada. Sin embargo, a él eso no le quitó la angustia, porque nadie le decía nada, nadie le explicaba su situación o le daba una respuesta sobre lo que le esperaba. Salió al día siguiente, después de una audiencia en la

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que lo único que entendió fue que, por el momento, no había una denuncia formal contra él. Lisandro y Alicia se separaron varios meses después de la pelea, lo que para Camilo significó el paraíso. Pero el matrimonio tuvo que volver porque ninguno de los dos quería vender la casa. Ambos tenían derecho de vivir en ella. Alicia recibió a Lisandro pero le puso condiciones. Y aunque todavía lo cuida y le sirve la comida, ya no es la misma niña de dieciséis que se casó con él. A los pocos días, llegó una citación para Camilo. Debía presentarse en la fiscalía para responder por cargos de agresión personal. Alicia, al ver que Camilo podía irse para la cárcel, y convencida de que Lisandro había puesto la denuncia, pensó que la única manera de salvar a su hijo, sin mentir, era denunciar a su esposo por maltrato. Así las cosas, había dos procesos penales que la fiscalía tenía que procesar. El sistema penal, en su visión punitiva, dice que los conflictos se resuelven a través de un tercero que, teniendo toda la información posible, determina quién “tiene la razón” e impone un castigo a quien no la tiene, con lo que pretende hacer justicia y reparar los daños. Pero existe otra opción. La mediación es un proceso legal que, si bien no está totalmente reglamentado, da la posibilidad de que las partes puedan llegar a un acuerdo, que luego se lleva ante un fiscal para que cierre el proceso penal. La mediación, como la entienden en el Centro, está basada en la justicia consensual, dentro de un modelo de justicia restaurativa. Este tipo de justicia no se inventó ni aquí ni ahora, pero es de esas cosas que enamoran de la filosofía del Derecho. Básicamente propone que la justicia debe mirar hacia el futuro a partir del presente que se ha visto afectado por cosas que sucedieron en un pasado que ya no importa, porque lo significativo es lograr la convivencia pacífica de todos, de modo que no busca juzgar lo que pasó y castigar un culpable, sino restituir las relaciones a partir de la reparación de los daños ocasionados a todas las partes en conflicto.

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Para este momento, Camilo entraba, otra vez, en esa oscuridad total que es el proceso penal en Colombia, donde la persona que tenía su vida en las manos hablaba un idioma desconocido, con un abogado de oficio que no servía de traductor, que había renunciado un par de veces, y una fiscal de la que no sabía qué pensar, sin embargo, no le costó mucho escoger entre el “demonio” que lo acusaba y el “ángel” que le recomendó hablar con la gente del Centro. Porque fue la misma fiscal quien envió el caso a Diana Restrepo y a Laura Ossa, una compañera de ella, que durante tres meses se reunieron con Alicia, Lisandro y Camilo. El proceso es más dispendioso que difícil, la tarea de las mediadoras es propiciar espacios donde las partes puedan hablar, se trata de que Alicia, Lisandro y Camilo puedan negociar lo que cada uno necesita para “estar bien”. Al principio se definen unas reglas básicas entre todos. La primera -sugerida por las mediadoras- es no hablar del pasado, después el grupo decide que tampoco se puede interrumpir al otro cuando habla, y lo más importante: cuando uno de ellos siente que, en medio de la conversación, llega a su límite, hace algo que los demás entienden como un “ya no puedo más”, Camilo y Alicia salen de la casa, Lisandro se levanta y se encierra en su pieza. Aunque todavía falta que la fiscal acepte los resultados de este proceso y cierre el caso, Alicia y Camilo piensan que el éxito de la mediación se puede ver en que Lisandro ha cambiado mucho. Lisandro asegura que él no ha cambiado nada, que la mediación hizo que Alicia y Camilo lo entendieran mejor. Aunque todavía le duele que su esposa lo haya denunciado, se le ilumina el rostro cuando me cuenta que hace poco su hijo le regaló por su cumpleaños un DVD de su cantante favorita, la reina del despecho. Salgo para mi casa después de despedirme de la familia de Lisandro y Alicia y decido llamar a Diana porque siento que la palabra fue la que los salvó a ellos del absurdo de compartir una celda en la cárcel. Que la mediación no fue otra cosa que horas y horas de conversación que se estaban debiendo. Que

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es la posibilidad, no de que las cosas que nos duelen desaparezcan, sino de llorarlas y a veces hasta de reírse de ellas, solo así se puede explicar que los tres sean capaces de sentarse conmigo, refunfuñar, estremecerse, y volver a llegar a la conclusión de que el problema de cada uno es el de cada cual, que hay que irse de la casa de los padres, que hay que dejar ir a los hijos y estar ahí para los nietos, que las madres son así. Nosotras también tenemos que hablar. Nos volvemos a juntar en el café que por vías separadas es el preferido de ambas. Recordamos el par de correos que nos cruzamos en 2004 y que fue la única conversación que tuvimos al respecto. Como le pasa a Camilo y Lisandro, nuestros recuerdos son completamente diferentes y sin embargo ninguna miente, nuestra psiquis, como la de ellos, nos protege y nos hace recordar las cosas de la manera que las recordamos. Ella me reclama mi severidad, porque cuando intentó acercarse a mí yo me porté como una tapia. De pronto, cae en la cuenta de que tuvo que haber sostenido durante algún tiempo su versión de las cosas, porque es la única manera de explicar que a mí me hubieran dicho que su esposo había aceptado que yo le coqueteaba. Y yo, como si tuviera derecho, lo hallé culpable, a él que en realidad siempre le dijo que era una empeliculada, lo mismo que yo le dije cada vez que le hablaba en mi mente durante estos años. Le cuento que voy a escribir esta historia, le digo con sorna que la usé, ella solo se ríe y me doy cuenta de lo mucho que he extrañado estar junto a alguien tan generoso como para hacerme sentir que es menos difícil ser lo que soy. Le digo que me hubiera gustado que hacer las paces con ella hubiera sido más difícil, ella se ríe y me dice: “no podía, yo te estaba esperando”.

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El p e r dó n c o m o condición de comunidad

d e m o c r át i c a Pat r i c i o R i vas H e r r e r a

Patricio Rivas Herrera (Chile). Sociólogo de la Universidad Nacional Autónoma de México. Doctor en Filosofía de la Historia por el Instituto Latinoamericano de la Academia de Ciencias de Rusia. Se ha desempeñado como profesor universitario, coordinador general de la División de Cultura del Ministerio de Educación de Chile, coordinador de cultura del Convenio Andrés Bello, decano del Instituto de Altos estudios Nacionales del Ecuador, y asesor académico del juez Baltazar Garzón en los temas de reforma judicial en Ecuador. Premio Nacional de Ensayo 2003 por el libro Chile, un largo septiembre. Carlos Suárez Quiceno. Sociólogo y licenciado en español y literatura. Se ha dedicado a la docencia y la investigación en ambos campos. Desde el año 2007, es profesor en el programa de Comunicación Social de la Fundación Universitaria Luis Amigó. Manuela Lopera. Periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana. Trabajó en Revista Nueva de Periódicos Asociados y en la revista Cromos en Bogotá. Ha publicado en El Espectador y en la Revista Bocas de El Tiempo, Luxury Star y Dinero & Estilo de Proyectos Semana. Asiste al taller de escritura creativa Tales de la Universidad Eafit. En la actualidad trabaja para la revista Cromos, en Medellín.

Turbaciones y la noción de perdón Los países y las sociedades que no generan las condiciones de diálogo entre los diversos modelos de nación, y con recurrencia rompen con los marcos institucionales formales y la cultura política cotidiana, parecen estar condenados al lento o inusitado declive estructural de sus proyectos colectivos. Cuando los órdenes sociales se basan en la persistencia de la amenaza de muerte, la política se debilita a extremo y su sentido regulatorio y soberano es el miedo colectivo. Este último puede mantener una apariencia de orden, pero esa estabilidad oculta amplias agonías colectivas. El pavor puede deslumbrar pero jamás iluminar las vidas compartidas. El odio agrupa locuras que buscan, como formas de alimento, a un adversario la mayoría de las veces ficticio. Cada acción de miedo hace parir jaurías que comen de su presa social sin límite de tiempo, ámbito y recurso para hacer del dolor concreto infringido un multiplicador del dolor abstracto, queriendo que cada cual tema sin límite, sin saber a qué le teme. Esa es la victoria del odio mismo. En estos tiempos donde las instituciones de la razón reconocen sus cansancios, sabemos que las acciones humanas no siempre se fundamentan en el juicio racional o en la ética kantiana y su filosofía práctica. El límite entre lo que se puede perdonar y lo imperdonable se desplaza y resulta escurridizo. Pero también el recurso de las actuales opiniones públicas con sus asimetrías e interferencias, intuiciones e inducciones, lo cual hace difícil distinguir cuándo se opina y genera como resultado de una voz pública, o cuándo operan intereses o supuestos razonables de lo público. Sin embargo, no se puede esperar


que lo público preexista al debate público como que la democracia exista antes del proceso democrático. Aunque hay que saber que en esto hay un juego entre estructura y funciones, el núcleo del asunto que esbozamos es que para que unos mínimos de mesura y estabilidad existan en los órdenes civilizatorios hay que responder la duda desde lo público-informado, participativo y de racionalidad democrática hasta dónde se puede perdonar, olvidar y hasta dónde congregar a la comunidad democrática. Creemos que en ese y siempre inconcluso ímpetu radica el sentido efectivo de la búsqueda a soluciones de los menores costos humanos y los mayores progresos civilizatorios. No hay duda que buscar el perdón puede gestar el olvido, pero no perdonar nada jamás, hace nacer la guerra. Es el rigor de la apertura de una ética práctica para estos tiempos, lo que permite caminar en un espacio de límites y peligros. La apertura social a pensar el dolor colectivo como un tema de la democracia y condición de vida pública solvente, se vincula a la noción de que no hay una única imagen válida del mundo; que existen muchos modelos y valores no siempre compatibles, pero sí dialogales. Al estar situados en un enfoque pluralista -pero no ecléctico y multiforme- se hace política desde y con, el diálogo entre las visiones más diversas, aceptando la crítica como consustancial a la inteligencia del sujeto, donde los valores de recorrido cognitivo en tanto tramas de juicio son flexibles, pero imprescindibles para comprender los sustratos de los más variados argumentos. Los enunciados se sostienen en la diversidad de los mundos de la vida y en los imperativos de argumentación racional de ellos, pero su aceptación no es universal en la medida que éstos son parte de las formas de pensar el mundo. Pero es colectiva en tanto es material de debate de todos, donde la verdad opera desde verificación bajo condiciones epistémicas claras y debatibles, pero nunca totales. La verdad y la razón no flotan como espectros sobre las comunidades sino es en el debate y diálogo de lo razonable, donde esta se configura en sus ámbitos axiológicos y de exigencia. Si un enfoque tiene las capacidades de ubicar el odio, el dolor, y el perdón como aspectos actuales de una teoría política democrática, no todos los enfoques de teoría

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política tienen la capacidad de reconocer estos temas y menos de saber qué hacer frente a su creciente implantación. Aun reconociendo el giro crítico de la dialéctica de la ilustración proveniente del posestructuralismo y antes de la teoría crítica, hay que reconocer que efectivamente vivimos hoy un deterioro de lo común, alimentado en la circulación del prestigio lábil del consumo y el individualismo obsesivo, pero como efecto de lo mismo: de las pobrezas del debate público sobre lo compartido y lo común. En las sociedades actuales implicadas en violencias y conflictos no es claro cuál noción de perdón es más progresiva y por lo demás, cómo se perdona sin sucumbir en el cinismo. La argumentación abierta y racional sobre el perdón como relación histórico social, debe por lo menos aludir a dos aspectos: primero, cómo hago del proceso-perdón un ámbito de reflexión amplia, abierta y que genere efectos para la no reiteración, asunto por ello de la política democrática, y por otro, cómo entiendo la relación de diálogo entre víctimas y victimarios como un drama jamás plenamente resuelto, pero por ello una tensión psicosocial fructífera en tanto complejiza la razón más pragmática de la política introduciendo el dolor como una categoría de la densidad del perdón mismo. El perdón nunca será absoluto e irreversible, siempre estará sometido a las tramas de los hechos históricos más actuales. Cada vez que surgen nuevos genocidios o se abren recuerdos y heridas, una montaña de cicatrices se levanta frente a nosotros pareciendo reclamar viejas deudas. Esta turbación del perdón honesto, entre hacer el acto no fugaz de superar el dolor en el cuerpo y acotarlo en recuerdo, de dejar que la huella no determine el camino, es por siempre algo reversible, si nos causan un nuevo dolor que nos recuerda al pretérito. Siglo inmensurable Durante buena parte del siglo XX y lo que corre del XXI, estamos transitando por un proceso de variadas violencias y atropellos a los derechos de las personas y sociedades que fracturan las comunidades de derechos y conquistas de dignidades humanas. Desde la centralidad del cuerpo biológico como

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objeto de la producción ya pasamos al cuerpo como territorio desechable de los consumos de lujos y drogas. Estos vértigos de violencias y regresiones civilizatorias en su expansión ponen en riesgo al orden internacional (si alguna vez lo hubo), al orden político de países y singularmente, a los grupos más débiles de cada espacio humano. Además y de forma menos debatida, se debilita la soberanía y con ello se da lugar a violencias étnicas e ideológicas que comúnmente fomentan genocidios. Sin caer en antologías proféticas, es necesario señalar que la paz del mundo se encuentra comprometida en esos lugares de brutales heridas. Esos espacios oscuros, también vibran como exportadores de tecnologías de la muerte como referencia hacia otros territorios del mundo, como subcultura de lo criminal. Varios de los denominados conflictos locales se ven lanzados a una espiral ascendente de exterminios atroces que terminan en configurarlos como fenómenos de guerras regionales o luego como temas de violencia ilimitada. En la génesis de esto se encuentra la desmesura en el tratamiento de las diferencias y los intereses en pugna, que al crecer tanto como temas de geopolítica de poder sólo amplifican cada vez más la relación entre vida ciudadana y la muerte de la polis y de las personas. Cuando los dioses de las muertes mundiales o locales ni siquiera tienen atisbos de racionalizar sus propios arrebatos de expropiar vidas, arribamos a las orillas de la total insensatez y desmesura y por ello a la imposibilidad o anemia de toda categoría de ver, explicar y desde luego actuar desde la tregua al perdón o desde el pacto al consenso. La palabra no la tiene el infierno, la deben tener quienes intentan de lo diverso, formar un nuevo pacto, quizás como única forma de no sucumbir en los balbuceos de la violencia sin fin. Es necesario superar la idea romántica del perdón y la reconciliación que ha sido dominante en las lecturas políticas de los conflictos de las últimas décadas, en el grado en que éstas trivializan los dolores sociales, imprimiendo una imagen de que el perdón es un asunto de buena voluntad, y no un proceso complejo cultural y político de la comunidad. Estamos habituados a suponer que el sentir individual es algo efímero que puede ser orientado por la idea, y más aún el concepto, cuando lo que en realidad

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sucede -tributando a los viejos universos intelectuales de alma y cuerpo-, es que la política de lo humano es en gran medida un sentimiento por todos. Los sentimientos son sustantivos de nuestras ideas y categorías para ordenar el mundo. El perdonar es posiblemente una de las situaciones más complejas del ser en su dualidad biológica y social. Implica una mutación cognitiva, por cuanto se sostiene en un nuevo marco de análisis y referencia que implica el sentimiento para ser efectivo y afectivo. Las complejidades de una noción polisémica La noción de perdón enfrentada a procesos donde algunos justifican el rencor y el odio como sustrato de algún orden de estado del poder, debe ser refutada y más aún, si nos encontramos frente a frente a una trama de violencias y fracturas no sólo del derecho constituido, sino de valores básicos de la especie humana. Esta actualidad del perdón implica que esta noción se instale en el orden cultural y político de algún Estado, como que hay algo dramático y atroz que no puede seguir ocurriendo, es decir que ya no se puede más, en términos de sentido y de política. Uno de los asuntos de mayor preocupación en las ciencias políticas contemporáneas a nivel internacional, es la situación de Estado de sitio permanente, haciendo referencia entre otros factores, a procesos de empates catastróficos en términos de conflicto, de violencia armada o social. Los colectivos humanos podrán mirar los tiempos futuros a sabiendas de su mortalidad. Lo que quedará de cada quien será la capacidad y valentía para pensar en la especie humana más allá de cada cual en singular. Esta especie que se ordena políticamente con el fin de hacer la vida posible, es a la vez la única inmortalidad a la que se puede apelar. La base profunda del totalitarismo deposita su materialidad en la amenaza de muerte, en la negación de la especie y en la construcción del otro como un todo distinto, en la producción ampliada de pavor cotidiano como una sombra que habita en todo lugar de nuestra vida social. La humanidad no ha logrado desterrar las violencias y genocidios que repletan sus registros, en esto confluyen la noción del diferente como un riesgo y el

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deseo básico de dominio. Las escalas e infinitas combinaciones de matices de las ofensas van desde la negación de la comunidad, el oprobio, hasta el exterminio. Todo esto gravita como un peso muerto en la vida activa y creativa de las formaciones sociales, pero es también un lastre activo para intentar tomar un vuelo expansivo en las relaciones humanas donde el signo de la expansión plena, sea la inteligencia colectiva. El perdón es condición de la convivencia en la historia de los últimos siglos, y un implícito de toda forma constituyente de acción colectiva por otro orden social. La paz como situación de diálogo, ha sido lo que ha permitido a grupos, pueblos y naciones, recuperarse luego de trágicos tiempos, donde valores básicos de la humanidad fueron conculcados, iniciando sin olvido pero con perdón, nuevas sendas de desarrollo humano. Sabemos que la transgresión de valores universales -como los de la vida y la libertad- no puede tener justificación. Para que esto permita la reconciliación hay que reconocer la ofensa y el dolor infringido. La memoria juega un papel relevante ya que no se produce el perdón sin saber quién fue el victimario, así, el perdón no es un ejercicio abstracto y general, es singularizado y concreto. Contener la ofensa implica un cambio moral y de saber. Es por una parte, comprender que las sociedades basadas en el dolor no tienen futuro, que se deben reconocer las faltas infringidas a los derechos, y que algunos llevaron las lógicas de violencia al extremo último de asentar su poder en el sufrimiento total y permanente de los otros. Por otra, generar sobre toda forma de crimen y de perdón, un espacio público de debate y participación colectiva, en una propedéutica democrática. Hay por lo menos dos niveles en este sentido, el legal, que ordena el juicio y el posible perdón ampliando el saber social de los crímenes; y, el debate de sentidos culturales y políticos que intenta entender -aunque en muchas ocasiones es más que difícil- cómo pudo ocurrir lo inconcebible de esos crímenes. El perdón es una de las empresas más complejas en las relaciones humanas. Para construirlo de manera sólida y duradera, se impone tejer una singularidad no sólo dialógica sino también de comprensión y autocomprensión. Se perdona desde el dolor

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y no borrándolo, no sólo porque esto es imposible sino porque en el saber del crimen habita la orientación y sugerencia de lo que ocurrió, sus bases y destrucciones. Se asume este acto como un tributo de un fin que supera a la víctima en su impotencia y al victimario en su pantano de miedo, en la correlación entre perdonante y perdonado. El perdón no es un gesto ensimismado del espíritu, tampoco una cobardía disfrazada, es una relación de diálogo entre variados ámbitos de los sentimientos entre otros, uno que atacó para hacer daño y otro que resitúa el lugar de ese dolor en su vida y lo despoja del impulso de la venganza, para abrir una etapa de reparación y reconocimiento público de ese nuevo momento. Tiempo de asumir El perdón, -situación compleja- requiere de condiciones básicas y de contexto. Como básicas, separarlo de la noción de indulto y amnistía, -recurso de estados y gobiernos- para no imponer castigo, como contexto, implica situarlo como parte de la recuperación de la memoria histórica. El perdón fluye como un proceso donde los hechos que tejieron los conflictos se registran y recuperan como patrimonio de la memoria del conjunto de una nación. No implica ni indulto y menos aún olvido. Así, el diálogo entre víctimas y victimarios se hace fructífero y brinda resultados sólidos para la paz social y política. Luego, y cómo se hace evidente en la experiencia contemporánea, emerge el campo de la reparación, que no es sólo -ni siquiera- fundamentalmente material, sino moral y político; a través de la cual una comunidad democrática reconoce el proceso de violencia, de víctimas y victimarios, y genera desde sus discursos y diálogos, una imposibilidad de la reiteración. El perdón tiene la doble condición de ser constituyente y fundante de mejores vidas; y constituido como un plano mucho más que de reparación, de imposibilidad de reiteración. En esto último, habita la esperanza y la fuerza de una ética democrática al nivel de los riegos sociales en curso.

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U n a c r u z pa r a C h u c h o Carlos Suárez Qui cen o

Frente al torno, las manos de doña Elvira estaban a punto de dar forma al barro. Hacía un momento Chucho, el menor de sus hijos, acababa de hornear una torta de cumpleaños para su novia y había salido a esperar a que pasara el tiempo. Cuando dio la vuelta en la esquina, en la carrera Mon y Velarde, un amigo lo invitó a tomarse una Coca-Cola. Estaban en el barrio Boston, muy próximos al centro de Medellín. La calle parecía tranquila en esa tarde sin color del sábado 17 de mayo de 1988. Chucho, melómano y coleccionista de música, al esplendor de sus 23 años sumaba un ingenio verbal y una espontánea alegría que lo distinguían en todas partes. Era una de esas personas en las que la vida se detuvo a pulir su obra. Tenía un hoyuelo encantador en la mejilla izquierda, pero no había nacido con él, se lo debía a un accidente en bicicleta. En una caída, el manubrio se le introdujo en la boca. Así era él, lleno de “revisados”, pero todos le lucían. Vivía para la música y para sus amigos. La música también era su oficio. Desde hacía casi cuatro años trabajaba como DJ en emisoras. Había pasado por Júpiter Estéreo, Radio Ritmo y Latina Stéreo. Saltaba con toda propiedad y gusto, del rock a la salsa, y de la salsa a los románticos de los años 60. Cerca de allí, en el barrio Los Cerros, Anita, espejo de su hermano, se dejaba peinar por alguna amiga suya. Era su espejo porque ambos tenían el mismo carácter, el mismo ingenio, el uno recordaba al otro. Por eso, cuando Anita estaba en su casa, parecía a ratos Chucho. No era la frivolidad lo que la impulsaba aquella tarde a hacerse unos incómodos marrones en su pelo,

solo trataba de ensayar algo nuevo para el modelaje, un trabajo en el que su belleza fresca y silvestre nunca pudo confundirse con la vanidad. La piel blanca que contrastaba con el profundo negro de su pelo, y la vitalidad en sus movimientos que daba a su figura delgada un aspecto grácil, conjugaba con una voz de matices bajos, y unos labios algo mimosos, frecuentemente sonrientes, que nunca la dejaban pasar inadvertida. Chucho se había sentado con varios amigos en el quicio de la puerta de una casa cercana. Los amigos, muchachos de un barrio en el que todavía algunas calles se veían solitarias, formaban la barra de Bolivia. A la menor disculpa se instalaban a conversar mientras se iba nutriendo el grupo. Todos fueron enfrentando una ciudad que les presentó sus pruebas y sus trampas. Mientras conversaban, no prestaron atención a la figura de un vecino que se acercaba. El hombre traía su mente extraviada por el alcohol. Cuando ya estaba muy cerca, Chucho alcanzó a reconocerlo e inmediatamente notó que empuñaba un arma y se disponía a levantarla. Chucho abrió los brazos, y alcanzó a decirle: –No dispare, somos nosotros. Una bala atravesó su estómago. Trató de arrebatarle el arma pero otra descarga llegó a su pecho. Logró entrar a la casa donde estaba con sus amigos y dijo: –Por favor, ayúdenme que acaban de dispararme. Doña Elvira oyó los disparos y pronunció el nombre de su hijo, mientras su mano incontrolada hería la cerámica que quedó condenada para siempre a la deformidad. Anita, aunque no escuchó los disparos, sintió una desesperación que la hizo levantarse y sacudir con violencia el peinado de su cabeza, diciendo unas palabras sin sentido: –Alguien de la casa se murió. Minutos después vino a buscarla su hermana menor en compañía de los amigos que estaban con él. Al abrir la puerta les preguntó: –¿Cierto que fue Chucho? Anita diría luego que él le avisó. Cuando recibió la confirmación de su sospecha, lo único que pudo hacer fue enfrentar la calle y darle un largo hijueputazo a la ciudad culpable, que ya se ponía otra vez el luto de sus frecuentes muertes.

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A su modo, madre y hermana sintieron el vacío. A su modo, ambas llevaron a partir de entonces una soledad desconocida. Doña Elvira, en el silencio y la contemplación de su espíritu artístico, cada amanecer y cada atardecer volvía a mirar el cielo en busca de formas y colores; Anita en el espejismo de las palabras, nombrando cada dos minutos a su hermano, llamándolo, viéndolo en todo cuanto le rodeaba. Habían sido una familia de 11 hijos, algunos ya muy grandes. Acababa de morir el menor de los hombres. Doña Elvira siempre lo recordaría como “mi muchacho”, esa sería la expresión que evocaría el rostro y el alma de su hijo. Anita aún ensordecida de dolor llegó hasta la Clínica El Rosario a encontrarse con su papá y los demás que fueron a perseguir el último destello de vida de Chucho, pero él ya se había ido. Ya no estaba en ese cuerpo. En las afueras de la clínica, los policías, casi otros habitantes del barrio, que también conocían a Chucho, le dijeron: –Flaca, sabemos quién fue, pero no hay caso, a ese no le hacen nada, si quiere…”. Era cierto, los policías y todos en el barrio conocían y querían a su hermano. En el pequeño tejido de este mundo local, no fue raro que en la funeraria le tocara arreglar el cuerpo a un cuñado de Anita, ni que la iglesia de Boston no fuera suficiente para todos los que despidieron a su hermano. Luego del funeral, la torta de cumpleaños apenas si endulzó un instante la tristeza de los que volvieron a la casa. Fue un bocado silencioso, como una comunión. Mónica, la novia, se hizo compañía con todos. Aquella chica dulce y delicada, “un confitico” como la describe Anita, era sobre todo, serena. Mucho tiempo siguió visitando la casa, compartiendo el silencio. Luego, cuando se acumularon los años y el tiempo puso otras distancias, Anita y ella se volverían a encontrar, ya para entonces rodeadas de nueva vida, la de sus hijos. De ahí en adelante, el recuerdo de su hermano se mantuvo presente. Chucho siempre le decía que no se fuera a morir antes que él. Insistía en conversar con la muerte como si tuvieran una cita cierta. Tal vez por eso mantenía una canción de Nino

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Bravo en los labios, que hablaba de un joven que tenía casi 20 años y ya estaba cansado de soñar y al final caía al suelo con flores carmesí sobre su pecho. –Él sabía -dice ella- que se iba a morir rápido y trataba de decírmelo. A su vez, yo le decía que si le quedaba faltando hacer algo en la vida, lo hiciera a través de mí. Con el dinero que ahorraba, más otro tanto de sus hermanas, otras grandes amigas, Anita contrató un abogado; nunca pensó en un matón, aunque por cierto se lo ofrecieron. Así empezó un proceso legal que se confundió con todo el tecnicismo y las argucias de abogados que encontraron, por todos los medios, la forma de desvirtuar los hechos. Al cabo de seis meses, la injuria, el dolor y la impotencia rodearon a la familia de Anita, mientras el agresor se cobijaba en la figura legal del acto culposo. Entonces Anita se fue por un tiempo de la ciudad, viajó a ver lo más parecido al cielo, el mar. Durmió en una playa por tres meses, por si acaso la imponencia de la naturaleza acallaba la ausencia. No quiso atender la amabilidad de los habitantes del pueblo que le ofrecieron sus cabañas. Prefirió dormir en la playa con una inmensa sábana o internarse en la selva para volver llena de garrapatas y lavarse en el mar. Luego regresó, sin más, sin menos, con los mismos dedos clavados en el alma que la cerámica que hacía su madre. De nuevo en su casa, se instaló en el cuartucho de su hermano, una forma de estar con él, con lo que fue y vivió. Aquel cuartucho al lado del comedor, seguro que así le decían no solo por ser de Chucho sino por su mínima área, tenía un zarzo donde muchas veces fumaron tranquilamente en la noche. Pero pasar frecuentemente por ese lugar, tan cerca de su propia casa, donde ocurrió el homicidio, le recordó a Anita las cruces de los caminos y carreteras. Lo pensó, Chucho debe tener una cruz. Ella no perdonó a quien no había tenido castigo. Una noche fue hasta allí para realizar un acto que se volvería costumbre: pintar una cruz grande en la pared de la casa donde cayó muerto su hermano, escribir Chucho y juntar piedras en su base. Esa noche y muchas más a lo largo de los años, repitió ese acto. Los que pasaban veían la cruz y en nombre de

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la figura pública que llegó a ser ese “niño melómano”, muchas veces dejaban una piedra y quizá rezaban un padrenuestro, como sucede en tantas carreteras del país. De modo que la imitación del gesto, hizo frecuentemente que las piedras obstruyeran el estrecho andén, hasta que de la casa tenían que salir a quitarlas y a borrar la cruz que no tardaba en volver a aparecer, no por milagro, sino por la insistencia de Anita que llegaba, muchas veces acompañada de algunos amigos, en la avanzada noche, a pintar la cruz y a dejar las piedras en memoria y testimonio de lo imperdonable. Una noche entre tantas, el quinto año de la muerte de Chucho, cuando Anita se ocupaba de renovar la cruz, alguien habló desde el interior de la casa y se dirigió a ella: –Niña, por favor, ya no lo haga más, hemos cargado todo el tiempo con esa cruz. De la calle a la casa cruzó un diálogo que sería el final de aquel duelo sin perdón. Antes de que los años se acumularan, Anita fue por los restos de su hermano al cementerio. Con todo derecho hubiera querido conservar su calavera, pero se conformó con un pequeño hueso, acaso del pie. Una reliquia, una ilusión de cercanía, un trozo del cristal roto donde habitó un alma liberada. De pronto, el tiempo aceleró su marcha y como suele suceder, los caminos se separaron y se volvieron a juntar. Anita se vio adulta, con el recuerdo de Chucho y de una vida intensa, tres hijos, una casa, un paisaje alrededor y muchos amigos. Casi veinte años después de haber perdido a su hermano, escuchó contar la historia de un muchacho que vivía en el barrio Boston, a quien todos querían mucho, amante de la música, al que un vecino ex militar asesinó. Dicen que aunque su muerte quedó impune, en la casa donde murió, alguien pintaba una cruz con su nombre y los que pasaban dejaban piedras como se hace en los caminos. También cuentan que este hombre no pudo aguantar ese exorcismo y terminó en un hospital mental. Tal fue la historia que le contaron. ¿Sería cierto? ¡Cómo es la vida! Anita que ya había perdonado a la ciudad que en su

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momento culpó y recriminó, ahora se impresionaba con sus rumores, no dejaba de sentir cómo le respiraba a su lado. Por ese hado truculento del destino, sucedió poco después que un amigo la llamó aterrado a decirle que habían matado a su compañero de casa, casualmente un antiguo amigo de Chucho, que estaba a su lado cuando fue herido mortalmente y que por cierto, se negó a declarar en la audiencia. Ella fue a encontrarse con él en una vía pública, la recogieron en una camioneta donde venía el tío del hombre muerto, un señor viejo que le extendió su mano y que ella rechazó de inmediato: –Yo no tengo el gusto, usted me mató un hermano. Acaso Anita logró perdonar a la ciudad que aquella tarde lejana inculpó de albergar un nuevo crimen, y que sintió cómplice en su rostro luctuoso; pero a aquel ser de mirada sin fondo, a quien la justicia solo cobró seis meses de detención, no le daría la mano después de su acción imperdonable. Aquella cruz se borró de las calles, pero no se ha borrado de la memoria. Anita en su mente ve a Chucho siempre joven. Se perdona porque ya qué más se va a hacer, pero no se trata de invitar a comer al asesino que está en la calle, ni tampoco de matarlo. Doña Elvira aún conserva aquel instante detenido en una pieza de cerámica. Después de oír los disparos, no se atrevió a moldearla de nuevo. Una vasija con una inexplicable forma de corazón aplastado por unos sobresaltados dedos, ha recibido desde entonces a todo el que entra a su casa.

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La madre del Centro Man uel a Loper a

Johnja, Jairito, Negro, le dicen algunos, otros, Yolanda. Su nombre es John Jairo Quiroz Hernández, nació el 4 de febrero de 1975 en Santa Bárbara, Antioquia, mide 1.63, es B+ y su cédula de ciudadanía certifica que es de sexo masculino. Su otra identidad, la de la calle, surgió hace 25 años en Barbacoas, el corazón de la prostitución de Medellín, zona donde deambulan putas, drogadictos, travestis y gais. Se dio cuenta de que le gustaban los hombres cuando tenía diez años. “Le dije a mi mamá y se puso a llorar. Después me aceptó”. Lo suyo es la transformación: “Yo saco lo femenino. Me paro frente al espejo y me veo como una mujer, como una marica”. Lo primero que hace en su ritual, que dura hora y media, es cepillarse el pelo. Luego, se pone una balaca para maquillarse. Con cuidado, se pone pestañas postizas y lentes de contacto de color verde. Enseguida, corrige sombras y verifica que los labios estén perfectamente delineados. Medias veladas, tacones, minifaldas ajustadas. Sector de Villanueva, agosto de 2014 “Buenos días a todas”, dice Yolanda a todos en el Centro de Diversidad Sexual y de Género de Medellín. Su voz se escucha fuerte en el salón de la casa, que queda detrás de la Catedral Metropolitana. Hay 26 travestis y gais, con sudaderas verdes y camisas con logos institucionales. Algunos son bien producidos, con el pelo liso, maquillaje, iluminaciones, prótesis en los glúteos y senos postizos. Otros, en cambio, están desaliñados, con apenas algún gesto de mujer, seres a los que se les nota el desamparo.

Todos quieren recibir su certificado en peluquería, de una formación promovida por la alcaldía de la ciudad, la policía y una institución educativa, para favorecer a personas en situación vulnerable. Yolanda es, desde el año 2014, la mediadora entre las chicas y las entidades públicas, para capacitar y mejorar la calidad de vida de prostitutas y habitantes de la calle. “¡Aquí todos somos iguales!”, grita Yolanda, y les llama la atención. Unas tijeras se perdieron en una de las clases y una plata desapareció de su billetera el día anterior. “Estamos tratando de demostrar que somos gente de bien, entonces portémonos como tales”. Yolanda no usa maquillaje, lleva el pelo crespo, con rayitos, recogido hacia atrás, en una cola de caballo. La frente amplia, despejada, los pómulos marcados, las cejas depiladas, las facciones anchas, los ojos cafés, y la piel trigueña, le dan un aire, intermedio, entre un afeminado y una machorra. En realidad, podría pasar como hombre o como mujer. Tiene la voz gruesa pero con una tonada dulce, refuerza su identidad: Yolanda es una marica, así se define, y los roles de su vida son los de una mujer. La madre Yolanda, es el sobrenombre que se ganó entre los travestis del centro de Medellín, sobre los que ejerce una especie de matriarcado a toda prueba. Lleva más de 25 años en la calle y, a sus 39, es toda una veterana de la prostitución. Sus luchas, dolores y tragedias tienen ahora el sabor del perdón, porque quiere reconciliarse con la vida que lleva a cuestas. Arrienda las habitaciones de su casa a los travestis, y les vende maquillaje, vestidos y lo que necesiten para transformarse en mujeres reales. El sector de Barbacoas es su zona de influencia y el Parque de Bolívar, el lugar que la vio convertirse en mujer por primera vez. Calle Barbacoas, sector de Villanueva, año 1990 “¡Ay, John Jairo. Qué vamos a hacer, no tenemos pa’ comer!”, le dijo la Fredy, un marica con el que se había ido a vivir, en la calle Barbacoas. El edificio tenía una taberna en el

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primer piso, una discoteca en el segundo y en los dos últimos pisos, piezas para los clientes. Muy cerca, quedaban El Tambo del Indio, Sararacas, Barú, Contravía, Punta del Golfo y Fama, lugares de la movida gay y transexual de la ciudad. La Fredy traía en las manos un vestidito, y le dijo: “Venga yo lo visto de mujer y sale a la calle a ver cómo le va”. Lo peinó y le puso brillo en los labios. Quedó irreconocible. “Vestirme de mujer fue plata fácil. No fue sino salir y ya tenía carro al frente”. Así comenzó su transformación, casi sin darse cuenta. Después, participó en un show de la discoteca del segundo piso. Hacía fonomímica imitando a Yolanda del Río, la cantante mexicana, y todas sus amigas empezaron a llamarlo así, la Yolanda. Antes de conocer a la Fredy, se prostituía en pleno Parque de Bolívar, todavía como muchacho. Requerían sus servicios hombres mayores, algunos jóvenes y hasta los travestis. Tenía 14 años y las experiencias del último año lo habían convertido en una persona rebelde y agresiva: “Uno se vuelve resentido con la vida, con la sociedad, con todo mundo”. –¡Ay, esta polla es altanera! –le decían los travestis cuando pasaba. –Altanera no, nadie me puede pegar a mí por deporte –les contestaba, mientras agarraba palos o piedras, porque no se iba a dejar pegar de ningún travesti. Una noche, se le acercó la Gonzalo, acompañado de tres hombres, uno de ellos muy lindo. –Él quiere con usted. –le dijo la Gonzalo. Estuvo con él, y a su regreso la Gonzalo le dijo: –Él es el marido de la Fredy, que está en Bellavista. Cuídese, porque está que sale –le sentenció. Pasó el tiempo, hasta que un día, mientras estaba parado en una esquina del parque, vio que alguien venía a enfrentarlo. –¡Qué maricas hijueputas, culiprontas! –le gritó y despicó el envase de una cerveza. –Es que estoy hablando con vos querida. ¿Que te comiste a mi marido? –le preguntó.

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–¡Ay, mi amor, estoy putiando, lo lamento! –le contestó. El marica se le fue encima, dispuesto a cortarlo. John Jairo agarró un palo para defenderse. “Lo encendí a garrote, entonces la Fredy, cuando vio que me había enloquecido, corrió al CAI del parque y les dijo a los policías que yo la iba a atracar”. Días después, empezaron a verse en una discoteca. “Era un amanecedero en el Cambalache, un bar que abría desde las cinco de la mañana. Se llamaba Bancobar”. Una de esas madrugadas, se reconciliaron. A partir de ahí, se volvieron inseparables. Se fueron a vivir juntos al edificio de la calle Barbacoas. A pesar de la diferencia de edad, salían juntos, rumbeaban, se aconsejaban. John Jairo era un muchachito moreno y flacuchento. La Fredy, que tenía 31 años, era una marica de verdad. Se hacía copete, se echaba polvo y se ponía tenis Nike de colores con pantalones anchos. El edificio, que tenía cuatro pisos, era estrecho y profundo. La fachada estaba cubierta de vidrios oscuros, polarizados. Algunas veces, llegaban transformistas de otras ciudades a hacer espectáculos. La Fredy se quedaba fascinada con las cosas que traían. Una vez, desde la ventana del tercer piso, empezó a provocar a cuatro hombres que estaban abajo. “Ellos gritaban que bajáramos”. Los tipos se enfurecieron. Tiraban piedra y los vidrios rotos caían haciendo un estruendo en la acera. Bajaron, con dos garrafas de aguardiente vacías. “Lo primero que hice fue reventarle la garrafa a uno de ellos en la cabeza, y el mismo pico se lo clavé en la frente”. Llegó la policía y los llevaron a todos para el CAI. “Es mejor que arreglen las cosas por las buenas”, les dijeron. Unos días después, la Fredy volvió a transformarlo en una mujer. Arreglada, subió las tres cuadras que la separaban del Parque de Bolívar. A medio camino, se dio cuenta de que no llevaba los aretes. –Hágame un favor, ¿sí? Dígale a la Fredy que le eche el sacol a las aretas y que me las mande –le dijo a un muchacho que la acompañaba.

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Más tarde, un amigo que subió del edificio le dijo: –A la Fredy la apuñalearon. Estaba peleando con unos hombres. Luego, alguien más le dijo que lo habían matado. Angustiada, se quitó los tacones y corrió calle abajo. En Barbacoas le confirmaron la noticia. “Cuando llegué, ya lo estaban sacando para llevarlo a la morgue”. Cuando se lo llevaron, se sentó a llorar en plena Avenida Oriental. La noche cayó y la oscuridad y el llanto le borraron la cara. Esa tarde, los tipos de la pelea, los estaban esperando en una moto y ella se salvó porque había salido con su vestido de mujer. La Fredy alcanzó a correr y se encerró en el baño de un bar. Los tipos hicieron unos tiros en la puerta y uno de ellos se le incrustó en el abdomen. “En Medicina Legal dijeron que no se había muerto del tiro sino de un infarto, a la Fredy la mató el susto”. Tiempo después, conoció a William, un marica al que le decían la Pinina. En su compañía, retomó los looks de mujer. Pelucas, vestidos ajustados, tacones, medias, maquillaje. Durante el día, era John Jairo. De noche, se convertía en Yolanda, la mujer de facciones bruscas a la que nunca le faltaba trabajo. “En esto, la más linda no es a la que mejor le va, los hombres buscan la rareza”. Guayaquil, finales de 1987 John Jairo tenía 12 años cuando salió para siempre de Santa Bárbara, y viajó a Medellín a buscar futuro. Llegó a las ollas de la droga, al rebusque. Gustavo, el esposo de su hermana Sandra, tenía un hotel que se llamaba Miami, en la esquina de Amador con Palacé. Ahí conoció a Safari, un marica que administraba el negocio. “Jairo era trigueñito, de mediana estatura, con cara de pueblerino y se le veía por encima que era homosexual”, recuerda Safari. El único travesti de esa época, que todavía vive, recuerda que John Jairo hacía mandados y se iba para el hotel. Se

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encariñó del pobre pelao. “Le enseñaba ciertas cosas sobre la vida del marica en la ciudad”, y le ayudaba, a escondidas de Gustavo, que no lo quería por homosexual. “Como yo alquilaba piezas, a veces lo acomodaba, hasta que se dio cuenta y lo echó a la calle”, recuerda el travesti de 58 años, que vive en un inquilinato en Lovaina. Parque de Bolívar, 1988 24 de diciembre, 10 de la noche. John Jairo estaba solo, con hambre, sin plata, sin un lugar donde dormir, sentado en las escaleras de la catedral. Miró los alumbrados que adornaban el parque, que iluminaban la iglesia. Encandilado por los colores, sintió el abandono brutal en el que estaba aquella Navidad. Entonces lloró. “¡Dios mío, yo qué estoy pagando, qué fue lo que hice!”. Como una aparición, llegó un borracho que lo abordó. Ahí, en un rinconcito de la iglesia, le sacó un fajo del bolsillo, sin que el tipo se diera cuenta. “Ahí viene la policía”, le dijo, mientras corría con los billetes apretados con el puño, como si de eso dependiera el resto de su vida. Se fue a una pensión y ahí contó la plata. Tenía 270 mil pesos con los que pagó comida y cama por mucho tiempo. “Cuando un cliente se le arrima a uno, lo primero que se hace es tocar para ver qué tiene”. Eso se lo enseñaron, hace muchos años, los travestis de Guayaquil. “Vea polla, usted tiene que coger al hombre, lo arrincona contra la pared, le mete el pie acá, lo toca así”. A los 13 años, estuvo con un hombre por primera vez. Era un comerciante de El Hueco. Lo conoció en un teatro de Guayaquil y se convirtió en su primer amor. Tenía 24 años, ojos claros, pelo rubio. El hombre se lo llevó a vivir con él un tiempo hasta que se cansó y lo abandonó a su suerte. Vivía en aceras, con dos mudas de ropa, y aguantaba hambre y frío. A veces, los policías lo arrestaban, junto con los demás muchachos que estaban por ahí. “Sufríamos humilla-

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ciones, nos mojaban y nos abusaban los presos”. Era normal que desde algún carro le tiraran botellas. “Marica hijueputa”, le gritaban. Con todo y su rebeldía, la dignidad era algo que perdía, sin remedio, casi todos los días: “Una vez me recogieron dos señores encorbatados en un carro lujoso. Los dos tuvieron sexo conmigo y ya después, me dejaron botada”. Parque de Bolívar, 1990 Una tarde, junto a otros mariquitas y a una amiga lesbiana, sentados en una banca del parque, conoció a Sergio. Él lo invitó a tomar gaseosa y más tarde se atrevió a preguntarle cuánto cobraba. –Ah, me regala 20 mil pesos y paga la pieza –le contestó. Esa noche estuvieron juntos. Días después, lo invitó a almorzar, y luego a una cerveza. Las salidas, con sexo de por medio, comenzaron a parecerse cada vez más a un romance. Un mes más tarde, estaban viviendo juntos. Su habitación tenía una camita, un colchón de paja, un televisor pequeño y un chifonier. A los quince años, empezó a hacer vida de mujer casada. Cocinaba y aseaba. Sergio le había pedido que dejara la prostitución. –Negro, de ahora en adelante no nos va a faltar nada –le aseguró. Las cosas se pusieron difíciles porque Sergio se quedó sin trabajo. Se fueron a vivir a un quinto piso de un edificio vecino a la Iglesia de la Veracruz. A veces, salía a escondidas a trabajar, se cambiaba y se convertía en Yolanda. Tiempo después, empezó a estudiar peluquería en La Mariela. Cuando cumplió 18 años, mataron a su hermanito Uberney, que tenía 14 años, de dos puñaladas en Guayaquil. Agonizó en sus brazos. Podía haberle pasado a él. No había que bajar la guardia. ***

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Barrio Prado, 1995 Con 20 años, empezó a trabajar en peluquería en el sector de El Bosque. Sin embargo, ahí estaba la calle tentándola, la calle candela, la calle infierno. Era viernes, había terminado su jornada y llevaba unos tragos encima. Iba para su casa, que quedaba en Urabá con Ecuador, cuando un travesti empezó a provocarla. Se le fueron dos encima. “Me iban a apuñalar, yo tenía un cuchillo y me agarré con los dos”. –Bueno, ¡vamos a matarnos entre todas como maricas! – les dijo, y sacó su cuchillo. A uno le dañó la cara, y apuñaló al otro. Los travestis le clavaron un palo en la mano, que le atravesó una vena. Sangraba sin parar. Intentó atacar pero uno de ellos la jaló de la camisa y le pegó siete puñaladas. “Antes de que me mate, me mato sola”, pensó. Se le tiró a un carro que pasaba. Hasta ahí se acuerda. Cuando se despertó estaba en el hospital, inmovilizada. Se recuperó y juró venganza pero pronto se dio cuenta de que no valía la pena. –¿Sabe qué, mi amor? Este es el oficio de la calle. Dejemos las cosas así. Esta es la vida que nos tocó. Un par de años más tarde, su mamá se vio envuelta en un lío de drogas en Santa Bárbara. Los paramilitares dominaban la zona y le estaban siguiendo la pista. Ella sabía que corría peligro, hasta que una tarde la sacaron de su casa y se la llevaron en un carro. “Nos llamó mi hermanita a decirnos que la habían encontrado muerta a orilla de la carretera, a cuatro kilómetros del pueblo. Le dieron dos tiros en la cabeza”. Esa muerte la devastó. Doña Melisa había tenido una vida miserable. Era una prostituta adicta al bazuco que hacía cualquier cosa para alimentar a sus hijos. A pesar de todo, los había querido. “Ya cuando mataron a mi mamá, le decía a Dios: Yo perdono a todo el mundo. Me olvido de todos los que me la deben”. Safari cuenta que, un tiempo después, se había enterado de quiénes fueron los asesinos. “Los distinguía, pero se armó de valor para superarlo. No les tiene rencor”.

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Barrio Prado, agosto de 2014 “Ese que ve ahí, el de la foto, es Sergio. El amor de mi vida”. Yolanda ha estado con él 25 años, aunque ya cada uno tiene otros compañeros sexuales. “Optamos por ser una pareja moderna”. En su casa, a tres cuadras de la Avenida Oriental, viven siete travestis. Ella se encarga de pararlos en la zona que está bajo su madrinazgo. “Algunas travestis les quieren pegar a las nuevas. Se aprovechan de ellas, las chantajean, las atracan. Yo no permito eso”. Como ha ganado fama de brava, en la calle la respetan. Su negocio es prestarles plata a interés y venderles ropa. Su propósito es que tengan un lugar para vivir y comer, que se les trate con dignidad. Y aunque se dediquen a ofrecer sexo a cambio de dinero, en la casa les impone sus reglas: “Yo únicamente les alquilo la habitación. La casa se respeta, es para descansar, ni borrachas, ni drogadas, ni con bulla. La que llegó borracha, para su pieza a dormir”. Hace un tiempo, Daniela, un travesti de 23 años, que vivía con ella, se enfermó. Resultó seropositiva y tenía tuberculosis. No tenía documentos para ingresar al sistema de salud. “Yolanda movió cielo y tierra para ayudarla”, dice Samir Murillo, funcionario de la alcaldía de la ciudad. Finalmente la atendieron en el Hospital General y logró recuperarse. Si alguien necesita un medicamento que no hay en el sistema, Yolanda lo consigue mientras llega la droga. “Se ha convertido en una madre. En el parque y todo el sector le tienen respeto, admiración y cariño”, asegura Murillo. Un amigo, que trabaja en el Fondo mundial de lucha contra el Sida, la tuberculosis y la malaria, le regala cajas con preservativos. Yolanda se encarga de repartirlos en el centro de Medellín.

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Sector Barbacoas, agosto de 2014 Yolanda camina hasta Palacé y Perú, su zona. “Aquí es donde todas nos pegamos las borracheras macabras”, dice entre risas. Se encuentra con unas chicas, que la saludan de beso, le consultan cosas, y le comentan algún asunto. Baja por Barbacoas y reconoce la fachada del antiguo edificio donde vivía con la Fredy. Ahora es un inquilinato pintado de verde desteñido, sin ventanas, derruido, con ropa que cuelga de tendederos en el último piso. Saluda a una mujer que viene caminando. Es Sandra, su hermana. Tiene 41 años y desde hace dos, viene luchando contra un cáncer de colon. “El año pasado casi se me muere y yo caí en una depresión”. La saluda Venus, un transexual muy sexy. Camina hasta una farmacia y compra una neosaldina para el dolor de cabeza. Camina tranquila, porque no tiene problemas con nadie, porque no tiene miedo. “Yo respeto el espacio de cada quien. Los ladrones en lo suyo, las maricas en lo de nosotras, las putas en lo de ellas”. Su misión es ayudar a las niñas del centro que no se quieren prostituir más. “Estamos peleándole el apoyo a la administración. Que pongan su atención en nosotras como comunidad”. Muchas necesitan validar el bachillerato, poner en orden su documentación, tener acceso a la salud. Se distrae organizando paseos y rifas para los travestis. Le gusta comer chuleta de cerdo y tomarse unos buenos aguardientes sin azúcar. A veces escucha tangos y se acuerda de su mamá: “Era la música que le gustaba”. También de Uberney, el hermanito muerto, y de las tardes en las que salían a reciclar, con las tripas vacías, la ropa rota y los pies descalzos. Entonces llora en soledad, para que nadie le pregunte nada. Aunque Yolanda vive el presente, el altar a sus muertos la acompaña siempre. Por eso, para ella: “se lo dejo a las ánimas”, no es una frase vacía. En su memoria está el padre, ase-

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sinado cuando ella apenas tenía cinco años. También su hermano, su madre, su cuñado y la Fredy, completan un doloroso rosario de vidas arrebatadas. “Yo crecí siempre con el temor de que a todas las personas que quería, las mataban. Uno llega a odiar pero aprende a perdonar también. A entender que hay que lidiar con el resentimiento porque siempre hay personas más llevadas que uno”. Son las dos de la tarde de un martes de agosto. Yolanda llega al parque y se sienta a tomar tinto en el puesto de Silvana, una marica veterana que, desde afuera, viste y luce como un hombre. La madre del Centro, la del pasado atroz, la del puñal, enciende un cigarrillo. “Yo he sido la piroba del parque”, dice y suelta una bocanada.

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Tendríamos que hablar R o b e r to H e r r s c h e r

Roberto Herrscher (Argentina). Escritor y periodista narrativo. Director del máster en Periodismo BCN_ NY, organizado conjuntamente por IL3-Universidad de Barcelona y la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia en Nueva York. Autor de Periodismo narrativo, Chile (2009), España (2011) y Costa Rica (2014), y del relato de no ficción Los viajes del Penélope, (Tusquets, 2007), traducido al inglés como The voyages of the Penelope (2010). César Alzate Vargas. Escritor y periodista. Autor de La ciudad de todos los adioses (Editorial Universidad de Antioquia, 2001), Mártires del deseo (Ateneo Porfirio Barba Jacob, 2007), Medellinenses (Alcaldía de Medellín, 2009), Para agradar a las amigas de mamá (Borealia Libros y verdades, 2009), Encuentros del cine y la literatura en Colombia (2012) y La familia perfecta (Planeta, 2014). Felipe Sánchez Hincapié. Artista plástico y estudiante de comunicación social. Ha publicado en las revistas Cronopio, Prometeo y La Calle: domicilio conocido (México). Actualmente administra el blog Música Bacana.

Uno –Tendríamos que hablar, –dijo ella. –¿Ahora para qué? –pensó él, pero no lo dijo. Se demoró lavando los platos. Se demoraba cada vez que no quería hablar con ella. Tal vez quiso hablar antes, pero eso fue hace años. Ahora… Pensó también que siempre que alguien dice “tendríamos que hablar”, es que ya es demasiado tarde para cambiar nada. –Hay muchas cosas que nunca nos dijimos, –siguió ella, como continuando una conversación que se desarrollaba dentro de su cabeza. Él estaba volviendo a restregar los vasos con la esponja, como si no estuvieran ya limpios. –¿A vos qué te parece? Yo creo que estamos estancados, que no pasa nada en nuestra relación. Por lo menos yo, no me siento feliz, ni plena, ni satisfecha. No tengo ya ilusión, pasión por nada. Vamos siguiendo un guion, como si la película ya estuviera escrita desde hace tiempo. O peor, que pasaran cada noche la misma película, sin ningún cambio. ¿Me estás escuchando? –Sí, claro –dijo él. –Por eso creo que tendríamos que hablar. Tenemos que sincerarnos. Sacar de adentro todo lo que tenemos escondido. Si no, no va a pasar nunca nada. Por lo menos, eso es lo que me recomienda Marta. –¿Tu amiga Marta? ¿Y a cuenta de qué se mete en nuestra relación? ¿Quién la invitó?


–¡Yo la invité!, –gritó ahora ella, al borde de las lágrimas. Es que ella sí me escucha. Vos no me escuchás. Nunca me escuchás, –musita ahora, en un tono apenas audible. –Andá y fíjate si quedan cosas sucias en el comedor, ¿querés?, –dijo él. Dos –Tendríamos que hablar, –dijo el jefe. –Por supuesto, –dijo el hombre. El jefe lo había sorprendido distraído. Estaba perdido en sus cosas, dándole vuelta a la lapicera entre los dedos. La noche anterior había tenido una discusión con su esposa, pero no terminaba de acordarse de qué habían hablado. Solo de una sensación de desasosiego, como un malestar en la boca del estómago. Ella siempre quería hablar más. De pronto le vino la escena: él estaba con el delantal puesto, lavando los platos, y ella parada a su lado. ¿Pero de qué habían discutido? –¿Puede venir ahora a mi despacho?, –preguntó el jefe. Como siempre, era todo menos una pregunta. Cuando el hombre cerró la puerta, el jefe se despatarró en su sillón, con los zapatos (caros, de suela de cuero) sobre el escritorio. –¿Cuánto hace que está en la empresa? –Dieciocho años, tres meses y… catorce días, señor. –¿Y cuántas veces vino a pedirme algo? El hombre se quedó pensativo, intranquilo. Se sentía como en un examen. –Creo que nunca, señor. Es que no quiero molestarlo. –Esa es la actitud que me gusta. Por eso lo aprecio yo y lo tenemos en alta estima todos los de la junta directiva. Voy a ir al grano: quiero ofrecerle un ascenso. Quiero que sea supervisor de piso. Tendrá que trabajar más horas, y tendrá que cambiar las semanas de vacaciones, pero dada su lealtad a toda prueba que desde hace años demuestra a la empresa, sé que eso no será problema. En su piso tenemos unos revoltosos, unos quejicas que no tienen la misma actitud de usted, y necesitan que se los controle…

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–Le agradezco muchísimo, pero justamente yo nunca quise meterme en líos o discusiones, no sé si podré ser jefe y dar órdenes… –Por supuesto que puede. Hay unos temas candentes, despidos, que tenemos que hablar lo antes posible… –¿Puedo pensarlo, consultarlo con mi esposa? –Por supuesto que no. Daba por descontado su sí. Empieza el lunes. Cuando el jefe abrió el cajón buscando el tabaco, el hombre tuvo la absoluta certeza de que había terminado la reunión. Tres –Tendríamos que hablar, –dijo la psicóloga. ¿Se acuerda de lo que pasó al final de la última sesión? De eso tenemos que hablar. El jefe estaba tendido en el diván con los zapatos de suela de cuero sobresaliendo del borde. En ese momento se los estaba examinando, y los movía para adentro y para afuera. Siempre le había parecido que una psicóloga de esa categoría debería tener un diván más largo, donde cupiera un tipo como él, de un metro noventa. Y siempre había visto su altura como la expresión física de su importancia, su poder. Su ego, diría la psicóloga, como si la estuviera oyendo. Pero ahora la estaba oyendo. –Tenemos que hablar de lo que pasó al final de la última sesión. Habíamos quedado en que me pagaba el mes, y cuando ya se estaba yendo me dijo que no había traído efectivo y que lo dejáramos para hoy. ¿No le parece una actitud infantil? ¿No le parece que tiene que ver con los traumas de infancia de los que estamos hablando aquí? –¿Infantil por qué?, –saltó el jefe. Hoy lo traje. ¿Cuándo tenía que habérselo dicho? –Al principio de la sesión. Era un acuerdo que teníamos. –A mí no me parece grave. –Estamos analizando sus problemas con cumplir sus promesas, empezando con la relación conflictiva con su padre. Tengo que empezar por aquello que veo, lo que me concierne,

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lo que tengo cerca. De lo que más nos cuesta hablar es de lo que tenemos más cerca. De la relación con la persona con la que estamos hablando. Aunque su relación conmigo sea… –Yo creo -la interrumpió el jefe, exaltado-, que le importa más el dinero que le pago que mis problemas con mi padre, que esta semana empeoraron, por si quiere saberlo. Empeoraron mucho. –¿Que a mí me importa más qué? ¿El dinero? Eso es interesante. Tenemos que hablarlo. Hay un nudo ahí. ¿Y a usted qué es lo que le importa? ¿Qué le importa?

–No soy tu paciente, mamá. No soy un caso de estudio. Estoy confundida, me siento inquieta, aturdida, no sé… –¿Pero me lo podés decir rápido? Siempre hablás rápido, fuerte, como una ametralladora, y ahora estás balbuceando que no hay quién te entienda… –¿Vos tenés que irte, no? –Sí, pero si querés me quedo y hablamos. La hija de la psicóloga miró a su madre con una brizna de esperanza, pero una bruma de tristeza le fue nublando la vista. –No, mamá. Hablamos otro día. No te preocupes.

Cuatro –Tendríamos que hablar, –dijo la hija de la psicóloga. –¿Tiene que ser ahora, cariño?, –contestó la psicóloga mientras se pintaba los labios de un morado intenso. ¿Por qué es que siempre querés hablar cuando estoy ocupada? ¡Siempre! –¿Y cuándo es que estás? ¿Cuándo estás para mí?, –masculló la hija. Estás para todos, estás para tus pacientes de noche y de día, estás para tus amigas. Pero no estás para los problemas de tu hija. ¿Cuándo es un buen momento? Decime vos. –Bueeeeno, –se serenó la psicóloga, y se sentó en la silla de la cabecera de la mesa del comedor. Qué me querés decir. –Decir no: hablar, conversar. Hablar como amigas, como compañeras. –No somos ni amigas ni compañeras. Yo soy tu madre, –se volvió a endurecer la psicóloga. –No quise decir que fuéramos iguales. Es que quería hablar con una mujer, con una chica. Es sobre las mujeres, las chicas… –A ver si te entiendo. ¿Tenés problemas con tu sexo, con las otras mujeres? –Con todas no. Con algunas, o más bien con alguna. No es fácil, es complicado de decir y no sé cómo vas a reaccionar… –¿Cómo voy a reaccionar? ¡Para qué estudié siete años en la facultad, si no es para entender a la gente y en primer lugar a mi hija!

Cinco –Tendríamos que hablar, –dijo el profesor, –sobre el método socrático en la clase de hoy. –Es el comienzo de la filosofía, el considerado momento inicial. El padre de la filosofía, Sócrates de Atenas, tenía en el siglo V antes de Cristo una academia donde enseñaba a los jóvenes a pensar por sí mismos. Iban caminando por los jardines y hablaban. Los alumnos le hacían preguntas y Sócrates respondía. Y a su vez Sócrates hacía preguntas a sus discípulos, los confrontaba con sus propios prejuicios, sus ideas preconcebidas, y los obligaba a examinar las ideas que creían sólidas. La hija de la psicóloga tomaba notas furiosas en una carpeta con tapas negras. Estaba en su etapa negra. Negra la camisa ancha, negros los pantalones rotos, negros los borceguíes de cuero. Negro el contorno de los ojos enrojecidos. –Eso es lo que llamamos el método socrático, –dijo el profesor. Que mediante el diálogo fecundo todos aprendan, todos se clarifiquen. Los discípulos ponen sus ideas en cuestión, en tela de juicio. Ante las preguntas del maestro, llegan a las conclusiones correctas por sí mismos. Pero en estos diálogos el maestro también aprende, porque las preguntas de los discípulos le presentaban temas y enfoques que no había considerado. Ante la soberbia de los filósofos rivales, Sócrates comenzaba reconociendo su propia ignorancia. De ahí viene la principal frase que se le atribuye: “Solo sé que no sé nada”. En parte era humildad, pero también esto de preguntar desde la

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ignorancia era una pose, un método para que sus discípulos se enfrentaran a las preguntas más simples y básicas, que muchas veces son las más difíciles. –Platón, uno de los discípulos más aventajados de Sócrates, escribió muchos de estos diálogos, que ahora son la base del pensamiento occidental, –prosiguió el profesor. En este curso vamos a leer algunos de los Diálogos donde Platón reproduce estas conversaciones. Es importante entender por qué la filosofía occidental nace con un pensador que hace preguntas y ayuda a que cada uno encuentre su respuesta. Se atusó la barba cana y se acercó a la mesa a beber un sorbo de agua. No volaba una mosca, el silencio era absoluto, como le gustaba al profesor. –Estos diálogos que tenía con sus muchachos -porque eran todos varones, las mujeres no estudiaban en esa época, y además a Sócrates, igual que a Platón, le gustaban los muchachosdecía que estos diálogos… –¿Le puedo hacer una pregunta?, –alzó la mano la hija de la psicóloga. Es sobre esto de los muchachos. –¿No puede esperar a que termine la exposición?, –se revolvió fastidiado el profesor. Por algo se llama clase magistral. Ustedes todavía no saben de esto. Tienen que escuchar. Después, al final de la clase, pueden hacer preguntas. Y refunfuñando, como si hablara consigo mismo pero lo suficientemente alto como para que todos los escucharan, agregó: –Cada vez vienen con menos modales los alumnos de hoy. La hija de la psicóloga no se pudo reprimir, y dijo lo último que diría en el curso del profesor, del que fue expulsada esa misma tarde. –Sería interesante saber qué hubiera dicho Sócrates en un caso como este. Y salió del aula casi corriendo.

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Seis En el pasillo, la hija de la psicóloga se acordó, como en un ramalazo, de su charla de la noche anterior con su madre. Estaba alterada. Respiraba con dificultad. Se culpó por no saber expresarse, no poder decir lo que quería decir. Dobló la esquina del pasillo y topó de frente con su compañera gótica. Se puso todavía más nerviosa. Sudaba, sonreía como tonta, se le había acelerado el pulso. No entendía lo que le pasaba. Desde hacía dos meses que no entendía nada. Pero sabía con seguridad que no quería que el encuentro acabara. Que quería decirle algo. Quiso sonar atigrada pero le salió como una gatita. –¿Querés tomar algo esta tarde? Yo te invito –carraspeó. Y agregó, impostando una voz seria, como si así fuera a arreglarlo: –¿Querés? Tendríamos que hablar.

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D o s m uj e r e s César Alz at e Varg a s

Con estas palabras recibió doña Adela a mamá cuando fuimos a darle el pésame por el asesinato de su hijo: “Para mí también había, doña Estela”. Tenía una tristeza digna, no estaba derrotada, y me impresionó el hecho de que un rato más tarde tuviera ánimo para ver el partido de la selección Colombia. Ella siempre ha sido una mujer muy fuerte. Nada de gritos desgarradores ni derrumbamientos. En el momento de ir a recoger a Elkin, allí a la vuelta de su casa, a no más de cien metros de donde ahora estamos conversando, se cruzó con el asesino. El hombre aún tenía el revólver en la mano. Quizás azorado, en todo caso cínico, le gritó: “Esto es para que aprenda a criar hijos”. Ella le dijo a Jairo, su hijo mayor, en un volumen suficiente para que el asesino la oyera: “Este desgraciado fue el que lo mató. Y como la mamá lo supo criar tanto para que matara gente, él cree que yo soy la misma cosa”. Eso nos contó ese domingo, mortificada pero firme, y con palabras muy parecidas vuelve a contárnoslo hoy. Entonces agregó: “A mí también me tenía que tocar”, y se lo dijo a alguien que podía entenderla, a una mujer a quien muchas veces le había tocado. A mamá. De los muertos, que son tantos, estamos hablando ahora, veintiún años y tres días después del asesinato de Elkin, la tarde de un lunes de septiembre en que hemos venido a propiciar entre doña Adela y mamá, un reencuentro de vecinas que se han querido toda la vida, que se han respetado y servido mutuamente, y a quienes la vida separó cuando nosotros nos fuimos del barrio. Ambas familias han mantenido desde entonces una comunicación, aunque esporádica, constante, pero

las reuniones entre las dos matronas han sido escasas. Durante los veintisiete años que han pasado desde cuando nos fuimos, los encuentros con doña Adela y los suyos se han producido en dos tipos de momentos: una muerte allá o acá, la presentación de un libro mío. En unos y otros acontecimientos, hay siempre la manifestación del gran afecto y del deseo de retomar la relación. El afecto se mantiene, intacto, imperecedero, pero la relación no se retoma. Claro, es que la vida impone unas dinámicas distintas a las que el corazón anhela. La idea del encuentro de hoy es ponerlas, por fin, a convertir en verbo la primera acepción del sustantivo diálogo en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua: “Plática entre dos o más personas, que alternativamente manifiestan sus ideas o afectos”. La definición es perfecta para lo que sucede hoy: la conversación entre estas dos mujeres que han estado pendientes una de la otra desde la tarde de 1974 en que mamá, joven, sola y con dos niños, llegó a vivir a la cuadra. Había enviudado un año atrás: su marido, mi papá, fue el primero de una larga lista de muertos que la violencia de esta ciudad nos ha ido tirando por la ruta a lo largo de la existencia. Con el auxilio mutuo -una especie de subsidio para deudos de uniformados muertos- de cuarenta mil pesos que le dio la Policía Nacional, compró esa casita que habitamos durante los trece años más importantes de nuestras vidas. Quiso algún dios benévolo que justo en la casa contigua vivieran doña Adela y los suyos: el señor, la señora y los muchachos Puerta Santana. En cuanto la vio llegar, tan joven, tan sola, la señora de al lado se le puso a la orden; mamá le retornó el ofrecimiento, y a fe que las dos cumplieron su palabra con lujo de detalles. Doña Adela era una mujer grande, fuerte, sólida. Esposa de un operario de maquinaria pesada y madre de siete hombres y cinco mujeres, uno de ellos muerto al nacer por los errores de una enfermera que no supo arreglárselas con la posición equívoca en que el niño venía (ella lo recuerda con insistencia, mucho más de medio siglo después; el niño tuvo por nombre Juan José). Era una bien lograda mezcla de candidez y reciedumbre,

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toda bondad. Sigue siéndolo, solo que ahora no tiene la fuerza de aquella época y entonces carecía del halo venerable que se asienta sobre las personas buenas que han sobrepasado los ochenta años. Había nacido en jurisdicción de Sopetrán, occidente antioqueño, en una vereda ubicada cerca del Río Cauca; de ahí le viene el dejo acosteñado que hay por allá en el fondo de su acento. Dieciséis años menor, mamá era una campesina trasplantada por las vicisitudes del destino a la ciudad, bella a la manera de la antioqueñita de la canción, aunque con los ojos no negros sino de una claridad difícil de asentar en algún color específico. Mi papá la encontró, jovencísima y feliz, en una pradera de ensueño ubicada en lo hondo del cañón del Samaná, en los límites entre Antioquia y Caldas, y se la arrebató a la inocencia; rodaron juntos por pueblos y veredas del Eje Cafetero y luego, para dicha y desgracia -entre ambos extremos se mueven sin remedio los destinos de todos aquí- recalaron en esta ciudad. En Medellín fue asesinado él por impedir que la mujer de un matón apuñalara a otra, y mamá quedó sola. Tenía dos hijos pequeños y trabajaba, trabajaba, trabajaba. Mamá es la persona más valiente que he conocido jamás. Al enviudar, rechazó los ofrecimientos de repartir los niños entre los abuelos y, no me explico cómo, se dedicó a estudiar, a cuidarnos, y a oficios que le exigían más allá de sus fuerzas. En dilatados periodos fue modista, vendedora ambulante y de almacén, artesana de muebles, secretaria, cajera de granero y eje de un grupo familiar al que a lo largo de los años se fueron agregando sus hermanos. Las dos están hermosas esta tarde, vestidas para una ocasión que ha estado postergándose demasiado tiempo. Mamá lleva puestas unas sandalias de listones negros, blancos y dorados, un pantalón negro y una blusa amarilla, se ha colgado de las orejas unos aritos rematados por sendas perlas y se ha hecho peinar el cabello corto hacia atrás, recogido arriba por una hebilla, en un corte que le devuelve por lo menos veinte años de juventud. Nuestra vecina -jamás tendremos otra- tarda unos minutos en aparecer. Está acabándose de arreglar, nos

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informan. Y entonces se materializa en la entrada de la sala, en el segundo piso de su casa, con una risa espléndida, ataviada con unos zapatos negros de señora de su edad, unos pantalones grises y una camiseta de rayas horizontales grises, negras y blancas de distintos calibres, y con pendientes de oro. Camina despacio y con pasos inseguros, porque le duelen la columna y las articulaciones. Su cabello es gris y cano; el de mamá, gracias a algún sortilegio de los años, tiene varios tonos de castaño. Con ella hemos venido los que después de tantos siglos seguimos siendo sus dos hijos; a la vecina la acompañan Patricia y Deisy, dos de sus hijas. Todos nos trenzaremos en animada conversación, pero dejaremos que sean las palabras de las dos señoras las que más se escuchen. Durante las próximas tres horas nos dedicaremos a repararle grietas a la memoria, aunque ello implique dejarle unas cuantas a la verdad. Mismas que, por supuesto, no estoy interesado en mostrar aquí. Por alguna razón, para mí las muertes importantes de doña Adela siempre han estado vinculadas al fútbol. Don Joaquín, su esposo, murió del corazón el 14 de noviembre de 1976. Era domingo. Ese día íbamos a ir por primera vez al estadio con Gonzalo, el novio que mamá tenía entonces. Lo recuerdo patentemente, aunque con menor exactitud de la que he creído durante todo este tiempo: estaba convencido de que don Joaquín había amanecido muerto en su cama, pero hoy doña Adela nos aclara que no, que fue en el hospital, que venía sintiéndose triste porque se iba a jubilar y pensaba que la jubilación era el acabose de un hombre; se mareó llegando a la casa, lo llevaron a urgencias y todo eso. En cuanto se enteró de la muerte del vecino, mamá hizo dos cosas: recogió un pequeño mercado para la familia del fallecido, una bonita costumbre que no sé si aún se practica en los barrios, y canceló su ida al estadio. Nos mandó con Gonzalo. Jugaban Nacional y Junior, eso lo recuerdo; no recuerdo quién ganó. Y recuerdo que al día siguiente, cuando el cortejo fúnebre emprendió a pie la marcha hacia la iglesia de San Nicolás, la viuda iba adelante, vistiendo su luto de blusa y slack, un pañuelo blanco en la mano, y muy

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en silencio. Muy entera. “¿Doña Adela es mala?”, le pregunté a mamá porque no la había visto llorar. Las mujeres de mi mundo, mamá incluida, siempre lloraban con desgarramiento la muerte de sus maridos. Supongo que doña Adela lloró la del suyo, pero no creo que se haya desgarrado. Éramos sus vecinos desde hacía dos años y mamá tenía bien clara la bondad de doña Adela. Algo dijo entonces para explicármela. Hoy me cuenta una historia que me vuelve a hacer entender cuál era el talante de aquella señora: mamá salía muy temprano a trabajar y regresaba muy tarde; cuando en la mañana dejaba las sábanas remojando para lavarlas por la noche, al regresar las encontraba ya secándose, pues la vecina, compungida de verla trabajar tan duro, las lavaba por ella. No sé cuántas veces ocurrió, pero las que hayan sido son suficientes para amarla hasta que la memoria alcance. Y no era este el único favor que nos hacía. Doña Adela y mamá se han pasado la vida haciéndose favores sin que a cada una la mueva más interés que el bienestar de la otra. Su tercera muerte muy importante le dejó a doña Adela un velo de tristeza que nunca se le quita de encima, según nos cuenta Deisy. Julio era el menor de sus hijos. Ocurrió el 15 de diciembre de 2002, domingo, lo recuerdo con total precisión porque él fue el gran amigo de nuestra niñez. Y, de nuevo, fue una muerte ligada al fútbol. Ese año, el Deportivo Independiente Medellín, el equipo del que era hincha, quedó campeón por primera vez en cuatro décadas y media. Recuerdo que pensé: “Ah, qué mala suerte la de mi amigo. Medellín queda por fin campeón y él se muere antes de poder disfrutarlo”. Algo muy parecido le había ocurrido a Elkin: unas horas después de que lo mataran mientras jugaba un partido callejero, la selección Colombia le hacía a la de Argentina cinco goles en Buenos Aires y por la eliminatoria mundialista. Era el 5 de septiembre de 1993, el nuestro, el 5 de septiembre que nunca olvidaremos los colombianos de nuestra generación. No han sido esas sus únicas muertes, desde luego, y es un atrevimiento señalarlas de importantes, como si a mí me compitiera otorgar tal calificativo. En realidad, en todo este tiempo

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han muerto otras personas amadas por ella: su hermana Gilma; doña Candelaria, su mamá; su nieto Juan Carlos -a los tres los conocí-, y algunos más de los que no tuve conocimiento. Por su parte, las muertes de mamá han sido incontables. Las más importantes, no ligadas al fútbol pero sí a la violencia: mi papá, cuyo nombre heredé; mis tíos Faber y Lázaro, mi abuelo Jesús. Cada una de ellas le ha lacerado el espíritu. De estas, sin embargo, no hablan hoy. ¿De qué hablan, tantos años después, dos mujeres que se han respetado y querido? De la vida, obvio. Y la vida es la gente. “Doña Adela, ¿qué hay de tal?”, pregunta mamá a lo largo de la conversación, y la respuesta sobre muchos de esos tales está otra vez emparentada con la muerte. La muerte cercando la vida por todas partes. Al fin y al cabo, el tiempo ha pasado lo suficiente para que los viejos murieran y los jóvenes envejecieran, y ninguna familia, ningún amigo de nuestra época en el barrio puede estar indemne a estas alturas. Doña Adela devuelve las preguntas: “¿Qué hay de tal?”, y por las respuestas desfilan mi abuela, mis tías, algún tío, los primos. Se habla de los muertos y los vivos esta tarde, de la gente que en su conjunto hace vivible la existencia de cada cual. Y del tiempo, cuyo paso es a veces tan engañoso. –¿Qué le pasó a él, tan joven? -pregunta mamá evocando al cuñado de la vecina que falleció hace un par de años. No era tan joven el señor; era que mamá no había vuelto a verlo en más de dos décadas y lo tenía en la memoria como la última vez-. –¿Y esos hijos muy grandes? –Ya están muy viejos –precisa doña Adela. Los hijos muy grandes, que en realidad están muy viejos, rondan las edades de mi hermano y yo, cuarentones avanzados. Lo mismo sucede con los muchachos y muchachas del barrio a cuyos nombres nos conduce un poco aleatoriamente la memoria: este sufrió un infarto hace ya tiempo, aquel se convirtió en un señor melancólico que no sale de su casa, el de más allá no fue asesinado, como tantos muchachos de nuestra generación, pero ha visto caer a uno o dos de sus hijos en esta violencia que sigue intacta desde nuestros tiempos hasta los de nuestros descendientes.

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Sobre todo, se evocan una a la otra. Entre los regalos que hemos traído hay una botella de vino. Las dos se acuerdan de cuando bebían aguardiente juntas. Mamá lo hacía, no sé, porque el licor al fin y al cabo ayudaba algo a sobrellevar la situación; doña Adela, para acompañarla. Cuando al fin se sirve una ronda de la bebida de la tarde, mi hermano instruye en chiste a la anfitriona: “Para que se emborrache y les ponga problema a los vecinos”. –Sobre todo mi mamá –ríe Deisy. Mamá recuerda que don Joaquín le otorgaba cierta licencia para arrastrar a doña Adela hacia los tragos, pocos. Y esta trae a colación la que tal vez fue su única rasca, una noche en que los aguardientes se enredaron con las canciones, negrita chavelona de mi barrio, y polvo de los caminos, y enterraron por la tarde la hija de Juan Simón, y ríen ellas también. Ríen porque antes lloraban al oír esas canciones, y porque la vida en definitiva es una ocasión alegre. La charla vuelve a adentrarse en los vecinos, las familias, el barrio que ha cambiado tanto: hasta una línea del Metroplús lo tiene como punto de partida y de llegada. –¿Quién vive en la casa que era de nosotros, doña Adela? –pregunta mamá cuando la tarde se acerca al ocaso. –Un zapatero –responde ella, y a continuación habla con melancolía del deseo de haberla comprado para alguno de sus hijos. –John Freddy, vamos a la terraza pa’ que vea la casa –invita Patricia a mi hermano. Van. En la sala, la conversación empieza a silenciarse. Minutos después, doña Adela hace encender el televisor, el gran excluido de la visita, para ver la lotería. Mamá anuncia que va a subir a la terraza. Para ver nuestra casa, claro. Yo voy con ella, y Deisy nos acompaña. Nos cuenta otra historia del barrio y de la vida, la versión que no tiene presente doña Adela. La casa, que sentimos tan íntimamente nuestra todavía, se alarga aprisionada entre la de doña Adela y otra un piso más abajo. A diferencia del resto de la cuadra, pareciera no haber cambiado para bien desde nuestro tiempo. Miramos. Hablamos.

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Decidimos la partida. De regreso a la sala encontramos a doña Adela algo frustrada porque no alcanzó a ver el resultado de la lotería. Debe habérsela ganado sin darse cuenta por lo menos tres veces en toda una vida de hacer chances, comprar quintos. Bueno, una vez sí se dio cuenta. Fue recién muerto don Joaquín y con ese dinero emprendió la primera reforma, gracias a la cual la empalizada con techo que adquirieron cuando llegaron al barrio, en 1960, se convirtió en una casa. Ha vivido otros dos enviones de remodelación, ambos por los tiempos de las muertes de Elkin y Julio, y hoy por hoy está constituida por dos plantas bien construidas y acabadas. Allí habita una numerosa prole de mujeres. –Doña Adela –le habla mamá, ya en tono de irse: que la Virgen la acompañe… Está muy linda su casa. –Ahí la tiene a la orden. Nos acompaña hasta el primer piso. Está emocionada, igual que nosotros. Entonces se inspira: “¿Y ustedes no querían ver su casa?”. Ofrece interceder por nosotros ante los actuales inquilinos, el zapatero y su esposa, para que nos permitan la entrada. “Ay, qué pena”, dice mamá, que siempre ha sido demasiado tímida para eso de molestar a las personas. “¿Y para qué sirve hablar pues?”, replica doña Adela. Recobra el ímpetu de sus años y se nos adelanta. La seguimos, mamá, Deisy, mi hermano y yo. Sale de su casa. Dos metros abajo, en la puerta contigua, tras superar el fuerte obstáculo del desnivel de por lo menos cincuenta centímetros entre su acera y la que fue nuestra, saluda al zapatero que despacha en nuestra antigua sala y en medio minuto nos consigue la franquicia para ingresar al reducido universo del que salimos veintisiete años atrás, cuando nos unimos en otro barrio a la abuela y a los últimos tíos que se vinieron del campo. Entramos saludando a los amables inquilinos, que son algo así como la cuarta generación de moradores después de nosotros, y pedimos perdón por la molestia, les contamos que allí vivimos cuando el mundo era… En fin, a cada uno lo avasalla un tornado de sensaciones que no comparte con los demás.

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Nuestra casa, que hace tres cuartos de vida dejó de serlo, es larga y estrecha, una planta única aprisionada entre la de doña Adela y la que el Bogotano construyó para una de sus hijas pocos años después de nuestra llegada al barrio. Después de nuestra partida le pusieron piso de baldosas moteadas, y unos barrotes a la ventanita de la habitación que linda con la sala. Recorremos la galería de cuartos: sala, dormitorio de mamá, dormitorio nuestro y cocina. Nos sorprende en la cocina el mismo juego de azulejos que mamá mandó poner en una de las pocas mejoras que pudo hacerle a la casa. Y, a continuación, el único cambio: después de la cocina, en el gran patio que durante esos trece años fue para nosotros una base de operaciones interplanetarias, construyeron un par de dormitorios más. Vamos hasta el fondo y regresamos en el acto, siempre disculpándonos por las molestias causadas, y nos retiramos muy pronto de allí, no sé si acosados por la melancolía o por el descubrimiento de que esa casa en realidad no nos produce sentimiento alguno: puede que en el fondo de nosotros mismos hayamos dejado de identificarnos con los que fuimos. Y, por fin, los individuos en que nos hemos transformado al cabo de la vida, se despiden de los individuos en que se han convertido nuestras antiguas vecinas y sabemos que entre los del pasado y los del presente existe, firme, el vaso comunicante de la gratitud, de la amistad, del cariño imperecedero. Hay los abrazos, los buenos deseos. La alegría. Cruzamos la calle y abordamos la camioneta de mi hermano. Nos vamos. Otra vez, espero que aún no para siempre. Para dirigirnos al sur, la zona ignota de la ciudad que desde hace tantos años habitamos sin pertenecer a ella, mi hermano enfila el carro por la noventa y dos, ya no hacia abajo, como en nuestros tiempos, sino hacia arriba: una cuadra más arriba de donde estábamos, en la cuarenta y seis, toma a la derecha y, aprovechando los viaductos construidos por una administración posterior a nuestra permanencia en lo que antes se llamó la comuna nororiental y ahora no goza de identidad reconocible, nos aleja del barrio. Por esa carrera nos vamos, bordeando las faldas de la comuna, derecho, derecho, hacia el sur, cruzan-

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do Manrique, Villa Hermosa, Los Ángeles, y muchas cuadras después alcanzamos la Avenida Oriental, ya en el centro mismo de Medellín, y por ella bajamos con rumbo occidente para buscar la glorieta que nos permita reorientarnos hacia nuestro destino. Nos vamos callados, interrumpido el silencio solo por vaguedades, los tres corazones varados en la calle noventa y dos con carrera cuarenta y seis A, donde doña Adela y sus hijas quedaron diciendo adiós con las manos. La confluencia de esa calle y esa carrera, el antiguo sector del Chilí -cuyo nombre nadie recuerda-, es nuestra coordenada en el mundo y en la vida. No volvemos la mirada para ver por última vez el lugar donde quedó nuestro pensamiento, extraordinariamente amarrado a los corazones. Nos vamos. Seguimos yéndonos, como hemos estado haciendo durante veintisiete años, desde el desarraigo. El desarraigo consiste en regresar una y otra vez y en cada ocasión enterarse de que ya no se pertenece. Del encuentro quedan varias fotografías, como corresponde. Dos de ellas me conmueven. En una, desde luego, aparecemos todos sentados en la sala de nuestra antigua casa. La otra es muy hermosa. Están ellas dos, sentadas en el sofá de la anfitriona, en un plano americano. Mamá posa su mano izquierda en el brazo ídem de doña Adela. Ambas miran hacia la parte superior del plano y sus miradas escapan del cuadro por encima del eje, y los ojos y bocas sonríen con una luz de optimismo. Están contentas por haberse vuelto a encontrar, y están serenas después de todas las batallas. El barrio se llamaba Aranjuez. Así continúa llamándose, pero como ya no lo habita mi corazón no tiene nombre para mí.

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con las manos Felipe Sánchez Hinca p i é

Siete personas conversan en San Alfonso María de Ligorio, el templo del barrio Tricentenario, al noroccidente de Medellín. Sin hablar y mirándose fijamente a los ojos, se cuentan lo que hicieron durante la semana y esperan, como cada sábado, a que comience la misa de las seis de la tarde. Mientras caen las últimas gotas de lluvia, se quejan del frío haciendo temblar sus brazos y moviendo las palmas cerradas de sus manos de adentro hacia afuera. Antes de seguir dibujando sus palabras en el aire, interrumpen su conversación cuando ven llegar al párroco Jadson Castaño Arias, delegado de la Pastoral Católica de Sordos de la Arquidiócesis de Medellín, creada en 1996 con el fin de hacer partícipe a la comunidad sorda de los rituales católicos. El sacerdote se pone la mano derecha en la frente en señal de saludo y luego les pide sus datos personales para realizar un censo de ellos. Mientras escriben la dirección y el teléfono de sus casas, Castaño Arias, quien aprendió lengua de señas antes de ordenarse como sacerdote en el 2008, dice que las cien personas sordas que conforman su comunidad, provienen de barrios como Castilla, Doce de Octubre y Santa Cruz, relativamente cercanos a Tricentenario; y que también vienen personas desde municipios del sur del Valle de Aburrá como Envigado e Itagüí. La mayoría depende económicamente de sus familias o tienen que arreglárselas para conseguir el sustento diario. La misa de los sábados les permite olvidarse del desempleo, la insuficiente atención en salud y de otros problemas generados por un sistema que no está pensado para ellos.

Durante el 2008 se reportaron en la ciudad de Medellín 27.000 personas sordas y, según Marleny Gallo Cadavid, directora de la Asociación Antioqueña de Personas Sordas, muchas de ellas no pueden satisfacer sus necesidades básicas y deben enfrentarse a la discriminación y a la falta de oportunidades. El sacerdote, testigo de esta situación, ha tratado de solucionarla no sólo con el acompañamiento espiritual, sino también con iniciativas como el apadrinamiento de familias sordas, que consiste en recibir donaciones mensuales de veinte mil pesos para comprar mercados o cubrir gastos médicos. Si bien a la misa de los sábados asiste una buena cantidad de personas sordas, la concurrencia aumenta en celebraciones como la Semana Santa o la Navidad, ya que ambas son celebradas en lengua de señas donde, además de dedicarse al recogimiento, cargan las imágenes o realizan un concurso de villancicos. A pesar de que su trabajo aumenta durante esas celebraciones y a veces no cuenta con los recursos suficientes para realizar su labor pastoral, Jadson Castaño Arias se siente satisfecho de poder llevar el evangelio a las personas sordas, ya que esto les permite “tener un espacio en la iglesia y ser reconocidos en igualdad de condiciones”. Y esa satisfacción puede notarse cuando habla en lengua de señas, ya que es más expresivo que de costumbre: abre los ojos, levanta las manos y mueve su cuerpo como si estuviese jugando un partido de fútbol. Pero cuando no lo hace mantiene las manos cruzadas y su rostro permanece sereno. Aunque domina la lengua de señas a la perfección, Castaño Arias reconoce que ha sido difícil traducir los conceptos bíblicos. –En la lengua de señas no existen algunas palabras, ya que todos los días se está construyendo y necesita de nuevos conceptos. Se pueden transmitir palabras como amor o servicio, pero otras de un orden más metafísico como epíclesis, que se refiere a la invocación del Espíritu para que descienda sobre el pan y el vino y se convierta en la sangre y el cuerpo de Cristo, son un poco difíciles de explicar. Como no hay una seña concreta para ella, debes casi partirla y utilizar varias para lograr transmitir el concepto. DIÁLOGO

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Para demostrarlo, el sacerdote simula que está ante el altar, se frota la cien con el pulgar izquierdo, dibuja una aureola sobre su cabeza, baja el dedo índice, cruza sus manos, luego las separa y las pasa ligeramente sobre su cuerpo mientras dice: “Recordar que Dios es santo y que el pan y el vino cambian porque el Espíritu Santo llega y hace que este pan y este vino se conviertan en el cuerpo y la sangre de Cristo”. Castaño Arias reconoce que al principio se sintió impotente, pero con el tiempo se fue acostumbrado a ello. Cuando terminaba, sentía temor de que sus feligreses no le hubieran entendido nada. Por eso les preguntó a varios de ellos qué señales se acoplaban mejor a lo que les quería decir, y tras varios ensayos pudo hacerlas sin mayores contratiempos. Por ejemplo, para representar Cielo pone sus manos ligeramente cóncavas una encima de la otra y repite ese movimiento hasta que las lleva hacia arriba y las separa, mientras que en el caso de Infierno apoya la mano derecha en la frente haciendo la señal del macho cabrío y la baja rápidamente cruzándola con la mano izquierda. Sobre estos conceptos, o realidades últimas como son llamadas en la Biblia, el sacerdote aclara que también es un poco difícil representarlos ya que muchos sordos no los reconocen, pero que gracias al contacto que ha sostenido con ellos ha podido transmitirlos de la manera más adecuada. La constancia de Castaño Arias es recompensada con el aprecio que le tienen sus feligreses. Varios de ellos, como Doña Luisa Acosta, quien vive cerca al parque de Bello con su hermano y además de comunicarse con las manos teje sacos, bufandas y tendidos que les regala a sus familiares y amigos, aseguran que la labor del sacerdote les ha permitido sentirse importantes y le agradecen que se tome el tiempo necesario para leer lo que dicen sus manos. Castaño Arias tiene muy claro que para conocer las realidades del sordo es necesario aprender su propia lengua. Y ese punto de vista también lo comparte Clara Montoya, licenciada en Educación especial de la Universidad de Antioquia; profesora de primer grado en el Colegio de ciegos y sordos; lectora

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de cuentos en la Casa de la Lectura Infantil de Comfenalco e intérprete de las misas que se celebran en la parroquia San Alfonso María de Ligorio. Para ella el afán de los oyentes por convertir a los sordos en hablantes y su desconocimiento de la lengua de señas colombiana, conformada por gestos, expresiones y movimientos corporales que representan ideas, emociones y sentimientos, genera una lástima hacia ellos que complica su situación. –Decimos ¡ay, pobrecitos! y pensamos que les falta algo y que no pueden hacer nada. Pero ellos no son así, tienen muchas capacidades, ya que escuchan con sus ojos y perciben con su tacto y su cuerpo. Clara afirma que los sordos no se dan cuenta de su condición hasta que adquieren la lengua de señas, indispensable para comunicarse entre sí y que además les da su identidad y los hace sentir parte de algo. Para corroborarlo cuenta que un niño sordo fue ingresado a una escuela con oyentes, y aunque tratara de leer los labios de la profesora se desconcentraba fácilmente. Luego ingresó al Colegio de Ciegos y Sordos y le pareció extraño que sus compañeros se comunicaran con las manos, pero al relacionarse con ellos pudo darse cuenta que también era sordo y podía comprender el mundo a través de señas. Este y otros casos los recopiló Clara en una tesis que le permitió obtener la maestría en Educación y desarrollo. Para ella las barreras impuestas a las personas sordas pueden derribarse cuando se les da la posibilidad de expresarse y formarse. Aunque ha habido avances en materia de inclusión, considera que hace falta más apertura, ya que han sido señalados a través de la historia como enfermos y pecadores. Pero quizás esas barreras podrán derribarse con amor, paciencia y respeto, y eso lo tiene muy presente Clara, porque para ella los sordos hacen parte de su familia. Normalmente Clara Montoya es reacia a hablar con desconocidos, pero cuando está al lado de personas sordas es amable y espontánea. Durante su época de estudiante, exactamente en 1998, vio un curso sobre limitaciones auditivas y a partir

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de ahí quiso saber más sobre la comunidad sorda. Por eso, se vinculó a la Pastoral Católica de Sordos y gracias a ello rotó por varias parroquias de la ciudad de Medellín hasta terminar en la de San Alfonso María de Ligorio, donde actualmente es intérprete. Pero antes de esto hubo un suceso en su vida que la marcó por completo. –Cuando yo estaba cursando octavo grado en Amagá, mi profesora de Historia, Eugenia Arcila, se despidió de nosotros y nos dijo que se venía a trabajar a una institución educativa para sordos en Medellín. Esa fue la primera vez que escuché la palabra sordo. Después de graduarme como bachiller trabajé en el Hogar Tierra de Vida, donde atendían a niños pobres y desnutridos. Yo estaba encargada de cuidar a un grupo de bebés, a uno de ellos le dio meningitis y por eso se quedó sordo. Se llamaba Gabriel y los dos nos comunicábamos por medio de señas. Llegó un punto en que la relación entre los dos se hizo tan fuerte que mi hermana me decía que yo hacía los mismos gestos de él. Con el recuerdo de Gabriel en la cabeza, Clara se vino a estudiar a Medellín e hizo sus prácticas en el Colegio de Ciegos y Sordos. Mientras recorría los salones, se reencontró con la profesora Eugenia Arcila quien la reconoció y le dijo, sin pensarlo, que se quedaría trabajando allí. –Eso me hizo enamorar más del trabajo con los sordos –recuerda Clara, emocionada. Aunque fue todo un reto aprender lengua de señas, pudo darse cuenta de que los sordos son muy visuales y por eso le dan un uso diferente a su cuerpo. Durante su aprendizaje no estuvo exenta de cometer errores. –Una vez yo dije, sin querer, una grosería con una seña –Clara toma una pausa para reírse. –Estaba en la misa interpretando las lecturas y debía hacer la seña de la palabra viuda. Esta se hace de dos formas: una es pasando la mano por debajo de la barbilla y la otra es ponerse contra el cuerpo dos dedos, el índice y el medio, que representa la pareja de esposos. Entonces cuando es viuda se llevan hacia

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el frente, el del medio se esconde y queda el índice. Pero como yo estaba haciendo las señas tan rápido escondí el índice y dejé el del medio levantado. Todo fue muy rápido y nadie se dio cuenta, pero desde eso tengo mucho cuidado para hacer las interpretaciones. Y ese cuidado le ha servido para preparar las lecturas antes de la misa. Después de leer la hoja que reparten en la parroquia se hace una imagen en la cabeza sobre lo que tratarán las lecturas o el evangelio, y si tiene dudas sobre alguna seña, se las hace saber a los sordos para que se las resuelvan. –Los sordos son muy agradecidos y me hacen sentir muy bien. Me impacta que cuando estoy parada al frente interpretando, veo a muchos pero no logro ver a cada uno, y en cambio ellos sí me ven a mí como una sola persona. Con sus sonrisas y agradecimientos me demuestran que me conocen desde hace mucho tiempo. Es muy bonito todo eso, porque muchas veces se me acercan a contarme lo que les está pasando, lo que les duele o los alegra y yo siento que al darles mi confianza los estoy ayudando en algo. Jadson y Clara no solamente se han valido de su experiencia, también han contado con la ayuda de quienes saben lo difícil que puede ser hablar con las manos o enfrentarse al mundo sin escuchar. Uno de ellos es Jhon Mario Mejía, profesor de lengua de señas y líder de los sordos que asisten a la parroquia. Después de terminar el bachillerato con mucho esfuerzo, Jhon estudió Pedagogía en la Universidad del Tolima. Él disfruta al máximo las clases de lengua de señas porque siente que está haciendo realidad su sueño. Además de ser profesor, Jhon trabaja como mecánico en un taller del municipio de Itagüí. Sus ocupaciones no le permiten realizar otras actividades, pero trata de compartir tiempo con su familia, conformada por sus padres y cuatro hermanos; uno de ellos también sordo. Cuando quiere liberarse de la rutina viaja a Cartagena, y mientras mueve sus manos como si fuesen olas, cuenta que el mar lo tranquiliza y le ayuda a conservar la energía de su cuerpo, la misma que le permite dar sus clases sin afanes.

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Aunque sabe los nombres de sus estudiantes, Jhon los bautiza con una seña basada en un rasgo particular como el pelo o los lunares. Esto también lo hacen otros sordos, ya que les permite ahorrarse muchos movimientos de las manos y no tienen necesidad de hacer todas las letras que conforman el nombre. Jhon explica que ellos se valen de su cuerpo para expresar un sentimiento, nombrar un objeto o referirse a alguien. Por ejemplo, si se sienten deprimidos alargan su cara e inclinan ligeramente la cabeza hacia un lado. Cuando los celos se hacen presentes muestran sus dientes, y si quieren coquetearle a alguien simplemente balancean su cuerpo. Para decir que necesitan una linterna elevan sus cejas y redondean sus labios, y para invocar a Dios dirigen su mirada hacia arriba. La gestualidad de estas señas puede prestarse para burlas, que según Jhon, en vez de ofender relajan el ambiente, aunque algunas de ellas no son nada inocentes. Jhon se acuerda de un chiste, abre su mano izquierda representando un árbol y con la derecha imita el vuelo de un pájaro. Cuenta que el pájaro se duerme en una de las ramas y otros pájaros deciden hacer lo mismo. En ese momento pasa un cazador y comienza a dispararles. Los pájaros vuelan asustados pero solamente el primero de ellos es alcanzado por las balas porque como era sordo no pudo escucharlas. Jhon se mueve hacia atrás y adelante mientras sonríe y explica que el humor negro que destilan este y otros chistes, les ayuda a hacer más llevadera su condición. Con alegría, Jhon se dispone a dar a los feligreses de la parroquia un curso bíblico antes de que comience la misa. Primero les explica cómo pueden santiguarse sin necesidad de utilizar tantas señas, que antes solían olvidar y se confundían a la hora de hacerlas. Para demostrarlo llama a una joven y le indica que dibuje con sus manos una cruz sobre su pecho. Los demás la siguen lentamente y memorizan las señales como si fueran a presentar un examen. Luego Jhon les señala cuáles son los objetos utilizados durante la misa, pero justo cuando va a tomar un copón deja caer accidentalmente la tapa. Todos se

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ríen y Jhon agita sus manos como un niño que acaba de hacer una travesura. Después del curso todos conversan como si estuvieran en el recreo y una niña se pasea por las bancas jugando con su oso de peluche. Su mamá la regaña y Doña Luisa le dice con sus manos que la deje ser lo que es, una niña alegre y amistosa. Ella la llama, la niña se le acerca y ambas juegan con el oso de peluche. La grabación del rosario, previo a la misa, deja de sonar y en ese instante llega Clara Montoya. Algunos se paran para saludarla y ella los abraza fuertemente. Jhon le pasa la hoja de las lecturas y Clara se aparta de ellos para leerla en voz baja como si fuese el guión de una obra de teatro. Mira su reloj. Son las seis de la tarde y una campanilla anuncia que la misa va a comenzar. Clara cierra los ojos y cuando los abre levanta las manos. Los sordos se ponen de pie. Luego de que el padre Jadson inicia la misa, su voz, que sale de un micrófono de diadema, comienza a cortarse. Aún así invita a sus feligreses a que le presten atención a las lecturas y la iglesia se queda en completo silencio. Durante las lecturas, Clara intensifica sus gestos, mueve sus manos y su cuerpo rápidamente y por un momento parece actuando en una película bíblica. Es tanta la fuerza de su interpretación que logra transmitir la misma dureza con la que el Señor le anunció a Sebnà que le retiraría las llaves del Templo de David para entregárselas a Hilquías. Sin pausa, ya que también debe traducir a lengua de señas las canciones que acompañan la misa, Clara interpreta la homilía con soltura y mueve su cabeza como si estuviera viendo un partido de ping pong. Está atenta tanto a las palabras del padre Jadson como a quienes miran sus manos. Con su voz pausada, Castaño Arias exhorta a sus feligreses a que conviertan el amor en motor de sus vidas y recuerda que quince días atrás casó a una pareja de sordos que se juraron amor eterno con las manos, mientras sus familiares lloraban emocionados.

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El momento más sublime de la misa ocurre cuando todos rezan el Padre Nuestro. Mientras en las bancas de la nave derecha se repite como un mantra, en las de la izquierda los feligreses alzan y bajan sus manos lentamente, y luego acarician sus dedos como si fuesen un trozo de seda antes de dibujar una aureola sobre sus cabezas. Con esa misma delicadeza estrechan sus manos dándose la paz, aunque quienes están más atrás hacen la V de la victoria y algunas mujeres lanzan besos. El sacerdote concluye, luego de dar la bendición. Los sordos permanecen sentados en sus puestos y dos muchachas entran con unas bandejas llenas de empanadas y gaseosas. Todos, además de conversar, tienen un motivo para quedarse. Clara se les une y Castaño Arias le pregunta qué tal está la empanada. Como ella tiene la boca llena, levanta su pulgar para decir que está deliciosa.

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L a v i da e s m á s c o m p l e ja

d e l o q u e pa r e c e J uan M o s qu e r a RESTREPO

Juan Mosquera Restrepo (Colombia). Comunicador Social Periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana. Ha sido reportero, cronista y columnista en revistas y periódicos como La Hoja de Medellín, El Colombiano y El Mundo, entre otros. Participa en el libro de crónicas Ciudad Vivida (2007). Guionista, documentalista y director de televisión. Actualmente publica columnas de opinión en el portal periodístico Las2Orillas. Trabaja para la Alcaldía de Medellín como director de Mayo por la vida. Alfonso Buitrago Londoño. Periodista independiente y miembro del comité editorial del periódico Universo Centro. Ha publicado crónicas en libros como Medellín a cuatro manos y El libro de los parques. Medellín y su centro. Autor del libro El hombre que no quería ser padre, (Planeta, 2012). Coautor del libro ¿De quién hablan las noticias? Guía para humanizar la información (Icaria, 2008). Gonzalo Velásquez. Estudió Comunicación Social Periodismo en la Universidad de Antioquia, y posgrados en la Universidad de Texas y la Escuela de Ingeniería de Antioquia. Ha ejercido la profesión en radio y televisión, así como en comunicación organizacional. Actualmente dirige la Fundación Orbis, que se dedica a transformar espacios urbanos con color, arte y participación de las comunidades.

La mochila cosida en hilos vegetales de la Sierra Nevada de Santa Marta costaba 85 mil pesos. “¿Por qué tan cara?”, preguntó una chica vestida de telas muy costosas que le daban un aire hippie chic, como dicen ahora. La indígena sólo le respondió con una mirada. Detrás estaba un tipo que dijo, “me la llevo”, así, sin pedir rebaja que es lo que se usa por acá, y entonces la señora wayuu al entregársela, le dice: “cuídela por favor, que ahí van mis pensamientos y mi energía de las dos semanas de vida que le dediqué a esta tutu mientras mis manos la hacían”. El hombre se fue caminando, mochila en mano, pensando cuánto podían valer dos semanas de vida. Mucho más que ochenta y cinco mil pesos, se dijo. ¿Cuánto cuesta la vida? Hubo un tiempo, hace décadas, en que en Medellín ofrecían dos millones de pesos por la vida de un policía. Hay días en cualquier calle de Colombia en que alguien muere por culpa de un ladrón de celulares, que en un instante muta en asesino por llevarse un teléfono que vende luego por menos de cien mil pesos. El crimen organizado -y el desorganizado también- le pone precio a la vida. Al menos eso creen ellos. Pero realmente lo que hace es ponerle precio a la muerte. La vida no tiene precio. Podrías hacer un ejercicio de matemáticas y sumar lo que se invierte en la existencia de un ser humano. Empiezas las cuentas antes de nacer cuando visitas al doctor y van con él los cuidados en los meses de gestación. Y nace. Y se resfría. Y lo vistes. Y se alimenta. Y sonríe (descuenta eso, es gratis). Y lo


llevas a un lugar a aprender. Y aprende. Y quiere esto y aquello. Y procuras que tenga esto y aquello. Y lo cuidas, es decir; inviertes. Y haces lo que sea, cueste lo que cueste, para que esa sonrisa no se pierda. Y él -o ella- luego es independiente, que es lo mismo que decir que se paga los gastos propios. Y sumas. Y sumas. Y un techo y un plato sin hambre y una noche sin frío y todas esas cosas que lo hacen sentir un poco menos solo, es lo que busca y consigue. Incluso, si puede, viaja (porque hay seres humanos que viajan, sepa usted) y sigue aprendiendo y comprende que los papelitos con próceres, esos que dicen estar respaldados por un oro que nadie ha visto, son necesarios en nuestra comunidad de este lado del mundo para vivir los días según las reglas de lo que el periódico de mañana llamará: el costo de la vida. La vida conoce del tiempo. Pero la vida no es un reloj. El tiempo es un efecto fugaz. Y el reloj, después del después, insistirá en su tic tac. Las horas tendrán minutero y la vida, palpitar. La vida comienza, luego todo es incertidumbre, salvo el omega de este alfa lineal. Ninguna especie en este planeta conoce la inmortalidad. Ni siquiera el planeta mismo, que en algún momento habrá de colapsar. Todos llevamos dentro una bomba en conteo regresivo hacia el final. Admitámoslo: la vida es este espacio en que baila un compás al trazar un giro sobre un papel. La vida que se escribe todos los días con los actos más cotidianos es la vida en minúsculas. voy a escribir los párrafos que siguen en minúsculas. que me disculpe la editora, que me disculpen ustedes los lectores, que me disculpen los diccionarios y el autocorrector del computador. la vida se vive en minúsculas, al menos la de la mayoría que no estará nunca en el noticiero a no ser que protagonice una tragedia y su nombre sea parte de la lista de algún dolor. la vida se vive en minúsculas porque son más los callados, los que hablan a media voz. la vida en minúsculas es la que llevo yo,

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cuando hago la fila en el banco en la sucursal en que se entrega la mesada de los hombres viejos y de las mujeres cansadas: en la fila de jubilados, en el banco, a un anciano le suena el celular con timbre de Ricky Martin (sí, él sí vive en mayúsculas). el celular se lo dio su nieto, de quien no volvió a saber nada desde que estaba de moda esa canción. no la cambia, no porque no sepa cómo -que tampoco sabe, pero podría pedir ayuda- sino porque espera que un día detrás de la música de Ricky Martin pueda escuchar en la llamada, de nuevo, la voz del nieto. lo único que repica es la nostalgia. en la radio cuentan la expulsión de una pareja gay del centro comercial avenida chile en Bogotá (esa ciudad siempre se escribe en mayúsculas aunque colombia se viva en minúsculas) y luego empatan la historia con la del metro de medellín donde otros se sienten discriminados por cuenta de policías bachilleres que les ordenan no tomarse de la mano. “El metro es la iglesia más concurrida de la ciudad”, dice el comentarista radial y el conductor del taxi en el que voy, dice que si se tocan dos hombres en su carro, él les pide que no lo hagan, que si no, los baja. le digo que yo me puedo bajar en la próxima esquina. el conductor me dice, “no es para tanto, señor periodista”, yo le digo que así como ellos se cansan, también se podría agotar él -de piel oscura como yo- de que lo miren como si fuera distinto siendo, como lo es, que es uno solo el amor. no me bajo, hablamos de leyes y de comprensión. él dice que si un niño con su madre ve una imagen así, cómo le va a explicar la mujer al hijo. yo le digo que siempre será más difícil explicarle al chico por qué se matan todos los días en las calles y en las noticias. el taxista apaga el radio. no me quiere cobrar la carrera, me da las gracias. yo le digo, “no es para tanto, señor taxista”. pago y me bajo en la puerta de casa. “Yesica aga sopita de auyama y con este billete compre el arroz y el hueso”. así es la economía de un país en minúscula: la ilusión espera que luego de la compra con este frágil billete vencido, se pueda hacer algo más después de comprar los encargos. este billetico es lo único que tienen y hay que estirarlo y no había dónde más escribir. la cuenta exacta. el hueso para

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la sustancia, la auyama que es mucha vitamina mija y el arroz que rinde tanto. hoy tampoco hay carne porque yo-no-sé-quées-una-quincena-mija. de pronto el domingo, dios mediante, con unos frijolitos bien ricos, mija. yesica tiene poquitos años y mucha experiencia a la hora de cuidar a sus hermanitos. ella sabe que su mamá -cuando está en casa- siempre le va a cocinar con un amor que no cabe en el plato, aunque el plato se vea casi vacío. es distinta, muy distinta, la vida que se escribe entera en un billete de dos mil. la vida en minúsculas es la de los apellidos que no heredarán el poder mañana, en esta monárquica democracia donde decir los-mismos-con-las-mismas es una forma de describir el paisaje. en letras pequeñas como fila de hormigas se escribe la biografía de los sueños de la mayoría que tiene ambiciones simples como encontrar un techo al final de cada aguacero o no tener que llevar contado el pasaje exacto en el bolsillo que si se pierde una moneda por un rotito es mucho lo que tiene que caminar. en minúsculas se traza el camino de vuelta a casa del que usa bicicleta no por salud, postura o moda, sino por obligación. lucy trabaja por días en casas “de familia” realizando servicios domésticos. un día pide permiso para llevar a su hija al trabajo, es decir: a la casa de otro. quiere que su luisa conozca en qué trabaja la madre. lo hace por pedagogía; quiere que su niña vea de cerca un día suyo. ama lo que hace pero quiere para su hija un mejor destino. quiere que nunca deje de estudiar como le pasó a ella. no quiere que repita su historia. lucy quiere que luisa escriba su futuro en mayúsculas, eso me dijo. *** La vida es un diccionario enciclopédico de tomos y tomos que tomas en tus manos para leer cómo describen las búsquedas de nuestra existencia. Porque la vida nuestra es justo una pregunta que intenta encontrar respuestas. Nos define no sólo lo que está a la vista sino todo aquello que puedes llamar misterio. El niño al crecer despierta preguntando mil por qués. Y de esas preguntas nacen todas las ciencias. Y de especular con

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esas respuestas nacen todas las religiones. Y no importa en qué creas, en qué no creas o en qué hayas dejado de creer, lo cierto es que esta frase simple describe bien lo que quiero decir: la vida es sagrada. Por eso toda guerra es perdida, porque siempre pierde la vida. Por eso cada combate no deja un vencedor sino una herida. Porque nadie quiere conformarse con ser sólo un sobreviviente de cualquier conflicto, porque nadie desea vivir la vida mal vivida. Que tanta historia escrita con sangre sea razón suficiente para cambiar de tinta. La vida es palabra. La palabra es vida. Hay palabras que se pronuncian tanto que su significado se gasta y pierde. Eso es sabido. Hay palabras que no se dicen nunca, que resumen lo que pasa, pero pocos saben de ellas porque nadie las pronuncia. Eso se intuye. Hay palabras en las que brilla adentro un sol, como cuando dices nuevo día. Eso se disfruta. Hay palabras oscuras que pesan sobre nuestro destino. Eso se puede cambiar. La vida es más compleja de lo que parece. Pero también es tan sencilla como montar en bicicleta. Un chico aprende a montar en bicicleta en este momento. La bicicleta tiene dos ruedas y la calle es tan interminable y misteriosa para él, como puede serlo un mapa del tesoro para un viajero virgen en su aventura inicial. El chico pedalea con temor e incertidumbre pero con la misma devoción de una monja el día de su santo. Con esa fe devora los metros que lo llevan desde la puerta de su casa hasta la esquina más próxima; donde termina la cuadra y empieza el mundo. Luego sus piernas le demuestran la confianza que nunca pensó que alcanzaría, frente al tablero en clase de matemáticas, el día que tenía la respuesta exacta a la pregunta que nadie intentó siquiera adivinar. Y con esa porción de orgullo propio, se siente el piloto de su propia vida y la bicicleta es suficiente reino para ser prín-

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cipe por lo menos por este momento, y dos ruedas lo elevan del suelo al cielo con un sillín de por medio. Se siente capaz de desafiar la furia de dios cuando el impulso es suficiente. Un chico aprende a montar en bicicleta en este momento. Avanza como lo hacen las malas noticias, veloz y azarosamente, pero su motor es esperanza en estado puro. El chico, que monta solo la bicicleta por primera vez, cae solo de bruces al asfalto por primera vez con la torpeza que suele esconderse en nuestros más finos movimientos. Le tiemblan las piernas, los brazos, lo único que acelera es su corazón mientras la bicicleta está detenida y sus ojos buscan que nadie lo haya visto tropezar. En la vida cuando das un mal paso y caes, siempre sobra un zapato. Recoge todo del piso mientras se levanta con señas de la caída pero no le arde tanto como para no volver a intentarlo y empieza de nuevo a usar el pequeño muro del frente de su casa como si fuera escalera al cielo. El chico se promete que esta vez sí será. Y con cada pedalazo su herida empieza a sanar. Un chico aprende a montar en bicicleta en este momento. Primero un pie, el cuerpo entero después y ahí va otra vez. Seguro volverá a caer pero no le importa, siempre se levanta con la sonrisa intacta. Yo lo miro desde mi ventana. Y aprendo. Y aprendo.

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T r e s ju e v e s

Un nac i mi e nt o, u na r e s u r r e c c i ón y u na mu e r t e e n v i d a Alf o n s o Bui t r ag o Lo n d o ñ o

En esta historia hay tres vidas en juego: una que llega, otra que vuelve y una que no se quiere ir. El día que iba a nacer su primogénita, el jueves 4 de septiembre de 2014, el pediatra Camilo Jaramillo Bustamante entró al quirófano de la Clínica El Rosario de Medellín como un papá más. Las enfermeras le explicaron dónde debía dejar su ropa y cómo debía ponerse la bata de cirugía, sin sospechar que era el presidente de la Sociedad colombiana de pediatría, regional Antioquia, y un especialista en cuidados intensivos pediátricos. No hizo ningún comentario a las indicaciones y las cumplió naturalmente. Camilo había trabajado en casi todos los quirófanos de la ciudad y se pasaba cerca de doscientas horas al mes, unas 2.400 al año, haciendo turnos en la Unidad de cuidados intensivos pediátricos (UCIP) del Hospital General. Su esposa, María Victoria Arango, también es pediatra, especialista en cuidados intensivos para neonatos (recién nacidos prematuros, hasta 28 días de vida). Ese jueves, era la pareja que más sabía de niños en aquella clínica y al tiempo no eran más que un papá y una mamá ansiosos por conocer a Lucía, la niña que traerían a este mundo. Muchos médicos sienten temor cuando se convierten en pacientes. Su conocimiento, a veces, les juega malas pasadas. Se dicen, entre ellos, que una persona recomendada por un médico tiende a complicarse cuando es atendida. Camilo era consciente de que sufría de un “sesgo estadístico”, tal vez porque el ciento por ciento de los niños que atiende en la unidad pediátrica, son enfermos de mucho cuidado. Sin embargo, también sabía que de cada cien nacimientos, solamente diez


requieren algún tipo de ayuda: un poco de calor artificial o una limpieza general; uno de cada cien recién nacidos requiere algunas medidas de reanimación para ayudarles a respirar, quizás pasarles una sonda o darles medicamentos; y menos del uno por ciento llega a requerir procedimientos especializados. La vida prevalece abrumadoramente. La muerte queda relegada a un porcentaje de error estadístico. Menos del uno por ciento es el minúsculo y poco probable universo con el que Camilo y su esposa se enfrentan a diario en las unidades de cuidados intensivos. Pero ese jueves, a punto de recibir a su hija, él no podía dejar de pensar en que algo saliera mal en aquel quirófano. *** Tres semanas antes del parto, el jueves 14 de agosto, yo había visitado por primera vez la UCI pediátrica del Hospital General de Medellín. En ese lugar, la posibilidad de que un puñado de niños siga perteneciendo a este mundo pende de centenares de hilos… cables, sondas, tubos, jeringas, agujas, luces, sonidos; hilos que están conectados a las mentes, corazones y manos del equipo médico que los atiende; hilos portadores de información vital que se extiende hasta la sala de espera, donde aguardan, ansiosos y angustiados, los familiares de los pacientes que temen lo peor: el momento en el que el pediatra sale a darles alguna noticia. Hay una red invisible que se teje, se rompe y se rehace cada día en el noveno piso de la torre sur del Hospital General. Un armazón de sentimientos que se forma cuando la existencia apenas naciente de un ser humano está en peligro. Entre uno y dos de cada diez niños que entra(n) en la unidad, no escapa(n) a la muerte. Si no se trata de tu hijo o de un familiar cercano es un dato esperanzador, mucho mejor que las estadísticas de la unidad de adultos, donde tres de cada diez pacientes mueren. Pero si es un ser querido el que pasa a formar parte de esa estadística, la historia entonces se convierte en un pozo negro, un silencio insondable, el vacío final que ni siquiera una caja de pandora puede albergar.

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Una unidad de cuidados intensivos es un lugar intimidante, apocalíptico, así la mayoría de enfermos salgan vivos para contar el cuento. Una madre de Urabá o una indígena del Chocó entregan sus hijos en urgencias, lastimados por un trauma o consumidos por una deshidratación, y cuando los vuelven a ver en la unidad, tienen cables, tubos, sondas y catéteres por todo el cuerpo y están conectados a una torre de dos metros de altura con aparatos electrónicos que emiten sonidos y desprenden flashes de luces. El lugar permanece con una temperatura regulada de 18°C, y tiene reglas y protocolos que se deben seguir estrictamente. A veces, las madres que vienen de lugares calientes y ambientes rurales, no saben cómo ir vestidas ni cómo comportarse, y no reconocen a sus propios hijos, a algunas les provoca quitarles tantos cables y tantas sondas. La torre parece un robot de una cadena de montaje que repara a un niño descompuesto, y las enfermeras, uniformadas de azul oscuro, se mueven en piloto automático: cambian vendas, ponen medicamentos, aspiran tubos, y cada hora reportan los signos vitales de los pacientes. Los enfermos sufren trastornos de sueño; la luz blanca que ilumina la unidad siempre está encendida; los cubículos están separados por ventanales y puertas corredizas de vidrio; los pacientes se ven y se oyen unos a otros, solo conservan su intimidad cuando la enfermera corre las cortinas para hacer un procedimiento. Allí, la intimidad parece conectada a esa torre capaz de medir con pitos, números y gráficos, la vitalidad del paciente: oxígeno en sangre, ritmo cardiaco, presión sanguínea. Desde un monitor ubicado en el puesto de enfermería, pediatra y enfermeras controlan los signos vitales de los pacientes. Números y gráficos de diferentes colores se mueven en la pantalla al ritmo de los pitos que no paran; suben, bajan, aumentan, disminuyen; uno podría quedarse horas mirando esa imagen, intentando descifrar la trama intrincada de muchos dramas; la representación de una danza fría, matemática, y en muchos casos devastadora. ***

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Una semana después de mi primera visita, el jueves 21 de agosto, Camilo me contó que tres de los ocho pacientes que conocí fueron dados de alta, dos continuaban internados por problemas respiratorios, una sobrevivía cuadripléjica y con daño cerebral y dos murieron. El equipo médico consideraba que habían tenido una mala racha y estaba muy golpeado. No es frecuente que mueran dos niños en una semana y una tercera esté a punto de hacerlo, lo usual es que la mayoría se recupere. La muerte les había ganado por partida doble. Pero las malas rachas también tienen instantes de triunfo. Esa semana, Camilo atendió en urgencias a un niño de cinco meses que llegó con una deshidratación grave causada por una diarrea. El niño había nacido sin ano (ano imperforado) y tuvieron que operarlo para ponerle un ano contra natura por el que se le iba la vida a chorros. Cuando llegó a urgencias había perdido tanto líquido que hizo un paro. Camilo ayudó en la reanimación. Una de las complicaciones más frecuentes en casos como este, y en niños tan pequeños, es la dificultad de encontrar una vía venosa para administrar líquidos y medicamentos. En 1984, el doctor James Orlowski escribió un artículo titulado Mi reino por una vía venosa -parafraseando la famosa línea pronunciada por Ricardo III en la obra de Shakespeare: “¡Un caballo, un caballo, mi reino por un caballo!”- en el que intentaba dar una medida de la tremenda importancia de encontrar de dónde pegarse para rescatar a un moribundo. En algo tan lábil como una vena, un niño se juega el resto de la vida. En el momento de la reanimación, la vida de ese bebé deshidratado valía una ciudad entera. –Pensé que se iba a morir –me dijo Camilo. Al niño le hicieron masaje cardíaco, lo intubaron, lo ventilaron y lograron administrarle líquido suficiente por vía venosa. Fueron veinte minutos en los que todo lo que Camilo había aprendido en años de estudio y de ejercicio profesional cobraba sentido. Y lograron estabilizarlo. –La adrenalina se dispara y nada es comparable a la sensación de tener una vida entre las manos

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De ganarle a golpes, aprisionando el frágil pecho de un niño, una batalla a la muerte. En sus ratos libres, Camilo vuela en parapente o viaja al mar para bucear, pero ni suspenderse en el aire, ni sumergirse en el agua, lo mueven tanto como el momento en que sale victorioso de un destino fatal. –Ya le quitamos el ventilador y creo que mañana le damos de alta. *** La noche anterior a mi primera visita, llamé a Camilo para confirmar la hora en la que iniciaría su turno. Él sería mi guía al interior de la unidad pediátrica. –¿Nos vemos entonces a las siete? –Llegá por ahí a las ocho –me dijo Camilo. Tengo una junta médica para resolver un caso maluco. –No hay problema. –Te vas a encontrar con una unidad muy lúgubre –dijo antes de colgar. Cuando llegué al hospital, antes de las ocho, la junta no había terminado. A los pocos minutos recibí un mensaje de Camilo en mi teléfono celular: “Puedes seguir”. Me llevó a un pequeño cuarto de descanso con una cama sencilla, un escritorio, un televisor y lockers metálicos para los seis pediatras que atienden el servicio en la unidad, durante las 24 horas de todos los días del año. Estaba serio o, mejor, inexpresivo. Camilo tiene 36 años, piel blanca, nariz recta y pronunciada, y cabeza rapada. Su cuerpo es delgado, como el de un corredor de fondo, y mide 1.70. Esa mañana del jueves 14 de agosto, Camilo debía atender a ocho pacientes, el mismo número de camas de la unidad que permanecen ocupadas durante todo el año. La unidad pediátrica del Hospital General es la única pública de su estilo de Antioquia y también recibe pacientes de Córdoba y Chocó. El chance de sobrevivir para muchos niños graves depende de ocupar una de esas camas. Además de contar con un pediatra disponible las 24 horas, los pacientes son atendidos por cuatro auxiliares de enfermería -dos por cada

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convaleciente-, una enfermera jefe y una terapeuta respiratoria. Adicionalmente, por la mañana hacen ronda todo tipo de especialistas: cirujanos, oncólogos, ortopedistas, otorrinos, neurólogos. Una armada de élite cuya misión es evitar que la muerte les gane terreno y se instale en las camas donde reposa un tesoro: un puñado de niños que quiere seguir viviendo. En el interior de la unidad, Camilo me pidió que me lavara las manos y me pasó una bata. Todavía estaban presentes algunos de los médicos que participaron de la junta matutina, que hablaban entre sí. “La cirugía era necesaria…”, decía uno; “no se puede hacer traqueotomía por el tamaño del tumor en el cuello…”, decía otro; “el daño cerebral la puede dejar sin signos vitales en cualquier momento…”, decía una más. No había buenas noticias. –Se trata de una paciente que se complicó en una cirugía y quedó cuadripléjica –dijo Camilo, refiriéndose al caso tratado en la junta. Está muy mal. Xiomara, de 12 años, llegó a la unidad después de ser operada en una clínica de una neurofibromatosis, un tumor nervioso que le rodeaba el cuello, parte de la cara, el tórax, la espalda y le afectaba la médula espinal. La niña tenía un grillete de carne maligna que llevaba años torturándola. El tumor le comprimía la médula y amenazaba con dejarla sin movilidad en piernas y brazos. Pese a los riesgos, los médicos decidieron operar para sacar el tumor. En la cirugía, Xiomara hizo un paro respiratorio y el tumor una hemorragia, y en el procedimiento para salvarla, la médula se seccionó a la altura de la segunda vértebra cervical. No volvería a moverse y muy probablemente quedaría con un daño cerebral grave. Y no volvería a respirar por sí misma, únicamente conectada a un ventilador. La muerte vendría y encontraría la puerta de su cubículo abierta, sin resistencia. Esa era la noticia que Camilo tenía que dar esa mañana. Xiomara estaba dormida en la cama siete, conectada a un tubo que le salía de la boca e iba hasta la torre de los aparatos electrónicos. Tenía un cuello ortopédico que le ocultaba el tumor. Su madre llegaría en cualquier momento. El equipo de especialistas la recibiría para explicarle la situación. Entre ellos

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estaba Juan David Osorio, especialista en cuidados al final de la vida. Camilo anunció la llegada de la madre. Antes de hacerla pasar, se acercó a Juan David, quien había estado preguntando a sus colegas detalles de la condición de la niña. –Descartamos una nueva intervención quirúrgica –dijo Camilo. –¿Está ventilada? –Sí, y está sedada. –¿La madre sabe lo que pasa? –dijo Juan David. –Le mencioné la posibilidad de la cuadriplejía. –¿La enfermedad es reciente? –Fibromatosis de seis años. Los especialistas entraron a una sala de reuniones en la que había un escritorio, una cartelera y una ventana por la que veían pasar el Metro. Se acomodaron en forma de U: Juan David, un cirujano, una neuróloga, un oncólogo, un otorrino, y un psicólogo. Camilo entró con la madre. Los médicos la saludaron y le dieron una silla cerca de la puerta. La señora no respondió al saludo. Era una mujer muy delgada, humilde, tímida. Vivía en Santa Fe de Antioquia y en Medellín estaba sola. El marido se quedó en el pueblo, trabajando. Xiomara era la única hija de la pareja. –La lesión de la médula es muy alta –le dijo Camilo. La madre cruzó las piernas y empezó a mover un pie. Miraba al piso y parecía como si no oyera lo que le estaban diciendo. –Teniendo en cuenta el daño de la médula, no hay opción de cirugía de ningún tipo: ni para quitar la masa ni para descomprimir la médula. Tu niña no tiene respuesta motora y es irreversible –dijo el cirujano y tomó aire para continuar. ¿Qué sí podemos hacer? Evitar dolores, mantener el oxígeno en la sangre, controlar la presión, ¿entiendes? La madre asintió con la cabeza. –¿Tienes alguna pregunta? –dijo el cirujano. La madre no respondió. Mirada al piso, piernas cruzadas, manos en el regazo.

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–La lesión que tiene en la cabeza afecta la respiración y el movimiento cardíaco. Tu niña puede fallecer en cualquier momento –dijo la neuróloga. La madre respiró hondo. Los médicos miraban al frente, a ninguna parte. Por la ventana se veían pasar carros y un vagón del Metro. La luz blanca de la sala hacía imposible cualquier recato. –¿Qué has entendido? –dijo Juan David. La madre no respondió. –Es importante que entiendas bien para que no te generes falsas expectativas. La madre se llevó la mano a la boca y siguió con la mirada fija en el piso. –¿No deseas conversar? –dijo Juan David. La madre cerró los ojos, se humedeció los labios, se tapó la cara y lloró. –Podemos hablar más tarde. ¿Quiere que algunos médicos salgamos? –dijo Camilo. Los médicos se retiraron, excepto Juan David y el psicólogo. Los segundos pasaban en silencio y en blanco y negro, como encapsulados en otra dimensión, así afuera se oyeran los pitos de los aparatos electrónicos. El sonido acompasado de la agonía y la esperanza. Una unidad de cuidados intensivos es un lugar diseñado por los humanos para enfrentar a la muerte. Unos triunfan y siguen respirando; otros fracasan irremediablemente. –Un error de un segundo se convierte en una tragedia –me dijo Camilo. En un segundo cualquiera, un familiar de un paciente puede terminar en esa sala de reuniones, sin sentir frío ni calor, como muerto en vida. Así parecía la madre de Xiomara, como si de repente se hubiera quedado sin conciencia. *** Una semana después, el jueves 21 de agosto, Camilo hacía su último turno antes de salir a vacaciones, tiempo que dedicaría a acompañar a su esposa María Victoria, que cumplía 38 semanas de embarazo. Cuando llegué a la unidad eran cerca

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de las diez de la noche. Camilo me recibió en el cuarto de descanso. En el televisor pasaban un partido de fútbol. En la pared había un tablero de corcho con fotos y mensajes enviados por padres de niños que alguna vez estuvieron internados. –Esta niña fue la primera cirugía de epilepsia que se hizo en el hospital –dijo Camilo, señalando una de las fotografías. Convulsionaba de quince a veinte veces al día, y salió sin ninguna convulsión. La otra niña que aparece con un angelito al lado, se murió, pero la mamá quedó muy agradecida con lo que hicimos por ella. Luego, me llevó a ver a Xiomara. Seguía estable, sin novedades, consciente, pero sin poder comunicarse. Estaba despierta, con el cuello ortopédico puesto, el tubo del ventilador en la boca y una sonda en el abdomen para su alimentación. Pese a que no tenía movimiento, debía utilizar el cuello ortopédico porque las vértebras estaban inestables y no sostenía la cabeza. Camilo la saludó. –Recuerda que para decir sí, parpadeas una vez; y para decir no, dos veces –le dijo Camilo. ¿Estás bien? La niña lo miró sin parpadear. No había forma de saber cómo estaba, qué sentía, qué pensaba. Esa semana el padre fue a visitarla y había tenido la misma reacción de la madre, silencio y negación. Xiomara se estaba convirtiendo en un caso muy difícil para Camilo y sus colegas. Sin el consentimiento de los padres para limitar su tratamiento, la vida de la niña, en la unidad, podría prolongarse indefinidamente, hasta que el tumor dañara los centros de la respiración y del movimiento cardiaco en su cerebro. Una muerte lenta, agónica, innecesaria. En un caso así pueden darse dos situaciones conocidas como “encarnizamiento terapéutico” y “limitación del esfuerzo terapéutico”. La primera consiste en sostener artificialmente la vida del paciente a cualquier costo; la segunda, en aceptar el daño irremediable y permitir que la muerte haga su trabajo sin oponer resistencia. Dado que Xiomara no podía expresarse por sí misma y era menor de edad, la decisión estaba en manos de sus padres, quienes todavía guardaban la esperanza de que se recuperara.

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El equipo médico solicitó al hospital la conformación de un comité de ética para recibir orientación. No había nada más que pudieran hacer. Hay momentos en los que ese mecanismo diseñado para combatir a la muerte y su armada de élite deben darse por vencidos. Entre tanto, la niña siguió en su cama, con la vida enganchada a una torre de aparatos electrónicos que emite sonidos y desprende luces, incapaz de mostrar en su pantalla lo que pasaba en el interior de Xiomara. *** Durante el parto de María Victoria, pese a que Camilo quería ser un papá normal, nervioso, torpe, con la cámara fotográfica colgada del cuello, sin saber qué parte de la entrepierna de su mujer enfocar, no dejó de mirar el monitor que controlaba los signos vitales de la madre de su hija. No sabía qué haría si notaba cualquier cambio brusco en algún número o en una gráfica. Las enfermeras finalmente se dieron cuenta de que estaban atendiendo a una pareja de pediatras y se sentían cohibidas para decir cualquier cosa, pero todo iba normal. María Victoria tenía contracciones y dilataba a buen ritmo, el parto natural iba por buen camino. A las 9:42 de la noche de ese jueves 4 de septiembre de 2014 nació Lucía. Pesó 3.220 gramos e hizo parte de la feliz mayoría de niños que nacen sin ningún problema. Veinte minutos después de tener esa nueva vida entre sus manos -los mismos que le tomó devolvérsela al niño deshidratado un par de semanas antes-, en los que seguramente se olvidó de que era pediatra, de Xiomara y de cualquier otra cosa en este mundo que no tuviera que ver con su mujer y su hija, Camilo salió con Lucía para presentarla con sus abuelas. Su madre casi se desmaya, se sentó en el piso, temblorosa y con las manos frías. La madre de María Victoria, por el contrario, se tranquilizó, y al ver a su nieta se le quitó la angustia que había cargado toda la noche. –Te presento a las abuelas –dijo. La mamá de Camilo se levantó y la miró. –¿Tiene todos los deditos? –Todos, madre –dijo Camilo. Todo está en su lugar. –¿Estás feliz? –Claro. trescientos catorce

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¡Dejen viviR! G o n z alo V e l ás qu e z

Aquí viene la vida abriéndose camino sin pedir permiso. A su paso, concede a algunos la dicha de tener un hijo gracias a una muestra de semen de un anónimo donante. O punza de dolor el corazón de una mujer que se ve obligada a entregar a su recién nacido en adopción porque no le alcanzan sus recursos ni sus ganas, para sostenerlo. Llega la vida con sus bríos agridulces. Felicidad para unos, culpa y tristeza para otros. Felipe y Rocío son dos caras de una moneda que se lanza al azar en Medellín. Felipe La primera vez que Felipe Maldonado intentó extraer una muestra de su semen, no lo logró. La risa se lo impidió. Había llegado muy puntual a Cefes, la clínica de fertilidad humana en el centro de Medellín, donde lo condujeron a un consultorio solitario al fondo de un pasillo. Dejó sobre la mesa metálica el frasquito que debía colmar con su polución, lo destapó y empezó a prepararse para la tarea. El cuarto no ofrecía un ambiente acogedor: Luces de neón blanco, un sofá negro y unas cuantas revistas pornográficas. Bajó sus pantalones y su ropa interior, y con curiosidad, tomó una de las publicaciones. Al abrirla, en lugar del enardecimiento que debían provocarle las imágenes, sintió unas ganas inmensas de reírse. En las páginas abigarradas de parejas, tríos y grupos en poses atrevidas, alguien había dibujado bigotes, barbas, gafas y otros garabatos sobre los cuerpos desnudos de los actores. Aquellos monigotes ridiculizaban la fogosidad de las fotografías, y la risa extinguió en su mente el fuego de las imágenes. Por más que quiso, Felipe


no logró la estimulación que necesitaba para descargar el fluido de su virilidad. Felipe estaba allí después de haber participado como actor para un video sobre donación de tejidos, elaborado por compañeros de la universidad. Así que todo comenzó, como él mismo lo dice, con un “semen de utilería” para la producción. Allí conoció la posibilidad de ser donante, de darle felicidad a una pareja que no podía tener hijos. Se dejó convencer por los funcionarios del centro de fertilidad y tuvo su primer intento fallido por las carcajadas. –Otro día vuelvo, hoy no pude –le dijo a la enfermera que estaba a la salida del cuarto. Le entregó el frasco vacío y acordó la cita para después. A sus 26 años, Felipe era un hombre con los rasgos perfectos para ser donante de semen, según los criterios acordados entre los funcionarios de la clínica y la pareja que recibiría la donación. Alto, de ojos verdes, tez blanca y complexión atlética, se adaptaba al tipo que había señalado como ideal esa pareja de la que nunca sabría. Los dueños de la clínica lo habían conocido cuando participó en el documental y le propusieron ser donante. Después de pensarlo varias semanas aceptó, aunque jamás se había imaginado ayudando a otros a tener hijos: no le habían atraído los niños ni tenía en sus planes tenerlos, ni siquiera para que otros los criaran. Días después de la malograda cita, regresó al consultorio a tomar la muestra para el espermograma, el examen inicial que permitiría conocer la calidad de su donación. Esta vez sí colmó el frasco con todo el ímpetu de su juventud. Lo entregó a la microbióloga que hizo una inspección inicial en el microscopio y le dijo: “¡Me tocó cerrar las piernas! ¡Qué es esta maravilla!”. El esperma de Felipe superaba en millones el número mínimo requerido de espermatozoides vivaces, de óptimo tamaño y con raudos movimientos, que lo hacía ideal para la donación.

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Al poco tiempo, Felipe también pasó las pruebas para evidenciar su óptimo estado de salud: exámenes médicos, entrevistas sobre su vida familiar, social e íntima. Cuatro profesionales del centro de fertilidad lo sensibilizaron ante las responsabilidades de ser donante, y le describieron la felicidad de ayudarles a otros a concebir un hijo. En un tono amable y con la visión común de ayudar a florecer la vida, resolvieron sus dudas y derribaron sus prevenciones. Firmó los documentos que certificaban que este era un acto voluntario, que los datos aportados eran reales y que renunciaba a su propiedad sobre el esperma y a la paternidad que de allí se desatara. El paso siguiente era tomar la muestra que sería usada para la donación. Para ello, debería guardar un período de abstinencia sexual mayor a dos días, y menor a siete. No podría trasnochar ni ingerir licor o medicamentos, y llegar muy puntual a la cita asignada. “El donante puede serlo hasta que alcance diez niños nacidos vivos”, cuenta Felipe, con mucho orgullo por aportar a la felicidad de otras parejas. Esa vida que desde la distancia y de manera anónima ayuda a engendrar, es la realización de muchas familias que han intentado por distintos medios concebir su hijo y no lo han logrado. “Cuando me preguntaron cuánto me imaginaba que me iban a pagar por la donación, se me ocurrió decir al azar, que un millón de pesos. Pero no era así. Pagaban ochenta mil pero nunca los cobré. Mi interés no era económico. Simplemente quería ayudar”. Felipe se sensibilizó al ver en las paredes del centro médico las fotos de familias felices con sus hijos en brazos, sonrientes y plenas de alegría. La vida llegaba a sus vidas. Se imaginaba la dicha que podría regalarles al ser donante. Y aunque no se siente como un héroe de la procreación, tampoco le es ajeno el interés de ayudarle a otros. De su familia había aprendido la solidaridad. De hecho, al terminar el bachillerato se fue a las zonas más pobres del Chocó persiguiendo una posible vocación sacerdotal

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con los hermanos de La Salle. Allí cumplió la mayoría de edad, sacó su cédula de ciudadanía y se convenció de que el sacerdocio no era lo suyo. Después fue voluntario en una entidad que construye viviendas para familias necesitadas, hasta que comenzó a estudiar periodismo y se dedicó a trabajar en temas de comunicación. “Después de esa donación he empezado a ver niños que se parecen a mí, por ahí en fotos o en la calle. Y me llena de orgullo saber que tal vez soy papá pero sin las responsabilidades, sin trasnochar, sin levantarme a cambiar un pañal ni aguantármelo berreando. Me ilusiona saber que ayudé a crear vida: lo que tiene vida tiende a perpetuarse, a continuar a través de la reproducción. Y espero que tenga un semblante parecido al mío. Yo no soy racista, pero para qué… en esta sociedad tan cerrada, me ha traído muchas ventajas ser alto, rubio, tener los ojos claros. Ojalá los bebés procreados con mi donación tuvieran estos rasgos y mejorados, y que intelectualmente fueran muy inquietos”. Rocío “El día que traje el bebé a la casa de adopción no hice sino chillar. Chillar y pensar que nunca lo iba a volver a ver, que no sabría a quién se iba a parecer, si a mí o al papá, o a sus tres hermanitos”. Rocío hace una pausa y mira a otro lado para que las lágrimas no rueden. Trata de disimular la situación con una sonrisa fingida y sigue adelante con su historia. Como ha seguido adelante con su vida, en la que se acostumbró a estar sola, sin familia, sin compañero, y ahora sin su cuarto hijo, que entregó en adopción después de pensarlo muchos meses. Rocío se niega a hablar de todo lo que remita a su infancia. “No tengo nada qué contar. Yo nunca tuve niñez. En ese entonces lo sacaban a uno a trabajar en lugar de estudiar”. Su acento delata un origen caribe que ella quiere dejar atrás, como tratando de que sus veinticinco años le sirvan para tomar distancia de un pasado no tan

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lejano. Cuando se dio cuenta de que estaba en embarazo por cuarta vez, no le dijo a nadie. Pero se angustió mucho. Se imaginó esas salidas a la calle en las que un niño se antoja de muchas cosas, y se vio otra vez sin tener cómo complacerlo. “Si yo salgo con los tres, necesito mínimo 300.000 pesos… y eso es poquito. Ellos quieren de todo, piden cosas: amá cómpreme esto, amá cómpreme aquello. Y uno despachándolos con la misma respuesta: no tengo con qué, no tengo con qué…”. Rocío también pensó que no contaba con quién dejarlo cuando tuviera que volver a trabajar. Ya le había tocado dejar los tres primeros con sus tías o con amigas, con lo que eso duele. Concluyó que ya había tenido muchos problemas para salir adelante con tres… el cansancio acumulado, la frustración de no poderles dar lo mínimo que necesitaban, de no poder estar ahí con ellos pues tenía que salir a trabajar como empleada doméstica en casas de familias acomodadas, donde veía todo lo que a un niño se le puede dar… y ahora con cuatro… “En esa situación me sentí como encerrada. Yo aquí en Medellín, con los tres hijos regados en lugares distintos, y este cuarto, tan pequeñito, ¿dónde lo voy a dejar para poder trabajar cuando salga de la dieta? Mejor lo llevo a un lugar donde estén pendientes de él las 24 horas, que hagan por él lo que yo no puedo”. Fue a hablar con los funcionarios de La Casita de Nicolás, una casa de adopción privada, y les expuso con una firmeza serena sus razones. “El papá de este niño no sabe que estoy en embarazo, y prefiero que se quede sin saberlo. Yo soy una mujer muy pobre. Ya tengo tres hijos. No tengo manera de mantener uno más”. Rocío quiere una vida distinta para su bebé. Una vida que imagina plena de consentimientos, sin negaciones, con todas las comodidades que ella no puede entregarle. “Como yo había trabajado cuidando niños adoptados, estaba segura de que esa sería la solución: al niño no le van a negar las cosas que pide ni lo van a

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privar de lo que quiere. Yo espero que tenga una vida grande, muy bonita, me la imagino tan bella como la de esos niños adoptados que yo he cuidado. A ellos los quieren mucho, más que los propios padres, porque como los papás adoptantes no han podido tener sus propios hijos, valoran mucho el tenerlos ahí y los cuidan mucho. No les niegan nada”. Cada día que pasaba, Rocío estaba más segura de su decisión. El aborto no lo contempló nunca: “No lo considero como una opción porque es como matar a una persona… y más a un bebé que no tiene cómo defenderse. No, en el aborto no he pensado”. En medio de la conversación, saca de su tula las fotos de los tres primeros hijos. Juan, Carlos y Sara en un momento ya pasado en el que no estuvo sola para criarlos, rodeados de juguetes y peluches. Pero ninguno de los compañeros que han estado a su lado para concebir los hijos se ha quedado con ella para criarlos. Ella sola ha seguido respondiendo por los tres, y las horas no le alcanzan para verlos. “Y este otro es mi hombre mayor. Está en una edad difícil, tiene 10 años. Cuando lo entro para la casa me grita desde la calle: ¡Dejen vivir! ¡Dejen vivir! Y yo le digo: la calle no enseña a vivir. La calle enseña muchas cosas, pero malas”. Como Rocío, que no pasa de los 25 años, muchas mujeres jóvenes ven en la entrega de sus hijos en adopción una oportunidad para que esas criaturas tengan una vida mejor que la que ellas pueden proveerles. Según Cecilia Mora, directora administrativa de La Casita de Nicolás, con más de 18 años de experiencia, la mayoría de ellas dicen que fueron violadas. Pero con el paso del tiempo expresan la realidad de las situaciones, desde las originadas en la pobreza, el maltrato y la falta de educación. “Por más que se hable por todos lados de la educación sexual, en la escuela, en la casa, los jóvenes de hoy no están planificando. Y entregar los bebés en adopción es una manera de sortear el problema”. Según sus estima-

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dos, entre un 25% y 30% de las mujeres que han dado un hijo en adopción, repiten el proceso un tiempo después. Conoce a algunas que han entregado hasta cuatro hijos. El momento de regalar un hijo requiere valentía, y mucha. Es un acto de desprendimiento en el que estas mujeres se enfrentan a un remolino de sentimientos de dolor, culpa, angustia y fracaso. Cecilia las aconseja durante todo el proceso, que es complejo pues hay que hacer una completa revisión de cada caso, de las posibilidades de dejarlos con otros familiares antes que por adopción, de tener una decisión madura en personas que la mayoría de las veces no lo son. ¿Y los papás de esos niños? Ausentes. Cecilia señala que hay un clima de irresponsabilidad en los jóvenes frente a lo que significa traer esos bebés al mundo. Ella calcula que de cada diez casos, solo uno es acompañado por el papá del bebé; y en una sociedad tan machista como la antioqueña, a esos hombres normalmente les pesa mucho entregarlos porque significa reconocer que son incapaces de sacar adelante a su propio hijo. “Estas mujeres son unas valientes. Piensan más en el bienestar del niño que en ellas mismas”. Después de llevar el bebé a la casa de adopción, Rocío siguió yendo por un tiempo, a darle tetero, a cambiarle los pañales, a hablarle. Fue un mes muy duro, porque se llenaba de pensamientos temerosos. Pero siempre volvía a su razón: este niño tiene que quedar en mejores manos. Y así, “unas semanas después le dije a la doctora: ya estoy decidida, yo voy a dar mi niño en adopción. Ya cuando uno firma el último papel, el consentimiento, toca decir: este niño ya no es mío, va a estar bien, le va a ir bien en la vida si Dios quiere. Y luego va pasando el tiempo y uno piensa tantas cosas, siente tantas cosas. Por ejemplo, hoy mi niño debe estar cumpliendo años. ¿A quién se parecerá? ¿Cómo estará de grande?”. Y sigue explicando: “Tengo momentos en los que me acuerdo de él. Me gustaría verlo pero sé que eso no es posible”. ¿Cómo sigue la vida después de entregar el niño?

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“Mi vida siguió normal por fuera, pero eso no es tan cierto por dentro. Uno a la gente le aparenta que está bien, que nada ha pasado. Pero uno tiene su corazoncito, y esos recuerdos duelen bastante”. Un temor que todavía la acompaña es sobre qué pasaría si algún día su hijo la encuentra y le recrimina el haberlo entregado. “Yo me escondería si le tengo que dar la cara y él viene y me dice: ¡Esta mala madre! ¿Por qué me regaló? ¿Si había pan para tres, por qué no para cuatro?”. Y de nuevo Rocío voltea su mirada para que las lágrimas se empocen en sus ojos.

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E n CONTRA Y A FAVOR Leila Guerriero

Leila Guerriero (Argentina). Periodista. Publica en diversos medios latinoamericanos y europeos: El País, de España; La Nación y Rolling Stone, de Argentina; El Malpensante y Soho, de Colombia; Gatopardo, de México; El Mercurio, de Chile. Autora de los libros Los suicidas del fin del mundo (2005), Frutos extraños (2009), Plano americano (2013), Una historia sencilla (2013), Zona de obras (2014). En 2010, su texto El rastro en los huesos recibió el premio Cemex-Fnpi. Ha sido traducida al portugués, el italiano, el polaco, el alemán y el inglés. Ana María Bedoya Builes. Periodista de la Universidad de Antioquia. Ha participado en diferentes proyectos editoriales como asistente de investigación, coautora y coeditora. Autora del libro De oro están hechos mis días (Hombre Nuevo Editores, 2011). Actualmente trabaja como periodista independiente y hace parte del comité editorial del periódico Universo Centro. Manuela Gómez Quijano. Estudió Periodismo y Filosofía y Letras. Luego cursó una maestría en Creación Literaria en Barcelona. Ha coordinado algunos talleres de escritura en la ciudad. Ahora es profesora de Literatura en la Universidad Pontificia Bolivariana y dirige el proyecto Álgebra de Estrellas.

Lo primero es el asombro: pensar en la palabra -esperanzay descubrir que es una palabra que casi no uso. Cuando hablo, cuando escribo: no la uso. Descubrir, entonces, lo que ya sabía: que la palabra esperanza no me gusta. *** Reviso el manuscrito, por ver si estoy equivocada, y no. Ahí está: en cincuenta páginas de Word la palabra esperanza aparece sólo tres veces, y una de ellas no cuenta porque la dice otro, un entrevistado. Eso no sería raro -ya he dicho: la uso poco- si no fuera porque ese manuscrito de cincuenta páginas pertenece a un libro que se llama Una historia sencilla, que publiqué en 2013, y que es quizás, o sobre todo, la historia de un hombre que tiene -entre todas las cosas que no tiene- esperanza: la historia de Rodolfo González Alcántara, un argentino de procedencia más que humilde, empeñado en ser bailarín de malambo -un baile folclórico que consiste en un zapateo muy intenso- y en ganar el título de campeón en el Festival Nacional de Malambo de Laborde, el más prestigioso de los festivales de su tipo en mi país. Durante dos largos años seguí a Rodolfo en esa peripecia en la que hizo un esfuerzo sobrehumano (para competir en Laborde los malambistas se ven obligados a hacer un entrenamiento de atletas), y gastó dinero y tiempo (en cantidades que superaban largamente las que la prudencia hubiera mandado gastar) en pos de un grial que, para alguien como él, sin recursos, resultaba doblemente difícil. Después, escribí ese libro donde la palabra esperanza, ya dije, aparece poco, sólo en dos frases. La primera habla de Rodolfo y de una entrevista que


le hice en Buenos Aires, en un bar cercano al instituto donde él es profesor de baile: “Después de ese primer encuentro en el bar lo acompañé hasta las puertas del IUNA. Cuando me despedí, tenía claro que la historia de Rodolfo era la historia de un hombre en el que se había agitado el más peligroso de los sentimientos: la esperanza”. La segunda habla de Sebastián Sayago, otro aspirante a campeón que perdió, en uno de esos años, la competencia: “Me asomo y veo a Sebastián Sayago caminar hacia el escenario. No parece feliz y muchos de los que lo acompañan lloran. Otro año más, me digo. Otro año de doce malambos por día, de una hora de trote. Otro año de horrible esperanza”. Lo primero, entonces, es descubrir algo que ya sabía: que, para mí, la esperanza es un sentimiento terrible y peligroso. *** Lo segundo es decir que la esperanza tiene para mí otra faceta, muy contradictoria: la de ser -parecerme- un sentimiento flojo y funcional. Porque, allí donde tendrían que brotar la rabia, la indignación, el grito furibundo, brota ella, mansita, resignada, un pasto bien domesticado. La esperanza: lo último que se pierde. ¿No es eso lo que repiten siempre los pobres, los rotos, los desamparados? ¿Lo que les enseñamos a repetir? La contradicción no es sólo aparente: la esperanza como aquello peligroso y terrible que hace que nos empeñemos en cosas que parecen, en principio, imposibles (y, por tanto, la esperanza como lo que nos impide dejar el pasado atrás y nos obsesiona con algo que, quizás, nunca conseguiremos: la esperanza como ausencia de resignación), y la esperanza como aquello que hace que, aunque sepamos que jamás vamos a salir del pozo, esperemos, contra toda lógica, salir (sin rabia, sin indignación, sin grito furibundo: la esperanza como -casi- la resignación misma). *** Lo tercero es definir los términos. La esperanza es una de las virtudes teologales, junto a la fe y la caridad, según la teología cristiana. La “virtud infusa que capacita al hombre para tener confianza y plena certeza de conseguir la vida eterna y los

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medios, tanto sobrenaturales como naturales, necesarios para llegar a ella con ayuda de Dios”, según santo Tomás de Aquino. El “estado del ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos”, según la primera acepción de la RAE. Y después está Juana, una chica que, en Twitter, dice: “Odio la esperanza porque siempre te hace esperar cosas que nunca van a suceder”. *** Las fotos que aparecen si uno consulta en Google la palabra y hace clic en Imágenes son metáforas visuales, siempre muy cursis, que responden a la idea de “la vida abriéndose camino”, de “aquí estamos, a pesar de todo”, que subyace en la esperanza: rayos de sol atravesando nubes negras, flores coloridas brotando entre las grietas de suelos muy yermos, manos albergando un puñado de tierra negra y fértil. Pero, detrás de las ideas a las que aluden esas imágenes, yo sólo veo una resignación oscura y dolorosa: se llevaron mis chanchos y mis vacas, me mataron mis hijos, me fundieron la fábrica, me robaron, me sacaron lo que más quería, me condenaron a vivir en este barro, a tener este trabajo de esclavo a cambio de dos pesos, y, sin embargo, yo tengo esperanza, yo espero un día volver a comprar mis chanchos y mis vacas, hacer justicia por el asesinato de mis hijos, construir una casa más decente, refundar la fábrica, conseguir un trabajo mejor, porque sí, porque así es, porque mientras hay vida hay esperanza. Y yo digo: un carajo. Sin embargo. *** Busco, busco, busco. Encuentro frases: “No pierdo la esperanza de ganar el rally París-Dakar”, “No pierdo la esperanza de ganar el Mundial”, “No pierdo la esperanza de conocer a Justin Bieber”, “Virginia Regina no pierde las esperanzas de tener a Shakira en el Festival de Viña del Mar”. Y las otras: no pierdo la esperanza de encontrar a mi hija, no pierdo la esperanza de que me devuelvan a mi marido, no pierdo la esperanza de que me traigan a mi bebé, a lo mejor mañana vuelve, viene, me lo resucitan.

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¿Se puede decir, entonces, que un sentimiento que empuja a alguien a seguir -con la mano tendida hacia el hueco negro de la ausencia, hacia el oscuro umbral de lo desconocido- es un sentimiento flojo y funcional, un pasto bien domesticado? *** Porque, ¿qué fue lo que -además de la política- permitió que los treinta y tres mineros atrapados bajo setecientos veinte metros de tierra cuando se derrumbó una galería de la mina San José, en el norte de Chile, fueran encontrados vivos diecisiete días después del derrumbe? ¿No podría llamarse, a eso, la esperanza: no sólo de ellos -que esperaban, contra toda lógica, que alguien siguiera buscando-, sino de los que, en efecto, los buscaban, esperando -contra toda lógica- que alguien siguiera con vida? Hablo por teléfono con una persona que me dice que, al leer Moby Dick, sólo hacia el final del libro logró entender cuál era la verdadera tragedia de los marinos embarcados en el Pequod: más que el hecho de estar en manos de un capitán loco, metidos en una deriva interminable en pos de una ballena blanca, la verdadera tragedia era que, en algún momento, habían comprendido que, en tierra, ya nadie los esperaba: “Eran, literalmente, los desesperados -me dijo-: no los esperaba nadie”. Y entonces pensé que el momento más atroz para un sobreviviente no es el de la catástrofe -el avión cayendo en el mar, el barco hundiéndose, el minero enterrándose bajo la tierra-, sino el momento en que comprende que ya nadie lo busca: que los otros han perdido la esperanza. Que ya no tienen la mano tendida hacia el hueco negro de la ausencia, hacia el oscuro umbral de lo desconocido. Yo -yo- querría que nunca dejaran de buscarme. Pero yo -yo- ¿podría -querría- seguir buscando siempre: anclarme en una espera interminable, no avanzar? He ahí la esperanza y su tremendo peligro: su vocación de metástasis comiéndose la vida, obstinándonos en búsquedas y esperas que quizás no terminen nunca, llenándonos de pre-

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guntas: “¿Y si hubiera buscado todavía un poco; y si hubiera esperado, todavía, un poco más?”. Peligrosa y terrible: la esperanza. *** Otra vez, entonces: la esperanza, ¿un pasto bien domesticado? Porque hay que tener coraje. Para no apagar las velas que arden junto a tus fotos, para peregrinar al sitio donde te vi por última vez, para esperarte al pie de todos y cada uno de mis días, hijo mío, esposo mío, amor mío, mi muerto, mi desaparecido, mi secuestrado vivo, mi náufrago: hay que tener coraje. “La esperanza es el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre”, decía Friedrich Nietzsche. Y hay hombres que eligen no evitarlo. Seguir aferrados, a pesar del tormento, aún cuando todo indica que sería mejor dejar partir. ¿Sentimiento flojo, pasto bien domesticado? Hay que tener coraje. Sin embargo. *** Porque, entonces, otra vez: la cosecha fue mal, la inundación se llevó todo, el fuego nos quemó la casa, hace cuatro generaciones que somos más pobres que las ratas, que nos morimos de a puñados, que la policía nos pega, que los políticos nos usan, que los empresarios nos explotan, que por acá no llega el transporte público, que no tenemos empleo, ni luz eléctrica, ni caminos, ni agua, pero nosotros, señor, no perdemos la esperanza, porque hay que seguir. ¿Y por qué, se pregunta uno, hay que seguir? Y a su vez, si no se sigue, ¿qué: qué queda? *** A lo mejor, como tantas cosas, todo empezó en la infancia. Yo vivía en una ciudad pequeña del interior, llamada Junín, a 250 kilómetros de Buenos Aires. Allí, en ese pueblo -y en muchos otros sitios de la Argentina, y en varios de nuestro continente-, la frase “¡Qué esperanza!” se usaba para remarcar,

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sañudamente, la improbabilidad de que se lograra o sucediera algo que alguien quería mucho. Por ejemplo, si un mengano muy feo confesaba su deseo de seducir a una fulana muy linda, sus amigos podían decirle: “¡Qué esperanza!”. Si una fulana muy pobre manifestaba su deseo de conocer Europa o de ir a la universidad, alguien podía decirle “¡Qué esperanza!”. La chica linda, el viaje a Europa, los estudios universitarios sólo serían posibles en ese terreno abstracto (la esperanza), pero jamás en la vida real. Cargada de burla, rodeada de un halo de desprecio por la vida de los otros, la frase me producía enorme indignación: ustedes, feos y pobres y desangelados, jamás alcanzarán lo que quieren, pero ahí tienen el premio consuelo, el hueso ya sin carne, lo único que pueden roer: la esperanza. No era poco usual que la gente usara esa misma frase aplicándola, con ironía triste, sobre sí misma. Por ejemplo, si alguien veía la foto de un auto muy lindo en una revista, podía manifestar su deseo de tener uno y decir, inmediatamente, “¡Qué esperanza!”. Entonces todo resultaba mucho más desolador. La esperanza: pastito bien domesticado. *** O quizás lo que me desagrade de la esperanza no sea la esperanza en sí, sino la alta cuota de resignación que le vienen inyectando desde hace siglos: esa idea de que la esperanza es -de verdad- lo único que a veces tiene una persona. Que se pueden perder la dignidad y la paciencia y la ilusión, pero que ella está ahí, perro fiel. A lo mejor es eso: su costadito manso, opio de pueblos. Esa idea: mientras hay vida, hay esperanza. Durante las primeras Jornadas Nacionales de Filosofía que se realizaron en el año 1977 en Córdoba, Argentina, el doctor Nimio de Anquín leyó una ponencia sobre la esperanza y dijo esto: “A la palabra esperanza le ha ocurrido un suceso lingüístico que le ha dado otra naturaleza que la que tenía originalmente: ha sido bautizada cristianamente, y podríamos decir que con el

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bautismo cambió de naturaleza y se transformó en virtud teologal, junto con la fe y la caridad. (...) un cambio sustancial que sin destruirla le da otro sentido y la adscribe simultáneamente a la esfera teológica o religiosa”. La esperanza ligada a la idea de un porvenir signado por Dios, no por los hombres. A lo mejor es eso lo que no me gusta. La esperanza, tan cristiana. *** Un día, durante unas clases de periodismo en Santiago de Chile, pedí a los alumnos que escribieran sobre, precisamente, la esperanza. Una de las alumnas, una chica ecuatoriana, escribió un texto que tenía frases como “la esperanza aparece cuando fe, sueños y anhelos se fueron por el camino equivocado”, y “la esperanza es el deseo, la imaginación de los si hubiera”, y “la esperanza (...) es los restos que quedan de la fiesta cuando ya todos los invitados se han ido”. La esperanza, estaba diciendo esa chica, aparece cuando algo ha salido muy mal. Y yo no pude sino estar de acuerdo. *** Está el poeta español Ángel González que escribió, en su poema Esperanza: “Esperanza, / araña negra del atardecer. / Tú paras / no lejos de mi cuerpo / abandonado, andas / en torno a mí, / tejiendo, rápida, / inconsistentes hilos invisibles, / Te acercas, obstinada, / y me acaricias casi con tu sombra / pesada / y leve a un tiempo. / Agazapada / bajo las piedras y las horas, / esperaste, paciente, la llegada / de esta tarde / en la que nada / es ya posible... / Mi corazón: / tu nido. / Muerde en él, esperanza.”. Y está, también, el argentino Diego Torres, cantando, con sus brazos abiertos como un cristo urbano e hipercomunicacional, aquello de: “Saber que se puede / querer que se pueda / quitarse los miedos, sacarlos afuera / pintarse la cara color esperanza / tentar al futuro con el corazón”. Una araña negra. Una melaza rococó rosada. ***

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Una búsqueda de frases relacionadas con la esperanza deja en claro que esa contradicción -la esperanza como portadora de consuelo y de condena; la esperanza como algo que hace al hombre hombre y que, a la vez, le quita un componente irrenunciable de su humanidad: la rebeldía- atraviesa los siglos. “La esperanza es una virtud cristiana que consiste en despreciar todas las miserables cosas de este mundo en espera de disfrutar, en un país desconocido, deleites ignorados que los curas nos prometen a cambio de nuestro dinero”, decía Voltaire, en el siglo XVIII. “La esperanza es el único bien común a todos los hombres; los que todo lo han perdido la poseen aún”, decía Tales de Mileto, en el siglo V antes de Cristo. “El que vive de esperanzas, muere de sentimiento”, decía Benjamin Franklin, en el siglo XVIII. “Nunca se da tanto como cuando se dan esperanzas”, decía Anatole France, en el siglo XIV. “El que vive de esperanzas corre el riesgo de morirse de hambre”, decía, otra vez, Benjamin Franklin. “La esperanza hace que agite el náufrago sus brazos en medio de las aguas, aún cuando no vea tierra por ningún lado”, decía Ovidio, en el siglo I después de Cristo. “Que más mata esperar el bien que tarda / que padecer el mal que ya se tiene”, decía Lope de Vega, en el siglo XVI. “La esperanza es un buen desayuno pero una mala cena”, decía Francis Bacon en el siglo XVII. “Es necesario esperar, aunque la esperanza haya de verse siempre frustrada, pues la esperanza misma constituye una dicha, y sus fracasos, por frecuentes que sean, son menos horribles que su extinción”, decía Samuel Johnson, en el siglo XIX. Y también hay un hombre llamado Leonard Cohen. Es canadiense, canta. Dijo, alguna vez, “No hay que ser pesimista ni tener esperanza”. Y eso, en definitiva, es lo que creo: no hay que ser pesimistas ni tener esperanzas. Y allí donde otros dicen la esperanza, yo prefiero decir la voluntad. Voluntad es lo último que se pierde. Mientras haya vida, señores: voluntad.

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B r o ta r á s d e n u e v o A n a M ar í a B e d oya Bui l e s

Faber canta en la ducha la canción que suena en la radio: “Yo no sé ni dónde / dormiré esta noche / pero donde sea soñaré contigo. / Quiero que me beses, / quiero que me abraces / aunque solo sea cuando estoy dormido...” La ranchera retumba en la casa: una habitación de tres paredes, barrida y trapeada con esmero, triángulo que se recorre en doce pasos. La puerta está abierta para que entre el aire y la luz de la tarde. Detrás de la cortina plástica estampada con ballenas azules, Faber sigue cantando: “Por eso es que todos me llaman el loco, / porque me la paso soñando despierto”. Olvida que no dormirá esta noche. No habrá, a su regreso, quién se ciña a su cuerpo trigueño en su cama tubular, cuidadosamente tendida con una cobija de flores rojas. Vive en el cerro donde se asienta el barrio Santo Domingo Savio, por una calle estrecha a la que solo se llega a pie. Envuelto en una toalla descolorida, sale a la acera y coge el jean del tendedero. Mira al occidente del valle, cual centinela en su atalaya, donde queda el barrio Conquistadores, el lugar al que va todos los días desde que dejó, por segunda vez, Puerto Venus, Nariño; donde nació el 12 de julio de 1959. Se fue, como la primera vez, para olvidar a una mujer. Consuelo, la hija de una cantinera, fue su primera novia. El amor lo estaba alcoholizando; para ver a esa morena cejijunta se gastaba la plata que ganaba recolectando café, tomando cerveza en la cantina de su suegra. Su primera borrachera fue a los diez años, ya había dejado la escuela, cuando se tomó tres totumas de guarapo de una sola sentada.


Al escondido, Faber y Consuelo hicieron el cursillo de matrimonio. Pero a María del Carmen, su mamá, le fueron con el chisme. Apenas lo vio le dijo: “¡Faber! Culicagado, ¿cómo así que te vas a casar? Pero si es la primera mujer que conocés, pendejo. Mijo, yo lo quiero mucho pero prefiero que se vaya de la casa. Váyase a conocer mundo. Prefiero perderlo de mi lado a verlo por ahí llevado del arrume con una mujer”. Al otro día, no amaneció en su casa. No volvió en ocho años. Sentado en el borde de la cama, almuerza arroz con huevo. Contempla en la pared un cuadro de marco antiguo del Sagrado Corazón de Jesús, que recuperó de un basurero de Conquistadores; como los dos ventiladores, la grabadora Aiwa, el nochero de madera, la lámpara de mesa y la estatuilla dorada del dragón chino. Carirredondo, recién afeitado, mira con sus ojos oscuros y rasgados, a los melifluos y verdes del Cristo. “Que nada malo pase esta noche”, dice y se echa la bendición. Lava sus dientes disparejos. Se unta colonia. En el bolso guarda una chaqueta, un paquete de galletas de soda y dos termos con agua caliente para el tinto. Agarra el machete envainado en un estuche de cuero, se lo tercia en el pecho y sale de casa. Recorre dos cuadras camino a la terminal de buses, por una calle empinada en medio de casas sencillas, arquitectura trazada a lápiz en el cuaderno de algún maestro de obra. Solo una buseta está próxima a salir. Las calles alrededor bullen atestadas de negocios y caspetes con frutas y verduras de los pueblos del oriente. El conductor arranca cuando Faber se monta. A los pocos metros se le adelanta un camión colmado con cebolla de rama que perfuma el descenso por la antigua carretera de Guarne. En el siglo pasado, los campesinos de los municipios del oriente traían sus cosechas a la ciudad por esa carretera; pero cuando en los pueblos empezaron a enfrentarse guerrillas, paramilitares y ejército, ya no transitaban las chivas atiborradas con hortalizas, sino con cientos de familias que abandonaron sus fincas. Muchas decidieron quedarse junto a esa carretera; con los árboles que talaron construyeron sus ranchos.

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Faber llegó a Medellín a los 38 años porque en el campo había más monocultivos operados por máquinas que hacían en un día lo que un hombre en una semana; y en cualquier momento llegaban los hombres armados, el rostro oculto, que podían ser de un bando o de otro. Pero, sobre todo, para olvidar a una mujer, la única con la que se casó. Alba Rocío, la hija de una prima suya, fue su segundo amor. Se casaron por la Iglesia. María del Carmen estaba contenta y les dio la bendición. Después de ocho años andando de pueblo en pueblo, su hijo se casaría y le daría nietos. Pero un día a él le fueron con un chisme: “Faber, hermano, cuando usté se va a jornaliar pa’l monte, su mujer se vuela con otros manes por esos matorrales detrás de su casa”. Después de cuarenta minutos descolgándose por las faldas del nororiente, el bus lo deja frente al Centro Administrativo La Alpujarra. En un pendón institucional, colgado en el edificio de la Alcaldía, dice: “Somos la ciudad que más invierte en seguridad”. Faber sigue a pie por Barrio Triste, lleno de talleres de mecánicos y de garajes de reciclaje, donde el 10 y el 29 de julio de 2014 unos hombres lanzaron una granada y se fugaron. El mismo mes que el municipio celebró, por primera vez en el año, cinco días seguidos sin muertes violentas. Da pasos cortos con sus pies pequeños. Cruza hacia el puente de la avenida San Juan, donde en una madrugada tres ladrones intentaron robarle, pero no se dejó quitar la plata. En el codo recibió una puñalada que iban a clavarle en el estómago. No fue a un hospital a que le pusieron los tres puntos que necesitaba. La señora que vende empanadas en la glorieta le dio una servilleta con la que se estancó la sangre. Se fue para Barrio Triste y se compró un machete al que empezó a llamar La belleza. Se desinfectó con Isodine apenas llegó a su casa. Cansado y sin sueño, se sentó en la cama a amolar la hoja de acero inoxidable. –¿Usted sabe dónde nací yo? En Puerto Venus, Nariño. En Puerto Machete. A la entrada del pueblo había una piedra.

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Alguien le pintó un letrero que decía: “No traiga machete que acá le damos”, –dice, señalando al fondo de la avenida. –¡Ay, mirá! ¿Qué habrá pasado ya? Al fondo del carril hay un bus atravesado en la mitad de la calle; detrás, una ambulancia con la sirena encendida y una fila de carros y motos atascados. Faber se acerca al corrillo de gente. Una mujer de unos treinta años está tirada en el suelo, inconsciente, junto a una moto automática negra. “¡Por favor, que se la lleven rápido!”, le grita una señora a la paramédica que también grita dando órdenes mientras le toma el pulso: “¡Traigan la camilla! ¡Despejen! ¡La camilla!”. Faber contempla el rostro apagado, se fija en los agujeros de la nariz, por donde fluye, apenas la levantan, un líquido violáceo. Se lleva la mano al pecho, como si un trépano intentara romperlo. –Esa pelada está muerta. Desde que la vi supe que estaba en otro mundo. –Pero se la llevaron en la ambulancia… –Si no se la llevan, ¿usted se imagina el taco que se arma?, ¿usted sabe lo que se demora un levantamiento? Pobre muchacha, qué iba a pensar que en ese puente iba a encontrar la muerte. –… –Esta noche va a llover. Lo dice para sí mismo. Dobla por la esquina y entra a la cuadra del barrio Conquistadores que cuida hace diecisiete años. Una calle que recorrerá doce veces de esquina a esquina, doce veces durante doce horas. *** –Por aquí me dicen El Loco. ¿Se imagina un loco cuidando a la gente? Gente que reside en un barrio construido a mitad del siglo pasado por terratenientes que exportaban café al extranjero. Casonas modernas de máximo dos plantas y antejardín, cada una con más de trescientos metros cuadrados, para familias de clase media alta, recomendadas por las inmobiliarias porque están en una zona segura y elegante. La mayor parte del

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tiempo, el barrio parece deshabitado, como si sus residentes estuvieran de vacaciones permanentes. Faber se detiene en la mitad de la cuadra, en un garaje donde guarda sus cosas. Se pone una chaqueta impermeable, dos tallas más grandes que la suya. Toma el silbato y se lo cuelga en el cuello. Cuando sale a dar su primera ronda se encuentra con un señor alto de cabello y cejas blancas, jubilado de banco. Acababa de bajarse de una camioneta directo a tocar la puerta de esa casa donde está el garaje. –Ahí no hay nadie –le dice Faber. –Ese señor se me está escondiendo y yo ya estoy desesperado. –¿Qué pasó pues? –Me debe lo del arriendo. –Ah, a mí me debe tres meses de vigilancia –dice, y saca una silla plástica a la acera, desde donde puede ver toda la cuadra. –Faber, présteme ese machete. –¿Qué va a hacer? –Voy a cortarle unas ramas a ese árbol que me está tapando el frente de la casa. –Deje que yo esta semana hago eso. –Préstemelo, hágame el favor. Lo voy a hacer yo. El árbol en realidad es un arbusto al que le dicen Navidad. Una Euphorbia pulcherrima que ha alcanzado su máxima altura. Sus hojas dentadas, pubescentes, se ven lozanas, libres de plagas. Las brácteas escarlatas rodean las diminutas inflorescencias amarillas. Callado, Faber observa al hombre que empuña su machete y desgaja la planta sin técnica. –Viejo hijueputa –murmura. Me va a dañar el arbolito. Ese árbol lo sembré yo. –¿Sobrevivirá? –Sí. Pero se puede enfermar. Venga. –Se levanta y camina hasta el jardín del lado, señala un tallo delgado en un círculo de tierra. La doctora de acá me pidió que lo cortara, que porque también le tapaba la fachada de la casa. Y vea que la

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corté bajitica. Esa mata echa una flor morada lo más de bonita. Agáchese. ¿Ve esos puntos verdes en el tronquito? Si la raíz sigue pegada a la tierra puede que vuelva a echar pa’ arriba, ¿me entiende? A este barrio llegó por un primo que trabajaba como celador informal y que moriría de cáncer unos meses después. Faber había intentado trabajar en construcciones pero aguantó menos de un mes. Su primo le dijo que ser vigilante era sencillo, además, le explicó: “Por acá no pasa nada”. A nadie le importó que no estuviera acreditado por alguna empresa de seguridad; solo una señora le preguntó: “¿Usted sí nos va a limpiar esta cuadra de gamines, cierto?”. La primera vez que vio a un hombre descalzo, harapiento, tocando el timbre de una casa, se le acercó y le dijo que no podía timbrar ahí. “Yo toco donde me dé la gana. Yo tengo hambre”, le respondió. Para asustarlo, sacó el machete. El tipo se alejó, pero Faber lo vio volver acompañado de un hombre que lo traía encañonado por la espalda. “¿Hay que sonar a este gamín o qué hermano? Lo vi cogiendo un palo dizque pa’ venir a darte”. Faber no lo conocía, le pidió que lo dejara libre. Se identificó como miembro de las Convivir, grupo que surgió a mediados de los noventa como cooperativas de vigilancia y seguridad privada, contratadas por empresarios que requerían sus servicios para protegerse. Ese mismo año esas cooperativas fueron desmanteladas (al menos en el papel), por las constantes denuncias de abuso de poder. Menos frondoso, el árbol de Navidad sigue en pie. De un enjambre pegado al techo de la casa descienden cinco avispas hasta los pétalos rojos que quedaron en las pocas ramas que le dejó el señor de cabello blanco. Se posan para libar las flores. *** Cruza la calle hacia un edificio de cinco pisos. La puerta del garaje se abre automáticamente y sale, en una Harley Davidson, un motociclista vestido con pantalón y chaqueta de cuero. Faber se acerca al portero y saca de su billetera, entre

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estampitas de la virgen, un recibo doblado en cuatro. El portero asiente, sin decir nada, y toma el vale escrito con pulso tembloroso. –¿Cada cuánto cobrás? –Cada quince días. –¿Y te va bien? –¿Acaso todos pagan? Además la plata la parto con el compañero del otro turno. Esto es lo que llaman un trabajo ambulante y ese es el problema. Hace unos años vinieron unos señores de la alcaldía que nos querían organizar. Nos dieron cursos y hasta el alcalde nos entregó diploma, libreta militar y uniforme, que porque así la gente nos veía más presentados y de pronto pagaban, pero qué va, eso siguió la misma pendejada. –¿Entonces, los que no te pagan qué? –No les cuido nada –se detiene junto a un árbol de aguacate que está echando frutos, toma uno verde y duro, lo palpa sin arrancarlo. Mirá qué belleza, el problema es que no puedo estar todo el día al pie del árbol y no falta el que le arranca los aguacates. Yo le echo tierrita abonadita, me subo a la copa y le podo las ramas más viejas. Los primeros días en su nuevo trabajo se aburría de estar oscilando de esquina a esquina. Pocas veces alguien se asomaba por un balcón o una ventana. En algunas casas, descubrió en pocos días, funcionaban oficinas de arquitectos, consultorios de sicólogos y de médicos bioenergéticos. Un día, contra el aburrimiento, cogió su machete y empezó a remover la tierra del antejardín de una sicóloga y a quitarle las hojas marchitas a las plantas, mientras les conversaba. Una paciente que salía de consulta le preguntó por qué les hablaba. Él le dijo que ellas le entendían. “¿Y qué le responden ellas?”. “Las plantas no hablan, señora. Con las plantas funciona la energía. Hay gente que tan solo con tocarlas o mirarlas hace que se mueran. Yo las acaricio y ellas se ponen lindas, también me funciona con las mujeres”, le contestó él. Desde ese día empezó a cuidar los jardines del barrio. Les sembró albahaca, cidrón, penca de sábila, limoncillo, lengua de suegra, san joaquín y palma.

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–¡Ay! Mirá ese animal que se paró en el aire –dice, y señala la estela de humo que dejó un jet en el cielo. ¿Sabe cuál era mi pensamiento cuando niño? Manejar un animal de esos que van por las nubes. Estaría yo por allá arriba volando como un gallinazo. Faber corre hasta donde una mujer y un hombre de unos cuarentaitantos que se bajan de una camioneta negra cargando varias bolsas de mercado. Les recibe los paquetes y los entra a la casa. Anochece. *** Lámparas fluorescentes iluminan la calle desolada. Faber para junto a un árbol de mango en el que revolotean dos murciélagos. Saca su machete y corta un fruto biche. –Me voy a comer este mango a ver si se me quita esta náusea. Tengo la imagen de esa muchacha cuando le salió esa sangre por la nariz. Yo que estoy enseñado a ver muertos. Y más de uno. –¿Muertos en esta cuadra? –No. Esto es muy sano. Muertos por allá cuando me fui andar por esos pueblos. Mentiras, por acá sí me tocó un muerto. Tuvo que ver con la casa abandonada que van a tumbar pa’ hacer un edificio. Venga se la muestro. Por los ventanales, cubiertos de polvo, se ven los cuartos desocupados, el suelo roto, los escombros en los rincones. A Faber no le gusta mirar hacia adentro. Ha escuchado pasos, inodoros que se vacían, gente que se lamenta. Cuenta que la casa era de un mafioso que le abría huecos para esconder armas, dólares y cuerpos. Dice que quienes lo asesinaron cruzaron la bala para que le entrara. El único inquilino que vivió allí después, fue un costeño al que Faber estuvo a punto de darle un machetazo, el mismo día que le tocó ver un muerto en esa cuadra. –Una vez llegó una pelada de allí con el novio. Venían en el carro. En la esquina aterrizó una moto con dos manes, el parrillero estaba disfrazado de gamín. Tenía un costal rojo y vi que sacó algo y pensé: “A estos los van a atracar”. Le dijo

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al novio de la pelada: “Ey, regáleme una monedita”. Y llegó y ta ta ta; le pegó doce tiros. La pelada me llamó para que le ayudara a mover al hombre, estaba en esas cuando me cayó el costeño que vivía en la casa embrujada y me dice: “Oiga, aquí matan la gente y usted no hace ni puta mierda. ¿Pa’ qué hijueputa sirve usted?”. Y me estrujó. Eso fue automático: yo saqué el machete. Un cucho me estaba mirando por una ventana y me llamó: “¡Faber, usted qué va a hacer!”. Fue un ángel que se me apareció porque yo lo iba a matar. Y otro man de ese edificio apenas me vio ensangrentado salió con una metra en la mano. “Faber, ¿qué pasó?, ¿usted está herido?”. Me hizo empelotar y todo. “Venga le doy una ropa para que se coloque”. Y me dio una camisa más bacana, nuevecita. Y me hizo botar la ropa ensangrentada. Un relámpago ilumina el cielo. A pocos segundos se escucha el trueno y la casa abandonada devuelve su eco. Se suelta el aguacero. “Ay, santa Bárbara y san Pedro, líbranos de todo mal y peligro. Amén”, dice Faber. *** Era 1985, por primera vez a Faber le pidieron cuidar de algo. Dos veces a la semana vigilaría un cultivo de maíz con una escopeta. Un tiro al aire por pájaro que se posara en un chócolo. El resto de los días cogía café en lo alto de una montaña del Tolima, donde podía ver el Nevado del Ruiz. Un miércoles de recolecta hacía tanto calor que los sorprendió la lluvia. Faber y los demás trabajadores fueron a escamparse a la finca del patrón. Casi a la media noche sintieron un olor a lodo, a químico. Salieron al zaguán e iluminaron el patio con una linterna: una capa gruesa de ceniza cubría todo. Asustados, prendieron la radio y se enteraron de que el nevado había explotado y sepultado al pueblo de Armero. –A los veinte días salí de por allá. Decidí regresar a Nariño. Llegué un martes. Fui donde un primo que tenía una cantina. Yo iba estrenando maleta de cuero fino y reló. Ese man apenas me vio se metió debajo del mostrador. Lo saqué de allá y me dijo: “De parte de Dios todopoderoso, ¿qué querés?”. “¿A vos

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qué te pasa, marica?”. Se quedó paralizado. Hasta que cogió fuerza pa’ hablarme: “¿Faber usted está vivo?”. “Pero vos sos bobo o qué, ¿no me estás mirando?”. Me abrazó y lloró. “¿Sabe qué?, nosotros a usted le rezamos la novena cuando nos enteramos de esa tragedia. Mi tía ha llorado como un verraco, le va a dar un infarto cuando lo vea”. Cuando la gente me veía salía corriendo que porque yo estaba dizque deshaciendo los pasos. Oiga, esa noche qué hijueputa fiesta tan malparida en ese pueblo. Me la pasé casi dos días bebiendo ahí hasta que caí de la rasca. Eso fue una cosa linda. *** Ha llovido toda la noche; es casi la madrugada. Faber tiene los ojos abiertos, congestionados. Sin sueño. Se pone la capucha de la chaqueta, toma un último trago de café y va hasta el jardín del médico bionergético. Un hombre más bajito que él al que le dicen El Gnomo. La piel rosada, la barba larga, nívea. Es ciego. La gente lo busca porque sana con las manos y con la percusión de tambores traídos de países lejanos. –Una noche, yo estaba muy enfermo de bronquitis, me iba era a morir, se me vino la sangre por la nariz. Lo único que se me ocurrió fue ir a tocarle al médico. Me montaron en una camilla y él me empezó a hacer un masaje en todo el cuerpo. Me fui calmando. Me alivié. Nunca más me he vuelto a enfermar. Yo a ese señor le tengo fe. Faber recoge en el jardín tres esquejes de un plátano. Toma el silbato y sopla, el sonido agudo mengua como si cayera a un pozo. Cruza la calle que separa el barrio de la avenida, los carros pasan a toda velocidad levantando charcos de agua. En una pequeña isla en medio de las calles, donde se alzan varios árboles, se detiene y saca su machete; remueve la tierra hasta hacer un hoyo y siembra un vástago. –Recién empecé a trabajar de vigilante, vine una madrugada acá y me dio por sembrar ese naranjo pensando que algún día me iba a tocar comer naranjas. Y ya me tocó. Se limpia la tierra pegada a sus manos. Vuelve al garaje donde tiene guardadas sus cosas. Toma el bolso. Mira el reloj.

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Abre la sombrilla negra y empieza a andar. Sigue hacia la avenida. Al oriente, las montañas azules, plagadas de bombillos amarillos. El cielo violeta cubierto de nubes carmesí. Por el puente circulan pocos carros; la lluvia borró el rastro del último accidente. Antes de cruzar hacia Barrio Triste lee el titular en la portada del diario que un vendedor de prensa organiza en su exhibidor: “Ordenan libertad de Popeye”. Sigue de largo hasta donde pasa la buseta que lo llevará a casa. Mientras espera, Faber canta una ranchera que le recuerda este amanecer: “Óyeme bien corazón / pa’ que tanto sufre y sufre / si el sol siendo el astro rey / lo tapa una triste nube”.

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L EN G U A D E F RESA Manuel a Gómez

La poesía oriental es breve y efímera, se deja llevar por el viento como los tallos leñosos de los bambúes, no se queda en el ruido del pensamiento, pasa como pasa el instante este. Un poema nace torpe, húmedo y a veces temblando. Esos primeros minutos son decisivos porque las palabras pueden borrarse y volverse otras palabras, o no volverse nada, quedarse así como estaban, en blanco. Dante nació un viernes de diciembre del 2013 cuando ya era de noche. Los médicos limpiaban y luego cortaban cada una de las siete capas, antes de llegar al océano que se había quedado estrecho. Fue una cesárea perfecta, aunque suene injusto porque los partos naturales son los que se llevan toda la perfección. Los instrumentos tenían un ritmo metálico muy parecido al silencio, que se quebraba por las anécdotas banales de los médicos. Dejé que pasaran las voces y me concentré en la temperatura de la mano de Fede, que sostenía mi mano fría. Hasta que escuché la voz de la doctora que había seguido cada uno de mis controles: –Tiene los ojos abiertos –dijo. La pediatra de turno que se asomaba al fondo de mi cuerpo añadió –Viene sentado igual a Buda. Las dos eran buenas noticias. Acababa de cumplir 28 años y esa noche escribí mi primer poema. Antes de él solo habían sido rayas difusas y artificios. La enfermera lo acercó a mi mejilla con un golpe seco. Ese gesto me sacudió y me reí con lágrimas muy mías. Y le dije te amo con un amor que no sabía que iba a crecer más que mi cuerpo, que nuestra casa, que el más alto de los bambúes que mecían los alrededores de la Clínica El Rosario.

Y es que la vida pocas veces es como la imaginamos. Los primeros meses nuestra casa se convirtió en una cueva tibia. Cuando salíamos al balcón o a comprar algo en el supermercado advertíamos que el aire de adentro estaba enrarecido, entonces abríamos un poco las ventanas y mirábamos la ciudad que seguía siendo la misma sin nosotros. Recibíamos pocas visitas, la mayor parte del tiempo estábamos solos los tres, conociéndonos. Por las noches repetía sin saberlo un gesto universal en todas las mamás; mis ojos como criaturas de la noche se adaptaban a la falta de luz y podían, tal vez siguiendo un instinto más fuerte que todas las lógicas de la ciencia, entrever el movimiento casi inaprensible del cuerpo de Dante. Mis defensas lo protegieron hasta los cuatro meses, cuando cumplió cinco, lo hirió Japón. Toda la topografía de un país en un virus imperceptible, los científicos dicen que es ubicuo, o sea que es como los dioses; está presente a un mismo tiempo y en todas partes. Pero entonces no lo sabíamos. Contemplábamos la temperatura del termómetro que se resistía a bajar. Apenas con un miedo diminuto equiparado al miedo que sentiríamos luego, semejante al dinosaurio del cine capaz de destruir ciudades enteras. No lo sospechábamos, pero nuestros relojes corrían en contra, teníamos solo cinco días para hallar un diagnóstico, apenas unas horas más serían irreversibles. Hoy busco señales o posibles causalidades que tejan esa herida. Tal vez indagando por alguna explicación que no aparece en los libros de medicina. Quizás persiguiendo la vieja costumbre literaria de encontrar los hilos secretos que trenzan una historia. La mañana del sábado en que todo inició fuimos a un taller para aprender a escribir haikús. Sentamos a Dante en la mesa del salón, yo le permití arrugar la hoja escrita con poemas breves, celebré que se la llevara a la boca, dejé que la mujer sentada a mi lado pusiera su mano en la mano de él. En las noches del hospital me lastimaba conjeturando sobre el principio del virus. Culpé a la mujer, quizás había estado en Japón hace poco. Culpé a la tinta negra que escribía el haikú. Culpé al haikú. ESPERANZA

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Uno Una clínica es una ciudad de sábanas frías. Los ascensores viajan en silencio, los corredores se multiplican hasta formar laberintos. Las enfermeras son centinelas que gobiernan los pisos, los médicos se asoman una vez y luego desaparecen. Quedan los camilleros, hombres delgados y de mirada pálida. Las mujeres de la limpieza que arrastran sus carros cargados de baldes amarillos y traperas, las ayudantes de cocina que tocan las puertas aisladas tres veces cada día; dicen buenos días, buenas tardes, buenas noches, sin que su mirada se quede en nada ni en nadie. A veces en las noches me cruzaba con otras mamás en los pasillos, no tenía que saludarlas para sentirme unida a ellas. Desde lejos formábamos una misma figura, todas en pijama, arrastrando los pies y con los ojos heridos. Nos asignan la habitación 422, con un televisor que encenderemos poco, seis interruptores de luz que nuestras manos van a terminar memorizando. Un sofá de cuero oscuro, una cama vestida de blanco, dos almohadas y una cobija. El baño, que será vetado por dos razones; porque ruge, porque se desborda apenas con una ducha breve. La médica que nos atiende usa vestidos de colores debajo de su bata blanca. Sabemos que está cerca mucho antes de que toque la puerta. Sus tacones reverberan en la longitud del corredor. Siempre se recuesta en la pared cuando habla y habla poco. Nos explica que los exámenes arrojan una posible infección, sus leucocitos están por encima de los niveles normales. Su tranquilidad nos duerme en una inercia que no comprendemos del todo. Seguimos pensando que es un virus como cualquier otro virus y que a lo mejor mañana volveremos a casa. Pero la fiebre no cede con ninguno de los medicamentos y una gripa fuerte aparece de pronto. El llanto de Dante en la madrugada atrae a un practicante de pediatría. Se llama Julio y es el único que cuando lo mira se pone nervioso. Quiere descartar una meningitis, ordena una punción lumbar, pero luego se arrepiente. No cumple con todos los síntomas. Cuando se despide miro a Fede, que camina por toda la habitación con Dante en los brazos, lo mece y yo le canto, pero los lamentos persisten. Me doy cuenta que ha llorado más que en toda su vida.

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Dos Las gafas de Tomisaku Kawasaki son grandes y cuadradas, ocupan la mitad de su rostro. Tiene el pelo de un blanco ártico, las cejas muy pobladas se derriten en sus ojos rasgados. La celebridad lo alcanzó en el año 1967, cuando le puso nombre a un misterio como si antes de ser pediatra fuera mago. Cinco años antes había descrito un síndrome que atacaba sobre todo a niños varones entre 1 y 5 años. Diferente a la fiebre escarlata y al síndrome de Stevens-Johnson; una enfermedad de la piel que amenaza la vida. Pero pocos le creyeron. Tuvo que publicar un estudio con 50 casos y con fotos de los pacientes afectados. Las investigaciones iniciales se hicieron post mortem. Fue entonces que descubrieron la primera causa de cardiopatía adquirida en la infancia. Encuentro una nueva forma de espantar el llanto. En el baño le enseño el espejo a Dante, abro la llave y dejo que el agua corra. Mi hijo contempla su reflejo como el de un extraño y sonríe con la risa de casa. Buscamos a Julio a media noche pero nadie lo conoce. Lo exigimos pero es inútil, solo las enfermeras acuden a nuestro llamado. La respuesta es una letanía que me agota; todos los síntomas son normales. Lo dicen los médicos, lo repiten las enfermeras. Pero una de ellas se atreve a revelar un diagnóstico “a lo mejor es por los dientes que le están naciendo”. De madrugada algo se despierta dentro de mí. Doy vueltas en el sofá intentando descubrir de qué se trata. Tiene la agudeza del miedo pero no es miedo. Es un grito silencioso que se cuida de no perturbar el sueño del hospital pero que permanece. Lo escucho desde el fondo de mi cuerpo: algo no está bien, mi hijo no es así, mi hijo llora poco y juega mucho, mi hijo nunca me quita las manos cuando lo acaricio. Tres Los estudios de Kawasaki se conocieron en las escuelas de pediatría del Japón y luego se fueron propagando en otras escuelas del mundo. En el año 1974 aparecieron en Estados Unidos niños con los síntomas que describía el pediatra japonés. Luego,

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en Alemania, en África y en Australia. En 1977 el aire llevó el síndrome hasta México. En Colombia los primeros casos se registraron en Bogotá en 1978 y en Medellín a principio de la década de los 80. El doctor Kawasaki advirtió en sus publicaciones que si el diagnóstico no se realizaba a tiempo los pacientes podían desarrollar aneurismas cardíacos. Un aneurisma es un remolino que se forma en las arterias coronarias que se dilatan. El movimiento giratorio termina en un estallido que los médicos llaman infarto y que en los bebés se traduce como muerte súbita. Una monja toca la puerta. Se sienta en el sofá con las manos entrelazadas. No es la primera vez que la veo. Recuerdo su pequeña figura atravesando los corredores del cuarto piso, hablando en voz baja con las enfermeras, tocando otras puertas con otros números. Su silencio hace que nos olvidemos de ella. Estamos ocupados, atendemos una urgencia. Sujetamos con fuerza medida los brazos de Dante mientras las enfermeras le ponen la máscara que condensa la droga de la nebulización. Él odia esa máscara y se retuerce con movimientos nuevos. La monja se para en todo el centro de la habitación y con una voz encogida nos dice que desea que la mano de Dios nos toque. Un gesto que repite cada mañana después de que los pacientes reciben el desayuno. Ella entra, contempla y habla de la existencia de un brazo que puede traer consuelo, o algo muy parecido a eso. La miro un segundo antes de que cierre la puerta, el hábito azul que le cae por la espalda combina con las letras que forman el nombre de la clínica. Cada minuto Dante es menos Dante. Descubro unas manchas rojas que nacen del borde de su boca y llegan hasta sus mejillas. Camino hasta el puesto de enfermería, una especie de barco que se resiste entre variadas tormentas. Les describo las manchas dibujando su forma en el aire. Me dicen que es un efecto de las nebulizaciones, que otros bebés han tenido manchas como esas. Repito el camino del corredor varias veces antes de entrar a la habitación. Es aterrador quedarse adentro, saberse de memoria sus lamentos sin poder hacer nada. Abro la puerta y en voz baja le digo a Fede que

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bajaré a comprar algo para almorzar. En la cafetería mientras la fila avanza me recrimino por haber estudiado literatura, tendría que haber estudiado medicina. Qué diferente sería todo ahora si hubiera escuchado la voz de una criatura que a los seis años quería ser pediatra. La inutilidad de la poesía me asalta cuando recibo los sánduches, que aún con queso extra y champiñones nos resultarán insípidos. Cuatro Mientras le quito la piyama a Dante descubro que las manchas rojas se extendieron por todo el cuerpo, que se abrieron camino incluso hasta sus ojos. Cuando los tacones anuncian a la doctora me levanto del sofá y le señalo las manchas. Le ruego que nos ayude que no se vaya hasta que encontremos un diagnóstico. Su respuesta es la de siempre, es el pasaje predecible de un virus. Le pregunto qué puedo hacer para que un médico se quede más tiempo en el piso, que podamos llamar si algo ocurre, cualquier cosa. Ella me mira con sus ojos verdosos y suelta una palabra cortica. Dice “nada”. Que no puedo hacer nada. Eso. Voy hasta el fondo del corredor y me siento mirando hacia la ventana que anuncia la salida de emergencia. No aguanto demasiado tiempo afuera. Me levanto y vuelvo a la habitación. Me encuentro con la mujer de las terapias respiratorias que nos visita dos veces cada día para hacer un lavado, masajes en la espalda y el pecho. Tiene la boca tensa y no deja de mirar a Dante que ya no llora porque está cansado de hacerlo. –No está saturando bien –dice –la sangre está reclamando un oxígeno y no llega. Entro en pánico, grito. Busco mi teléfono y tomo una foto a las manchas que forman la cara de mi hijo, a la sangre que rodea sus pupilas cafés. A su espalda inflamada por el color rojizo. Intento capturarla a ella, a la enfermedad esa que no tiene nombre. Pero el impulso dura poco. No tengo tíos médicos, ni amigos, nada. Derrotada vuelvo al rincón de la ventana que permanece cerrada. Busco el contacto de Diana, la pediatra que visitamos cada mes. Ella pasó por nuestra habitación la prime-

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ra mañana que amanecimos en la clínica, pero luego dejó de contestar nuestros mensajes. Elijo las imágenes que acabé de sacar y selecciono la opción enviar. “Te escribo porque estoy desesperada”, se alcanza a leer en la pantalla iluminada. Pasa un pestañeo, luego otro y después, se apaga. Todo negro. El cable transparente que le corta la cara en dos y que invade las aletas finas de su nariz está conectado a una pipeta gris. Cuando la corriente empaña el plástico sabemos que el oxígeno circula bien. A veces con un movimiento rápido Dante se libera del cable, entonces alguno de los dos, cualquiera, lo vuelve a pegar con esparadrapo y le acaricia ese espacio suave que tiene entre las cejas. Cinco “Tiene la lengua como una fresa”, dice Fede, y yo sonrío, segura de que es una metáfora. Él tiene la costumbre de traducir todo lo que nos pasa al lenguaje poético. Casi siempre lo sigo, pero en la clínica me siento incapaz. Entonces sonrío apenas. “Con punticos blancos, roja, roja, roja”. Insiste. Imito el sonido de un gallo para que Dante se ría y abra la boca. Esta vez funciona, la deja abierta apenas un segundo pero alcanzo a verla; una fresa húmeda y brillante. Ninguna metáfora. Diana llega con sudadera y tenis deportivos. Pasa antes de ir al consultorio, vio todas las fotos, tiene una sospecha. Le quita la ropa, zoom en las manchas del pecho. Le da la vuelta y se queda en un detalle de la espalda; señala con el dedo la cicatriz circular de la primera vacuna. –Muy colorada, piensa en voz alta. Sí –dice. –¿Sí qué? –Síndrome de Kawasaki, estoy segura. –¿Quién es Kawasaki? –me escucho preguntar. Pero no estoy muy segura de oír la respuesta. La droga tiene un nombre largo, gammaglobulina. Es cara, dicen. Difícil de conseguir. Pero llega. A las once de la noche nos avisan que ya está en la clínica. He tenido tiempo suficiente para entrar a Google y lastimarme con todo lo que arroja la palabra Kawasaki. Dante cumple con todos los síntomas, podría servir de modelo para una enciclopedia de medicina.

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Dos enfermeras persiguen una vena nueva en su mano diminuta, necesitan una senda limpia para que pase el medicamento. Pero se les escapa. Cuento seis chuzones y tres más en los pies. –Ya es suficiente –interrumpo –La única opción es bajar a urgencias, allá son expertos en coger venas esquivas. Responde la más joven de las dos, quitándose los guantes. No tenemos tiempo de llamar al camillero. Alzo a Dante en los brazos, Fede arrastra la pipeta gris. Bajamos en el ascensor, la sala de urgencias está vacía, tiene la temperatura de un congelador. La experta lo logra con un solo punzón, siento muchas ganas de abrazarla, pero no lo hago. De vuelta al cuarto piso los ojos de Dante me inquietan. Los tiene entrecerrados, las pupilas tocan los parpados de arriba. “¿Dejó de llegarle oxígeno?”, grito perturbando las habitaciones dormidas. Reviso el cable, aprieto su cuerpo y lo arrullo. Agotados sus ojos terminan por cerrarse. Entra en un sueño. Me duele el vientre, me tiemblan las rodillas. La enfermera joven acomoda el suero, prende las máquinas. Antes de salir, dice desde el umbral de la puerta: –Mamá, tiene que calmarse porque todo ese estrés se lo pasa al bebé. Bajo por las escaleras. Me trago el llanto mientras el celador me explica cómo llegar a la capilla. Me indica con la mano; derecha, izquierda. Así. No la encuentro. Atravieso un pasadizo descampado. Me encuentro con los bambúes del pasado. Los cubre la niebla. Me siento herida por esa imagen, entonces rezo, rezo, rezo. No lloro o sí lo hago, pero con un llanto que no conocía. Un llanto callado, mudo. Como si las lágrimas corrieran hacia adentro. En el ecocardiograma Fede ve la figura de un pájaro donde tendría que estar el corazón de Dante. El pájaro es blanco y palpita en una pantalla negra. Las arterias coronarias que lo recubren al lado izquierdo están dilatadas. Con los meses se irán deshinchando. Media aspirina cada día mantendrá la sangre líquida para que no se formen remolinos.

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Le crecerán otros dientes a Dante en la encía de arriba. Grandes y separados como los míos. Empezará a arrastrarse por el piso como un reptil, Fede lo levantará en sus brazos como un ave. Encontraremos otros bambúes que en la ciudad se entregan a las tormentas solares y a las lluvias esporádicas. Pasará un tiempo y una tarde, entenderé que la poesía siempre fue generosa conmigo. Que en el hospital fui yo quien la abandonó a ella. O algo así.

MANI F IEST o POR L A VI D A

Cuando decimos noviolencia, decimos vida. Cuando decimos vida hablamos de esta posibilidad de respirar juntos sobre un mismo suelo, bajo un mismo cielo. Con dignidad. Nuestro acuerdo es plural. Acuerdo que da un paso más allá de la indignación para construir un lugar que pueda vencer a la inequidad. Acordamos recordar a los que no están para iluminar a los que vendrán. Medellín es este hogar donde la noviolencia ha encontrado, por años, tantas maneras de ser y estar. Tanto así que hoy nuestra ciudad es sinónimo de inspiración. Y acción. La vida es sagrada, la palabra también. Creemos en el diálogo como puente que acerca orillas. Si existe conflicto también ha de existir solución. La noviolencia es una de las formas de la reconciliación. Nunca está de más pensar en los demás: nosotros somos los otros de los otros y por eso mismo nos deben importar. La violencia es negación de la inteligencia por eso mismo es nuestro el reto de la creación. Es simple esta matemática vital: reconocemos el valor de sumar y multiplicar para una sociedad en la que el vínculo colectivo es la primera escuela de paz. Nuestro manifiesto es cotidiano y habita los pequeños actos y también los grandes gestos. Está en el día a día y no es sólo una cuestión de calendarios. Por la vida ofrecemos la vida haciendo bien lo que cada quien sabe hacer: Juntos escribimos nuestra historia, la queremos leer mañana con orgullo. Porque no estamos solos. Noviolencia, más que una palabra es una forma de vivir. Te invitamos a firmar con tus actos esta invitación.

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Contenido Las palabras y las raíces. Aníbal Gaviria Correa Prólogo. Patricia Nieto FELICIDAD La felicidad. Elena Poniatowska Cinco actos para una payasa. Pedro Correa Ochoa Por poco, felices. Juan Guillermo Romero MEMORIA El olvido de memoria. Eduardo Escobar Bar Oporto 1990: el saturado recuerdo del pavor. Luis Alirio Calle Los funerales de la casa grande. Ana Cristina Restrepo Jiménez DUELO Hacer un duelo. Piedad Bonnett Las muertes de Sara. Leticia Jaramillo Todas sus muertes. José Andrés Ardila RESPETO La distancia perfecta. Mariana Enríquez No quiero olvidar. Adriana Mejía Adiós a la Fantasía. Juliana Paniagua POLÍTICA La cansada palabra política. Juan Claudio Lechín En el nombre de Camilo. Margarita Isaza Velásquez Lecciones de rebeldía. Camilo Jaramillo VIOLENCIA Violencia. Gabriela Polit Dueñas Las siete vidas de El 9. John Fredi Arboleda Flores en el asfalto. Óscar Iván Montoya Loaiza LIBERTAD Libertad: palabra que habita en la conciencia. José Manuel Valenzuela Arce Miércoles. Marcela Velásquez Guiral La marcha de Aída. Martha Lía Giraldo Escobar

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PAZ La paz desconcierta. Jorge Giraldo Ramírez Días tranquilos. Esteban Duperly Conciliación sin drama. Ana Lucía Cárdenas PERDÓN El perdón como condición de comunidad democrática. Patricio Rivas Herrera Una cruz para Chucho. Carlos Suárez Quiceno La madre del Centro. Manuela Lopera DIÁLOGO Tendríamos que hablar. Roberto Herrscher Dos mujeres. César Alzate Vargas Con las manos. Felipe Sánchez Hincapié VIDA La vida es más compleja de lo que parece. Juan Mosquera Restrepo Tres jueves. Un nacimiento, una resurrección y una muerte en vida. Alfonso Buitrago Londoño ¡Dejen vivir! Gonzalo Velásquez ESPERANZA En contra y a favor. Leila Guerriero Brotarás de nuevo. Ana María Bedoya Builes Lengua de fresa. Manuela Gómez

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Manifiesto por la vida

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Este libro se termin贸 de imprimir y encuadernar en junio de 2015 en Medell铆n, Colombia. El tipo de letra utilizado es Baskerville. La edici贸n consta de mil ejemplares.



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