Revista literaria del Fondo Regional para la Cultura y las Artes del Noroeste AĂąo 6 | NĂşmero 23 | Junio de 2017
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Contenido 3 Presentación 4
Ya sabes que no veo de noche | CL AUDINA D OMINGO
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Retrato con amigo muerto (Fragmento) | JA IME M A RT ÍNEZ
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¿Y a ti quién te mató, madre? | SE RGIO C EYC A
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Aparicio | NINO G A L L E GO S
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El cementerio del Golden City | JE S Ú S C H ÁV EZ JIMÉ NEZ
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Carta abierta a la supercivilización aparencial | JUA N PABL O RO C HÍN
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Y la poesía, esa palabra | RUBÉ N M A NUE L R I V E R A C A LDE RÓN
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Por ejemplo | RUBÉ N M A NUE L R I V E R A C A LDE RÓN
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Como si fuera un montón de piedras | I S A AC L ÓPEZ
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Credo / Viñetas del primer súper amor / Diente de leche | LUI S A LF R E D O G A S T É LUM
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Música del oeste | NOE L M A RT ÍNEZ RUBIO
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Poemas de Galway Kinnell | T R A DUCC IÓN DE Ó S C A R PAÚL C A S T RO
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La habitación de doña Dexy | F E R NA NDA F É L I X
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En los pardos, todas las noches son gatos / Recuerdo humeante / Exiliario | JO SÉ I SM AE L L E R M A
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Tres poemas| K A R L A HIL L
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Minificciones | HORT E N SI A L ÓPEZ G AXIOL A
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Gloria Gervitz (Segunda parte) | JO SÉ M A R Í A E SPINA S A
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Apuntes sobre Por boca de la sombra | F R A NK MEZA
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Mario Levrero: el transcriptor del sueño | JORG E LUI S ME NDÍ VIL AYA L A
Míriam Salado. Ilustradora. Cuenta con las exposiciones individuales: Paisaje negro, Proyectos impala, Ciudad Juárez, 2017; Memoria devastada, Celda contemporánea, Ciudad de México, 2017; Detritos, Hermosillo, Sonora; Vestigios de la arena, Museo de Arte de Sonora, 2016; y El Cártel de los Pesados, Instituto Sonorense de Cultura, 2013. Colectivamente ha expuesto en la Ciudad de México: Puras cosas nuevas, Pantalla Blanca, 2017; en Puebla Salón Acme No.4, 2016; Creación en movimiento, San Pedro Museo de Arte, 2014; en Culiacán, Sinaloa: El tiempo y el espacio, Galería Frida Kahlo, 2016; en Tijuana, Baja California: Condiciones del entorno, Galería de la Ciudad, 2015; en Hermosillo, Sonora: Sentido y descordura, Museo de Arte de Sonora, 2016. Obtuvo el Premio de Adquisición en el Concurso Estatal de Fotografía 2015 y en la 8ª. Bienal de Artes Visuales de Sonora 2012. Mención honorífica en la 13ª. Bienal de Artes Visuales del Noroeste en Culiacán, Sinaloa 2011. Becaria del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora 2012-2013 y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes 2013-2014. Actualmente vive y trabaja en Hermosillo, Sonora.
PR E SE N TAC IÓN
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T
imonel, la revista que hace el Instituto Sinaloense de Cultura y que patrocina el Fondo Regional para la Cultura y las Artes del Noroeste, abre de nuevo sus páginas a los creadores de Baja California, Baja California Sur y Sonora. En el presente número, un grupo de escritores, sinaloenses y de otras latitudes, y una artista visual nos ofrecen muestras de su trabajo. Desplegamos banderas con tres poemas en prosa de Claudina Domingo y un cuento de Jaime Martínez. Claudina, nacida en la Ciudad de México, y Jaime, natural de Morelia, son los ganadores del premio nacional de literatura Gilberto Owen 2016 a que convoca el ISIC en los géneros de poesía y cuento; la primera con el libro Ya sabes que no veo de noche y el segundo con Gleba. El centenario del natalicio de Juan Rulfo fue festejado en el ISIC con una semana de conferencias, mesas redondas y presentaciones de libros que incluyeron la colaboración de actores y artistas visuales jóvenes de Culiacán. Además, se presentó un libro colectivo, editado por el ISIC, titulado Rulfo Páramo. En este número se incluyen tres de los textos que conforman este volumen: «¿Y a ti quién te mató, madre?», de Sergio Ceyca; «Aparicio», de Nino Gallegos; y «Como si fuera un montón de piedras», de Isaac López. Jesús Chávez Jiménez nos envía la narración «El cementerio del Golden City»; Juan Pablo Rochín, por su parte, nos timbra una «Carta abierta a la supercivilización aparencial»; mientras que Rubén Manuel Rivera
Calderón nos presenta un par de textos en prosa. Los tres escritores son de Baja California Sur. Luis Alfredo Gastélum, por su parte, se reporta desde Tijuana con tres poemas de un fino humor, infrecuente en la poesía mexicana, de su libro Yo, superhéroe, editado recientemente por el ISIC; y Karla Hill, poeta de vuelo lírico, aparece por vez primera en nuestras páginas. Óscar Paúl Castro, nuestro traductor de cabecera, da continuidad a las traducciones del poeta norteamericano Galway Kinnell, premio Pulitzer. José Ismael Lerma, de Sonora, presenta tres prosas. Y, a manera de contrapunto, Hortensia López Gaxiola, Fernanda Félix y Noel Martínez Rubio exploran un género contiguo; el de la minificción. Timonel cierra con la segunda parte del ensayo de José María Espinasa sobre Gloria Gervitz, una reseña de Frank Meza sobre Por boca de la sombra, de Luis Jorge Boone, y un ensayo de Jorge Luis Ayala Mendívil sobre la Trilogía involuntaria del narrador uruguayo Mario Levrero, rara avis en la literatura latinoamericana. La artista visual Miriam Salado es nuestra ilustradora. Ella, con sensibilidad notable, ha explorado el desierto de Sonora con la curiosidad de un paleontólogo, el tacto de un forense y la orientación y la mirada de un huellero. La artista ha convertido los huesos de animales que ha exhumado durante sus travesías en el material de sus dibujos e instalaciones. Una experiencia estética que se aloja en las capas epidérmicas del espectador. Bienvenidos a las páginas de Timonel.
Cordialmente Papik Ramírez Bernal Directora General del Instituto Sinaloense de Cultura
SECRETARÍA DE CULTURA
FONDO REGIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES DEL NOROESTE
Mt r a . M arí a C ri st i na Garcí a C epeda Secretaria
Papi k R am í re z Be rnal Director General del Instituto Sinaloense de Cultura
L ic . S aú l J uáre z Veg a Encargado de Arte y Cultura
L ic . C h ri st oph e r A l e x te r A m ad or C e rvante s Director General del Instituto Sudcaliforniano de Cultura
L ic . F r anci s co C orn e jo R odríg ue z Secretario Ejecutivo Mt ro. A n t on io C re stan i Director General de Vinculación Cultural L ic . A mal i a Galván Tre jo Directora de Vinculación con Estados y Municipios
Diseño Editorial
L ic . M anuel F el i pe Be jar ano G i a com án Director General del Instituto de Cultura de Baja California y Coordinador del forca Noroeste L ic . M ario Wel f o Á lvare z Belt r án Director General del Instituto Sonorense de Cultura L ic . P edro A r at h O choa Pal a cio Director General del Centro Cultural Tijuana
J e sú s R am ón I b arr a R am í re z Director de Literatura del isic E duard o R ui z Jefe del Departamento de Literatura del isic J uan E sm e rio Navarro Jefe del Departamento Editorial del isic Wendy F él i x H e rre r a Coeditora M arí a S a st re M ore no Correctora M ari tza L ópe z L ópe z Cierre de edición
Timonel es una publicación trimestral del Fondo Regional para la Cultura y las Artes del Noroeste. Es de distribución gratuita y los contenidos que aquí se publican son responsabilidad de sus autores. Todos los derechos reservados, ninguna parte de esta publicación deberá reproducirse total o parcialmente sin citar la fuente. Culiacán, Sinaloa, junio de 2017. Correspondencia y colaboraciones dirigirlas a revistatimonel@ culturasinaloa.gob.mx
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he tenido problemas: y ahora no sé dónde se encuentra el mar (lo vi al subir la cuesta)
Ya sabes que no veo de noche
Claudina Domingo Fuimos a Tikal (donde abrevan las lunas): esa noche estaba programado el eclipse de una viajaba con mi esposo —tener un esposo así (le dije a nuestro anfitrión) es como tener en los bolsillos monedas de miel—: él se dobló de risa mi esposo enfermó: desde su almohada escurrían gotas de ópalo (un sudor que le hacía toser y quejarse muy bajito) así perdimos las primeras horas del eclipse
mi amigo había subido a lo alto del templo donde la luna (bien asida por el arpón) giraba lento en torno a la pirámide un verde irisado fue tomando el templo: —así estaremos juntos en la eternidad de la selva— sus manos rápidas doblegaban las sagradas señales de la roca —no escuches al tiempo: yo vengo de donde la vida es dueña de todo: no hay muerte: no hay fin: no existe el pavor ni el desconsuelo: entrégate a mí— recordé que yo tenía un marido y corrí a la habitación a buscarlo: no estaba volví al pie del templo y observé (toda la madrugada) la sabrosa crucifixión de la luna amaneció en la ciudad devastada por el eclipse: todos dormían la cruda de la noche milenaria las estaciones habían sido aniquiladas: junto a las aceras la nieve y las flores (los frutos y el follaje) se amontonaban no tuve que buscar mucho: en una de las esquinas estaba su larga sombra tendida entre amarillas hojas de fresnos y el fulgor rojo de las azucenas me dijo: —me sigue doliendo aquí: en la sombra de la cabeza— yo agucé la vista pero no pude distinguir nada le pregunté: —¿cómo debo cargarte ahora que eres una sombra?— —normal (me respondió) como me cargarías si no fuera una sombra—
«nombrar» me dijo «siempre nombras las cosas» nunca supe si él les ordenaba algo o si ellas lo aconsejaban me pareció excesivo (por cierto) el cayado en un hombre como él pero ahí estaba: de pie en la playa —las olas comiéndole los pies— y cuatro anguilas frente a él (¿quién había buscado el encuentro? ¿quién le contaba a cuál sus secretos?)
subí (de todas maneras no había forma de impedir el viaje): los tramos de bosque en las copas regulares de los pinos los islotes brillantes de rascacielos por los que se pasa (si es la primera vez) con mucha adrenalina en las rodillas despiértame si chocamos (no) también déjame dormir pero no estaba durmiendo: veía (y creía que vivir es ver).
partí a ver a mi padre: en mi nostalgia de composta brotes anónimos alzaban su verdor «no sabes a dónde vas ni lo que te espera» me recargué en el cristal del autobús y cerré los ojos (como presas)
cuando los abrí el puerto ya florecía en su podredumbre de cargas perecederas «¿ves el parpadeo plumeo de las aves: hartas del agua y hastiadas del aire? y la basura colorida a los pies de un bosque que también viajó hasta aquí en autobús «¿es esta la nostalgia de quien se ha despertado de todas las reencarnaciones?»
una mezcla de Partenón con la Puerta de Madrid: un museo abandonado en un campo de rosas (lejos de la ciudad: monstruoso y vacío) «si te le quedas mirando a un muro blanco descubrirás que el sol también tiene hambre» me quité los zapatos para caminar sobre el césped (la maleta pesada ¿dónde dejarla?) la claridad modulada por una nube blanca que juega con su amenaza líquida rosas blancas y amarillas (como bombones despanzurrados bajo el sol) rojas y violetas: promesas de vinos derramados sobre manteles tan blancos como el museo miré el reloj: hacía frío y el camión (como una basurita de metal) traqueteaba ya en el monte: olí el perfume de mi padre diluirse en el aire (el peso de la maleta: ensimismado mientras corría hacia la carretera)
una premonición de lágrimas al detenerme «siempre te pierdes o llegas tarde: como si con ellos pudieras alargar las frases (los recorridos) los años»
Claudina Domingo. Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2016 por el libro Ya sabes que no veo de noche.
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Retrato con amigo muerto (Fragmento)
Jaime Martínez Im Luis Ortiz Arias
1 Hace poco regresé a Morelia a esperar la muerte de un amigo y me encontré con un pedazo de mi juventud tirado en una galería de alfombra percudida. Un mes después, muerto mi amigo y cumplida la triste tarea de darle sepultura, regresé a la Ciudad de México y durante un tiempo traté de olvidarme del asunto. Fue al instalar una tela en el bastidor para iniciar una nueva pintura cuando supe que no podía seguir adelante. Me quedé parado frente al ventanal de mi estudio y pensé largo tiempo en Daniela, una mujer que, como Jorge, pertenecía a aquella época remota. Entonces todo lo que era, lo que había intentado ser desde que abandoné para siempre Morelia, quedó reducido a un puñado de polvo. Me vi en el centro de una galería de atmósfera enfermiza y supe que había vivido en una ficción, que había elegido mal y que, lo más amargo de todo, yo no era culpable de nada. Jorge había estado enfermo de una horrible dolencia y al final los médicos lo desahuciaron. Yo había acudido todos los días al hospital donde le practicaron la última operación y después una exposición me obligó a salir del país. Cuando regresé, dos meses más tarde, encontré un mensaje brutal en la contestadora del teléfono. Abrí una botella de ron, me serví medio vaso y pensé en la agonía de mi amigo, que imaginé lenta y dolorosa como un incendio de llamas salvajes. Se me ocurría esa imagen porque Jorge representaba lo opuesto de la decadencia física y si debía morir su muerte tenía que llegar precedida de una rebeldía tremenda, de león negándose a admitir las balas que le destrozaban el pecho. Me senté en el taburete de la terraza, frente a los álamos neblinosos del bosque del Ajusco y creo que lloré de impotencia mirando los densos aviones que atravesaban el cielo nublado. Esa noche soñé con el Papa Inocente X, de Velásquez, pintado por Francis Bacon, pero en lugar de la cara desfigurada del personaje veía la de mi amigo Jorge, disuelta en un mar de ceniza. Al día siguiente emprendí el viaje a Morelia.
2 Antes de ir a la casa de Jorge perdí unas horas en los suburbios que rodeaban el aeropuerto, una zona industrial aún más fea que en otras urbes del mundo, quizá porque
unía la decadencia de los multifamiliares atiborrados de familias con la pobreza de las calles, pobladas de bares de mala muerte y talleres mecánicos. Subí a una loma desde la que se dominaba un ancho cementerio de autos y me quedé un rato ahí, fumando un cigarrillo tras otro. Supe después que no podía retrasar más la visita. Fui a la casa de Jorge y creo que después no quise saber nada de la vida. La muerte es una pesadilla atroz cuando la vemos reflejada en la cara de las personas que amamos; sólo en nosotros es una posibilidad abstracta; en los demás adquiere peso, es una sombra de ámbar, un río de penumbra que desciende del cráneo y se desliza subrepticiamente por las mejillas hundidas. La muerte, como el amor, es una experiencia intransferible; nadie puede transmitirnos su verdadero sentido, su impacto. Sé que no hago otra cosa que darle vuelta a las palabras de siempre, pero es necesario estar en presencia de la muerte para entender a cabalidad el significado de esas frases que tanto hemos trivializado. El estupor me había paralizado al franquear la puerta de la habitación de Jorge; estaba parado en la orilla de la cama y veía a la muerte como una gran sombra encaramada en las rodillas de mi amigo. Me había bastado ver la desesperación de sus ojos ausentes al ladear la cabeza para darme cuenta deque estaba ciego y de que en ese momento libraba la más triste, la más inútil de todas las batallas. Ya no se trataba de luchar por la vida sino por la muerte, de arrancarle la mayor cantidad de tiempo posible. —Rafa ha venido a verte —dijo Tere. —Bien —susurró Jorge. —Tenías ganas de verlo, ¿lo recuerdas? —Jorge, ¿cómo estás? —dije. —Bien —repitió Jorge, pero no se dirigía a mí. Observé en una esquina el bulto de sus dos libros y sentí un golpecito en el vientre. Sentí un asco profundo por la humanidad, encaminada irrevocablemente a un futuro de muerte del que nadie podrá librarla porque la muerte es una enfermedad incurable. Tere me tendió una taza de café. —Es cuestión de tiempo. Ahora viene lo peor; finalmente nos hemos resignado. Cuesta trabajo decir estas palabras, pero así es. Era domingo por la mañana y la casa estaba llena de amigos. Por un momento me sentí desamparado frente
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a la multitud que colmaba las habitaciones y los pasillos. Morelia me devolvía los recuerdos de mi adolescencia teñidos por el clima fúnebre de la casa de Jorge y aquello hacía que la nostalgia por el pasado adquiriera un doble sentimiento de indefensión. Pensé en los días lejanos de la escuela de artes plásticas y por asociación pensé en Daniela. Fue un pensamiento fugaz, pero me ayudó a aceptar la naturalidad del lugar donde me encontraba. Fue por eso que cuando la vi, una media hora después, en el umbral de la puerta, no me sentí afectado. Yo había caminado hasta el solar del fondo y había encendido un cigarro para mitigar la sensación de vacío; había regresado al pasillo y contemplaba con ojos curiosos las pinturas que colgaban de las paredes (dos de las cuales tenían mi firma). Supe que era Daniela porque antes de verla a ella percibí a su marido, el vendedor de pintura que se había burlado de mis primeras obras. Nunca había aceptado un cuadro mío en su galería y solía burlarse en público de lo que llamaba mi pasión por su mujer: «¿Desde cuándo la miel se hizo para los cerdos?». Lo vi avanzar por el breve sendero de adoquines y noté que Daniela emergía a su lado; cuando me vieron se quedaron inmóviles, a unos pasos, demacrados por el paso del tiempo. Me obligué a no pensar en nada; ella me había destruido en una época en la que todo me dolía y luego me curé de su amor vi-
viendo en una realidad paralela que, creía, dejaba atrás la fantasía juvenil, aunque hoy sé que la ficción había venido a continuación, cuando me marché de Morelia y traté de organizar mi vida sin su presencia. Sé que quisieron hablarme y que yo no bajé de mi nube de silencio, sé que intentaron dar un paso hacia mí y que yo atravesé el pasillo y me encerré en el cuarto del enfermo, donde permanecí hasta entrada la noche.
3 No sé en qué momento empieza uno a acostumbrarse a la idea de la muerte; no sé si se llega uno a acostumbrar. Yo había visto su rostro sombrío en la cara de Jorge y al principio me había sorprendido la suave violencia que parecía imprimir en cada uno de los rasgos de mi amigo. A partir de aquel día no pude dejar de pensar que todos llevamos el signo de la muerte grabado en alguna parte del cuerpo, que somos muertos prematuros, y que lo único que nos distingue de los desahuciados es que ellos ya conocen la fecha de su extinción. No quise pensar en Daniela, sabiendo que al final mis pasos me llevarían a la galería de alfombra percudida; no quise anticiparme al reencuentro con esa mujer que tanto había significado en mi vida. Al día siguiente desayuné con Tere y sus hijas
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y hablamos de lo mucho que había cambiado la ciudad en todo ese tiempo, un tema que, creo, no le interesaba a nadie. Después estuve un par de horas en la biblioteca, releyendo sin orden los libros de Jorge, que me seguían emocionando como la primera vez que los leí. Me disculpé a la hora de la comida y prometí volver por la noche. Comí en un restaurante del centro y después recorrí de punta a punta la avenida Madero, que atravesaba la ciudad. Caminé desde el Palacio de Gobierno hasta el Acueducto y doblé por la calzada de San Miguel; me quedé un rato en la plaza Morelos, frente a la Facultad de Leyes, y regresé al hotel dando un rodeo por las calles laterales. Antes del anochecer fui a la casa de Jorge y bebí café con su madre y sus hermanas. Hacía tiempo que mi amigo había dejado de ser una persona entera; ahora era un ser suspendido a medias entre la vida y la muerte. Hablábamos de él en su presencia como de una criatura ausente, lo que me producía una extraña sensación de irrealidad. El tránsito hacia la muerte había sido abstraído por su familia pensando que lo mejor para él sería morir de una vez. Sonaba cruel decirlo, pero de esa manera no sufriría los dolores finales que habían anticipado los médicos; sería alguien a quien podrían echar de menos, no un enfermo a quien verían desaparecer día a día. Yo miraba sus ojos ciegos y no pensaba en nada; con algo de arti-
ficio había logrado escamotear la imagen de la muerte de su cara pálida. Tampoco había querido condescender a la estulticia de los recuerdos, a la inevitable nostalgia por el pasado. Sabía que, llegado el momento, los recuerdos caerían por su propio peso y yo no podría hacer nada por evitarlos. Ya me veía en mi estudio, paralizado frente a una tela inconclusa, ya me veía escribiendo un relato (este relato) que, en principio, debía haber escrito Jorge. Al día siguiente repetí la rutina del día anterior, sólo que ahora, en mi vagabundeo por el centro de la ciudad, me desvié hacia calles que nunca había recorrido. Me asomé a librerías de viejo, miré los feos murales que adornaban los edificios públicos, entré en museos y bibliotecas, pasé junto a edificios de paredes descascaradas. Sin querer, la rutina del primer día se convirtió en la rutina de todos los días. Fue una defensa, porque me ayudó a superar la enfermedad de mi amigo. Lo que vino a continuación creo que también fue inevitable. Dos días después, mis pasos me condujeron al callejón de San Agustín, donde estaba la galería del esposo de Daniela.
Jaime Martínez Ochoa. Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2016 por el libro Gleba.
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¿Y a ti quién te mató, madre?
Sergio Ceyca
Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calentándome el corazón, como si ella también sudara. Juan Rulfo, Pedro Páramo
PARA SOBREVIVIR A LOS CRUELES INFORTUNIOS QUE LO SIGUIERON HASTA EL INSTITUTO LUIS SILVA, JUAN NEPOMUCENO LLEVABA A CABO UN RITUAL EN AQUELLOS DÍAS EN QUE TODO PARECÍA IR EN SU CONTRA. UN RITUAL QUE, ASEGURÓ UNA RELIGIOSA QUE TRABAJÓ EN EL ORFANATO, ATRAÍA A LOS DEMONIOS QUE LE HACÍAN LA VIDA MISERABLE EN LUGAR DE MANTENERLOS LEJOS DE ÉL; A PESAR DE SU MIEDO POR LAS FUERZAS CON LAS QUE JUGABA EL NIÑO, PUNTUALIZÓ, ELLA NO HACÍA MÁS QUE SENTIR LÁSTIMA POR ÉL. INCLUSO LA NOCHE MISMA DE SU ESCAPE, QUIZÁ TEMEROSO DE LO QUE LE ESPERABA AFUERA, SE FUE A ENCERRAR EN AQUEL ARMARIO DE SANTOS DE CERÁMICA. La neblina de las depresiones lo atrapó en dicho lugar, declaró años después Juan Nepomuceno: una neblina que ocultaba el sol bajo el cual corría en su pueblo natal, un sol que calentaba todos los ánimos, cuando aún tenía a ambos padres. Para un niño como él, escapar debió de haber parecido la única solución posible en medio de tantas pérdidas: eso se puede suponer porque su juventud está casi siempre perfilada por unas cuantas líneas: de niño fue internado en el Instituto Luis Silva y, a los dieciséis años, llegó a la Ciudad de México. Lo que ocurrió entre uno y otro punto solo podía ser motivo de conjeturas. Quizás otros estudiantes del Instituto Luis Silva, en el centro de Guadalajara, pasan frente a la construcción para ser infectados por la nostalgia: recuerdan su juventud, las oportunidades que les fueron otorgadas desde aquel edificio de cantera; pero si Juan Rulfo pasó algún día frente a aquel edificio viejo pensó, con seguridad, en una cárcel que nunca mereció. Un infierno con muros de cantera. Y luego se fue a algún lugar para ahogar el pasado. Una de las razones que podían orillarlo, cuando era niño, a encerrarse en aquel armario eran los ataques de las pandillas que asolaban el Instituto. Pandillas que las religiosas intentaban disolver pero la arrogancia volvía a unir, comentó la madre Eduviges, porque estaban formadas por niños cuyos padres enviaban ahí porque no los soportaban y no tenían tiempo para educarlos por
su cuenta. Otra clase de huérfanos, podríamos decir. Y esos niños siempre parecían ensañarse con los desamparados, los que no tenían una raíz a la cual regresar, y los perseguían por el patio central o los hostigaban y golpeaban durante la noche, en los dormitorios, y les decían que no podían hacer nada porque no había nadie que se preocupara por ellos afuera de los muros de cantera: un ambiente así, lo sabían las religiosas, hacía que los huérfanos pronto ocultaran sus sentimientos, que se entrenaran para no sufrir. Además, a Juan Nepomuceno le iba peor por ser de una población rural, ya que su forma de hablar, su acento, era desdeñado por sus compañeros. Y, como si no fuera suficiente, le decían que a su padre lo mataron por la espalda por ser un ladrón o un traidor, o que, de seguro, debía alguna muerte. Al principio todo esto provocaba que Juan no hablara durante días o que caminara por la escuela como si buscara ser parte de los muros o el mobiliario. Sería el Tilcuate con quien establecería vínculos; fuera de él, Juan Nepomuceno solo se relacionaba con los autores y los personajes de los libros: a lo mejor se concentró en el estudio de la literatura, reflexionó la religiosa, para escapar de las burlas y mejorar su acento. Solía meterse en la biblioteca a leer más de lo que les solicitaban en clase: navegaba en esos libros como si fuera un marinero joven que no le teme al mar porque aún no ha vivido un huracán; veía los versos y los renglones y creía que él debía curtirse con esas palabras, aprender la teoría sin vivir la experiencia. Juan Nepomuceno llegaba a la biblioteca cuando acababan las clases y solo la aparición del Tilcuate podía hacerlo cerrar los libros para salir al patio y jugar entre el pasto y la tierra. Siempre traía un libro en la mano: mayormente de poesía, motivo por el cual los hijos de familias ricas lo pateaban o lo empujaban en los pasillos, le quitaban los libros para leer en voz alta aquellos versos que, le recriminaban, no decían nada. Pero para él eran música, palabras que hablaban de temas desconocidos, como el amor, y que otras veces llegaban como estacas directo a su corazón: la pérdida de los amigos, de la familia, de aquellos que tenían que estar ahí. La madre Eduviges, tras la huida del muchacho, habló con algunos de los profesores y uno de ellos mencionó una ocasión en la que Juan y él hablaron de poesía: el alumno mencionó que le parecía extraño que hubiera personas que escribieran sobre esas cosas porque él estaba más bien acostumbrado a ver que los adultos rehuían esas pláticas, que se negaban a hablar de la tristeza. Hacían como que la vida continuaba. Cuando caminaba por los pasillos, la religiosa lo observaba recargado en algún muro, mientras veía un juego de futbol con una pelota deshilachada; a veces,
9 mientras observaba a sus compañeros, escribía notas en un pequeño cuaderno. ¿De qué hablaban esos primeros escritos? Solo podemos suponerlo: versos llenos de ponzoña en los que exigía que sus torturadores sufrieran tanto o igual que él; que alguien llegara, de improviso, a decirles que sus padres acababan de morir; probablemente ahí ya hablaba sobre los terrenos áridos y secos donde él nació y creció, o quizás eran historias de fantasía, mundos donde la lógica se rompe y todos los problemas se solucionan, donde los muertos regresan. Con el Tilcuate, los libros nunca crearon problemas. La madre Eduviges cree que en algún momento el Tilcuate aceptó que no tenía la capacidad para acercarse a los libros y por eso escuchaba las palabras de su amigo con interés: el Tilcuate, al contrario de su cómplice, reprobaba en casi todas las materias teóricas porque lo que a él le gustaban eran las actividades físicas. También, mientras estuviera cerca, los hijos de familias ricas no se interesaban por Juan Nepomuceno. Además, los dos se unían para cuidarse sus cosas o para cometer pequeñas fechorías: ir a robar comida a medianoche o pasarse las tareas entre clases. De hecho, aunque el Tilcuate dormía originalmente del otro lado del cuarto, intercambió unas golosinas con un niño al lado de Juan Nepomuceno para irse a dormir cerca de su amigo, en el segundo piso, ambos camastros a orillas de un ventanal que finalmente les serviría de fuga. A pesar de ese apoyo, Juan Nepomuceno siempre volvía a encerrarse en aquel cuarto lleno de santos de cerámica: los que se quebraron, los que se decoloraron con el sol, aquellos que ya no se sabía dónde ponerlos. La religiosa lo escuchaba con resignación salir del dormitorio a mitad de la noche y se preguntaba por qué los caminos de Dios tenían que ser tan duros con los niños. Muchas de las biografías mencionan que el niño fue internado en el hospicio antes de la muerte de su madre. Eduviges ya sabía de la experiencia que el niño tenía con la muerte en su familia, así que, cuando lo mandó llamar en mitad de la noche, temía mucho su reacción. Juan Nepomuceno, frotándose los ojos, preguntó qué ocurría, que por qué lo despertaban tan noche. Tendría, a lo mucho, diez años. La religiosa le dijo que uno de sus tíos llamó al Instituto para dar la mala noticia, y que ningún familiar podía acudir a recogerlo para llevarlo al entierro en su pueblo. Juan se quedó mirando a la madre, sin hacer ningún gesto, y preguntó quién mató a su madre. Cuando la religiosa dijo que nadie, preguntó si podía irse a dormir, comentó que estaba muy cansado. Cuando, a partir de esa pérdida, la religiosa le preguntaba cómo se sentía, qué tal iba su día, el niño le brindaba respuestas crípticas: «Igual que a la capitana entre el concreto», o «De la misma manera que a las piedras», frases que tal vez sacaba de los libros. Así se interesó por
su caso y, durante una temporada, lo mantuvo bajo vigilancia: de esa manera descubrió su ritual nocturno, ritual que la obligó a persignarse: no sabía si hablar con alguna otra religiosa sobre el asunto. Ella solo quería ayudar al niño a superar su duelo. Y así se dio cuenta de que solo lo hacía los días en los que la vida le parecía un páramo: cuando le iba mal en la escuela o los hijos de familias ricas se lanzaban sobre él, o cuando el Tilcuate salía de viaje junto al equipo de futbol de la escuela. Juan Nepomuceno se dejaba caer sobre los azulejos sucios, ante la mirada de los santos, y dibujaba un círculo con sal: en medio de ese círculo había dos fotografías: la de su madre y la de él mismo, de pequeño; luego, con un hilo, cosía las dos imágenes susurrando una petición en voz baja: que su madre apareciera para protegerlo. En alguna ocasión, recordó Eduviges, el niño dijo que en su pueblo se contaban muchos relatos de personas que no sabían que estaban muertas y que andaban por las calles de la ciudad renegando, quejándose, sufriendo, sin recordar el final de sus vidas. Una especie de purgatorio en la Tierra. Dos años después de su muerte, con doce años, seguía pidiendo a su madre que lo ayudara. Las religiosas estaban agotadas y distraídas por los festejos del día de la Santa Cruz, a unas calles del Instituto, y cuando la madre Eduviges vio al niño acudir a la bodega, se fue a su habitación a prepararse para dormir. Una vez consumada la fuga, las religiosas supusieron que los niños, durante la madrugada, se levantaron y abrieron la ventana que da al patio interior, colgaron una cuerda que solía estar guardada entre los santos y, tras atarla a una de las camas, descendieron al patio. Ninguno de los otros niños del dormitorio aceptó haberlos escuchado, ni siquiera los niños de familias ricas. Al descubrir que la entrada trasera del Instituto estuvo abierta toda la noche, entendieron que los niños salieron sin muchos problemas. Ya afuera tendrían que haber caminado un poco para no llamar la atención, pero unas calles más adelante se perdieron entre la población. Entonces fue que Juan Nepomuceno se perdió entre la neblina que nos oculta su juventud, ocupado en la búsqueda de un ánima que recorría las calles de su pueblo.
Sergio Ceyca. Licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Sinaloa. Ha trabajado como periodista en medios digitales y como editor en El Colegio de Sinaloa.
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Aparicio
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Nino Gallegos APARICIO LLEGA A UNA ENCRUCIJADA DE CAMINOS: SAYULA, SAN GABRIEL Y APULCO. EN LOS TRES PUEBLOS DE JALISCO LO ESTÁN ESPERANDO. CON EL LLANO EN LLAMAS A CUESTAS Y CON EL ENCARGO DE BUSCAR A PEDRO PÁRAMO, APARICIO NO HALLA SI REGRESARSE DE DONDE VIENE O SEGUIRSE POR CUALQUIERA DE LOS TRES CAMINOS, PUES, AL FIN Y AL CABO, NADA PIERDE CON INTENTARLO. EL MISMO APARICIO SE PROPUSO EN VIDA CONFUNDIR EL ORIGEN DE SU NACIMIENTO, HABIENDO DICHO A QUIENES LO ESCUCHARON QUE ÉL HABÍA NACIDO EN APULCO, CERCANO A SAN GABRIEL, Y QUE SU NACIMIENTO FUE REGISTRADO EN SAYULA. Antes de andar el camino que ha escogido, Aparicio se echa un buche de agua a la garganta, prende un cigarro Delicados y se pone a fumar y a pensar como si estuviese hablándole, en silencio, al viento: «Bueno, es la nostalgia propiamente de la infancia, no es el territorio. Es el aire, el sol, la atmósfera en que uno vivió durante la infancia, durante la niñez. El territorio es en realidad muy complejo, no se puede ubicar en realidad como es exactamente. Más bien es un territorio inventado». Y sentado en una piedra caliza, traída por quién sabe quién y vaya usted a saber si de Luvina o de Comala, mira la encrucijada de caminos, se rasca la cabeza y lanza un escupitajo que cae al suelo hecho flema de polvo. Se para, se faja la camisa con los pantalones, se acomoda la cantimplora como si fuese un revólver en el cuadril izquierdo y extiende el brazo derecho al cielo, abriendo la mano para sentir de qué rumbo procede el viento que se escabulle entre sus dedos. 1 Al observar desde lo alto en que está parado, Aparicio ve que los tres caminos que llevan a Sayula, San Gabriel y Apulco van empinándose por un escondrijo de matorrales y arbustos; que la aridez de la tierra arde en los ojos nada más de mirarla; y que esa desolación de los tres caminos será como hervir el sudor en su propio cuerpo, desgarrándose la piel y la ropa hasta quedar hecho un murmullo de voz sofocada y deshilachada como un vivo e irredento fantasma. A Aparicio, nada más de ver a su alrededor se 1 El texto aquí publicado corresponde al inicio del cuento largo «Aparicio».
11 le viene del olvido el lejano recuerdo de su padre muerto, cuando él tenía cuatro o cinco años; después recuerda el orfanato donde sintió la muerte y la soledad como si él ya también estuviese muerto. Allí en lo alto, y en una tremolina de indecisión, Aparicio recuerda el encargo: tiene que buscar a un tal Pedro Páramo para cobrarle, en cuanto lo encuentre, la soledad, la muerte y el silencio que él ha sufrido desde que la gente se lo empezó a poner como un estigma, a fierro candente, por sobre y bajo la piel, por dentro de la carne, en el hueso y el tuétano. Después de años y de lejanos recuerdos, Aparicio, arrellanado en lo alto y en una tremolina de indecisión, siente que, por fin, tendrá que ir en busca de algo o de alguien que puede ser un túmulo de piedras, más allá o más acá de la Media Luna que se está poniendo en el horizonte y junto a un sol que irá arrastrando a Aparicio por ese camino que no sabe si lo llevará a Sayula, a San Gabriel o a Apulco, porque cuando salió de Luvina y se quedó un tiempo en Comala, le dijeron que Pedro Páramo andaba huyendo como un ánima, y que mejor ni lo buscara, porque en eso se le iba a ir la vida entera y la iba a ir dejando como un reguero de piedras o como harapos que ni siquiera servirían para hacerse un remiendo de mortaja. Entonces, sopesando Aparicio la tremolina de su indecisión, agarra y levanta la piedra caliza y la avienta al vacío y al silencio de la encrucijada de los tres caminos, escuchándose el golpear y el despedazarse de la piedra contra otras piedras. Luego, un polvo fino y ardiente sale como bocanada del vacío, del estruendo y del reposado silencio, sintiendo Aparicio que, después de tantos años y de tantos recuerdos, había renacido de entre los vivos y con los muertos. Y del «fui a Tuxcacuesco» al «vine a Comala», Aparicio, de entre los vivos y con los muertos, habiéndose disipado el polvo fino y ardiente, baja por la pendiente de los años y de los recuerdos, llevando en su descenso el humo de los cigarros y los buches de agua en la cantimplora, sintiendo que el sol lo va hirviendo en el jugo de sus malhumores y el paliacate hecho un nudo de sudor amarrado a su cuello, respirando y resoplando como un toro enyuntado en un terreno surcado de arbustos, matorrales y un pedregal crepitando en el comal ardiente que es la tierra que va pisando. Sobre su cabeza, el sol; y en el horizonte, la Media Luna; y en la tierra, ningún atajo para acortar el oneroso y polvoriento camino, haciendo de tripas corazón por el hambre y por los pálpitos, sintiendo que las tripas y el corazón se le van a salir por la boca: en todos estos años y en todos estos recuerdos, Aparicio no ha sentido más que el desprecio hacia las cosas que le hicieron tanto daño como la muerte y la soledad, y todo lo bueno que ha encontrado en el mundo ha sido el silencio. Sí, ese silencio que todo lo calla y que va resonando como un eco sordomudo que se va metiendo en el viento desoído. Por eso Aparicio no tiene prisa por ir gritando a ver quién lo escucha, sabiendo que todo es en vano en esta y en la otra vida, si es que hay, acaso, otra vida. Y si ha de ser así, quién sabe si alguien viva en la Media Luna.
Reconviniendo en lo que le dijeron de Pedro Páramo, eso tarde o temprano lo sabrá, todo a su tiempo, porque aquí, por donde voy yo, Aparicio, por un espacio de nadie y en un tiempo de nada, solamente este pedregal de cantos rodados que pudo haber sido un río y ahora es un pedregal de piedras pelonas ardiendo en el día y centelleando con lo que les alcanza a llegar de luz de la Media Luna. Nada ganaré con desesperarme ni dejarme arrastrar por el desaliento porque, en este primer día, es y será la primera noche y cuando entre en ella, el eco sordomudo en el viento desoído se volverá el silencio de los murmullos. Porque deveras que sí y como suena a contradicción, el eco sordomudo, el viento desoído y los murmullos son este silencio que me traigo por dentro desde que me llamaron Aparicio. Y en los nombres y en el apellido comulgo, calladamente, la penitencia de mi silencio. Por eso, desde que me echaron a andar a solas por el mundo, desde que me privaron de todos los nombres de los caminos, de todos los nombres de los pueblos y de todos los nombres de la gente que he conocido, la desolación no ha sido más que la soledad y la vida no ha sido más que la muerte; por eso el silencio, por eso mi nombre. Por eso, por donde voy, es el llano en llamas.
Nino Gallegos. Poeta y periodista. Su libro más reciente es En el país que no sabíamos de ti.
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El cementerio del Golden City
Jesús Chávez Jiménez Para Marthy Crawford, almirante de la Real Fuerza Naval, en memoria de su padre.
E S E DÍ A , 15 DE DIC I E M B R E DE 1 8 9 0 , E N L O S A S T I L L E RO S DE S A N F R A NC I S C O, C AL I F OR N I A , E L A L MI R A N T E J OH N C R AW F OR D TU VO U N A E PI FA N Í A : «VOY A MOR IR PRON TO ». S U C OR A ZÓN DIO U N V U E L C O, PE RO VA L I E N T E C OMO E R A , DIJO H AC I A S U S S IL E N C IO S : « Q U E S E A L O Q U E T E N G A Q U E S E R » . C L AVÓ L A MIR A DA E N U NO DE L O S C IN CU E N TA M A R I N E RO S Q U E L A E M PR E S A G OL DE N M I N ING L E H A BÍ A E N T R E G A D O E S A M A Ñ A N A . « E S E N E G RO N O M E G U S TA — S E DI J O— . T IE NE E L RO S T RO DE L A M A L DA D. » T E N DR Í A R A ZÓN M Á S T E M PR A N O Q U E TA R DE . Al día siguiente, el 16, Crawford emprendió una larga travesía a bordo del Golden City, un barco de manufactura inglesa. No era un barco cualquiera: en sus orígenes había sido construido como acorazado para la Marina Real Inglesa. Después de diez años fue comprado por el consorcio minero integrado por capitales ingleses y españoles para trasladar oro de San Francisco, California, a Puerto Vallarta, México. Habilitado con una amplia bodega que podía trasladar sin ningún problema 100 toneladas de carga, su descripción somera de desplazamiento era de 1770 toneladas, 69 metros de eslora, casi 11 metros de manga y cuatro metros y medio de calado. Su propulsión, con dos máquinas de vapor de doble
expansión, cuatro calderas y dos hélices, le otorgaba una potencia de 2500 hp, 17,5 nudos de velocidad y una autonomía de siete mil minutos a 10 nudos. El Golden City era una nave hermosa e imponente. Y ahí, frente al timón, el gran almirante inglés John Crawford, con una trayectoria sin par tanto en África como en América. Un lobo de los siete mares. A las seis de la mañana, Crawford dejó el puerto californiano, pilotando magistralmente el Golden City en un viaje de cincuenta días. Su destino final, Puerto Vallarta. Transportaba 75 toneladas de oro puro. El almirante pasó toda la mañana trazando su viaje. De vez en cuando levantaba la vista y veía en el horizonte esa hermosa ciu-
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dad, que lo acogió como su hogar, donde vivían su esposa Jocelyn y su hijo Marthy, de diez años. Por la noche cenó, en compañía del contramaestre, cangrejos a la vinagreta, un troncho de salmón y deliciosos espárragos, acompañados de una copa de vino y una intrascendente charla. Durmió plácidamente y sin temores, solo con el deseo de cumplir su misión: retornar a casa. Al día siguiente, la misma rutina. El 17 de diciembre, la nave, en su marcha incesante, pasó por Ensenada. Densas nubes cubrieron la ruta. Un frío brutal le caló los huesos a la tripulación. Crawford salió temprano, solo un rato, de su cabina. Disfrutaba su té de manzana con canela. Observó las pequeñas casuchas que se levantaban en torno a ese puerto natural. Más adelante vio un grupo de ballenas grises que seguían su misma ruta, en busca de aguas cálidas. El almirante pensaba en su esposa y en el pequeño Marthy. Aspiraba ese aroma único del viento: la brisa marina. Admiraba también los espectáculos de las ballenas en sus danzas amorosas y los sonidos que emitían, cual arpegios de una pieza musical de excelencia. El día 22, lo mismo: paisajes, sonidos marinos, atardeceres esplendorosos, con la compañía silente de esa costa árida que es la Baja California y las imponentes islas de un océano Pacífico legendario. Esa noche su presagio haría su primera llamada. A las once tocaron a la puerta de la cabina de mando. Crawford abrió con recelo y, frente a él, se encontró al cocinero, German Lucas, acompañado del negro Thomas, quienes, desafiantes, lo encararon. —¡Ya nos tiene hasta la madre esa comida que traemos! ¡No queremos ni cangrejos ni espárragos! ¡Queremos carne y quesos! —Acepto el reclamo —dice el capitán con elegancia—. Buscaré un puerto de abrigo y de abasto y resolveremos el problema. Todo volvió a la normalidad. El 23, víspera de Navidad, el Golden City entró con su preciosa carga a una zona de aguas turbulentas en el canal de San Pedrito. Como a las tres de la tarde, el zangoloteo del barco era normal, tranquilo. A las doce de la noche, de nuevo los golpes bruscos en la puerta. «Otra vez este negro del infierno», pensó Crawford. El cocinero, ahora acompañado de los cuatro vigilantes del barco, soltó la noticia: —¡Entréguese preso, capitán! ¡Vamos a quedarnos con el barco y con el oro! No oponga resistencia.
Al decirlo, los cuatro vigilantes lo amarraron de pies y manos y lo ataron en la verga del Golden City. Toda la madrugada estuvo Crawford amarrado. El frío le traspasa la ropa. «Este es mi destino —reflexionó el destituido almirante—. No puedo hacer nada contra este motín.» Pensó en los suyos; en su vida; en sus honores; en sus días en la academia; sus paseos por París, por Luxemburgo, por la vieja, pero enigmática, Sidney. «Adiós —dijo con amargura—, adiós a los sueños de ver a mi hijo convertido en un almirante. Adiós a todo.» Esas cavilaciones le alcanzaron hasta las seis de la mañana, cuando el portentoso Golden City se adentró en cabo San Lázaro. Fue ahí donde la sombra oscura de Thomas se le acercó. —Lo asesinaremos antes de la cena de Navidad, capitán. Reorientaremos el rumbo y en Clipperton descargaremos el oro y nos repartiremos el botín. Y se lo digo, capitán, para que no se muera con la duda. —¡Maldito pirata! —gritó Crawford. La carcajada inmensa de Thomas Jaques se alejó triunfante, pero no alcanzó a llegar a su camarote, pues un fuerte estallido cimbró el barco. Empezó la verdadera tragedia. Fueron zarandeados por una marejada tan fuerte que la tripulación traidora no supo qué hacer. El cocinero, habilitado como capitán en el motín, rodó por la cabina, salió despavorido y tropezó en la estampida. El negro Jaques pensó de inmediato en desamarrar al capitán Crawford para que afrontara el momento de crisis. Nunca pudo, porque un fuerte remolino se tragó el barco de un solo bocado. En pocos minutos el Golden City dejó de recibir la luz solar directamente para pasar a formar parte del cementerio marino en el fondo del mar. «Señor mío, bendice a mi esposa y a mi hijo y apiádate de mi alma. Padre nuestro que estás en los cielos…» El punto donde quedaron los restos del famoso Golden City es conocido como El Cementerio. Ahí se encuentran decenas de barcos de gran calado como este. Las coordenadas exactas las sé, pero no las digo porque, en los últimos días, buzos diestros han incursionado en busca de las setenta y cinco toneladas de oro. El Instituto Nacional de Antropología e Historia ha hecho lo suyo, cuidando el sitio. Pero también sé que, en una casa de California, en Estados Unidos, hay una familia que…
Jesús Chávez Jiménez. Estudió Ciencias Políticas y Administración Púbica en la UABCS y cursó la Maestría en Educación en la Universidad Internacional de La Paz.
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Carta abierta a la supercivilización aparencial J ua n Pa b l o R o c h í n Patria: tu mutilado territorio se viste de percal y de abalorio. Ramón López Velarde
S UAV E PAT R I A , T I E R R A I DE A L I S TA , DE DI F E R E N T E S N ATU R A L E Z A S Q U E C ONV E RG E N F E CU NDA S E N T U S E N O, S É Q U E I N T E N TA S S A LVA RT E DE U N A N A R Q U I SMO C OL E CT I VO AU TO C OMPL AC IE NT E ; DE OB S OL E S C E N C I A S T E C N Ó C R ATA S Y E C ON OM I S TA S Q U E C ON SIDE R A N L A CU LT U R A U N M A L IN N E C E S A R IO. B I E N C OM PR E N D O Q U E L O H AC E S , A V E C E S , DE SDE L A OMNI S A PIE NC I A DE L A H I S TOR I A DE B RON C E . PAT R I A , DE S P U É S DE L M A L Q U E L A IN TOL E R A NC I A , L A E MBU S T E R Í A , L A S DEPR AVAC ION E S Y L A E S T R E C H E Z DE C ON C I E N C I A S T E H A N C AU S A D O, SIE N TO —¡ DE CL A RO C OMO PR I N C I PIO F U N DA M E N TA L DE M I E S PÍ R I TU ! — Q U E NE C E SI TA S DE L A C ONFI A NZ A DE TOD O S N O S O T RO S PA R A S A L I RT E A L PA S O. S I E N TO, A DE M Á S , POR IN S A NA C O S T U MBR E MOR A L I Z A N T E , L A U RG E N C I A E X I S T E N C I A L TU YA DE D OL E R , E S DE C IR , DE E JE R C E R L A VIDA , DE PROL ON G A R E L Í M PE TU DE L A MOR E N N U E S T RO S I S T E M A N E R V IO S O : DE E X PA NDIRT E , DE SE RT E , DE T R ATA R S E N C I L L A M E N T E E L C ÓDIG O DE L J U IC IO A VOL U N TA D Y C ONV E NIE NC I A PA R A MINIMIZ A R L A S MOL E S T I A S M I L E N A R I A S I N T R Í N S E C A S A L A S FA L L A S Q U E AT R AVIE S A N T U R E A L IDA D.
15 Muchos hombres atormentados por la heroicidad palaciega de las letras te frecuentan desesperadamente desde el imperativo místico del arte y la filosofía; unos, por ejemplo, resucitan con frescura ensayística el hábil discernimiento del «alter ego» para extraer de tus fibras meditaciones sabias, convicción humanística que nos llama a despertar, a trabajar sin fatiga por el bienestar colectivo, a lograr un pensamiento crítico que genere tendencias educativas de vanguardia, que realice políticas públicas eficaces, que dé luz suave a la diversidad cultural; pero existen otros intereses en el camino incapaces de prodigarle su entusiasmo a los mitos y dar salida así a su propia esencia. Además, presiden con desconcierto el estado de las cosas vanas y pasajeras desde la información nociva de estúpidas teorías sin imaginación que asquean a los medios masivos. Se multiplican, se contagian de apariencia, de delirio. Factores que le restan excepcionalidad al progreso. La fogosidad de la ocurrencia mecánica, cotidiana casi, le da su vacua sabiduría al sentimiento vulgarizante. ¡Es tristísimo reconocerlo! Nada más lóbrego, según parece, que la vasta pretensión idealizada. Ignorar la gravidez de la inspiración1 resulta el espectáculo más dramático de una ceguera colectiva que igual se refugia en la particular virtud de la catarsis futbolística los domingos en familia. Último reducto de la vanidad y el ego. ¡Yo esto, yo lo otro! ¡Yo en llamas, yo mi propia frontera! ¡Yo mismo, Patria! Ciertamente desconozco mi destino. Me detengo un poco en el quicio de tu himno:2 veo en él mutismos exclusivos de una esencia de hombres solitarios, molinos de viento que arremeten contra el ocaso. Veo, por ejemplo, funcionarios que sustraen su vanagloria sin devengar honorarios sacando ventajas personales desde las ajetreadas oficinas gubernamentales. ¡Todos somos corruptibles de una u otra forma! Veo explotación contra los trabajadores ordinarios. Hiere serlo. El andar titubeante de mis vecinos lo confirma. ¡Austeras criaturas anarquistas! ¡Al diablo todo eso, Patria! La atmósfera que contenía el trueno durante tu incomprendida revolución ha sido traspasada en su significante. Percibo, empero, un puño de versos fálicos en la letra de tu himno, ¡no imponen sino su ultimátum! «Y retiembla en tus antros el grito de tus hijos, al sonoro rugir de metrallas compatriotas». Son versos que cumplen, ¡sí!, con penetrar por costumbre una postura fervorosa, francamente desfasada, poco reconocible en la actualidad. Su razón más extensiva se resbala de oídos juveniles que ni entienden ni les importa, sin coraje.3 Por lo demás, mutilado se halla su código a causa de un habla anacrónica, donde vegeta —en nuestra ignorancia— el acto de un mundo posible. Nada más indiferente acaso. Mis propensiones pueden ser rudimentarias, quizá; creación locuaz en medio de la impotencia espiritual que nos delata. Intento, es verdad, ser confusión en mis simulaciones, mercancía desinteresada del diálogo, amor libre sin sanciones, pabellón de la conciencia disfrazada de ideales, ilusión prestada al com1 2 3
Consecuencia ultraterrena de la intuición. Nuestro mundo a veces. ¡Qué drama más impresionante!
patriota, hostilidad resultante de la carne y las pasiones; pero, entonces, reconozco el muñón de esta palabrería, movida por un extravío de la fantasía y los prejuicios brutos. Conspiración egoísta que embarga a solas a los faltos de gracia. Pretensión en plenitud de fuerzas me supongo. Palabra por palabra, me siento atraído por la emoción de mi fe a las ciencias del hombre, ¡a un despertar emancipado! Mi lucha con otros seres, Súper Patria, tan opresiva como el sufrimiento interior, se reviste de otras subjetividades. Baso esta contingencia mediante un sitial literario demasiado curioso: el ensayo genitor, desprovisto de tamborileos salvajes, donde emana el asombro y la mente curiosa trasluce su vital anarquía embriagadora de entusiasmos. Una aparente trinchera conceptual encaminada a ostentar el advenimiento del hombre moderno y sus softwares virulentos, sus privatizaciones económicas, sus copadas funciones cognitivas y sus nuevos pragmáticos políticos los cuales le enseñan los dientes al dulce sueño capitalista de las sociedades contemporáneas. Barruntos hinchados de compromisos sociales y confusión tremenda. En lugar de hablar de f[r]icciones verbales concebidas como excusas del libre albedrío para gastar nuestras incursiones al santuario estéril de la animadversión. ¡Qué espanto! Sí hay demasiada emoción en estos atributos, pues un halo invisible de voracidad los degenera. Antes entiendo la dignidad como un propósito fértil y accidentado. Ahí purgo la expresión más onerosa de los sentidos. También trabajo la cordura, desangro el miedo patrio en estas líneas salpicadas de preocupaciones; desprecio con toda mi alma —¡lo admito!— ese pernicioso nihilismo incapaz de argumentar la ignorancia socrática, pero cabeza hueca también para sugerir en un ensayo propositivo una pizca de solidaridad, cualidad ética de todo ser humano. Maniatado por la inopia cibernética que atrofia al teclado con que escribo, destilo hilaridades, bromas, juicios marginales, escepticismo somnoliento en estas páginas. Reflexiono, acomodado casi incómodo en el rellano de la cama, mientras el crédito de mis conquistas me apalanque la compensación de una esperanza a modo de principios. Amnesia reciclable que se esboza en pequeños comienzos cada día. Admiro, patria de percal y de abalorio, el frío profesional de la cautela, la estrictez vehemente de tus buenos catedráticos universitarios.4 Me embelesa, ¡sí!, el conjunto de astros suspendidos en el cielo increíble de la bóveda celeste que es la cultura; admiro también el límite capaz de los hombres y mujeres reaccionarias de este país, la conversión incontaminada de las amas de casa para sostener un temperamento místico en el regazo. El manojo de teorías instintivas como la que aquí se reputa, me permite alimentar una aureola anárquica en función de la victoria. 4 ¡No esa mácula infeliz de mequetrefes que deambulan ensoberbecidos arrastrando las nalgas!
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He de aclarar, a todo esto, que me dan pavor los sacrificios pueriles. Asco las avaricias desmedidas. Repulsión la incapacidad de nuestros gobernantes quienes, con sus derrotas, incitan a la deslegitimación del prestigio colectivo. Sé, en cambio, cómo la precariedad continua que surge de las falsas «oportunidades para todos» institucionaliza la violencia del contrapoder. Deviene en crisis. Preocupa, asimismo, la descomposición de fondo de la Justicia quien se vende como puta pintarrajeada al mejor postor, mientras el niño, la mujer y el hombre5 son quienes esperan por una firma frente a las puertas de un juzgado burocrático que los hace perder las horas. El optimismo, a causa de estas declinaciones, cuesta experimentarlo a detalle. Nunca los conflictos personales de los hombres se deterioraron al máximo. Y es más: ¡desprecio los comerciales televisivos que incitan a creernos que «no pasa nada»! ¡Odio los partidos políticos que asimilan la pobreza como fundamento del acto heroico de sus campañas redentoras! Rechazo la inocente conciliación del pensamiento «positivo» y la grandeza encaminada por la fuerza intrascendente de los semas masivos: tu ¡revolución ha sido instituida de vergüenzas! Súper civilización de la apariencia, ¡este soy yo! ¡Esta mi lucha coeterna contigo! ¡Mi trinchera vociferante, mi insurrección disimulada de palabras! ¡El fin por los medios! ¡Obstinación inflexible! ¡Este mi coraje sostenido, una anarquía de silencios creadores! ¡Soy la suma aterrada y corregida de todos mis ancestros! Lleno de ardor, extravío en tu vientre la nostalgia decidido a ser mejor humano, ¡a motivar el juicio de las mayorías! ¿Cómo? Déjame te explico: el anarquismo implícito se concibe mediante una conducta paciente, aunque reniegue de la sociedad que le ha dado a mamar conformismo, pero manifiesta un mundo de principios capaces de sacar del letargo a los indiferentes. Y de paso, un temperamento especulativo lo empuja a la realización de una conciencia plena de sí. Creadora de realidades alternas. 5
Con impotencia en sus gritos ahogados.
La promulgación de un anarquismo en teoría justifica al humano empírico. Su motivo tiende a representar criterios personales desde el nivel de la relatividad y el espíritu. Es una predisposición basada en juegos del lenguaje, en ideas a las que se les apoya un discurso de valoraciones y juicios sociales. De mi parte, no existen epistemologías últimas ni conceptos excluyentes para enunciar los problemas del mundo. Tomémoslo así: no es caos, ni ese mediocre lema que reza: «¡El pueblo al poder!» ¡Por Dios! ¿Qué haría el vulgo con las armas y las leyes? La fuerza es peligrosa en manos estúpidas. ¡Nada de eso! Al contrario. Es más bien un pensar independiente. No es izquierdismo, quede esto muy claro. Es familia. No marxismo, ni erudición impresionista, tampoco ese afán acéfalo que defiende un conservador nihilismo malintencionado, ni efervescencia al calor de los ánimos; jamás será un discurso a la orden del caos, ni anacronismo fenoménico ni nostalgia por el siglo que ha pasado a formar parte entre los muertos. No hay en el camino futuro un nuevo orden de las cosas que están siendo, ¡ni siquiera aquel fundamento que a estas horas ya ha sido traicionado por mexicanos ulteriores! En teoría, este anarquismo es una relatoría de formulaciones entramadas en el pensamiento. Copiar y pegar reinterpretaciones del pasado, o mejor dicho, la muerte virtual del autor contemporáneo. Es un develar literario pero sin el concurso de héroes ni mecenas modernos que se disputan la orfandad del perspectivismo ensayístico. Me explico: no se halaga aquí una contracultura inoperante; sino un intento de socavar la intelección provocadora. Acuso a las pulsiones del alma para resarcir un principio y fin de las pasiones, a la palomilla de luz que ronda la lámpara con la que estudio, a aquello taciturno que constriñe deseos de dejar la propia huella plasmada sobre la ciénaga de los renunciamientos. Patria, profeso una imaginación inaguantable como estandarte de subsistencia. No esa fantasía errática de los simples soñadores, sino imaginación creativa. Vagar por las dudas es lo mío, no tengo remedio. ¡Todos somos un poco anarquistas en el fondo!
Juan Pablo Rochín Sánchez. Es autor, entre otros, de los libros: El país de las espinas, El hombre de las manos de nube y Cuentos vagamundos.
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Rubén Manuel Rivera Calderón Y la poesía, esa palabra Nube de doble filo, espejo de dos caras, imagen y sonido, emoción y conmoción, flexión y reflexión. Acompañada soledad que define al mundo, lo pare y acota, le da luz y sentido, lo amamanta. Es forma vaga, sombra moribunda, un libro de mar: la verdadera esfinge que pregunta en cada ola. Fusión incondicional y fisión indispensable, aproximación, apetito paralelo, verbo montado sobre los fieles amantes del tren. Celebración (borrachera). Corazón y corazón, pulsión y manipulación, aprender y aprensión, comprender y reprender, aprehender (capturar) y liberar: es un río capaz de desandar sus propios pasos. Esperanza nihilista. Su definición básica apunta siempre hacia un sur desértico y mítico, muy norteño. Rosa de los vientos deshojados (sin hojas) y desojados (sin ojos). Ceguera clarividente. Letra y sonido. Nos comprende y emprende, nos incluye y excluye: nos saca del asombro para que podamos reproducir y extinguir, desear y matar; para que podamos crear lo latente, especular. Es ala independiente, sin ave; es conclusión sin silogismo. Intercambio sublime y vulgar, moneda de tres pesos, comercio con la realidad. Nos rodea, nos cerca, nos abraza y abrasa. No es la baqueta ni la piel del tambor, es su encuentro: no existe, vibra. Sale de sí misma para verse en un laberinto de espejos, siempre vacíos y empañados. Más que encuentro, es tropezón; bullicio de voces miedosas (al final de fiesta, todos regresan a casa en silencio y amanecen crudos). Aunque se construya desde la más estricta intimidad, el resultado es colectivo. Navaja adolescente, imprime su huella en la corteza del aire; nube de doble filo y doble pecado. Crea sus propias arenas movedizas; las ambigüedades que le muerden la cola, la atan de manos, preparan la horca y abren la trampa de los besos. Es arma caprichosa y distraída en manos de un tirador preciso. Cuando dice soy, admite todo lo que no es; cuando dice voy, se aleja por los demás caminos; cuando dice «tú», sabe del miedo, de la atracción por el abismo que te hunde el esternón. Es un puente que une a dos fantasmas. De ese puente, se ocupa el poeta; de los fantasmas, solo ellos.
Por ejemplo Por ejemplo, tengo una mariposa, pero la mariposa es un gusano con alas de tigre. Entonces me quedo sus alas, pero las alas son como velas. Entonces tengo un barco, pero los barcos son como nubes ebrias de viento. Entonces tengo un cielo, pero el cielo es como un lago. Entonces tengo un espejo, pero el espejo se rompe. Entonces tengo un llanto, pero el llanto tiene un porqué. Entonces tengo una pena, pero la pena es una herida. Entonces tengo sangre y la sangre mana como tus ojos, palpita como tu vientre, fluye como tu voz, borbotea como tu risa. Entonces te tengo a ti, con velas cargadas de lluvia, ventanas de agua y aire; sangre que pasa como nube y se rompe en versos que corren nerviosos sin saber a dónde; porque, por ejemplo, tengo una mariposa que es un tigre, y un tigre es un tigre.
Rubén Manuel Rivera Calderón. Su libro más reciente es La casa que desea ser barco (issste-Cultura, Palabra Viva, 2015).
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Como si fuera un montón de piedras Isaac López H E P E N S A D O M U C H O E N L A N O V E L A , L O Q U E E S I G UA L A DE C I R Q U E H E P E N S A D O M U C H O E N L A M U E R T E : E N L A M Í A , E N L A DE C A DA U N O DE E S O S P E R S O N A J E S . L A P R I M E R A M U E R T E E S , P OR S U P U E S T O, L A DE L AU T OR , E X P U L S A D O E N L A C R I B A P OR L A Q U E PA S A R O N L A S T R E S C I E N TA S PÁG I N A S OR I G I N A L E S Y G R A C I A S A L A C UA L F U E R O N E L I M I N A DA S M Á S DE L A M I TA D DE E L L A S . F U E U N A M U E R T E Q U E P O S I B I L I T Ó L A E S C R I T U R A P OR Q U E , S I E L E S C R I T OR E S L O S U F I C I E N T E M E N T E S E N S AT O, E S O E S P R E C I S A M E N T E L O Q U E H A R Á : M OR I R A N T E S DE L A P R I M E R A PA L A B R A , A S E G U R A R S E DE E S TA R AU S E N T E E N E L R E S T O DE L T E X T O. Q U I Z Á E S A H AYA S I D O L A M U E R T E M Á S I M P OR TA N T E . No es mi intención construir una jerarquía fúnebre: no sé ni siquiera si tal cosa es posible. Sin embargo, es indiscutible que el momento en que Juan Preciado pierde la vida es esencial en la trama: hacia su muerte lo conduce cada paso que da hasta ese punto de la novela, como si hubiera estado buscando no a su padre, sino el lugar y momento apropiados para dar el último aliento. Su muerte, por otro lado, abre las puertas del purgatorio para que, ahora sí, el lector pueda adentrarse en ese mundo entre mundos para terminar de confundirse y acaso entender algo, lo que sea, a partir de la tercera lectura. Lo más importante, a pesar de todo, es que Juan Preciado murió de miedo. Lo mataron los murmullos. Esto no se debió, es necesario apuntarlo, a un mero susto, un instante eléctrico, un relámpago, una repentina convulsión de esas que, ahora todo mundo cree, son capaces de parar el corazón
de un hombre. A estas alturas he llegado a una conclusión distinta: nadie muere de un susto. No, qué tontería. Es, en cambio, el miedo el que nos mata. No es casualidad que, ante el mismo sobresalto, el viejo caiga vencido mientras el joven se mantiene en pie: el miedo nace con nosotros, dentro de nosotros, como la sangre, y nos hace soltar el primer llanto; pienso que el momento de abandonar el vientre para comenzar a respirar el aire no sería tan abrumador si antes no hubiera crecido con nosotros algo más porque, desde que hinchamos el vientre de nuestras madres, ahora lo sé, nos acompaña el miedo. A Juan Preciado no lo llenó esta angustia tan rápidamente como pudiera parecer, como el agua aumenta el caudal del río durante la tormenta. No, más bien, desde que su madre, compartiéndole sus recuerdos, le anunció que llegaría la ocasión de ir a Comala guiado tan solo por un murmullo, el de su madre, para ir a encontrar otros que terminarían
19 por dejar sus pulmones sin aire. Desde ese entonces, a Juan Preciado le creció el miedo adentro. Este miedo nos invade, se apodera de nuestra carne conforme transcurre nuestra vida. A unos los somete más rápido que a otros: esto es tan cierto como que Juan Preciado no era un anciano cuando murió, pero aun así se desbordó su miedo esa noche en la que no pudo rogar a Dios por ninguna de las ánimas a su alrededor. Cada quien tiene su momento de sucumbir, de morir. Yo siento mi propio miedo alimentarse de mi cuerpo, convertirse en mi cuerpo, y cuando la sustitución sea completa, entonces tal vez llegue mi hora. Hace un buen tiempo que ignoro lo que es caminar por la calle sin pensar en la fragilidad del cuerpo humano, en la posibilidad de que cualquier objeto de más de una pulgada, usado con precisión, pueda interrumpir la vida del hombre más vigoroso; puede ser un objeto aún más pequeño si viaja con la velocidad suficiente, o una entidad microscópica, un tipo de vida que le costará la suya al organismo que la alberga y le da sustento. Pero, ¿nos mata el objeto, el daño que ocasiona en nuestro cuerpo, o el miedo agazapado que de pronto salta y nos sobrepasa al encontrar la oportunidad que con tanta paciencia se hallaba esperando? Creo que dedico mucho tiempo a estos pensamientos. Recuerdo: Susana San Juan, ¿no murió de miedo también? Esa presencia se hizo patente en su infancia cuando colgaba de la soga y su padre, Bartolomé, la hacía ir aún más abajo en la oscuridad; entonces ella tomó en sus manos la calavera que se deshizo en sus manos: ahí estaba el miedo. ¿Qué otro motivo la llevaba a purificarse en las olas del mar sino esta angustia alojada en su interior? ¿Por qué Susana San Juan no lloró cuando le anunciaron la muerte de Florencio ni cuando se enteró de la muerte de Bartolomé? ¿Por qué creó la fantasía de una última visita del alma de su padre con el propósito de despedirse de ella y por qué la poseyó en sus sueños, como una fiebre, el espíritu, la memoria de Florencio? Tal vez sucedió así porque ella sabía que llegaría el momento de enfrentarse no solo a su propia muerte, sino también a la de los otros. No podría jugar a la locura para siempre porque en algún momento vendría el juicio de Dios y el entendimiento de otras sentencias ya dictadas, incluyendo la de su madre, muerta sin amigos una mañana demasiado alegre como para ponerse a llorar. Por eso, cuando el miedo le fue innegable, Susana San Juan no pudo soportar el llanto de Justina y, enseguida, murió. La novela también me ha hecho considerar que el anuncio de una muerte no es solamente eso, sino que es la muerte misma. Dolores Preciado muere cuando su hijo Juan nos lo cuenta, no cuando él sostiene las manos de su madre entre las suyas. Miguel no muere cuando el Colorado es incapaz de saltar el lienzo de piedra sin miedo: lo hace cuando doña Eduviges le dice que su padre se retorcerá de dolor cuando se entere, cuando muera de nuevo al ser anunciada su muerte otra vez. Años después, ya muerta, será la misma Eduviges quien se encargue de Abundio al decirle a Juan Preciado que ese hombre no puede seguir con vida. La madre de Pedro muere en su funeral y
después muere el padre cuando ella, aún con vida, le comunica este hecho a su hijo; por eso él nada más alcanza a preguntarle: «¿Y a ti quién te mató, madre?». Es él, y no Miguel, quien acaba con el hermano del padre Rentería al recordar su muerte, y es el sacerdote quien termina con la vida de Eduviges al negarle la salvación porque se ha suicidado; también, al entregar al niño Miguel a su padre Pedro, por un momento lo deja huérfano al decir que la madre ha muerto. Damiana Cisneros ahorca a Toribio Aldrete cuando identifica como suyos los gritos que no dejan en paz a Juan Preciado y, cuando le cuenta a este sobre su hermana Sixtina, la mata a sus doce años. Ella misma, Damiana, no muere realmente defendiendo a Pedro de Abundio Martínez, sino mucho antes, o mucho después, como queramos verlo, cuando, al desaparecer, es incapaz de contestarle a Juan Preciado que está viva. ¿Muere él cuando lo abandona el aliento o cuando Dorotea, muerta por sus propias palabras y enterrada con él, le confirma su fallecimiento? Don Fulgor asume la responsabilidad de la muerte de un sujeto sin nombre y se la arrebata a Miguel, cuando habla del asunto con Pedro y también toma la vida del Colorado al aceptar las órdenes de su patrón. Uno de tantos muere cuando habla en voz alta y dice que el señor Pedro no tenía intención de matarlo, como no sucedió con esos otros tantos. Pedro deja viuda a Susana San Juan cuando piensa en el difunto esposo y, aunque parezca que la novela dice lo contrario, no es él sino Justina quien deja sin padre a Susana al anunciarle su muerte. Y ella no muere frente a nuestros ojos, con la cabeza hundida en el vientre, sino en boca de Dorotea antes, o después, ya que el tiempo es aquí más bien un discurso y no una medida. Por otro lado, el Tartamudo mata a don Fulgor Sedano al contar cómo atestiguó su muerte. Abundio Martínez compra algo de alcohol para olvidarse de la muerte de su esposa y así termina de matarla; y por último, o quizás, el primero, don Pedro muere a manos de Abundio, uno de sus tantos hijos, pero no lo hace al final de la novela, herido por el cuchillo: esto sucede en las primeras páginas, después de ser definido por Abundio como un rencor vivo. También puede ser cierto que hay personajes que mueren varias veces y, si esto es así, puede ocurrir que cada uno de nosotros muere más de una vez. O quizá la memoria es una manera de mantenernos con vida y, de algún modo, los habitantes de Comala aún respiran y siguen con sus murmullos. ¿Cuándo moriré yo y cuántas veces? ¿He muerto ya o, a través del recuerdo, la lectura y el homenaje, insisten en no dejarme ir? Moriré, de seguro, cuando por fin se olviden de mí y de Pedro, o cuando el miedo me sobrepase y mi cuerpo caiga al suelo sin que pueda hacer nada más que desmoronarme, yo también, como si fuera un montón de piedras.
Isaac López (Culiacán, 1985). Aparece en la antología A fin de cuentos (2006, colección «Palabras del Humaya»). Ganador del Premio Nacional Sahuayo de Literatura en 2009.
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luis Alfredo gastélum Credo Creo en los superhéroes como quien cree en Dios y ora en la oscuridad suplicando ayuda. Creo en su poder, esa virtud esclava, y en su debilidad, ese acertijo. Bestias insomnes, búhos diurnos, omnipotentes, omnipresentes. Creo en el salvamento, en la hora súbita en la que el bien es un perro enfermo y el mal un tridente que lo fustiga y lo hace lamer los huesos de la tierra: creo en el final feliz que esta historia nos depara; creo en eso, en el arribo de ese ser temible y poderoso, en su infalible forma de abatir lo que odia y, a veces, lo que ama. Creo en los superhéroes, en la pertinencia de su anonimato, en sus enemigos sin familia, en sus armas de destrucción masiva y de construcción azarosa, en la posibilidad que tienen de destruir el mundo y como a un mirlo triste exprimirlo.
Viñetas del primer súper amor Uno Ya tengo novia. Es una heroína. Se llama igual que YO: en femenino. Sabe volar, sumar, restar, dividir a su favor el silencio; sabe multiplicar mis esperanzas. No ha derramado una gota de sangre, presume mirando el suelo. El primer beso de ella se aproxima; ayer su boca electrocutó mi mejilla izquierda y YO perdí el poder por un instante. Adoro su capa escolar, su radiación, sus transiciones, el sudor de sus manos, adoro ver su alegre villanía cuando estampa en las comisuras de mis labios tres puntos suspensivos...
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Diente de leche Hoy perdí mi último diente. No me debilité, no lloré como la primera vez. Surgirá otro en el hueco de mi encía con otro esmalte, con caries, y será más fuerte que el que hoy perdí porque «perder es ganar» escribió ayer, todavía oloroso a whisky, el maestro. Perdí el diente a la hora del recreo, cuando todo se pierde: monedas, partidos de futbol, sangre, mujeres, edades y dientes. No lo dejaré bajo la almohada, no le daré ese premio al ratón. Me pertenece. Me pertenece mi pérdida reciente, me pertenece este pasado que muere y hereda un nuevo poder. Diente de leche, diente de león, rayo de mi voracidad, lo perdí en una lucha contra mí mismo mientras sonaba la campana de la escuela al compás de mi silencio tras una ridícula declaración de amor.
Luis Alfredo Gastélum. Su libro más reciente es Yo, superhéroe (2017).
Música del oeste Noel Martínez Rubio Un vaquero cabalga a toda prisa rumbo a los cañones de Sierra Nevada. Viene del condado de Westrock. Ha cometido alguna hazaña heroica; para otros un crimen deleznable. A todo galope va dejando una estela de polvo. Sobre esa estela, una música que todavía no existe acompaña al jinete, oculta a sus oídos y a su espíritu sumergido en el misterio del momento. Tiempo después, un músico logra representar la esencia de esa escena en la banda sonora para una película del oeste. Después de todo, la música es ajena a parámetros de tiempo y espacio. La música siempre nos habla de algo perdido y en esa añoranza de lo perdido, su objeto se revela en su forma prístina.
Noel Martínez Rubio. Narrador. Autor de Miedo a los humanos.
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Poemas de Galway Kinnell Traducción de Óscar Paúl Castro 4
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It is all over, little one, the flipping and overleaping, the watery somersaulting alone in the oneness under the hill, under the old, lonely bellybutton pushing forth again in remembrance, the drifting there furled in the dark, pressing a knee or an elbow along a slippery wall, sculpting the world with each thrash — the stream of omphalos blood humming all about you.
Her head enters the headhold which starts sucking her forth: being itself closes down all over her, gives her into the shuddering grip of departure, the slow, agonized clenches making the last mold of her life in the dark.
6 The black eye opens, the pupil droozed with black hairs stops, the chakra on top of the brain throbs a long moment in world light, and she skids out on her face into light, this peck of stunned flesh clotted with celestial cheesiness, glowing with the astral violet of the underlife. And as they cut her tie to the darkness she dies a moment, turn blue as a coal, the limbs shaking as the memories rush out of them. When they hang her up by the feet, she sucks air, screams her first song — and turns rose. the slow, beating, featherless arms already clenching at the emptiness.
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Todo ha terminado, pequeña, los vuelcos y giros, los saltos líquidos de campana, sola en la unidad absoluta colina abajo, debajo del solitario ombligo milenario, empujas de nuevo hacia delante, recordando las corrientes oscuras y lentas mientras te acurrucas y con una rodilla o con el codo presionas la pared resbalosa, esculpiendo el mundo en cada movimiento — una corriente trepidante de sangre umbilical, vibrando, te inunda.
Su cabeza entra en el túnel, que empieza a jalarla hacia afuera: se amolda perfectamente a su cuerpo, según su naturaleza, y la entrega a la estremecedora presión de la partida, las lentas, agonizantes contracciones dando los últimos detalles al molde de su vida, en la oscuridad.
6 El ojo negro se abre, la pupila se enmaraña de cabellos negros se detiene, el chacra ubicado en lo alto del cerebro pulsa un largo instante envuelto en la luz del mundo, ella gira su rostro hacia la luz, un bulto de carne atónita cuajada en queso celestial, resplandeciendo con el violeta astral de la vida subterránea. Y cuando cortan el cordón que la unía a la oscuridad, ella muere un instante, se torna azul como carbón apagado, las pequeñas extremidades tiemblan mientras se vacían de recuerdos. Cuando la ponen de cabeza, colgando de los pies, súbitamente jala aire, gritando su primera canción, su piel se sonrosa, y los implumes bracitos aletean despacio, intentando aferrarse al vacío.
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7 When it was cold on our hillside, and you cried in the crib rocking through the darkness, on wood knifed down to the curve of the smile, a sadness stranger than ours, all of it flowing from the other world, I used to come to you and sit by you and sing to you. You did not know, and yet you will remember, in the silent zones of the brain, a specter, descendant of the ghostly forefathers, singing to you in the nighttime— not the songs of light said to wave through the bright hair of angel, but a blacker rasping flowering on that tongue. For when the Maud moon glimmered in those first nights, and the archer lay sucking the icy biestings of the cosmos, in his crib of stars, I had crept down to riverbanks, their long rustle of being and perishing, down to marshes where the earth oozes up in cold streaks, touching the world with the underglimmer of the beginning, and there learned my only song. And in the days when you find yourself orphaned, emptied of all wind-singing, of light, the pieces of cursed bread on your tongue, may there come back to you a voice, spectral, calling you sister! from everything that dies. And then you shall open this book, even if it is the book of nightmares.
25 7 Llorabas, hacía frío en nuestra casa en la colina, tu cuna se balanceaba en la oscuridad, y justo donde comienza la curva de la sonrisa, tallada en madera con un cuchillo, una extraña tristeza, más extraña que la nuestra, se filtraba desde el otro mundo, yo iba a verte y me ponía a cantarte, sentado a tu lado. Y aunque no podías aprehender ese instante, te surgirá el recuerdo desde las zonas silentes del cerebro, un espectro, descendiente de ancestros fantasmales, cantando en las noches para ti; no las canciones luminosas que se dice emanan de los resplandecientes y ondulantes cabellos de los ángeles, sino una canción carrasposa y oscura que desde mi lengua florecía. Y cuando la luna de Maud, con luz vacilante y débil, se asomaba aquellas primeras noches, mientras el Arquero, en su cuna de estrellas, mamaba el frío calostro del cosmos, yo bajaba sigiloso la colina hasta la ribera del río, que con un largo estruendo alcanza la cima del ser y perece, desembocando en los pantanos donde la tierra brota mezclada con frías corrientes de agua, acariciando al mundo con el tenue resplandor del comienzo. Ahí fue donde aprendí mi única canción. Y cuando llegue el día en que la orfandad te encuentre, vacía, sin el arrullo del viento y de la luz, con trozos de pan maldito sobre tu lengua, quizá mi voz regrese a ti, espectral, desde aquel sitio a donde va todo lo que muere, llamándote ¡hermana! Entonces podrás abrir este libro, aunque sea el libro de las pesadillas.
Óscar Paúl Castro. Poeta y traductor. Autor de los libros de poemas Puzzle (2013) y Poemas para leer en un camión sin aire acondicionado (2014). Ha publicado traducciones en las revistas TextoS, Punto de Partida, en el Periódico de Poesía de la unam, Espiral y Acequias.
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La habitación de doña Dexy
Fernanda Félix
S U E N A L A A L A R M A DE L A S C UAT RO DE L A M A Ñ A N A . D OÑ A DEX Y DE S PIE RTA Y VA A L A C O C I N A P OR U N VA S O DE AG UA . E N C IE N DE L A L Á M PA R A DE L A E S TU FA PA R A N O T ROPEZ A R C ON N A DA , S I R V E E L AG UA Y TOM A S U M E DIC I N A PA R A L A E S Q U I ZOF R E N I A . Hoy mamá la va a llevar al médico. Yo aprovecharé para bajar y esculcar entre sus cosas. Casi no me dejan pasar tiempo con ella. No me dan muchas explicaciones y cuando lo hacen se refieren en términos que no entiendo. Ya se van. Mamá la lleva del brazo, la acomoda en el asiento trasero de la camioneta, le abrocha el cinturón de seguridad. Ella no dice nada. Mamá cierra el portón del garaje, se sube al carro y se van. Doña Dexy está enojada. Hoy se vistió con ropa fea, yo creo que sospecha mis intenciones. Su casa está en el piso de abajo de la de nosotros, en el parqueadero. Allí tiene una cocina llena de un montón de cosas. Doña Dexy es pintora y guarda pinceles y botecitos de colores por todas partes; es como un taller desordenado pero bonito. Una vez jugando con sus pinturas en el piso de su cocina y sin fijarme tumbé un frasquito de pintura amarilla que se regó sobre su ropa. Es tan extraña doña Dexy, manché su vestido color crema que es de sus favoritos, al principio se rio a carcajadas y luego se enfadó tanto que me lanzó de frente contra la nevera. Jugamos a pintar animales y números. Ella me cuenta sus secretos y me confiesa que tiene mascotas escondidas en su cuarto. Yo nunca las he visto, por eso quiero entrar. Su habitación es oscura y huele a humedad. Si mamá se entera de que estoy en la habitación de doña Dexy me va a matar. Doña Dexy también. Qué cantidad de libros por todas partes, le diré a mamá que me compre a mí también, yo quiero ser inteligente como ella, y le diré que no quiero más esa mesita de noche de arriba, que quisiera una como la de doña Dexy una torre con libros gordos y encima una lámpara vieja remendada con cinta. Pobre-
cita doña Dexy acá sola. La humedad en la pared, deben darle miedo en las noches esas manchas color café, parecen fantasmas durmiendo. Mamá acaba de llegar. Salgo corriendo a la calle para saludarla y no puedo calmar los nervios que tengo. Pero doña Dexy no está con ella. Mamá tiene lentes oscuros y no dice nada. ¿Está enferma?, le pregunto. ¿Dónde está? Mamá me quiere abrazar pero estoy enojada, tan enojada como doña Dexy cuando le regué la pintura amarilla sobre su vestido color crema que tanto le gustaba, enojada como para querer golpearla y tirarla contra la camioneta. Entro a la casa corriendo, llego a mi cuarto y me parece sucio y feo, desde mi ventana se ve Monserrate y el cerro de Guadalupe, veo la ciudad ahí tan quieta y aburrida, miro mi mesita de noche y esa lámpara horrible de muñequitos la quiero romper en pedazos. Son las cuatro de la mañana, bajo en puntillas para no hacer ruido, está sonando la alarma y por fortuna nadie la escucha porque están todos dormidos. Entro cautelosamente a su habitación con la ilusión de que tal vez allí está doña Dexy, enciendo la lamparita rota y solo encuentro los fantasmas en la pared sacando la lengua, dos cabezas moviéndose que me dan miedo. Prendo la luz del cuarto para ver mejor, y encuentro que una de las caras es la de doña Dexy repitiendo esa palabra que aún no entiendo muy bien qué es. Mamá me lleva del brazo, dice que daremos un paseo. ¿Cómo, con doña Dexy? le pregunto, se sonríe pero yo sé que miente, siempre lo hace, me lleva de nuevo al doctor que se llama psiquiatra y me da las pastillas para los episodios que tampoco sé qué es lo que significan, para dormir, creo y para que no me haga daño. Yo voy y aunque de mala gana, acepto porque sé que mamá me dejará jugar y pintar luego con doña Dexy cuando regresemos de nuevo a casa.
Fernanda Félix. Colabora por primera vez en Timonel.
27 En los pardos, todas las noches son gatos En la noche, un gato de ojos azules se rasca con los troncos de las sombras y por sus ramas pasea sus fieros deseos; duerme panza arriba con una pata en la Luna y otra sobre el tejado. En este nocturno de musa blanca hay un felino calor en el aire, pardas estrellas brillan en el maullar de las horas, escurridiza forma que cautiva y apresa a los amantes.
José Ismael Lerma Exiliario
Recuerdo humeante Tus dedos bregan las rendijas de la noche y un nosotros de manos arrugadas limpia el espejo de una promesa. En esa fotografía que viene a mí sonrío; tengo una mirada irrepetible que no he vuelto a ver, la felicidad aún tibia por el adiós. Son tantas las palabras que reflejan el vacío de ti. Repaso el fotograma, hurgo en mi rostro esa cara. Hay un instante, un ardor de aire que eriza mi piel. Te acercas un poco, empañas mi semblante con evocaciones, creo estar a punto de reconocerte pero desapareces en el vitral humeante de la memoria. Regresamos no lo suficiente, y ya no soy el éramos cuando tú y yo.
José Ismael Serna Hernández. Premio Nacional de Poesía Sonora con el poemario Tu boca mía (2012).
«Todo hombre es ausencia…», pero más parecemos una desterrada soledad, un dócil animal que se nombra y ha de venir siempre, llega ágil, espera en pie un momento, después se sienta y aguarda que una miga de presencia salga de nuestras manos para arrebatarla en el aire; Lizalde lo dijo, cree que se llama perro, hombre, ven, muerde; pero esa figura de la que hablo pretende tener orejas y las levanta al chasquido del llamado, necesita gemir cuando escucha el llanto de una ambulancia y debe extrañar cuando su amo no vuelve; lo único cierto es que tiene las patas sucias de sangre: ha procurado remojarlas y sacudirlas sin lograrlo, viene apagado, fracasado por la roña de las calles, por desaparecidos que el sol y los días no regresan. Él vuelve vacío, tropieza en el enramado de las sombras, al fin cruza el umbral y, sin volver el rostro, se recuesta nuevamente en el mismo rincón a esperar, nombrado para venir a ser; es sin duda nuestro, lo fue sin ser regalo o compra, vino de repente como todas las carencias que migran de otros exilios a pedir solo un breve lugar donde abandonarse; se ha vuelto una cercana ausencia de cola ventosa que zarandea estas palabras.
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Tres poemas
Karla Hill Oía por las noches una voz. Salía de las paredes, Llamándola con un silencio imperceptible que se arrastraba hasta sus dedos; Ella lo tocaba. Miasma onírico en su nariz, En dilatadas pupilas vegetales asechando desde su más «yo». Esa voz aspiraba corredores, Sorbía golondrinas hasta dejar lúgubres vacíos incelestes, Deshabitados hasta por quien sueña. Despierta, oscuridad, y abre los brazos como alas; El silencio ruge en su aurora. Está sola, está lirios y begoñas, Amapolas le perfuman la piel; está taciturna, Tántrica, Embelesada, Llena de ensueños y respiraciones. Se desconoce; palpa el entorno, Acaricia su perfil de media luna y sigue sin saber quién es. Pero aparece una sonrisa que no es suya, Una sonrisa monocorde, Estirada hasta los polos, Un gesto de volcán muerto que agranda su pureza. Gradualmente, Como un líquido que toma forma, cambió. Era la misma, la de siempre, Otra vez.
Se mimetiza, Su piel elástica cambia de color, de forma; Fluye como líquido, se expande como gas. Cuando se alarga parece una rama y vive en un árbol, Entre los suaves musgos diurnos. A veces es raíz; se esconde bajo tierra, germinando girasoles, Abriéndose en lustrosos capullos capilares. Una noche fue alga y rumiaba babas verdes, Las olas lo llevaban preso entre cristales y crustáceos. Engañó insectos con sus pegajosos poros succionadores, Sus espesas espirales y rendijas de branquias conspicuas. Fue pistilo, Nube, Pétalo, Fragmento de concha; fue pasto, Zanahoria, perla; Fue la savia cíclica que ilumina. Hoy es todo en uno, Un infinito implotado en masa palpitante; Ciclópeo, Gerundio, Fugaz.
29 Miraba ventana adentro, Pasaba su mano sin ramas, Su mano del reino vegetal se asía. Era ella transparente anonimato, Cubría sus cabellos de acacias con un manto nocturno, Tan silvestre, que en su propio verde se perdía. En su piel el tiempo hacía jardines, Figuras de arena para calmar la mente, Que pendía de un pelo sobre el caos. Ella, tan catarata, tan fuente, Tan llena de cúspides y eternidades, Columpiaba sus manuscritos vacíos, Lamia sus simbólicas arritmias sobre la piel. Por la lengua un martillo le explotaba, Húmedo y oscuro como cueva; dejaba un rastro lívido tras de si. ¡Qué gris —como tormenta— era! Menos cuando abría los ojos, Rotundos, crepusculares, bajo largas vueltas de insomnio. Qué fragilidad de falanges, De sopores transgredidos; Cuántos escombros portátiles y puentes de nada a nada. Pero ella se envolvía, sin desistir, Sin enigmáticos tarareos se entumía en una postura de estatua; Siempre vida, Siempre fósil era ella.
Karla Hill. Poeta. Autora del libro Desluz (2016).
Minificciones Hortensia López Gaxiola Seminarista Llevaba dos años de nini, después de terminar la preparatoria, porque no tenía claro cuál era su vocación. De visita con sus tíos en el rancho bajó al río, la tierra estaba esponjada y el sol era muy luminoso. Se sentó entre las raíces de un álamo para ver a sus primitos bañarse, todos pequeños, algunos chimuelos. La erección que sintió fue una clara señal.
Congreso de veganos Se acercaba el momento en que debía subir a dar su testimonio y su nerviosismo era tal que pasó de comerse las uñas, a comerse los cueritos de los dedos. Las miradas llenas de odio se clavaron en él. Al unísono le gritaron: ¡Fuera!
Asalto Soy su víctima favorita y recurrente. No lo hizo una sola vez, ni es casualidad que de nuevo me toque a mí. Soy la elegida. ¿Denunciar? ¿Para qué? La justicia en este país está podrida. Soy yo a merced suya. Pasó ayer y acaba de pasar ahorita en mi casa a oscuras, pasará mañana y pasará cuando ella quiera. Estoy indefensa. En la soledad o en medio del tumulto, en noches como esta y en las mañanas soleadas, me asalta una duda.
Hortensia López Gaxiola. Titiritera. Dirige el colectivo Imaginaria Títeres.
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Gloria Gervitz (Segunda y última parte)
José María Espinasa La aparición en 1966 de Blanco facilitó que Gervitz asumiera la página como una estructura visual: la noción de Mallarmé del azar, que Paz volvió combinatoria, Gervitz se la propuso como aleatoria. El poema —y eso se acentuaría con el tiempo—, en las variaciones, funciona como un sistema de atracciones sensoriales que se estructuran como una caída en la página. Si bien en Mallarmé el movimiento vertical se sustituye por el horizontal, Paz lo devuelve, en su única página, a un orden descendente, fundado en la lectura como caída en el vértigo y la aceleración de la página. Fue una idea de la modernidad predominante en la época, presente en Poesía en movimiento, pero también, en el aspecto político, civil y social, en muchas de las reivindicaciones del 68. Blanco tenía cierta condición de partitura sobre la que el lector podía improvisar. Un ejercicio interesante era leerlo en voz alta y asumir la inclinación de interpretación o improvisación que se daba naturalmente. Un poema visual era también un poema musical. Y Gloria supo aprovechar la libertad que le daba ese sentido. La caída en la página se asemejaba a la caída en el tiem-
po. El verso se transformaba en una danza de los signos gráficos en la página, del versículo al verso de una sola palabra. Así, la sucesiva aparición de los libros de Gervitz se da en marcos distintos que condicionan su lectura histórica por la crítica: por ejemplo, la vinculación con la emergencia de una poesía escrita por mujeres —pienso en la de poetas más jóvenes que ella como Kyra Galván, Carmen Boullosa, Verónica Volkow, Myriam Moscona y Coral Bracho— a la par de un discurso feminista, aunque la mayoría de ellas fueran refractarias a su reducción a tal discurso. También, por otro lado, la disolución de una poética que ponía en su centro a la figura del poeta niño y que utilizaba como materia prima el despliegue metafórico, amenazado ya por el desmadejamiento y la facilidad. De allí la insistencia en la concentración y la capacidad evocativa, más cercana a lo descriptivo que a la formación barroca de tropos retóricos. Con el tiempo, las cercanías se han mostrado como diferencias. A algunas de ellas, la búsqueda de una biografía poética las llevó a la narrativa; a otras, a la construcción de un mundo lírico referencial; y a otras, más aún, a la sedimentación mineral de su sentido.
31 Gloria Gervitz persistió en su búsqueda de esa poesía-plegaria, de esa poesía elevada al mundo para la constitución de un universo sensorial pleno. Haciendo un juego de palabras un tanto fácil, Gloria Gervitz desplazó el lugar y la voz del poeta niño por la de la poeta niña. Lo que ella no se imaginaba, y creo que tampoco los lectores, era que ese aparentemente sencillo desplazamiento fuese a tener tanta importancia. La brecha entre la mujer y el hombre en cuanto a sus discursos conceptuales se había subrayado en su condición sensorial y sentimental, pero se radicalizaba en la medida en que se situaba no en la madurez o juventud, sino en la adolescencia y en la niñez. Se puede ver desde cualquier punto de vista la radicalidad de esa propuesta reflejada tanto en el léxico como en las vivencias. Desde la ingenuidad diabólica hasta la histeria metafísica. Algo similar a lo que representa en Argentina Alejandra Pizarnik. Cuando la escritora dice «No bastó sentir/ Ni siquiera bastó la serenidad/ Durante años he hablado en un idioma que no es el mío», ¿se refiere a la poesía de los hombres? ¿Al español en que habla el sentir judío o a la inversa? Yo creo que se trata de algo incluso más radical: la poesía como un lenguaje que no se posee, como un idioma desposeído de sí mismo, en perpetua reinvención. No es del todo un lenguaje prestado, pues a la vez la escritora es consciente de que nos pertenece a todos (justamente por eso «no es el mío»). Así que el proceso de apropiación es muy violento, porque lo es también de los sentimientos. Pongo un ejemplo de otro ámbito, el de la canción popular. El proceso mediante el cual irrumpió la sensibilidad femenina en las baladas, rancheras y boleros no fue tan brusco dado que ellas cantaban como hombres, o bien se repetía un esquema similar —el del resentimiento («me estás oyendo inútil» o «usted ya no llega ni a pecado») o el de la venganza—, aunque en ocasiones tuviera una enorme fuerza. La condición culta de la poesía no solo hizo que adoptara un ámbito reflexivo distinto, sino también que perdiera la voluntad de reclamo y ganase voluntad de apropiación o reapropiación de esa sensibilidad. Ese erotismo es muy complejo, pues parte no solo de un egoísmo descubierto sino también de un cariz onanista. La poesía es el terreno en donde la persona no toma posesión —no es propietaria— del lenguaje, sino que lo habita. Migraciones es un título que sugiere eso precisamente: el ave que migra no es propietaria ni de su lugar de partida ni de su destino, sino solamente de su vuelo, que es un lugar transformado en tránsito, en duración. La religiosidad apuntada en la plegaria se transforma, como en toda plegaria no atendida, en un rezo blasfemo, en un «reclamo». Esta palabra debe ser entendida como «llamada», o incluso como «invitación ritual», y en sus sílabas crepita un rescoldo de reproche. Hay que tomar en cuenta que el lugar del marcado tono erótico de Mirándola dormir o de «Besos», poema de Tomás Segovia, una década antes lo ocupaba la mirada contemplativa y celebratoria del otro como exterioridad. Sin embargo, en la poesía de Gervitz lo que se busca es la comprensión de un «yo» propio cuya condición ha sido enajenada por esa mirada exteriorista. La mirada es descriptiva y metafórica; el tacto es, en un sentido realista y muy concreto, muy literal. No cómo te acaricio, sino cómo acaricio. La desaparición de la segunda persona, del destinatario del gesto, crea muchas fricciones, y en cierta manera se sitúa antes del becqueriano «tú» decimonónico. La incomodidad que más profunda y duraderamente se ha expresado en la poesía es el envejecimiento, esa condición monstruosa del paso del tiempo. Aunque la deteste, el poeta no tiene
más remedio que nombrarla; en la poesía de Gervitz, en cambio, los estragos del tiempo son asumidos con valentía como un nuevo factor de crispación. La sexualidad es herida; puñalada la penetración; el deseo, una «contractura» del alma. El cuerpo y el lenguaje que lo nombra son un devenir paralelo del espíritu, que no tiene lenguaje que lo nombre, voz que lo refiera. No hay existencia sin corporalidad, sin carnalidad y, por lo tanto, no existe el alma: es un señuelo. ¿Para qué sirve la poesía en tiempos en que el deseo parece haberse ausentado? Pero, aunque ya no se sea, aunque no se haya sido nunca, la poeta niña sí se sigue siendo: descubre su cuerpo; con su cuerpo, el mundo; con el mundo, el alma; y con el alma, el silencio, un silencio que se escribe y que, milagrosamente, se lee. La reivindicación de un erotismo yoísta no niega la presencia del otro, propone hacerla presente de manera distinta. El autismo, sin duda presente en las posibilidades del «yo», no es sino una estrategia: frente a la placidez y tranquilidad del durmiente, la crispación del sexo insatisfecho y el erotismo ajeno; frente al príncipe que no besa a la princesa dormida para sacarla de su encantamiento, ella sola se despierta llena de rabia, recelo y, sí, también deseo. Es en medio de esa violencia que la poeta va descubriendo también la celebración lírica, una escritura que, pese a no tener contexto, es claramente de su época. Todo es marca temporal: desde el uso del verso hasta el empleo de ciertos adjetivos que son deuda tanto de su formación religiosa como de la voluntad catártica de signo psicológico. Y sin embargo, la poesía de Migraciones es la de una figura solitaria ajena a las tendencias de la lírica mexicana, tanto de la marcada por una sensibilidad femenina como de las búsquedas formales y temáticas colectivas. Es en las capas interiores de esta obra donde se refleja el cambio ideológico y sentimental que vivió la generación del 68. No obstante, como casi siempre lo indican las antologías de poesía mexicana, su poesía es considerada de muy alto nivel y central en el devenir de la poesía nacional. En general, los críticos que se ocupan de su obra resaltan de forma pertinente sus valores. ¿Pero qué tan leída es? Fuera de México, su presencia es poca, casi inexistente. A otros idiomas, en especial al inglés, ha sido traducida con fortuna y tino, pero tampoco ha tenido una gran repercusión. ¿Se trata de una poesía difícil? Creo que sí, pero no porque requiera conocimiento de referencias culturales o marco contextual, sino porque es muy densa existencialmente
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hablando. Y esa densidad se transmite a través de su concentración lírica. Los últimos poemas de «Treno», sección final en la edición de Migraciones de 2000, apuntan ya a una transparencia que roza la poesía popular. Su verso final, ya casi un estribillo, pues ya apareció antes, es un misterio: «Y el agua tan oscura», con la recurrencia de un mantra, el «tan» —como tañido—, que es el centro del verso, acentuando o subrayando lo oscuro. La escritora evolucionó formalmente de una poesía versicular, de frases demoradas y paladeables, a versos cortos y ceñidos, distribuidos sobre la página en el aura del citado Mallarmé transmitido por el Octavio Paz de Blanco. Su canción se enrareció, sin duda perdió cierta naturaleza de la respiración, pero a la vez abrió el lenguaje a esa condición de precisión versificada. Si, en la tradición judía, el nombre de Dios es impronunciable, la poesía es su ronda y su eco, y la cercanía de un lenguaje pleno, su variante para el oído del hombre. Esa forma en que Gloria va publicando su poesía es sin duda una estrategia dirigida al lector. Para empezar, no le interesa el número de lectores, no posee ambición demográfica. Tener un millón de lectores no significa nada, es un contrasentido. Se tiene un lector y, sí, sumados, los que se quieran. No se rechazan lectores, pero siempre serán uno y uno más, o mejor otro, pues el lector es, y sobre todo al leer un poema introspectivo, siempre otro, nunca otro más. El sentido de la adición es diferente; nunca la poesía es estadística. El camino de la estrategia la implica a ella, a la propia Gloria, pues el asentamiento del texto en la página le ocurre también al autor. Cada estación del poema se sedimenta en la página y adquiere presencia; se sacrifica algo, no todo, de su volatilidad, a cambio de esa posibilidad de referencia que es el texto. El tono narrativo biográfico del principio —en donde la referencia, más que un elemento culturalista o culterano, era directamente fetichista— no se puede sostener en una escritura demorada durante décadas. No es que se tenga que escribir el poema de un tirón (aunque sea un tirón de largo aliento, como ocurre con Pasado en claro), ni es Migraciones un poema de ideas (como Muerte sin fin) o de arquitectura interna (como Anagnórisis, de Tomás Segovia, texto que, sin embargo, es el que más se aproxima a Migraciones1). 1 Cuando preparé una antología de poemas de Tomás Segovia, la titulé justamente Migraciones (Secretaría de Cultura de Michoacán, Poetas del Mundo Latino, 2011).
Los años no solo nos hacen más viejos, también nos hacen otros, distintos del «yo» que habla en un texto en determinada circunstancia. Y, para un poema así, el «yo» es esencial. Es probable que la evolución del género haya llevado a la poesía a ser sinónimo de poesía lírica, y que el proceso de concentración que esto conlleva haya hecho desaparecer su sentido épico y, en algunos casos, biográfico, pero no en cambio a la meditación en verso. En ese amplio concepto se pueden incluir Muerte sin fin, La tierra baldía e Idilio salvaje. Desde otro punto de vista, la poesía moderna, a partir del romanticismo acentuado, nunca deja de ser biográfica. Pero el paso que se da de Piedra de sol, lleno de referencias biográficas transformadas en marco histórico y mitológico, a Pasado en claro, es que este último no es solo biográfico, sino también personal (véase la lectura que ha hecho Guillermo Sheridan develando las referencias). Cuando se habla de autobiografía como género, se piensa —con lógica— que es siempre un género narrativo, paralelo a la novela, pero, cuando se trata de un poema autobiográfico, la cosa cambia, pues el tiempo como manifestación literaria se enfrenta a diversos matices. Migraciones es sin duda un poema acentuadamente autobiográfico, pero su relación con el tiempo como duración está sincopada, como si no fuera posible establecer ese continuum necesario para la vida. Es característica de la poesía la interrupción constante —incluso desde el punto de vista formal, el verso, la cesura, la estrofa, el canto, la página producen quiebres—, es decir, la incapacidad elegida de dar razón a la duración. Este elemento es determinante para explicar parte de la crispación de la escritura de Gloria Gervitz. De ahí también su lento destilarse, aunque probablemente proceda por arrebatos, es decir, por momentos de inspiración en que el poema sale «dictado», seguido por otros de sequedad o silencio, mudez que excluye o cuestiona la idea —muy recurrente entre sus críticos— de la reescritura. Esa condensación del tiempo es la que lleva al fetichismo, a la mención casi mágica de ceremonias religiosas o a la convocatoria de parientes, de manera presencial, a la página: abuelas, madre, hermanas, amigas. La decantación femenina es, si no absoluta, evidente, como si la memoria interior o íntima fuera solo territorio de mujeres. Es así como se formula la cadencia de un antiheroísmo o, mejor dicho, de un heroísmo femenino, reverso y negación del heroísmo masculino: esas migraciones no son solo en el espacio, en busca de un clima más cálido, sino también en el tiempo, en busca de una duración más propia. El lenguaje incurre en una de esas significativas derivas cuando, por ejemplo, al clima se le llama tiempo y la estación —la temporada— es también la estación de trenes. En la primera hay el eco de lo que es cualidad principal en la segunda: el tiempo —el transcurso— se detiene. El trabajo continuo sobre el poema y su desarrollo hace que esta poesía sea un extraño canto a la duración atravesado por vacíos o insuficiencias. Su propia edificación es su derrumbe, se levanta en su caída.
José María Espinasa. Editor, poeta y crítico literario. Su libro más reciente es Al sesgo de su vuelo.
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Apuntes sobre
Por boca de la sombra Frank Meza Por boca de la sombra (Atrasalante-UAS/2015), de Luis Jorge Boone, es un libro que desde su primer poema permite ver los pilares de una estrategia poética donde dialogan diversas tradiciones literarias, las cuales van nutriendo un cuerpo lingüístico que termina por distanciarse de las convenciones clásicas que se tienen sobre el poema. En fin, la estructura y los giros semánticos, es decir, las elipsis de una imagen a otra y la utilización de la cita culta con referentes coloquiales generan en el lector un extrañamiento mientras avanza por sus páginas. Por ejemplo, uno puede leer la paráfrasis de una línea de la canción de «Las nieves de enero» conviviendo armoniosamente con alguna cita del poeta lituano Czeslaw Milosz, lo cual nos habla de una tendencia por transitar géneros al momento de abordar la escritura, quizá con el objetivo de reivindicar ciertos lenguajes que no eran aceptados como poéticamente correctos por el establishment cultural y, también, la resignificación de esos referentes cultos al utilizarlos fuera de sus habituales contextos. En el epígrafe inicial se marca la dirección preponderante que le da atmosfera y fondo a esta peculiar apuesta poética: peculiar en el contexto de la poesía que se está escribiendo recientemente en México, peculiar por los cruces de significados y por los tratamientos reflexivos que van creando las diferentes escenas de este libro. El epígrafe de Charles Wright, al cual hacía mención, dice: «No me extraña que el alma anhele una sombra profunda,/ y no, como solemos pensar, la luz./ No me extraña que dentro todo sea oscuro». Justamente Boone hablará sobre esas emociones y deseos que se encuentran mucho más asociados a la penumbra que a los días de sol. Será la materia del abandono y del absurdo, de la tristeza y el abismamiento, lo que habrá de precipitarse, diseccionarse y erguirse dentro del libro; precisamente, aquello que habita y late dentro de la sombra. De tal modo, Luis Jorge Boone plantea desde el primer poema titulado «Braile» las peripecias de indagar esos huecos de la memoria que nos perfilan un profundo malestar de incertidumbre; hablar sobre aquello de lo cual no estamos completamente convencidos pero vivimos con su permanente sospecha, subyaciendo, en este texto, la idea de que el poeta es aquel que sabe, con sus manos, leer en la noche de las cosas y de los asuntos inconclusos. Habrá que aclarar que el tono del libro se aleja, gracias a sus diferentes juegos retóricos y a la utilización de la ironía, de esos tonos tremendistas que terminan por fatigar a los lectores. Estamos, en más de un sentido, frente a un ejercicio de la inteligencia que permite bosquejar las geografías de lo íntimo, incluso de lo íntimo dentro de los espacios domésticos como los dramas
dentro de un cuarto de hotel o frente a un edificio al cual se prometió no regresar. Hay una imagen que particularmente llamó mi atención y que puede ilustrar de buena forma la creación de escenarios dentro de la escritura de Boone: «asómate al refrigerador, tus pezones maduran en la dulzura del frío, como si una luz espiritual te iluminara». La desnudez de la amada se convierte en un alumbramiento milagroso, en una imagen plástica que colinda con lo bíblico y lo cotidiano. De tal modo, el lector irá encontrando en los poemas de Boone esos momentos donde la escritura estimula la capacidad de asombro. Vale mencionar que este poema está escrito como si fuera un guion cinematográfico, otros textos serán enunciados como epístolas y otros más como manifiestos, brindándole diversidad discursiva al libro. En otro poema, «Nadadora en la tormenta», el autor adopta un tono que me recuerda al del Cantar de los cantares. Obviamente, estamos ante un poema amoroso; de cierta forma, frente a un contra-cantar, ya que el poeta discurre desde la ausencia y las sombras, no desde el edén salomónico. En este libro, Boone practica una escritura más descarnada y próxima a escritores norteamericanos de la última mitad del siglo XX, como Charles Simic o Allen Ginsberg, pero conserva las mesuras de cierto temperamento literario hispánico: «He visto a los mejores culos de tu generación poseídos/ por jinetes de la ansiedad, Guerrillera,/ pero qué tortura/ es imaginar/ que despeina tu cabello/ el viento de una ciudad que no es la mía». Debo acentuar que la estructura de este libro se aleja de las convencionales, ya que al terminar las secciones que constituyen Por boca de la sombra, las cuales podrían leerse como un solo poema seriado que explora el lado oscuro de sus tópicos, el lector encontrará el «Índice», para luego dar con una sección titulada «Cuaderno oscuro», en la cual aparecerán prosas apostillando los poemas —prosas hechas con una gran voluntad de estilo—. Aventurando una interpretación, podría decir que «Cuaderno oscuro» es el reverso de Por boca de la sombra, un juego parecido a aquellos poemas o pensamientos escritos tras una fotografía, una proyección del cuerpo del libro a la manera de una sombra. Por boca de la sombra es un libro ambicioso (en la mejor acepción de la palabra), pues asume los riesgos de un discurso que busca construirse y vincularse desde muy variadas formas y fondos. En él se pueden escuchar, si calcamos el oído sobre la página, ecos desde Ovidio hasta las últimas generaciones de poetas estadounidenses, sin olvidar la tradición poética española. En muchos sentidos, tanto en la exploración de las nocturnidades de las cosas como en el método utilizado para ello, Boone calibra su mirada con el alfabeto de los ciegos.
Francisco Meza. Poeta. Su libro más reciente es Cuaderno de las apariencias (2013).
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Mario Levrero: el transcriptor del sueño Jorge Luis Mendívil Ayala M A R IO L EV R E RO, E L L O C O, E L R A RO DE L A L I T E R AT U R A L AT I N OA M E R IC A N A , N AC E E N MON T EV I DEO, U RU G UAY, U N 2 2 DE E N E RO DE 1 9 4 0 . F O TÓ G R A F O, L I B R E RO, G U ION I S TA DE C ÓM IC S , C OL U MN I S TA , H U MOR I S TA , C R E A D OR DE C RU C I G R A M A S Y JU E G O S DE I N G E N IO, DE S E M PE Ñ Ó U N G R A N N Ú ME RO DE T R A B A J O S A N T E S Y DE S P U É S DE C ON V E RT IR S E E N U N O DE L O S E S C R I TOR E S M Á S POL É MIC O S Q U E DIO H I S PA N OA M É R IC A E N L A S E G U N DA MI TA D DE L S IG L O X X . DE S P U É S DE DE JA R U N A VA S TA OB R A L I T E R A R I A , L E VR E RO FA L L E C E A L O S 64 A Ñ O S E N L A M I S M A C I U DA D Q U E L O A L BE RG Ó TA N TO E N S U N AC I M I E N TO C OMO E N S U S Ú LT I MO S DÍ A S DE VI DA . La ciudad (1970), París (1980) y El lugar (1984) son las tres novelas que abrirían el prometedor camino como narrador del uruguayo y que, después de publicadas, serían llamadas en conjunto Trilogía involuntaria —título que me ocupará en estas páginas—, debido a la evidente relación de elementos temáticos y estilísticos presentes en estos tres universos ficticios. Existe una tendencia prácticamente inamovible de comparar las cualidades de la literatura del latinoamericano con las de la obra de Kafka. Para justificar esta analogía, Ignacio Echevarría, prologuista de La ciudad, señala elementos imprescindibles para Levrero adoptados de la literatura kafkiana, como son «el humor, la urgencia sexual, el aire circense, la gestualidad del cine mudo». Asimismo, Echevarría cita algunas líneas de la esclarecedora entrevista que Levrero concedió a Hugo Verani, en la que el uruguayo, sin culpas ni temor a ser acusado de imitador, confesaba: «Leer Améri-
ca, y de inmediato El castillo, y comenzar a escribir. Leía de noche El castillo y pasaba el día siguiente escribiendo La ciudad». Ahora bien, como apunto en el título, veo en Levrero a un escritor cuyos intereses literarios, al menos en su involuntaria trilogía, están encaminados a lograr una aguda y precisa representación del sueño. Desde el caótico viaje que experimenta el protagonista en cada una de las novelas —cuyo nombre no se menciona nunca—, hasta los espacios de encierro que, inevitablemente, llevan al lector a una interacción casi asfixiante con su prosa, Levrero logra crear un modelo unificado de la esencia de esos mundos «irreales» a los que todos hemos viajado y de los cuales hemos sido víctimas. Todos los elementos estilísticos en las historias son propios de los sueños; por ello, sería un error sugerir que dicho fenómeno funciona como una pieza más de las que conforman el hecho estético, pues se exhibe de manera global. Es decir, debe interpretarse todo el mundo narrativo del uruguayo como la transcripción de la particularidad de los sueños desde una perspectiva específica —la del autor, quizá—. No puede leerse la literatura levreriana, bajo ninguna circunstancia, sin padecer un sentimiento de ahogo, acompañado siempre por el desasosiego del lector al querer salir de ese mundo «cruel, pesadillesco, asfixiante», como el propio autor lo califica. Como ya he mencionado, el personaje principal de las tres novelas —un hombre que parece haber sido cortado en todos
35 los casos con la misma tijera y que se presenta siempre como un narrador en primera persona—, se ve inmerso en un desconcertante viaje, con sus respectivos matices en las tres historias, claro, pero un viaje al fin del cual resulta, entre otras cosas, el anhelo por regresar al incierto punto de partida. Por lo tanto, parece necesario, hasta aquí, recordar la diégesis de cada relato y, de esta manera, encontrar la diversidad de formas en que se muestra ese traslado del lugar de origen a un entorno evidentemente ajeno a ese hombre que vaga entre espacios y situaciones tan irracionales como solamente los sueños pueden ofrecer. En primera instancia tenemos La ciudad, novela que inicia con la llegada del protagonista a la negruzca y tenebrosa casa que, se supone, va a habitar. El hombre sale de la vivienda —aunque el pretexto es lo de menos— para perderse entre calles oscuras bajo una lluvia apocalíptica. Sin embargo, enseguida se presenta el medio que lo sacará de la penumbra y, posteriormente, lo llevará al viaje que desemboca en La Ciudad, un pueblo grisáceo, casi desértico, cuya imagen simboliza el encierro y, por ende, la postergación del regreso hacia el punto de partida.
A su vez, el viaje que experimenta el personaje principal de la segunda novela sube de intensidad: un traslado de trescientos siglos en ferrocarril sin poder dormir un solo segundo, que finaliza con el retorno a París, ciudad en la que parece jamás haber estado, y donde el hombre solo encuentra un ambiente incoloro, sombrío, mortuorio. Una capital francesa representada, según Constantino Bértolo en el prólogo de la segunda novela de la trilogía, de manera «más simbólica que realista». Asimismo, el sitio que simboliza el enclaustramiento del protagonista en este relato se presenta en forma de «asilo», un edificio custodiado por hombres armados al que el hombre es llevado sin pedirlo, y de donde le prohíben salir bajo amenaza de dispararle si no acata las órdenes. No obstante, dos alas que salen espontáneamente de su espalda le permitirán burlar, relativamente, el encierro y volar libre por las calles de la Ciudad de las Luces. Por último, el asunto del viaje se presenta de manera implícita en El lugar. Aquí, el personaje sin nombre ha sido sacado de su cotidianidad para ser llevado —sin saber cómo ni por quién— a la penumbra de un cuarto desconocido, desde donde nos narra su desconcierto al despertar: En la oscuridad total, mis ojos buscaron una referencia y se volvieron a cerrar, sin haber encontrado las rayas horizontales, paralelas, que habitualmente dibujaba la luz eléctrica de la calle, o
el sol, al filtrarse por entre las tablillas de la persiana. No me podía despertar; y aunque no recuerdo ninguna imagen, ningún sueño, pienso en mí mismo, ahora, como en un ser que vagaba sin rumbo, con los brazos colgando flojos, sepultado en el fondo de una materia densa y oscura, sin ansiedad, sin identidad, sin pensamientos.
Si bien los espacios literarios de Levrero suelen ser sofocantes, en El lugar lleva esta cualidad a un nivel superior. Aquí no hay escapatoria: cualquier esperanza que tenga el lector por aliviar el sentimiento asfixiante producido por la odisea del personaje caminando a través de una serie de cuartos monótonos en su descripción será destruida al vislumbrar que cada escapatoria de un encierro representa un encierro más. Además del viaje y del enclaustramiento, existe otra herramienta no menos importante que le facilita al novelista conseguir su objetivo: la caracterización de los personajes. A pesar de que lo parezcan, no me atrevería a ponerles la etiqueta de locos, puesto que en algunas circunstancias actúan conscientemente. Sin embargo, a medida que avanza la narración, el accionar de dichos sujetos rebasa el límite del raciocinio para entrar en el terreno de lo absurdo, lo disparatado, las cuestiones alejadas de las concepciones convencionales de cordura y razón. Simplemente basta recordar la escena nocturna en París donde el personaje principal observa cómo Angeline se «retuerce blandamente» en una azotea, desnuda, gimiendo, mientras un puñado de ¿perros? «la acarician con la lengua, por todas partes». Así pues, este tipo de realidades irracionales se exponen en diversos pasajes de las novelas. Pero pensemos que, al mismo tiempo en que se cuenta una historia al lector —ya sea en forma de fábula, novela, cuento, etc.—, se le ofrecen recursos para dotar de sentido a lo que acontece en dichos relatos: en la Trilogía involuntaria ocurre de una manera característica: podemos justificar los disparates de Levrero con el argumento de que todo en sus obras es producto del sueño, y en los sueños, sin duda, todo se vale. Por otro lado, el papel que juega la figura femenina es otra peculiaridad visible en la trilogía: Ana en La ciudad, Angeline en París y Mabel en El lugar son los personajes que figuran como el motivo cuyo fin es obligar al protagonista a permanecer en ese encierro del que tanto hemos hablado. El deseo pasional por esas mujeres de belleza helénica es la causa de que el personaje aplace el anhelado regreso y, por tanto, se mantenga aprisionado en los espacios de cada novela. Si bien el hombre logra, por momentos, gozar las relaciones pasionales con la mujer, se refleja que, en un sentido más espiritual, psíquico tal vez, ella permanece oscura, inaprensible, ajena a él. Es incuestionable que son muchas las herramientas a las que recurre Levrero para conseguir la transcripción del sueño; sin embargo, el caótico viaje, el asfixiante encierro y la irracionalidad de los personajes constituyen los principales cimientos sobre los que se sostiene el propósito de su narrativa. Todo es impreciso, todo es confuso, todo es ambiguo en estas historias. En definitiva, cualquier lector expuesto a los extraños mundos del sueño que ofrece la prosa de Levrero se convertirá, sin poder evitarlo, en un ávido promotor de su obra. Por todas las cualidades aquí expuestas, me permito opinar que es un error, casi un crimen literario, no leer al loco y raro de la literatura latinoamericana.
Jorge Luis Mendívil Ayala. Estudiante de la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en la UAS.
C L AU DI N A D OMINGO JA I M E M A RT ÍNEZ S E RG IO C EYC A N I N O G A L L E GO S JE S Ú S C H ÁV E Z JI MÉ NEZ JUA N PA B L O RO C HÍN RU BÉ N M A N U E L R I V E R A C A L DE RÓN I S A AC L ÓPEZ L U I S A L F R E D O G A S T É L UM N OE L M A RT Í N E Z RUBIO Ó S C A R PAÚ L C A S T RO F E R N A N DA F É L I X JO S É I S M AE L L E R M A K A R L A HIL L HORT E N S I A L ÓPE Z G A X IOL A JO S É M A R Í A E S PINA S A F R A N K MEZA JORG E L U I S M E N DÍ VI L AYA L A