Nueva época | Año 7 | Número 26 | Marzo de 2018
José Javier Villarreal Luis Felipe Lomelí Mercedes Luna Fuentes Benjamín Valdivia Ito Naga Después de Babel Zona Crítica
PR E SEN TACIÓN
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Con cuántos palos se construye una canoa?», se pregunta, con la precisión de un navegante y la intuición del poeta, José Javier Villarreal. Su poema «El parque» abre el número 26 de Timonel y es seguido de una secuencia de poemas donde su visión de cosmógrafo se dilata hasta el mundo de los insectos. José Javier, nacido en Tecate, Baja California, prolonga la conversación con el lector en una entrevista con Francisco Meza Sánchez, consejero editorial de Timonel, al que damos la bienvenida. En «Gabriel se puso malo otra vez», el recuento de la enfermedad y la muerte de los conocidos encuentra un contrapeso desgarrador con la muerte violenta de desconocidos en la calle. Su autor, el narrador y ecólogo Luis Felipe Lomelí, es el ganador del Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2017 a que convoca el Instituto Sinaloense de Cultura. El mes de junio fue la entrega en Culiacán del premio antes citado, y desde Saltillo, Coahuila, llegó para recogerlo, en el género de poesía, Mercedes Luna Fuentes, quien nos adelanta dos poe-
mas de La habitación higiénica, la obra ganadora. Benjamín Valdivia hace un recuento de la obra del gran poeta mexicano Rubén Bonifaz Nuño, desde los sonetos iniciales hasta el libro El manto y la corona. Su ensayo tiene el rigor del académico y la creatividad del poeta. En otro ensayo donde una poeta aborda a otra poeta, Claudina Domingo escribe sobre Claudia Berrueto, y anota que en sus versos hay «reclamos cargados de belleza y misterio». En una serie de aforismos, Ito Naga explora, entre otras cosas cotidianas e imaginarias, el clima, los ojos del pez escorpión en un mercado de París y el encuentro de un camarero y un cliente en un café cualquiera. La traducción del francés la hizo la poeta sinaloense Daniela Camacho. En «Máscara negra», el cuento que nos entrega Jorge Alberto Avendaño, la lucha libre conduce al encuentro del primer amor en una ciudad apabullada por los 40 grados Celsius. Jorge Ochoa, desde el desierto de Sonora, entrega una serie de poemas de amor y de lazos filiales escritos en
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un español que recuerda el tono de los abuelos. Y Víctor Corona, desde el desierto de Baja California Sur, habla de la vuelta del hijo pródigo al seno de una familia donde la figura dominante es la abuela; y a una ciudad fundada por filibusteros, por buscadores de oro, donde aún se escuchan historias duras. Antonin Artaud y Carlos Montemayor son reunidos en un encuentro imaginario por Nino Gallegos. El punto de confluencia: un lugar de la Sierra Madre Occidental. Gallegos firma su texto en otra vertiente de la Sierra Madre: las montañas de Durango. En «Acuérdate de la fuente» Christopher Amador se pregunta qué es ser padre, y, en un texto en prosa, aventura una respuesta: se trata de una «ocasión para repetirnos o reinventarnos». El poeta catalán Eduard Sanahuja, por su parte, toca los espacios abiertos y nos envía dos poemas, uno de los cuales es una postal de Roma, ciudad donde «la vida guiña el ojo». Del taller de traducción literaria de Óscar Paúl Castro salen dos colabora-
ciones: un poema de Eleanor Wilner (la versión es del propio Óscar Paúl) y otro de Anne Anderson, traducida la poeta canadiense por Iván Fuentes. Timonel cierra con cuatro reseñas: la primera de Olegaroy, de David Toscana, escrita por Eduardo Ruiz; la segunda de Ya sabes que no veo de noche, de Claudina Domingo, hecha por Francisco Meza Sánchez; la tercera de Cuentos reunidos, de César López Cuadras, salida de la pluma de Mariel Iribe Zenil, quien evoca al irreverente escritor sinaloense pleno de humor, y como maestro y amigo; y la cuarta de Señales que precederán al fin del mundo, de Yuri Herrera, escrita por Sergio Ceyca. La fotografía de la portada es de Juan Rodrigo Llaguno, y fue intervenida por Coraima Mena. De la joven fotógrafa culiacanense también son las fotografías de interiores, un amplio registro que habla ya de un pulso y una orientación propios. Timonel es una buena compañía para el verano. Llévela con usted. Cordialmente
Papik Ramírez Director General del Instituto Sinaloense de Cultura
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POESÍA
El parque José Javier Villarreal ¿Con cuántos palos se construye una canoa? La frase está muerta porque no es mi lengua, no me pertenece, se borra en la palma de mi mano, no tiene mi credencial de elector; se trata —lo sé— del cuadro que pintó Pasternak de Rilke; pero pese a su calidad el modelo estaba muerto, el pan acedo y la regadera sin agua. ¿Con cuántos palos se construye una canoa? Seguimos en lo muerto porque no hay expresión, porque no la tiene y el cuadro
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está ahí pese a la enfermedad, a lo delgado de la piel, a lo pronunciado del hueso. ¿Con cuántos huesos se construye una canoa? Porque el cadáver está ahí musitando esa frase bajo el chorro del agua. La mar se había llenado, las bodegas rebosaban, los frutos estallaban entre las ramas de los árboles y había un pájaro que tocaba la flauta donde los desesperados daban vueltas y más vueltas en ese concierto donde todo se apretaba, donde lo mucho dominaba, donde los espacios no existían; y en ese paisaje, desde el cual se veían las cabezas como flores, la muerte se detenía a contemplar el jardín que sabía no era el suyo, no le pertenecía, aunque todos se engañaran y se lo adjudicaran. Esa población que se sabía ignorada por aquella pareja que solo miraba —desde su banca— a ese pájaro tocar la flauta.
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Tocar la flauta, el ojo detrás de la mirilla que enmudece a un rostro que no se refleja, solo ve, detenidamente ve, en silencio ve, pero ¿qué es lo que ve? Ve la ermita al fondo del paisaje, la pequeña construcción, el mecerse de las ramas, el sol que no está, la tarde que no está, el rostro que sólo ve —observa— cómo ella termina de maquillarse; ∙6∙
pero ya no escucha, quizá nunca lo hizo en esa ermita con la luz encendida donde las ramas se mecen y afuera, la ciudad se desdibuja entre ella —que le explica— y él que no deja de mirarla. Una vez que te detienes la ves recorrer la calle, apretar el paso, incomodar el silencio que se remansa bajo los árboles. La ves ahora que te has detenido. No hay nadie, el pesebre bajo el aliento de los bueyes que se mueven y van lamiendo esas piedras que han quedado mudas de tanto preguntar. Salgo al mundo como una pequeña araña que se asoma y sale decidida de su rincón, de ese mundo oscuro y estrecho para enfrentarse con este otro mundo igualmente oscuro y estrecho. • ∙7∙
EN T R EVI STA
Contemplar lo escuchado Charla con José Javier Villarreal
Francisco Meza
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rancisco Meza (fm): No recuerdo la fecha precisa, pero sí sé que nos conocimos por el mes de octubre de 2005 cuando estuviste en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Sinaloa, impartiendo un breve pero fructífero diplomado sobre apreciación poética. En aquellas sesiones, de cuatro horas diarias, los ejemplos que proponías para introducirnos al entendimiento del poema, mejor dicho, a la asimilación de la sustancia del mismo, provenían de todas las artes, allende la literatura, en concordancia con lo establecido por Roman Jakobson, quien dijo que muchos de los recursos que la poética estudia no se limitan al arte verbal. Particularmente, si la memoria no me falla, utilizabas en abundancia pinturas surrealistas para explicarnos asuntos como la metáfora. ¿Cómo han influido en tu poesía las artes plásticas?
José Javier Villarreal (jjv): Llego a la literatura por el oído y por la vista más que por una lectura solitaria y en silencio. Mi abuela me lee y yo veo el techo, pero en realidad contemplo lo escuchado. He terminado de comer
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un riquísimo plato de frijoles en caldo acompañado de un número indeterminado de tortillas de harina recién hechas. Escucho atento los relatos y leyendas que se cuentan en la sobremesa; minutos después corro a la casa de mis abuelos, en la oscuridad abierta del campo, huyendo y esquivando las imágenes que aparecen en mi medrosa carrera. Por la tarde, en el rancho o en el patio de mi casa o en el parque o en el callejón, no dejo de jugar imaginando el escenario de todo lo escuchado; solo que ahora yo soy el protagonista, el habitante del cuadro que me he construido. No puedo no contemplar. Alguien lee un poema y yo cierro los ojos, me tumbo o me siento y empiezo a contemplar, no ver. Ver sería hacia afuera, contemplar es ver hacia adentro. El cuadro es un paisaje interior, la imagen es un paisaje interior; mientras que la metáfora siempre fluye en una caricia. No soy un veedor como debiera o pudiera ser; el debiera y pudiera descansan en el placer que me limito. Sin embargo, no encuentro grandes diferencias entre la poesía, la pintura y la música. La danza es un cuadro que se mueve, qué decir del teatro o del canto. La expresión es la forma y solo lo que tiene forma es real. Ahora bien, la pintura, las artes gráficas —como todo arte— me demandan una atención total. Me maravillan, me fascinan, pasman y agotan sin misericordia. Siempre que logro salir de un museo o de una galería tengo que abastecerme de azúcares, jugos, carbohidratos, para compensar el terrible desgaste al que me he sometido. La cabeza se hincha y me duele, las venas de las sienes me palpitan, la temperatura se evidencia en febrícula. Corro a la cafetería, al bar, y recobro la calma, el «aurea mediocritas» que la belleza me ha arrebatado. Ferreira Gullar tiene una sentencia que nos calza perfecto; palabras más, palabras menos, dice lo siguiente: el arte es necesario porque la vida no basta. fm: He tenido la fortuna de leer y releer varios de tus libros: Bíblica, Portuaria, Mar del Norte, La santa, Campo Alaska y, recién, Una señal del cielo. En mayor o menor medida, en sus diferentes etapas, tu obra denota un interés por la figura de Dios; digamos desde una concepción divina hasta una visión histórica, esta figura-concepto ha sido de interés para tu pulso
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creativo. ¿Hay un interés de lo religioso o del mundo de las religiones en tu obra? ¿Cómo opera este universo de lo sagrado en la poesía de José Javier Villarreal? jjv: Desde la geografía del amor. Vuelvo a mi abuela. Después de misa, a la que mi abuelo dejó de asistir por no poder tolerar la falta de gracia de la grey a la hora de cantar; simplemente su fe no podía con los berridos que se proferían a lo largo de la misa. Te decía, después de la celebración litúrgica mi abuela y yo nos íbamos al «Paraíso» a comprar la fruta y la verdura. El «Paraíso» era la frutería más grande y mejor surtida de Tecate.
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Volvemos a la pintura por aquello de los colores, pero también a la escultura, al tacto, al gusto, al vértigo de los aromas. En medio de duraznos, chabacanos, uvas, membrillos, melones chinos y demás emociones que me invadían, estaban los ojos azules de mi profesora de quinto año que yo miraba mientras nos daba la clase de religión. Era el mar que se abría y cerraba, la zarza en medio del desierto, las tribus de Israel, el rey David y la bellísima Betsabé tomando su interminable baño, la Sulamita (la «mansa») y Salomón, Juan el Bautista opacado por la danza de Herodías, las siete plagas y el Nilo discurriendo azul como los ojos de la madre religiosa que era mi profesora por entre las doradas arenas del Antiguo Testamento. López Velarde estaba tan cerca, pero yo no lo sabía. En sexto año de primaria tuve otra profesora, también madre religiosa, ya que mi antigua maestra de quinto, y directora del colegio, se fue de contemplativa a un claustro. Esta nueva madre, de ojos negros, era sumamente inteligente y sus clases de religión una auténtica delicia de literatura oral. Cuando terminé la secundaria partí a la ciudad de Guadalajara bajo el pretexto de una ficticia, desde entonces, vocación religiosa. Estuve en un apostolado por varios meses y los evangelios me enfrentaron a una realidad social que no veía. La dimensión social ya no fue la misma, pero mi relación con el imaginario religioso siguió basándose en el amor y la sensualidad. Estoy cierto de que esa fue parte de la gran herencia que me legó mi abuela materna. La literatura y el imaginario religioso como gozo y fascinación; nunca como dogma o verdad ideológica. fm: Me atrevo a pensar que entre La santa (2007) y Una señal del cielo (2017), Campo Alaska (2012) representa un punto de quiebre en la última década de tu trabajo poético; esto es un giro radical, no tanto en tu tono, sino en el tratamiento y elección de los asuntos a poetizar. De una poesía críptica y tendiente a altos grados de abstracción, vas a una poesía más clara y menos densa. ¿Qué pasó en este tiempo que te hizo emigrar de un estilo más cifrado a otro más llano que en algo me recuerda a Mar del Norte (1998)? jjv: Octavio Paz afirma, hablando de Pessoa, que el poeta no tiene
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biografía, que su obra es su biografía. Campo Alaska ya era Campo Alaska desde antes de ser Campo Alaska. Este galimatías se dice fácil, pero su tránsito no lo fue. Muchas cosas se movieron, la tierra giró, como dice un espléndido poema de Eugenio Montejo, y las cosas tomaron su estricto lugar; yo entre ellas. Las vetas narrativas de mis poemas se revelaron, la realidad visible e invisible se evidenció y, como humilde amanuense, tomé nota de todo eso. Los poemas desde un principio se impusieron y yo no me resistí. No tenía mucha conciencia de lo que se iba gestando, pero tampoco preguntaba. Escribía y escribía. Se me ocurre en este momento que Campo Alaska es una recopilación más que un libro, propiamente dicho. Pero tampoco te puedo explicar esto. De lo que sí estoy convencido, por obvio que parezca, es que es el resultado de todos los libros y poemas que le son anteriores. Lo mismo con mi vida, con los años que la conforman. fm: Hace años, sobre Campo Alaska, libro que me gustó hondamente, escribí que «el poeta es un cartógrafo de regiones invisibles que logra observar en los actos cotidianos el compás donde habrá de ensayar la mirada». Retomo este breve apunte porque creo que gran parte del mérito de tus últimos libros radica en encontrar dentro de los espacios de la rutina, incluso del mundo doméstico, sustancias poéticas que habrán de desplegarse en tus poemas. jjv: Tu pregunta me permite hacer tres o cuatro homenajes: Heberto Padilla, Juan Luis Martínez y Adam Zagajewski. Siempre que das algunos nombres una legión se desata y te amonesta y exige ser nombrada; la detengo, son muchos, pero solo me permito agregar a William Carlos Williams. A lo largo de mi inconclusa formación estos poetas me hicieron tropezar; lo han hecho muchísimos, pero hoy solo honraré a estos cuatro. Padilla me hizo trotar y dejar un galope desbocado. Juan Luis Martínez me ensanchó el locus amoenus doméstico. Zagajewski me desbrozó el tupido bosque de lo cotidiano y Williams me hizo contemplar lo más próximo. La edad ha sido otro factor determinante. Rilke le exigía al poeta la experiencia de lo vivido, y el padecimiento, como bien nos recuerda Manuel Ban-
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deira, no es ajeno a esto. Tampoco afirmo que el dolor sea un patrimonio poético, pero sí el padecimiento al que obliga la pasión; y la pasión, como el erotismo, se potencia en los espacios cerrados. fm: Pensando en López Velarde, ¿crees en la heroica costumbre de hablar solo como una fase previa o una fase presente durante el proceso creativo? Digamos, ¿el poema nace en ti como un acto espontáneo o es resultado de un monólogo que puede durar un minuto, un día o semanas? jjv: Verás, desde que me acuerdo tengo «la heroica —y lopezvelardeana— costumbre de hablar solo», y como cantara Antonio Machado, tal vez espero algún día hablar con Dios. El poema se impone. Las formas de esta imposición pueden ser varias y disímbolas. Un primer verso, una sensación que se desborda, la música que se impone en el ambiente. El silencio que debe ser interrumpido. Un sonsonete, un poema ejemplar, etcétera. Pero la voz para mí es fundamental. Tengo que oír, anegarme en ese encanto. La imagen se va desplegando en la sonoridad. No es un murmullo, pero puede comenzar como tal. Hay dos músicas, entre muchas. La callada y la sonora, pero luego se desata un aguacero vulnerado por todos los sentidos. En medio de tanta lluvia, de tanto repiqueteo y crujidos y ruidos inexplicables, la imaginación viene y lo coloca todo en su estricto lugar. «La voz a ti debida», canta Garcilaso. Si algún día me tatuara me haría grabar ese verso. Garcilaso es una voz entre las voces que, al decir de Lezama Lima, me musita al oído lo complejo. Entonces todo pide ser expresado. La memoria no descansa, se reinventa. fm: Esta pregunta será breve pero quizá un poco más comprometedora que las anteriores, ¿qué tipo de poemas no te gusta leer? jjv: No sabría qué responder; no, sí sé. Cuando se trata de poemas los disfruto mucho. Me quedo a la orilla, vuelvo al primer verso, cierro el libro, me voy por ahí; el ahí puede ser el baño, el comedor, la recámara (casi no leo ya en la recámara). Voy a la cocina, enciendo el televisor, lo apago. Me voy a caminar al parque y vuelvo y recomienzo el libro. Siempre he tenido
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un tiempo de lector, prácticamente no me precipito. Tengo demonios, ángeles y diosecillos que me guían y disfruto mucho los caminos de mis lecturas. Desde muy temprano ponderé el placer, soy borgiano en aquello de que la literatura es una de las formas de la felicidad. Es como si hubiera un cedazo invisible, pero muy fuerte, que impide que la escoria se trasmine. Por lo general los libros que leo tienen uno o dos poemas que me cubren de gracia; también hay libros donde la lluvia es más tupida, más cargada en su abundancia; entonces saco la pluma y marco y marco y la sorpresa y el gozo me vulneran, me aligeran con su peso. fm: Para finalizar, tomando en cuenta que estamos en el año del mundial de Rusia 2018, haciendo una analogía: ¿si tuvieras que ubicar tu estilo y virtudes como poeta en un campo de futbol qué posición jugarías y por qué? jjv: Cuando estudiaba Letras jugué futbol en el equipo de mi facultad, era muy empeñoso, no me perdía los entrenamientos, hacía mis tareas y a la hora de jugar siempre fui un pésimo jugador, una catástrofe flotando sobre el campo. El entrenador me puso a jugar como defensa; nunca fui corpulento, daba la impresión de que debía ser muy rápido, pero el futbol afloró, años después, en mis hijos: Pablo y Santiago. Los vi jugar y me emocioné mucho, me hacían jugar desde el público. Los animaba, los regañaba. Mis vecinos me felicitaban por las jugadas que ellos hacían y daban por sentado que yo dominaba el arte del balompié. Incluso, en alguna ocasión, me pidieron que yo dirigiera el equipo de niños donde jugaban mis hijos. ¡Qué pena! Ellos sí sabían y saben jugar, yo tocaba la pelota cuando esta chocaba contra mí. En fin, la posición que yo podría ocupar en una confrontación futbolística sería la de adivino, atrevería los posibles resultados, y sé que me equivocaría, pero también tengo certeza que en algunos acertaría. Mi posición sería entre el público, animando al equipo donde jugaran mis hijos. Esto lo he disfrutado mucho, ha sido una de las misteriosas formas de la felicidad. •
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CUENTO
PREMIO NACIONAL DE LITERATURA GILBERTO OWEN 2017
Gabriel se puso malo otra vez Luis Felipe Lomelí
Para mi madre Para los Álvarez
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abriel se puso malo otra vez, dice el tío Willy con sus lentes oscuros y en el jardín del búngalo solo se escuchan las risas de los nietos en la alberca, su chapoteo. Todos los demás guardan silencio. Incluso la tía Gloria detiene su tránsito a medio camino hacia la hielera de las cervezas. Y mira a su esposo: al tío Willy con sus lentes oscuros. Luego busca con la mirada al resto de la concurrencia: a la tía Telle y a su marido Juanjo, quienes se siguen sentando juntitos, arrimando los equipales y tomándose de las manos como si tuvieran quince años a sus setenta; al tío Luis que dejó a la tía Balbi en Guadalajara porque tenía que hacer unos pendientes —o eso dijo—; a Estela, quien no estaba invitada a vacacionar con ninguno de los tíos pero se la encontraron por la mañana en la playa y resultó que se hospedaba en otro hotel de Club Santiago, a un
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par de cuadras, así que la invitaron a ver caer la tardecita y ella llegó con su hijo Alfonso, el treintón, el que no quiso dedicarse a los negocios sino a la academia y hacía años que no veía a sus tíos ni tenía tantas ganas de tomarse una cerveza como la que estaba a punto de pasarle la tía Gloria. A él es al único que ella no busca con la mirada: no tiene la edad, no lo entendería. ¿Pero cómo otra vez?, dice la tía Gloria mirando de vuelta a su marido, detenida. Sí, se volvió a poner malo. Es que a ellos cuando no les llueve, les llovizna, ¿verdad, mi amor?, acota la tía Telle y Juanjo afirma con la cabeza. Lo que pasa es que no se cuida. No, Luis, pero cómo dices eso. No se cuida, nunca se ha cuidado: si hiciera ejercicio no andaría tan achacoso. Pero ahí tienes tú a Pancho que siempre andaba jugando tenis en el Country y ve cómo le fue, dice la tía Gloria. ¿Cuál Pancho? Pancho Arámbula, el que se casó con Marijose Hinojosa, mi amor. El que tenía su refaccionaria ahí sobre la de Mexicaltzingo. La tenía hasta antes de las explosiones —acota el tío Luis—, eso fue lo que le chingó el corazón, en cambio Gabriel nomás se la pasó echando hueva, administrando la herencia, pero si hubiera hecho ejercicio no se hubiera destartalado. Alfonso no sabe ni quién es Gabriel ni quién es Pancho Arámbula, tampoco si su tía va a ir o no por la cerveza que le ofreció. Y él quiere una. Necesita una. Está sentado con los brazos cruzados sobre las piernas y levanta la cabeza al cielo para detener el impulso. Las fragatas sobrevuelan alto con sus colas de tijera, como si el cielo no tuviera límite como tampoco tiene nubes. Y vuelan en círculos: el mar no está tan lejos. Allá debe de estar su primo Javier, el padre de los nietos. Pero de todas formas pobrecito, Luis, no digas esas cosas.
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La enfermedad es siempre una prueba, dice Estela y pareciera que va a decir algo más pero la interrumpe la tía Gloria. Sí es cierto, sí es cierto, ahí tienen al nieto de doña Mari, el hijo de Lucy, que desde chiquito ha estado malo, ¡cómo ha batallado la pobre! O a Carlitos, el de Bety Menchaca, es que ellos siempre la han tenido cuesta arriba, ¿verdad, mi amor? El Juanjo afirma con la cabeza y aprieta un poco la mano de la tía Telle. Ay, sí es cierto, desde bebé le daban convulsiones y los neurólogos siguen sin encontrar nada. ¿Ya fueron a Houston? Claro: hasta tarjeta de viajeros frecuentes tienen, dice el tío Willy acomodándose los lentes. Luis ríe. Alfonso no sabe si reírse, si pararse por la cerveza que le iba a dar su tía Gloria —quien ahora está muy ocupada poniéndole a su marido la peor mirada de reproche que tiene en su haber de miradas de reproche— o si quedarse donde está. Alfonso la recuerda bien, la mirada: era la misma que les ponía a él y a Javier cada que se les ocurría jugar a las guerritas con los charpes de balines, o cuando se hacían los remolones para irse a dormir y querían seguir brincando niveles en el Intelevision. La recuerda. Quiere una cerveza. ¿Y qué tiene?, pregunta Juanjo. Pues quién sabe. Si ya supieran no seguirían haciendo ricos a los de Aeroméxico, dice Luis riendo y mirando a Willy. No, no el niño: Gabriel. ¿De qué se puso malo otra vez? Lo mismo: la próstata. Pues es que no se cuida, nunca se ha cuidado. ¿Y qué tiene que ver la próstata con el ejercicio? Todo, tiene que ver todo. El ejercicio es bueno para todo y si no me creen, pregúntenle acá al profesor Ponchito. Entonces todos voltean a verlo. Incluso su madre, Estela, lo mira como esperando una respuesta lúcida. Él sabe que es un reto, o él cree que es un
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reto, que sus tíos estarán pensando que para algo tiene que servir tener a un intelectual en la familia, que es como una suerte de enciclopedia de confianza. Es que Ponchito tiene doctorado, ¿verdad, mi amor? Sí, mi vida. En Ornitología. ¿En qué? Mi doctorado es en Ornitología, dice Alfonso mientras ve a su tía Gloria ahí, a mitad del camino, como si ya no supiera para qué se había parado. Ah, pues eso tiene que ver mucho con la biología y la medicina ¿no? Alfonso no sabe si explicarles que tiene tanto que ver con eso como la termodinámica tiene que ver con la venta de carne en su jugo. No lo entenderían. Sin embargo, tiene que responder algo sensato para no darles por su lado: los estudios no sirven para nada. ¿Para qué pierdes tanto tiempo estudiando?, eso le han dicho desde que tenía dieciocho, ponte a trabajar como el resto de tus primos para que hagas dinero. Y es cierto, su primo Javier ya tiene una cadena de imprentas de lonas y tabloides y él ni siquiera ha conseguido una plaza en la universidad. Peor aún: a él es al único al que le siguen llamando en diminutivo: Ponchito. La tía Gloria vuelve a sentarse en el equipal y entrecruza los dedos mientras espera la respuesta. Arriba las fragatas siguen tijereteando el aire. Yo lo que sé, dice al fin, es que lo mejor para este calor es una chela, ¿alguien quiere una? Me apunto. ¡Eso, doctor! Tú sí sabes, pásale una también a tu tío Willy. Alfonso camina hasta la hielera y comienza a destapar cervezas para sus tíos. Hacerlo es un alivio, cada envase que abre de golpe, de un solo golpe, es un alivio. También la tía Gloria pide una y ni atisbo de que se acuerde de por qué se había levantado hace unos momentos. Su madre le pide «un par de hielitos» y Telle dice que ella está bien, que no puede tomar mucho refresco «por aquello de la diabetes».
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A quien le está yendo como en feria con eso es a Polo Corcuera, ya le amputaron una pierna, dice el tío Willy. ¿Y no había otro remedio? Alfonso termina de pasar los pedidos. Toma una cerveza del fondo. La destapa. Se la toma de hilo ahí mismo, de pie, sin querer escuchar a sus tíos. Y no los escucha, solo mira a las fragatas dando vueltas en el cielo y se pregunta por qué están volando sobre tierra firme en lugar de sobrevolar el mar. ¿O es solo una ilusión óptica?: las fragatas deberían volar siempre sobre el océano, piensa, son depredadores. Termina la cerveza y se agacha para cambiar el envase vacío por otro lleno. La enfermedad es siempre una prueba, dice su madre, la muerte está más allá de nosotros. Sí es cierto, sí es cierto, Estela, ya vieron lo que le pasó a Federico Ladrón de Guevara: un día estaba muy bien, nomás con un dolorcito de panza, y no duró ni dos meses. Es que no hacía ejercicio. Cuál ejercicio ni qué ojo de hacha, Luis, ya párale. Alfonso quiere tomarse su segunda cerveza también de hilo. Y la empina. Ve a las fragatas. Trata de escuchar más allá de sus propios pensamientos, más allá de las voces de sus tíos, más allá de las risas de los nietos, sus sobrinos, chapoteando en la alberca. Más allá. Escuchar el mar o más lejos. Quiere. Pero detiene el impulso: la cerveza bebida a medias. No puede ponerse borracho ni permitirles a sus tíos pensar que es un alcohólico. No lo es. De hecho no toma, casi nunca toma, solo ha sentido esta necesidad de tomar un día y otro desde hace una semana: cuando llevaba a Gildardo a su casa y cambió todo. Y Lety ya tuvo su primera caída, se rompió el fémur, ¿verdad, mi amor? ¿Cuál Lety, mi vida? Lety, la hermana de Conchita Arronis, la que tiene la casa en Ajijic, ahí sobre el Camino Real. Aaaaaah. A Alfonso le cae bien Juanjo, piensa que es como él: tampoco tiene
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idea de quién es nadie y no le importa. En cambio para el resto de sus tíos todo es como una red biótica, todos interconectados. Eso: conocer a cada persona equivale a conocer las líneas de interdependencia y depredación jalisciense, saber con quiénes están relacionados, cómo fluye la biomasa y el dinero de un lado a otro, cuáles son los estratos superiores, la sangre. Pero Conchita sí que era taquillera, ¡la cantidad de gente que llegó al velorio!, dice el tío Willy. Un titipuchal, no cabía ni un alma más en Santa Rita. Es que tenía sus encantos la Concha, ¿o no, Juanjo?, pregunta el tío Luis. No sé, no me acuerdo. No te hagas, Juanjo, ahorita mandamos a Telle por la botana para que te sientas en confianza. ¿Te escondemos al chicotito, Juanjo? Ay, si serán ustedes. Ya déjalo mirar a otras muchachas, Telle, no seas así que va a acabar como caballo de calandria. ¡Quihobo, primo, qué gustazo! Es Javier. Y le da un abrazo a Alfonso. Amague de beso en la mejilla y otro abrazo, palmeador: hasta que quede la espalda adolorida. Ese es el chiste. ¿Otra cervecita, primo? Por supuesto. Alfonso empina lo que le quedaba. Tira el casco sobre el zacate y recibe el nuevo. Brindan. ¿Cómo te va? Bien. ¿Y a ti? Ahí la llevamos. Pero ese año se nos fueron como en guía, dice la tía Gloria, primero Conchita, luego Ernestina, después Socorro Calderón y el padre Padilla, y una semana después Nacho Camarena y Karlita Michel ¿y quién fue quien
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se nos murió el mero día de Navidad? El guajolote, dice el tío Willy tallándose los ojos bajo los cristales ahumados. Alfonso y Javier ya no han dicho palabra. No tienen nada qué decirse, desde hace mucho. Solo beben y así se sienten bien cada que se encuentran. A veces es Alfonso el que se aburre del silencio y pregunta algunas cosas sobre los negocios de su primo. Pero hoy no puede, hoy sigue pensando en lo mismo que desde hace una semana cuando llevó a Gildardo a su casa. ¡Brindo por el guajolote! ¡Salud! Ay, si serán… ustedes. Uno de los nietos, Javiercito, de once años, llega chorreando agua para acusar a su hermano de que le pegó un mordidón en el brazo. Y tú qué le hiciste escuincle del demonio, regaña la tía Gloria, su abuela. Nada. Si lo estabas zambullendo, yo los vi. Nooooo, de veras, Tita. Javier empina el resto de su cerveza y Alfonso aprovecha para hacer lo mismo. Ya, ya, ya, no importa, mamá, no lo regañes. Mejor tú ve por tu hermano y nos echamos unas retas en el Xbox con tu tío Poncho, ¿sale y vale? Es Javier. Es el alivio. Es el pretexto para dejar de seguir oyendo a sus tíos hablando de enfermos, de caídas de ancianos y de muertos. Es el pretexto para seguir bebiendo sin que alguien lo fiscalice. De muertos. Alfonso se agacha por otras cuatro cervezas y luego camina con Javier búngalo adentro mientras el niño corre por su hermano hacia la alberca. Qué onda, primo, ¿sigues armándola para los videojuegos? A huevo. Digo, porque con eso de que eres el ñoño de la familia, quién sabe. Alfonso se arrellana en el sillón y le da un trago largo a su cerveza: Ahorita vas a ver para qué somos buenos los ñoños, ¿cuáles tienes?
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¿fifa? Va. Javier enciende el juego y toma un par de controles. Enseguida llegan sus hijos y toman los otros dos. A ver, ¿quién juega con su tío Poncho y quién juega conmigo? Yoooooo, dicen al unísono. ¿Yo qué, wey? ¿Yo qué,wey? Uno conmigo y otro con su tío. Yo con mi tío, dice Javiercito y Alfonso piensa que es obvio: ya tiene once y quiere marcar distancia con su padre. Y juegan. Juegan y beben. Les convidan un poco de cerveza a los niños. Afuera se oye hablar de otro desahuciado, de otro muerto, de que Fulano de Tal tuvo puros hijos malagradecidos y ya lo mandaron al asilo, de que a Perenganito, el primo de Sutano, el que no faltaba a ninguna función de cine allá en Casa Loyola, ya le detectaron cáncer de páncreas. Y la forma en la que hablan es la misma: el tío Willy es el que da la noticia de otro que está grave, la tía Gloria se lamenta y hace el recorrido genealógico de la persona, Telle agrega un par de datos y le pregunta a Juanjo si es verdad, mi amor, y Juanjo afirma con la cabeza justo antes de que el tío Luis diga que eso le pasa por no cuidarse, por no hacer ejercicio, y Estela, la madre de Alfonso, hará un comentario corto para que la tía Gloria diga que sí es cierto, sí es cierto, y dé una retahíla de ejemplos de lo que ella cree que era a lo que se refería la ex-esposa de su hermano. Luego alguien hace un chiste, Luis o Willy, y ríen, y Gloria los regaña y viene el silencio con las risas de los niños dando brinquitos desde los videojuegos. Así sucesivamente. Así recuerda Alfonso, cuando era niño, que eran las pláticas de la abuela cada que se reunía a jugar canasta con las amigas en su casa de la Colonia Moderna. Igualitas: hablar de las que están, hablar de las que están a punto de irse, hablar de las que se fueron. Así hasta que de repente faltaba una amiga y había que reemplazarla por otra. Y luego por otra. Y luego otra.
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Hasta que pasaron de la canasta al té porque ya no se completaron. Y luego el té a solas. Una generación que se acaba. Ándale, por qué tanta prisa, siéntate a tomarte un tecito, decía su abuela que seguía terca en no morirse cada que Alfonso pasaba a visitarla. Ella fue la última de sus amigas, fue la que vio morir a todas. Por eso ya se la sabe. A diferencia de lo que cree la tía Gloria, Alfonso ya se la sabe y por eso nunca le han gustado las pláticas de viejos: porque es puro miedo y ahora la generación de sus padres es la generación que se acaba. De ahí que el tío Willy traiga los lentes oscuros y a cada tanto saque el tema a colación, porque la diabetes lo está dejando ciego, aunque no se lo diga a nadie. Por eso el tío Luis está obsesionado con el ejercicio. Y Estela, su madre, habla solo con frases cortas que den cabida a todas las interpretaciones, a las de cada uno para sí mismo. Eso ya lo sabe Alfonso y por eso prefiere estar bebiendo con su primo con el que no tiene nada de qué hablar salvo por el video juego: porque no quiere escucharlos. Y menos ahora. Cómo ves a tu tío, el ñoño. ¡Eres buenísimo, tío, yo también quiero ser ñoño! Cuatro a cero el marcador, favor los ñoños. ¿Ñoño qué, wey? ¿Ñoño qué, wey? Les estábamos dando chance. Alfonso se levanta del sillón para ir por más cervezas. Golpea con la punta de la mesa al pasar y sonríe. Ya casi logra el estado correcto: el del olvido. Hay más ahí en el refri, primo ñoño, dice Javier como si le leyera la mente, como si le siguiera leyendo la mente como cuando eran más chicos que los niños. Camina hacia el refrigerador. Pero el estado correcto es imposible, sobre todo cuando escucha la voz de su tío Luis diciendo de vuelta «es que no se cuida, nunca se ha cuidado». Y a Alfonso se le sube la sangre en un segundo, revuelta, porque el intento de olvido se torna recuerdo claro, imagen. Y grita: ¡Cuidarse de qué, carajo! De que no te ponga una goliza, primo.
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Entonces reacciona. Javier y sus hijos lo están mirando. Los de afuera ni se percataron. Y cambia en un instante: De eso no nos tenemos que cuidar, ¿verdad, campeón? ¡Claro que no, cuídense ustedes de los ñoños! Cambia por fuera. Nomás por fuera. Porque mientras sigue hacia el refrigerador por las cervezas el recuerdo ya no se quita: Gildardo y él en el auto de vuelta de la universidad, como cualquier día, como si nada, hablando de los transectos que tendrán que ir a hacer a la reserva de Chamela y de cómo los estudiantes doctorales son cada vez más flojos. Llegan al semáforo de Eulogio Parra y Alfonso siente el acecho. Es el semáforo de siempre. El limpiavidrios de siempre. Pero es otro. El aire es otro. No hay un solo pájaro en los cables de luz y los animales no se equivocan. Nunca. Apúrate, primo. Alfonso toma los cascos de cerveza. Antes del verde suenan las ráfagas y una bala perfora el cráneo del limpiavidrios y le vuela los sesos. Alfonso siente el frío de los envases de vidrio, la humedad, y se yergue para cerrar el refrigerador. El recuerdo es claro: suenan las ráfagas y explota el cerebro del limpiavidrios. Tumba las corcholatas. Toma un trago ahí mismo. El recuerdo es claro. Frente a la puerta cerrada del refrigerador. Suenan las ráfagas y explota el cerebro del limpiavidrios. El recuerdo es claro. Todo lo demás es borroso. Por eso quiere olvidarlo. ¿Ya mero o voy por ti, cabrón? Alfonso regresa al sillón sin trastabillar con ningún mueble y toma el control para seguir con el juego. Pero sus reflejos ya están en otra parte. Lejos. Están en los músculos tensos, en los nervios de punta, y se suceden las cascadas bioquímicas y los axones se saturan: eso es la memoria. Primer gol. Alfonso trata de reaccionar y cae el segundo desde un tiro de esquina. Javier celebra, se burla como cuando eran chicos y le atinaba un tiro con el charpe. Alfonso aprieta los dedos sobre el control del juego. No se da cuenta de qué tanto los aprieta. Javiercito su sobrino hace una jugada solo desde la mitad de la cancha y acorta el marcador.
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Ahorita los empatamos, dice. Ya, ya, ya, si es nomás el de la honra: para que no chillen. Y tiene razón: el partido termina tres a uno. Comienzan otro y Alfonso se promete a sí mismo que ahora sí se va a concentrar. Da un trago largo a su cerveza. Se talla los ojos. Verifica que estén los dedos en los botones correctos. Respira. Pero la memoria del cuerpo es terca. Dos cero pierden los ñoños. Otro trago, largo, también largo y se la acaba. Se resigna: está bien que gane su primo, eso lo va a hacer feliz. ¡Ahorita verán lo que es el Ñoño pawer!, grita Javiercito. Pero su tío Alfonso ya está pensando en otra cosa, en que en tres días va a ir con Gildardo y los estudiantes a la reserva de Chamela para hacer los transectos. Uno cero. ¡Ponte buzo, tío Ñoño! Pero el tío Ñoño está mareado: sabe perfectamente lo que hay que hacer, cómo dar los regates, cómo orquestar las jugadas, en qué momento disparar a gol, y lo piensa correctamente, lo decide correctamente, solo que a la hora de hacerlo lo hace tarde, lo hace a destiempo. Está mareado el tío Ñoño y quiere seguir tomando. Pero no quiere pararse al refrigerador porque entonces escucharía de vuelta algún comentario de sus tíos. Y volvería el recuerdo. El que es claro: suenan las ráfagas y explota el cerebro del limpiavidrios. Dos cero. Y en el departamento de la universidad ya nadie habla de otra cosa: del que cayó en tal calle, del que cayó en tal otra, del hermano del doctor Sutano al que agarraron en el fuego cruzado del viernes, de los estudiantes que se salvaron apenas de la balacera del sábado. Tres cero. La generación que se acaba. Tres uno. ¡Eso es todo, tío Ñoño! Alfonso no sabe ni cómo metió el gol.
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Nada, nada, nada. Si es también el de la honra como en el partido pasado, dice Javier mientras le pone pausa al juego para ir por otro par de cervezas. Pero sí fue un golazo, papá, dice el hijo menor de Javier. ¿Golazo qué, wey? ¿Golazo qué, wey? Lo que pasa es que se me acabó la chela, ahorita vas a ver. Mira, aquí está la repetición, dice Javiercito y la pantalla muestra una chilena desde fuera del área grande. Alfonso abre los ojos. Deja de apretar el control con los dedos y lo sostiene apenas. Tiene los dedos entumidos. Se desliza un poco en el sillón para sentarse con la rabadilla y así, sin ver, extiende una mano para recibir la siguiente cerveza. Yo digo que este golazo vale más que los tres golecillos piteros que llevan ustedes. Ya quisieras, cabrón. Y siguen jugando. Los movimientos de Alfonso siguen siendo lentos pero ahora se siente inspirado. Javiercito también. Y además le echa porras cada que puede, mientras que su hermano menor no deja de preguntarle a su papá si él también puede anotar un gol de chilena. Tres dos. ¡Ñoño pawer! Chocan las palmas y los nudillos. Alfonso se acomoda a gusto en el sillón, casi despatarrado. Le da un trago a su cerveza y ahora siente que puede anticipar los movimientos de la bola en la pantalla. Un pase y otro pase. Una triangulación que falla pero el contragolpe es detenido en seco y ahí van de nuevo. ¡Fíltrala!, grita Javiercito. Y Alfonso lo hace. Tres tres. ¡Ñoño, ñoño, ñoño!, baila Javiercito, ¡ñoño, ñoño, ñoño! Lo que queda del tiempo regular se mantiene el empate. Alfonso y Javier terminan sus cervezas a la vez.
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Listo, gol de oro. Y los que pierdan van por las chelas porque ya no hay en el refri, dice Javier. Pues se va a tardar un poquito, dice Estela, ¿me acompañas al hotel, Alfonso?, me tengo que tomar mi pastilla. Noooooo, no te lleves al tío Ñoño. Ahorita vuelve, chiquito, no se tarda. Salen. Se despiden de todos: de la tía Gloria quien cree que Alfonso no sabe nada de la muerte, del tío Willy con su ceguera por la diabetes, de Telle que le dice que siga así, que siga estudiando, ¿verdad, mi amor?, de Juanjo y del tío Luis que le dice que se cuide, que haga ejercicio. Cuidarse de qué. La voracidad es un monstruo, piensa Alfonso, Gabriel se puso malo otra vez pero podría haber estado joven y morir hoy en la mañana. Cruzan el jardín. Está mareado y le parece una infamia segregar a los muertos, pero los muertos de sus padres mueren en camas. Estela se toma del brazo de Alfonso para no tropezar en el empedrado. Tú tía Balbi ya no puede viajar, dice, está mal de los riñones. Pero Luis es igualito a Willy y nunca hablan de lo que les duele. Alfonso mira las fragatas haciendo círculos en el cielo, son depredadores y están fuera de su sitio, hacen círculos como auras sobre tierra firme. El recuerdo es claro. •
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POEMA
PREMIO NACIONAL DE LITERATURA GILBERTO OWEN 2017
La habitación higiénica Mercedes Luna Fuentes
detrás de una ventana hecha de cuadros que parecieran desprenderse unos de otros el rostro
observa
enfebrecidas luces de autos se entretejen sobre él
red en movimiento
las luces iluminan del mentón a los labios
de los labios a los ojos
dos aviones en llamas que caen
uno del verano
otro del invierno
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ahora gira y se adentra en un carbón nebuloso el dormitorio
dentro toma su vestido lo extiende sobre la silla
como puente colgante iluminado
el rostro dirá entonces
late
mientras observa incandescente
que no extraña las palomillas enloquecidas revoloteando farolas ni las copas de vino que duplican cuellos de fuego
lo privado de la alcoba es público ante los recuerdos
y lo público
no se acomoda nunca
en los cajones de la intimidad
de forma tranquila
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mujer observando su vientre en habitación esterilizada
al mostrar su cuerpo abierto
— sangre adormecida fluye entre sus piernas
desde la nuez quebrada de su vientre —
ante un marco hecho de doctores y enfermeras representantes del mundo sus brazos
domados por una fuerza
lánguidos y dispuestos
esperan la vida que surgirá no garantiza la suya la vida no legitima la vida lo seguro en el campo de aplicación de su cuerpo es la corona transparente del olvido •
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E N S AYO
Rubén Bonifaz Nuño: la sustancia encantada Benjamín Valdivia
R
ubén Bonifaz Nuño mereció, desde su primera obra consolidada, el reconocimiento: con La muerte del ángel (1945)1 obtuvo el premio de los Juegos Florales de Aguascalientes. Una decena de sonetos apoya el ideal del poema como voz celeste, angélica profesión de sonoridades. Pero, como todo en el mundo creado, el poema tiene un término (el punto final de cada soneto, la pausa última de las pronunciaciones en cada verso) y el ángel muere al cerrarse la efusión del canto. ¿Cómo se inicia la poesía según estos sonetos? La musa griega se apea de insospechado Olimpo, y un ángel atiende la atmósfera terrena, sobre
1
Se ha utilizado principalmente, para estas referencias, la reunión de la poesía de Bonifaz Nuño titulada De otro modo lo mismo, fce, 1979, con estas siglas: ma —La muerte del ángel, 1945; im —Imágenes, 1953; dd —Los demonios y los días, 1956; mc —El manto y la corona, 1958. Para referencia, se señalan en corchetes las siglas del título correspondiente y los números de los poemas citados conforme a la secuencia puesta en cada uno de los libros recopilados allí.
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la cual deja una palabra —una sola— que es toda la poesía del mundo. La poesía se manifiesta, pero no alcanza la perfección, distante, del ángel:
te puedo dar, como si fuera tarde, una sola palabra, y retornar a lo perfecto que en mis manos arde. [ma 1]
Pero, a consecuencia del descenso angélico en la poesía, lo terrenal se eleva, y pierde su estatuto pétreo, y se destruye:
Como tú eras de nadie, te detuve, y fue tu voz de cielo a cielo nube donde cuerpo y amor son destruidos. [ma 2]
El poeta entiende que ha tocado el nimbo de la altura y se descubre «exaltado y sorprendido» [ma 4], más debe retornar de las visiones de arriba para trasponerlas, mediante una alquimia estética, en el texto escrito o pronunciado. La descripción del descenso es la de una odisea, un retorno al cuerpo hecho de polvo:
Abro el polvo y penetro; voy desnudo hacia mi propia fuerza; me desprendo de cielo, y bosque, y agua, y me sacudo el aire de las manos. [ma 4]
La poesía se delimita, pues, como una incorporación de lo invisible en lo visible, del Empíreo en la piedra. Pero el verdadero ángel poético fenece para dar lugar a una vida intermedia (parte firmamento y parte muro cimentado en los abismos) que es el ángel muerto, que en el mismo instante es «Pájaro siempre vivo» [ma 6]. El poeta, tras haber degustado lo alto, pide retenerlo: «Dame el cristal desnudo» [ma 8]; cristal desnudado que es puramente la luz que se filtra y no la materia misma del cristal. El desti-
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no del poema consiste en ser pura anticipación, vislumbre, empeño feroz detrás de lo imposible. Esa luz —auténtica lucidez— concluye antes de empezar; y, sin embargo, permanece: es un amanecer crepuscular:
Si la luz que no fue desaparece, queda la misma luz, igual problema y la viva presencia del poema que se vierte en tinieblas. Atardece. [ma 10]
Así, el ángel muere al presentirse; y la poesía resulta ser tan solo el presentimiento del cielo, que se escapa. Hay, seguidamente, una inscripción desde la angelocracia hasta la fantasmagoría: el cielo se derrumba y el reino solar se hunde en las respiraciones sublunares, convirtiéndose el ángel en su sola imagen. Imágenes (1953) es el recorrido de esos descensos, como si Orfeo dejara la luz de Apolo para buscar a su amor en el oscuro páramo. La realidad de la poesía extramundana se puede poner en juego únicamente en territorio del sueño:
Cuando duermo —lejos—, cuando la carne no es más que una costra débil de niebla sobre los endebles huesos, y atrás de los dientes enmudece contra el paladar la lengua, temblando; [im 1]
Desde ese acto onírico del cuerpo todo es imagen en la niebla, nube, nebula en que, obnubilado, el poeta registra los pasajes de esa distancia in situ, de ese alejarse sin retirada, que es el viaje soñando. En uno de ellos resuena el «pueblo pálido y azul» de Neruda,2 y «el pájaro anida en el arcoiris», de Huidobro:3 2
En el número 2 de sus Veinte poemas de amor y una canción desesperada.
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En su manifiesto «El creacionismo».
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—Hay un pueblo pálido pululando debajo del suelo que la sustenta
Un jinete. Un pájaro está durmiendo sobre la niebla. [im 3]
Los parajes de la niebla —¿qué otra cosa es la memoria de los sueños?— se van escurriendo en liquideces que colocan la consistencia del mundo en el límite de una playa mercantilizada y soez:
La calle, los pianos en venta, expuestos como grandes pájaros a la orilla del mar. [im 8]
El mundo corroe como la sal del mar y los pianos —esos pájaros inermes— esperan en la bruma del que duerme, lo que tan solo se presagia. El sueño es, en toda la tradición, un ensayo de la muerte, su anticipo imaginario. No extrañe, pues, que a esa exposición de aves a la intemperie del mundo —los pianos, los poemas, semejantes al albatros baudelaireano— le siga una recordación del motivo fúnebre porque, para Bonifaz Nuño, «Bello es el canto/ que nace a la sombra de tales sueños». En la fulguración de la muerte aparecen ocho sonetos de mujeres que son retratos, y que son mujeres, bajo un acápite rilkeano de amantes inauditas: Eloísa, Eurídice, Betina, Georgette, y así. Son mujeres y son nombres: son imágenes de mujeres nombradas: imágenes. «Por encima de todo, tu mirada/ te devuelve una imagen que no existe./ Y llamas con dolor, y a nadie nombras.» Y luego el paso del sueño brumoso a la certeza corpórea del «azogue del escalofrío» y «los perros del tacto» hasta que «una viscosa primavera/ pueble el insomnio en el que estás desnuda». Ya que, como queda dicho, el sueño es la niebla, la imagen de la mujer trastoca el sueño: «entre la niebla/ un barco altera el horizonte». Pero tal como existe el amor
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en soledad, en desesperación, en vislumbre, también se presenta el amor memorado con gratitud: «El aire/ lleva en su mansa dulcedumbre/ algo de aquel aire a quien recuerda». La conversión de dulce mansedumbre en mansa dulcedumbre deja ver la intuición idiomática distintiva de Bonifaz Nuño, tan depurada ya desde ese libro Imágenes. El nudo de todo el libro resulta ser el freno del transcurrir del mundo, freno al que obliga el lenguaje bien tramado, puesto que en el sueño los acontecimientos pierden su percepción secuencial: «Párase el tiempo cuando así lo quiere/ la poesía». Su «Poética», dentro de Imágenes, se desplaza más allá de la evocación de Gorostiza: la palabra y el pensamiento no han de ser como vaso y agua,4 sino «en sí mismos vida y forma»; el sonido ha de semejar en veces «la pequeña voz apacible» que se opone a «la muchedumbre sorda del ruido». Eso siempre como una expansión de la vida: «nada prolonga el instante caduco/ sino el canto perfecto...».5 Al liberar de la muerte, el canto nos hace «libres del tiempo que pasa». Una vez situados fuera del tiempo, a causa de la poesía, buscamos que el ánimo se imante de estrellas, «Y una extraña aspiración a lo eterno/ se levante de las cosas nombradas». De Los demonios y los días (1956) debemos notar primero su título mutado de Los trabajos y los días, de Hesíodo. Si el griego contempla los actos laborados, para Rubén Bonifaz Nuño esos actos son demonios: «el perro que ahora late/ no sé dónde» [dd 1], «Caminos, esquinas, encrucijadas» [dd 2]. La superación de los demonios, de esas apariciones internas, que son espejo de la maldad y la decadencia exteriores, se puede dar en el amor:
El que ama, seguramente, no está solo, sufre de otra manera;
4 Parece una alusión similar a la de Muerte sin fin, de José Gorostiza: «constreñida/ por el rigor del vaso que la aclara,/ el agua toma forma». 5
Nótese que el primer verso de esta cita memora los ritmos de dáctilos virgilianos, que también son apreciables en Rubén Darío.
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encuentra la paz, se cumple gozoso pudiendo sufrir por los que ama. [dd 3]
Mas no es suficiente el amar, puesto que, como queda visto, en el amar se sufre, aunque sea con cumplimiento gozoso. De nuevo, entonces, se debe acudir al sueño, ese que nos depara el punto central del torbellino del mundo, cambiando el tópico del «mundanal ruido» por un silencio pacífico, el demonio es desplazado por el atisbo del cielo, por la «paz creíble». La labor poética —acabar con los demonios que pueblan los días— cuenta con un escudo y una espada: el sueño y el amor. Un demonio principal en el mundo cotidiano es la enajenación, el ludibrio del maquinal, la masificación del sentido. El poeta se dispone para afrontar las «emociones preconstruidas», puesto que es indubitable su propiedad de ser, en tanto poeta, personal, original, insustituible al hablar por los demás: entre las costillas de todos/ hay un corazón que nos pertenece». Cuando los demonios se apoderan del corazón personal, el poder interno queda encadenado y se proclama que «Buena es la vida/ con baile, terror y sinfonolas». El terror nos congela, «angustioso nudo que se desata/ y al desatarse nos anuda», y no nos permite dar lo poco que era preciso conferir para que todo prosiguiera. Se instaura la muerte, que es igual a la enajenación: pérdida del ser, ausencia de la esencia. El terror, el temor, es demonio principalísimo, habitante de la materia y señor del mundo trivial, encadenador del hálito anímico. Cuando estamos perdidos, invadidos de los demonios, endemoniados a muerte, nos ensombrecemos: «ninguno/ era muy distinto de su sombra». Y «El día/ se nos va gastando en actos absurdos/ que sólo por fuera nos pertenecen». La gran ciudad física se edifica con la materia, que es el fundamento del demonial, y «levanta metálicos esqueletos» que, «cada vez más, ocultan el aire». Nos tocó la suerte —buena, mala— de vivir «el tiempo sucio», pero siempre hay un brillo al fondo, un faro verde parpadeando en la borrasca irónica, «pues mientras hay mugre hay esperanza». Así, el poeta está muy
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consciente —demasiado— de que para pocos está profiriendo su mensaje, voz clamante en las arenas. Declara que escribe «para los que quieren mover el mundo/ con su corazón solitario». Esa solidaridad que es agrupamiento de soledades se reúne en la línea del tiempo cuando se memoran en sucesivos versos de Bonifaz Nuño aquellos que le antecedieron en el canto: Jorge Manrique («verduras de las eras», 27); el rey Salomón («leche y miel bajo tu lengua», 28); Fray Luis de León («qué descansada vida», 35), entre otros. En contraste, abajo, en el mundo de los demonios y los días, en la materia sujeta al devenir, «Nadie está conforme con nadie» y cada cual soporta «una vida/ que en ninguna forma les corresponde». Incluso «se aborrecen/ entre sí los torpes objetos». Lo más terrible y bárbaro del mundo sublunar es que nos acostumbramos a vivir con la muerte, a odiar el amor y a ser triviales ante lo profundo. «Juntos inventamos un concierto/ para desventura y orquesta» y aceptamos la costumbre de «acicalar a los muertos». El amor es la medicina que nos conduce del hábitat de los demonios y los días al de los astros permanentes, pues, aquí, «estamos enfermos/ del tiempo». El poeta termina su proeza con la sencillez del obrero que ha concluido la faena, y dice: «Escribí al principio: tiendo la mano./ Espero que alguno lo comprenda.» Con El manto y la corona (1958) Rubén Bonifaz Nuño estipula las condiciones de la vida lírica, hecha solo para las observaciones del artista, para el ojo crudelísimo que no perdona un solo detalle, pues suyo es el reino —y el manto y la corona— de la vida. El término que sintetiza frenéticamente la labor del que habla es la entrega. A diario, nos dice, levanto un muro para separarme del sufrimiento mundano; y a diario la amada lo derrumba: se da también ella a pesar de no caer en la cuenta; y el amante está en contra de sí mismo para estar de parte de ella. La vida, desde las actitudes simples «como una lumbre quieta», hace que el mundo requiera todas las nimiedades. En esa situación frágil y simple, el amor transforma en trascendencia la visión de cualquier inmediatez:
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Antes de amarte ni siquiera te vi; no vi siquiera lo que estaba en mis ojos: que tenías una luz y un dolor, y una belleza que no era de este mundo. [mc 2]
Todo trascurre en la magia dignificante del intercambio amoroso, que se convierte en un constante perderse en aguas del transcurso y un encuentro continuo en las orillas de otro mundo. La vida se vuelve directa: «sólo esperas lo que esperas» [mc 11]. Y a la vez se vuelve una transfiguración mutua de los amantes: «Con mirarme a la cara, alguien podría/ saber si estás alegre o triste» [mc 9]. Fuera de ese reino de los intercambios, el mundo rueda con crujir de huesos y rechinar de dientes:
Afuera todo sigue pareciendo desesperadamente sin sentido; lo comprende, convulso, tu corazón amenazado. [mc 18]
A diferencia de sus libros anteriores, en los que Rubén Bonifaz Nuño había señalado el sueño como simulacro del vuelo del poema en la región solar, en este, situado en lo prístino y cotidiano, el sueño resulta insuficiente. En Los demonios y los días se planteó el sueño como alternativa para una realidad insuficiente; ahora, ante la realidad vivificada del amor, el sueño mismo es insuficiente y el poema no alcanza a templar la fibra de la vida real:
Es tan amargo, oscuro, pobre lo que miro al dormir, que mentiría, no sabes cuánto, si dijera que eres la mujer de mis sueños. [mc 24]
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Allí mismo concluye que la amada es, más bien, ser de vigilia: «Tú serás para siempre/ tú, la mujer de cuando estoy despierto». En estos libros, el amor es la vía regia para la poesía, que supera tanto a la sólida realidad material como a la realidad imaginaria del sueño: los vocablos del amor son los que contienen la sustancia encantada, la condensación de los sentidos, del ser, éter y aire, sangre y presencia. Los pasos de la vida conducen al amor; y el amor prestigia y garantiza las altitudes renovadas de una poesía honda: «Cada palabra/ que mi boca aprendía,/ me preparaba a pronunciar tu nombre.» Lo señalado hasta aquí nos ha permitido una mirada de conjunto de cómo se constituye la poética de Rubén Bonifaz Nuño en sus primeros libros, del lapso de 1945 a 1958, en un ascenso y consolidación notables. Será en sus siguientes publicaciones, del período de 1961 a 1971, en las que se vean los frutos maduros y el desarrollo más elevado de las líneas poéticas planteadas en sus libros iniciales. Luego de su Canto llano a Simón Bolívar (1959), Rubén Bonifaz Nuño entrelaza cuatro libros que figuran entre los más poderosos encontrados en nuestra literatura; y con mucho forman una tétrada de las mejores en muchas lenguas. Son diez años de infatigable sensibilidad escrita, de compromiso con la tangencialidad de las significaciones poéticas arrojadas al rostro de la muchedumbre atónita y, más precisamente, a la pupila atenta de unos pocos elegidos. Fuego de pobres (1961), Siete de espadas (1966), El ala del tigre (1969) y La flama en el espejo (1971) forman un potente dínamo de fulguración Obras posteriores de Bonifaz Nuño —como algunos poemas largos o Pulsera para Lucía Méndez— han sido bien recibidas, aunque, a mi modo de ver, no eliminan de su sitio superior a los libros publicados entre 1961 y 1971, una era de altura inobjetable en su poesía.6 Por ahora, cerremos este 6 De su obra publicada después de 1971 destacan especialmente los libros Albur de amor (1987) y Del templo de su cuerpo (1992).
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atisbo a los fundamentos y orígenes expresivos de Bonifaz Nuño dejando la voz del poeta ante los ojos de la sorpresa:
Ella sobre el rostro de las aguas llama al amor y lo conduce hacia su pecho; lo convierte en alimento duradero, y libremente lo reparte. •
Felicita a su amigo
S A Ú L VA L D E Z , autor de nuestro catálogo, por haber obtenido la beca del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. ENHORABUENA.
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E N S AYO
Claudia Berrueto: descifrar y contener Claudina Domingo
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laudia Berrueto (Saltillo, 1978) ha publicado tres poemarios (Polvo doméstico, 2009, En el fondo una mantarraya, 2009 y Sesgo, 2015) que coinciden en tener poemas breves cada uno de ellos. Esta primera característica, aparentemente superficial, es importante porque la autora es dinámica en su estilo y sus ámbitos de tratamiento poético. Sin embargo, es importante observar la brevedad porque apunta a dos intenciones literarias: descifrar y contener. Berrueto no pierde el tiempo ni el espacio de la página creando atmósferas ni metáforas accesorias. Sus textos generan un movimiento amplio en pocos pasos: tras un altercado con mis pestañas decidí arrancarlas y darles lugar en mi garganta. la interminable noche es un ojo calvo
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que parpadea desesperado sobre mí. Los ámbitos que aborda Claudia son al mismo tiempo existenciales y próximos. Su poesía relaciona las formas más cercanas de sufrimiento con las nociones mayores de placer y realización espiritual. Sus poemas son importantes y peculiares dentro de la escritura de poesía mexicana porque se ocupan del dolor y la belleza a través de una factura pulcra. Cada poema de Claudia Berrueto elabora una síntesis, clara y fatal, entre estas dos nociones de dolor y deslumbramiento ante la belleza: bajo una rodaja de luna que todo lo rompe, un cocodrilo en el nilo lleva tu zapato prendido de sus fauces como jora astral, como cicatriz hecha por un mar dosificado. El mundo femenino es otra vía de exploración de la poeta en su producción lírica. Sus poemas no evaden ni la autobiografía ni la observación de la soledad en la que se encuentra una mujer sensible en una sociedad que lo último que espera son reclamos, y menos reclamos cargados de belleza y misterio. Porque Claudia Berrueto hace una operación singular en su narrativa poética: los acontecimientos que retan a la propia voz poética pertenecen al orden de lo común, al reino de los hogares y de los encuentros y desencuentros familiares. Pero en ellos el dolor y la tragedia están presentes a través, no de la narrativa (casi vacía), sino de las epifanías que la autora descubre en el enfrentamiento con la realidad. De Polvo doméstico (Instituto Municipal de Arte y Cultura de Tijuana) me resulta muy llamativa la obsesión de la voz poética con la animalidad presente en el ser humano, y cómo las personas, a través del desgaste del tiempo, descubren esta animalidad interior:
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un animal dolorido nos mira desde lo más hondo de la memoria y cada vez que reímos le damos un poco de agua y acariciamos su lomo. Decir que la poesía de Claudia Berrueto es triste sería incurrir en frivolidad. Más bien, el reto que la poeta lanza desde el poema es que uno, adolorido como está por dentro aunque lo enmascare, sea capaz de entenderse y reflejarse en otro dolor, al mismo tiempo personal y peculiar que universal. Así, sus poemas hacen una observación de los acontecimientos diarios, lo que hay en ellos de fatal e irreversible, y que representan la vida humana en su totalidad: pasados los años, mi madre me entregó mi ombligo, mi pulsera de hospital y mis pequeños túneles; fue un reclamo por haber crecido, un reclamo por no ser tan jóvenes como cuando interrumpí su conservación. Por otro lado, aunque la poesía de la autora es íntima y recurre a la anécdota personal, termina trascendiendo esta individualidad y lo refleja en sus peculiares atmósferas. Sesgo, el tercer libro de la autora (Ediciones sin Nombre, 2015) también contempla el desorden y el dolor. Su factura es fina y delicada pero no oculta los quiebres que la voz poética sufre en su viaje por los territorios de la emoción que vive fuera de los flancos del papel y la poesía escrita. La voz poética de Sesgo se asume femenina, animal en algunos casos, y como en sus anteriores poemarios, en varios de sus momentos hace una visita a la tierra perdida de la infancia. Al encontrar en la infancia un sitio de recuerdos extraviados —en cuanto que tienden a la confusión y la inexactitud—, la voz poética se colma de un lenguaje onírico. Pero los poemas no recurren a la extravagancia para poblar su universo, sino
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que de esta mirada distópica resulta la expresión de una memoria metamórfica que descubre su deseo de salir al mundo en la plenitud de su extrañamiento: tus ojos drenaban un país verde amé perderlo todo en él ser su paria y esperar el otoño encendido por tu lengua la gran fogata que unificó mis venas el teléfono sueña la gesta de la nieve a través de nuestras voces los cuervos caminan de nuevo sobre nosotros sin resistir el peso de nuestro latido el codo del mundo no logra lanzarnos del todo hacia atrás. Este extrañamiento abarca todas las regiones de la experiencia, como si fuera una conciencia extraterrestre que ha caído en el planeta y se encontrara en constante pugna con el discurrir del tiempo y sus consecuencias. La voz poética no ha aprendido la constante monotonía de las experiencias y parece dar con ellas por primera y única vez, intuyendo que los instantes que evoca serán destruidos incluso por la memoria: sus ojos tigrean en la cocina él me habla de las decapitaciones de su infancia dentro de mí caigo en una excavación que no nació conmigo. La voz poética presenta una mitología personal que se permite poner en duda. Cuestionando su validez histórica tanto como su pertinencia literaria, la melancolía de los poemas se instala en la atemporalidad que evocan:
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salimos a la carretera él maneja su voz es un vaso de agua clara que yo bebo las nubes nos miran y se convierten en sal afuera las piedras se evaporan el cielo es un animal que nos ama con toda su demencia. En Sesgo, la expresión del desgarramiento es consustancial a la poética que sugieren: nombrar la experiencia es revivir su violencia, pero no hacerlo equivale a quedarse ciego y mudo. La sección «Casi como una piedra» es una de las más memorables; en ella, Claudia Berrueto traspone a la figura de la piedra las preocupaciones existenciales de la vida íntima: vivir es un acontecimiento violento. Los seres que reparan en ello preferirían ser testigos inconmovibles, como las piedras, pero desde que todo lo que existe es susceptible de ser nombrado, de nombrarse a sí mismo, de hablar, las piedras se encuentran con que incluso ellas pertenecen al destino del dolor: Mis sueños son búfalos que suelen abandonarme Salen de mí como lágrimas oscuras Las dimensiones de sus cabezas amueblan los llanos De mi memoria Su aliento de piedra me sostiene. Todos los poemas de Claudia Berrueto aparecen ante la mirada del lector como especímenes únicos y peculiares —animales apenas descubiertos, pensaríamos—, y de esta forma tenemos la impresión de que el mundo y sus seres existen porque apenas los nombra la poeta. •
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POEMA
Yo sé Ito Naga
Traducción del francés de Daniela Camacho
• Sé que basta que la luna esté redondeada para que cada uno descubra su ojo de geómetra: «Aún falta un poco para que sea luna llena». • Sé que este calor que me acaricia el rostro se formó en lo profundo del sol y viajó varios minutos a través del cosmos antes de tocarme. • Sé que el cosmos no tiene olor. • Sé que la irrealidad tiene un pie en la puerta. Basta estar solo en una habitación por unos días para que ella haga irrupción y la vida cotidiana pierda sentido. ∙ 50 ∙
• Sé que, en el puesto de pescado al aire libre, el pez escorpión capturado en las profundidades tenía los ojos desorbitados. • Sé que me prometo con frecuencia que un día seré vegetariano. • Sé que fue escrito en un aula: «Después de haber sido expandido por una nueva idea, el cerebro no recupera su forma inicial». Eso funciona para el conocimiento, funciona también para la angustia. • Sé que, para muchos, loco = Antonin Artaud, pero para mí, solo para mí, loco = silueta entrevista cuando era un niño en la cocina oscura de los Ménard. • Sé que tener un número telefónico o un nombre grabado en el buzón de correo da tranquilidad sobre la propia existencia. • Sé que, si yo fuera cartero, no podría evitar leer las tarjetas postales. • Sé que esta noticia le causará una emoción. • Sé que la observo mientras le doy la noticia. • Sé que ella vino a sentarse a mi lado como si esperase cualquier cosa. • Sé que, en su trabajo como anestesiólogo, él dice no tener necesidad de hablar para hacerse comprender. ∙ 51 ∙
• Sé que aparenta creerlo realmente, pero ¿cómo es eso posible? • Sé que se necesitaron varias personas para poner a dormir a un tipo de 125 kilos. • Sé que ciertas personas pueden adivinar todo tipo de cosas: nombres, signos astrológicos, encuentros… • Sé, algunas veces, por la elección de palabras utilizadas en un artículo, si es un o una periodista quien lo escribió.
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• Sé que ella puede distinguir si quien dirige un filme es un hombre o una mujer. • Sé que, en el metro, de vez en cuando la gente le dirige la palabra y que eso casi nunca me sucede a mí. • Sé que después de haberles escuchado 5 buenos minutos, fui incapaz de decir de qué estaban hablando porque las palabras que utilizaron fueron muy genéricas. • Sé que ese tipo dijo haber encontrado el apartamento de otro en un estado de ¡déjalo caer! • Sé que existe un placer sutil en llegar al mismo tiempo que el metro a la plataforma de abordaje. • Sé que, a pesar de mi enojo, estaba conmovido por el rostro de ese tipo que fumaba dentro del vagón. • Sé que situamos el comienzo de la demencia de Nietzsche en Turín, frente a un caballo golpeado. • Sé que terminamos preguntándonos: «¿De qué sirve ser sensible?». • Sé que, en una librería, una mujer baja, frente a un estante, me pidió que alcanzara para ella un libro titulado ¡Afírmate! • Sé que, a pesar de ser una muestra de cortesía, dirigirse a alguien de usted es extrañamente dulce al oído.
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• Sé que, a pesar de su avanzada edad, algunas cosas aún le irritan demasiado. • Sé que sus reacciones son tan previsibles que resulta inquietante. • Sé que él prefiere los perros a los gatos, puede ser precisamente por la previsibilidad de sus reacciones. • Sé cómo una discusión puede salirse de las manos con él, las respuestas que hace falta dar para que todo vaya bien y las otras también. • Sé que después de haber guardado cuidadosamente los recortes de periódico en una carpeta de plástico, ella los lee y luego los pone en la basura hechos bola. • Sé que ella hace muchos gestos y emplea una energía increíble solo para sacar un pañuelo de su bolsillo. • Sé que todo mundo desea «buen día», el portero, el vendedor de periódicos, el mesero en el bistro… y que es imposible saber qué sería sin ello. ¿Podría ser que, efectivamente, el día fuese menos bueno? • Sé que cada día trae consigo su lote de decisiones a tomar y que, afortunadamente, uno no piensa en eso al levantarse. • Sé que esta mañana todo parecía extraño, incluso la brocha para afeitarme.
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• Sé que el camarero de la barra en el bistro siente un placer malicioso al saludarme apretando mi mano con sus manos mojadas. • Sé que a veces escapo saludándolo de lejos. • Sé que dos tipos en el bistro hablaban en una lengua que yo jamás había escuchado. Ni una pista, ningún sonido al cual agarrarse. •
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CUENTO
Máscara Negra Jorge Alberto Avendaño
L
o conocí una tarde en la que el calor estaba por los cuarenta grados, en un agosto extenuante y húmedo; no había nube en el cielo ni aire que refrescara poquito; yo había ido a la tienda de la esquina por unas cocas y un pan, aprovechando que mi mamá se había ido al casino a ponerle doscientos pesos a la máquina. Ahí me la llevaba cada tarde, hiciera o no calor, fuera o no fuera mi mamá al casino, ensoñado, fumando Marlboros de toque en toque con los otros cholos de la cuadra. Nos quedábamos en la cochera de la casa de don Fernando, el de la tienda, hablando de los Creedence, de la school, de las morritas que caían, yo nomás callaba, a mí apenas me alcanzaba para pensar en lo mío, en mi piel, en mi cuerpo envuelto en sombras, hiciera o no calor. Me acuerdo con mucha firmeza de todos los detalles, la tierra que se levantaba con el aire fresco que empezó a soplar a eso de las seis de la tarde, las rolas de Queen, las nubes que una a una fueron aborregando el cielo en un gris espectacular, melancólico, y luego la tormenta y las gotas gordas
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y pesadas que caían desde ese cielo que apenas copeteaba los árboles de amapas. Máscara Negra apareció entre la tormenta, entre la fresca sensación del olor de la tierra bien mojada, lleno de agua, volteó a verme y sonrió, no enamorarse de él y de su sonrisa tan torcida era imposible en ese momento. —¡Pinchi llovidón que me agarró! Ojalá se pase luego, ¿ustedes qué onda?, qué a toda madre se la llevan, morros —apenas me dijo esto y yo atiné a murmurar un «sí» con timidez; desde donde yo estaba sentado, en la orilla de la cochera de don Fernando, bajo una larga cornisa y mirando hacia arriba, el Máscara Negra se veía imponente, con sus negras botas enlodadas, su cuerpo cubierto por mezclilla negra, una camiseta y una gabardina que no se quitaba así el cielo diera lumbre en vez de agua, se veía sólido y pleno de fibra, lleno de vigor. Se quitó la gabardina y se sentó a mi lado buscando en sus bolsillos una caja de cigarros que nunca hubieran prendido esa tarde, ni ninguna otra, de lo mojados que estaban. Mis piernas temblaban, me paré sin decir nada, entré a la tienda apenas unos momentos, regresé a donde el Máscara Negra seguía sentado, con dos Marlboros rojos que había prendido adentro; le ofrecí el cigarro al que más baba le había dejado, cuando le estiré el brazo para dárselo; él lo tomó mirándome de abajo para arriba, ahora era él quien miraba al otro desde esa posición, calladito tomó el cigarro, callado también yo, nuestros dedos se rozaron levemente y sentí una corriente eléctrica recorrer mi cuerpo, la brasa del cigarro que traía en la otra mano se avivó, recuerdo haber escuchado unos truenos justo en ese momento, justo cuando le pasé ese cigarro, justo cuando la lluvia se detuvo y un hermoso viento azulado comenzó a recorrer la cuadra. La proximidad nos juntaba a menudo, él vivía a un par de calles de la tienda y pasaba seguido a fumarse un cigarro, o a tomarse unas cocas, a veces hasta le entraba a las retas en las maquinitas. El 29 de septiembre, un día antes de mi cumpleaños, durante los festejos del aniversario de Culiacán, nos enteramos de que aquel hombre alto, de largos pasos, que andaba siempre con una gabardina y unas botas negras era luchador enmascarado,
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llegó en la tarde a invitarnos a una lucha en el horno al que le decían Gimnasio Revolución, que su nombre era Máscara Negra, el enmascarado de cuero; en la cuadra ya todos sabíamos que se llamaba Rodolfo, y nos hizo mucha lógica que se llamara así como El Santo, el enmascarado de plata, y que fuera luchador el bato, sabe. El día de mi cumpleaños el plan era ir a las luchas a gritar y a poner en carrera las tripas, nuestra idea de ir estaba fundada en la invitación que nos hizo Rodolfo, nos dijo: «Vayan, va a ser gratis, va a empezar como a las cinco, ya que se acabe me buscan y nos chingamos unas caguamas». Los cholos de la cuadra y yo llegamos temprano al Revolución, a eso de las cuatro para no hacer tanta fila, nos habíamos imaginado que iba a estar bien lleno porque la lucha iba a ser gratis y cuando en Culiacán dan las cosas gratis la gente nomás se agolpa como si el asunto se tratara de algo único en la vida. Yo aproveché para ver los carros que pasaban por ahí, para ver el mural de la Revolución afuera del parque, para ver las caras de la gente que también hacía fila limpiándose el sudor del rostro con el dorso de la mano o con alguna toalla; aproveché para sentir el contacto de mi ser con la ciudad y el lento caminar del sol, nomás por sentir algo que no fueran ansias de morderme los brazos, de arrancarme las uñas por verlo cada tarde, como lo había estado sintiendo desde aquella vez que lo vi en la tienda de don Fernando. Adentro del gimnasio no había ni cómo estar, el calor de la tarde era molesto y exagerado, el techo de lámina del lugar nomás calentaba y llenaba los espacios de vapor, de sudor, de desodorante de pies y axilas. El de la cerveza ni se nos acercaba, nos veíamos bien morros, apenas nos salían unas pocas barbas; pero sobre todo aún teníamos cara de pendejos, en especial yo, que nomás me largaba un trago de coca para apaciguar el calor y me paseaba la lengua sobre los labios, chupando el azúcar que aún me quedaba en ellos. Las luchas estaban ahí nomás, uno que otro gordo pegándole a un enano, luchadores que apenas sudaban la lona, si acaso un tibio lance entre
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segunda y tercera, llaves mal aplicadas y golpes que ni movían ni sacudían nada. No había estelas de plata, de azul o de oro haciendo surcos en el aire, ni máscaras rotas, ni sangre manando a chorros. Entonces llegó, salió el Máscara Negra enfundado en unas altas botas negras relucientes, en unos pantalones de cuero ajustados a la cintura, con el torso depilado al descubierto, su máscara tenía una sencillez deliciosa: solo unos remates de un cuero negro alrededor del contorno natural de los ojos y la boca, realzados contra la tela del resto de la máscara que aunque también era negra se apreciaba más clara. —¡Maaaaaaaaáscara Negraaaaa, el enmascarado de cuero! Se apoderó del pasillo que conducía al ring, levantó ambos brazos al aire y, en medio del griterío y del alboroto que provocó en el gimnasio, comenzó a enfilarse al ring al tiempo que bailaba frenéticamente la rola del Macho Man, golpeándose el pecho con sus enormes manos, lamiéndose los bíceps. —«¡Pinchi putooooooo!, ¡no mames!» —gritó el meño, los otros cholos de la cuadra no pararon de gritarle insultos a Rodolfo. Para cuando se acabó la última lucha ya estábamos secos y flacos de las bolsas, ninguno se quiso quedar a lo de las caguamas, ni porque las iba a pagar él. —Pinchi puto, no mames, Chino, ¿a poco te vas a ir con el bato ese? —Yo no respondí, solo moví mi cabeza de arriba abajo con tímida resolución—. Chale, homes, ahí te wacho—. Me dejaron con mi ropa empapada de sudor, con mi pinta de cholo triste rodeado de un montón de gente a las que no les importaba, en el contraste de las luces de la tenue noche de septiembre en Culiacán. Rodolfo me alcanzó por la espalda posando su mano que ahora me parece suave en mi hombro, yo me saqué por el repentino contacto, al voltear lo vi esbozando su sonrisa, me acomodé la camiseta de los toros y me subí los khakis que me había regalado mi mamá. No sé por qué, como que buscaba protegerme con mi ropa, con mis colores y mis marcas de cholo ante ese hombre que me había dejado hechizado con su teatralidad. Sabe.
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¿Qué onda, Chino?, ¿Y los otros cholos qué? Se fueron, que tenían negocio, yo me quedé porque al rato voy a ir al casino por mi mamá. Ah, ¿entonces ya te vas? No, vamos por unas caguamas. Rodolfo me lazó con su brazo sobre mis hombros mientras empezamos a caminar sobre la Obregón con rumbo a la catedral, se colgó una maleta con su ropa y su equipo y me preguntó si me había gustado la lucha, que si había estado a gusto, que si era mi cumpleaños diecisiete, le dije que sí a todo, a su caminar garboso, a sus preguntas nerviosas, a su brazo, a su sombra caminando sobre la Obregón; nuestro rumbo torció rumbo a la plazuela de la universidad. Íbamos callados, apenas platicábamos, de los festejos de la ciudad, del aguachile más grande del mundo «como si en el mundo hicieran muchos aguachiles», le dije a Rodolfo. Para cuando llegamos a la Plazuela Rosales, la luna ya brillaba en un cielo despejado, el calor ya no era tan agudo, hasta un aire fresco se sentía. Rodolfo me llevó a un bar justo frente a la plazuela, nos sentamos a beber en serio, nos tomamos todo lo que pudimos, en la embriaguez nos mirábamos de frente, en la complicidad de saber que esto no duraría para siempre. La cuadra estaba lejos, sin carro, sin camiones que pasaran; ahogados en cerveza, tomados de la mano caminamos por entre las vacías calles del centro de una ciudad que se veía absolutamente fresca, limpia y libre de violencia. Parados en la Riva Palacio y la Ángel Flores podíamos ver el Edificio Central de la universidad a un lado, y a la iglesia del santuario por el otro, con las farolas y la luna alumbrándonos los pasos que justo ahí detuvimos. Jalé a Rodolfo de la camisa untada que traía y le di el beso más eterno que jamás he dado, nuestros cuerpos se juntaron tanto que parecían uno, el sabor de la carne de sus labios y de su lengua me recorrió por cada poro de la piel, una piel que sentía ahora la otra piel, la piel del diablo, la piel de todos esos años en los que el deseo me aplastaba las uñas de los pies, la piel que al fin se ponía sobre la mía y me liberaba de esa gravedad aplastante que ahora se empujaba a sí misma por atrás de mis ojos y salía en forma de una lágrima gorda, salada y brillosa.
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—¡Cholos y putooooooos! Rodolfo se apartó un poco de mí cuando escuchó el grito de un borracho pelón que iba pasando en un Montecarlo azul con plata piloteado por otro ebrio que hacía lo que podía para no estrellarse contra los árboles de la plazuela; secó con su callosa mano la lágrima que ahora se extendía sobre mi mejilla, casi ni le sentí la mano, me tomó por la cintura y me llevó caminando hacia el santuario, subimos por la Ángel Flores y dimos vuelta por la Donato Guerra, en sentido contrario, con rumbo al Madero. Las casas del centro me parecían tan limpias, tan blancas y tan libres de todo. Ni sentí cuando llegamos al hotel; ahí entramos al bar, Rodolfo me dejó solo en la mesa, con una cerveza que nomás sudaba de frío, sabe. Volvió con una llave en la mano, coqueto y sonriente, con los ojos chispeantes y una erección que se le notaba fácilmente. En la habitación 415 los ruidos de la noche no llegaban, ni el pasar de los carros, ni la música del bar, ni lo que fuera que pasara adentro de los otros cuartos, como un mundo raro, sabe. Las piernas me temblaban mientras caminaba nervioso, reconociendo los espacios del cuarto; me asomé por una solitaria ventana estirándome la camisa de los toros que traía puesta y me quedé así, mirando hacia el bulevar, casi arrepentido de haber ido; pero Rodolfo era lindo, me dejó solo en la distancia para poder mirarme de forma más lejana. Rodolfo, sentado en la cama, me llamó hacia él, me abrazó la cintura y recordé la vez aquella que le di un cigarro, él mirándome de abajo para arriba desde su lugar en la orilla de la cochera de la tienda de don Fernando, así igualito me miraba ahora, me soltó de la cintura y tranquilo comenzó a desabrocharme el cinto y el pantalón, mi piel morena estaba llena de brotes, como de los que le salen a las gallinas cuando las desplumas. De a poco, Rodolfo me acarició con su mano por arriba de los boxers, tomó la firme erección que tenía, la acarició, la acaparó entre sus dedos y su palma, y luego lo vi, lo vi sonriéndome mientras abría su boca y acercaba su cara a mi sexo erecto y palpitante, comenzó a lamerme y a chuparme y a tragarse todo lo que en ese momento le ofrecí. Con los pantalones y los boxers en los tobillos,
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me quité la camisa de un movimiento, un arrebato como una comezón me recorría todo el cuerpo, su lengua hacía que no me pudiera sostener en pie, me tenía agarrado de las nalgas y no me dejaba escapar de esa postura mientras seguía atacando y besándome el pene; acaricié su miembro erecto con frenesí, sintiéndole sus pliegues y su pubis depilado, le tomé de los cabellos, lo besé con violencia, su boca sabía a cerveza, a orines, a pene erecto. Desnudos por completo, en la totalidad de la luz, nos acostamos para entregarnos, para recorrernos los músculos y para besarnos y penetrarnos de frente, como largos amantes; explotamos en éxtasis, cerré los ojos y me entregué a la oscuridad de la ensoñación, al cansancio del orgasmo violento del sexo anal, a la profunda seguridad de sus brazos de luchador, él se fundió en sí mismo. Despertamos llenos de olor, con ansias de bañarnos y quitarnos la pesadez de las sábanas con agua tibia. Rodolfo tenía que irse a trabajar, daba clases en un gimnasio desde temprano, quería bañarme con él, pero por alguna razón me dio vergüenza, dejé que se metiera solo; me había entrado la congoja de no haber avisado, de no haberle hablado a mi mamá para avisarle que no llegaba a dormir. Rodolfo ya estaba listo para irse, vestido con sus pantalones de mezclilla negra, sus botas, una camisa y su eterna gabardina negra. Lo contemplé callado, pero en asombro, ¿cómo hacía para tenerme así? Nos despedimos con un largo abrazo y una serie de besos apasionados en los labios, en el cuello y en la cara. Llegué a la cuadra apurado, quería entrar a la casa sin tocar, intentar girar la perilla así nada más para ver si estaba abierto, o meter la llave que mi mamá me había dado desde que estaba en la secundaria, no alcancé a hacer ninguna, mi mamá abrió la puerta con cara de descanso, sus ojos hinchados de tanto llorar por sus otros hijos parecían haberse rejuvenecido, no me habló, nomás me abrazó, me llenó de cariño, me preguntó que si ya había desayunado, que le había preguntado a todos los cholos de la cuadra por mí, pero que nomás le habían dicho que me había ido a tomar con el hombre ese que decían que era luchador, en el fondo ella sabía que había encontrado quién era, ella sabía que ya no usaría una
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máscara para esconderme de mí mismo y, en ese sentido, estaba agradecida con Rodolfo. En la tarde mi mamá se fue al casino, como para volver a la normalidad después de una noche de angustia, yo agarré camino con rumbo a la tienda de don Fernando. En la distancia vi a varios de la clica nomás sentados en la cochera de la tienda, jugando a las máquinas, fumando de los rojos. Se me quedaron viendo, el Leo, el más pesado de la raza de ahí de la cuadra tenía un montón de palabras en la cabeza. ¿Y qué onda, Shino, te encontró tu jefa? Sí, no hubo pedo. ¿Y es cierto que te fuiste con el bato puto ese, el luchador? Sí, nos fuimos a pistear, nos pusimos un pedón, el bato es bien chilo. Ah, ¿y te cogió, te hiciste puto? Los otros cholos me rodearon, uno me sujetó por la espalda al tiempo que gritaba: «¡Así le gusta al Chino ahora!». Yo no entendía que pasaba, oía las risas a todo pulmón, con la boca abierta a más no poder, era un juicio sin oportunidad de defenderme, buscaban mi sangre.
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—Chale, un cholo puto. Me empujaron y me golpearon la cabeza con sus manos abiertas, a cachetadas y a jalones de pelo; luego el cielo se empezó a poner gris. Arrodillado, cubierto de polvo, sudor y burlas, empecé a llorar, me dieron una patada que me sacó el poco aire que aún me quedaba, creo que fue el Meño, entonces todos se entregaron a un frenesí de violencia. Don Fernando quiso ayudarme, gritaba que me dejaran, que me iban a matar. Intenté correr, pero las piernas y el aire no me alcanzaban, con claridad vi sus caras llenas de odio, sentí un rumor hormigueante que me recorrió los nervios desde los ojos hasta los oídos, creí que quedaría ciego y sordo para siempre, caí en un profundo mareo que no parecía existir en el tiempo... Máscara Negra llegó enorme, ultraviolento... El enmascarado de cuero, ejecutor de una doble vida absoluta y secreta, salvador del mundo, cazador de vampiros, recolector de deudas, rompe piernas; era como un rayo y un trueno al mismo tiempo. Una leve lluvia comenzó, los movimientos de la Máscara Negra se fundieron con el temporal en una danza simétrica de sonido y luz y furia. Uno a uno fue tumbando a los cholos de la cuadra, con sus manos, con sus pies, con la pura mirada, al Leo le llenó la cara de puñetazos y de codazos, su torso estaba erguido como el de una cobra, no paraba de machacarle la cara, le golpeó tanto y tan duro que le rompió el cráneo; el Chato lo jaló de la gabardina, lo quitó de encima del cadáver del Leo, le levantó la cara jalándolo de su hermoso cabello negro y le recorrió la garganta de izquierda a derecha con una navaja 007. Llorando, cubierto de agua, me arrastré hasta el cuerpo moribundo de Rodolfo, su sangre diluida se escurría con rapidez de la herida profunda que dejaba ver su lengua y su tráquea, lo abracé e intenté poner su cabeza en mi regazo, Rodolfo miró mi rostro golpeado, hinchado, sangrado y lloroso, miró mis ojos reventados por el odio, esbozó esa sonrisa infalible que tanto me había enamorado y me dejó solo en medio de la lluvia en la única calle pavimentada que había en la cuadra en aquellos días. •
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POESÍA
Jorge Ochoa II
No deseo morirme, pero muero: y como he de irme resumido en mi columna, quiero dejar besos sagrados e iracundos, a Rodolfo, mi hermano, el futbolista; a los briosos disturbios que cunden de Hermosillo a Los Mochis en dos amores divididos y tensados. Quiero una vez más, dejar ahí, en Teresa, mi poquito, terrible corazón de pana, y en los ojitos kinderezcos de Anhelí dos botellones macerando plantas y un arbusto de Estrellita Venus. Y para Carlos, Abigael y el Che´f, aquel poema original del Aragón, el César.
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III
Nos conocimos quizá, o no le he visto. Puede decirse que pudo ser, si fue, que no sabemos, si anduvo conmigo allá en el tiempo del corretear diurno ventaneando la cabalgadura natal y natural de los livianos. Pudo estar en lo que me placía entonces y ahora se tarda: estar en el hábito para alcanzar el español o la empañada suma, en la maravilla de Rumania y lo marino, en el entrearoma agridulce de lo perecido y su innombrable fragancia, que es todo junto, los sótanos, la resina del torote, la caoba y telarañas. Puede ser que eso sea el amor, o no, de cualquier manera me siguen llamando los techos, los grabados; me achillonan aún las ambulancias, las casitas de lona, el silbido de los pinos, las madejas, los perros alados que no existen, las cocinas; me agradan poco menos, también es cierto, la arquitectura, la leche, las tercas fechas imprecisas, pero aún con todo, no distingo con doblada claridad entre besar la pulpa brava o comer el pan con queso,
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ni en ofrecer un beso real o una manzana. Debo a mi sed torrencial la indulgencia por la necia falsía que sisea en los parajes de querencia justiciera; por ello entonces, hiéreme Verdad el movimiento y la suerte candorosa de besar a mi madre (piedad de mi infortunio y luz llorosa que testimonia todos mis derrumbes); alza con mi juicio los deslumbros vidriados de su nombre, o castígame los dos perfiles maniatando mi fortuna trinquetera, pero vierte de mí la vasta y deseosa bienaventuranza a los enfermos de la risa, los amores descalzos y los suelos cuchitriles. •
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CRÓNICA
La Esperanza Víctor Corona
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icen que cuando no sabes por dónde empezar a contar una historia siempre es bueno intentar hacerlo por el principio. La onda es que el principio a veces no es tan fácil de encontrar. A veces tampoco es fácil encontrar la historia. Creo que «mi principio», o al menos una parte de este, empieza en un lugar más que perdido en el desierto de Baja California Sur. Cerca del paralelo 28. Un poblado que ahora ya no existe y que en su tiempo fue famoso porque existía el mito de que había oro. Dicen mis parientes de por allá que en un tiempo sí que hubo oro pero que las compañías gringas y canadienses lo devoraron en meses. La raza, es decir, los mexas, fueron viniendo cuando ya no quedaban más que algunas piedras sueltas. Filibusteros. Gente de mala calaña. Gente que detestaba el desierto, el mar y las montañas. Lo poco que sé sobre el Arco es lo que he oído de mi familia. En las pláticas amenizadas por café instantáneo Oro o Dolca. Con musha azúcar y musha lesche. En estas conversaciones no había el clásico dejo de nostalgia del
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pasado. Nunca. Más bien una especie de resentimiento encantador. Historias duras, pero contadas con tanta naturalidad que parecían ser normales. «A mi abuela la violó un soldado francés», «Al mariachi se le murieron todos sus hijos de sarampión y se volvió loco», «A mi papá lo conocí cuando mi mamá me dijo, ves a ese borrasho, pues ese es tu papá». Cosas por el estilo. De hecho, mi historia no es muy diferente. ¿Cómo se conocieron mis padres? «Mi papá se robó a mi mamá cuando ella tenía 14 años y él tenía 16». Crecí escuchando esta frase y repitiéndola cuando la gente me preguntaba sobre mis padres. Me di cuenta poco a poco de cómo, dependiendo del contexto, la gente pasaba de la indiferencia a la incredulidad. En mi barrio en Ensenada es normal, en Barcelona creen que estoy mintiendo. Pues es así, mi papá se robó a mi mamá cuando era una niña. Años después cuando le pregunté si no se arrepintió y volvió a casa me dijo que evidentemente sí. Su huida fue un berrinche de pubertad, pero mi abuela no la dejó volver a casa. Le dijo algo como ahora te shingas. Y se shingó, efectivamente. Pero eso es otra historia. Yo vivo en Barcelona desde hace casi 14 años. Intento venir a casa de mis padres una vez al año. Como casi todos los mexas, tengo la sensación de que el país se hace pedazos. La convivencia con la muerte que tanto sorprende y, en cierta forma, encanta a los extranjeros, aquí se vive de otra manera. Cientos de zombies en mi barrio deambulan limpiando coches para conseguir un poco de cristal. Vagabundos por la playa rezan para que Jesucristo Salvador los libere del mal. Adolescentes mal vestidos cargan niños encobijados por las calles. La raza espera el micro al lado del vendedor de elotes. La raza vende elotes, donas, churros, gaznates, tamales y tacos. Muchos tacos. Yo como que me abstraigo de todo el país y vivo mi barrio. De una manera intensa para mí, pero extraña para los otros. Sé que pronto
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me alejaré de esto y que todo quedará como una postal del recuerdo. Y es curioso, porque aunque el país se desmorona, veo como si mi barrio permaneciera estable ante la catástrofe. Es como si el resto de la ciudad se estuviera alineando a lo que aquí siempre ha sido la normalidad. ¿Por qué escribo de todo esto si quería hablar del principio? Bueno, es porque siempre que vengo a casa la familia me pregunta si iré a visitar a mi abuela. No sé bien por qué, pero es algo que siempre evito. Supongo que es una forma de resentimiento. No es que me acuerde de cosas concretas, pero hay como un halo de pesadez que siento que proviene de ella. Mi abuela echó de casa a mi madre siendo una niña. Mi abuela dice que la gente morena debería morir o, al menos, ser esterilizada para que no se reproduzca. Mi abuela odia a los niños, a los perros y a los gatos. Mi abuela odia las fiestas. Mi abuela detesta a su marido. Mi abuela dice que si hubiera podido nunca hubiera tenido hijos. Mi abuela, cuando éramos niños, nos escondía las naranjas y los plátanos. Mi abuela tiene muchos hermanos y una vez me dijo que los odiaba a todos. La razón es la herencia de un rancho que se pelean entre todos. Hay quienes lo quieren vender y otros que no. Nunca pregunté mucho sobre el tema pero ayer que mi papá me explicaba sobre el precio de las cosas, me dijo lo que pedían por el rancho de la discordia y me pareció poco. Con la risa burlona que caracteriza a mi padre me dijo: «Sí, Víctor, son 70 hectáreas, pero están en el más profundo desierto y no hay agua». Me pareció una buena imagen para hablar de mi principio. Un rancho en un desierto en medio de la nada como objeto de rencor. Un rancho seco que irónicamente se llama «La Esperanza». •
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CRÓNICA
Antonin Artaud y Carlos Montemayor en Chihuahua Nino Gallegos
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n algún lugar de la Sierra Madre Occidental, Antonin Artaud y Carlos Montemayor se han encontrado después de muertos y descansar no con demasiada paz, reconsiderando la condición indígena y campesina en Chihuahua al maíz.
La experiencia alucinógena de Artaud: Tomé peyote en México en la montaña y dispuse de un paquete que me hizo permanecer dos o tres días entre los tarahumaras. Pensé, entonces, en aquel momento, que estaba viviendo los tres días más felices de mi existencia. Había cesado de aburrirme, de buscar una razón a mi vida y de tener que cargar mi cuerpo. Comprendía que estaba inventando la vida, que esa era mi función y la razón
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de mi ser y que no me aburría cuando había perdido la imaginación y el peyote me la daba. La experiencia de la nacencia y la morencia de Montemayor: Quisiera ahora... Quisiera ahora estar sentado en una gran piedra bajo los árboles y sentir el paso del viento... O leer, o pensar, dejando pasar estas horas. O a la orilla de un río donde mi hijo pudiera bañarse mientras yo lo contemplara, fumando. Sí, estar ahora en un huerto fresco donde mi madre volviera a vivir y se sentara a mi lado bajo la sombra, a conversar de estos años, a descansar del sol entre los nogales y los álamos de nuestra casa antigua, y aspirara la fragancia de las frutas, el mismo aire que yo, el mismo aire que yo. O quisiera subir a una montaña desde donde pudiera contemplar mis tentaciones reunidas, postrándose a mis pies con todos sus reinos, desplegando su persuasiva soledad. Quisiera estar con mi hija (pero no tengo una hija), que cantara y bailara y que me preguntara cómo era mi pueblo en mi infancia. Quisiera que esa hierba fuera conmigo a todos sitios... Pero estoy aquí, contento con esta tristeza de mi memoria, contento con mi cuerpo que siente la tarde. Estoy aquí, esperando. Oyendo las voces de las gentes que conversan, el ruido de los automóviles que pasan junto a mi casa, en las horas de esta tarde. Oyendo mi voz preguntando en la casa donde no hay nadie. Estoy aquí, esperando, como esperar algo que no llega, como esperar a alguien que nunca dijo que vendría. Inventando la vida, la mental y la física, es un corte profundo en la experiencia de la memoria en la poesía de la escritura (de y para) en la vida:
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uno, apenas se agacha, y pasa en relente y hacia al frente una brizna de aire y de viento que, al levantarnos, Artaud y Montemayor nos acarician, en sedal, las sienes. Es, en sedal, el corte profundo, de la caricia alucinógena y poética, la transparencia de inventando la vida como quien se orilla en una gota de lluvia, expandiéndose en un remanso de arroyo fresco, meditando Artaud y Montemayor cantando, aguzando el oído los rarámuris en la sierra Tarahumara, corriendo cascadas de piedra arriba hasta llegar donde los poetas celebran inventando la vida, la de esta y la de la otra vida. Lo que para Artaud es la poética de la locura encantada, para Montemayor es la poética de la cordura decantada; lo que para Artaud es la sangre, en Montemayor es la vena. La vena poética: la sangre de luz, de la cual son los estallamientos neuronales en Artaud y los resarcimientos cerebrales en Montemayor: cuidados y curados de sí mismos, Artaud y Montemayor son el trueno y el relámpago, la tormenta y la lluvia, las salvajes corrientes de las aguas serenadas más abajo, en una alta meseta de piedras lavadas con espuma de nubes calcáreas. Artaud pensó, dijo y escribió que el autor y la obra no podían verse separados el uno de la otra, en consecuencia y consecuentemente, tal vez sí o tal vez no, porque los pensamientos y las palabras, los actos y los hechos se corresponden entre sí con una corresponsabilidad en el cielo de en medio y en la tierra de abajo, en lo que el mundo de arriba es lo que es para los indígenas y los campesinos chihuahuenses y para los indígenas-campesinos de Chiapas, sino para todos, indígenas y campesinos en lo que no es el país de las doradas manzanas al sol porque es el país de las sombras espectrales: el real inframundo de abajo, a ras de la tierra violentada, violada, asesinada, desaparecida y desplazada. Lo sagrado es la teluricidad de la literatura en Artaud y Montemayor, el ritual mudo y elocuente de una poesía como la creación tangible e intangible de lo que es la vida emboscada en la oquedad de palabras abovedadas desde el brillo mineral a la luminosidad vegetal y forestal: allá, las palabras,
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no hablan porque están escrituradas en las piedras y en los árboles con la densidad del cielo en medio y la tierra abajo: lo que vemos no es lo que es y lo que leemos no es lo que se lee: el acto teatral es el hecho poético; el cuchillo y la pluma de la infralevedad es un corte y un sangrar los pensamientos y las palabras. La pronta realidad y la impronta de la vida en la montaña allá arriba están en el cielo de en medio y en la tierra de abajo, donde nada, nadie y alguien. • Centro de estudios madereros y textuales «Heraclio Bernal». Coscomate, P. N., Durango.
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POEMA
Acuérdate de la fuente Cristopher Amador
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apá: El día que salí de tu sangre debí haber sido algo similar a tus ganas tremendas de vivir aparatosamente, de aplastar a mi madre con todo el largo amor que corre por las venas cuando uno hace la mueca de Dios, ese grito seco desamparado (tan lleno de deseos inhóspitos y tristeza repentina) que nos abandona y acumula. Imagino también tu gesto, el modo sereno de apretar los ojos como quien exprime un limón con toda la sed de sabor en el vaso rutinario de la vida individual. Abrí los ojos y encontré tus manos. Aunque dudaste las mantuviste ahí, a la orilla del mundo, a los pies del continente inabarcable del amor de mi mamá. Mis ojos vieron los tuyos y debí sentir algo parecido a lo que vive el marinero al mirar la tierra. Puerto de carne cansada, de mirada alegre y ojos pesados de aguantar el llanto: estabas ahí. Como una gota repartiéndose en ondas por el estanque, tu sonrisa era mi fuerza; nos quemaba la vida, nos unía la esperanza. Yo era todos tus sueños, el tacto en tus manos, el sabor de tu boca al decir que nací con tu signo.
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Pero qué es ser padre… La ocasión de repetirnos o de reinventarnos, honrar en el otro el espacio que nos tocó llenar, volver los pasos con sabiduría y aprendizaje. Quiero ser mejor que tú en mi planteamiento. Recompensar a mamá, recogerle las lágrimas que le sembraste y ayudarla a sonreír en los paseos que la memoria nos devuelve y reconcilia. Hiciste tu manera en este mundo, viviste como un hombre en libertad que sabe pagar (con su alma) los cadáveres que deja en la piel ajena. Escucho tu nombre y el monte se ensancha, corro por mis sentimientos como por mi vida y te siento pisando cada vez más cerca mis talones. Cómo nos pesa a los hijos la sombra del hombre mítico, la voz que nos llama hacia adentro; la fuerza moral de matar el pasado abrazando un minuto el presente. No te quiero extrañar con rencores, no te quiero escribir con las uñas la carne que se quedó doliendo. Busco la claridad del monte, busco tu canto para mi voz sin dueño. Padre, enséñame a quererte como no te quiero, enséñame a ser lo que me merezco, a ver la playa, no por los niños que juegan alegres, sino por los barcos que ya se fueron. Ayúdame a prenderle fuego a todas las pangas en que te hundes, a mirar el cielo sin esperar la lluvia y agradecer la nube que me da sombra. Sé que pude ser un mejor hijo. Tal vez la fruta amarga al árbol al concentrar todo el azúcar. De raíz me enamoró tu abrazo. Que me cargaras me dio confianza en mi entrada al mundo. Todo lo podía cuando me abrías tu corazón en verbo. Llamarte es abrazar mi propia carne, sentir el viento recorrer mi piel con la autoridad del rastrillo sobre las hojas secas. Celebrarte es darte gracias por remar mis sentimientos bajo la tormenta de tu propia ruta, tu tragedia bien ganada. Surcaste mares imposibles con la confianza de los viejos capitanes desafiando las tormentas en el diálogo pausado del cigarro. Aunque no te entiendo tienes mi respeto. Suplico tu presencia en mi última noche, te pido sea tu mano la que cierre estos ojos tuyos si me llaman antes. Que tu lengua se tropiece con las letras de mi nombre si me marcho. No me
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dejes lejos de tu ausencia como ahora, abrázame con tus silencios, con esa manera tan tuya de estar cuando no me tengo. A veces te quiero decir papá pero no te palpo en su sonido artero, es como si te inventara, como si mi cuerpo no tuviera sombra, como si mi sangre estuviera contenida en una sola rosa. A veces te quiero decir que tal vez te amo pero no es justo porque lo sabes y no haces nada. Me ves con sed, cargas con agua y no he sido vaso. Ayer mi hijo preguntó por ti. Yo sentí en ese momento que del pozo más profundo y olvidado aparecía una fuente.
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Que las líneas que te dejo te refresquen la garganta y nos ayuden a seguir silbando. Que esta carta nos regrese unos minutos lo que había cuando cruzaba la autopista de tu mano. Posdata Me levanta en las mañanas el recuerdo del silbido que regaba por el patio tu alegría. Hasta las aves se posan en los tendederos esperándote. Larga es la noche del alma. Yo aunque te amo, ya no te espero. •
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POESÍA
Poemas de Calvus E. Sanahuja Versiones del catalán al español del mismo autor. IX
Muchos han olvidado que la noche puede ser un volcán de luz entre los brazos. Se arrancaron la hiel, ensuciaron su corazón, plantando un cuerno exótico en medio del atrio. No escuchan cómo braman las almas de los músculos detrás del templo. ∙ 82 ∙
IX
Muchos han olvidado que la noche puede ser un volcán de luz entre los brazos. Se arrancaron la hiel, ensuciaron su corazón, plantando un cuerno exótico en medio del atrio. No escuchan cómo braman las almas de los músculos detrás del templo. Lavan los días con la túnica negra que llevan por alforja. Ahora son senadores del vivir mediocre. No te hablo de mí. No te hablo de ti. Hablo de los sinvida. De la pena de haber perdido vano lo que jamás perdura.
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■■ XIV
Las olas simulan el movimiento de las olas. Pasa una barca como un zapato pobre sobre el mar. Nadie mira lo que no puede ver. Nadie capta a la larva si esta no se menea. Bebo un trago de cielo sin atrapar la tarde ni entender el ocaso. Aquí, en Roma, los romanos han revuelto las piedras con dedos de bozal y el mundo prospera con un orden de argolla. Cada martillo busca su propio clavo. En Roma, la vida guiña el ojo sin que yo deba comprender las cosas. ∙ 84 ∙
Ni la costra de luz navegando en la tarde. Ni el frío de los ojos bajo una venda blanca. Ni el clamor del marino cuando la barca encalla. •
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DESPUÉS DE BABEL / TRADUCCIONES
La bella y la bestia Eleanor Wilner Traducción de Óscar Paúl Castro.
El pelaje recién acicalado, la cierva colablanca escudriña con sus enormes ojos bien abiertos la muralla de yerba, sus orejas se tensan para percibir el más mínimo sonido. Incluso cuando duerme sus orejas se mantienen firmes y alertas, como si quisiera sorprender a algún intruso en su sueño. Si te atreves a susurrar su nombre, desaparece. «Esas cosas en las que antes nos reconocíamos y que hablaban nuestra lengua»* ahora nos dan la espalda; incluso las piedras, a través de las cuales vislumbrábamos * El verso entre comillas es de Richard Wilbur y pertenece al poema Advice to a Prophet.
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lo imperecedero, se ocultan quizás deliberadamente en la niebla. Algo similar ocurre cuando un venado es encerrado en una jaula o dispuesto para algún otro asunto abstracto: su afelpada pelambre rojiza y marrón pierde densidad, desaparece la humedad de su nariz, y esa forma de detenerse al escuchar el más mínimo sonido, se esfuma. Así, cuando lanzamos la red de nuestro pensamiento, el mercurio viviente del mar cuaja y toma cuerpo. ¿En qué camino hemos acabado, donde la esperanza no es nada más que deseo para compartir en la inconciencia, y donde aquello que parecía bruto y torpe, si tomamos prestada la voz de la belleza, se revela tan elocuente como el silente reino de los cielos? Nosotros, que dejamos nuestra marca de hierro al rojo vivo en el estoico flanco
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de la creación, comenzamos a depositar nuestra esperanza en lo que logre sobrevivirnos... así, a medida que los animales se tornan más pequeños en la distancia, difuminándose mientra se adentran en un azul e inhumano horizonte, no logramos reunir el valor para gritarles: «¡Buena suerte!» por miedo a que nuestras bienintencionadas palabras —salidas desde el fondo de nuestro corazón— los alcancen en su viaje, maldiciéndolos.
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Ella Anne Carson Traducción de Iván Fuentes
Ella vive en un páramo al norte. Vive sola. La primavera se abre como un cuchillo ahí. Viajo todo el día en trenes y traigo un montón de libros— Algunos para mi madre, algunos para mí incluyendo Los trabajos reunidos de Emily Brontë Ella es mi autora favorita. También es mi mayor miedo, el cual quiero confrontar. Cuando visito a mi madre siento que me convierto en Emily Brontë,
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mi vida solitaria como un páramo, mi torpe cuerpo tropezando sobre la llanura de marea con una mirada de transformación que muere cuando llego a la puerta de la cocina. ¿Qué carne se nos antoja hoy, Emily? •
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Narrar la singularidad. Sobre Olegaroy, de David Toscana Eduardo Ruiz Sosa
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n un contexto de sobreabundancia y constante extrañamiento, o de normalización del extrañamiento, ¿cómo ha de hacer el arte para hablar de aquellos acontecimientos que parecen reproducirse frente a nosotros una y otra vez sin un aparente término? Es como si la repetición desgastara la intensidad, como si la potencia devastadora de un acontecimiento determinado, digamos un asesinato, quedase reducida a una cifra desdibujada por la inmediata sucesión de miles de asesinatos semejantes. Una desaparición borrada por miles de desapariciones. Devolver la intensidad a la singularidad es, así lo creo, uno de los trabajos de la literatura, del arte en general: reconfigurar el grado individual de los acontecimientos de tal forma que sea posible inferir que en esas totalidades
hay elementos singulares que poseen rostro, nombre y apellido, cuyos procesos de afectación son reales, tienen carne y pasado y sentido. Esto es lo que ha hecho la buena literatura a lo largo de la historia. Esto es, pues, lo que hace el escritor regiomontano David Toscana en su más reciente novela, Olegaroy (Alfaguara, 2018) y en toda su obra narrativa. Si revisamos sus novelas publicadas anteriormente, los trabajos de Toscana buscan esa reconstrucción de la singularidad en medio de la masa caótica de los acontecimientos. Hacer literatura en el último trecho del siglo xx y en lo que va del xxi tiene esta peculiaridad: no es más difícil ni más demandante, la esencia de una nueva literatura no reside en la supuesta modernización de las formas estructurales ni en las revolucionarias recetas de un lenguaje que incorpore códigos provenientes del
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mundo digital o de las modas temáticas que condicionan nuestra cotidianidad. Considero, por ejemplo, que Las benévolas, de Jonathan Littel, es un trabajo representativo de esa singularidad: ¿cómo volver a escribir un libro útil sobre la Segunda Guerra Mundial? La respuesta de Littel es sencilla y poderosa: centrar el foco narrativo en los otros, en los verdugos de carne y hueso, no en los verdugos maniqueos que la cultura nos ha ofrecido durante largo tiempo, sino en aquellos que no se asumen como verdugos, que nos arrojan de frente la idea de que el mal, como concepto fundamental de la historia, la literatura y la filosofía, se ejerce desde la singularidad de individuos cuyo eje central de comportamiento no es el mal en sí mismo, sino que lo encuentran, casi sin saberlo, intentando construir por cuenta propia su vida. Tal vez Kurt Vonnegut, el autor norteamericano, se adelantó a esta noción en Matadero 5, donde construye la imagen de un soldado destruido por la guerra, notablemente convencido de que la idea del heroísmo es solamente eso, una pobre idea. No faltarán otros ejemplos, a lo largo del siglo xx, que busquen una forma de trasponer la lí-
nea argumental de la historia oficial. Sin embargo, la mayoría de ellos han sido catalogados en un concepto literario que, en algunos casos, se ha utilizado para hablar de los personajes de David Toscana: el antihéroe. No creo que los individuos en los que Toscana enfoca su ojo narrativo sean antihéroes. A fin de cuentas el antihéroe no es otra cosa que lo heroico caído en desgracia, que, desde luego, sigue siendo heroico: como Orfeo, que logra una hazaña monumental pero fracasa en el último momento. El antihéroe es solamente la voluntad de «humanizar» al héroe, obligarlo a tocar la tierra y el sufrimiento. Shakespeare y Cervantes lo hicieron ya en el siglo xvii. Pero ni los personajes de Littel ni los de Vonnegut ni los de Toscana necesitan de una «humanización». No son personajes, son personas literarias. Un «personaje literario», en términos estrictos, es una figura hueca, un maniquí de utilería que atraviesa un proceso de tensión dramática que es más intenso que él mismo: no requiere de mayor hondura porque la fuerza narrativa no lo transforma: la fuerza narrativa transforma la situación
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en la que se encuentra, y el personaje funciona como un títere o responde a modelos estereotípicos. Una «persona literaria», por otro lado, es un ente, un individuo singular que padece, que está constituido a la manera de un monstruo de Frankenstein, de múltiples partes verdaderas, y que representa una fuerza de tensión que se opone a la historia que le acontece. He ahí una de las claves, me parece, de la literatura de David Toscana: las personas literarias que padecen sus historias se oponen a los avatares que se les presentan, pero no se oponen frontalmente, no son los héroes que luchan solitarios contra el mundo: se oponen de manera oblicua: fundan su propio mundo y desde ahí, ese nuevo mundo, que está en los márgenes del otro, el mundo que contiene a todo el sistema, viven sus transformaciones. Olegaroy es un individuo singular: condensa, por ello, una serie de cualidades que lo convierten en una suerte de símbolo de lo general: la curiosidad lo lleva a investigar por su cuenta el asesinato de una joven llamada Antonia Crespo que, por sus misterios inherentes, parece consternar a la sociedad cir-
cundante a la vez que la des-involucra de cualquier participación. Es decir, la indignación paraliza a todos, la indignación petrifica: eriza a la masa, pero petrifica a los individuos. No obstante, Olegaroy, estático desde ya antes, comienza un proceso de participación en la vida: sale a la calle, se involucra, investiga, piensa: construye, en ese extrañamiento ante todo lo que siendo viejo, a él le resulta nuevo, una especie de modelo de pensamiento, de sistema «asistemático» del pensar, que lo lleva a cuestionar su lugar, su singularidad, en los márgenes de la masa abstracta. El método literario de Toscana es ya una firma: el absurdo como eje de todos los actos singulares. Lo singular es absurdo. Lo absurdo es movimiento. Ya en novelas como Santa María del Circo, Duelo por Miguel Pruneda o la magnífica La ciudad que el Diablo se llevó, el absurdo es la partícula motriz de los acontecimientos. La masa, incluso en el desorden, es ordenada, previsible tanto en la atrocidad como en la benevolencia. En algún lugar, el propio Toscana lo definió como «realismo desquiciado». El epíteto me parece adecuado. Prefiero, sin embargo, utilizar «realismo absur-
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do», porque es en el absurdo en donde se cifran los procesos intelectuales y emocionales de sus personajes. Después de leer en el periódico la nota sobre el asesinato de Antonia Crespo, apuñalada en su propia cama, Olegaroy siente la necesidad de incluirse en ese mundo para comprender, más que para resolver, la naturaleza del crimen. ¿Qué más podríamos hacer como miembros de la sociedad ante la violencia desmesurada que nos golpea? Comprender es el único intento intelectual o emocional que nos queda. Los ideales de la justicia y la verdad, en estos tiempos, ya son algo más parecido a la piedra filosofal que a una posibilidad concreta. En algo se parece esto, así lo creo, a nuestra relación con el perdón, en los términos en que Vladimir Jankélévicht habla, y luego en los términos en que Derrida aborda la obra de Jankélévicht: solo lo imperdonable debería ser objeto de perdón, sin embargo la gravedad del acontecimiento nos lleva a la condición misma de lo imperdonable, a la imposibilidad del perdón más allá de su necesidad. Esto es lo que hace David Toscana: intenta comprender lo incomprensi-
ble, que es lo único que requiere un esfuerzo para su comprensión. A eso se enfrenta Olegaroy, a lo incomprensible de la vida. Por ello se lanza a la absurda empresa mediante absurdos actos: robar el colchón donde la joven fue asesinada es el primero de ellos, y de ahí sobreviene una deriva de acontecimientos que incluyen breves y enredadas conversaciones con un matemático, el enamoramiento y matrimonio con una prostituta, las visitas alimenticias a los velorios, otro robo fundamental en la trama que descoloca al lector y que retuerce las posibilidades de lo absurdo, la constante exigencia por la prioridad de las noticias publicadas en el diario local mediante una serie de llamadas al editor del periódico. No se trata de lo que Olegaroy conseguirá lograr como individuo activo en los acontecimientos, sino de la necesidad de esa constante actividad sistémica, de ese constante pensar y cuestionar todo lo que nos es dado. Pienso, por ejemplo, en la pertinencia actual de las manifestaciones y las marchas: desde hace décadas los sistemas políticos han asumido la capacidad de ser inmunes a las exigencias
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públicas expuestas en concentraciones y consignas: nada hiere lo suficiente al animal sistémico. Sin embargo, ¿podemos decir que esa inmunidad nos obliga a desistir de las manifestaciones públicas de inconformidad, digamos, ante la corrupción, la violencia, la injusticia? Desde luego que no. Pero sí nos obliga a una necesaria reformulación de dichas manifestaciones. Eso es lo que hace, tal vez sin saber, Olegaroy: cuestiona, constantemente, el orden más elemental de las cosas. No construye un sistema propio, tampoco cae en el tan mal entendido concepto de la deconstrucción. Olegaroy hace-singularidad. Es decir, mediante un constante preguntarse las aparentes obviedades de la cotidianidad, desnuda de elementos contextuales el acontecer y ataca directamente al fenómeno de lo incomprensible. La trama avanza y el constante preguntar de Olegaroy se traduce en nuevos acontecimientos: un equipo italiano de futbol que viaja en avión se estrella contra la cúpula de una catedral, se captura al supuesto asesino de Antonia Crespo, Olegaroy escribe la Enciclopedia de la desgracia humana: te-
meroso de la muerte, de los accidentes y los infortunios, Olegaroy compendia la diversidad de las muertes posibles traídas al mundo por la desgracia: niñas que caen en pozos, accidentes automovilísticos, niños quemados con agua hirviendo, desbarrancamientos, caídas, cornisas que se desprenden de lo alto de los edificios y tantas posibilidades más. No es un mero índice de lo contingente, es la manera de cuestionar, como lo hace el propio protagonista, la diferencia entre esas muertes y el asesinato de Antonia Crespo: 52 puñaladas, un «crimen pasional», como lo señalan los diarios y las autoridades, pero Olegaroy se pregunta ¿qué significa «crimen pasional»?, ¿cómo se comprende que aquella joven fue asesinada por alguien que la amaba desmesuradamente, teniendo en cuenta que se asume que el asesino podría ser un amante despechado, por ejemplo? Creo firmemente que los buenos libros no son retratos, son espejos humeantes que nos muestran, de manera condensada, intensa, quiénes somos y dónde estamos. Así es Olegaroy, de David Toscana, un espejo que concentra en la singularidad de su personaje
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un complejo entramado de relaciones que golpean al México actual. Imagino que esa es una de diversas razones por la cuales se hizo merecedor del Premio Xavier Villaurrutia este año, que si bien premia el libro del que aquí se habla, vale también para toda la obra de Toscana, uno de los autores contemporáneos más sobresalientes.
Finalmente, el destino de Olegaroy puede decirnos algo de nuestro destino: sin aventurar el desenlace del libro diré solamente que el futuro singular de Olegaroy se parece tanto a nuestro presente colectivo. Los buenos libros, los libros útiles, no hablan del pasado, sino del futuro. Olegaroy es nuestro pasado, nosotros somos su futuro. •
El arte del laberinto es su complejidad Francisco Meza en algún sitio hay una campana indecisa entre el color y el sonido Claudina Domingo
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ás allá de las correcciones morales que gozan de prestigio en esta época y que en muchas ocasiones solo sirven para disfrazar las raíces de un machismo semi-domésticado, sería encomiable referirnos a los libros de poesía como libros de poesía a secas, donde el sustantivo poesía no
necesite acompañarse por los adjetivos masculino o femenino como veredas para una posible asimilación de lo poético. Esto significaría, desde mi criterio, un camino para pensar nuestra tradición literaria allende los buenos modales y retóricas de género que poco abonan a un verdadero ideal de igualdad; reconociendo y valorando las potencias intrínsecas de cada obra. Me resulta necesario, individuo formado por mujeres solas, reconocer las batallas que han librado las mujeres en lo referente a
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la equidad dentro de las construcciones sociales y culturales de nuestro tiempo. Sin embargo, criatura de su época, paradójicamente la poesía logra sobrevivir a los contextos específicos que le dieron origen, para instalarse, cuando se logra por pie propio, en los imperios del lenguaje. Obviamente lo masculino y lo femenino, tanto tono y como entraña creativa, habrán de permearse en las densidades estéticas del poema. Desde ejecutantes tan distintas entre sí como Anne Sexton y María Auxiliadora Álvarez: la primera, un torrente descriptivo de sus neurosis y pormenores íntimos; la segunda, una maestra en la decantación de la interioridad, podemos apreciar que lo poético habita más allá de lo tópico y que el lugar que ocupan hoy en día la obra de ambas escritoras se debe a su hechura y potencia, así como en esa capacidad de levantar miradas en los lectores de generaciones posteriores a las suyas. Si asumimos la noción de una tradición nacional, no habría forma de eludir el nombre de Sor Juana Inés de la Cruz como piedra fundacional, línea históri-
ca donde están compendiados los nombres de los grandes poetas mexicanos, ya sean mujeres u hombres. Lo que he querido expresar es que el valor de una obra reside en el lenguaje con el que se expresa un tratamiento perceptivo: ejes que dan magnitud y contundencia, si se me permite el término, a una expresión literaria. A la luz de estas digresiones, Ya sabes que no veo de noche es un libro de vanguardia en la poesía de México, una exposición museográfica de un muy particular universo onírico que se va tejiendo mediante un discurso prosístico, no exento de diálogos y acotaciones. Es, también, una crónica de lo que subyace en la voz que habla, es decir, una puesta en escena de qué es lo que va construyendo y se va construyendo en el mundo de los sueños; mundo que, como es bien sabido, es reflejo y filtro de las pulsiones de una memoria y de un peregrinar por la realidad. Bajo la idea de que cerrar los ojos nos permite mirar hacia adentro, en las primeras páginas de este poema seriado se condensa una imagen que traza el temperamento de la voz
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que habrá de enunciar la travesía, su viaje por el laberinto. La escena narra a una mujer de espaldas contra el muro de un desfiladero, caminando a tientas con la lengua enroscada en el corazón, hasta que el sendero se ensancha y se contempla un paisaje donde pasta un caballo, cuadro visual que nos remite el vocablo anglosajón night-mare, la yegua de la noche. En sí el acto del sueño como un tropel por las praderas de una sombra proveniente de un cuerpo inesperado. Se intuye, en esta suerte de descenso o ascenso, algo de la Alicia de Lewis Carroll operando en la historia del personaje, digamos un paisaje constituido desde elementos y posibilidades de la plástica surrealista. Sin embargo, aludiendo a una de las conferencias de las Siete noches, Borges pensaba que el lenguaje de los sueños, primera experiencia estética del hombre según el autor referido, no se explicaba desde los libros de psicología, ya que argumentaba que en los mismos se hablaba sobre los instrumentos o los temas de lo soñado, pero no se preguntaban «[…] sobre lo asombroso, lo extraño del hecho de
soñar». En esa lid, la obra de Claudina Domingo ofrece no solo el tema y la instrumentación de lo soñado, sino la estructura de cómo se sueña; esto es, la multiplicidad de voces que nos inundan, el caos simbólico, en el momento onírico. De ahí, propuestas hasta cierto punto las reglas del juego cuyos límites son tan anchos como la imaginación que las genera, la serie de poemas irán intrincando la crónica de los sucesos y de las criaturas que habrán de desplegarse en la fábula. Justo me parece resaltar la diversidad de escenarios y galimatías que se nos van presentando; son breves escenas, permítame la redundancia, de una secuencia dramática animada detrás de lo consciente, del mundo racional. Asimismo, existe una riqueza sintáctica en el enroque de las frases que va modulando los ritmos del torrente imaginativo. En este poema no se usan las comas para la puntuación, todo el discurso está cerebralmente marcado por guiones largos, comillas, paréntesis y cesuras. Asunto que pone en relieve la pericia de su autora.
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En lo que concierne al flujo narrativo, se destaca su estructura enunciativa, mientras el yo lírico nos describe los espacios por donde transita (estampas, por cierto, de una imaginación pródiga), su flujo es interrumpido, mejor dicho, irrumpido por una voz en off, una suerte de recurso cinematográfico que apuntala y guía las diversas historias que se ofrecen; esta voz en off funciona a la vez como una inteligencia, un núcleo nervioso, que de pronto conoce sobre las geografías psíquicas del personaje más que el propio personaje. Esta voz en off tiene una entonación contundente, menos descriptiva, sirviendo como llave de paso para la tensión dramática; sin ella, considero, el discurrir del poema se asfixiaría. Como bien ha dicho Borges, el acto de soñar está necesariamente ligado con el acto de recordar: «El examen de los sueños ofrece una dificultad especial. No podemos examinar los sueños directamente. Podemos hablar de la memoria de los sueños. Y posiblemente la memoria de los sueños no se corresponda directamente con los sueños». En esa idea, Ya sabes que no veo de noche más que una reconstrucción
psicoanalítica se presenta como un campo de expansión discursivo donde la autora echa mano de todas sus herramientas (recordemos que Claudina Domingo es también una narradora) en la invención de una biografía poética, una de sus mejores virtudes, ya que sin saber bien a bien los datos privativos de una vida (asunto más propicio para el género de la novela) el poema va abriendo ventanas para que su lector pueda edificar no solo el universo onírico sino también el universo de la vigilia. Como mencioné, se trata de un campo expansivo para la libertad de la expresión. En uno de los textos se deja leer la siguiente línea, que nos brinda una posición de su propio proceso creativo: «Contener no es lo importante: si no esto fuera un cántaro». Me resulta preciso mencionar que el libro se divide en cuatro apartados titulados con los nombres de los puntos cardinales: Norte, Oeste, Sur y Este; lo que nos sitúa ante una paradoja, mientras el flujo de los sueños no tiene una orientación cartesiana, el libro se estructura bajo dicho sistema de referencias. Finalmente, Claudina lo sabe, toda escritura de poesía termina
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siendo un oficio de cartografía; incluso en esos poemas pensados para confundirnos. El número de aspectos a destacar en Ya sabes que no veo de noche es cuantioso, cada lector encontrará en este libro una disposición de galerías que revientan en otras galerías. En sí la obra está dispuesta en un plano de voces resonando sobre los mismos ejes, donde el
mundo de los sueños funciona como un teatro para que dichas voces yergan sus intuiciones, sus sospechas sobre lo que sucede. Hay en su núcleo, en su motor inasible, un eco de aquellos versos de Novalis que nos dicen que el despertar está cercano cuando sueñas que estás soñando. De ahí su deslumbrante andamiaje que nos recuerda que el arte del laberinto radica en su complejidad. •
Cuentos reunidos de César López Cuadras, el vago insoportable Mariel Iribe Zenil
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onocí a César López Cuadras cuando yo tenía 22 años. Asistí a un taller de cuento que impartió en la Facultad de Filosofía y Letras, y lo que al principio fue una relación maestro alumna se convirtió en una amistad entrañable, aunque nunca dejé de verlo como a un maestro de esos a los que se les aprende tanto en el aula como en la calle. No fue de esas amistades que se van construyendo poco a poco,
porque desde las idas al café al término del taller, la amistad comenzó a fluir de manera natural. Esos encuentros se extendieron a mi casa, siempre acompañado por Álvaro Rendón, mejor conocido como el Feroz. Pero de todas esas ocasiones en las que el humor de ambos era el combustible que hacía que todos nos reuniéramos, la ocasión que más recuerdo, fue aquella en la que nos vimos en Guadalajara para visitarlo, pero, sobre todo, con la encomienda
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de la revista Tierra Adentro de hacerle una entrevista. En aquella ocasión, López Cuadras y yo caminamos por las calles del centro para ir a la librería del Fondo de Cultura Económica para buscar la entonces nueva edición de La novela inconclusa de Bernardino Casablanca, pero como la encontramos cerrada terminamos en un bar, en donde, para su pesar, pidió, en tono de broma al mesero, una cerveza bien fría, dejando al descubierto su carácter sinaloense, pues a pesar de haber vivido más de treinta años en tierra tapatía, los paseos por la sierra de Surutato, la playa y los campos pesqueros de Sinaloa marcaron su vida y su obra literaria. Fue en aquel tiempo cuando leí La primera vez que vi a Kim Novak. Cuentos y relatos de Guasachi, La novela inconclusa de Bernardino Casablanca y, de manera un poco más apresurada, Cástulo Bojórquez, que habría de releer años más tarde. Ahora que me enfrento a este libro en el que se reúnen sus cuentos, no puedo hacer más que tener sentimientos encontrados que van de la risa a la nostalgia. Risa porque es imposible no encontrar el humor de César, del amigo
López Cuadras, en el narrador de estos relatos de Guasachi, este lugar, esta construcción imaginaria, mezcla entre Guamúchil y Guasave, que, según el autor: «está al norte del trópico y al sur del desierto, en una planicie enorme entre el mar y las montañas, lejos de Dios y cerca del infierno, justo al lado de un expendio de cerveza». Y nostalgia porque su ausencia nos conmueve, nos lastima. Siempre es difícil cambiar, a la hora de hablar o de escribir, el es, por el era. Pero ahora me reconfortan sus libros, su obra. Tal como lo menciona Eduardo Antonio Parra en el prólogo de este libro: «Cuando el amigo ya no se halla entre nosotros, sus escritos son a la vez un atenuante de la pérdida, un repelente contra la tristeza y un recordatorio de los tiempos compartidos». César López Cuadras era serrano de nacimiento y costeño por elección, no suya, pero sí de su madre, quien apenas con un año de edad lo llevó a vivir a Guamúchil, donde tiempo después conoció las aventuras del Barrio de la Iglesia y el Callejón 6, donde aprendió a robar el vino y las limosnas de las iglesias. Esto explica muy bien cómo el
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pueblo de su infancia influyó en las temáticas que abordaría años después en los cuentos de La primera vez que vi a Kim Novak, en donde la Iglesia, la religión, el pecado, el sexo, lo prohibido y el mundo de los burdeles, son la maquinaria que echa a andar estas historias. Aquella vez me lo explicó recordando entre risas las tropelías con las que hacía enojar al cura y al sacristán: «Fue en el Callejón 6 donde quedó mi infancia, a un costado de la iglesia del pueblo. Para mí es un recuerdo entrañable porque era el espacio donde nosotros nos desenvolvíamos a diario, le ayudábamos al cura en las misas, nos robábamos las limosnas y hacíamos travesuras». ¿Te acuerdas de alguna broma?, le pregunté, a lo que me contestó: «En aquel tiempo había una barrera entre el altar y los feligreses, se le llamaba ofertorio, entonces cuando mis amigos se acercaban ahí a comulgar, les golpeaba la manzanita con el platillo que se pone bajo la barbilla; o le poníamos chile chilpitín al incensario y eso enchilaba los ojos de la gente. Nosotros nos reíamos mucho, los de los ojos enchilados, no tanto». Sin lugar a dudas aquel callejón se convirtió en su matriz extendida, en
un recuerdo recurrente que, aunado a la influencia religiosa de su madre y su abuela paterna, lo llevaron al primer acercamiento físico con su único delirio: la literatura. En La primera vez que vi a Kim Novak encontramos cuentos en donde estos temas de los que hablé tienen una carga muy fuerte, como es el caso de «El león que fue a misa de siete», en donde un león se aparece en plena misa, asustando a los asistentes, como lógicamente sucedería en una situación semejante; sin embargo, César le da una vuelta de tuerca a su relato para cambiar la focalización hacia el León y contarnos toda una vida de sufrimientos y decadencia que termina por convertirlo en el cuento más triste de este libro, pero también, para mi gusto, en el mejor logrado. Otro es el cuento que da nombre a este libro en el que un grupo de amigos se suben de manera clandestina a las «espinosas ramas de un guamúchil», para poder ver las películas que daban en el cine y que por su contenido (algunas veces hasta clasificación D) estaban prohibidas para ellos. En este texto, además de tratar estos temas que fueron siempre «Los temas» de
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López Cuadras (el sexo, lo prohibido, el pecado) está el manejo del humor y de esa burla al lenguaje elevado, el cual doma de alguna forma, llevándolo o mezclándolo con el lenguaje popular. Aquí un ejemplo de la lucha con el deseo y del uso del lenguaje: —Bueno, sí voy. —¡Sale! Nos vemos en la estación, atrás del cine, antes de las ocho. ¡Culo de perro si te rajas! Durante la tarde deambulé entre el miedo y el deseo. En las horas de espera, la serpiente y el cura desplegaron arduo forcejeo en mi mente nebulosa: «Dios os prohibió comer de todos los árboles que hay en el paraíso, eh». El otro: «podemos comer del fruto de los árboles que hay en el paraíso, pero Dios nos prohibió comer y hasta tentar la fruta del árbol que está en el centro del Paraíso, por temor de que muriéramos». El satanás de secundaria arremetía de nuevo: «de ninguna manera, no moriréis, no os preocupéis por eso. Lo que pasa es que el ruco sabe que el día que comáis de su fruto se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal. Así que no os echéis para atrás». Respecto a este libro, César recono-
ció esta influencia, pues él apostaba a hablar del ambiente cultural en el que le tocó vivir, quería dar cuenta de su gente y de su tiempo. En Mar de Cortés nos encontramos con las anécdotas, con lo que «cuentan que sucedió», los marineros de Topolobampo, la minería, la homosexualidad. Y la prostitución y el sexo siguen presentes. El libro abre con «El precio del abandono», un cuento en donde el buque Doña Carmelita, cuyo capitán aparecía en sus historias «ya como un mujeriego empedernido, ya como un degenerado ante el cual había que andarse cuidando el culo a todas horas», tiene que fondear en la bahía de Topolobampo, pues su cocinero estaba enfermo y necesitaban atención del indio Toribio, un curandero muy famoso por aquellos lugares. ¿De qué estaba enfermo Manuelito y por qué nunca se curaba? Bueno, pues como dice el autor: «Era un mal de esos que el enfermo prefiere conservar en el anonimato para evitar ser víctima de escarnio», y por eso el lector irá descubriendo poco a poco por qué enferma y por qué Manuelito recupera de pronto su andar ordinario.
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Esto es lo que encontrarán en sus cuentos: un Guasachi con sus valles, montañas, historias narradas con humor, picardía: Guasachi es un lugar en donde todos, hasta el cura del pueblo o, sobre todo, el cura del pueblo, experimentan la represión, pero también la lujuria y el deseo. López Cuadras era un escritor que escribía con un principio de independencia absoluta para decidir las temáticas que quería abordar y la manera de
hacerlo. Y creo que todo escritor debería regirse bajo estos términos. Siempre me decía: «No pienso en el mercado o en las posibilidades de publicar, aunque después tenga que hacerlo. El drama humano es lo que interesa», insistía «y, en consecuencia, no sé por qué ha de ser más importante (o más dramático, si cabe la redundancia) un drama neoyorquino que uno de Guasachi». •
Los obstáculos en el inframundo de la frontera (Señales que precederán al fin del mundo): Yuri Herrera
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Sergio Ceyca
ctualmente hablar de la frontera con Estados Unidos genera coraje a los mexicanos, en especial con las actuales políticas de la administración americana, encabezada por Donald Trump, en cuanto a la separación de las familias inmigrantes. Este tema hace que la sociedad mexicana esté es-
candalizada ante el actuar de las autoridades americanas al ingresar a todos los niños en lo que llaman «campos de concentración», donde los tienen encerrados en jaulas. Por otro lado, las declaraciones que su presidente da para justificar la construcción de un muro irreal, que parece salido de alucinaciones provocadas por alucinógenos
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y Pink Floyd, que prohíba la entrada de mexicanos y centroamericanos en territorio americano parecen chistes de stand up. Pero este tema ya ha sido convertido, desde hace años, en materia literaria: en Cóbraselo caro, de Élmer Mendoza, donde un mexicano que vive en Chicago decide revisitar sus raíces al ser enviado por sus padres a buscar las piedras en que se convirtió el cuerpo de Pedro Páramo. En este contexto, Yuri Herrera ostenta tres novelas cortas, que han sido publicadas en España por Periférica, y que abordan temas que aún siguen produciendo notas en los periódicos: en Trabajos del reino (publicada originalmente por Tierra Adentro y ganadora del Premio Otras Voces, Otros Ámbitos) se adentra en el mundo del narcotráfico. En su tercer libro, La transmigración de los cuerpos, habla sobre la gripe porcina que tuvo en pánico al país hace algunos años. Y en Señales que precederán al fin del mundo, su segundo libro, se concentra en el tema de los migrantes, pero no como un relato moralista del mexicano que cruza la frontera para partirse el lomo trabajando por su familia, sino como la chica que es enviada al
Gabacho a buscar a su hermano mayor, quien fue a pelear por unas tierras años atrás y que dejó de dar señales de vida. Herrera desarrolla dicha situación social no desde su condición de noticia, de hecho impactante, sino desde el ángulo en que la vive un personaje y cómo la experimenta, lo cual transforma el tema en literatura. La novela abre con una escena en que la protagonista observa cómo se abre un gran boquete en la calle, frente a ella, tragándose a varios peatones y a un perro. Camina a un lado y continúa con sus pendientes, aunque en el fondo se siente que ya está muerta, que el pueblo en el que vive le queda muy chico, y que tiene que cumplir con una misión que ella no desea, aunque no tiene otra alternativa. La protagonista, ante tal actuar mecánico, irónicamente se llama Makina. Es la recepcionista del único teléfono de su pueblo y es una mujer que, a pesar de que conduce su vida como quiere, al inicio de la novela no parece encontrarse contenta con su situación: hay un hombre con el que «la desgrana», y teme que su hermana menor se adentre en el mundo de los hombres y el sexo. Además, es la más in-
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teligente de su pueblo ya que habla tres idiomas: el español, el inglés y la mezcla de ambos que regresan hablando los mexicanos que cruzan la frontera; tanto que la misión de ir a buscar a su hermano le es dada por su madre. Además, Makina no interioriza las agresiones, sino que reacciona, como la escena en que un chico quiere manosearla y él le agarra la mano y ella le dobla un dedo hasta quebrárselo. Es una chica ruda que, en aquella caseta telefónica de un pueblito, no está contenta. Pero el relato de su viaje no es una simple consecución de anécdotas. Cada capítulo tiene un nombre que le brinda cierto aire de presagio, como el que se titula El lugar donde son comidos los corazones de la gente. Parecen advertencias. Pero en realidad son las partes del inframundo azteca, las cuales Makina va recorriendo en una representación moderna: el río que cruzan los muertos, por ejemplo, se convierte en el río Bravo. Y así poco a poco vemos llegar a la protagonista a la zona americana, siempre temerosos, por el lenguaje tenso que Yuri Herrera maneja, de que el siguiente capítulo pueda atravesarse en el camino de Makina un problema que no pueda
solucionar. Además, Herrera modifica el lenguaje coloquial para permitir que ciertos verbos sean intercambiados por otros, pero sin perder significado: ahí donde debería decir «coger», Herrera menciona «desgrana»; además, se sirve de apelativos extraños como el «señor Doble Ú» o el «señor Hache», en lugar de poner nombres concretos; es una estrategia en el autor, ya que en La transmigración de los cuerpos existe una chica tan hermosa que para referirse a ella la tienen que llamar la Tres Veces Bella. Y es que Yuri Herrera no busca tanto crear una narración cuyo lenguaje sea llevado al límite de la creatividad, como sí una donde el lenguaje con el que Makina asimila al mundo sea puesto a prueba por las pruebas del inframundo; las cuales, como presagia el título, tienen la dirección de que este no pasará de una última y final catástrofe. Es un lenguaje que convive orgánicamente con la manera de ver el mundo que tiene la protagonista. En ese punto, Herrera aprovecha otra situación: para los pueblos originarios de México el fin del mundo no es lo que ahora pensamos de él, influenciados por las películas americanas de terror o ciencia ficción.
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Para esto, en la historia hay dos momentos poco verosímiles, si cualquier persona los relatara en la avenida, pero que integrados al lenguaje que maneja Herrera se vuelven las escenas más impactantes de la novela: en el primero, un enfrentamiento que ocurre cerca de la frontera de México y Estados Unidos; el segundo, es cuando Makina es detenida, junto a otros mexicanos, por un policía que quiere burlarse de ellos y ante el hostigamiento del policía escribe un discurso que deja al policía pasmado: «Nosotros somos los culpables de esta destrucción, los que no hablamos su lengua ni sabemos estar en silencio. Los que no llegamos en barco, los que ensuciamos de polvo sus portales, los que rompemos sus alambradas. Los que vinimos a quitarles el trabajo, los que aspiramos a limpiar su mierda, los que anhelamos trabajar a deshoras. Los que llenamos de olor a comida sus calles tan limpias, los que trajimos la violencia que no conocían, los que transportamos sus remedios, los que merecemos ser amarrados del cue-
llo y los pies; nosotros, a los que no nos importa morir por ustedes, ¿cómo podía ser de otro modo? Los que quién sabe qué aguardamos. Nosotros los oscuros, los chaparros, los grasientos, los mustios, los obesos, los anémicos. Nosotros, los bárbaros». Pareciera un buen mensaje para enviarlo, en estas semanas, al otro lado de la frontera. Por todas estas razones, se puede pensar en Señales que precederán al fin del mundo como una forma de novela de aprendizaje, donde el riesgo es mucho mayor que en las típicas historias donde el joven vive cierta cantidad de anécdotas domésticas de las que emerge una moraleja; Yuri Herrera, en cambio, decide poner a Makina en un camino de riesgos donde se juega la vida y la dignidad mientras se busca un mejor futuro, el mismo que muchos de nuestros compatriotas viven día con día, al cruzar la frontera americana, mientras buscan el hediondo y rancio Sueño Americano. •
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AUTORES Anne Carson
Toronto, Canadá. 1950. Es poeta, ensayista y traductora. Entre sus publicaciones están: Autobiography of Red: Economy of the Unlost: Reading Simonides of Keos with Paul Celan (1999), Men in the Off Hours (2000), The Beauty of the Husband: A Fictional Essay in Twenty-nine Tangoes (2001).
Benjamín Valdivia
Poeta, filósofo, ensayista, traductor, académico. Entre sus libros se encuentra Inscripciones en la tierra. Premio Nacional de Novela Jorge Ibargüengoitia 1998.
Poeta y traductor catalán. Ha obtenido el Premio Maria Mercè Marçal 2013, entre otros.
Eduardo Ruiz Sosa
Doctor en Historia de la Ciencia por la Universidad Autónoma de Barcelona. Su libro más reciente es Anatomía de la memoria (2014).
Francisco Meza
Poeta. Su libro más reciente es Cuaderno de las apariencias.
Christopher Amador
Ito Naga
Poeta. Su libro más reciente es SV→Aux. (voz, modo, etc.) + más C.V. (poesía, 2017).
Seudónimo de un astrofísico y poeta francés que vive en París. Es autor de tres títulos: ngc 224 (2013), Iro mo ka mo, la couleur et le parfum (2010) y Je sais (2006).
Claudina Domingo
Poeta y narradora. Sus libros más recientes son Ya sabes que no veo de noche y Las enemigas.
Iván Fuentes Félix
Cursó el Diplomado en Creación y Apreciación Literaria (2017) impartido en el isic. Actualmente es becario del pecdas.
Coraima Mena
Fotógrafa. Ilustradora. Ha expuesto en festivales internacionales y en México. Su exposición más reciente es Mirar hacia el interior.
Daniela Camacho
Eduard Sanahuja
Jorge Alberto Avendaño
Poeta y traductora. Autora, entre otros libros, de Experiencia Butoh (2017), Lantana (2017), Carcinoma (2014) e [imperia] (2013).
Narrador. Fue ganador del segundo certamen nacional de relato personal Mi historia inolvidable (2015), convocado por la unam, y, con este cuento, del Premio Nacional al Estudiante Universitario (2017) convocado por la Universidad Veracruzana.
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Jorge Ochoa
Poeta. También es autor de libros de poemas para niños. Su libro más reciente es Arte profética. Antología personal (1980-2010).
José Javier Villarreal
Nino Gallegos
Poeta y periodista. Su libro más reciente es Aludra.
Óscar Paúl Castro
Poeta y traductor. Es autor de Puzzles.
Poeta y ensayista. Sus libros más recientes son Una señal del cielo y la traducción de Todo me fue dado, de Paulo Leminski.
Juan Rodrigo Llaguno
Fotógrafo retratista. Su obra ha sido publicada y expuesta en diferentes museos y galerías en México y en el extranjero.
Luis Felipe Lomelí
Ecólogo y escritor. Ha publicado las novelas Cuaderno de flores e Indio borrado y los libros de ecología El ambientalismo y Naturaleza y sociedad.
Sergio Ceyca
Narrador y periodista. Colaborador de la sección cultural de Milenio, becario del pecdas. Su libro más reciente es la novela No tendrás perdón.
Víctor Corona
Lingüista. Miembro del Grupo de Investigación en Enseñanza e Interacción Plurilingües.
Mariel Iribe Zenil
Narradora. Sus libros más recientes son 22 voces. Narrativa mexicana joven vol. 1 (2015, colectivo) y Caminos que se bifurcan. Narradores del noroeste de México (2015, colectivo).
Mercedes Luna Fuentes
Poeta. Artista multidisciplinaria. Creadora de conceptos urbanos. Productora de radio y televisión. Su libro más reciente, traducido al inglés, es Rifles and Reception lines en colaboración con Lyn Coffin.
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Contenido 2
Presentación | Papik Ramírez
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El parque | José Javier Villarreal
8
Contemplar lo escuchado | Francisco Meza
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Gabriel se puso malo otra vez | Luis Felipe Lomelí
30
La habitación higiénica | Mercedes Luna Fuentes
34 Rubén Bonifaz Nuño: la sustancia encantada | Benjamín Valdivia 44 Claudia Berrueto: descifrar y contener. Claudina Domingo 50
Yo sé | Ito Naga
56
Máscara Negra | Jorge Alberto Avendaño.
66 Poemas | Jorge Ochoa 69 La Esperanza | Víctor Corona 74 Antonin Artaud y Carlos Montemayor en Chihuahua | Nino Gallegos 78
Acuérdate de la fuente | Cristopher Amador.
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Poemas de Calvus | E. Sanahuja
86 La bella y la bestia | Eleanor Wilner, traducción de Óscar Paúl Castro 89 Ella | Anne Carson, traducción de Iván Fuentes 92
Narrar la singularidad. Sobre Olegaroy, de David Toscana | Eduardo Ruiz Sosa
97 El arte del laberinto es su complejidad | Francisco Meza Sánchez 101 Cuentos reunidos de César López Cuadras, el vago insoportable | Mariel Iribe Zenil 105 Los obstáculos en el inframundo de la frontera (Señales que precederán al fin del mundo): Yuri Herrera | Sergio Ceyca 109 Autores
C. Quirino Ordaz Coppel Gobernador Constitucional del Estado de Sinaloa Papik Ramírez Director General del Instituto Sinaloense de Cultura Jesús Ramón Ibarra Director de Literatura Inma Aljaro Jefa del Departamento de Literatura Juan Esmerio Navarro Jefe del Departamento Editorial José Humberto González Palazuelos Jefe del Departamento de Bibliotecas Francisco Meza Sánchez Consejero editorial de Timonel Wendy Félix Herrera Coeditora Adalberto García López Corrector Maritza López López Cierre de edición D.R. © Instituto Sinaloense de Cultura