Revista literaria del Instituto Sinaloense de Cultura AĂąo 4 | NĂşmero 16 | Febrero de 2015
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Contenido 3 Presentación 4
Mujeres, sexo fuerte en la narrativa de César López Cuadras | A DR I A N A V E L DE R R A I N
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Génesis de un escritor: de Buenos muchachos a Un asesino solitario | F C O. JAV I E R BE LT R Á N C A B R E R A
10 Justified: El último ajuste de cuentas de Elmore Leonard | MOI SÉ S E L Í A S FU E N T E S 11
Remanso / Del diario | R IC A R D O B A LD OR
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El espacio rural sinaloense en Caña quemada de Rubén Rocha Moya | E L I Z A BE T H MOR E N O ROJA S
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Animal doméstico | M A R IO H I N OJO S
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Samsara | C É S A R I B A R R A
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Fado | VÍC TOR LU N A
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Carta a Gilberto Owen | S I LVI A M A DE RO
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No sabes de dónde vienes ni sabes a dónde vas | RU BÉ N R I V E R A
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Crónica imposible del pasado más allá del pasado | E DUA R D O RU I Z
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Defensa de lo prohibido de Aleyda Rojo | AG U S T I N A VA L E N Z U E L A TOR R E S
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Vamos al guayabo | G E N E Y BE LT R Á N F É L I X
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Indeseable | LU C Í A L E Y VA
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El miedo es una enfermedad contagiosa | A LF ON S O OR EJ E L S OR I A
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Domingo | J UA N JO S É RODR ÍG U E Z
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Agonía | A N A C H IG
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Amor por Gonzalo Celorio | RO C ÍO R E Y N AG A
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Ataque a la piedad | M E L LY PE R A Z A
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Limones del domingo | DE R E K WA LC O T T | T R A DU CC IÓN DE Ó S C A R PAÚ L C A S T RO
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Sunday lemons | DE R E K WA LC O T T
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Salmo 63 | S I LVI A M IC H E L L E AC O S TA
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Comuneros | MOI S É S E L Í A S F U E N T E S
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La mancha en el espejo o la edad de la poesía | J ORG E ORT E G A
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La loca, de Ramón Rubín | A L E Y DA ROJO
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Mujeres en el arte, el talento soslayado | A Z U C E N A M A NJA R R EZ
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In memoriam de Rosa María Peraza / De qué te acuerdas | RO SY PA L ÁU Adair Vigil. Nació en agosto de 1985 en Saltillo, Coahuila. Egresó de la Escuela de Artes Plásticas Rubén Herrera de la Universidad Autónoma de Coahuila. Partiendo de los principios de la gráfica: línea, multiplicidad, reproducción, matriz y soporte, Adair trabaja en la búsqueda de formas de expansión de dicha disciplina como cuerpo de un statement. Actualmente, en la sala de Arte Joven del Instituto Sinaloense de Cultura, mantiene la exposición «Herbolario expandido». Susana Veloz. Fotógrafa. Autora de las imágenes de la obra que ilustra el presente número de Timonel. Su trabajo fotográfico ha sido publicado en diversos medios impresos, entre ellos Editorial Atemporia, Fondo Editorial Tierra Adentro y en las revistas Blasfemia y Casa del tiempo.
PR E SE N TAC IÓN
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T
al pareciera que casi sin pensarlo y sin planearlo; sucede, por supuesto, todo lo contrario, cada edición ha sido más que planeada y trabajada; hemos llegado al décimo sexto número de Timonel y nos congratula, enormemente, el seguir contando con el apoyo, la generosidad y la voluntad de colaboración de la comunidad literaria que publica en nuestras páginas. En esta ocasión la temática aludida tiene que ver con la narrativa y los narradores sinaloenses. Ensayistas y narradores confluyen en este espacio y los ensayos y relatos publicados son muestra de la calidad estética de la literatura que actualmente se escribe en Sinaloa. Adriana Velderrain escribe sobre la figura de la mujer en la obra de César López Cuadras; Elizabeth Moreno Rojas lo hace en torno a la narrativa de Rubén Rocha Moya; Moisés Elías Fuentes se refiere a la novela negra del escritor norteamericano Elmore Leonard; Francisco Javier Beltrán Cabrera, a través de la figura y la obra de Élmer Mendoza, nos muestra cómo se hace un escritor; Azucena Manjarrez destaca el trabajo y el poco reconocimiento que han tenido las mujeres en el arte; Aleyda
Rojo, por su parte, nos invita a leer a Ramón Rubín; y Melly Peraza y Agustina Valenzuela nos invitan a leer a Aleyda Rojo. En lo que a narrativa se refiere, Eduardo Ruiz, con esa maestría que lo caracteriza en el manejo del lenguaje, nos deleita con un texto que navega entre la crónica, el ensayo y la ficción; Mario Hinojos, César Ibarra y Geney Beltrán nos ofrecen un adelanto de la respectiva novela en la que cada uno de ellos trabaja actualmente. Alfonso Orejel nos obsequia un cuento; y Juan José Rodríguez nos hace llegar una de sus publicaciones más recientes. Silvia Madero dirige una carta a Gilberto Owen; Jorge Ortega nos ofrece su lectura del libro más reciente de un poeta mayor, como sin duda lo es David Huerta; Rosy Paláu a manera de despedida escribe a Rosa María Peraza, la amiga ausente y siempre presente, «De qué te acuerdas»; Ricardo Baldor en una cuantas líneas nos retrata la ciudad que habita; Óscar Paúl Castro traduce a Derek Walcott; y Víctor Luna nos contagia su nostalgia por el poeta Héctor Tovar. Transitemos entonces por las páginas de Timonel y disfrutemos su lectura
María Luisa Miranda Monrreal Directora General del Instituto Sinaloense de Cultura
M ario L ópe z Valde z
| Gobernador Constitucional del Estado de Sinaloa
F r ancis co F rí a s C a st ro
| Secretario de Educación Pública y Cultura
M arí a L uis a M ir anda M onrre al
| Directora General del isic
Wendy F éli x | Coeditora
Timonel es una publicación trimestral del Instituto Sinaloense de Cultura y del Gobierno del estado de Sinaloa. Es de distribución gratuita y los contenidos que aquí se publican son responsabilidad de sus autores. Todos los derechos reservados, ninguna parte de esta publicación deberá reproducirse total o parcialmente sin citar la fuente.
J uan E sme rio Navarro | A gu st ina Valenzuel a | Corrección
Culiacán, Sinaloa; febrero de 2015.
É lme r M end oza
| Director de Literatura y Publicaciones
E rne st ina Yépi z
| Jefa del Departamento Editorial
Consejo Editorial
J uan J o sé R odrígue z | A le y da R ojo | C l audi a B añuel o s | C arl o s M a ciel | D ina G rijalva
Diseño Editorial
Correspondencia y colaboraciones dirigirlas a revistatimonel@culturasinaloa.gob.mx
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Mujeres, sexo fuerte en la narrativa de César López Cuadras
Adriana Velderrain
PA R A C É S A R L ÓPE Z C UA DR A S , E L PE R S ON A J E E S U N O DE L O S E L E M E N TO S PR I MOR DI A L E S E N S U S H I S TOR I A S . S U S T Í TU L O S A S Í L O M U E S T R A N : C Á S T U L O B OJÓRQUE Z , L A N O V E L A I N CON C L U S A DE B E R NA R DI N O C A S A B L A N C A Y M AC HO PROF U ND O , POR ME N C ION A R S OL O S U S T R E S PR I M E R A S N OV E L A S , L A S CUA L E S G I R A N E N TOR N O A L PE R S ON A J E M E N C ION A D O. Sin embargo, sus historias son más que solo eso, y pese al aura machista que parece envolver su universo narrativo, el elenco femenino de López Cuadras es tan poderoso como el resto de sus personajes. Hay en sus novelas y cuentos algunas mujeres que cuando la vida las trata mal se lamentan lo justo, expresan su dolor, lamen sus heridas y siguen adelante. Hay otras que son valientes hasta para decidir acabar con todo, tan apasionadas que sin el motivo de su frenesí no aceptan la vida. Mujeres que no son de piedra, sienten, vibran, gozan, sufren y según su personalidad eligen su sino. En La novela inconclusa de Bernardino Casablanca, Bernardino Rentería, el dueño del burdel Casablanca, desde niño está
rodeado de mujeres de la «mala vida», pero busca a una señorita decente e hija de familia para formar la propia, tal como su madre le pedía con insistencia. Rosa Elvira Alapizco es la elegida, y aunque ve cumplido su sueño de que un príncipe azul en su blanco caballo llegue a rescatarla, ya casada empieza a sentirse presa en una jaula de oro. Ella que era tan «feliz en su universo de aldea», ahora se siente traicionada e ignorada por su marido, quien vive en la parranda con sus amigos y las mujeres del burdel, no se toma la molestia de atenderla o entenderla, por lo que Rosa Elvira debe arreglárselas sola. Su salvación llega de la mano de un vendedor de enciclopedias a quien le compra Las mil y una noches. Mezcla de Madame Bovary y Sherezada, Rosa Elvira re-
5 vive gracias a sus lecturas. De las revistas Vanidades y Kena (gracias a las cuales había logrado mejorar su apariencia, el primer escalón en la reafirmación de su autoestima) y «de los pasquines de monitos pasa a las novelas de letritas», «una noche, escasa de sus lecturas habituales, se llevó a la cama el primer tomo de la colección. Con el correr del tiempo habría de agradecer al pertinaz abonero el haberle llevado hasta su casa una y mil ideas de cómo eludir los inconvenientes de su esclavitud, sin necesidad de abandonar su cautiverio» (p. 145). Estas lecturas, además, potencian su creatividad y dan soltura a su pluma, convirtiéndose en una narradora que no solo entretiene a su comadre Josefina Reyes sino que enciende la pasión de un adormilado y anodino Alejandro Simental, el compadre que lee sus cartas como si de un seriado se tratara, despierta sus fantasías y lo seduce con palabras, a través de las cuales Alejandro descubre una Rosa Elvira que hasta el momento había permanecido oculta y él se convierte en el insospechado sultán que, cada día, espera encandilado su relato. Cierto que la belleza de Rosa Elvira era indiscutible, todos los amigos de Bernardino la conocían y celebraban, pero es el ardor y la pasión contenida en sus relatos la que termina por atraer irremediablemente a Alejandro. Ajeno a esto, Bernardino ya había percibido el efecto que la madre de sus hijos causaba en los demás hombres, pero no pasó de exigirle que volviera a su recatada y deslucida imagen de ama de casa; Rosa Elvira no se somete: «En otros tiempos ella hubiera obedecido de inmediato, pero encontró en aquella circunstancia imprevista (arreglarse, cultivarse) un poder que la rescataba del ninguneo cotidiano, y fue, a partir de entonces, más Rosa Elvira que nunca» (p. 141). Con todo, nunca desatendió a sus hijos ni el cuidado del hogar; fue siempre una dama a los ojos de todo Guasachi. Otro personaje que combinó a la perfección su papel de madre, el sostén de su hogar y su realización como mujer es Luisa Bojórquez, madre de Cástulo Bojórquez, un salteador de caminos, narcotraficante y policía judicial, fruto de su relación con Herbert Kron, un teutón que se establece en la región norteña del estado y a quien la Luisa empieza dando alojamiento y luego se muda con él. La independencia de la mestiza jamás se somete a las órdenes del alemán, finge ceder en algunos aspectos, pero al final termina haciendo las cosas a su modo, tanto en relación a sus hijos (en el parto y la crianza) como en sus deseos más elementales e íntimos, la Luisa se rige por su intuición, sus instintos y una especie de silvestre sabiduría que la dota de la cordura necesaria para lidiar, primero con las manías de Kron y después con las insensateces de su hijo. Aun así, ella: Era la mujer más feliz de los alrededores, y su amancebamiento con el alemán nunca fue impedimento grave para entenderse con otras querencias, nuevas o de antes. [...] Mientras que al rostro de otras mujeres lo ensombrecía desde edad temprana el pergamino de la abnegación, ella comenzaba la jornada ordeñando vacas y desparramando por la mañana alegres cantos campiranos: Acábame de matar, pa qué me dejas herida. (p. 10)
Luisa dotó con pinceladas autóctonas la casona del alemán y, aunque cada uno poseía su espacio de dominio, ella inundaba con su toque el contrario: «En la cocina, los patios y los corrales imperaban las maneras de la Luisa y a pesar de que se cocinaba en una estufa Krupp de fierro vaciado, abastecida con leña, el sazón siempre fue nativo: poderoso recurso del que usó a placer la Luisa —al igual que de sus pechos— para regatear poder al alemán» (p. 38). En cuanto a su hijo, ella es la única a quien Cás-
tulo le tiene alguna consideración, que le inspira amor puro y respeto. Ella elige su nombre, «Es nombre de valiente», «le pone rienda y no lo deja agarrar aviada», al decir de doña Concha; elige a Matilde como nuera (y los dos jóvenes caen en las redes del amor) instruyéndola después «con variados consejos de cómo había que tratar a los hombres y cómo había que enfrentar los golpes de la vida para que esta transcurriera felizmente» (p. 116). Se encarga también de cuidar de ella y sus nietos tras la huida de Cástulo a la sierra. Pronto Matilde se contagia de la fortaleza de Luisa, en quien encuentra protección y consuelo: Había mañanas que se levantaba barriendo los patios, enjundiosa, tan cantadora como su suegra: penas y todo, continuaba esparciendo en la alborada el vibrante trino de su voz desde lo alto de la colina. Y todos en Casas Grandes comenzaron a preguntarse por la causa de la intermitente felicidad de la abandonada: —¿Cómo la ves, Anastasio, que ahora tenemos de a dos jilgueras? (pp. 118-119).
En un lecho de rosas, aparentemente, transcurría la vida de Eulogia Paredes, casada con el potentado minero don Plácido Iturbe, señores del Real de San Perán, el decimonónico pueblo minero donde muchos años después, tras quedar convertido en un pueblo fantasma, se asentaría el poblado de Casas Grandes donde nació Cástulo Bojórquez. Pero su rutinaria vida de casada se trastorna por completo al conocer a Teófilo Carrasco, un abogado que pronto se convierte en la mano derecha de su marido; aunque al principio lo toma por un simple mestizo de clase inferior, sus aires de hombre de mundo le atraen de tal forma que Eulogia se ve de pronto elaborando un plan para mantener cerca al administrador, primero pidiéndole consejos con la decoración de su casa, después con la recomendación de libros, las reuniones para charlar avanzan animosas. Pronto descubren que están hechos el uno para el otro. La avidez por gozar la vida y sus placeres es una de las máximas de Eulogia, por lo que no le importa entregarse por completo al ambicioso administrador, él comparte sus sueños de grandeza, la comprende y complementa, alimentando sus fantasías y prodigándole toda la pasión que ella siempre anheló: Teófilo comenzó a adueñarse de mis noches sin saber yo cómo. Teófilo, el insomne perpetuo. Pienso en él y mi mano, sin que yo la domine, se escurre entre mis ropas. Me toco como él me toca, atrevido pero sutil. Me abrazó por la espalda, deslizó sus manos por debajo de mis brazos y aprisionó mis pechos. Y yo cerré los ojos y dejé caer mi cabeza hacia atrás, sobre su hombro. No, Teófilo, le dije sin fuerza, desvanecida, y él hundía su nariz en mi cabellera y buscaba con sus labios la piel de mi cuello. [...] Ay, Plácido; no sabes qué cosas quieren las mujeres. Y ahora que Teófilo me abraza y me besa, comprendo al fin aquello que decía una de las novelas que me dio a leer: «Y sintió de lava la sangre». Sí, en esos momentos nuestros cuerpos son fuego y no desean sino calcinarse. Es fuego, es veneno, y ya no puede detenerse... ¡Ay, Teófilo! (pp. 180-181).
Eulogia reconoce que la pasión arrebatadora que siente tiene algo de corruptor, de narcótico, que desde muy joven su cuerpo le reclamaba un placer que no encontraba cómo aplacar, «yo siempre fui la Güera Paredes» se confiesa ante Dios y ante sí misma, «tengo piel de pecadora; perdóname, tú me diste este cuerpo». Pero es esa pasión la que termina por ser su perdición. Tanto amor traicionado solo puede derivar en desdicha y amargura. Cuando toma plena conciencia del abandono de su amante, por quien estaba dispuesta a dejar todo, Eulogia se quiebra por completo y la decepción la empuja a un trágico final.
6 También en las narraciones cortas de César López Cuadras encontramos mujeres que saben lo que quieren y no les importa «el qué dirán», mujeres de armas tomar, como la Güera Simental (el cuento del mismo nombre está incluido en dos volúmenes, en La primera vez que vi a Kim Novak y en La Güera Simental y el pescador y las musas). Ella también elige el amor prohibido, pero su talante alegre y optimista la libera de prejuicios y pesares que enturbian el alma. La Güera es una joven que, cansada de la explotación a la que la someten en casa de sus parientes, decide marcharse a un burdel, donde puede ser ella misma, reír, cantar, soñar y gozar sin tener que dar cuenta a nadie de sus actos. Si antes los hombres abusaban de ella, ahora es ella quien pone las reglas: El Petatlán nunca fue, como para la mayoría de sus compañeras, una cárcel, sino una tierra de promisión [...] tener un cuarto en usufructo exclusivo y poder gritar a los clientes una vasta colección de ocurrencias e improperios, esparciendo por el salón de baile y los corredores del burdel su risa desinhibida, eran la máxima expresión del espíritu libre. (p. 90).
Fue una mujer plena hasta que un sentimiento de soledad y la necesidad del amor auténtico empezaron a anidar en su alma, y lo encuentra en el lugar menos pensado: en la casa del Señor. Con sutileza y aplicación, la Güera se mete en la vida del sacristán Irineo Gordoa, lo seduce de forma angelical y se convierte en su devota alumna, no cejando en su empeño hasta que logra ser su esposa y se muda a su casa atrás del templo de Guasachi. Al igual que la Luisa y Matilde, la Güera exterioriza su satisfacción amenizando con su canto las tareas domésticas: El pequeño jardín cobró un esplendor inusitado: nunca fue mayor la aplicación de la Güera en su arreglo. Aparecía por las mañanas con una regadera en la mano, rociando ufana las plantas, que le recompensaban sus atenciones con la lozanía de sus flores. Si ya sabes que soy pajarera cantaba alegre, por el patio, mientras regaba las plantas, en tanto el padre Nemorio, dándose los últimos toques frente al espejo, antes de partir a oficiar la misa de siete, escuchaba sus trinos de ave canora, cual si la tuviese en una jaula colgada de la ventana. (pp. 97-98).
Tras descubrirse sus amoríos, la Güera se ve forzada a separarse del amor de su vida, tiene que mudarse de casa, en sus cuarenta y sin una profesión, pero como era de naturaleza relajada, vive con sus recuerdos sin arrepentimiento alguno por su supuesto pecado. En contraste con las fantasiosas y necesitadas de amor o agrestes y bravías provincianas, pero con igual personalidad voluptuosa y erótica, en «Por conocer la vida» (del libro de cuentos Mar de Cortés) aparece un personaje que vive su vida sin pesares ni escrúpulos: Emile de la Valière, quien no se ata a los convencionalismos y sabe muy bien cómo envolver a los demás para hacerlos caer presa de su fascinación. Emile es capitán de una fragata que traficaba «telas y tapices de oriente, prendas de vestir a la última moda de París, bálsamos para enamorar, aromas para vencer y polvos restauradores de la lozanía de los años primaverales, entre muchas otras maravillas» (p. 50), al enterarse de la deslumbrante belleza de Elia María, la esposa de don Justino, a quien este poderoso hacendado de la Higuera de Zaragoza mantenía oculta en su mansión, De la Valière, cual caballero andante, decide partir en su búsqueda y conquistarla.
Con destreza y exquisitez, De la Valière logra penetrar el cerrado mundo de Justino y Elia María, alterando todas sus certezas y haciéndolos dudar incluso de sí mismos: El capitán besó a Justino en plena boca; y enseguida se volvió hacia Elia María y posó en sus labios otro beso repentino, aunque de un modo abierto, pasional y prolongado, que no quedó sin respuesta. Y se detuvo la noche. Elia María, víctima de un arrobo fulminante, con los ojos cerrados para negar el mundo, hundió el rostro en el hombro de Emile y, como si desfalleciera, quedó prendida de su cuello. Él la abrazó con su mano izquierda, y con la diestra atrajo hacia sí al hacendado y volvió a besarlo. (p. 55).
Don Justino y Elia María caen presas del embrujo de Emile, y la perturbación los embarga al sentir que rompen reglas que la decencia y su propia naturaleza condena. «Soy así, desde niño me lo decía mi nana», piensa él con resignación y Elia María ve derrumbarse «su mesura de tótem aldeano»; sin embargo, al conocer la verdad, la tranquilidad que creen restablecida abarca nuevas perplejidades: arriban a «un orden nuevo en el que todo, sus dudas incluso, puede tener cabida». La sensualidad es un eje conductor en la creación de estos personajes, y esta se relaciona íntimamente, como ya mencionamos, con las palabras: sea a través de la literatura o la música. Rosa Elvira y Eulogia son dos mujeres a quienes la lectura ayuda a desatar sus fantasías y es un reflejo de sus emociones, ya que sirve de catarsis y de impulso a los sentimientos que la malquerencia o una nueva ilusión les inspire. La música cumple esta función con Luisa y la Güera Simental. Las canciones que la Luisa canta por las mañanas son la señal de su satisfacción como mujer, rúbrica que todo el pueblo comprende. La misma situación experimenta la Güera, quien riega su jardín mientras canta con el alborozo de una mujer radiante de amor. Emile, por su parte, es de pocas palabras, un ser fetichista que utiliza otros sentidos como el roce del tacto y la fuerza de un aroma para despertar la pasión de la pareja deseada. No es fácil encontrar mujeres mustias en la obra de López Cuadras. Estos personajes: Rosa Elvira, Luisa, Matilde, Eulogia, la Güera Simental, Emile (y otras más no incluidas) bien pueden engrosar la terna del joven médico (narrador del cuento «No diga que no, don Patricio»), cuando plantea al rico ganadero que mujeres como Josefina o la Bebis serían las personas idóneas para obtener la medalla «Honor al Mérito Ciudadano de Guasachi», como pioneras de la liberación de la mujer, por ser mujeres que supieron vivir su vida sin importarles el qué dirán, mostrando una personalidad con gracia, fortaleza y vivacidad que las hizo ser aceptadas por una sociedad que se escandalizaba por cualquier motivo, pero que a ellas las aceptaba sin grandes reparos. Son mujeres sensuales por naturaleza, con fortaleza y brío, que reconocen sus aspiraciones e ideales y parten tras ellos, personajes que no temen tomar decisiones, sean estas buenas o malas (más allá de la moral), ellas encaran su presente y resuelven su futuro. Algunas son protagonistas de la historia, otras son «secundarias», pero en definitiva, todas toman las riendas de «su historia», buscan su realización y felicidad en el mundo machista y provinciano que les tocó vivir... o en el que la pluma del escritor las colocó. Así son las mujeres de López Cuadras. Adriana Velderrain. Es maestra en Literatura Hispanoamericana, egresada de la Universidad de Sonora. Es profesora en el Instituto Tecnológico de Monterrey campus Culiacán.
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Génesis de un escritor:
de Buenos muchachos a Un asesino solitario
Francisco Javier B e lt r á n C a b r e r a
Élmer Mendoza saltó a la fama y al éxito editorial a partir de su novela Un asesino solitario en 1999. La primera edición es de enero y la segunda en abril de ese mismo año, pero antes de ello escribió: Mucho que reconocer (1978), Quiero contar las huellas de una tarde en la arena (1984), Cuentos para militantes conversos (1987), Trancapalanca (1989), El amor es un perro sin dueño y Cada respiro que tomas, ambos títulos publicados en 1992, y Buenos muchachos (1995). Es decir, Élmer ya tenía su buena colección de cuentos y crónicas antes de su primera novela, lo cual da acuse a su vocación para las letras.1 Hasta aquí los títulos de los libros publicados antes de saltar a la fama nacional e internacional. Un salto que es, sin duda, el resultado de un esfuerzo y una disciplina con la escritura y el lenguaje, y una concepción sobre la literatura y sus potencialidades. 1 Para efectos de este trabajo tengo presente Trancapalanca y Buenos muchachos, con tirajes de 2000 y 500 ejemplares, respectivamente.
El propósito de este ensayo es destacar ese brinco a la fama como una evolución de una escritura regional sentimental a otra, cuyas implicaciones trato de abordar en Un asesino solitario, una novela que sigue manteniendo el clima cálido de su natal Culiacán, pero donde lo más regional y peculiar es su lenguaje —y lenguaje es pensamiento—, el cual se convierte en el atractivo de esta narración con visos de universal. La literatura es un proceso y una inventiva del lenguaje, y como tal es importante subrayar la evolución del escritor Élmer Mendoza a partir de sus libros de cuentos a la novela, y reiterarse como cuentista en Firmado con un kleenex (2010). Imagino que nuestro autor después de Buenos muchachos hizo un alto en el camino para repensar su escritura, lo que estaba escribiendo y cómo lo estaba escribiendo. Abandonó el cuento y la crónica para lanzarse al género mayor de la narrativa. Esa fue la primera ruptura: volcarse a la novela cuando ya su experiencia anterior le había dado dos características que se van a repetir en los textos posteriores a Un asesino solitario: el lenguaje como forma de placer para contar y la experimentación con la escritura como regla. Desde la aparición de Trancapalanca se anota en la solapa: «Su cuentística se caracteriza por la arbitraria utilización de los géneros. Trancapalanca es resultado de esta idea de contar». Los temas y las historias no cambiaron mucho, se ampliaron, pero sigue siendo el mundo sórdido de la violencia que golpea diferente a cada personaje y este enfrentándose como si nada al mundo que le tocó vivir. Al margen de mi propósito central de esta lectura, señalo que desde sus primeros textos da cuenta de la peor tragedia que vive hoy nuestro país: acostumbrarse a la rudeza de la violencia y la crueldad como fenómeno habitual. Para mostrar la evolución de este escritor parto de que en Buenos muchachos sobresale la mirada amorosa del autor por el ambiente, los amigos y las vivencias infantiles y adolescentes, peripecias de un lugareño llenas de picardía y cariño por las tremendas, y sin embargo cotidianas, hazañas de sus protagonistas, las madres, los amigos, las sorpresas, las muertes inesperadas. La sutileza con que son descritos los adolescentes contrasta con las vivencias emocionales de las cuales los personajes resurgen como pequeños héroes. Mucho amor por todos ellos. Así describe el contenido en la contraportada del libro: ¿Quiénes son los personajes? Buenos muchachos que nacieron en los cincuenta, que vivieron los desenfrenos de los sesenta y setenta; que jugaron beisbol, fueron al burdel y pasearon por la Obregón;
8 esos muchachos que bailaban en la Mutualista de Occidente con los Kikis, o en las tardeadas de la Prevo, la Webster o la Normal; muchachos que oían a The Beatles, The Rolling, Santana, Eric Burdon, los Apson y a los Alegres de Terán. Esos jóvenes que pasaban las horas discutiendo la existencia de Dios, el ser, el no ser y el yo. Gente sorprendida por el frío del 68, involucrados después en la guerrilla, la docencia, la política oficial o la empresa; todos amantes subrepticios, bebedores, soñadores… Todos son personajes de esta épica de la alegría.
He utilizado tres términos que me parecen indispensables para hablar del trabajo de Mendoza: escritura, lenguaje y literatura. Ya sabemos que es casi hablar de lo mismo, sin embargo tienen sus diferencias que quiero particularizar en el caso de este creador sinaloense. Se aprecia que la escritura es concebida como el ejercicio cotidiano, la disciplina de un escritor que se aplica en las técnicas para narrar, de aquello que no solo es lenguaje sino que se convierte en las formas que leemos. Son formas que exigen un comportamiento para contar una historia, escribir un poema o lo que sea, finalmente formas acordes con aquello sobre lo que se está escribiendo. El escritor finalmente es cómo lo cuenta, no lo que cuenta, es forma y no contenido. Cuando un escritor como Élmer Mendoza escribe disciplinariamente quiere decir que está buscando la forma de escribir sobre aquello que nos quiere enterar, lo que le da placer de contar y mucho más placer al que lo lee; es como una doble satisfacción del escritor: escribir y que lo lean. Su trabajo es entonces con la escritura, las posibilidades que esta ofrece y las que el escritor innova, cambia, modifica, actualiza, inventa o con las que se rebela. Finalmente toda escritura es un acto de rebeldía, y lo creo particularmente en Mendoza porque así lo ha venido haciendo con sus distintas obras desde Trancapalanca, como ya lo anotamos. Cualquiera de nosotros puede comprobar que cada obra suya está escrita de manera diferente, para ser leída con técnicas diferentes. La batalla diaria de un escritor es con el papel y la palabra, sus reglas escritas y las no escritas, pues el lenguaje es tan flexible que maravilla y lo aprovechan copiosamente todos los escritores. Debo anticipar o participar a quienes leen a Élmer, que su escritura exige atención, porque finalmente el escritor está más atento a escribir que a darle todas las facilidades al lector. Esto parece ser un principio para toda la literatura mendocina, quiero decir que en el narrador hay cierta indiferencia o despreocupación por quién lo lee, por supuesto no se quiere decir que esta narrativa no tenga presente a los lectores o que la historia que nos está contando sea incoherente. Quiero decir que a través de su trabajo con la escritura, pide la colaboración del lector para que le atienda y disfrute la historia. Por ejemplo: Trancapalanca inicia con un cuento intitulado «Querido Julio» seguido por la fecha 12 de febrero de 1989 y nos introduce en un agradecimiento a alguien que al final nos enteramos que es Julio Cortázar (de ahí el título): Hola Tal vez no tenga caso escribirte o quizá no te intereses en leer esta carta, que desde mi soberbia de vivo te escribo, y
espero recibas en el lugar donde te encuentres, mas tengo una deuda contigo, una deuda eterna, fría tentadora y quiero que lo sepas como todos lo saben. He engordado a tu sombra y compañía. Que no suceda como suele suceder; afectado y último en saberlo. Es simple. De alguna manera he adoptado tu actitud de cazador de circunstancias, de circunstancias negras y que sin embargo son blancas, claro, no he tenido demasiada fortuna, digamos que aún confundo los colores, pero bueno, no hay peor lucha que Luchapeor (sic). No te imaginas cómo me dolió tu muerte. Lo supe un domingo. Ves que un domingo es bueno para cualquier cosa, pero recibir la noticia de la muerte de un ser querido es harina de otro horinal (sic) (Trancapalanca, 1989: 5).
Otro ejemplo, después de Un asesino solitario, la obra que demuestra la incesante experimentación con la escritura es Efecto tequila (2004), cuyas historias están escritas de tal manera que exige mucha atención para que los lectores encuentren en un párrafo una historia y en el siguiente la continuación de otra: Puedo vivir sin ella pero no es lo mismo, farfulla Alezcano. Pasaron un documental donde explicaban lo de Strawberry Fields: ¿podré realmente? Lugar cercano a Liverpool, ¿quién se robará este Ford? Dicen que la distancia es el olvido, más destartalado no podía estar, pero yo no concibo esa razón, ¿no me creen? Miren las fotos, es de una dama sentimental con perro, su primer carro, hoy mordaz víctima de sus recuerdos, a mí que me esculquen, soy totalmente palacio, ¿y Gilillo? Divaga. La manía le viene de su pasado drogo solitario caverno…
Tres párrafos adelante encontramos nuevamente a Gilillo como respuestas a la pregunta, y veintidós líneas después nos da el nombre completo: Gilillo Villa Real, «jefe de la banda de robacarros más poderosa del país». Y así nos vamos enterando poco a poco. Al final de un largo párrafo nos da la información de que a Gilillo lo atraparon: «Gilillo no quiso hacer show, alzó las manos, se dejó esposar y salió serenamente. Busqué confundirme entre
9 la raza pero el bato me ubicó, y bueno, si me ve lo veo, total desde Perseo no le pasa nada a nadie». La aparición del mítico Perseo le da la distancia al suceso, para luego en párrafo aparte, en una sola línea narra la siguiente frase, sorprendiendo, además, por su sentido: «El sol ha humedecido los panes» (2004: 13-15). Y así se va tejiendo la historia, divagando. Por otro lado, hablar de lenguaje no es hablar de escritura, al menos en este autor. El lenguaje que percibimos en su escritura es la de un típico sinaloense. Tal vez no soy preciso, pero desde sus primeros textos su escritura está muy asociada al habla cotidiana de su natal Culiacán, y por su extensión del noroeste de nuestro país. En este lenguaje encontramos el tono y la sintaxis del habla cotidiana de esos pueblos y sus giros expresivos coloquiales muy acentuados en el significado de algunos términos o en el lenguaje figurado de esa habla cotidiana para decir, insinuar o describir. Es más, oyendo hablar a Mendoza nos encontramos que su literatura es una resonancia de su forma de hablar; el tono, la cadencia, la sonoridad y la exactitud de los términos para hablar, o cuando él lee sus textos es la voz de sus personajes o situaciones. Élmer Mendoza ha dicho que a personas de la calle, como a un lavacoches, le lee aquellos párrafos donde duda en emplear un término para asegurarse en el buen empleo literario del habla regional, y las sugerencias que le hacen no duda en aplicarlas. Ignoro qué tanta influencia tenga del Ulises de Joyce, pero al menos se parecen en dos aspectos: la idea o visión de su localidad y el habla o lenguaje expuesto al modo del monólogo interior. El lugar que le da contexto a la historia de Un asesino solitario le es muy familiar al autor, el plano de la ciudad es mental y ahí sus personajes se mueven con soltura y esto se transmite al lector como si ya conociera Culiacán: «El hotel San Luis está en la parte alta de la ciudad…» (1999: 213); «El hotel era un montón de cabañas rodeadas por jardines, con alberca, disco y un restorán de aquéllos, bien chilo, te lo recomiendo si alguna vez vas a Culiacán…» (1999: 145); «Cuando estaba oscureciendo tomé un taxi y fui al Parque Culiacán 87, entramos por el boulevar ancho que lo atraviesa, lleno de palmeras y bugambilias, muy acá, y llegamos al gimnasio, donde había un desmadre porque estaban lavando tocho morocho» (1999: 149); «Caminé por el puente Almada, iba así carnal, todo friqueado; había poco tráfico, vi un montón de raza que estaba en el malecón que pasa por abajo del puente […] bajé por la lateral […] empecé a caminar por el malecón […]» (1999: 227). La complejidad de la novela se da en los sucesos y en el suspenso que crea la historia. Esto es llevar el plano de lo local, de la ciudad, a su máxima ubicación literaria por medio del lenguaje que le es propio. Hasta aquí podemos estar seguros que Élmer Mendoza recupera elementos de su tierra natal y los eleva. En este aspecto digamos que recupera lo propio como elemento primario de su narrativa. Donde yo veo el cambio fundamental es en su concepción de literatura. Durante sus primeros años como cuentista su labor coincide más con la de un cronista que con la de un cuentista. Sus seres son queridos, sus personajes añorados, sus vivencias disfrutadas, pero finalmente su idea sobre la literatura queda en el ejercicio de la crónica, que le sirve para
convertirse en el cronista de la ciudad, oficio que ahora sabemos no le satisfacía y le limitaba sus propios recursos literarios. Entonces cambió de género, se disciplinó más en el ejercicio de la escritura y atendió los modos de narrar y articular historias más amplias y complejas, las pequeñas crónicas o la descripción de situaciones y características de los personajes se articularon para tejer una historia que el lector debe seguir en tanto que el narrador va dando pistas. Se crea entonces la intriga y el suspenso, dos particularidades que no aparecen en sus primeros relatos, al menos no fijadas como elementos de tensión narrativa entre escritor y lector. Es decir, no solo hay un cambio de estrategia narrativa sino de concepción literaria. Su literatura no es la que atiende el espíritu local y afectuoso por sentimental sino que se transforma en una idea más elaborada, lo que le lleva a confeccionar una idea más cercana a los grandes del género policiaco y del género negro. Reconoce, pues, que la literatura es un conjunto de realidades que requieren ser contadas en su complejidad y no en su simplicidad, que se trata de proyectar esa realidad a modo de que se perciba en su crudeza, sin que intervenga el juicio del narrador, el mundo tal cual —en donde se halla su propia Sinaloa—, una distancia en la forma de leer el mundo y el lector de percibirlo. Esta concepción implica trabajar sobre aquellos elementos del relato que le dan forma. La sustancia ya estaba en Mendoza al recoger su mundo y su habla, importaba cómo contarla. Creo que así se sitúa su narrativa desde la aparición de Un asesino solitario. He tratado de extraer la lección de Élmer Mendoza: un escritor tiene que replantear su escritura, explotar sus recursos sobre todo aquellos que se refieren al lenguaje, pero también es importante apreciar cuál es su búsqueda, a partir de qué criterio y apreciación del valor que tiene la literatura. El autor sinaloense se convence que su literatura no puede quedarse en el vehículo sentimental, aunque expresivo, de su tierra natal y su lenguaje. La literatura se sitúa en la complejidad del mundo cotidiano, y este debe correr paralelo a las páginas de cada uno de sus libros. Su propósito final es que más lectores, y más allá de cualquier frontera, contemplen su mundo regional y disfruten, como su autor, del placer de contar. Al menos así me explico la aparición de esta narrativa y también el porqué es miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. Bibliografía Mendoza, Élmer (1989). Trancapalanca, Culiacán, Difocur. • (1995). Buenos muchachos, México, Cronopia Editorial. • (1999). Un asesino solitario, México, Tusquets Editores, Colección Andanzas. • (2004). Efecto tequila, Tusquets Editores, Colección Andanzas. Francisco Javier Beltrán Cabrera. Ensayista y crítico literario. Profesor e investigador en la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de México. El ensayo que aquí publica está incluido en Élmer Mendoza: Visión de una realidad literaria, de Martha Elia Arizmendi e Ilda Elizabeth Moreno Rojas, et al. Universidad Autónoma del Estado de México y Universidad Autónoma de Sinaloa, 2013.
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Justified:
El último ajuste de cuentas de Elmore Leonard Moisés Elías Fuentes Referente inexcusable de la novela negra para algunos, ejemplo de efectismo y mercadotecnia para otros, Elmore Leonard se bamboleó siempre entre la admiración y el desprecio, lo que le llevó a mantener cierta distancia con la crítica literaria y el periodismo, aunque no al grado de convertirse en un exiliado social, como ha ocurrido en el caso de otros autores, que nunca hicieron migas ni con los críticos ni con los periodistas. Narrador fecundo, si bien en más de una ocasión desacertado y dispar, Elmore Leonard empalmó con solvencia y aun brillantez dos subgéneros caros a la literatura y a la cinematografía estadounidenses: el western y la novela negra. Narrador y guionista, en ambas actividades dejó moldeada su afinidad con aquellos subgéneros que para él ofrecían los ambientes ideales para exponer las tensiones colectivas e individuales que han conmovido a la sociedad estadounidense. Natural de Nueva Orleans, en el sureño estado de Louisiana, donde nació el 11 de octubre de 1925, Leonard fue sin embargo habitante de Detroit, Michigan, adonde sus padres se trasladaron cuando él era un niño. Ciudad que ostentaba el progreso estadounidense, Leonard atestiguó el deterioro inexorable del american dream, lo que llegó a su punto más álgido cuando la ciudad se declaró en bancarrota en julio de 2013, un mes antes del fallecimiento del novelista, acaecido el 20 de agosto de ese año. De esas dos ciudades, emblemas de multiculturalidad, arrastradas de una manera brutal a la quiebra económica y al detrimento del nivel de vida de los ciudadanos de a pie, Leonard aprendió sobre los contrastes sociales que permean la existencia de los Estados Unidos, y de ahí sin duda surge la crítica puntual y aun agresiva que el autor plasmó en sus mejores obras acerca del american way of life y su pretendida asepsia social. Tal actitud crítica se manifestó tanto en el western como en la novela negra, pues nuestro narrador se movió a sus anchas en ambos géneros, y aunque es cierto que hizo a un lado el relato western por el negro, no menos cierto es que en sus mejores novelas negras los dos géneros parecen darse la mano y coludirse para articular historias de desarrollo vertiginoso, pero no por ello superficiales o manidas. Autor muchas veces cuestionado por la velocidad y aparente simplicidad de su prosa, Elmore Leonard murió en 2013, pero no sin antes dejar un último proyecto, arquetipo de su agudeza para la formación de personajes vitales y para la construcción de historias bien armadas y mejor resueltas. En este caso, el proyecto no fue una novela o un guión cinematográfico, sino la adaptación para televisión del relato Fire in the Hole, con lo que se dio pie a la serie de televisión Justified y a la aparición del marshall Raylan Givens, auténtico descendiente del western en pleno siglo xxi.
Concebida por Graham Yost a partir del susodicho personaje creado por Leonard, protagonista de las novelas Pronto y Riding the Rap, además del relato Fire in the Hole, la primera temporada de la serie Justified se estrenó en 2010, y de inmediato se agenció la lealtad de un público que ha estimado la propuesta de una serie inteligente y adulta, ajena al derechismo a ultranza y al maniqueísmo que caracterizan a la mayor parte de las series noir producidas en los Estados Unidos. En efecto, parte considerable de las series noir predominantes carecen de personajes complejos y de historias sólidas, y en cambio están sobradas de hombres y mujeres acartonados, de una visión lineal de la impartición de justicia, que más parece asunto de fanatismo religioso que de leyes, aparte de que con el uso de una estética de videoclip o spot publicitario, inflada a base de zooms, difusiones y cuerpos abrillantados se quiere disfrazar el trasunto de una ideología ferozmente conservadora, incapaz de confrontar de modo honesto y maduro al sistema. Situada en las antípodas de las posturas estáticas y a ratos fascistas de otras series, Justified se desenvuelve por micro cosmos ambiguos, por un lado reconocibles en la cotidianidad, por otro lado seductores en cuanto a sus atmósferas outsiders, saturadas de violencia sorda, de sordidez y de un erotismo impetuoso que en sus momentos más altos coquetea con el sadomasoquismo y la atracción por la muerte. Escritor de personajes, más que de situaciones, Elmore Leonard fue el artífice de personajes como John Russell, el blanco apache que protagoniza Hombre, pequeña obra maestra que es un alarde de interacción dialogística y economía de descripciones; el ladrón de bancos Jack Foley, personaje principal en las novelas Tú ganas, Jack y Perros callejeros, entre otras, antihéroe que remozó la narrativa noir con su humor paródico y fresco; o el cubano «marielito» Cundo Rey, protagonista también de más de una novela, con su vida azarosa y picaresca. A esta lista de personajes absurdos y verosímiles a un tiempo se une Raylan Givens, tránsfuga del viejo oeste que va a dar con sus huesos en la novela negra. Uno de los mayores aciertos de Justified radica en la fidelidad a los gustos de Leonard, narrador apegado a los diálogos rápidos pero constantes y a las descripciones lacónicas. Bien cimentada en la labor de guionistas curtidos e imaginativos, la serie se beneficia además de actores y actrices poco conocidos pero con tablas, capaces de habérselas con la ductilidad de los diálogos y con las situaciones límite, lo que queda patente al apreciar el logrado desempeño de Timothy Olyphant, Walter Goggins, Joelle Carter y Natalie Zea, por mencionar algunos, sin olvidar a los actores y actrices invitados, hábiles para compenetrarse del espíritu del serial.
11 A través de Justified Leonard pudo mostrarse ante nosotros de otra manera, quiero decir, pudo enlazar su gusto por el western y la novela negra a través de un personaje a la medida, hombre que ha crecido en un ambiente de mineros y granjeros, hijo de un delincuente de poca monta, mujeriego incapaz de establecer relaciones duraderas, directo en su habla pero no echador de verdades, marshall con su propio código de la justicia, pues conoce la doble moral sobre la que se levanta la sociedad en que vive. Con el marshall Raylan Givens, Leonard se internó en el sur estadounidense con esa actitud mezcla de desafío y humildad, sinceridad y cinismo, que aprendió de los grandes directores del western revisionista: Arthur Penn, Sam Peckinpah y Martin Ritt, cineastas que influyeron en la perspectiva ética y estética que Elmore Leonard le dio a su obra. El estado de Kentucky donde vive y trabaja Raylan Givens suma y cifra los contrastes de ese Estados Unidos que se bambo-
lea entre la tecnificación y el costumbrismo, entre el monopolio devorador y las vetustas familias criminales. No es gratuito que la canción tema del serial, Long hard times to come, interpretada por Ganstagrass, sea una mezcla de rap, hip hop y música cajún: los sonidos develan las aprehensiones emocionales y morales de una sociedad que quisiera escapar de sí misma. Ajuste de cuentas con su país y las discordancias que lo sacuden, Justified también sirvió a Leonard como ajuste de cuentas consigo mismo, porque a través del proyecto el versado narrador revisó su trayectoria y con sentido del humor y de la autocrítica evidenció sus vicios de autor, y se burló por igual de apologistas y detractores, ambos empeñados en someter a encasillamientos de teoría literaria academicista el discurso de un escritor que, desenfadado, gozó de su libertad discursiva y de la maleabilidad de sus recursos estilísticos. Porque si bien la idea de llevar a la televisión a Raylan Givens se debe a la obstinación del productor y guionista Graham Yost, no puede obviarse la aportación del propio Leonard, quien contribuyó con ideas avispadas a la adaptación de sus personajes al medio televisivo, en el que por otra parte no tenía experiencia previa. Sin embargo, el binomio que formaron Leonard y Yost resultó fructífero, toda vez que se conciliaron las preocupaciones y audacias formales del escritor con las del productor televisivo, lo que ha devenido en uno de los ejercicios creativos más esforzados y lúcidos en muchos años, obra de gran valía que apreciaremos mejor al paso del tiempo. Denostado y aplaudido, Elmore Leonard nos deja Justified, digno epílogo televisivo al itinerario narrativo de un escritor que concibió al western y a la novela negra como subgéneros entretenidos pero no ligeros, perspicaces pero no pretensiosos y que consiguió una literatura de ideas que se piensan y se viven sobre la marcha, fusión de tropezones y aciertos, tal como vivimos la vida de todos los días. Moisés Elías Fuentes. Poeta y ensayista. Crítico literario en revistas y suplementos culturales de México, Nicaragua y España.
S i lv i a M ich e ll e A co sta
Salmo 63
Silvia Michelle Acosta. Es promotora cultural y lectora de poesía.
Amarte Sin enredos Sin insultos Sin reclamos Sin reglas Sin plegarias Sin tinieblas Desde que amanece Alabar tu Alzar los brazos Cuando la oración venga Dejarte en Dentro y fuera Completo
Sujeto a mis caderas.
cuerpo
mí
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El espacio rural sinaloense en Caña quemada de Rubén Rocha Moya
Elizabeth Moreno Rojas
Las mejores obras de literatura, no lo son solo porque nos cuentan buenas historias o por la forma en que las cuentan; lo son, además, porque en su escritura se recupera el espacio, el ambiente, la historia y la identidad de la sociedad: de los pueblos o de las ciudades en que transcurren sus vidas, de modo tal que la escritura literaria los hace perdurables, como un legado para la posteridad. Es este el caso de los ocho cuentos que conforman el libro Caña quemada (2012), de Rubén Rocha Moya. Rocha Moya se ha dedicado más a la escritura de temas académicos y políticos; sin embargo en sus últimos dos libros, Caña quemada (2012)1 y El disimulo. Así nació el narco (2013)2, ha incursionado con «mano segura», en palabras de Élmer Mendoza, en la literatura. En ambas obras el escenario geográfico en que ocurren sus tramas es la sierra de su natal Badiraguato, un municipio aledaño a Sinaloa del que han surgido historias y personajes que ahora toman protagonismo en el imaginario actual mexicano, específicamente las relacionadas con el narcotráfico, dado que se le ubica como el lugar donde nació este fenómeno. Esta perspectiva es la que toma el autor para narrar la historia de El disimulo, tal y como lo manifiesta en una entrevista el propio autor:
comunicación y cantado en los corridos: aquí se trata de poner en escena, «gente de bien», como se dice, de aquellos que con su esfuerzo y trabajo forjaron esta hermosa geografía de los pueblos badiraguatenses. Se puede notar, entonces, cierta nostalgia por el terruño de antaño e identificar en las narraciones el tópico literario de la vida rural armónica opuesta a la de la urbe, que como dijera una conocida canción mexicana, «corrompen las costumbres». Sus personajes son, por ejemplo, unos divertidos gemelos que dependen de su hermano para sobrevivir, pues tienen cierto retraso mental y que permanecen unidos hasta las últimas circunstancias; campesinos —mujeres y hombres— que viven de la pizca de chile y tomate a pesar de las complicaciones que puedan surgir en cada temporada; o bien trabajadores de los cañaverales que sobreviven a los peligros que se enfrentan todos los días, pues las condiciones de trabajo son deplorables, los sueldos una miseria y el calor sinaloense hace que su labor, a partir de las ocho de la mañana, se convierta en un infierno. Sobre el peligro que cotidianamente enfrentan estos personajes podemos leer lo siguiente en el cuento «Caña quemada»:
Esta novela es una suerte de fijación que había tenido por ser originario de Badiraguato y que en mucho ha sido estigmatizada por hacerse suponer que si ahí nació el narco, todo mundo es narco […] Todo lo que cuento parte de un acontecimiento real, cosas que me tocó ver o escuchar, aunque viví en Batequitas hasta los siete años, nunca me desligué por completo; me interesaba examinar el narco en su origen, su cultura, tradiciones.3
Qué de peligros se corren durante el traslado del campo a la parcela de caña […] Lo temible y peligroso está en los filosos machetes de los que, según las presumideras, fácilmente se puede rasurar quien quiera o lo rasuran si lo prefieren. Ya no se diga que se puede degollar a una persona, y el riesgo no solo está en la acción individual por descuido, o intencional, lo que era muy probable, porque cuando menos se piensa se presentan broncas entre algunos labriegos… (p. 150).
A diferencia de lo que hace en esta novela, los ocho cuentos anteriores se ocupan de relatar otros aspectos de los distintos poblados de estas regiones serranas. En ellos el autor no habla acerca de los temas de la mitología negra que sobre estos espacios se ha contado por los medios de 1 Rocha Moya, Rubén. Caña quemada. Relatos de la vida en el Noreste mexicano. Lectorum/uas. México, 2012. 2 Rocha Moya, Rubén. El disimulo. Así nació el narco. Granises. México, 2013. 3 Azucena Manjarrez. «Cuenta nacimiento del narco». http://www.noroeste.com.mx/publicaciones. php?id=935905.
Otro de los personajes de este libro es José Jesús, Chichí, un arrojado vaquero que vive en Suaquí, «pueblo enclavado en las estribaciones de la Sierra Madre Occidental», y que aprendió a someter hasta a la más difícil de las vaquillas. Este relato es de los más originales, pues en México pocas veces se narran historias de vaqueros, tema por el contrario muy explorado en los famosos libros de westerns, género de masiva audiencia en Norteamérica. Rocha Moya se toma el tiempo para contarnos con lujo de detalle las hazañas de este vaquero. Esto lo podemos observar en el siguiente fragmento del cuento «La Pinta orejana», nombre con el que se refiere precisamente a una vaquilla:
13 De todo el recorrido, ese fue el momento en el que estuvo más cerca de ellos la vaquilla orejana, aunque el vaquero, en medio del trastabilleo de la caída, no pudo hallar lazo con su reata, porque se le había enredado. El animal, aún con chispazos de fuerza, agarró para arriba de la montaña. El Alazán y José Jesús la siguieron a una vista, ya en la cima del cerro. La vaquilla, como en su casa, se desplazaba por el desfiladero y el vaquero con la ayuda de su caballo la perseguía ahora sí muy de cerca. Finalmente, la cola blanca se topó con una enorme bola de piedra que la hizo titubear en su huida, pues fue ahí, justo, donde Chichí aprovechó para tirarle el lazo, y el intento fue certero. La lazó, sí, pero no la pudo detener. Enredó su reata en la cabeza de la silla y la fuerza del animal le reventó el cincho de la montura. El vaquero cayó al suelo y con gran arrojo lió la reata en sus manos y en el tronco de su cuerpo. Como podía, se paraba y jalaba la reata. Solo de momento aminoraba la carrera del animal, aunque era más la sensación que la realidad. Así recorrieron un buen trecho por entre el monte y los barrancos hasta que al final Chichí se cayó y ya no pudo levantarse. La vaquilla lo arrastró por largo rato causándole fuertes averías, golpes, raspones y magulladuras de todo tipo, pero, como luego dicen, «a nadie le falta Dios». La reata de cuero crudo, a prueba de los más duros pataleos y respingos, se enredó en la horqueta de un grueso árbol y detuvo en seco a la vaquilla. José de Jesús, haciendo caso omiso a los estropeos que recibió en la arrastrada del animal, se levantó como si nada, se fue al tronco del árbol y afianzó la amarrada. La vaquilla todavía briosa brincaba y retozaba queriendo zafarse, pero no pudo. Hasta ahí llegó la faena. Lo que vendría sería pan comido para el vaquero. (pp. 197-198).
Así, en este Sinaloa del pasado, a pesar de que la vida rural era más difícil y carente de las comodidades de la modernidad, los habitantes parecen vivir una existencia cotidiana armónica y menos compleja que la que se representa actualmente en la literatura que sobre Sinaloa se escribe. El realismo elegido como estrategia narrativa ayuda a identificar, a quienes han nacido o vivido por esta región, los sitios, las anécdotas, el lenguaje, el humor y el modo de ser de los pobladores de esta tierra. Seguro que a los que han vivido en estos terruños les será fácil reconocer en «Los gemelos de La Cascalota», «Isleta de solfia», «Tranquilinito», «A la caza del Diablo», «Andanzas de un profe rural», «Caña quemada», «Los hijos del temporal» y «La Pinta orejana», además de la geografía serrana y el modo de hablar de los habitantes, algunos sucesos oídos de sus mayores o a algún personaje que la creatividad del autor ahora ha recuperado en este universo literario. Aunque muchos escritores mexicanos han hablado de sus pueblos, no solo desde el costumbrismo, sino aun en narrativas recientes como la de Daniel Sada, David Toscana, Eduardo Antonio Parra, son muy pocos los autores que han puesto en el mapa de la literatura esta zona serrana, acaso César López Cuadras, nacido en Surutato, en algunos de sus relatos de Cuatro muertos por capítulo, sin embargo, si de escenarios rurales se trata, su lugar
privilegiado es Guasachi, el Macondo sinaloense. En la literatura sinaloense actual, Élmer Mendoza privilegia en sus novelas la ciudad de Culiacán; Juan José Rodríguez recupera narrativamente su natal Mazatlán; Alfonso Orejel ambienta sus historias en la ciudad de Los Mochis. Se ha afirmado que los escritores tienen el deber de rescatar el alma de los pueblos, Rocha Moya acaso ha ganado ya el derecho de identificarse como el primer narrador que describe en la cartografía de la literatura mexicana, los poblados serranos de Badiraguato. Así, colmado de la nostalgia por los recuerdos y los paisajes de la cordillera sinaloense, discurre este libro de cuentos que consigue, exitosamente, formar, como ya dije, un universo conectado a las labores de la tierra gracias al ingenio, la creatividad y la técnica que se ve en la prosa sencilla y ágil del autor. Hay un aspecto fundamental en el que vale la pena detenerse un poco más: el uso del lenguaje. Este es, a mi entender, el logro mayor de Rubén Rocha; su capacidad de escuchar cómo se habla en estos pueblos y hacer que sus personajes recreen este lenguaje que identifica a las regiones badiraguatenses. Sin duda, la virtud mayor de este libro es haber registrado el habla popular de estos lugares en la escritura y en la memoria cultural de nuestra sociedad. Un empeño, por cierto, no libre de riesgos, pues siempre hay una dificultad al poner a hablar en su lenguaje coloquial a los personajes y que el lector lo acepte, que se lo crea a pie juntillas. Este es uno de los aciertos que encierran estos textos de Caña quemada. Otro recurso interesante de estos cuentos es el de ser divertidos. Los lectores que nos acercamos al texto literario queremos disfrutar la lectura. Este era el placer que defendía a ultranza Borges: queremos disfrutar de los libros. Raro en la literatura mexicana, hay humor fino en estos textos y el que aparezca el humor es otro afán de Rocha Moya de capturar el modo de ser sinaloense, porque está en la identidad de la gente de estos lares, la risa, la broma, el chiste, aunque sea recia la personalidad. Gastón Bachelard en su ya clásico libro, La poética del espacio, ha demostrado en el análisis fenomenológico de los lugares que uno nunca se olvida de la casa natal, de la casa en que pasamos nuestra infancia y que esta, aun cuando ya no exista, se lleva siempre en el alma. De esa forma nunca la perdemos y podemos recuperarla en los recuerdos, en los sueños y en la imaginación. Rocha Moya en estas narraciones ha tenido sin duda que recurrir a estas tres actividades, solo así se hace la literatura, solo así un autor puede rescatar un tiempo y un espacio del olvido y hacerlos memorables. Rubén Rocha Moya nos confirma con esta obra que los pueblos no están hechos solo de casas, calles, iglesias, escuelas o jardines. Los pueblos como la literatura están hechos también de palabras, de recuerdos y de sueños.
Elizabeth Moreno Rojas. Ensayista, editora, maestra e investigadora en la Escuela de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Sinaloa.
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Animal doméstico
Mario Hinojos V I E R N E S S A N T O . TOD O S L O S PA DR E S M U E R E N . A V E C E S S ON L O S HIJO S Q U IE NE S MU E R E N , PE RO POR L O C OMÚ N , E L DE S T I N O E S S E R T E S T IG O S DE L A M U E RT E DE N U E S T RO S PA DR E S . NO H AY C ONDE NA M Á S PE RV E R S A Q U E V E R MOR I R A U N H I J O, E S O DIC E N Q U I E N E S H A N SID O PA DR E S . YO NO PU E D O H AC E R L O. N O S OY M Á S Q U E U N H I J O Y A PE N A S E S O H E S I D O. S I N E MB A RG O CUMPL O C ON L A NOR M A : MI PA DR E H A MU E RTO. C Á N C E R E N E L E S ÓFAG O H A N DIC HO L O S M É DIC O S . E S UNO DE L O S M Á S D OL ORO S O S Y A BS OL U TA M E N T E F U L M I N A N T E S . R É Q U I E M P OR É L , Q U E E N PA Z DE S C A N SE . HE VI VID O PA R A S E R T E S T IG O DE L A MUE RT E DE MI PA DR E . Aun así no soy capaz de comprender cómo un hijo de mis características puede ejercer adecuadamente el duelo. No tengo mucha experiencia con la muerte; sé lo que debe hacerse: el lamento, el pésame, la añoranza, el llanto. No siento ni sentí nada de eso; únicamente un hueco, un vacío emotivo. La confirmación de una sospecha; recordé una cosa: el deseo infantil de este momento. Cuando rogué en silencio encontrar en su muerte una venganza; o una justificación para su ausencia. No era odio lo que sentía hacia él, era otra cosa, el anhelo de un lazo, de un vínculo inexistente. En realidad nunca he tenido un padre. O lo he tenido muy poco. Desde el momento en que conozco la noticia de su muerte no sé cómo lidiar con la nueva y repentina condición que se abalanza sobre mí. Su fallecimiento me convierte, más que nunca, en un hijo. Primogénito y único sucesor varón. Por el momento no soy consciente pero ese rol apenas se prolongará más allá de los cauces funerarios. Si el pasado con mi padre difícilmente alcanzaba para sentirme un heredero natural, un vástago siquiera, ahora la vida me deja en el último nivel de su ciclo. Naces de alguien, creces, te reproduces, haces nacer y te mueres. Yo soy un obstáculo, un corto circuito; el lazo roto que nunca procreará: una anomalía sin descendencia. No hay otro nivel más que el eslabón final que todo lo precipita hacia la muerte. El círculo se cierra sobre mí. Por ahora es él quien muere y yo diría que no sé cómo se cuentan las cosas que suceden de esta forma; podría
escudarme aludiendo a que apenas guardo un recuerdo brumoso del anuncio de su pérdida. Todo ocurre de repente: cuando llaman para informarme que mi padre ha muerto yo estoy a más de cuatro mil kilómetros de distancia del último lugar en que respiró con vida. No hago nada por acortar esa distancia; no quiero hacerlo. Llaman y cuando sin mayores preámbulos me comunican la noticia, no digo absolutamente nada. Pienso en el vacío emotivo, pienso en la nostalgia, pienso en el protocolo funerario, pero permanezco, por un difuso e irreconocible momento, en un silencio que se alarga quizá hasta el infinito. No sé qué decir. La voz femenina desde el otro lado del auricular insiste de tal manera que me hace despertar. Despierto del recuerdo, vuelvo al mundo. Señor, dijo, hola, dijo un par de veces; señor Cardo, gritó con fuerza. Míster Cardo. Hasta que reacciono, asiento y vuelvo al mundo: sí, dije, aquí estoy, dije un par de veces. ¿Qué se le ofrece? Su padre, dijo ella, he´s gone, repitió en inglés ahora. Yo agradecí cordialmente con muy pocas palabras y colgué. Permanecí junto al teléfono. Mirando con profusión hacia la ventana de mi apartamento sin poder concentrarme. Parado allí, como una estatua sin mérito ni conmemoración, veo los balcones al frente del edificio pero en realidad nada. Ni al niño jugando a la cometa, ni las derruidas molduras color arena del bloque donde viven los chinos, ni a ninguno de los chinos. Nada en el exterior del mundo, nada reconocible dentro de mí:
15 me pierdo, por un difuso e irreconocible momento, en un silencio que se alarga. Esa dilatación del tiempo es común que suceda al enfrentarnos abruptamente a un cambio de dirección, a una sorpresa. Lo leí en alguna parte. Minutos más tarde vuelven a llamar. El sonido se prolonga por un rato hasta que es inevitable responder. Es la misma voz femenina, no solo el mismo timbre y tono en su manera de hablar, sino la misma forma extranjera de pronunciar el español. Con un aire afrancesado y gutural. Se explica con dificultad y pide que esta vez no finalice la llamada hasta no haber escuchado todo lo que deberá comunicarme. ¿Right?, dice, ¿entiende?, pregunta más de una vez y yo asiento con la cabeza sin que ella pueda percibir mi afirmación. Tampoco su inglés es el de un nativo anglosajón. Aguardo y ella se suelta: permita explicar lo que pasó y lo que es necesitado para hacer de parte suya en el caso como este. Dice sin que yo sea capaz de entender completamente lo que quiere indicarme. En realidad no comprendo nada de lo que dice. Puro balbuceo que me hace pensar o que está loca o que está borracha, o ambas cosas juntas. No le comprendo, digo. Entonces me pide que espere y yo espero. Mientras aguardaba en la línea fui construyendo el sentido de aquella intrincada frase dicha desde dos lejanías, la de su torpeza con un idioma ajeno y la de las cientos de horas y carreteras y ciudades que separaban ese lugar del mundo de la que era mi casa, de la que siempre había sido mi casa. 6 de marzo de 2010. Después esto: la voz trasmite un mensaje que por momentos parece cifrado pero que, finalmente, se asemeja mucho más a la redacción parca de un antiguo telegrama. Señala primero la fecha de la defunción y ofrece sus condolencias. Después, sin demorarse en protocolos, demanda el arreglo urgente de los trámites de repatriación de restos. En realidad es una voz distinta, seguro acude a auxiliar a la primera mujer. Sus modos son igual de extranjeros pero se da a entender mejor que la anterior. A pesar de que al principio intenta ser cortés, se revela pronto la impaciencia de su trato y lo que es un evidente afán pragmático. Está allí para enumerar los hechos y proveer indicaciones. Parece que lee o que va haciendo marcas en una lista con detalles concretos. Preguntas sobre su descendencia; alusiones a un mínimo testamento; explicaciones legales que escapan a mi comprensión pero que sin embargo reafirmo cuando ella pregunta si le sigo. La mujer hace referencia constante a unos documentos que me señalan como responsable del finado. Los documentos, dice, el finado repite luego, y la extrañeza es aún mayor porque esas palabras hacen todavía más lejano su lenguaje. Como si en realidad no estuviésemos hablando el mismo idioma y todo lo que hasta ese momento he creído comprender de sus complicadas directrices, no fueran más que imaginaciones mías. Hay un acta notarial que da fe del parentesco, dice. Debe usted hacerse cargo, insiste todavía más. Luego trata de explicarme que se han intentado comunicar con otros familiares sin obtener respuesta. En los documentos figura un hermano varón, y un tío con domicilio en Hermosillo, dirá. Yo me sentiré como exhibido, especulando qué otros datos habrá sobre mí y sobre mi olvidada familia en esos papeles que mi padre ha dejado como saldo. Eso no es importante, es con usted con quien debíamos hablar. Es usted quien deberá hacerse cargo, vuelve a decir y yo ahora lo que siento es que soy víctima de un imperativo ajeno con el que no deseo ni mucho menos lidiar. ¿Qué hay de su familia?, pregunto. La voz parece no entender a qué hago referencia o al menos, en caso de fingir, su contrariedad me resulta fidedigna. Es normal, el término para mí guarda una lógica tajante, siempre me he referido de esa forma a todo lo que corresponde a su se-
gundo matrimonio. La familia de mi padre, he dicho siempre. La voz reprende categórica: es usted su familia; y temiendo tal vez que lo que he dicho sea algún tipo de evasiva me pregunta: ¿es usted su hijo?; ¿es usted el señor Mariano Cardo? Soy yo, contesto resignado luego de un silencio que a ambos nos molesta. Pues es usted quien deberá hacerse cargo, reclama ella por cuarta o quinta vez. ¿Cuándo viene?, tendrá que programarse su llegada y contratar los servicios pertinentes, pertinentes dice, para tales menesteres, dice de nuevo de una forma que a mí no hace más que alejarme cada tanto de la conversación y que en su formalidad postiza me recuerda por momentos a Martha. Otra vez permanezco en un silencio hundido. La chica parece escuchar mi respiración, yo mismo soy consciente de esos bufidos inquietos que se magnifican a través del auricular. Hasta que en un tono algo desesperado pregunta si estoy allí. Estoy, contesto. Iré mañana, perdón, saldré mañana mismo para allá. Déme un número al que pueda comunicarme y en un momento le haré llegar mi itinerario de vuelo. Algo comienza a cambiar; me mantengo con una firmeza ajena a mí. Ella me hace anotar no solo sus datos sino un intrincado de instrucciones para llegar desde el aeropuerto hasta la casa de retiro. Bastará que le indique al taxista el nombre de la institución, institución, dirá, aun así es bueno que escriba en un papel cómo llegar, dice ahora a la manera de una madre y por momentos creo que me exigirá también que coja un suéter al salir de la casa y no hable con extraños. Cuelga. Por algún extraño impulso me vuelvo exageradamente práctico. Apenas me aparto de la mesilla del teléfono enciendo el computador y busco un boleto de avión hacia ese país que ahora me parece más lejano que nunca. Viajo a un mundo remoto y olvidado; viajo a un pasado y a una muerte que no me pertenecen; viajo a Canadá e incluso ahora me parece como si aquel país del que nadie sabe nada salvo que hay nieve y llueve y hay alces y se habla un poco de francés, hubiese sido hecho únicamente para que mi padre se fuera a morir lo más lejos que le fuera posible. Un país y una ciudad hecha de alguna forma para ser destruida una vez que cumpliera sus funciones; para existir solo como un recuerdo, un escenario, un trámite. La gestión me lleva aproximadamente treinta minutos: decidir el trayecto y la hora de salida, calcular la duración del recorrido, hacer el pago y obtener el código para mi reserva. Deberé llamar de nuevo a la residencia, el único billete disponible es para dentro de dos días. Salgo el 9 de marzo por la tarde. Cuando ya estoy llenando una maleta muy pequeña con algo de ropa invernal comienzo a pensar en todo lo que ha sucedido. En la extraña voz de las mujeres foráneas hablando con esfuerzos pero notable elegancia el español. En la obligación que recae repentinamente sobre mí: recoger un cadáver en no sé qué institución o asilo de una ciudad perdida al norte de los Estados Unidos. En la ausencia de cualquier otro hilo parental por nuestra parte y lo que hasta ahora y durante al menos una década he llamado la familia de mi padre. ¿Quién es esa mujer que se suponía lo había acompañado los últimos años de su vida y dónde está en estos momentos? La pregunta no es así de concreta pero refiere a esas dudas. Creo que tuvieron hijos. ¿Dónde estarán ellos ahora? Mario Hinojos. Es autor de la novela Round de sombra (V Premio Nacional de Novela Valladolid de las Letras, México); y de los libros de cuentos Espacio de solo tres dimensiones; What a difference a day made; Método borrador de la memoria y Neandertal. El texto que ahora publica en Timonel es un adelanto de la novela inédita Animal doméstico, de próxima publicación en España.
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Samsara
César Ibarra A punto de ser alcanzado por los guardias de La Merced, Javier Solares derriba puestos, clientes, y alguno de los cargadores que llevan sobre sus cabezas grandes bultos de mercancía diversa por los andenes del mercado. En medio de la rechifla y los gritos de alerta de los vendedores y diableros que lo ven pasar, más bien divertidos que molestos, corre y al mismo tiempo busca en el bolso que se robó los objetos de valor, los guarda en su chamarra para luego dejar el bolso en la acera como señuelo para los policías. Acelera de nuevo y logra imponer una mayor distancia entre él y sus perseguidores, sin embargo, cuando ya se acerca a uno de los extremos del mercado y comienza a sentir que por enésima ocasión ha logrado burlarlos, una extraña visión nubla su mente haciéndolo trastabillar y caer de golpe sobre uno de los puestos ambulantes de la acera. En su mente ha visto una ola monstruosa que avanza hacia la costa con un rugido feroz, después la visión se desvanece y Javier se ve tendido en la banqueta en medio de restos vegetales, a pocos metros de los guardias que se acercan, pensando ya en su inminente captura. Debido al apremio de la situación y a la buena cantidad de objetos que hay en el piso Javier resbala, pero se incorpora a toda prisa para reanudar la fuga en medio de los autos. Un poco más alejado del lugar y ya con el alma en su sitio, mete la mano en su chamarra y saca el monedero que se robó, del cual extrae su contenido para arrojarlo después en un bote de basura. Camina pensativo rumbo al área del Centro Histórico donde tiene su guarida en uno de los registros subterráneos de Telmex. No entiende qué pudo haber provocado aquella visión y mueve la cabeza en señal negativa. Se siente confuso y piensa en dejar el alcohol, al menos por unos meses. Es invierno y nuevamente sobre la ciudad se ha formado una gruesa capa de gases contaminantes que producen en ella un fuerte efecto invernadero. Llega a la calle Paseo de Condesa y levanta la tapa de un registro telefónico que yace bajo tierra. Rápido se mete en él y hace bajar la cubierta interrumpiendo la penumbra del pequeño refugio con la luz vacilante de un encendedor. Mono está ahí, también Rodrigo, Donato y Agustín, alias el Greñas; parece que por una rara casualidad del destino a todos les ha ido bien esa mañana pues en el piso se observan trozos de papel aluminio, latas vacías de refresco e incluso algunos restos de pan, los cuales en muy contadas ocasiones los habitantes del refugio se atreven a dejar de lado.
Duerme todo el día y sale únicamente a comprar algunas cosas para la cena. Esa noche le da fiebre. Apiñado como siempre entre los cuerpos famélicos de sus acompañantes, tiembla en la oscuridad y agita sus manos al contemplar de nuevo la ola que avanza hacia la costa con un ruido atronador. Ahora la visión dura algo más y el enfebrecido ladrón puede ver el extremo de una ciudad espléndida, constituida mayormente por blancas y delgadas torres de mármol. Despierta jadeante y con una gran resequedad en la boca. Le duele todo el cuerpo. Toma su encendedor e ilumina el montón informe de sus pertenencias. Abre una bolsa plástica y extrae de ella una carterita de píldoras antigripales. Las toma en forma atropellada con los restos de jugo de una botella; vuelve a dormir y la extraña visión continúa. Su nombre es Zazil y es el gran sumo sacerdote de la Atlántida. Se ve ataviado con una túnica blanca que le llega a los tobillos, descalzo, rapada su cabeza, y sobre su espalda y tórax una banda dorada como de cuarenta centímetros de ancho. En sus antebrazos puede ver también un par de hermosos brazaletes de oro. Es momento para la oración y en la plataforma del templo instruye a sus feligreses acerca de las Leyes Milenarias, mediante las cuales han podido preservar, aunque a duras penas ya, su valiosa herencia divina. El resto de los sacerdotes lo escucha en silencio algunos metros atrás, junto a los incensarios que sahúman de manera continua el gran ojo de Yod, grabado en oro de la mayor pureza en un disco de más de diez metros de diámetro. Instalados en los asientos de primera fila, Ishtar el rey atlante y los más altos funcionarios de su gobierno aparentan seguir su discurso con atención, aunque en realidad sus mentes se encuentran ocupadas en asuntos de orden más terreno. Para él como para el resto de sus subalternos las Leyes Milenarias son ya cosa del pasado; la venerable Constitución de los Ancestros es letra muerta y solo aparentan respetarla como una mera formalidad ante sus gobernados. Tomado con ambas manos de la empuñadura de su cetro, Ishtar descansa en él su barbilla en actitud de falsa abstracción. En palacio le aguardan impacientes toda una serie de artistas y acróbatas, además de sus hermosas concubinas, a quienes halaga con bellos y costosos regalos, a expensas del erario público, lo que ha sido tema de discusión en el Congreso por más de una vez. Ishtar sabe perfectamente que toda esa controversia la ha provocado el gran sumo sacerdote, quien por esta
17 razón se ha convertido en enemigo mortal de la casta yeneri, misma que ha gobernado la isla por más de un siglo. Luego de haber rendido homenaje al gran disco de Yod, Zazil comienza la lectura de los pergaminos y todos en el templo se ponen de pie de manera respetuosa. Ishtar siente como una bofetada en el rostro cada vez que oye pronunciar alguno de aquellos preceptos, por lo que, intentando ocultar su turbación, mantiene la cabeza baja durante toda la ceremonia. De manera violenta el sueño de Javier se ve interrumpido por el sonido irritante de un camión materialista y al extender los brazos se percata de que sus compañeros han dejado ya el refugio. Nuevamente se viste con su chamarra de mezclilla y sale a la calle luego de bajar con suavidad la tapa del registro. Ve en su reloj de plástico que ya faltan diez para las cinco. A esa hora las mujeres que trabajan al otro lado de la ciudad toman el metro, por lo que se apresura a llegar a la estación más próxi-
ma: Pino Suárez. Hace un frío espantoso y de sus fosas nasales brota un chorro de vapor que se extingue a poca distancia bajo la luz amarillenta del alumbrado público. Debido a las constantes y locas persecuciones de que ha sido objeto, por parte de los guardias de La Merced, piensa seriamente en pactar con ellos. Llega a la estación del metro y con toda naturalidad se mezcla entre los transeúntes. Es fin de semana y quizá esta sea su última oportunidad para obtener el dinero con que pueda sortear los días de ausencia de sus mejores víctimas: empleadas bancarias, cansadas burócratas e incluso alguna prostituta que vuelve al hogar luego de una noche tormentosa. César Ibarra. Escritor y promotor cultural. Su libro más reciente es El tiempo que regresa. El texto aquí publicado corresponde al primer capítulo de la novela en la que actualmente trabaja.
Fado
Víctor Luna A don Héctor Tovar Si sientes el amor del mar clavado en tu corazón, Con sus corales luminosos, Si sabes que no tendrás casa en la que refugiarte Bajo cualquier tormenta, Si crees que una canción de sirenas Anida en tu pecho Como un ave sangrienta, Si estás dispuesto a dejar a tu madre, A tu mujer, A tu amante, Por un país de ámbar o de brisa, Si sientes que ya no podrás vivir más en la Tierra, Entonces sube conmigo a la nave de los desolados Y partamos, Sin timón y sin brújula Tu llevarás Una guitarra, una botella, Una bandera, Yo llevaré, amigo, Tan solo estas palabras Que no pudieron germinar en mi tierra.
Víctor Luna. Narrador y poeta. Su libro más reciente es Canción de juventud. Antología poética de Gilberto Owen.
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Carta a Gilberto Owen
Silvia M adero
Sinaloa, México, a 110 años de su nacimiento Admirado poeta, Owen:
Le escribo estas líneas, si acaso prospecto de carta, para expresarle mi admiración y mis ganas de sosegar tantas dudas que han surgido después de una ardua lectura de su prosa. Digo ardua, no por dura ni extensa, mucho menos pesada, aburrida o mortal. Le digo así, ya que me ha costado trabajo entender desde su inteligencia sus letras, como figura de iceberg que solo muestra del mar al cielo su aspecto; yo he querido ir más allá, a la penumbra de lo profundo. Así podré conocerle más. En La llama fría o según los poetas latinos, O nix, flamma mea, nos presenta entera a su Ernestina, la que tal vez sigue en el recuerdo de aquel pueblo de Sinaloa, El Rosario; como el que las beatas cargan en sus manos puras de ángel de iglesia. Así era ella, su amada, con su cuerpo de cirio fulgurante. Ustedes no crecieron al mismo ritmo, las manos de ella, podían, si quisieran, abrazarlo de cuerpo entero, hasta que soltara ramas y creciera como un roble, y usted la viera de otra manera que no es con ojos de niño triste, sino de hombre que ama. Ahora sí, las manos de ambos serían los troncos de un fuego vivo, al pasar por los ojos de aquellas muchachas que contonean su grasa de modo gallináceo (parafraseándolo a usted), con el rumor ardiente de que su amor se confinaría a cenizas. Usted partió a otros lugares y a otros modos, primero fue a México, nombre que aparecía certero al final de sus escritos, con una fecha al lado. Después se fue al extranjero, pero seguía siendo aquel hombre que ama una mujer y se ancla a ella con el amor de una espina herida. La mujer ha sido en su literatura algo esencial, como el olor a crudo en la guerra. He leído su Novela como nube, la cual supe estaba inspirada en A la sombra de las muchachas en flor, de Marcel Proust. Usted, del grupo de los Contemporáneos, y quien, dijera Octavio Paz, de los mejores poetas de México, sí, usted, Gilberto Owen del pueblo, de tan de aquí y de allá, con su locura al escribir y una dama sobre su pecho, apuntándole los ojos a la sien. En esta novela habla de todas las mujeres y de una a la vez, Eva, Elena, Ofelia, Rosa Amalia, acaso Venus, también. Usted nombra a Ixión en la tierra y en el Olimpo, aquel que quiso quitarle la mujer a Zeus. Sí, al mismo dios. Este texto es narrado por Ernesto. Y me queda aquí la duda, ¿es usted Ernesto? Yo pienso que sí lo es, disfrazado de poemas de Poe y del humor de Chaplin. Es usted el que narra, trayendo consigo a todas las mujeres, que al final es una sola, la que da la luz. Usted en oscuridad y callado, arrojado por aquella puerta con olor a vida. Porque en su novela hay puertas, como hay ventanas y balcones, con ese claro mensaje de asomarse al mundo, ser de él y pertenecer. Vuelvo a la mujer, ¿acaso era su madre aquella mujer que era la primavera adelantada?, ¿era ella? Yo creo que sí, también pien-
so que era Ernestina y su cuerpo de cirio que no apaga ni el soplo de Dios. Tal vez solo sea la literatura grecolatina, sea Homero y Dante después. Pues finalmente termina la novela con Ixión en el Tártaro, aquel negro abismo al que el alma huye. Ernesto vio la luz en la mirada de quien se la dio, ya sea Elena o Eva, pero será por ella por quien dejara de verla, para perecer en la obtusa oscuridad. Así trato de entenderle cuando lo leo, es por eso que le escribo esta carta, para externarle lo que hay entre mí y su narrativa. Pero sé que está acostumbrado a la correspondencia, que soy una más. Sé que se escribió con Xavier Villaurrutia, Elías Nandino, Alfonso Reyes, también sé de José Vasconcelos y Salvador Novo. Aun así le escribo, motivada por su escritura. Poeta, solo me queda expresarle mi eterno respeto y admiración, y de ahí el amor a su literatura. He de confesar que llegué a usted como un perro perdido, queriendo arraigarme a mis raíces. Quise probar letras de mi tierra, que es suya también, pero he dejado de lado las costumbres y he empezado a mirarlo con ojos de extranjera y así le he visto como un ser que es de muchas partes, de una mujer y del mundo, y ahora, si me permite, también es mío, por medio de un libro suyo. Con cariño y admiración, Silvia Madero
Silvia Madero. Ensayista y estudiante de Literatura en la Universidad de Guadalajara. Rubén Rivera. Poeta y fotógrafo. Su libro más reciente es Caravana de sombras.
No sabes de dónde vienes ni sabes a dónde vas
Rubén Rivera A Víctor Luna, a Refugio Salazar 1
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Vive sin prisa, hacia donde caminas es a ti mismo, porque a ti te sigues siempre.
Adiós, amigos, desaparezco como todas las cosas; desaparezco viviendo: gota de rocío en la hoja.
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Crónica imposible del pasado más allá del pasado
Eduardo Ruiz A Olga y Paco
Por eso supimos que ya su barca no estaba amarrada a esta orilla Avelino Hernández […] pero soñar no nos protege del dolor ajeno Abraham Gragera
Hay siempre un pasado detrás del pasado, decía Gil Paz; el tiempo es el pasar del tiempo, el ejercicio del tiempo en nosotros, y para escribir sobre el pasado debemos situarnos en él y olvidar su futuro, que ya conocemos: Sembrar, decía Gil Paz, en el pasado recordado, un posible futuro diferente que solo podrá completarse en la imaginación o en la escritura, y así recordar lo que nunca pasó. Ahí, decía el viejo pensador, escribiré un futuro diferente. Pienso en esto a razón del asunto de las copas y su historia que, por ser ya imposible, puede contarse como si realmente hubiera ocurrido. Pero quizás es verdad que algo así pasó, en aquellos meses de un verano, y que yo lo revivo hoy porque el recuerdo de lo imaginado es casi lo mismo que el recuerdo de lo vivido. Antonio Lobo dijo una vez que la imaginación es la forma en que ordenamos la memoria; entonces puede ser cierto que el viaje continuó en una isla, llena de viejos amigos desconocidos, y que las islas encarnan, en el dibujo de su contorno, el perfil, el mapa de un rostro antiguo que en algo nos recuerda la imagen de alguien querido que ya no está en este mundo. Entonces podemos decir que es verdad que las copas estaban dentro
de una caja, delicadamente posadas unas sobre otras, rozando, entre sí, los irregulares filos descubiertos. Las encontramos un día, paseando por las calles de Mallorca a esa hora en que lo mismo la luz amanece o se oculta y, con la esperanza de un tesoro, un afortunado hallazgo de cosas completas y útiles, las llevamos con nosotros sin siquiera echar un vistazo al interior: una vez sobre la mesa, la caja abierta como un ojo sin sueño, atestiguamos el verdadero hallazgo: decenas de copas rotas, despedazadas de aquí y de allá, limpias y casi ordenadas como la dentadura postiza de una prístina pesadilla. Fuimos sacándolas una a una, con el doble cuidado de no romperlas más, de no hacernos un tajo con los bordes afilados, colocándolas sobre la mesa, de pie las que aún podían sostenerse, de cabeza otras, creyendo en la posibilidad, todavía, de encontrar alguna lisa y sin quebraduras porque, de camino a casa, pensando alegremente en la fortuna, compramos una botella de vino para celebrar el trofeo. Sin embargo, una vez vacía la caja, no había ni una sola copa entera sobre la mesa. Numeroso es aquello que vive más allá de su rotura de enigma: la Victoria de Samotracia, que vimos en París, por ejemplo; la nariz de la Esfinge; un ejemplar de Rayuela al que le fue arrancado, como si de un brazo se tratara, el capítulo séptimo; el propio Adán Strogowski, que perdió el ojo izquierdo, y que luego perdió la prótesis del ojo izquierdo; algunos futuros, mutilados desde el pasado; algunos padres, amputados de sus hijos, o algunos hijos sin padres, hermanos, destino; los que son desahuciados de sus casas y los que son desahuciados de su vida, que es casi lo mismo; mi espalda, en su límite lumbar y sacro, donde ya no es posible la carga de un peso mayor si no es mortífero; la ciudad de Orabá, quebrada desde el asfalto de sus calles hasta el pescuezo de sus muertos; la historia de Ferrán, de Manuel, de Martín, de Álvaro, del Indio Bórquez, y de los cuarenta y tres muchachos desaparecidos en el sur de este país, donde ya han desaparecido tantos miles. Numeroso y triste es lo que pervive en la rotura, pero nos alienta con su perseverancia como si fuéramos la hidra del cuento. Nos deja, eso sí, lo roto, lo despedazado, una infinita pregunta: nos arroja la pregunta, nos convierte a nosotros en la pregunta, en la duda, en la búsqueda, porque creemos, es posible que se trate de una natural reflexión, que lo que falta en lo roto está en algún lado y que es nuestro deber, nuestra empresa vital, buscarlo, aunque sepamos de antemano que la búsqueda es lo eterno y que en ello no hay otra realización posible que la vida. Así fue, entonces, que vimos los mensajes escritos en el cristal fino de las copas. La escritura, decía Gil Paz, revela siempre la presencia de otro: hubo alguien que dejó una huella, una muesca en el muro, una piedra que, describiendo un camino, o el rastro casi oculto de un camino, nos muestra que hubo un pasado anterior al pasado, un remoto país que tuvo otros lindes y otro nombre, una casa que, algún día en pie, hoy es ruina indescifrable. Por eso, por la noción del símbolo, ese objeto roto cuyas partes guardamos para volver a encontrarnos de aquí a un tiempo,
20 algún día, cuando todo sea más propicio, con los otros, con los demás, por eso, pues, prestamos atención a las letras escritas en las copas: había palabras que podrían ser nombres propios, con su pasado y su futuro, y números, que se ofrecían como fechas ordenadas en pares de dígitos, escrito todo a mano sobre el cristal, a veces sobre la base de la copa, a veces sobre esa barriga transparente donde el vino se encuentra con la luz, ya casi borrado todo por la lengua sudorosa del tiempo. Palabras de un mensaje, aquellas, que, sin ser para nosotros, hicimos nuestras. Repetidos, muchas veces, los nombres de Selva y Sa Ruina, nunca escritos los dos en la misma copa. Luego, las fechas: la más antigua era del año noventa y siete, y se sucedían sobresaltadas durante poco más de siete años. Lo otro, ya de lleno metidos en la averiguación, nos pareció que podría ser el nombre de alguna persona. De inmediato pensamos en volver al lugar donde en un principio estaba la caja, encontrar la casa de donde salieron, llevar, al menos, una de las copas como muestra, como prueba de una fehaciente conexión entre los desconocidos que tocan a la puerta y los desconocidos que la abren. Pero no hubo nadie en ninguna casa: duerme la gente en la isla o se han ido a la sierra o la orilla del mar, que aquí es la orilla de todo, a buscar lo más solo, lo más lejano, lo más hondo, y nosotros nos quedamos con las copas rotas en la memoria, y los nombres y las fechas y el comienzo de la búsqueda. A veces la memoria de un grupo de personas se agolpa en un lugar, arraiga como una ceiba y echa sus flores al suelo, le crecen espinas en la piel; y a veces se esencia, se corporiza, en un objeto: extiende sus propiedades sobre una fotografía, un mapa viejo y usado, roto por el lugar de los pliegues, un reloj detenido en el momento justo en que alguna cosa, fundamental para nosotros, comenzó o llegó a su fin; en este caso cada copa era un objeto memorioso, un tótem donde se cifraba alguna forma del recuerdo aún desconocida. Decidimos, pues, emprender el viaje de la recuperación de esa memoria. Dime adónde vas y te diré si tienes posibilidades de volver, decía Gil Paz. Del encuentro con la memoria, decía también, nadie vuelve siendo el mismo. Tampoco permanece intacto ese relato de la memoria cuando volvemos a leerlo buscando quién sabe qué cosas, cavando en lo hondo del pecho porque bulle una pulpa que consuela o que condena pero que nunca deja intacto al que se alimenta de ella. ¿Cómo empezar una búsqueda, qué paso es el primero del camino? Nosotros, ante la variedad de nombres y fechas y lugares escritos en las copas, decidimos comenzar por mera proximidad: en una copa apenas rota por la boca estaban señalados los nombres de Olga y Paco, la fecha era la última de la cronología, la más reciente de un pasado que estaba en todas partes. Pudimos encontrarlos en Palma, más bien gracias a un prodigioso azar, en un café cerca de la costa, leyendo sin parar la hondura de los mares. ¿O fueron ellos los que nos encontraron a nosotros? Tal vez un día, llevando a cuestas la caja con las copas, sin saber cómo empezar el viaje, fueron ellos los que se acercaron a nosotros porque reconocieron, acaso, una caligrafía, una huella, la preocupación por algo conocido que en su interior se habría quedado hace tiempo, cuando la copa, cayendo desde la mesa o desde la mano, perdió la dentadura del borde. Fue entonces que les mostramos la colección, una a una cada copa sobre la mesa fueron leyendo los nombres y los lugares, el reflejo de los rostros en el cristal, la parte de la historia que ellos conocían. Fue la última copa, que llevaba el nombre de ellos, la que vieron con más pausa: unos ojos mojados en la sonrisa, una cierta alegría por el pasado, un saberse cómplices en la anchura de un secreto, un delicado alzar la copa por el tallo para reconocer en
la ausencia el recuerdo de alguna noche. Pero un aviso de duda había en aquello: la caligrafía de esa copa, apenas podía distinguirse, no era la misma que la del resto. Nos hicieron notar el detalle, sin comprender ellos mismos la razón de esa diferencia, y nos preguntaron qué era lo que queríamos hacer con las copas. Devolverlas, dijimos nosotros, sin saber de verdad qué significaba ello. ¿Qué propósito podría haber en regresar aquellas copas rotas a los nombres escritos en el cristal?, ¿qué probabilidades existían de que esos nombres fueran los de los verdaderos dueños de cada memoria? Inútil cáliz, las copas ya no eran sino la encarnación de un recuerdo y, a nosotros, habiendo perdido tantos cuerpos donde algo nuestro se encarnaba, devolverlas a los dueños nos pareció una tarea necesaria. Así, echando un vistazo por encima de los cristales, Olga reconoció un primer nombre y, aunque probablemente ya tenía nociones del futuro final de la empresa, luego de tomar con cuidado la copa, dijo, como si abriera una puerta al infinito: En Artá buscaremos a Julen. Conocían en cierta medida algo que nosotros no, pero lo cierto es que, en cuanto al sentido verdadero de las copas, compartíamos las mismas dudas, y sin embargo sabían, o sentían, que algo había en aquello que requería el esfuerzo del viaje y de la búsqueda. Entonces salimos por la carretera de la costa montados en aquel automóvil sin techo o cuyo techo era el sol quemante del día o el estrellado mapa de la noche isleña, con sus relámpagos y sus lluvias. Con una mano en el sombrero para que no se lo llevara el viento, y con otra en el cigarrillo para que no se lo llevara el humo, recorrimos los kilómetros de carretera que separan la ciudad de Palma de aquel lugar llamado Artá donde encontraríamos, pues, a Julen. Lo vimos a lo lejos, nadando en una cala llena de piedras y algas, y esperamos en la orilla junto a una mujer que, sentada en una silla, no le quitaba la vista de encima a la distancia. Cuenta Gil Paz que un profesor de teología explicó una vez que había tres sílabas en la lengua española que eran, según él, las palabras más significativas del idioma: Sí, No, y Fe; pero entonces alguien le dijo: Hay una que las incluye a las otras, ¿Cuál?, preguntó el profesor desconfiando, La palabra Mar, le dijeron. Quizá por eso, cuando Gil Paz quería mentar lo inabarcable, siempre terminaba hablando del mar, mirando el mar por dentro de los ojos, como lo hacía aquella mujer en la orilla de la cala, vigilando a lo lejos a su hijo: Begoña, la madre de Julen, reconoció casi de inmediato a nuestros anfitriones. De Julen nos contaron que era vasco, que en la época de la dictadura vendía seguros de vida, que estudiaba euskera y francés y que formaba parte de un grupo de propaganda contra el régimen. Begoña, la madre, recordó entonces aquella ocasión en que conoció a Olga, cuando la policía encontró el piso en que se escondían los muchachos porque uno de ellos, fue Julen, dijo
21 Olga, vestido de traje y corbata, se cayó por el hueco del ascensor desde un quinto piso: con la ambulancia llegó la policía, y poco a poco fueron encontrando a los miembros del grupo. Cuando cayó Julen, cayeron los demás. O eso es lo que nos contaron, o lo que alguien recordaba, o lo que alguien pudo reconstruir de aquellos años, cuando había tanta lumbre y tanto humo, cuando Begoña le decía al padre de Olga: Qué pena me da su hija, es tan jovencita; o cuando había la necesidad de pensar y decir ciertas cosas, cuando la piedra que era ya el pasado empezaba a romperse por varios lados. Estuvimos hablando de cualquier cosa hasta que Paco recordó que en el coche sin capota estaba la caja con las copas rotas. ¿Y ustedes van por ahí recogiendo cosas de la basura?, nos preguntó Julen y soltó una carcajada desde la hondura del vientre, una risa de montaña y mar, y Begoña, gritándole, le decía que no fuera escandaloso. Volvió a reírse cuando le contamos que sí, que teníamos una costumbre recolectora, coleccionista, decía yo, y que todo empezó cuando muchos años atrás conseguimos amueblar la habitación de la calle Santa Anna con muebles que encontrábamos en la calle. No teníamos dinero y no teníamos vergüenza, le dijo María. Pero después de los muebles fuimos encontrando otros objetos, recolectando artículos varios, porque en algún momento nos parecieron útiles: espejos, marcos de cuadros sin el cuadro, tablones de madera para construir, por ejemplo, un baúl enorme que guardara lo que íbamos coleccionando, cualquier cosa, llaves, paraguas, un maniquí al que llamamos Bruno y que vivía en el balcón, saludando siempre a los vecinos, con un sombrero de papel y una peluca roja, y así, poco a poco, aquel pulso ya no era el de simplemente encontrar algo por ahí y llevarlo, sino el de buscar y conservar los puntos luminosos de la constelación de nuestra memoria: María volvió una vez de Cartagena con tres piedras porque veía en ellas el dibujo de un árbol parecido a la ceiba; yo iba a las librerías de viejo a revisar las páginas de los volúmenes: encontré cartas, notas, hojas secas, postales; María encontraba fotografías de cabras, de perros, de personas vendiendo sandías en Pakistán o en la India; yo guardaba los mapas, los sobres de azúcar, los billetes de tren; ella los lápices, los bolígrafos, los frutos secos de algunos árboles. Las copas, pues, en el recuerdo o en la imaginación, eran el culmen de una suerte de manía coleccionista o de conservación que, por primera vez, nos llevaba a un viaje y a una búsqueda. Julen no podía recordar qué acontecimiento señalaba la fecha escrita en la copa, y el lugar estaba más bien emborronado, poco legible, de manera que por un momento parecía que ahí se acababa el asunto. Fue Begoña la que se empeñó en hacer memoria, entre recetas de bacalao y licores de hierbas, mientras Julen insistía que él no se había caído por el hueco del ascensor, que en aquel momento estaba en su clase de francés, que ese día no iba
vestido con el traje y la corbata, y Paco tratando de leer la copa a través de la última luz que quedaba del día, y Olga hablándonos del pasado que pervive en las heridas, y entre Begoña a gritos y Julen desmintiendo a los recuerdos, se fue conformando, letra a letra, el largo y desconocido nombre de Sa Pedruscada. El viaje volvía a tener rumbo. La casa de Biel y Paca era una antigua construcción en la orilla de una cala llena de algas. Aquí todo está lleno de algas, o tiene por dentro una selva de algas, un bosque marino que hace visible lo tenue del oleaje. Con la puerta y los postigos amarillos, aquella casa de pescadores guardaba en todos sus rincones el rumor de la sal y el olor de los mares. Llegamos cuando preparaban la cena. Julen seguía insistiendo que él no se había caído por el ascensor, mientras nosotros empezamos a sacar las copas de la caja. Ahí, en una mesa casi a la orilla del mar, con apenas la luz de una lámpara de aceite, encontramos la copa, rota por la base, que llevaba el nombre de Paca. Julen seguía discutiendo con Olga sobre la memoria y las banderas, y Paca y Biel, hablando una lengua que no es la de Ausiàs March, pero que así la imagino yo, nos dijeron que la copa se le había caído a Paca desde la punta de los dedos, una noche, cuando estuvieron en el corazón de la isla, con Feli y Carlos Colomo. A veces, las etapas del viaje están en los lugares, accidentes de una geografía personal, fruto de los mapas y la deriva: en la cima, en la espesura, en los escalones estirados de piedra, en el túnel vertiginoso de las sombras, en el río, que es una lengua de perro en nuestro trópico; otras veces, en cambio, las etapas del viaje son todos aquellos a quienes vamos conociendo en el trayecto: Anna, por ejemplo, que caminó con nosotros en Calaceite; Rafa y Conchi; Eugenia y Ricardo; Manuel Marín, que nos llevó a la casa de José Donoso; Carlos, el de las grandes brevedades; Roberto, Skliar, Els Orfes, Alejandro, Jorge, Helena, Cecilia y Miguel, personas como ciudades, Han y Felipe, aliento en mitad del viaje; o Nadal Suau, que a su vez conoció a Cristóbal Serra, ese polígrafo mallorquín que decía, como Gil Paz, que basta imaginar algo para que exista. Nunca lo hablé con Nadal Suau, pero siempre me pareció posible, por difícil que fuera, que Cristóbal Serra y Gil Paz se conocieron en algún momento de sus vidas: muchos eran los puntos en común entre ellos dos, muchas las coincidencias, mucha la admiración que tengo por ambos, y llegué a pensar, sin más, que podían haber sido la misma persona. Es verdad que no había una copa con el nombre de Nadal Suau, ni con el nombre de Cristóbal Serra, ni con el de Gil Paz, aunque tal vez algún día alguien encuentre una copa rota con su nombre escrito y una fecha y un lugar y sea posible trazar otro mapa, con sus nombres, por encima del mapa del mundo. Después de algunas averiguaciones fue gracias a una escultura que dimos con Feli y Carlos: a un costado de la iglesia de Sant Llorenç, subiendo por las escaleras que llevan al mirador, bordeados los peldaños por un muro donde florecen las bugambilias, llegamos a un pilar de hierro verdoso, un bronce viejo de estatua, la pierna de un castillo antiguo que nació así, con la edad de los siglos, donde había una inscripción y dos nombres: Carlos Colomo, que era a quien buscábamos, y Avelino Hernández, que era a quien el monumento estaba dedicado. En aquel punto habíamos llegado, por las carreteras de la isla, todavía con Olga y Paco, a un pueblo con el nombre de Selva. El pueblo, brotado de las encinas y los almendros al pie de la Sierra de Tramontana, no lo sabíamos aún, era ya el preludio del final del viaje. Pero todavía era necesario atravesar el campo, entre el silencio de los conejos y los olivos, para llegar a aquella casa rescatada de la muerte, donde vivían Carlos y Feli, y que
22 llamaron Sa Ruina. Ahí, porque ya era de noche, cenamos debajo de la estela lechosa del cielo, y el nombre de Avelino Hernández se fue haciendo grande en la memoria de los presentes, como se hacen grandes los nombres de los muertos queridos. Fue Carlos quien nos explicó la naturaleza del monumento al lado de la iglesia. Avelino, llegado de todas partes de la península, se fue a vivir a Selva con Teresa hacia finales de la última década del milenio. Quizás porque el cielo es más grande ahí, y las constelaciones más nítidas en sus formas y en sus luces, el cangrejo encontró a Avelino, que descansaba escribiendo, y le mordió los riñones. Murió apenas entrando el nuevo siglo, y Carlos le dedicó la escultura y la colocaron al lado de la iglesia de Sant Llorenç porque tenía, según Avelino, el mismo número de escalones que la iglesia de San Lorenzo que había en su pueblo natal. Teresa dejó Selva y se fue a Palma, donde todo comenzó para nosotros, donde encontramos las copas, y donde el recuerdo de Avelino se movía entre los otoños de Soria y los veranos de Mallorca. Sobre la enorme mesa de madera del patio colocamos todas las copas. Carlos y Feli tomaron las suyas, y examinaron el resto de los nombres: Marta vive en Madrid, dijeron; Cayo César viaja mucho, es difícil encontrarlo; los nombres fueron reconocidos uno a uno, casi todos, y los brazos del viaje se extendían tanto que nos dimos cuenta de la imposibilidad de la aventura. Hubo una copa, sin embargo, seleccionada por los anfitriones, con cierta timidez o con cierta nostalgia, que nos entregaron sin dudar: en la base estaba escrito el nombre de Avelino, la fecha posiblemente era la más antigua, y las roturas del cristal parecían las venas de una hoja de castaño. Descubrimos entonces que ese era el final del viaje, que ahí residía el verdadero destino de la búsqueda: encontrar a Teresa, entregarle la copa de Avelino, conocer la historia completa: hasta entonces nadie nos había explicado la razón de la existencia de las copas rotas. El resto de las copas se quedaron en Sa Ruina, con Carlos y Feli. Ya no sabemos qué pasó con ellas. Tal vez Carlos Colomo, que conoce las formas de las cosas que no existen, hizo con las copas un vientre enorme de ballena donde un Jonás milenario, hijo de los olivos y las viñas, cantaba una canción silenciosa. Quiero pensar eso, porque me parece que es lo más posible y tal vez, incluso, lo más justo, si es que la justicia existe. Mientras, nosotros regresamos a Palma con Olga y Paco como guías, bajo el cielo estrellado de la isla, con el firme objetivo de encontrar la casa de Teresa y devolverle la copa que llevaba su nombre. Avelino empezó a escribir cuando tuvo una infección de amígdalas, en 1970, nos dijo Teresa. Estábamos por fin en la sala de su casa, sentados de espaldas a un cuadro lleno de nieve y tiempo y que se llamaba, así lo dijo Teresa, La huella de tu ausencia. Hasta entonces no nos habíamos preguntado, después de inspeccionar todas las copas en nuestra visita a Sa Ruina, por qué no había una sola copa con el nombre de Teresa: es posible, ciertamente, que jamás hubiera roto ninguna; posible, pero tal vez poco probable; fue cuando nos mostró la habitación donde íbamos a dormir esa noche cuando encontramos la explicación: en el pasillo, en un pequeño aparador con puertas de cristal, tres copas rotas reflejaban la luz que venía de las farolas de la calle. Era tarde ya, y Teresa nos dijo que por la mañana nos explicaría el asunto de las copas. En la habitación estaban los libros de Avelino, algunas fotografías, un par de cámaras antiguas, y su boina, firma ineludible de su estampa. Es cierto que una vez, Jean Baudrillard vio a Borges, hacia los últimos años de su vida, impartiendo una conferencia en alguna universidad. Ahí, el filósofo francés, escuchándolo hablar, tal vez, de la ceguera o del infierno o de la esfera
de Pascal, se preguntaba qué tipo de animal podría ser Borges. Después de un rato de reflexión, la conclusión a la que llegó Baudrillard me parece justa: Borges es un tigre ciego encerrado en una biblioteca. Tal vez en aquella conferencia habló de los tigres de Blake, del zarpazo de las sombras, del paraíso encarnado en una biblioteca. Pienso en esto ahora, cuando pienso en Avelino, y me planteo una pregunta similar. Pero el alma animal, me parece, no es la más apta para evocar al soriano, y se me ocurre preguntarme ¿qué tipo de árbol sería Avelino? Porque Avelino debe ser un árbol, no se lo dije a Teresa, pero tal vez estaría de acuerdo: un castaño, un encino, un olivo centenario, un árbol, en fin, que corre de noche, cuando nadie lo ve, como diría Vinyoli. La historia es muy sencilla, dijo Teresa ya por la mañana. Era costumbre que los amigos visitaran la casa de Teresa y Avelino a la hora de la cena, y que las cenas se alargaran hasta el fin de los tiempos: entre la conversación, la música y las botellas de vino, un día, alguien tiró una copa al suelo, accidentalmente, y cuando el culpable quiso levantarla y llevarla a la basura, Avelino se acercó, apresurado, y le dijo que no: tomó la copa rota, se alejó un poco, escribió el nombre de quien la rompió, la fecha, el lugar, y la colocó sobre una mesa al fondo de la habitación. En pocos meses había ya más de una docena de copas rotas, con sus nombres y sus fechas. Son recuerdos, decía Avelino, recuerdos de quienes nos visitan. Con los años fue necesario colocarlas en una mesa más grande, explicar a los visitantes el curioso invento, conservarlas como se conservan, a veces, embalsamados algunos recuerdos. Eso eran las copas: recuerdos: cada persona que rompía una copa estaba definitivamente vinculada a ella, unida como a un misterio: eran una huella del paso de los otros por la casa; quizás, colocándose con cuidado una de las copas cerca de la oreja, como si de una caracola se tratara, sería posible escuchar una risa, un verso, un golpe sobre la mesa, algún trozo de conversación mientras cenan con nosotros los amigos. Eso eran las copas: la huella de una ausencia. Tras la muerte de Avelino, Teresa dejó Selva y regresó a Palma. Había tantas copas, dijo, que no pude llevármelas: las puso en una caja, y las encontramos nosotros, siglos después, cuando empezó todo esto. No recuerdo ya si le devolvimos la copa que llevaba el nombre de Avelino. Recuerdo, en cambio, que las tres copas que se exhibían en el aparador del pasillo de su casa eran, así nos lo dijo, recientes. Quizá todo comenzó una noche cuando, recién volviendo de Sa Ruina, vimos esas tres copas y le preguntamos por su significado. Todo, en realidad, había vuelto a comenzar: una tarde vinieron a visitarla unos amigos y una copa cayó al suelo: Teresa, que conoce el pasado y sus destinos, levantó la copa y la guardó, volviendo a comenzar la colección. Hay siempre un pasado detrás del pasado, decía Gil Paz; por eso, cuando llegue a casa, un día, después del viaje, cuando encontremos un lugar, que siempre será temporal porque cada uno de nosotros dos tiene un pie en un país distinto, entonces, pues, en aquella casa todavía sin nombre a la que María quiere llamar Casa Abierta, un día, ya sea solo o en torno a los amigos, romperé la primera copa y le escribiré mi nombre. Pacientemente esperaré a que María rompa la suya. Así continuará el viaje. Eduardo Ruiz. Doctor en Historia de la Ciencia por la Universidad Autónoma de Barcelona. Autor del libro de cuentos La voluntad de marcharse (Premio Nacional de Literatura Inés Arredondo 2007); y de la novela Anatomía de la memoria, publicada por Candaya en 2014.
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Defensa de lo prohibido de Aleyda Rojo A g u s t i n a Va l e n z u e l a T o r r e s A L E YDA ROJO E S U N A E S C R I TOR A S I N A L OE N S E Q U E E MPEZ Ó A P U B L IC A R A PR I N C IPIO S DE L A DÉ C A DA PA S A DA Y C U E N TA YA C ON U N A C OPIO S A OB R A , su primera novela lleva por nombre Más frescas las tardes, continuó con algunas otras como Defensa de lo prohibido, Brujas del tiempo, Ataque a la piedad, Caballero Dinosaurio, esta última dedicada al público infantil, cuentos como «Las hijas del carnicero», «Tú, el chino y mi marido». En todas ellas hace un ejercicio de imaginación, cuyo proceso crea obras cargadas de erotismo, no exentas de humor. Defensa de lo prohibido, publicada en 2006, habla de una ciudad amurallada, ese lugar y sus inmediaciones serán el escenario donde Lamberto, el Rojo y sus cuatro guerreras principales, cuyos nombres son Intensa, Silencia, Pasión y Brasa, dirigen un ejército para tomar la ciudad de Isenia, acaso la mímesis de Troya. Lamberto desde niño conoció la muerte a través de un matarife con quien lo llevó su padre, y se hizo un profesional de ella, cobraba muy bien por sus servicios, debido a eso lo contratan como jefe del ejército, él a su vez contrata a Intensa, a quien la apoda Yécora, ella es una morena, que hace honor a su nombre, busca el placer del momento, se retrata como una espía improvisada, los isénicos le atraen por hermosos y prometedores, es dada a la entrega y la experiencia sin buscar una relación estable; le gusta mentir. Lamberto está enamorado de ella, pero eso parece no importarle. El interés manifiesto de Lamberto sobre Intensa provoca celos en Pasión, quien vive un deseo incestuoso por su hermano y su padre; Brasa es una pelirroja a quien le interesa lo material, desea abrir un prostíbulo exitoso, no le importa la guerra en la que está inmersa, solo los cinco kilos de oro que obtendrá de ganancia cuando termine la Lambertiada; Silencia es la representación de la prudencia y la inteligencia, aunque hay momentos en que es presa de sus pensamientos libidinosos, le incumben los problemas mecatrónicos. Estos personajes tienen algo de divino, pues aunque se menciona el avance tecnológiAgustina Valenzuela. Narradora. Autora de La musa y sus caprichos.
co, estos tienen la facultad se comunicarse a través de la telepatía y no solo eso, están en posibilidades de decidir el destino de los «enfermos» que habitan en Isenia, son como los dioses que mueven a los humanos como piezas de ajedrez, pues sin darse cuenta son vulnerables a los ataques externos. Aparecen más personajes como Dionisio Enamorado, Mínimo Higuera, el ministro de guerra, el presidente, su mujer, quienes van tejiendo la historia y desentrañando la farsa. Resulta divertido ver a estos personajes, pues no dejan de ser un reflejo de la realidad. En la medida que vamos leyendo cada una de las ciento treinta páginas que componen esta historia relacionamos su esencia con el sistema político imperante, que muchas veces tiende cortinas de humo. Esta novela es una excelente mezcla de una esencia clásica con un estilo moderno, un lenguaje ágil, donde el humor es un ingrediente permanente que hace que los lectores no quieran salir de ese territorio, o bien, regresen con frecuencia.
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Vamos al guayabo G e n e y B e lt r á n F é l i x «VA MO S A L G UAYA B O, M I J O » . Al guayabo, eso escucha claramente. El guayabo es un árbol, está en la huerta más allá del amplio patio frente a la casona. Y a él cómo le sonríen las vísceras cuando cada tarde corre por la huerta y riega el durazno y los ciruelos y corta mangos manila con una garrocha bajo el cielo azul limpísimo, al lado del arroyo y las otras breves casas y frente a las verdes sierras del verano. Pero ahora que está sentado en la sala, esa voz del padre, enemistosa y ruda como siempre, lo hace temblar. En una parte del estómago hay un como martillo haciendo plom eco plom de cada palabra paterna, azuzando inestables, mínimos, exactos apocalipsis cada que escucha esa voz. En ese entonces solo es esto: nunca levantarle a su padre, sino a duras penas, la mirada, e inmediato sentir las piernas vueltas lodo, ver de bulto y por un segundo solamente la figura fornida y alta, canosa pero: no es un padre, es una roca en vez de un cuerpo. «Sí, apá». Estaba en la sala de la casa, ¿haciendo qué cosa?, bajo el alto techo frío, y ya se ha puesto de pie. ¿Terminaba una tarea de la escuela? ¿Eran vacaciones y nada más bobeaba viendo el techo, contaba los costales de harina del lado de la puerta? Es después de mediodía: una tarde con algo de sol en la temporada de secas, quizá por abril, semana santa. Sale al patio (es una plancha enorme de tierra blancuzca apisonada). Ahí la camioneta del padre. Y ya no entiende: el viejo abre la puerta del vehículo y se sube, ya sentado ante el manubrio extiende el brazo derecho y jala la manija y la puerta del copiloto se va abriendo. «Vámonos, pues». Le dice. Él se detiene frente a la puerta pero ninguna palabra se le envalentona, todas se le intimidan en la antesala de los labios. Ni cómo decirle al viejo: «El guayabo está ahí enfrente, pa qué la camioneta». Cómo elaborar más largamente ese reparo: «Son veinte a treinta pasos, aquí al lado está la huerta». Y callado sube a la troca y se acomoda en el asiento y estirándose con sus ocho años jala y cierra la puerta. El padre fija en él la mirada; le está diciendo, sin decirle, que no fue suficiente su fuerza de niño flaco y la pesada esa no ha cerrado bien. El hombrazo carraspea, y en la piel del cuerpecillo el carraspeo forma un eco mudo con más vehemencia que si hubiera gritos y golpes tipo «qué inútil eres, qué ñengo eres, qué debilucho». Él baja la cabeza. Vuelve a abrir, jala ahora con más brío. Sin una palabra, el hombre arranca el motor. Mueve la cara a la derecha para que el oído izquierdo recoja más finamente el ronroneo de la máquina. Ha vuelto a carraspear. El niño camuflajea su temblor con el de la camioneta. La máquina arranca y salen del patio hacia el arroyo
seco que es el camino de salida del pueblo y él sigue callando: eso viene simultáneamente haciendo mientras la troca avanza por el arroyo bajo la fronda escasa de los árboles. Las chozas últimas han quedado atrás. Ahí en su mente él ya trae, como raíz que empieza apenas a extender un brazo, el germen de lo que en su vida irá asumiendo —aún lo ignora— que tiene el nombre de futuro: va escuchando el diálogo mudo con su padre: por qué se requiere, para ir al guayabo de la huerta, enfrente de la casona, tomar la troca y dejar el pueblo atrás cuando se podría haber ido caminando. Es un ir y venir de preguntas y contestaciones que no se realiza en el camino del presente. ¿Cómo todo en su piel y vísceras depende de un carraspeo enojón impaciente de ese hombrazo? Un carraspeo, una mirada airada: mínimos gestos que son todo en la débil soga invisible que lo une a su padre. ¿Qué, cómo? ¿Que si lo une? Él es un costal estorbo, un reprobado enfermizo al que a regañadientes el hombre lleva prendido de la cintura. Y entiende: luego de diez minutos de conducir por el arroyo seco entre los altos árboles, su padre dice «Ya vamos llegando» y la primera casa de El Guayabo, el pueblo vecino, se ve a la izquierda, luego unos plebes sucios y esqueléticos corriendo detrás de una llanta vieja y al fin su padre aparca y sofoca el motor. El hombre desciende, el niño se queda ahí sentado. Los minutos le van cayendo, en la figurada forma de púas de quemante materia, por dentro y del lado del corazón. No lo advierte pero es una medialuna lo que se le forma en el pecho: Una medialuna se le hunde y le pesa exactamente sobre el corazón. ¿Cómo una medialuna? Una medialuna sí, filosa como de hierro, le abre la piel y lo oprime, y ahí él va perdiendo energía, baja la mirada y ve en la guantera abierta unos casets de música, nervioso toma uno, «Lorenzo de Monteclaro», lo deja en su lugar, respira dificultosamente y por un segundo eleva los ojos y ve a su padre llegar al lado de su puerta. Él se sienta en medio, se ve en el espejo como si no fuera correcto encontrar retomado su rostro sobre el agua quieta del retrovisor. Con desagrado se percata de las hondas ojeras. El lugar que venía ocupando al lado de la ventanilla es tomado ahora por el compadre Félix Félix quien no lo saluda y cierra la puerta mientras el padre rodea la camioneta por la trompa. La troca da media vuelta y se mueve sobre la arena del arroyo seco: «Se acabó el paseo, mijo». Los dos hombres hablan y hablan luego pero él no los escucha. Solo traga saliva, se toca la medialuna en el pecho queriendo arrancarla y sin lograrlo. De pronto ya están de regreso, frente al patio, entre la huerta y la casona. Y mientras bajan de la camioneta, a él le aturde la voz estridente de la madre.
25 «¡Adónde andabas, condenado!» La madre ha salido de la casa, lleva en la mano izquierda, como si fuese una iguana que agoniza: oh la cuarta. Ah la cuarta. La cuarta para latiguear las ancas de un caballo, no: sí para su hermano y él, para sus fundillos. Y ahí está su madre: «¡Me tenías con pendiente!», gritándole. El padre ríe. «Venía conmigo, vieja. Fuimos al Guayabo». El compadre Félix Félix, de cara rosada y sudorosa, ha bajado. Se acerca a la madre, extiende la mano derecha y la coloca un segundo, con la palma hacia abajo, en el hombro de la mujer, quien a su vez hace lo mismo. «Buenas tardes, comadre. No se encabrone. El plebe no nos dio guerra». La madre cambia la cuarta de mano y dice al niño: «Venga conmigo». Mientras caminan de regreso a la casona, y los dos hombres se quedan en el portal afuera del abarrote abriendo una caguama y luego sirviéndose en vasos el líquido amarillo de la cerveza, él sigue a la figura esbelta. Una vez en la sala, bajo el alto techo y al lado de los cuartos, ella le habla: «¿No le he dicho que no puede andar de jacalero?». Y le suelta un cuartazo en las nalgas. A él le arde la piel bajo el pantalón, una lágrima en cada ojo hace su salida pero ningún grito (eso no). La cara se le ha puesto roja: los lagrimones se escurren con un tibior que le avergüenza. «¿Y no le he dicho que los hombres no chillan? Solo pujan». La madre va y cuelga la cuarta al lado del ropero, luego se dirige a la cocina. A él le arde la piel bajo el pantalón cada vez más, como si la cuarta hubiera dejado sus fuertes pisadas de fuego al posarse con esa violencia. Algo se le hunde en el estómago (es una caída fuerte como de vigas de madera), corre al cuarto, vacío en ese momento, que comparte con su hermano. Se mete debajo de la cama mientras el escozor se le expande y luego se va adensando a lo largo de sus piernas y la espalda, como si una plasta fuera adquiriendo la consistencia de piedras decididas a largo tiempo quedársele bajo la piel. Fragmento de novela en progreso. Geney Beltrán Félix. Editor, traductor, ensayista, crítico literario y novelista. Autor de Historias para un país inexistente, Habla de lo que sabes, Cartas ajenas y Cualquier cadáver, entre otros. Lucía Leyva. Fotógrafa y promotora cultural. Coautora del libro En el andén de los sueños.
Indeseable
L u c í a L e y va Mi casa es la calle Mi manto el polvo de tus pasos que se alejan Me pego a los muros de piedra fríos como tu mirada Calzo unas botas de plástico y tela vieja Un abrigo que se desvanece: Hecho de papel periódico, hielo seco y cartón ¿Cómo puede calentar el hielo? Llueve No corro como los demás La esquina del Palacio de Minería es mi hogar Desde aquí miro la casa en la que destazaron a Maximiliano (Hoy restaurant Girasol donde hay fantasmas) Otra vez viene el policía que me corre a diario Tomo mi casa de cartón Soy pobre e invisible Una lágrima de smog entre la piedra Todo lo que tengo lo llevo conmigo.*
*Título del libro de Herta Müller
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El miedo es una enfermedad contagiosa Alfonso Orejel Soria U N A R Á FAG A DE VI E N TO G OL PE Ó A L G A L L O M E TÁ L IC O S OBR E E L T E C HO DE L A C A S A M Á S A LTA Y L O H I ZO B A I L O T E A R D UR A N T E A L G UNO S SE G U ND O S .
El sol caminaba de puntillas sobre el filo de las marquesinas. Su luz empezaba a declinar. Una señora obesa regaba sus flores con ternura parlanchina. Otra barría las hojas secas que se acumulaban en el cerco de su morada. El anciano dormitaba sobre una mecedora de madera, en el porche. En la ventana un pay de queso despedía un humo dulce que se esparcía en el ambiente. La hilera de casas se extendía hacia el sur donde se hallaba la entrada del pueblo y allí desembocaba en un camino que doblaba a la derecha hasta perderse de vista. En la herrería un hombre con overol golpeaba un cancel para darle forma espiral, otros ponían un cerco de madera, un tipo gordo manejaba una camioneta destartalada que brincaba al avanzar, un joven descansaba bajo un árbol bebiendo refresco, y en el café tres señores jugaban dominó. El mayor de ellos, calvo, preguntó: —¿Qué hora es? Otro, de bigote blanco, nervioso, contestó: —Ya va a ser hora. Los tres miraron hacia la iglesia y en ese momento la campana —como si esperara aquellas palabras—, empezó a moverse de un lado hacia el otro, y a sonar con un ruido grave y vibrante que se esparció como una nube negra sobre la atmósfera. Todos, hombres, ancianas, mujeres y niños, se estremecieron de miedo. La señora del café, de inmediato, hizo que el mesero recogiera las mesas, bajó las sombrillas y cerró la puerta de su negocio. Enfrente, el dueño de la tienda de abarrotes bajó la cortina. Una muchacha empujó la carriola de su bebé a toda prisa para refugiarse en su hogar. La hija del anciano que dormitaba en la silla mecedora lo despertó intempestivamente para que entrara a la sala. La silla se quedó meciendo sola. Dos niñas, Ale y Marifer, que cruzaban la calle con sus muñecas, fueron tomadas de las manos por sus madres, y se internaron en sus casas, apuradamente. Sobre la acera quedó la muñeca de Ale. La ventana se cerró y el pay de queso desapareció.
La escoba quedó tirada y la manguera siguió abierta, expulsando un chorro de agua. La última campanada sonó como un lamento y después el silencio se derramó como un mal augurio. En menos de un minuto las calles del pueblo quedaron completamente solas. El viento era un niño solitario que jugaba con una pelota de colores. Adentro, los jefes de familia temblaban. Las mujeres pedían a sus hijos que se sentaran en los sillones o que se acostaran durante un rato. Una anciana se quitó la dentadura postiza para que no se escuchara como castañeaban sus dientes. —Pónganse a ver la televisión— ordenó un señor a sus hijos y nietos. —¿Regresó otra vez, papá?— preguntó una niña. —Sí, pero se va a ir muy rápido. No te preocupes. Sigue viendo la tele. El aparato se carcajeaba —de modo cruel— y todos miraban impasibles, tiesos por el miedo, el programa cómico. Los más temerosos bajaban a los sótanos a esperar que el angustiante momento transcurriera. Los pájaros, contagiados, bailoteaban en sus jaulas tratando inútilmente de escapar. Las ancianas rezaban con devoción mientras apretaban con manos crispadas sus rosarios. Sonó el teléfono que se encontraba encima de la mesita en la sala. El hombre y su esposa lo miraron, estremecidos. Pero nadie se animó a levantarlo. Un niño trató de atisbar por la ranura de la puerta pero su abuelo lo tomó de la oreja y lo reprendió: —¡Aléjate de ahí! Algunos hombres recargaron muebles contra las puertas para sentirse más seguros. O apagaron las luces para pasar desapercibidos. Encendieron velas que apenas ofrecían una luz tímida y cobarde. El miedo es una epidemia contagiosa que puede llevar a la muerte. Ale preguntó a su mamá: —Mamá, mi muñeca… —Ay, Ale, ahorita eso no importa. Luego vemos.
27 —¿Quién viene que todos tienen miedo? —Cállate, hija, es mejor no preguntar nada. Ve, sube a tu cuarto, ponte a jugar allá. —Oye, mujer, ayúdame a sostener esta tabla —pidió el papá, que intentaba reforzar la puerta de entrada. Ale en lugar de subir por la escalera se dirigió hacia la puerta trasera que se comunicaba con el patio. —¿Vamos a estar así toda la vida?— preguntó quejándose mientras le daba un clavo a su esposo. —Es lo mejor que podemos hacer. A nosotros no nos va a pasar nada. Es cosa nada más de quedarnos quietos, callados. Una sombra oscura, lentamente, empezó a cubrir el pueblo con su manto. Los tragaluces en los techos y los quicios de las ventanas registraron el evento. —¡Shhhhhh!— exigió alguien. Y enseguida un relámpago de silencio. Unos labios soplaron sobre la flama de la vela. La penumbra invadió todos los rincones. —¡Ya entró al pueblo!— exclamó un hombre alto y fornido, en voz baja. Ale, cuidadosamente, corrió el cerrojo y abrió la puerta sin hacer ruido. Cruzó el patio y avanzó por el pasillo hasta salir al frente de su casa. Una enorme nube negra cubría el cielo de la tarde. Desde el jardín miró hacia la calle principal. Casas y negocios se encontraban herméticamente cerrados. La calle vacía parecía más ancha. Y allí, en medio de la calle —como una huérfana que reclamaba un abrazo—, se hallaba su muñeca. Ale la miró y pensó de inmediato en recogerla. Volteó hacia la izquierda y observó la enorme sombra ingresando al pueblo. Un escalofrío la sacudió de pies a cabeza. Dudó durante unos segundos en ir por ella pero rápidamente tomó una decisión. Corrió hacia el sitio donde esta yacía. La levantó y estrechó entre sus pequeños brazos. La sombra oscureció la calle y fue cubriendo su frágil cuerpo. Ale se mantuvo en pie, sujetándola con firmeza. Cerró los ojos. Un viento helado le tocó la cara, agitando sus cabellos. Adentro de las casas los adultos titiritaban de pánico. Algunas madres abrazaban a sus hijos esperando que aquel terrible momento pasara. Una bolsa de papel rodó por el suelo como si deseara huir de aquella extraña presencia. Ale se mantuvo ahí, en el mismo lugar, sin moverse. Apretó los labios. Dando pasos que hacían temblar la tierra, la poderosa sombra avanzó hacia donde la niña se encontraba parada. Y se detuvo frente a ella. El viento movía sus cabellos con violencia. La niña escuchó su respiración caliente y un gruñido que helaba la sangre. Estrechó la muñeca contra su corazón con todas sus fuerzas. Y abrió los ojos. Alfonso Orejel. Narrador, poeta y promotor cultural. Autor del poemario Palabras en sepia y de los libros de cuentos para niños La venganza de la mano amarilla y La niña del vestido antiguo, entre otros.
Domingo Juan José Rodríguez L O S D OM I N G O S E R A N DE C A R NE A S A DA . POR VAR IO S A Ñ O S L A C OM PR A MO S E N E L MI SMO SI T IO, C ON E L M I S MO S E ÑOR S ONR IE N T E DE C H A R L A C A M PI R A N A , ROJ O PA L I AC AT E Y S OMBR E RO DE PA L M A G R AC IO S O, PR E S U MIE ND O Q U E S U PROD U C TO E S TA B A E N E L PU N TO M Á X IMO, C HIL L A NT E , A R ROJA N D O E FL U VIO S DE S A BRO S A G R A SI TA C ON T R A L O S C A R B ONE S A R DIE N T E S . Prepáreme dos órdenes para llevar y ponga mucho guacamole. No se olvide de las tortillas. Ah, y esa salsa mexicana es la que le gusta a mi dama. —Un favor, jefecito: cierre bien el contenedor porque la otra vez se abrió y dejó la alfombra hecha un asco. (Ninguno de nosotros tenía alfombra en casa: la roja mancha había sido en tierra de nadie.) Yo me regodeaba, sacando una cerveza bien fría de mi hielera al fondo de mi viejo Jeep (luego tuve una Wagoneer en la que fuimos a explorar otros muchos hoteles, pero el amor se acabó poco antes de que yo evolucionara a una Grand Cherokee Limited), y arrojaba un chorro de cerveza fría sobre nuestra porción ya seleccionada «para que supiera mejor». Los niños ayudantes del vendedor por años se acordaron de mí como el cliente que siempre le echaba cerveza a la carne, algo que no entendían y más bien les parecía un desperdicio. Y siempre que volví, ya solitario, preguntaban por la muchacha, aunque yo estoy seguro que en realidad preguntaban por sus grandes senos y generosos muslos morenos. —¿Qué tipo de habitación desea señor? Tenemos Junior Suite y Jacuzzis Suite. Hoy está en promoción una habitación especial con barra libre permanente. Así decía la voz del megáfono y tú te ocultabas en el fondo del asiento, a pesar de que el sitio era solitario, en las afueras de la ciudad, y la entrada en sí a un laberinto y mi camioneta de vidrios ahumados para aplacar el calor de la costa de Sinaloa era un doble blindaje a las habladurías. Me regañabas por el tono de excesiva familiaridad con que le contestaba a la invisible empleada, mientras temblabas llena de miedo, miedo que no se te quitaba ni siquiera al entrar al cuarto. Tu cabeza se retorcía de susto y tus hermosas piernas se agitaban al otro lado del asiento. (Casi siempre íbamos en short porque ante tus padres, los dos íbamos a pasar un domingo en la playa, y así fue por largos años y nunca regresamos bronceados, luego de habernos perdido todo el día y parte de la noche.) —Tengo miedo. Mucho frío— decías siempre al momento de que entrábamos a la habitación, limpia y olorosa a fresco desinfectante, con el aire acondicionado a todo lo que daba y de inmediato te refugiabas en las sábanas. Yo te dejaba un rato y tenía que besarte el cuello y la oreja para que poco a poco me dejaras quitártelas y ver tus hermosas piernas, la ropa interior que
28 estrenabas cada domingo. (No era raro que el sábado siguiente yo te llevara en mi camioneta a alguna colonia en particular a pagarle los abonos a la amiga que te le había vendido en promociones de catálogo.) Era la época dorada de los moteles de paso. Se volvieron menos sórdidos; no necesitabas caminar por un pasillo o un largo balcón donde topabas con personajes de la más diversa ralea o, peor aún, algún conocido tuyo o de ambos. Uno llegaba en su vehículo y pasaba a una cortina metálica; luego la habitación estaba limpia, con sábanas no muy viejas, y hasta gorra de baño para amores clandestinos. Se pagaba el importe en un «carrusel» metálico que giraba en el muro y nadie te veía el rostro. Nunca fuiste una mujer bella. Tu rostro era tosco, pero siempre sonreía y, cuando llegaba el orgasmo, lucía como un unicornio relinchando en un acantilado marino. Entonces dormíamos una siesta hasta que yo encendía el televisor, alta pantalla enjaulada en un soporte metálico, donde gozábamos de señal de cable. Comenzamos a ir los domingos porque ese día daban una película de pago por evento que repetían varias veces al día en un solo canal. Ahí vimos Gladiator y te expliqué la historia de los últimos días de la Antigua Roma, acurrucada en mí con tu ropa interior luminosa, ya que siempre volvías a ponértela de inmediato después del sexo o sacabas un cambio limpio de tu bolso... Luego de un rato de ver la película podíamos hacer otra vez el amor, comer la carne asada que aún conservaba el calor en su bolsa de plástico, destapar las seis cervezas de mi hielera y tu botella de fanta de fresa no retornable. —¿Por qué no me llamaste ayer en todo el día? —Tuve mucho trabajo. Era normal que, aunque la película ocurriese en la Toscana del Alto Imperio Romano o los maizales interminables de Nebraska, encontrases en la trama y en alguno de los protagonistas terribles semejanzas entre mi situación o la tuya. —Ese hombre no es feliz porque le tiene miedo al matrimonio. —A lo mejor es sabio y prefiere vivir la vida sin conflicto con su pareja. Si había drama, se resolvía con el tercer encuentro sexual, ya casi de noche y con los restos de la comida en un buró y tres o cuatro botellas de cerveza en el suelo. Generalmente, yo me ponía una parranda con mis amigos la noche anterior y tú nunca me lo reclamabas, ya que era parte de mi trabajo beber con los amigos periodistas y tú tenías planeado ser la esposa perfecta, así que esos detalles no me los reclamabas. Tampoco nunca me negaste el sexo, hasta que apareció esa amiga que te convenció de que yo solo te utilizaba y te fuiste con ella a vivir a esa gran ciudad donde el turismo gastaba más que en Mazatlán y donde todas tus otras amigas emigrantes ganaban bien y eran felices, viviendo sin gobierno ni freno, en una región donde nadie las conocía. —Me volvió a llamar doña Cristina. Dice que su nuera va a abrir un negocio de venta de joyas y que, nomás tenga mi título, me va a dar trabajo de auxiliar contable. —Pásame otra cerveza, ¿no? Creo que para ejercer ese trabajo, no es necesario título. Y más si la dueña real de la empresa es tu madrina… —Para ti lo ideal es que siga de niñera, cuidando a su nieta y oyendo puras canciones de Barney, sin oportunidad de superarme como mujer profesionista. —¿Ya te diste cuenta que estás mejor ahí donde estás? Todas las reporteras y auxiliares contables ganan el salario mínimo y pasan todo el día en una oficina. Tú estás en una casa con todas
las comodidades y te dejan usar el teléfono cuando quieres. Llorabas a escondidas si respondía con evasivas tus indirectas cada vez más directas y, a veces, soltabas el llanto delante de mí. O es que los escritores no se casan, ¿para qué nos atrapamos en la rutina? ¿Cuál de tus amigas que tanto te aconsejan ha sabido conservar un novio por más de tres meses? Dos de ellas andan con casados y la otra, pues ya ves, cambia de pareja más rápido que de calzones. —Son mis amigas y las quiero. —Yo a tu edad, ya había perdido de vista a todas mis amistades de esa prepa. Recuerda que estuve en tu misma escuela combativa porque no soportaba el bachillerato técnico a donde se inscribió toda mi generación de la secundaria. Bien que daban lata los maestros con que lo mejor para nosotros y el país eran las carreras técnicas. El gobierno no quiere que la gente piense y que todas las mujeres sean secretarias o auxiliares contables. Conmigo estás aprendiendo a volar, oye. Este es el mundo real. Al final, dormías largo rato y no querías irte, harta de mis lecciones de vida. Yo veía los programa deportivos y ya estaba harto de estar todo el día encerrado, pero tú querías quedarte más tiempo ahí conmigo, dormida, adormilada, fingiendo dormir, abrazada a mí con la cabeza llorosa bajo las sábanas. Alguna vez se me ocurrió que ese momento era para ti lo más parecido a estar en un hogar. El cuarto era muy sofisticado y no querías volver a tu casa de Infonavit, tu papá ya borracho frente al televisor de tele abierta, el cuarto donde apenas cabían juntas tus tres hermanas con un solo abanico de pedestal. Aprendí que en ese lapso no debía hacerte enojar o ubicarte en la realidad con mis sarcasmos. —¿Ya nos vamos? Después de estar todo el día en el hielo, las últimas dos cervezas sabían a gloria. Era la hora de volver a la realidad siete días más, hasta cumplir la misma rutina el próximo domingo, a las once de la mañana. Otro domingo, cuando enfilaba directamente el vehículo al hotel sin preámbulo de por medio, me dijiste medio en broma y medio en serio: —Oye, de perdida un día llévame un rato al malecón para que me pegue el aire del mar, ¿no? O invítame un plato de mariscos en un puesto de los más baratos. Pura carne contigo. —Bueno… si hoy no tienes tantas ganas, vamos a perder un rato el tiempo allá. —No, en otra ocasión, hoy vamos de una vez. Pero capté el mensaje y la siguiente sesión dominical te llevé de sorpresa a un lugar donde vendían sushi, té helado, un sitio medio nice de los que tanto te incomodaban y, en el fondo, sentías que te legitimaban al llegar a ellos conmigo. Por eso perdimos dos horas y media y llegamos a nuestro santuario después de mediodía, ahora sí bien comidos, y nos tocó ver algo diferente a las fachadas silenciosas con su blanca cortina metálica hacia abajo. Siempre llegábamos a las once de la mañana, cuando la mayoría de los cuartos estaban solo en el aseo. Esta vez, hasta nos tocó una leve fila. —¿Por qué habrá tanta cola? —dije yo sin reparar en el retraso. —Mañana es Día del Amor y la Amistad, por eso hoy va a estar lleno; tú nunca te acuerdas de esos detalles. Yo hasta me
29 compré ropa interior de corazoncitos y bastones de dulce para lucírtela. A ver si me compras una rosa de perdida en un Oxxo al rato. Pasamos y un auto delante de nosotros se detuvo dubitativo ante la puerta metálica abierta de una habitación. Era una pareja que dudaba en acceder, quizá ella se arrepentía de último momento y él argumentaba la ventaja del paraíso clandestino. —Ah qué tipo tan bueno para nada. No sabe convencer bien. —No todos son igual de colmilludos como tú. Cuando empezábamos a andar, a cada rato me convencías, aunque yo no quisiera venir. A ver si algún día encuentras otra mujer tan dócil y obediente como yo. La espera me hizo notar que una gran camioneta pudo rebasarnos, subiéndose en la acera del otro bloque de habitaciones y entrar a su cuarto correspondiente. El nuestro era el 242, al otro lado del bloque de habitaciones en donde estábamos atrapados, mientras que la pareja de la camioneta gris, con placas de Baja California, entró sin lío al 141, por la acera izquierda de nosotros. —Qué a gusto ellos. Yo quiero darme un baño, ya vengo bien acalorada. Eso analizábamos y otra camioneta nos rebasó. Sí, una camioneta compacta de donde bajó un tipo bien vestido. Sus ropas no coincidían con el tipo de camioneta, así que se notaba a leguas que había pedido prestado el vehículo para perseguir a la pareja de la habitación 141. —¡Adriana! —gritó el hombre— ¡Vámonos ya! Pasaron casi dos minutos. Una mujer alta y con un cuerpazo mejor que el tuyo salió, enfundada en un pantalón de mezclilla, altas zapatillas azules y una blusa roja intensa. Agachada, su cabellera le cubría medio rostro y revelaba unos labios pulposos de un rojo exagerado. Ambos se fueron. El tipo dentro de la habitación al parecer se quedó ahí solo, rumiando su desventura. Entramos a nuestra habitación sin entender la razón. Fue la primera vez que no hicimos el amor de inmediato ni te tapaste con las sábanas por el frío, miedo o dudas. —No entiendo nada. —Qué raro tipo. Seguir a la mujer que le es infiel y luego sacarla del cuarto. Pobre diablo. Si se le fue, se le fue… Que se olvide de ella. —A lo mejor era su hermano —aventuraste tú, solidaria— y, como sabe que el hombre no le conviene, vino a seguirla y llevársela. —Puede ser una ex pareja posesiva. O un ex marido loco. Quizá el guardaespaldas de algún narcotraficante que cuida a la esposa del jefe. —¿Tú crees? —A veces ellos mismos se obsesionan con la gente que protegen. La esposa del patrón, y más si es un cuero, es una tentación para esa bola de malandrines. Esa tarde hubo demasiado silencio en el motel. Casi no escuchamos, a cierta hora, el subir y bajar de cortinas metálicas y sonidos de motores encendiéndose. O todo mundo se fue temprano o las parejas esta vez se quedaron más tiempo en los cuartos por ser vísperas del 14 de febrero. Salimos temprano, pero
como era aún invierno, ya estaba a oscuras el mundo exterior y vimos de lejos las torretas azules y rojas, cerca del hotel. ¿Un atropellado? Tú no quisiste mirar. Nunca lo hacías cuando nos tocaba un accidente. A veces me decías: «fíjate si no hay una bicicleta como la de mi papá: me da mucho miedo cuando sale de trabajar en la noche o viene tomado cuando cobra». Pero esta vez no me hiciste esa pregunta. Estabas segura de que lo que pasaba afuera del motel no tendría nada que ver con tu papá. La verdad, yo tampoco quise mirar qué había sucedido. En ese tramo, a las afueras de la ciudad, la carretera era recta y casi no se daban accidentes. Tampoco vi la luz amarilla de una grúa. Un atropellado o un ajusticiado. Era mejor no mirar. Capaz que si pasaba observando con curiosidad, la policía me detenía para interrogarme. Mi camioneta Wagoneer había pertenecido a un delincuente, según me insinuó una vez un policía que la reconoció al ver que me estacionaba afuera de una cantina, y preguntarme con familiaridad por Ramoncito, el anterior propietario. —Ya no me traigas a este hotel. Es muy limpio, pero hoy el baño olía un poco a cucaracha. Vamos al Éxtasis, uno que acaban de abrir más adelante. —¿Y tú, cómo sabes? —Una amiga acaba de ir con su novio y me platicó que está todo nuevo. —Bueno, ¿hay algo que ustedes no se cuenten? —Salió el tema porque nos canceló la ida al cine. —¿Hablas de Perla? ¿Ya se está acostando tan pronto con ese tipo? ¿Qué no se acaban de conocer? —Tú déjala… Mira al frente, no vayas a chocar como los que dejamos atrás. —No te preocupes. Tú y yo no vamos a chocar. —Acuérdate cuando te hacía sexo oral mientras manejabas porque no tenías para el hotel… A ver si ya consigues un departamento, ¿no? O de perdida, prométeme matrimonio para el año que viene y sentirme un poco tranquila. Ya no quiero decir tantas mentiras en mi casa. —Veremos, veremos. Primero vamos a conocer ese dichoso Éxtasis. —Esta vez llévame el sábado. —Bueno, lo que tú digas. —Y ahora cómprame una pizza hawaiana. Y una latita chiquita de leche azucarada. También quiero que ese día me dejes salir con mis amigas en la noche. Las tengo muy desatendidas por tu culpa. —¿Ya empezó la hora de los reclamos? Bueno, será lo que tú digas. —Más te vale, más te vale… Está el semáforo en amarillo, por favor frena. —Como usted mande. Aquí se hace lo que usted ordene. —Ya cállate, tonto, esa ni tú te la crees. Que yo me haga tonta no quiere decir que lo sea. —Bueno, pues. ¿El martes vamos al cine? —Mañana te digo. Publicado en el libro Hoteles de paso, editado por Cal y Arena, México, 2014
Juan José Rodríguez. Narrador y ensayista. Autor de las novelas: El náufrago del mar amarillo, El gran invento del siglo xx, Sangre de familia, Mi nombre es Casablanca, La casa de las lobas y La novia de Houdini.
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Amor por Gonzalo Celorio
Rocío Reynaga «Te recomiendo que tomes las clases de Gonzalo Celorio, el profesor de Literatura Latinoamericana, es buenísimo, otro nivel.» De esa forma fue que escuché hace años, por primera vez, el nombre del escritor que este mes visitó Sinaloa para recoger el Premio Mazatlán de Literatura 2015, al cual fue acreedor por su novela El metal y la escoria (Tusquets, 2014). Gonzalo Celorio es un señor que impone por su presencia, por su sabiduría, por esa altiva voz que un día nos leyó a mí y a otros estudiantes parte del libro Borges y yo, así conocimos a ese argentino merecedor de un Nobel que nunca ganó. Nos contó también
Agonía
Ana Chig ¿De qué llenar el oído, a dónde tu presencia, la hora imprecisa de la agonía? ¿Cómo desvanecer tantos pliegos de aroma sujetándose a tu memoria? Eres retal de un lustro perdido entre las calles, el viaje acodado en la ventana, luz de sol. Sigo abierta, tengo sed, mira la ciudad. Ya no habito en ella, estoy lejos. Y no entiendo la insistencia de ese olor a libro deshojado por el tiempo. Hay una hebra de sangre sin coagular desprendiéndose de esta pared abandonada. Algo me persigue y se detiene en cada esquina. Es muy pronto para nombrarte, cómo evitarlo si mis ojos están secos y algo como piedra reviste mi piel.
Ana Chig. Poeta y promotora cultural radicada en Tijuana. Funda y dirige la revista mensual de poesía FronteraEsquina y la editorial Nódulo Ediciones. Mantiene el sitio web http://migracionestacional.blogspot.com
de un pícaro cubano llamado Guillermo Cabrera Infante, de ahí en adelante no dejamos de imaginar las calles ni el malecón de la isla a blanco y negro, ni el colorido canto cubano. Y ya entrados en confianza, Celorio también platicó anécdotas personales; de pie, delante del pizarrón, y como siempre, formalmente vestido de traje y corbata. En una ocasión habló sobre un suceso lamentable para su amigo Carlos Fuentes; de aquel día en el que se reunió con él para despedir a Natasha, la hija de Fuentes quien fue encontrada muerta a los 29 años bajo un puente, en el barrio de Tepito, en la Ciudad de México. «Carlos y Silvia estaban inconsolables». «García Márquez también se unió al duelo de sus amigos, quienes ya habían sufrido la dolorosa pérdida de su primer hijo, Carlos», nos relató. «Una maestra nos sugirió que si queríamos aprender sobre puntuación habría que leer a Gonzalo Celorio», me dijo alguna vez Karola Rico, una joven estudiante de Literatura de la unam, la misma que me regaló de cumpleaños Amor propio (Tusquets, 1992), libro donde comprobé la sugerencia de su maestra y donde también conocí a Ramón Aguilar o Moncho, el personaje que a lo largo de su vida me llevó de la mano por la Ciudad de México; por sus calles, sus barrios, sus parques; por sus cantinas y arrabales. Conocí gracias a él la vida cultural y política de los años sesenta, por medio de un lenguaje coloquial y pintoresco me hizo ver que no hay mejor fiesta que la vida misma. Más tarde, me di cuenta que a Amor propio le siguió un amor por Gonzalo Celorio, por lo aprendido con él, por lo entrañable de sus clases, por el hermoso sonido de las palabras y lo maravilloso que es jugar con ellas; asimismo, ese amor por los escritores que nos recomendó leer y por las bibliotecas que nos dijo que no dejáramos de visitar. Sentimientos parecidos embargan a quienes lo conocen mejor que uno: «Celorio también fue mi maestro, él me dio luz verde para que siguiera escribiendo mis historias», me platicó un día Élmer Mendoza en los pasillos de la Escuela de Filosofía y Letras de la uas, con un montón de libros bajo el brazo; mientras que Dina Grijalva, a punto de irse a España, con la banda sinaloense de fondo y degustando pollo, papas y cerveza, me dijo: «le tengo mucho aprecio a Celorio, él es otro cortazariano de corazón». Las clases con el doctor en literatura solo duraron seis meses, pero comunicarme con él ha sido posible gracias a esta profesión de periodista que me ha facilitado hablarle por teléfono, con el pretexto de una entrevista. Así ocurrió unos días antes del trigésimo aniversario luctuoso de Julio Cortázar, de quien me platicó algunas anécdotas, desde su casa, a través de la bocina telefónica, dijo: «Puedo afirmar que leo a Julio Cortázar desde que tengo memoria, desde el año sesenta, y en el sesenta y tres empecé a ser uno de los lectores más ávidos de Rayuela. Cada vez que voy a París visito en el cementerio de Montparnasse su tumba, está enterrado junto con quien fue su última mujer, Carol Dunlop». Rocío Reynaga. Es licenciada en Literatura y periodista cultural.
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Ataque a la piedad
Melly Peraza Escribir sobre escritores sinaloenses, nos obliga a rescatar del pasado a cuentistas, poetas, ensayistas y narradores como Inés Arredondo, Enrique González Martínez, Dámaso Murúa, Gilberto Owen, Ramón Rubín, entre otros, y resulta inexcusable reconocer la generación actual de novelistas, que han publicado gran cantidad de obras literarias, entre estas, figura la última novela Ataque a la piedad, de Aleyda Rojo, una escritora que se ha formado con base en la lectura, disciplina y perseverancial lo que le ha merecido varios premios. La novela en mención, rinde homenaje al género lírico con personajes inolvidables como Homero de la Ilíada, Dios, el Diablo y las arpías, personajes que le dan un toque fresco a la historia y nos recuerdan al inmortal Satiricón. Una narración corta, fuerte, con personajes de apariencia débiles, que al conocerlos resultan ser dominantes y apasionados, casi salvajes. Un invidente enamorado que obliga a preguntarnos: ¿existe la eternidad después de morir? Ataque a la piedad engancha al lector y lo lleva de un extremo a otro entre el deseo, la lujuria y la compasión. Invita a explorar nuestro interior, a encontrarnos, a buscar las similitudes de esa naturaleza humana que presumen los personajes, la esencia natural de guerreros que llevamos en nuestro inconsciente. El escenario de la historia es una pequeña isla, pero no una isla cualquiera, sino un lugar casi sagrado donde se viven las pasiones y las pesadillas más intensas, y los sueños son un lujo prohibido para muchos, sobre todo para un invidente. Una isla donde se sublevan y retuercen los ardores y placeres del cielo y el infierno. Un paraíso donde se vive al filo de un abismo. Aleyda Rojo manipula los sentimientos de sus personajes de una manera tan real, que en momentos nos parece cruel y despiadada. Muestra cómo se transfiguran entre el amor, la lujuria y los celos, sin saber si en realidad transitan en el cielo o el infierno. Gloria, la protagonista de Ataque a la piedad, es hermosa, soñadora y enamorada de un solo hombre, por quien desespera, llora y sufre. Una mujer compleja como tantas, pero con el brillo especial que le otorga el poder del amor. Navega en un mar de exaltación por Hombre (su pareja), un espécimen depredador de hembras, quien se jacta de que no hay una sola mujer en la isla que no le haya pertenecido. Gloria se siente abandonada, la trastorna la angustia y su aspiración fallida de parir un hijo de Hombre: aquí, surge una pregunta: ¿Cuánto puede afectar a una mujer imbuida en la falsa idea de que ser madre es su única realización, y la naturaleza le niega la maternidad? Hombre es amante de Gloria, el infiel macho fornicador, quien tiene hijos regados por toda la isla, aunque no reconoce a ninguno como propio. La autora nos concede una pauta para que reflexionemos sobre lo inhumanos que podemos ser. Homero, el invidente vejado
y agredido con fruta podrida por los chiquillos vagos. El pordiosero enamorado de un espejismo llamado Gloria, de su olor, de las imágenes que le han transmitido los isleños: «Es como una yegua briosa recién lavada, con nalgas altas y macizas» le dicen. Mientras ella sueña con Hombre, Homero sueña con ella, con sus nalgas grandes y duras, con su andar armonioso. Ataque a la piedad obliga al lector a ponerse en el zapato del ciego enamorado, y genera una explosión de preguntas y emociones inesperadas. Personajes insólitos resultan un cuarteto de arpías manipuladoras, y a la vez manipuladas por la narradora (autora) como seres presos de los peores disturbios mentales y el miedo de ser lo que son y no lo que quisieran ser. Lachupa es una hembra astuta e impredecible, ladrona de almas, transportadora de cadáveres y encaprichada con Homero. Se mueve a sus anchas por los «rincones» de la isla y conoce a todos los isleños. Regala a los lectores una dosis de buen humor a pesar de su macabra tarea: se encarga de recolectar cadáveres de náufragos, los clasifica y los pone en cajas de cartón, en las cuales escribe con crayones rojos el nombre del destinatario: (Dios o Diablo, cielo o infierno). Nunca sabemos quién propone tal decisión o veredicto. Su terquedad por conquistar al ciego no le aporta buenos resultados. Homero la detesta por su trabajo y porque ella constantemente lo amenaza con matarlo de tristeza o de amor y transportarlo al infierno. Marco, un niño de ocho años, flacucho y desnutrido, que por propia voluntad se convierte en el lazarillo incondicional de Homero. Nadie sabe de dónde llegó. Apareció en la isla y se solidarizó con el ciego, y deciden cuidar uno del otro. Marco le regala un toque ingenuo y fresco a la narración. Cuando Homero le pregunta por su origen, él responde: «Soy hijo de nadie». Homero, replica: «Te entiendo, ser huérfano también es una forma de ceguera. Aunque yo tengo mejor vista que tú y muchos que presumen ver, yo sí «veo» de dónde apareciste». Dios, el Diablo, Lachupa y las arpías son partícipes necesarios en la narración. En sus conversaciones y alegatos, la metáfora y la lógica aparecen constantes, firmes, concluyentes. Sin darnos cuenta, nos solidarizamos con Homero y su inseparable amigo Marco, y nos convertimos en sus admiradores secretos. Aleyda Rojo convierte a estos personajes en una pareja inolvidable, al grado que nos hace descartar que son ficticios, no por la ceguera de uno y la agudeza del otro, sino por la fuerza que asumen juntos al enfrentarse al mundo. Ataque a la piedad también nos regala una buena dosis de compasión, solidaridad, ternura y justicia, cuando al final el ciego vive la más maravillosa experiencia de su triste vida. Melly Peraza. Escritora y promotora cultural. Autora de La rama seca y Cazador de sombras, entre otras novelas.
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Sunday Lemons Derek Walcott Desolate lemons, hold tight, in your bowl of earth, the light to your bitter flesh,
till by concentration you grow, a phalanx of helmets braced for anything,
as the afternoon vagues into indigo, let your lamps hold in this darkening earth
let a lemon glare be all your armour this naked Sunday,
hexagonal cities where bees died purely for sweetness, your lamp be the last to go
bowl, still life, but a life beyond tears of the gaieties of dew, the gay, neon damp
your inflexible light bounce off the shields of apples so real they seem waxen,
on this polished table this Sunday, which demands more than the faith of candles
of the evening that blurs the form of this woman lying, a lemon, a flameless lamp.
share your acid silence with this woman’s remembering Sundays of other fruit,
than helmeted conquistadors dying like bees, multiplying memories in her golden head;
[From Sea grapes]
Limones del domingo* Traducción de Ó s c ar Paú l C a s t ro Desolados limones, mantengan firme —en su tazón de barro— la luz de su amarga carne,
en abandonar la reluciente mesa del domingo, ella necesita algo más que confianza en las velas
que un amarillo resplandor sea su única armadura este domingo desnudo,
más que conquistadores con cascos, muriendo como abejas, mientras multiplica recuerdos en su dorada cabeza;
y que esa luz inflexible rechace los escudos de estas manzanas tan reales que parecen de cera,
al tiempo que la tarde se va tornando azul oscuro, permitan que sus lámparas se mantengan en este tazón de barro
compartan su ácido silencio con esta mujer que recuerda domingos de otras frutas,
oscureciendo, aún con vida, pero una vida más allá de las lágrimas o de la alegría del rocío, de la agradable, luminiscente humedad
hasta que, por concentración, se tornen una falange de cascos dispuestos a todo,
de la tarde, que desdibuja la silueta de esta mujer recostada: una amarilla lámpara sin flama.
hexagonales ciudades donde las abejas murieron puramente de dulzura, sean vuestras lámparas las últimas
[de Uvas del mar]
*Los limones de los que habla D. Walcott son limones amarillos, conocidos como limón real en México.
Dereck Walcott. Poeta, escritor de obras de teatro y artista visual. Premio Nobel de Literatura en 1992. Óscar Paúl Castro. Poeta y traductor. Su libro más reciente es Puzzle. Mantiene la página de Internet www. tradiuttore.wordpress.com
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Comuneros
M oi s é s E lí a s F ue n t e s
Ricardo Baldor
A los normalistas de Ayotzinapa, que somos nosotros
Remanso Entre esta ciudad gris te miro: Lo notas y sonríes: Un destello de luz cruza el trigal maduro de tus ojos endulzando la tarde.
Del diario Soñé con una bala Quien la lanzó era nadie entre el polvo impune Atravesó la casaca de mi piel sin dolerme la trama de los años Nomás vi el boquete como quemadura de cigarro Del hoyo emanó humo rojo y supe que la vida era un venado que se raspa las rodillas.
Observamos las fotografías de la fosa donde hallaron los cuerpos descarnados de diez, de veinte, de treinta personas que nunca existieron porque alguien no se atrevió a pensar que el mundo está habitado de hombres y mujeres que un día tuvieron conciencia de poseer nombre y rostro y una historia propia, no muy distinta de otras pero a pesar de todo suya, asible en sus discretas grandezas, en sus minucias imperceptibles que tanta falta nos hacen a la hora de la ausencia. La vida diaria que no alcanza en las fotografías y se desborda sutil como la eternidad de los ancestros en las vasijas de barro. Porque en las fotografías solo se contempla la nada, la carencia de una risa, de la mirada de los que se enamoran, de la expresión iluminada de quien quiere crearse una fisonomía. La fisonomía única de los comunes, espejo que nos muestra de cuerpo entero: limitados e incontenibles, difusos y concretos. Comunes. Los del común, los comuneros que delinquimos no se sabe si antes de las huellas de las primeras botas o después del crucifijo y la espada, hombres y mujeres de rostros fatigados de vida pero rebeldes a la muerte, conocedores del llanto y de la risa porque nos han nacido carne adentro, ahí donde el alma y la sangre se entrelazan y se entienden.
Ricardo Baldor. Poeta y periodista cultural. Su libro más reciente es La vía muerta. Moisés Elías Fuentes. Poeta y ensayista. Crítico literario en revistas y suplementos culturales de México, Nicaragua y España.
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La mancha en el espejo o la edad de la poesía
Jorge Ortega Nacido en 1949, David Huerta es desde hace tiempo una de las voces más singulares de la poesía latinoamericana actual. Vinculado por determinada crítica y por ciertos lectores con la estética neobarroca, la característica fecundidad y el vasto y variado paisaje temático de su escritura rebasan por mucho esta categoría. Estamos frente a una obra que ha exhibido desde siempre una multiplicidad de registros culturales y experienciales, sensoriales y emotivos, y que al paso del tiempo ha venido a conformar un planeta en sí, el de una poesía que dialoga con la vida y con la literatura, con el lenguaje y el yo, y nada menos que desde muy distintos niveles de elaboración verbal. Nada más ajeno a la uniformidad de las escuelas, pues, que la diversidad de un estilo, principal atributo formal de la suma poética de David Huerta. Y es que La mancha en el espejo (Fondo de Cultura Económica, 2013), edición que aglutina por vez primera la producción lírica de uno de nuestros mayores poetas mexicanos de hoy, ofrece el acceso a un fascinante caleidoscopio de visiones y lecturas sobre esa ambigua membrana llamada realidad, donde la percepción se entremezcla con el recuerdo y el delirio creador. En esta tesitura, por su heterogeneidad, la poesía de David Huerta representa no solamente lo contrario de un modo único de interactuar con la existencia. En su tejido poético palpita una mirada escéptica, y hasta irónica, de ponderar las aparentes verdades de los sentidos y del pensamiento, la memoria y la conciencia, de manera que todo se contamina de todo en una suerte de efecto rizomático en el que conviven la erudición y las sensaciones, el paréntesis reflexivo y las reminiscencias. Quizá por ello la poesía de David Huerta plantea para algunos el grado de dificultad otorgado a la poesía culterana, dada la superposición de planos que coinciden en su entramado. La sensualidad y el intelecto, el estremecimiento y la especulación tienen a veces cabida en un solo poema, no obstante su relativa brevedad, lo que nos habla de un temperamento poético apurado por la avidez, el asombro, la perplejidad, como queriendo asir de golpe las diferentes capas del amasijo de cosas y fenómenos que lo circundan. Debido a esto, la escritura de David Huerta no escatima en detalles ni en intensidad. Por extenso o lacónico que sea, cada poema aparece provisto de una sutileza descriptiva y una electricidad interior que invitan, de entrada, a observar y asumir lo inmediato desde el privilegiado mirador de la agudeza. En su intento de abarcarlo todo, David Huerta nos brinda, hasta cierto punto, un inventario de la realidad. Se trata, por supuesto, de una versión personal de ese propósito sometida tanto a la circunstancia compositiva como a la subjetividad del género. La tentativa posee carta de nacionalidad en la tradición universal, remite al catálogo de las naves en el canto iv de la Ilíada y se arrima a nuestros días en la poesía de Saint John Perse, Pablo Neruda, José Lezama Lima y los dos Vicente, Huidobro y Aleixandre, pasando por Luis de Góngora y Rubén Darío. Es probable que este mismo impulso explique
los cambios de factura textual que ha experimentado la obra de David Huerta al curso de las más de cuatro décadas que la comprenden, transitando del poema sucinto del libro inicial, El jardín de la luz, de 1972, a la pieza de largo aliento y en versículo de Cuaderno de noviembre, de 1976, que alcanza su cúspide en el clásico Incurable, de 1987, para recuperar de nueva cuenta el poema en prosa y el de corta longitud de los títulos La sombra de los perros, de 1996, La música de lo que pasa, de 1997, El azul en la flama y Hacia la superficie, de 2002, y La calle blanca, de 2006; o bien, la redacción en dísticos de Lápices de antes, de 1993. Así, tres estadios podrían contener grosso modo la poesía de David Huerta, cuyo parteaguas sería desde luego el mencionado Incurable, precedido del también citado Cuaderno de noviembre y Versión, de 1978. Entre estos volúmenes dos títulos alternos, Huellas del civilizado, de 1977, y El espejo del cuerpo, de 1980, parecen regresar a la horma del verso reducido y de la estrofa. El espejo del cuerpo, por ejemplo, semeja aludir las octavas reales del renacimiento poético mediterráneo, incorporando textos de estructura compacta concebidos en una especie de verso libre de arte mayor. Mediante esos usos David Huerta conversaba con la clasicidad, sí, pero renovándola, apegado al make it new poundiano. Tal vez aquí radica la distinción de su proyecto lírico, inconfundible y excepcional en el marco de nuestra literatura en la medida que rompe caudalosamente los consabidos diques de una poesía mexicana promedio, lastrada por su timidez en el riesgo y el conformismo en la expresión. Con una escritura que ha explorado la amplitud y ha anidado en la concisión, que ha descendido en cuerpo y alma a los infiernos y ha contemplado el mundo desde el altiplano de México, que ha surgido en la quietud y la caminata, que ha dilucidado los fantasmas de la sed y los prodigios de abril, que se ha nutrido del cine y la novela policiaca, de la ciudad monstruosa y del viaje casi idílico a la provincia del país o a los territorios de ultramar, que ha abrevado en la mitología y en la ficción como en la crónica del día a día, que ha emanado de la rabia y del amor, David Huerta se nos presenta como un poeta de los límites, un artista de los márgenes, un rapsoda de los confines, un mensajero de los extremos, un vocero, en síntesis, de las fronteras de la condición humana y el decir poético, alguien que ha ido a sondear las posibilidades de la palabra en las orillas de la página y ha vuelto con frutos frescos, novedosos, ensanchando nuestra idea de la poesía, aumentando nuestro campo de visión. Jorge ortega. Doctor en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Barcelona y miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Su más reciente libro de poesía es Guía de forasteros.
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La loca, de Ramón Rubín
Aleyda Rojo
A S E S E N TA Y C I N C O A Ñ O S DE H A BE R S I D O E DI TA DA P OR S U PROPIO AU TOR , L A L O C A , DE R A MÓN RU BÍ N , E S U N A N OV E L A C A S I OLVI DA DA P OR L O S L E C TOR E S S I N A L OE N S E S , A PE S A R DE E NC ON T R A R SE E N T R E L A M E J OR PRO S A M E X IC A N A DE L A PR I M E R A MI TA D DE L SIG L O PA S A D O.
Ambientada en el sur de Sinaloa, entre Villa Unión y Escuinapa, es la historia de un entomólogo apasionado por la joven Teresa Montaño, quien a causa de una crecida del río pierde a su familia y queda expuesta a la manipulación del especialista en insectos. Narrada en primera persona, desde la perspectiva del estudioso, la novela se desarrolla en quince capítulos; en los cuales las perturbaciones de la voz narradora van madurando, conduciéndose en una dirección cada vez más grave, profunda y malsana, donde el saber de las obsesiones se iguala al demostrado por los mosquitos y la malaria. Es impresionante el trabajo de investigación que debió realizar Rubín antes de escribirla ya que maneja con absoluta soltura el oficio del personaje principal, sin extraviar nunca el tono analítico y reflexivo. La vasta recopilación informativa sobre la geografía y cultura regional sostiene a la estructura general, sin estorbar nuestro viaje: palmo a palmo recorremos con el narrador rancherías y pueblos; informándonos, además, de sus conformaciones hídricas, zoológicas y vegetales. Sin embargo, a pesar de la vastedad de conocimientos científicos aglutinados, en ningún momento La loca se acartona ni pierde ritmo, o se aleja del sentido estricto de contarnos las minucias de la relación que establece el entomólogo con Teresa, a quien califica de desequilibrada emocional porque al no tener ya nada que justifique su existencia decide enfocarse a la realización del bien ajeno y él, preocupado porque la castidad de la muchacha permanezca intacta, asume el apostolado de protegerla y velar por ella, tratando de disfrazar así, el enamoramiento cada vez más intenso que lo invade. Su desesperada estrategia por alejarla de otros pretendientes y mantenerla aislada para su disfrute personal, descubre un panorama íntimo de intrincadas percepciones moralistas que contrapone su formación cultural con la del pueblerino atrabancado, colocándolo en
una sospechosa superioridad moral, que nos revela su verdadera tragedia: que la locura no afecta especialmente a Teresa, sino al protector. Y aquí es donde la mano sabia de Rubín nos empuja suavemente por las sombras, conduciéndonos por una obra de respiración gótica, con la prosa exquisita de alguien que ya tomaba en serio su papel de gran escritor, comprometido con el equilibrio y la estética más que con el pintoresquismo y efectismo que sí contaminó a otros autores de su generación. Rubín fue uno de esos creadores que supo bautizar sus libros con títulos preciosos: La bruma lo vuelve azul (1954), Donde mi sombra se espanta (1964) y El callado dolor de los tzotziles más que nombres, parecen los versos de un largo poema. Nada se le escabullía. Los sonidos de la noche, los aromas del monte, el habla popular. Poseía una percepción de trescientos sesenta grados, como si tuviese ojos en la espalda y en los pies. Algo se perdió en la literatura cuando murieron esos autores capaces de describirnos un paisaje en todos sus detalles. Mucho perdemos los sinaloenses al no leer a Rubín. Se nos escapa la oportunidad de admirar y disfrutar a un prosista talentoso que, aunque no vivió aquí la mayor parte de su vida (radicó en Jalisco hasta su muerte, en 1999), mantuvo un vínculo afectivo que se deja sentir en cada página de La loca. En 1995, en el Museo Arqueológico de Mazatlán, Ramón Rubín presentó la segunda edición corregida de La loca, lanzada por la uas y Difocur, misma que he leído para el presente texto. Mucho antes de la fecha señalada, la lectura de las obras rubinescas había contado en el puerto con la difusión desinteresada del maestro Elías Miranda Estrada, quien las puso al alcance de los alumnos del Colegio Rosales. Si de algo sabía Miranda Estrada era de buenos libros, por eso La loca circuló entre muchachos que hoy cuentan con más de medio siglo y quienes, a raíz del fallecimiento de Elías en diciembre, recordaron haber leído a Rubín gracias al maestro. En lo personal considero pertinente que el isic o la uas la reediten de nuevo y la pongan al alcance de todos, pues sería una desgracia que una novela de la talla de La loca se extravíe como se extravió en la memoria de los sinaloenses el centenario del nacimiento de Rubín. Aleyda Rojo. Narradora. Premio de narrativa Enrique Peña Gutiérrez, 2014. Su libro más reciente es Caballero dinosaurio.
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Mujeres en el arte, el talento soslayado
Azucena Manjarrez En 1928, la novelista inglesa Virginia Woolf cuestionó en el ensayo Una habitación propia, la discreta presencia de las mujeres en el arte. La habían invitado a un congreso y su inventario no resultó halagador. Sabía que ellas eran fuente de inspiración de novelas, poemas, ensayos, volviéndose personajes entrañables como Ana Karenina, Emma Bovary, Cleopatra, pero poco de la producción literaria que habían hecho: «El mundo no les dijo a ellas como a ellos: Escribe si quieres; a mí no me importa nada. El mundo les decía con una risotada: ¿Escribir? ¿Para qué quieres tú escribir?» (Woolf, 2011: 73, 74). Lo autora lo planteó en el entendido de la desigualdad que históricamente ha existido entre hombres y mujeres; desde el Renacimiento y hasta entrado el siglo xix, no tenían acceso a la educación artística y cuando lo tuvieron, las clases de dibujo del cuerpo humano estuvieron prohibidas. Era impensable el enfrentamiento con el cuerpo al natural. Lo mismo que participar en salones y concursos, aunque a nivel mundial ha habido muchas buenas e interesantes pintoras, que no han sido apreciadas, ni investigadas. Ser mujer y artista siempre «asustó», mucho más en este estado donde la formación artística llegó tarde. En los años cincuenta apenas se empezaron a abrir los pri-
meros espacios para alimentar de manera formal las pasiones creativas. De acuerdo con la actriz sinaloense, Inga Pauwells, en el Culiacán de los cincuenta la sociedad era muy opresora, condenaba a quienes como ella se querían dedicar al arte. «Era como cruzar una barrera, lanzarte al vacío; si te salías de la manada te dejaban sola a tu suerte, se ponían en contra de ti y tu familia era mal vista». (Pauwells Roé, 2012). Nacida en el Culiacán de 1936, recuerda que en 1957 la represión era impresionante. Los padres no razonaban, eran estrictos y se hacía lo que ellos decían. Ella lo vivió en carne propia cuando les notificó que quería dedicarse al teatro, tenía 18 años y tuvo que acudir a los ensayos a escondidas. La situación no era distinta para la danza. La maestra Alicia Montaño, nacida en 1938, contó que era impensable que las manifestaciones artísticas estuvieran dentro de la familia. Su abuelo tenía libros en casa pero les decía «no los tienten». Lo mismo sucedía en otras cuestiones de la vida diaria, por ejemplo en clase cuando se miraban temáticas relacionadas con la «biología» se hacía por separado. «A las mujeres se les hablaba de manera exclusiva del periodo menstrual y a los hombres de los cambios hormonales que sufrirían a partir de la adolescencia». (Montaño Villalobos, 2012).
37 Enfrentar la realidad Las mujeres entonces tenían que enfrentar un machismo desmesurado y casarse lo antes posible, llegar a los veinticinco sin pareja era motivo para que las catalogaran como «quedadas». Los ímpetus tenían que permanecer dormidos, sometidas a severas reglas en casa. La situación para las pintoras era aún más complicada. Había que «revolverse» con pintores, con ideas revolucionarias, en su mayoría, además de expresar un sentimiento que se quedaría guardado en una pintura y posteriormente exhibirlo, eso era un total atrevimiento. La pintora Rina Cuéllar padeció lo dicho. Su interés era estudiar en la Ciudad de México, pero la negativa fue rotunda, el argumento de sus padres fue que se volvería comunista. Se conformó con hacer una carrera en Culiacán, aunque tuvo la fortuna de tomar algunos talleres en Guadalajara y la misma Ciudad de México. Fue hasta entrados los sesenta cuando se enfrentaron a otra realidad, promisoria para su fortuna, las poetas que tenían guardados sus escritos pudieron sacarlos a la luz, las muchachas dejaron de ser taquimecanógrafas para poder ser jefas de departamento, se dio un despliegue de maestras y de artistas visuales. Se trató de un despertar. Durante muchos años las mujeres habían permanecido dormidas, para principios de los sesenta comenzaron a opinar, bailar, cantar, declamar, pintar, establecer negocios. Se empezaron a dar cuenta de lo que pasaba en el mundo, la radio fue una vía para eso. El espíritu libertario tocó a las mujeres, se volvieron más participativas y supieron que existía un movimiento llamado feminismo que les abriría muchas puertas. «Ciertamente tuvimos mayor libertad para crear pero apareció otro problema, el hombre no iba a permitir que su mujer fuera más importante que él, y entonces ya empezamos a pensar en el divorcio, en cómo irnos de la casa». (Montaño Villalobos, 2012). Los sesenta significaron también una apertura artística. Se fundaron algunos talleres literarios y plásticos que serían el germen de las nuevas generaciones. Esto tuvo una fuerte repercusión en todos los sentidos. Las mujeres tuvieron mayores oportunidades, encontraron espacios de expresión, ya sin ser señaladas como en antaño. Pudieron ser protagonistas en exposiciones, bienales, becas mayoritariamente en Culiacán, donde desafortunadamente se concentran los recursos y las oportunidades para tomar talleres y acceder a apoyos para la creación.
Mujeres en la palestra En 1993 la Diputación Federal del Estado de Sinaloa organizó una magna exposición en la Ciudad de México para dar a conocer las diversas técnicas y estilos de los valores sinaloense de diferentes generaciones. De ciento diecinueve participantes, destacaron treinta y dos mujeres, entre ellas Rina Cuéllar, las hermanas Rosy y Dulce María Aragón Okamura, Liliana Bandín, Ninfa Cabrera, Blanca Félix, María Esthela García, Solú
Gaxiola, Isaura Lizárraga, Evelia Morales, Rosa María Robles, Lilia Sapién, Silvia Balderrama, Claudia Zazueta, entre otras. Y a partir de entonces, en lo individual y en lo colectivo, se han abierto camino, aun cuando dedicarse a esta profesión como un oficio, significó padecer problemáticas, a las que muchos artistas se enfrentan; el rechazo en algunas ocasiones de la familia, la falta de oportunidades de desarrollo, pero sobre todo aquellas que tenían que ver con ceñir sus propuestas a la academia y la tradición. Las limitaciones, en este sentido eran implícitas a lo que se vivía; la falta de maestros a seguir. Lo que sucedía a nivel nacional e internacional llegaba muy poco a la ciudad. Las mujeres en las artes visuales tuvieron que ceñirse a las corrientes artísticas en curso o a las que tuvieran acceso; es decir pintaron, dibujaron de manera tradicional pero sin trasgredir los límites establecidos por las mismas. Su presencia aumentó con el paso de los años, enriqueciendo los temas y formas pictóricas, que en términos generales permiten distinguir dos tipos de artistas; aquellas que pintan de forma tradicional el retrato, paisaje, bodegón; y otras, que con una conciencia de género expresan motivos que rompen con lo convencional como el cuerpo femenino, violencia, sexualidad y desigualdad. Afortunadamente, hoy en día las mujeres van ganando terreno. En general, los numerarios de las artes visuales en Sinaloa, han crecido exponencialmente en los últimos años, tanto en cantidad como en calidad. Se puede hablar de muchos casos, incluso de algunas que han destacado a nivel internacional, en bienales y museos como Teresa Margolles, Fritzia Irízar, Rosa María Robles, Elina Chauvet, Cecilia Sánchez Duarte. A ellas se suman las nuevas generaciones de jóvenes egresadas de la Escuela de Artes Plásticas de la uas, las autodidactas y las que toman talleres en los espacios públicos y privados en el estado, ya sin tantas limitantes, aunque la lucha aún no haya terminado.
B I B L IO G R A F Í A •
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Catálogo del Museo de Arte de Sinaloa. Colección Permanente, México, Dirección de Investigación y Fomento de la Cultura Regional, 1989. Cuéllar Zazueta, Rina, entrevista en Culiacán, Sinaloa (12 de mayo de 2012). Montaño Villalobos, Alicia, entrevista en Culiacán, Sinaloa (4 de julio de 2012). Pauwells Roé, Inga, entrevista en Culiacán, Sinaloa (9 de agosto de 2012). Woolf, Virginia, Una habitación propia, Barcelona, Six Barral, 2011.
Azucena Manjarrez. Periodista cultural e historiadora. Coordinó el libro Arte contemporáneo sinaloense. Recuento de años.
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In memoriam de Rosa María Peraza
R o s y Pa l á u Rosa María nunca olvidaría el día en que la voz aquella de Chayo Infante, le haría recordar por siempre la infancia y sus misterios. Como tampoco olvidaría ese territorio de El Santuario, el río y la plazuela Rosales, donde poco a poco y en fragmentos tomaría el tiempo detenido, donde uno nunca crece, y las cosas son más grandes que su verdad. Cuántas veces al volver reconocemos que aquel pasillo que veíamos casi infinito para alcanzar una aldaba, no era sino un camino a recorrer en unos cuantos pasos; que aquel árbol agujerado de azules, aquella escalera para alcanzar la tapia, solo tenían la medida que nuestra niñez les daba. Los dominios del sueño y la fantasía estaban ahí, en ese lugar de donde nunca se sale, donde todo es para siempre, una forma de nunca olvidarnos. Muchas tardes verían sus ojos aquel comedor donde reunida la familia se iba cayendo en el pozo infinito de las palabras. Tiempo después de abrirse el telón, enamorarse de un teatro que a través de las vivencias de una hermana ya parecía decirle que la esperaría después, que ella también sería parte de ese mundo en donde se juega a ser otro sin dejar de ser uno mismo. Ella encontró en su familia el faro que la guió y esa misma luz se extendió a los amigos. Por eso estoy aquí, recordando las tantas veces que nos asomamos, como si las horas nos arrastraran, a ese agujero que es el tiempo, como lo hacía Susana San Juan, para intentar saber: qué hay más abajo, más abajo. Yo ahora le pregunto: ¿Qué ves allá Rosa María? Dime ¿Qué ves?
El espejo de su poesía la transparenta: «No busco a otros para lo mío. Tengo suficiente vida y color para mirarlo todo con mis ojos». Un árbol frondoso y solitario es la poesía. Somos portadores de ese secreto que va encontrando día a día la memoria. La mayoría sabemos de los amigos, qué son, pero lo que en verdad habríamos de preguntarnos es: quiénes son. Para mí lo que comenzó, muchos años antes, con un qué es: una poeta, una actriz, una promotora cultural, terminó siendo ese quién es. Eso le dio verdadero sustento a nuestra amistad. A veces me descubro tomando el teléfono, queriendo llamarla: Rose Marie, pon café que allá voy. Luego me doy cuenta que ya no está, que ya no la veremos llegar con una bolsa de pan, con un paté, una botella de vino tinto, que no la escucharemos preguntar, de pronto, en medio de una conversación: ¿Quién canta, Miguel? Está bonito. Refiriéndose a una música de fondo que siempre nos acompañó y que de repente nos despertaba, como despierta un atardecer, algún olor, remotos sentimientos. Me doy cuenta que nos hace falta, que ir al rancho con la Sandra y el Chuy, como decía, ya no será lo mismo, que todos, los de siempre, Miguel, Marco Antonio, Arturo, Marisol y yo, nos hemos quedado solos desde ayer, desde lo que siempre será tan cerca y tan lejos. No le gustaban los rodeos, ni los largos discursos. Su ingenio le daba para decir con unas cuantas palabras lo que a muchos nos hubiera costado bastante más. Nos gustaba escucharla, ver cómo se iluminaba con sus recuerdos y prendía la luz de los nuestros. Sí, dejó de escribir, entró por muchos años en las tinieblas de una página en blanco. Su sensibilidad no supo pasar por alto muchas cosas, fue herida de muchas maneras. Pero eso para Rosa María, por fortuna, no fue ningún final sino pura riqueza acumulada, un reconocimiento de sí misma que le
39 permitió regresar a lo que amaba, la poesía. Dejó de saber por un tiempo que todo se encontraba en lugar seguro, estaba ahí y solo bastó que un día por fin diera la vuelta a esa llave pegada a la cerradura de su corazón. Cuando alguien tan querido se va, nos queda el sentimiento inútil de no haber dicho más. Me conforta pensar que el tiempo que estuvimos juntas bastó para que yo, para que nosotros, pudiéramos saber que nada será igual sin su presencia. Luego de su partida y con la imposible esperanza de que nada fuera cierto, solo pude escribir estos versos:
De qué te acuerdas De qué te acuerdas. Acaso vives como las sombras en otra luz, en un tiempo donde las horas ya te han sido perdonadas. De la tarde, quedan brasas. Entre los árboles hablan las hojas, se pierden los pájaros, pero nada del día ha venido a salvarte. Vamos y venimos sin aprender a perderte. Tenemos los ojos llenos de insistir en el milagro, en agua para el sediento nuestras palabras se convierten. Te pareces a los espejos, su cercana lejanía. A ratos, en las noches más desiertas, se oyen rodar las horas, eso que nos va dejando, las cosas se cubren de una tristeza lenta, son el silencio en que se desvanecen, un triste sonido traído por el aire. Me pregunto si habrá algo, un hueco, un pasadizo, una rendija de inocencia que nos proteja de lo rotundo de tu muerte.
Rosy Palau. Poeta, autora de los libros: Quizá el tiempo, Territorio indeciso, La clara sombra del silencio, Sonata para una luz y La casa del Arrayán.
Todo se mueve y está fijo, nada entendemos, solo la oscuridad ahí, la luna en el quicio de la puerta, este pensar que te esperamos.
A DR I A N A V E L DE R R A IN F C O. JAV I E R BE LT R Á N C A BR E R A MOI S É S E L Í A S F U E N T E S R IC A R D O B A L D OR E L I Z ABE T H MOR E N O ROJA S M A R IO HI N OJO S CÉSAR IBARRA V ÍC TOR L UNA S I LV I A M A DE RO RU BÉ N R I V E R A E D UA R D O RUIZ AG U S T I N A VA L E N Z U E L A TOR R E S G E N E Y BE LT R Á N F É L I X L U C Í A L EY VA A L F ON S O OR E JE L S OR I A JUA N JO S É RODR ÍGUEZ A N A C HIG RO C ÍO R E Y NAG A M E L LY PE R A ZA DE R E K WA L C O T T Ó S C A R PAÚ L C A S T RO DE R E K WA L C O T T S I LVI A M IC HE L L E AC O S TA JORG E ORT E G A A L E Y DA ROJO A Z U C E N A M A NJA R R EZ RO S Y PA L ÁU