Editorial Juan Rodríguez Rocío De Los Ángeles Ávila Olvera
Diseño Juan Rodríguez Alejandra Muñoz Se agradece al colegio por la publicación de la presente revista, permitiendo así el desarollo de nuevos talentos en la comunidad.
Año 18. Nº1. Cuernavaca, Morelos. Publicación anual del Colegio Williams de Cuernavaca. Queda prohibida la reproducción de este material sin la autorización de los editores o los directivos de éste. Junio 2018. Luna 32, Col. Jardines de Cuernavaca, C.P 62630, Cuernavaca, Morelos, México. Tels: +52 (777) 316 04 67 y 322 36 40
Carta al lector El inquebrantable vínculo entre la realidad y la ficción es innegable. Si bien las pasiones humanas tienden a inclinarse a una o a la otra, nos vemos obligados a plasmar lo que sentimos a través de aquello que nos mueve; arte, danza, música, poesía, literatura. En esta revista, querido lector, encontrarás a más de un soñador, motivado meramente por todo aquello que lo conforma, desde sus virtudes y defectos hasta sus pasiones y disgustos. Las palabras que emergen de estos talentos rozan el alma, en ocasiones con quietud y reflexión, y en otras con aflicción y nostalgia. Con devoción y sentimientos a flor de piel, estos jóvenes se disponen a marcar con tinta y consciencia todo lo que son y, seguramente, lo que serán. La recopilación de poemas y relatos de este año demuestran, una vez más, cuán talentosa e ingeniosa es la comunidad de alumnos, pues somos nosotros quienes nos damos a conocer por medio de palabras que, a pesar de no ser leídas o escuchadas por todos, alivian y renuevan el espíritu. Si tú, lector, eres de aquellos que disfruta avidamente de explorar lo que se calla con la voz pero se dice con letras, entonces esta revista es para ti. Juan Rodríguez Editor y alumno.
Índice Aileen Ríos, Dicho Umbral de Pena en Olvido
6
Luis Armando Sánchez, Índigo 9 Juan Rodríguez, Las Horas Muertas del Laberinto 11 Aileen Ríos, La epifanía del manzanillo 18 Alejandro Balmori, Dueto 21 • Justificación de la existencia y sus derivados 24 • C 27 Alexa Ricalde, El Saber Que... 29 • Algo en ti 31 Diego Palacios, Reloj de Arena 32 • Agonía 35 Sofía Rocha, How To Form A Best Friends Club When It’s the End of the World
36
Rebeca Alejo, 7,393 kilómetros 45 • Oda a la Diosa Madre 54 • Platos rotos del jardín 58
1er lugar poesía
Aileen Ríos
“La escritura para mí es un sable de emociones, articulado en palabras, totalmente vulnerable a inflexiones de los haberes y el existencialismo; es sencillamente el hueco donde reprimo mis nociones íntimas –sin éstas haber pasado por mis sentidos– y por lo relativo y efímero que realmente es el minuto. Los haberes cantados en sublimes penas que reconocen en mi el recoveco existencial y retrospectivo de mi persona.”
Dicho umbral de pena en señales de olvido En un digno paradigma ordinario surge inaudito el desastre. Arrastrando con fuerzas viene el sastre, bordado se encuentra fulgor innecesario. Con mis dedos pensantes señalo sin razón aparente el entierro de los sueños errantes. Bajo la lengua tenía la llave a este dolor punzante. Mis palabras no tocan el principio de los suelos. Baja travesía que se vive en este mundo, dolor que tropieza con las tripas vanas de mis sueños, ilusión terrenal sin subsidio de ruido, en mi interno todo se queda mudo. En el ambiguo sentido de mi olvido, intangibles permanecen los recuerdos. Se pierde el ruido del sonido, en la imaginación se van mis sentidos.
El dolor con su espada al azar llega a lado de las exigencias de la vida. Con un bárbaro movimiento homicida, de un tino comienza a matar. Recíprocamente la pena, a cuchillos, se acerca vestida de capa con caja sujeta. Rodeada de hermosos villancicos, énfasis que su gloria me toma de la muñeca. Las lágrimas se dictan a ciegas, marcan sus posturas verbales. Con la pena y el dolor en la frente, se reniegan a salir verticales. La tristeza dejó de sales ausente a mis ojos que se liberan en llamas.
2do lugar poesía
Luis A. Sánchez
“Creo que la forma más genuina de poder expresarse es escribiendo. Cada persona tiene su forma de darse a entender mediante las palabras. El estilo, la forma y sobretodo el sentimiento que se quiere transmitir es único. Cuando uno escribe, lo tiene que hacer desde el alma. Ser real, no escribir por escribir. Es algo personal, por lo tanto, nadie más que tú tiene que entender lo que está redactando. Escribir no sólo es poner palabras en papel, es ordenar pensamientos, alienar los sentimientos, plasmar los recuerdos y darle vida a lo más profundo del alma. Por eso me gusta escribir, porque no sólo me puedo expresar de una manera auténtica. Sin embargo, hay personas que no pueden expresar lo que sienten y se identifican con las formas de escribir de otros. Es darle, de alguna forma, voz a gente que aún calla.”
Índigo Fría la mañana era como un sol de media luna, índigo era el cielo mezclado. Un nuevo comienzo se avecinaba, y los misterios estaban por cimbrarme el alma. Resplandores golpeaban mi cara sin desasosiego, la confusión rondaba mi cuerpo, la incertidumbre se apoderaba de mi mente, chillidos agudos azotaban mi espalda. Caminos largos con muchos fines, estrechos senderos ilustres. A muchas agujas encontré en el pajar, corazones suspicaces al filo de la lujuria, maldiciones estancadas en personas sensatas. Sentimientos encontrados revoloteando en los aires, estruendos fugaces al ritmo de la dopamina. A palabras secretas escritas, vistosas personas calladas. Prominentes los ojos que observaban cómo el índigo de luz caía a los pies de la cuesta.
1er lugar narrativa
Juan Rodríguez
“La forma más pura y sincera para comunicarse es la escritura. Para mí, plasmar ideas en papel o en digital es un manifiesto hacia mi persona, pues además de reflejar quién y por qué soy, es evidencia de a dónde quiero dirigirme y quién quiero ser. Encontrarle voz y significado a aquello que suele ser silenciado es retar a la vida y a la quietud, y quienes nos atrevemos a desafiarla lo hacemos a través de la herramienta más poderosa a nuestro alcance: las palabras.”
Las horas muertas del laberinto Todo comenzó con un exalto. Tendido sobre una superficie fría y terrosa, un hombre despertó repentinamente del sueño. Sólo Dios sabía cuánto tiempo llevaba ahí tumbado, inconsciente, completamente absorto en sus huecos e inconclusos pensamientos. Levantando la mirada lentamente, el hombre miró a su alrededor, y por primera vez, en mucho tiempo, se percató de los fuertes y estrechos ramajes que lo rodeaban; paredes gigantes de raíces gruesas e infinitas, que abarcaban todos los ángulos de su agotada vista, con la cual intentó percibir más allá de los muros, pero no visualizó nada más que pasillos y giros repentinos en lo que parecía ser un laberinto sin salida. Confundido, se puso en cuclillas y tras un par de exhaustivos intentos por ponerse de pie, el hombre logró posicionar firmemente las suelas de sus descalzos pies sobre el rocoso terreno, a la vez que era inevitablemente invadido por una sensación vertiginosa que estuvo a punto de dejarlo inconsciente nuevamente. Una vez más, miró a su alrededor, y tan cruda había sido la bofetada de la realidad en la que ahora se encontraba que, hasta ese momento y no mucho antes, reparó en que no llevaba ni una sola prenda puesta. Avergonzado —a pesar de que no parecía haber ni una sola alma a su alrededor—, buscó algún pedazo de tela, sábana o lo que fuera que apareciese primero, para cubrirse y evitar sentir que estaba siendo vigilado en una zona tan silenciosa y solitaria como lo era el laberinto. Extrañamente, como por arte de magia, una pila de prendas apareció ante sus pies, y aunque se le notó extrañado e incluso asustado en un principio, tras unos cuantos segundos de vacilación, se agachó y tomó las prendas. Sin embargo, el estar desnudo no era el mayor problema; ciertamente, tampoco lo era el estar descalzo, o siquiera el estar solo (al menos no por el momento, claro), sino una simple y pequeña pregunta que aterrizó en su mente después de haberse vestido por completo y suspirado en alivio: «¿Quién soy?» Probablemente
había
sido
la
turbulencia
de
sus
pensamientos,
o
la
terrible
incomodidad que había sentido al advertir que su privacidad ya no era más de su propiedad, lo que había evitado que llegara a esa pregunta. Ahora entendía el por qué del resonante martilleo dentro de su cabeza; el por qué de la sensación turbia que invadió cada partícula de su cuerpo. Todo eso derivaba de la pregunta que había estado acechando entre lo recóndito de su mente y esperando a atacar en el momento adecuado. Quizás eso fue lo que detonó la serie de eventos que siguieron: un alarido de desesperación, mientras el hombre comenzaba a dar vueltas y giros sin saber siquiera a dónde dirigirse. La angustia carcomía cada entraña de su interior, el cual parecía a tan sólo un par de segundos de estallar y nunca más volver a formarse. Pensó, por un momento, que eso sería mejor; simplemente morir y trasladarse a otro plano; un plano que le permitiese, de ser posible, vivir en paz, saber quién demonios era y olvidar por completo la horripilante experiencia que apenas comenzaba. Un giro a la derecha, uno a la izquierda, una que otra parada en expectación y desasosiego, y el hombre repetía una y otra vez el proceso antes de querer estallar en lágrimas y terminar con todo de una buena vez. Si bien el hombre deseaba profundamente encontrar una salida, era eso lo único que tenía que hacer: desear. Si había funcionado (involuntariamente, de hecho) con la pila de ropa, habría tenido que funcionar de la misma manera con sus vibrantes deseos por salir del laberinto y nunca más volver. Habiendo rozado pobremente ese difuso pensamiento, el agitado hombre se detuvo y, esperanzado, deseó en su interior salir de ese lugar, pero pronto el tiempo se volvió incluso más eterno que la existencia misma de todos los Universos juntos. El infinito parecía minúsculo ante la cantidad de tiempo que esperó, parado en medio de un alargado pasillo de ramajes, por ver su deseo cumplido. «Tal vez lo tengo que pedir de otra forma», pensó. «Tal vez tengo que decirlo en voz alta» —Deseo salir de aquí —exclamó, incomprensiblemente. Una vez más, los segundos se alargaron de tal manera que la espera se volvió incluso más agobiante que la anterior. No había forma de encontrarle salida al laberinto, más el simplemente pensar en unas prendas y tenerlas en un pestañeo era pan comido. Producto de su imaginación o no, la cordura del hombre comenzaba a descender por escalinatas de sueños perdidos y olvidados n camino al agujero de la de-
mencia; inevitable e infortunado a la vez, y no había absolutamente nada que pudiera hacer. Nada. Los días transcurrieron, y ante la desdicha y desamparo del hombre, no tuvo otra opción más que enfrentar los sinuosos corredores del impredecible laberinto, y en cuestión de meses el hombre se adaptó a una rutina que, en un principio, parecía carecer de sentido, pero que eventualmente se convertiría en el pan de cada día. Sabía que, en el momento en el que el brillante sol se ubicara sobre la inmensa mata de raíces, era hora de levantarse. Aprendió a pedir alimentos simples a través de deseos breves y específicos; desde legumbres hasta carnes, el hombre disfrutaba de cada uno de los platillos a pesar de que fuera en porciones pequeñas. Con el tiempo él iría perdiendo peso, y en cuestión de un par de años ya se encontraría bastante delgado y esquelético a comparación de la fortaleza y presencia que alguna vez llegó a poseer. Las horas del día eran difíciles de interpretar o deducir dentro del laberinto, pero se las había arreglado para meramente mirar al sol e inferir si era medio día, atardecer o el anochecer —del cual estaba más atemorizado, pues nunca había pasado una noche fuera de la zona en la que había establecido como punto de referencia—. Al empezar el medio día, ya era costumbre caminar por los estrechos pasillos del laberinto con la esperanza de encontrar una salida tan sólo a un giro de distancia, y a pesar de la acentuada soledad que recurrentemente lo acompañaba, nunca se dio por vencido. Durante sus caminatas, solía dejar un rastro tras él para poder volver y no perderse entre la espesura del lugar, y hasta cierto punto había funcionado, pues cada tarde (justo antes de que se metiera el sol) él seguiría el camino de piedras y exitosamente volvería a lo que ahora llamaba casa. Pero, dentro de sus ilusiones y esperanzas, había barreras; fatales barreras que cegaban el poco juicio que aun residía en él, de manera que la posibilidad de perder el rastro le parecía inaudita, prácticamente imposible. Una tarde fría y silenciosa, el hombre emprendió su búsqueda una vez más, acompañado por las pequeñas rocas que lo auxiliarían a volver. Sin embargo, por órdenes del laberinto, el hombre no habría de volver. No como era antes. Caminó durante lo que parecieron horas, de cuando en cuando volviendo la mirada hacia atrás
para asegurarse de que el camino de piedras siguiera ahí. Esto no era una acción fuera de lugar; más bien, era bastante cotidiana y significativa para él, dado que suministraban de seguridad y tranquilidad al perturbado hombre, cuyo aspecto decaía más y más al paso del tiempo. No lo notaba, pero sus ojos, que alguna vez dieron señal de vida y fe, ahora no eran más que dos esferas que emitían destellos de desilusión, tristeza y, sobretodo, rencor. De sus arrugas se inferían días, meses, semanas y años de perdición; una perdición tan cruda y violenta que imaginarse una vida fuera de ese tormento parecía inalcanzable. «¿Qué estoy haciendo?», pensó. «Días enteros buscando una salida que no existe; una maldita salida que tan sólo se ha vuelto un desesperado anhelo de mi trastornada mente. ¿Qué será de mí si me quedo aquí por el resto de mis miserables días? Tengo comida, sí, y ropa, pero es como si este laberinto mágico me otorgara todo menos aquello que me sirva para salir de aquí. ¿Qué más da? Si voy a morir, será como transitar por un pasaje corto y rápido, tal y como todos alguna vez lo hacen, y estar encerrado aquí no hace mucha diferencia. ¿A quién le importa cómo llegué? Lo que importa es a dónde voy y en dónde termino, y es hora de aceptar que, esté solo o no, terminaré en el mismo lugar que todo ser humano en esta vida». Comenzaba a divagar, a emitir ideas inciertas sobre el futuro que le avecinaba cuando, entre lo espeso y profundo del camino de su izquierda, provino un fuerte quejido. Por un momento, cruzó por su mente que debía haber sido su imaginación, pues no había otra manera de que aquel gemido hubiese sido real; pero otra parte de él —aquella que aun mantenía un brillo de fe— quería creer que era real y no una fantasía. Pero, sobretodo, que no estaba solo. Corrió como nunca en su vida lo había hecho. La suave y gélida brisa de aire rozó sus mejillas, ardientes ante la fricción, pero eso no lo detuvo, y ciertamente tampoco lo hizo el remoto presentimiento de que algo estaba mal. Corrió y corrió, sin importarle nada, y en esos breves y valiosos segundos sintió que volaba, lejos y fuera de las colosales paredes que lo encerraban; y probablemente no sólo a él, sino también a aquella persona que, sin saberlo, estaba por ser encontrada por este hombre, cuya pasión y desesperación habían salido a flote nuevamente solamente con el anhelo y el suspiro de saber que tenía compañía. En un intento inútil, intentó mejorar su vista entre la densa neblina que velozmente cubría el camino, y tal era su necedad de llegar a la voz que se olvidó por completo de que la noche, recia y feroz, ya comenzaba a engullirlo a él y al laberinto. No lo advirtió, y ni siquiera el peor de los cataclismos habría hecho que ese hombre se detuviera o vacilara. Ese era el momento que había estado esperando, y no lo perdería
por ningún motivo. La pesadez de sus pasos retumbaba sobre la superficie montañosa al unísono de sus furiosos latidos, los cuales lo hacían pensar que su débil y agotado corazón se saldría en cualquier momento. Siguió corriendo, y justo cuando comenzaba a cansarse, divisó una figura frente a él. Era difícil de decir, pero la persona frente a él la había pasado peor: su aspecto era desaliñado, desde su largo cabello y su descuidada barba hasta sus manchados y lastimados pies. Al igual que él, su complexión era delgada (casi esquelética), aunque pudo notar las costillas a través de un andrajoso harapo que cubría su tórax, y dedujo que había pasado ratos mucho peores de lo que esperaba. El hombre evidentemente más cuerdo y saludable se acercó lentamente a su prójimo, procurando no asustarlo al acercarse de manera abrupta o repentina. Hizo el intento de distinguir las facciones de su rostro, pero los oscuros mechones de su melena cubrían la mayor parte, a excepción de una cicatriz que atravesaba su mejilla. Miró con cautela al andrajoso frente a él. Pensó que, quizá, de tener suerte, ambos podrían idear un plan para salir de una vez por todas, y a raíz de esta minúscula idea surgieron en su mente imágenes de su futura vida; imágenes de paisajes de muchos colores, no sólo verdes azabache . También se imaginó a sí mismo, sonriendo, y no ante el hecho de estar presenciando algo alegre y conmovedor, sino ante el saber que podría haber vida fuera de ese lugar, de esa prisión física y mental. Con las bellas formas y representaciones del futuro en su mente, el hombre se armó de valor y estiró la mano para tocarle el hombro al indigente, pero, al hacerlo y aproximarse, percibió murmullos indistintos que no paraban de repetirse. Pretendiendo ignorarlo, estiró hasta su punto máximo los callosos dedos de sus manos y, armado de valor, lo tocó. Nada lo pudo haber preparado para lo que aconteció a continuación. Podría haber gritado, corrido o incluso llorado, pero una emoción incomprensible e indigestible se atascó en su garganta, provocándole así, una vez más, aquella sensación de imparables martilleos dentro de su cabeza, acompañados de un estado vertiginoso que lentamente lo llevaba a la demencia. El hombre parado frente a él, finalmente, se había vuelto para verle, con la sorpresa de que era la viva imagen de él mismo. De no ser por los descuidados y alborotados cabellos, o por la larga y enmarañada
barba, en cualquier otra época habría admitido que era idéntico a él. «Pero no hoy», se dijo a sí mismo. «No ahora. No él». Entre el incontrolable espiral que era su mente en esos momentos, logró disipar lo que estaba diciendo en voz baja y apresuradamente, como si estuviera orando: Salidasalidasalidasalidasalida. Antes de reaccionar, la versión andrajosa de sí mismo cambió su expresión de lejanía a una de violenta exasperación, yéndose así encima de él mientras sostenía un cuchillo. En un abrir y cerrar de ojos, ambos estaban en el firme suelo, rodando y forcejeando mientras alaridos de llanto, incomprensión y sufrimiento llenaban el aire. No fue hasta que el hombre de aspecto desaliñado pasó su cuchillo por la mejilla del otro que los gritos cesaron. El hombre tendido en el suelo ahogó sus gritos una vez más. Una sensación de calor, proveniente de la herida recién hecha en su mejilla, invadió su mente y su cuerpo, el cual se sintió sorprendentemente liviano, algo que no había sentido durante mucho tiempo. Miró y recorrió cada facción del rostro del hombre encima de él; se miró a sí mismo, y notó una expresión de ira y demencia trazada en las líneas de vejez debajo de sus ojos; los mismos ojos con los que él lo veía. No necesitaba imaginar. Dentro de él, sabía que sería una pérdida de tiempo recurrir, una y otra vez, a esas muertas esperanzas de ser libre. Lo que restaba (y lo que había que aceptar) no era nada más que el destino; un destino predicho por fuerzas exteriores que él nunca podría conocer, mucho menos manipular. Lo que restaba era comprender, y por fin lo había logrado. Entonces, con una inusual sonrisa en su rostro, murmuró: —Salida.
2do lugar narrativa
Aileen RĂos
La epifanía del manzanillo Naces, creces, te duelen cosas, te convencen a aliviarlas y mueres. Es la resumida expresión de lo poco que a mí, nacido como uno de los denominados Homo Sapiens, me aguarda en sólo una cuartilla (en su mayoría en blanco) de un libro que lleva como título “vida”. No es que sea pesimista, tampoco me limitaría a ser nombrado una persona realista, simplemente nací bajo circunstancias sustanciales, las cuales me han apegado a un aforismo vital que por sí solo me conduce a analizar las situaciones por encima de sus escenarios, más como si me saliera de ese lugar en el que estoy de pie; un claro ejemplo serían las imágenes que vemos en el caleidoscopio. Asoma tu mirada a éste. En la sala, rodeada por sillones agujereados y botellas de licor viejas pegadas a las paredes como un bello ornato lúgubre, están dos humanos, arrojando palabras ofensivas mutuamente al son de problemas maritales. Si esos dos seres son mis padres y yo finjo ser uno de los hoyuelos de los sillones, o más bien una mancha de una de las botellas que ronda en el piso ahora mientras sigues girando con tus manos ese caleidoscopio, verás que todo se centra en mi descripción a un plano, pero jamás centraste la visión ni siquiera de reojo a los bordes sin llamativa que rodean el centro de los cristales de colores, pues ahí veo yo todo, lejos, fuera de dimensión, en otro plano que quizás nadie haya visitado ya. Ahora está claro por qué finjo ser algo sin importancia o plena visibilidad siquiera, porque yo me voy. Nos regimos en un centro, así como lo mencioné con el caleidoscopio. Lo mismo pasa con el mundo en general, pues a mis pocos años de vida –siendo mi edad y mis vivencias comparadas con un vejete decrepito y amargado de 90 años– yo he ya lo he visto todo y lo he deducido a una vana simpleza. La grandeza sólo la vemos en haberes; si hay dinero, habrá contento; si hay fama, no habrá desdenes; si se ha de estar en aquel punto esquivando lo que de por sí lo sostiene, entonces, amigo, serás grande. Yo no lo visualizo así, yo no veo sólo en línea recta como un sucio y mediocre camino, el cual cientos de personajes ya han pisado. Yo veo el cielo que está encima de aquel camino; no el cielo, no las nubes, no la mesosfera, ni siquiera al rango de la exosfera. Yo me niego a visualizar todo desde un punto dentro de la atmósfera de la tierra. Yo he leído ciencia, he indagado ferozmente acerca de las propiedades de la física y me niego rotundamente a apegarme al mundo en sí.
A pesar de mi conocimiento, <<alabada joya escéptica>>, que me ha determinado a aislarme de las personas, yo sigo en plena adolescencia constándome de mi naturaleza humana, biología, psicología, y ciertos dogmas religiosos me han acercado al miedo; el miedo, que siendo una emoción y no una idea, es algo completamente natural y calificado para llegar como vil carnicero a clavar machetes por predilección a nuestras carnosas ilusiones. Yo tengo miedo a muchas cosas, soy libre de pensamiento, pero no exclusivo de mandamiento. Le tengo miedo a la sociedad, sea ésta la que me quite, me limite o me alimente. Es natural el fiasco a lo que se reclame como rechazado. Vivo en un pobre establo, de un pobre poblado, con una pobre familia, que por no estar unidos yo y mi pequeña hermana no estoy seguro de qué sería. Con respecto a tanta pobreza, no es que sea relevante el valor monetario. Mis abuelos, antes de haber fallecido, me lograron corresponder afectuosamente, enseñándome la belleza de ciertas cosas, las cuales no estuvieron ni cerca de ser valuadas con signos de dólares. Lástima que para llegar a vivir lo que nos pintan con sonrisas no sólo es necesario un abrazo o dos, sino un aproximado de billetes que se encuentran a tu alcance, y es que pese a que la felicidad es de alta importancia en la vida, no es carente aquel virtuoso que tenga un plato de langosta en su mesa. Hay cosas que el dinero nunca va a dejar de comprar, se vea como se quiera. Algo que es de gran placer en ocio es el placer de mirar al cielo estrellado echado en pajares limpios a punto de ser usados al día siguiente. Es algo que no se puede comprar. Por lo menos en mis dichas personales de sintetizar un escenario, no hay dinero que compre ese placebo y ver esa redonda y resplandeciente luna blanca despejada de todo haber terrenal. Es la luz que ilumina la oscuridad de los ojos más cerrados, pues ningún ser humano digno de constar del sentido de la vista puede negar el affaire nocturno que surge en el interno al tomar un vistazo hacia aquel objeto brilloso. Cualquier ciego que no sea capaz de presenciar me inclina a pensar que en su propia oscuridad acecha algo a su semejanza. Otro tesoro que, en lo personal, considero sagrado es el libro de “Prácticas del Tíbet”, el cual abarca a lo largo de 600 anchas páginas lo que se vive en este interesante pasaje de la tierra. Contiene una explicación detallada de cómo suplir el alma con meditación, lo cual en prácticas personales puedo constatar que es otro de los grandes placeres que el dinero no puede comprar, ni siquiera si ponemos al dinero como Muhammad Ali derrotando a George Foreman en 1974 volviendo a obtener su título de los pesos pesados; ni siendo un arma podría dispararle directamente al franco, siendo ella una bala perdida.
Alejandro Balmori
“Para mí, la escritura cumple una función de catarsis sutil. Sirve para hablar de cosas que no se pueden expresar libremente, contar una memoria que no quiero que se pierda o un pensamiento discreto. Del mismo modo, disfruto contar en las historias y poemas eventos que me suceden a mí o a los demás, agregándoles un toque fantástico.”
Dueto De nuevo, dan las doce y diez. Espero aquí, en esta banca, a que vuelva mi fantasma. No siempre, eso sí. A veces llega a las diez, otras veces ni se asoma. Pero últimamente aparece con más frecuencia, incluso ha llegado a las siete y cuarto. ¡Las siete y cuarto! ¿Será posible que por fin haya captado su atención? Me preguntan a veces lo que espero obtener de tan estúpida obsesión. Ellos no entienden, claro, jamás escuchan aquello que mi fantasma me toca con su brisa, me canta al alba y al medio día. Su melodía se diluye como el agua, así como su forma. Sé muy bien que éste, mi fantasma (que he llegado a deducir es una “ella” por su manera de tocar), es de naturaleza tímida y quizás un tanto altanera. Ella suele empezar la melodía que con mucho esfuerzo y gran silencio logró apreciar. Así, ella toca y guarda silencio, ahí es donde me dispongo a imitar su gracia y sus movimientos. Si me sale a la perfección, interrumpe el silencio con una nueva melodía, si no, simplemente se enoja y se va. Al parecer no le interesa perder su tiempo con novatos. Por eso he practicado sin parar día y noche (aunque por aquí parece que nunca sale el sol, siempre con nubes grises, pero sin lluvia), con tal de mantener a mi fantasma por más tiempo. Hace poco nuestra dinámica empezó a cambiar. Anuncia su presencia como un vapor cálido en la banca, siempre llegando puntual. Sin embargo, ya no empieza a tocar. Simplemente espera ahí, sentada o flotando (o lo que sea que hagan los fantasmas) y me mira. Sí, me mira. O eso creo yo. Siento cómo se acerca y da calor. Es curioso, según todo el mundo los fantasmas dan todo menos calor. Creo yo que debe tratarse de un espíritu cálido, lleno de ritmo, cuya aura irradia luz y, por ende, calor (así funciona la física, ¿no?). Como decía, ahora se queda en silencio, y yo con tal de no quedar mal con ella, empiezo a tocar la primera cosa que se me venga a la mente. Hace una semana practicamos sin parar una de las que le gustan a Ma, “Amor de mis amores” o algo se llamaba, de un tal Agustín. He llegado a pensar que nos empezamos a entender mejor, mi fantasma y yo. Ya dejó de irse cada vez que cometo un error, eso se aprecia. Ahora repetimos de nuevo hasta que sale perfecto. Claro, ella todavía tiene un límite, pero al menos ya dejó de ser tan rigurosa como antes. A veces me he preguntado cuál será la historia de mi fantasma, si habrá muerto joven o ya de vieja
(he supuesto que joven por las canciones tan aceleradas y fuertes que toca), o si busca venganza o algo por el estilo. ¿Será acaso una guitarrista vengadora? Puede que sea un espíritu buscando redención a través de la música. Quizás, al enseñarme sus melodías, su alma se libera de sus penas y se vuelve más ligera. Sí, esa es la versión que más me gusta. Hace que venir siempre puntual para recibirla valga la pena, tenga sentido. Ojalá y un día de estos logremos tocar como los duetos en los escenarios, los dos juntitos para un gran público que nos aplaude sin cesar. La verdad no sé cómo explicárselos, a ellos. Siempre mirándome raro, a mí y a mi guitarra. Han de tener celos de mi fantasma, pero no los culpo. ¿Quién no quisiera conectar mundos con algo tan bello como la música? —¿Qué vas a tocarnos hoy, Adene? —me pregunta la maestra. Simplemente le respondo con un re menor y eso la complace lo suficiente para seguir su camino. Me doy vuelta y noto que se va de la banca el aire frío, así que guardo mis cosas y me voy a clases, siempre un poco tarde. De tanto tocar me empieza a doler la muñeca y, como si fuera poco, hoy toca examen de literatura. Usualmente, eso ameritaría un lamento y quizás una maldición. Pero hoy no. Hoy toqué un dueto bien bonito en el silencio con mi fantasma.
Justificación de la existencia y sus derivados En más de una ocasión se me ha preguntado la religión que profeso y en muchas más ocasiones mis pensamientos acerca del Dios con D mayúscula. No me considero persona religiosa, ni tampoco espiritual en el sentido más comúnmente pensado por la humanidad. Sin embargo, el concepto me intriga demasiado como para ignorarlo. En mi infancia profesaba la religión católica, pero siempre hubo dudas en mí. Dudaba de aquel poderoso que desde lo cielos veía todo, sabía todo y podía hacer todo. Cuestionaba su gran plan, que antes del mismo tiempo estaba escrito. ¿Dónde está? ¿Por qué un cielo y un infierno? ¿Por qué si somos de su imagen y semejanza, somos tentados al mal y sus derivadas? ¿Por qué esto? ¿Por qué aquello? Y la respuesta siempre era la misma. “No cuestiones. Dios sabe lo que hace. Sus misterios no pueden ser comprendidos por nosotros.” Y me fastidiaba, me fastidiaban las incoherencias del dios de los católicos. Ante tal problemática, me vi obligado a buscar respuestas de otra manera, de otra fuente. Casi todas las religiones hablan de una recompensa y un castigo. “Obedece y pórtate bien y serás recompensado con la vida eterna, la felicidad interminable o la reencarnación más noble y perfecta.” Es increíble pensar lo fácil que resulta manipular a las ovejas con tales promesas tan lujuriosas, con estas respuestas para calmar su sed de saber. El Dios del que todos hablan, el Dios con todas las respuestas, todas las interrogantes posibles. Aquel Dios que castiga al vil con el eterno sufrimiento, llámese Infierno o volver a vivir con carne y hueso hasta el fin de los tiempos. Aquel Dios amoroso que ama a todo su rebaño, puesto que Él es su pastor. Aquel Dios que parece sacado de un cuento de hadas. ¿Hay dios o no hay dios? Esa cuestión es tan cerrada como la gente que lo pregunta.
Si hay un dios, éste es de una naturaleza completamente distinta. Si hay un dios, no se le pueden atribuir características propias de los humanos. Así como decir que una estrella es envidiosa, de igual manera darle estas características convierte al dios en algo de carácter artístico y completamente subjetivo. No reconoce el bien del mal, la misericordia de la crueldad o el blanco del negro. Si hay un dios, su extensión va más allá del infinito y, como tal, no se puede graficar ni enumerar, ni mencionar siquiera lo que puede ser realmente, si tiene forma o color, si tiene olor o sabor, si es posible incluso advertir de su existencia. Si hay un dios, este es indiferente a su creación. Es indiferente incluso a su propia existencia, a su conciencia. Es indiferente a su propia magnitud y consecuencia de los seres que hablan de su existencia. Este dios no sabe qué es un día, qué es el universo, lo que es una partícula, lo que es un ser humano. No sabe por qué no requiere saber, sólo existir. Este dios no es verbo, no hay acción de su parte. Este dios no se deriva del verbo ser. Si hay un dios, éste tampoco es sustantivo; no tiene nombre, puesto que reconocerlo como reconocemos al resto de la existencia sería ridiculizarlo, desvalorizar todo lo que es y no es. La palabra “dios” es una invención nuestra que no se compara con este ser que supera cualquier concepto pensando por los humanos o cualquier otra forma de vida. Si hay un dios, no lo conozco y, paradójicamente, siento que ya logré comprender lo que es. La existencia propia no se puede justificar, no realmente. Ya sea por casualidad o por intervención inesperada, no se puede saber. Jamás, y si se sabe, se olvida al final. Sólo se vive y existe. El significado que pueda tener esto es totalmente subjetivo. Si quieres que exista un dios, existe. Si su existencia parece absurda, lo es. Si parece una broma, fue muy graciosa.
Cada uno existe por lo que quiera existir. Existir es, entonces, con o sin justificación, conocer sin consentimiento al dios que no es Dios. Después de ver lo imposible, de conocer lo inimaginable y aun así persistir en seguir con vida, eso es realmente el significado de maravilla. La maravilla de existir. Algo debe existir. Algo que no es Dios ni que tampoco es dios. Algo.
C Recordar aquel amor que te hizo ver lo que era amar de verdad. Lo que era el desinterés propio, la empatía verdadera, la tristeza más sincera, por más tonta que fuera. ¿Cómo olvidarla, si es ella la razón de mi escribir? Si el punto de partida surgió de su sonrisa y oscuros cabellos, de esas facciones lindas que ahora, ya maduras, se han vuelto belleza. De aquel temperamento fulminante apaciguado por dulzura subyacente. ¿Cómo puede ser que el paso del tiempo no se la lleve como hojas de otoño? ¿Cómo no puedo olvidar a aquel primer amor? Al que jamás le podré mirar los ojos y decirle: “Eres tú”. Porque en realidad eres tú. A pesar de todo lo que hay de por medio; las vagas palabras, los malos chistes, aquellas palabras que jamás pronunciaré nunca en la vida porque siempre estarás ahí, porque amarte sería el único resultado perfecto a esta ecuación no correspondida.
Te tendrĂŠ en los brazos, en historias, en poemas, en sueĂąos, en otras vidas, puesto que ya aceptĂŠ que esto de amarte es rebelarme contra el destino.
Alexa Ricalde
“Escribir, para mí, es una manera en la cual puedo plasmar lo que siento, así como un método para desahogarme. Comúnmente cuando me siento triste más ganas me dan de escribir, pues así es como me tranquilizo. También escribo cuando estoy muy feliz por algo que me sucede; algo diferente en mi vida, ya que así ese recuerdo se guarda no sólo en mi mente, sino también en un papel que puedo guardar para siempre.”
El saber que... El saber que ya no te veré, como lo hacía toda las mañanas entre las cálidas y dulces sábanas; esto me hace caer en vez de crecer. El saber que ya no estaré besando esos dulces labios carnosos que hacen que me vengan pensamientos ilusos; qué haré sin ti, no aguantaré, me moriré. El saber que ya no podré abrazarte, besarte, cuidarte, amarte, hace que en mi vida ya no haya encuadre y que mi corazón deserte. El saber que no podré olvidarte hace que muera lentamente…
Algo en ti Encontré algo en ti, algo que me completa, que me hace amarte con frenesí; algo en ti que me encanta pero a la vez me mata. Me mata el saber; el saber la fría realidad, el saber que no es para siempre, el saber que morirá esta felicidad. Esta felicidad que es un simple mensaje tuyo. Es una simple mirada, mirada eterna; esta felicidad que es tan sincera y comenzará a desvanecer. Comenzarán a desvanecer esos besos, esas caricias, esos abrazos, esas pláticas eternas, que comenzaron con un simple “hola, quiero conocerte”, en el cual encontré algo en ti.
Diego Palacios
“Escribir... una actividad que por veces parece ser tan cotidiana y monótona, pero que en realidad es un instrumento con el que uno puede comunicar notas únicas e incluso perfectas. Sólo bastan un papel y una pluma para que suceda algo extraordinario. Es increíble cómo una sola palabra puede generar una sonrisa o una lágrima, cómo un mensaje puede cambiar el curso de nuestro día, nuestros pensamientos, nuestra visión del mundo... Escribir no sólo es darle vida a una voz, sino también dotarla de sentido; no es sólo el plasmar palabras, es dejar ver el alma. Escribir... algo sencillo y tan complicado a la vez... que es definitivamente lo bello de su esencia.”
Reloj de arena Dime, tiempo, que pasas sin escuchar aquello que sabes, sin yo saber más, lento para sufrir y no para amar instantes que no se repiten jamás. Reloj de arena que miro sin parar, contemplando cómo la vida se va. Ilusiones y sueños que dejas caer, pero muchos otros que ves renacer. Ola de recuerdos que viene y va, emociones que se olvidaron ya. Agonía que no lo quiere aceptar, un lago de lágrimas que correrá. Tocando puertas, buscando a las víctimas, condenas siempre a una causa íntima. Arma de la justicia, voz de los sabios, experiencias con un amargo resabio. A muchos ejércitos puedes matar, pero un alma te puede derrotar. Cómplice de la razón y la verdad, siendo un amigo de la libertad.
Reloj de arena que observo y lloro la desgarradora sensaciรณn que ignoro. Arrepentimientos que quieren nacer la realidad de una vida del ayer.
Agonía Sensación desgarradora en mi pecho, emoción que se adentra en lo profundo del pensamiento, sueños que se destruyen y se desvanecen, rencor que nace sin expresarse; agonía que estás y no puedo verte. Corazones rotos que buscan un escondite, lágrimas derramadas en soledad, recuerdos caídos, tristes, cortos, sin sentido. Personas olvidadas, motivos de alegría; agonía, dificultades que no desaparecen. Amargos vicios y sabores del pasado, intensidad de las experiencias olvidadas, libertad no conseguida y sufrida, amor despojado y no encontrado; agonía que respondes con fuerza. Luz que nace y se pierde en la neblina, miedo que llega para no separarse. Camino confuso en donde no hay final, desesperación que debe ser controlada; agonía, vivir con ella o morir sin más.
Sofía Rocha
“Me gusta escribir porque me ayuda con el estrés de la escuela; es poder hacer algo sin presión ni fecha de entrega y que no tiene por qué gustarle a los demás ni cumplir con ciertas características, por lo que puedo empezar y terminar cuando decida hacerlo. Es como estar del otro lado del libro —o de la vida en general— y tener el control de todo lo que va a suceder e incluso de lo que puede suceder, porque no existen límites de ningún tipo que te aten a ningún lugar o a ningún tiempo y puedes moldear la realidad a lo que te plazca. Yo escribo simplemente por diversión, por placer y porque puedo.”
How to form a best friends club when it’s the end of the world Out of the corner of his eye, Jakob saw Bryan jump inside the pool fully clothed once more, damp, tanned skin glistening with the sun. “What a fine piece of idiot”, he thought and shook his head, pushing himself away from the wall with his foot to stand up straight and then walking closer to the pool, careful not to step out of the building’s shadow. “Hey, beach boy!” he yelled to get his attention, smirking as the younger boy glared at him. “Get out of the pool. We have somewhere to be.” Bryan reluctantly stepped out, rising his body temperature to evaporate the water from his skin and clothes. “Where is it that we have to go?” he asked puzzled as he tied on his shoes sitting on the grass, the plants around him growing to meet his warm skin. On the other hand, everything stretched away when Jakob put his foot on the grass, whatever patch he was stepping on turning dry yellow. “First there’s an apartment on Willow Street boiling with ratorns. And after that, I’m unsure, the client wasn’t being very explicit. He wanted to remain anonymous, apparently”, he shrugged, slipping on his sunglasses and opening his dark umbrella before starting to walk away from the abandoned public pool. After the war a large part of cities andattractions remained unoccupied. Only kids and teenagers had survived the end of the world, and no one wanted to leave their houses in fear of what could be awaiting outside. They did much more now than right after the rebirth, but still remained mostly hidden. War had
really taken its toll on everybody. Everyone was oblivious as to who had won, if anyone had that is, but they didn’t care to know. There were far more important things to worry about now, since war had messed up with the balance of every living thing. People had finally gotten into the flow of this again but the alteration to reality had obviously caused a lot of inconveniences that would’ve sounded like pure sci-fi before. Bryan followed, stepping on the same places Jakob stepped on to return the grass its healthy look. Their bodies had both changed in the way energy flowed around them. While Bryan had been granted to enhance it, everything and everyone was drawn to him. He made things feel stronger, more alive and healthier, additionally being able to control his body temperature. On the other hand, Jakob sucked it right out of things, so everyone was dawn to avoid him. Except for sunlight, which if he stayed directly under for longer than a few minutes began to be too much for him to absorb, Jakob feared it’d make him burst sometime so he stuck to the shadows instead. Furthermore, Jakob was well aware of the energy that moved all around them and how it moved, which proved really helpful in the threatening world they lived in. They were opposites, so naturally, they went well together. Besides, neither wanted to be alone in the threatening and changing world, so from the moment Jakob saved Bryan from a venom bear about a decade before, they had refused to part ways. With just a touch the ginormous animal had fled away in fear, and although Jakob wasn’t proud of his abilities, they had earned him a friend, so he couldn’t be too mad. “Careful, there’s a patch there”, Jakob said, without even looking and pointing at the spot Bryan was about to put his foot on. Patches sucked the living energy out of anything that got too close, like Jakob did —except he didn’t kill, of course, and patches would make your existence vanish. Bryan walked around it, amazed as he always was at Jakob’s awareness of everything surrounding them. “Sometimes i wonder where I’d be without you.” Bryan said in awe as he was careful to step everywhere the older boy did.. “Dead, probably.” Jakob replied with a chuckle, slowing down as they neared their destination. They stood at the door of the, undoubtedly, mostly uninhabited tall building. Bryan rang the doorbell and almost immediately afterwards the door opened automatically. They climbed up the stairs to the apartment someone had called them from and knocked on the door. Instants later a young girl peeked from behind the heavy door, her eyes shone a honey toned yellow so bright Jakob had to look away.
“Are you here to help with my ratorns problem?” She spoke gently, almost in a whisper. Both boys nodded in reply and she opened the door for them. The inside of the apartment was a mess —things were scattered all over the floor, the walls were scratched, broken glass, and furniture were shattered on the ground. “Well, don’t worry anymore, you’ve called the right people” Bryan said with his hands on his hips, looking around at their task at hand, inspecting the room as if he were an expert. Jakob shook his head and pushed him out of the way. “Do you have the box?”, he inquired and she nodded, handing him a large cardboard box to keep the animals inside. “Alright, well, this could take a while”, he said as he placed the box on the ground and went to sit on her kitchen counter, putting his sunglasses behind his horns, the wonderful mutation war had given him which, by the way, didn’t help at all to make him seem less threatening to others. Meanwhile, Bryan went to sit in the middle of the destroyed living room. “What is he doing?” she questioned, walking to Jakob after a few minutes of watching Bryan sit on the ground with his legs stretched, moving his feet childishly. “Waiting” Jakob replied and scooted further away from a ray of light that shone through a hole on a curtain. “Are you both really planning to catch them like that?” she asked in disbelief. “I’ve never even seen them, and I live here!” she exclaimed exasperated, to which Jakob only laughed. She groaned, starting to wonder what pair of weirdoes had she let inside her home. But she had to suck her annoyance back inside her as she saw a strange creature now sitting on Bryan’s legs. Ratorns were a very mischievous new animal the war had created; a colourful winged version of the cross between a rat and a bunny. “Wow” she breathed and leaned on the counter next to Jakob. “Okay I take everything back, he’s amazing!” Jakob agreed and smiled, taking a bite of a fruit that rested next to where he’d placed his hand. “I’m Lee”, she smiled friendly.
“Jakob, and that’s Bryan”, he said pointing at the blond boy that now had three more creatures napping by him. “Isn’t it scary?”, Lee asked after a while of silence. “Going outside, I mean.” “It’s not that bad. Can be dangerous, but then again it’s always been. My “gift” helps me protect him if he gets in trouble too”, he chuckled. “You seem close, that’s nice”, she smiled. “Since the rebirth, we’ve only had each other.” “Wait a minute”, she suddenly exclaimed. “You’re a gifted too?” Not everyone had received what they called a “gift” during the war days, and few where the ones who survived with their gifts. “Yeah, we both are, energy fluency related… wait, too?” he spoke carefully, aware of the possible reactions the confession could have. “I am, too”, she said shyly, moving her hands in the air, causing objects to float and move around. “Oh you’re gifted, too!” Bryan exclaimed excitedly from the living room, to what Lee blushed and dropped everything that had floated into the air. “I can’t control it very well still but…” “Yeah, we know it’s hard at the beginning”, Jakob reassured her, still amazed at her gift. “Hey! I think this is all of them”, Bryan said and Jakob hopped off the counter and walked over to his friend with the cardboard box. He kneeled next to him and carefully picked them up one by one, careful to only suck enough energy from them to tire them for some hours. Lee looked over his shoulder, closer at the small adorable creatures that had caused her home so much damage. Soon they were all in the box; they caught the ten ratorns Jakob had sensed inside Lee’s apartment. With amazement they watched her put things back into place, repairing everything that was broken with
just a move of her hand. She put everything back where it belonged, giving the place a look of perfect order and harmony, much more like it seemed Lee would like things. They’d all dread the time they had to leave but Jakob and Bryan still had one more client to visit, so they couldn’t stay any longer. In their years as pest dealers they had never met a gifted who hadn’t been torn by their gift, or at least never met one who was comfortable with admitting, and much less showing them their gift. While as for Lee, she’d been basically alone for so long, the boy’s company had filled her home with warmth and joy. But it was inevitable, and the boys had to leave. She watched them from her window as they walked out the main door and crossed the street, away from the apartment complex, and from her life. “Cool girl, wasn’t she?” Bryan asked as he walked next to Jakob, who carried the box in his arms to control the ratorn’s energy, holding the umbrella over his body. “Yeah, I’d started to think we’d never meet another gifted.” He shrugged. They walked for what felt like ages, but with the time of their reality destroyed could’ve just been an instant, outside of the city and into the forest, following a fading trail that led them deeper and deeper into the unknown. “Umm, so who’d you say hired us here?” Bryan asked, walking closer to his taller friend. “I don’t know, he was being very vague.” Desperation was quickly bubbling inside them every step they took, until a small house appeared to the side of the road. They walked faster, as the sounds of the forest did nothing but make them feel uneasy with every breath. Bryan knocked on the door a little too eagerly, and they waited, almost not breathing. “What’s the password?” Someone said from the other side of the door and both boys looked at each other in confusion. “I didn’t get a password?” Jakob stated, but it sounded more like a question than anything else. “Okay that’ll do” The door swung open and both boys hurried inside, the forest seemed as if it might swallow them any instant, the energy from it overwhelming Jakob to the point of making him dizzy. “Oooh what do you have there?” Someone asked eagerly.
“Ratons”, Jakob answered without thinking, rubbing his temples under his horns as the box was taken from him. Bryan looked at the boy that had taken the box from Jakob with wonder. He was young and short with four pairs of arms and thick glasses on his freckled nose, had deer-like ears and antlers. “Oh, how rude of me! Here, sit down!” He took the boys by a hand each, only tugging onto Jakob before quickly letting go from him, while still holding the cardboard box and guided them to a table. They both sat down and he served them a cup of tea without asking. “Here, take it. I know the woods can be a bit overwhelming, I’m sure this will help.” He patted Jakob on the head gently once and then went to focus on the box again. Bryan looked around at everything that piled up and looked both in perfect balance and on the verge of falling at the same time. Books and plants were everywhere he looked; it all gave the place a cozy feeling nonetheless. Jakob looked at him, feeling better now with the cut in his hands. They both looked at the boy as he opened the box and peeked inside. “Um, excuse me, I don’t mean to be rude but, didn’t you hire us?” Jakob asked as he didn’t sense any creature that seemed to not belong in the house. “Oh, I mean, yes, but I don’t have any plagues. Um, you see, I just wanted to look at the kind of animals you took care of.” They were both confused and continued to stare at him, expecting him to further elaborate. He sighed. “I’m Elliot, and I’m gifted, just like you guys!”, he said excitedly, standing on his chair to lean inside the box and take a ratorn out, cradling it in his arms. “I can alter distances, and I used to live in the city until I discovered this place! It just, seemed to just scream my name, you know? Anyways, that’s how I discovered creatures, there’s tons here in the forests and I’ve been studying them as deeply as I can ever since!” Elliot spoke very fast and eagerly, barely giving Jakob and Bryan time to catch up with what he was saying, so they both just sat there trying to comprehend what the boy was on about. “So wait, wait, you just called us, to get a look at what we’d caught?” Jakob asked, signalling to the box. “Yes, I’d like to make a deal with you guys.” “Let me guess. You want us to bring you the creatures we catch?” Jakob asked, slightly annoyed.
“Yes, yes then–“ “Absolutely not. I’m never going to willingly walk through that forest again!”, he said, standing up and going to the door, swinging it open and barely managing to stop himself from walking and falling down an enormous waterfall, burning his hand with the sunlight as he pushed himself back. He slammed the door shut and leaned against its panting. “Heh sorry, my bad, try again”, Elliot said with a bright smile. On shaky legs, Jakob turned around and carefully opening the door again, this time finding himself at the edge of the road in front of his and Bryan’s house. “See! You didn’t let me finish! You don’t have to go anywhere, I can come for them! I told you, I alter distance.” Jakob closed the door and went back to sit at the table. “And what do you want from them?” Bryan asked, trying to untangle a small plant that had been climbing up his hand while he wasn’t looking. “I want to study them! I want to know what they are and just everything I can. Then I’ll let them free in their habitats, or somewhere they’ll be more comfortable than someone else’s house.” Elliot petted the ratorn gently behind its ears as he spoke. “That’s good with me, you’ve got yourself a deal. Bryan, shake his hand”, Jakob said, helping his friend untangle the plant from his fingers and, once free, Bryan and Elliot shook hands, sealing the deal. Much to their surprise, that wasn’t the only time they saw Lee. She dared to step out into the unknown and ended up going with them. She’d help put things in order when creatures destroyed someone’s place or belongings. Lee became a great addition to their team, and as the comfort to the situation grew in their city, more people started reaching out for help when creatures became a problem, which was quite often, to say the least. Elliot befriended them soon, too, and so the arrangement worked wonderfully and Bryan quite enjoyed the boy’s company. One day, the four of them sat back on pool chairs Lee had fixed for them at the abandoned pool. “I never imagined I’d have more than Jakob”, Bryan murmured, , sitting up to smile at all his friends.
“I didn’t imagine it’d get better.” Lee got up and sat by him, wrapping an arm around his shoulders. “I’m glad I met you guys, I thought I’d stay by myself for the rest of my life”, she smiled, and she then squealed suddenly as Bryan lifted her into his arms and ran with her to the pool. “I’m sorry, that was getting too emotional!”, he yelled as he jumped with her in his arms inside the pool, making Jakob laugh and shake his head as Elliot ran after them and jumped inside, too. He agreed, with both of them. He wasn’t happy about the war or the destruction, but he was glad he got to meet them, and he found himself constantly wondering if it would’ve happened had it not been the end of the world.
Rebeca Alejo
“¿Por qué escribo? Escribo porque tengo algo que decir, porque el ser humano es tan complejo como para no inmortalizarlo en las palabras, en la percepción que aflora de nuestra realidad. Escribo porque tengo ojos que quieren escribir letras, plasmar una visión eterna, sea en la tinta, en el papel, o en las teclas donde danzan mis dedos para observar el manuscrito ya hecho.”
7,393 kilómetros Hoy voy a contar una historia de amor, y una historia real de amor. No una historia que relata finales felices, o que trata de cerrar ciclos, de aceptar las cosas buenas que pasaron. Esta historia es cruda, es a corazón abierto, con la mente llena de migrañas existenciales a las cuatro de la mañana. Es una historia que no todos viven, pero que todos necesitan vivir en algún momento de sus vidas, porque son humanos; porque los humanos se sienten perdidos y solos saben que necesitan algo, ese alguien que le aferre a la vida, al piso antes de que salgan volando y se desvanezcan como los globos que flotan deshaciéndose antes de llegar a su destino existencial: la capa de ozono. No es convencional, no se trata de una chica y un chico que se conocen en un bar, o que intercambian miradas fugaces mientras caminan cautos por la escuela. Ni siquiera se trata en sí de un rostro, o de una voz particular que pone nervioso a quien la oiga. No hay ningún elemento presencial. Sólo existe una esencia, un alma en particular que se enamora de algo que no tiene físico, de algo que parece que solamente son letras escritas. Fluidamente, o con posibilidad de interacción, juraría que a veces se oculta el desasosiego o el temblor creciente en cada dedo que movemos. No es más que oraciones, una tras una, volando en el espacio, viéndose inalcanzable como una estrella a años luz. Sin embargo, cómo se enteraría de que esa luz existe. Es algo que vivo constantemente, es como intentar abrazar al aire, o llegar a pensarlo demasiado que pienses que no existe, que es un ser etéreo y, posiblemente, invisible. Quién se enamoraría de tu alma, de cómo escribes en el teclado una y otra vez; o alguien que te odia, por qué de repente te diría que te ama, que te aprecia sin decir el motivo, o sería tolerante cuando siempre demostró odiar tu sensibilidad, las cosas más pequeñas, porque hay cosas que pretenden los demás que sigan con su curso natural. No se puede prevenir eso, ni hay posibilidades de seguir el río contra la corriente. No porque no convenga, sino porque se pierde todo, llevándose consigo la oportunidad de llegar a ser o no ser. Me conformo, empiezo a ver la naturaleza, apreciar cada amanecer que pasa, cada constelación y punto estelar en el cielo, porque tú lo miras, porque ambos observamos el mismo cielo, la misma puerta al mundo, esa misma atmósfera que nos detiene en el tiempo, pero que también hace pasar los días, meses y años; que nos separa, que tenemos ganas de cortar con un cuchillo toda la superficie y atraernos como imanes, pegarnos para siempre. Más, no se puede. Es imposible.
Me arrastran a pasos con voces que ni siquiera me esmero en oír, no es que sea una historia de amor. Susurran y cuchichean, que esa es la tonta, la que se enamora de algo que es menos real que la brisa en las mañanas o el riego que cosecha las plantas. Prejuicios, que me acostumbro a escuchar: ¿cómo puedes amar alguien que nunca has visto en persona? Una persona que no es nada real; que es tan irreal como un ser imaginario provocado por mi mente, por mis sueños y mis anhelos. ¿Será así? Quizás creé algo imperfecto sin querer, porque nada es perfecto, todo es inoportuno. Tiene ojos castaños, llenos de sufrimiento, de preocupaciones internas, de insistencia tenaz. Se mantiene en un estado cuerdo, a pesar de que su mente le esté volviendo loco. Y no me hiere, no me lastima a propósito, se arrepiente antes de dejarme ir. Todas las noches, desde que siento su presencia —incluso cuando tengo noches de desvelo donde siento su ausencia—, lo escucho, me imagino su respiración al dormir, el único momento donde se siente completo y no siente que le falta algo. Todos lo saben, ahora los pasos que da son más inseguros. Todos se han dado cuenta de que también está el chico enamorado y tonto, que se enamoró puramente desde que tenía doce años de una chica sin ni siquiera saber si es realista o una simple idea sacada de su memoria. Su mamá le ha dicho que debería ser un chico normal, el promedio que sale a fiestas, a bailar y divertirse en grupos de amigos, cosa que él no hace. Lo que llama la atención es que ahora se preocupa por su futuro, se encuentran todas las cosas a las cual llegó a negarse y ahora acepta solemnemente. Era tal cual un hijo de un retoño no tan pintoresco, tampoco miserable, pero sin llegar a lo que conocen como el tipo ideal. “Todo va a estar bien”, suspira todas las noches mientras calma a esa criatura que es el amor de su vida. ¿Por qué dicen que el amor no se encuentra en sitios así? ¿Por qué vivo del juicio hecho diciendo que hallar el amor debe ser desde el mismo lugar del mundo? Se escucha que rompe en llanto en plena voz cortada, que toda ella se encoge o se imagina y le dan ganas de romper algo, de explotar, y al alzar sus brazos para contener, para ilustrar y proteger, se encuentra contra una pared, irreal que cruza otra dimensión donde él no puede siquiera tocarle un pelo. Pero él lo sabe y ella sabe que son el uno para el otro, más viven en un mundo difícil. ¿Por qué te separaron? La culpabilidad llega y automáticamente piensan que son unos estúpidos por condenar al otro a sufrir por el amor que se sienten. “Ojalá no hubiera puesto un pie”, mientras repiten en sus mentes inconscientes que desearían nunca haberse deseado el uno al otro; pero en su consciente, en su corazón, palpitando con las venas acelear su recorrido fluido, piensan que se merecen y tienen que luchar. Tienen que ponerse a pelear con algo que carece de sentido, con una palabra dolorosa, o con un éter muy fuerte y poderoso que puede destrozar todo. La distancia, un espacio y tiempo, que consume una cantidad de horas impresionantes, que encima cambia los horarios, se transforma el tiempo en el que ella cierra los ojos o en el que se levanta
para irse al colegio. No lo comprenden, un día más. Abren más la mirada para enfrentar lo mismo. No es la rutina, es el anhelo del impedimento de estar cerca. La vida sigue, rueda y rueda, más el chico no puede hallar cómo encontrar a otra mujer tan defectuosa y, a la vez, tan hermosa, como si fuera creada a mano sólo para ser de él específicamente. No como posesión, ni como objeto, más como una compañía al cielo, al paraíso, al jardín del edén o al mismísimo infierno. Es un pacto más allá de la sangre, significa una conexión e interpretación de las almas; un lazo que une más fuerte que un anillo de compromiso. Una invitación a que sus almas luchen toda la vida contra un enemigo mortal, el que les impide seguir adelante, mantener la estabilidad y la felicidad que llena sus cuerpos cuando escuchan ambos la voz del otro. Es tan horrible. “Yo no podría vivir así”, objetan todas las personas escépticas que ni siquiera creen en ellos mismos; esos niños, enamorados, jugando al amorío en la edad que mantiene la inocencia y la pureza a todo dar. Se enseñan muchas cosas: a resguardarse, a protegerse de ellos mismos cuando se logran volver destructivos. Un arte de amar, de ser amado y de confiar la misma existencia a alguien, esperando que no destroce y lo vuelva todo cenizas en tan sólo un instante. Los momentos son importantes, la paciencia también. Todo encaja como debió, siendo involuntario o voluntario, ambos se escogen para seguir la vida, juntos o separados. Siempre buscarían la misma opción, tomarse de la mano para caminar juntos. Y la envidia creciente de imaginar cómo ella ve el cielo, se levanta para leer y toma un té con miel; todos esos hábitos los percibe y sabe que los conoce más que nadie. Sin embargo, nadie parece darse cuenta. Él, como el único ser que logra contener a la chica que se desbarata en sus brazos y escupe icor de sus pulmones, llenos de inestabilidad e impurezas que a la larga envenenan su ser, sus emociones y su forma de pensar. Ella piensa que su único resguardo es la muerte, más él le repite sus palabras “amar es sin muerte”. A lo que ella sangra agua salada para gemir como un bebé dándole la razón. Le protege en su lecho, parecido al de su madre sin ser el de su madre; la contiene, escucha sus sollozos y cómo se seca las lágrimas. —Me gustaría estar ahí —dice con dulzura mientras escucha cómo su amada se duerme, cómo se escucha al respirar, tan tranquilamente, contrario a todo lo que sintió, a sus exhalaciones que parecían profundas y agitadas. Ahora parecía que entraba aire, energía limpia a sus pulmones, que expandían todo ese bienestar del cual lamentablemente se libra al despertar; incluso juraría que se contiene el sentimiento que suele inundar todo su pecho. “Quiero verte”, suplica a la nada, esperando que sus rezos sirvan de algo. No sé cómo los años pasan y el pasado también se vuelve en el presente. Ella ya había desaparecido hace unos meses, por ira, por enojo, quizás por misma incapacidad de aguantar, de soportar todas las complicaciones o circunstancias. El amor nunca se desvaneció. Siguió creciendo, pero hierbas malas em-
pezaron a hacerlo cada vez más insostenible. Entre ellas, la distancia se agigantó, su negatividad llevó al chico inmaduro, al menor, a que tuviera que decidir cortar la relación. Más la relación nunca se acabó, porque tampoco se determinó nunca cuando inició. En aquellos días fríos, después que se sacudió la tierra, ella no podía parar de pensar en él, en todo lo que involucraba para ella, en todos los momentos que no se basaron en su presencia, si no en lo que daba a significar con su voz, con sus expresiones al hablar o su forma de decirle que la amaba. Todo eso era tan importante que parecía a punto de desplomarse, pero sus juegos malinterpretados hicieron que ella a la larga decidiera proseguir por su cuenta, sin querer, o a propósito, quizás para cambiar, para madurar, para ser como un roble sano y volver para merecer. Más no fue nada de eso; fue como una lección de vida, una forma de elegir al amor propio sobre el amor a otra alma que quizás no sea la escogida por el ser poderoso que le aguarda un destino. —Pero me gusta —se arranca la carne de los labios con descaro, esperando formularse una respuesta. Han pasado meses, donde ella desaparece, donde días antes, horas previas a su desaparición, le objeta: —Quiero matarte, quiero asesinarte con mis propias manos. Mientras tanto, él piensa en lo que perdió. Todo lo recuerda a ella: la lluvia de la que dijo que lo inundaría con sus besos y se ahogaría, o de la primera reacción al observarlo por primera vez, de ir a visitarlo, de viajar por cielo, mar y tierra con tal de conocerlo, de verlo y contemplar todo lo que cultivó solamente con su aprecio, su forma de amar, de conservar una relación esperando que diese frutos. Ahora se dio cuenta que ese día nunca llegaría, que sólo sería una ilusión propia de la que podría recrear meramente en sus sueños más profundos. Su madre lo observa raro, roto por dentro. Todos notan que algo malo pasó; unos ni emiten palabras, otros piensan que el silencio de ese niño se está volviendo cada vez más ruidoso. Más no es el caso, pues no es un corazón roto, es la pena de que él mismo eligió perder algo que alguna vez escogió. Más no se molestó, apretó la mandíbula y se tragó su orgullo. Él le había dicho que no la necesitaría, que desapareciera para dejar de abrumarle, más esa noche que parecía nunca terminar estuvo horas rogándole después de haber bromeado con su ida, que por favor no se fuera, y ella aceptó para romper la promesa. Todo fue muy simple, a pesar de haber sido la decisión más difícil que haya tomado en toda su vida.
—Espero que cuando despierte estés ahí. No lo estuvo. Él solo sentía reminiscencias darle pesadillas. Se esmeraba demasiado en soñar con ella, con su figura que recreaba a partir de archivos multimedia, de fotos con su familia, de sus notas de voz, de sus gestos, todo lo que la volvía a ella; única, especial y tan gloriosa como una bendición caída del cielo, como algo creado instintivamente para intentar aguardar a ese chico, ese niño que se volvió impuro al hacer llorar a un ángel. Se sentía desgraciado. Entre licor y amigos perturbados por los viajes a la melancolía que hacía su mente, fue incitado. Al sentir el contacto, un beso de fulgor de otra chica, cerró los ojos y, desorientado, afloraron recuerdos a su memoria. Sintió entonces que de sus reflejos salían alusiones llenas de emociones tan clandestinas, tanto que golpeaban al pecho. La sintió a ella, se imaginó sus labios en la desconocida y cómo sería palpar su cabello. Fue un percance corto, porque la chica se apartó del chico al verlo extraviado, con una mirada que le veía, mientras que realmente se sabía que realmente la observa a ella en su mente, dispersándose en la niebla del olvido. Miraba al náufrago que dejó atrás, al bote que hundió con su amada dentro. Se sintió con dolor al recordar la promesa que juró nunca romper: “No besaré a nadie nunca, sólo a ti cuando te conozca, cuando estés en mi vida eternamente”. Le cortó eso como un cuchillo, parecía que su garganta estaba degollada. Los amigos, preocupados, le sacaron de aquel lugar. Ella empezaba a olvidar su voz, a creer, a sembrar la idea (el origen) de que él nunca había sido existente, cierto como todas las cosas. Empezó a aceptar seguir con su vida, mientras sabía que él aceptaría que jamás volvería a casa, así como a ella le prometió un “jamás te voy a dejar”. Toma una bocanada de aire antes de que las lágrimas emanen de sus ojos y grite entre el agua chispeante de la regadera. Su última imagen se encontró en un sueño. Él mismo estaba en un lugar parecido al hogar de ella, esperando llegar ansioso a su domicilio. Se aproxima más a su llegada, y al ver su rostro, percibió su anhelo. El sueño le estaba dando lo que siempre habría imaginado. Y en una punzada abre los ojos ligeramente. Su madre avisa que su almuerzo está listo. —¿Por qué me despiertas? Yo la quería ver —ruega en llanto. Con palabras tan desentendidas, su madre aparta la mirada. En cuanto se marcha, todos sus huesos se sienten como si alguien los hubiera quebrado uno a uno, más, su corazón; se sintió como si alguien se lo hubiera arrancado del pecho. Palpita y palpita…
Ya no puede sentir nada. Chilla como un ser que acabase de venir al mundo, se mantiene en una posición afligida que inflige demasiado daño y dolor. Empieza a recordar su rostro, su bella mirada que ocultaba todo el amor que él no veía del todo: sus cejas, su cabello, todo lo que jamás vería en su vida. Un hecho imposible volviéndose inalcanzable, una transición dolorosa. Hasta que ella habla, alega que su rostro está por ser olvidado, pero que sus memorias siguen atormentando. Y miente. Solamente quiere ocultar el hecho, armar una razón por la cual pueda hablarle. “Sentí que iba a morir”. Y él tiene conciencia de que ella no es tonta. Días antes él destruyó su orgullo, pidiendo el teléfono de su mamá. Al charlar con ella, la madre aprovechó la oportunidad de decir en amor con toques maternales: —Busca a otra chica, ten buena relación con tu madre. Y él, con descaro, armó toda una lista de todos los motivos que le gustaban de ella, por qué la ama y nunca la dejó de amar. Pasaran uno o diez años, seguiría esperando que algún día él pudiera buscarla o ella decirle que todo ese tiempo fue un error, un malentendido. Él lo creía eternamente, pese a sus otros egos, aquellos que hablaban de forma ansiosa, iracunda. Exigía el exilio, más sus voces tercas demandaban su aprecio, la felicidad abrumadora que contagiaba. Se sentía aún más inútil cuando se imaginaba lo que haría ella ahora que no está y se destruía a sí mismo siempre que venía a su mente destrozada, demacrada, de rodillas. Él decidió aventarse de un precipicio para matar a todos los siete orgullos. Se suicidó, abrió sus entrañas y encaró al monstruo que le había arrancado lo que más añoraba en su vida; lo aniquiló, se asesinó a sí mismo, por amor. Cuando regresó, solo sintió como algo le regresaba la vida. Revivió, y más que un niño inmaduro, lo único que pudo decir fue: —Yo te dije que nunca te iba a dejar de amar —las lágrimas se vieron en sus ojos tristes, y pasó del sufrimiento, del peor sacrificio. El peor error de su miserable existencia se volvió en una euforia, porque siempre se había enfocado en agarrar la rosa más espinada del rosal, sin cortarse. Ella le recibió con indiferencia, quizás poco cariño, más no lo permitiría en ningún momento. Todas las noches felices, después de quererlo con todas ansias, recordó que fue una vergüenza, una escoria llena de recuerdos infelices, de una mente que lo único que hacía era la metamorfosis, donde buscaba comérsela, como un lobo persiguiendo a una oveja llena de luz. Se siente humillado por él mismo mientras sus
egos suicidados no paran de decirle que jamás lo logrará, que no conseguirá nada. Por un momento había sido cierto, pues pensó que ya nunca volvería, y sabía que todos los años se arrepentiría de aquel suceso en el que la ahogó en un vaso de agua, trastabillando y, a pasos firmes, alejándose para siempre de ella. Él se cortó con la rosa, pero ya la había arrancado. Todos pensaban que esa rosa solo moriría en las manos ensangrentadas de aquel ladrón; que emanaba un icor negro, viscoso y equivalente al de las criaturas más aterradoras. Cargaba a un engendro que esperaría a que, uno a uno, cayeran sus pétalos. Soltó la rosa en los segundos conscientes, con sus espinas esperando que alguien más, alguien que le mereciera, la recogiera, y entre muchas personas más, del pasado, se encargaron de ella. Entes que antes, por dejar el control, se habían ido, aislándose como títeres para tener a una droga que nunca fue buena. Era más una toxina, que quería más. Por eso, cuando regresó, no bastó con agradecer que ella había vuelto. Tomó más tiempo entender que todo había sido tan intrigante, un desdén con abyección que él no paraba de inyectarse directamente en la vena de la mano izquierda. Abría, desgarraba la herida y se la lamía. Tuvo que dejarla para que realmente alcanzara una felicidad alterna, un bienestar carente de iniquidad y ofensa. Y él prometió que jamás dejaría que ella le perdone hasta que, por su cuenta, por sus medios propios, curse todas esas millas náuticas, de cualquier forma, para encontrarla. Y una vez que la vea cara a cara, afrontando sus estragos del presente, la pueda envolver con sus brazos por instinto, para pedirle perdón con humildad, siendo honesto con él y calcinar finalmente a ese espectro que no paraba de seguirle. —Te lo suplico —él imagina toda esa realidad que quizás no llegue hasta dentro de muchos años, donde pueda al final admirar su belleza real, donde pueda ver sus ojos, sus puestas al alma y pueda llorar porque es como si hubiese visto el ocaso más hermoso del mundo, como si ante él se encontrara un sol, elevándose por el alba—. Porque desde que llegaste, cambiaste mi vida. Lo contó así, a lágrimas; como le había roto la ruptura, le contó a sus amigos que su relación era como una probabilidad de una en un millón, y nadie se creería que un chico así se encontraría perdido en los ojos de una bella señorita al otro lado del mundo. También a su mamá le relató la historia miles de veces, diciendo todo lo que admiraba de ella: su profundidad, su percepción del mundo, su forma de escribir, de encariñarle, de hacerlo sentir como si nada del rencor que existe en el mundo le perturbara; que su risa,
su acento, su simple voz, hacía que pasara en menos de diez segundos a sonreír como un estúpido. A lo mejor y era un estúpido, un enamoradizo que tuvo la suerte de encontrar la otra mitad que le faltaba, incluyendo sus conexiones. El hilo rojo —principalmente invisible— los unió una vez más, por el destino. Un día pudo llegar aquel día que siempre trató. Aquel infante de doce años tenía ahora dieciocho, mientras ella tenía diecinueve. Y se encontraron. Finalmente pudieron sentir las yemas de sus dedos juntarse. Sintieron que hubo un toque, un cultivo que tuvo que perdurar ante tormentas bruscas, despojos de la tierra, pedradas. Lo más importante, la distancia… —Quiero probarles a todos —él dijo, contemplando al cielo. —¿Qué? —finalmente le dice a su rostro, con unos ojos más vivaces y menos muertos que nunca. —Que el amor existe. Que vale la pena meter la mano al fuego, quemándose o sin quemarse, que valió la pena ahogarse en lágrimas todas las noches, al igual que golpear los cristales de tu ventana rogando para que las cosas funcionen. Extrañar tu voz al oído, ver el mismo cielo esperando el minuto que lo veamos juntos, tolerar cambios de horario, obstáculos que solo te piden que no sigas. No te podría decir si es una historia real, pero cualquiera podría estarla viviendo. Muchos con prejuicios, unos sin suerte, sin oportunidades, con situaciones aún más complejas. Prometiéndose y jurando por su vida, que cumplirán y perseguirán sus sueños. No, no es la situación más florida, sin embargo, conoces a las personas más importantes durante las situaciones más inoportunas… Y eso es lo que importa.
Oda a la diosa madre
—Mamá, que hay un montón de cosas tejiendo el cielo. ¿Mamá? ¡También hay pájaros que cantan y danzan al azar! ¡El océano también me susurra historias de corazones ahogados y desalmados! Un ser, una niña, un niño, un pequeño ser que piensa con el corazón antes que lo que la cabecilla de loquero diga. La madre con los ojos tristes y llenos de pensamientos grises sonríe con febrilidad ante la juventud y la brillantez de aquella criatura que come raciocinio. —¡Mamá, quiero viajar en un bote de papel! Hace ademanes mientras intenta armar botes con papeles llenos de números, con envolturas de dulces, con cualquier cosa que pueda planear ese barco lo suficientemente como para viajar por el océano y fuera del país. Su mamá observa con cautela cada uno de sus dedos que rozan el plástico, el papel reciclado, que están manchados de grafito en los dedos y también de plumones de agua. Todo eso cuando tiene como seis años, una mente llena de luces instantáneas que no son permanentes, que cautivan la seriedad entre la inocencia del niño, que son importantes y quizás para los adultos, demasiado idealistas. La madre enfoca su vista en aquel barco arrugado e inútil en cuanto la lluvia lo empapa, hundiendo aquel bote que salía a flote. —Mamá, quiero ser astronauta. Dice mientras hace bosquejos y dibujos diciendo que viajaría a planetas desconocidos, que nadie habría conocido nunca, todo como un niño, que no necesitaría de nada más. La madre, al peguntar con cierto interés y: “¿Cómo llegarías a la luna si así fuera?” Parece el insulto más bobo al diminuto ego de la pequeña vida. “Pues, mamá, llegaré volando.” De nuevo, mira la ventana en la que parece que los días no son soleados y se ríe pese a que está hablando en serio.
—Mamá, me molestan en la escuela. Aquí inician sus primeras peleas, las primeras veces en las que se pelea con otra pequeña vida y le quiere arrancar la cara de su piel, o los ojos de sus cuencas, quizás hasta quiere arañar el miedo con las uñas que no se ha cortado desde hace tres días, quizás arrancarse los pellejos y ver cómo la sangre encarna sus dedos. No se sabe el motivo, pero la progenitora se pone de pie con tranquilidad y le dice con mucha sabiduría que los ignore, que no les acepte los golpes, porque eso sería como asentir a las energías con aroma a pésames, ella se mantiene en su decisión y les dice que no busque la pelea donde no existe más lucha; que la de la persona que se abusa a él mismo. La madre, más que nadie, sabe que la vida es más complicada que cualquier cosa que hasta el día, es mística y una energía que pese a tener lucidez, simplemente no se puede visualizar nada exacto. Sabe que aquella pieza de humanidad, sigue creciendo, formulando palabras, haciendo tareas de ortografía en la escuela o memorizando poemas que solo recitaría una vez su vida, pero también le enseñan a cuestionarse, a percibir la realidad, interpretarla fluidamente como un río que corre libremente, despierto y alarmado por el cauce. Escucha a ese ser que crió en su vientre, divino y llorando, aflorando su sensibilidad y plasmándola por un horizonte que quizás delimita la vida, las creencias que se basan en una visión misma del progenitor, del que necesita ser protegido de sus experiencias, quizás de su propio subconsciente que quiere matarlo y descuartizarlo, no porque sea malo, más es muy doloroso seguir con un peso de ser joven, de tener una vida adelante, simplemente hace que la ansiedad crezca y siga aumentando intentando paralizar a su víctima, para volverla victimario. —Mamá, estoy conociendo el amor. La superiora pega brincos, ahora vuela en un campo lleno de flores que se agitan con brío, se mecen con suavidad barriendo todos los pesares y elevándolos a un principio sin fin, adentrándose a la frecuencia más alta, la sincera que se describiría como contacto, idéntico a fundirse en la existencia; el amor. Una sensación, como fuerte, un secreto para destruir, sin embargo, vista como una oportunidad, una píldora
de soñar, de volar y alcanzar. Perderte y no tener miedo, descansar del mal, de lo que no se puede reparar, una fortaleza que sostiene miles de pilares, que protege en una burbuja, no de cristal, no aislante, un amor propio que se expande a la otra, quizás una media naranja, quizás solamente una búsqueda torpe, que falló, pero sin duda, una emoción digna de sentir, subjetiva y tan real como todos los errores que comete el ser humano mientras crece, una melodía llena de altibajos que podrían transformarse en una avalancha, o desvanecerse en una oleada suave, en una reminiscencia semejante a los pies en la arena, al olor a petricor por las mañanas, manteniendo el espíritu con ímpetu, con ganas de seguir acometiendo, entregándose, dando todo sin la importancia de que se abuse, siempre y cuando se le respete, se le aborde de una forma que merezca. Un sedante perezoso para disfrutar de la realidad, de una rutina que vuelve a cualquier pesar en algo más pequeño que el ego, la razón por la que dejamos el orgullo, los prejuicios y pasamos a la aceptación, incluso siendo el sentimiento no correspondido, la mamá aletea ferozmente, esboza una sonrisa sabiendo desde el fondo que no hay nada; como el amor de una madre. —Mamá, me duele. Los sentimientos golpean como una bala, en especial a la madre que siente lo que su creación siente, se llena de miedo por su ser, que necesita pelear a muerte, porque eso hace la madre, en alerta como una osa, dispuesta a abalanzarse y arrancar sus entrañas por amor a su primogénito, o a cualquiera de su inventario de pequeñas criaturas que alguna vez fueron huéspedes en su útero. Siente que el corazón se le sale del pecho porque al igual que su inestabilidad, surge de su madre en el que su alma habla con su instinto, con lo que su órgano late le dicta, más que con aquella inteligencia, ese ego egoísta que mata, que enfría y endurece del que no hay control porque se expande como un virus, inerte y fortaleciéndose alimentando ideas, la violencia, la insensibilidad, las migrañas, el sobre pensamiento. . La traición, la deslealtad que sufre su hermoso ser, sus súplicas maternas hacen que sus rezos se escuchen de madrugada, llenos de angustia y preocupación pidiendo a gritos y susurros que no hieran a su creación. Podría ser cualquier cosa, un alma engañosa colisionando con su criatura, envenenándola despierta y dormida, haciendo que tenga noches en desvelos. Que, sin darse cuenta, el llanto de aquel ser se escucha de forma parecida a los cantos de la iglesia, o igual de invisible, presente como el viento que sopla una brisa de mañana, una luz que no se
apaga, más se nota turbulenta, llena de desasosiegos y energías que son puras, revitalizadoras tal vez. —Madre, conténme. Envuelve sus brazos, los embarra en su emoción cristalina que emana de sus ojos vitriolados, de los que salen agua de mar, llenos de inocencia parecida a la de un ave emprendiendo vuelo fuera de su nido sin saber si funcionará, si es útil o inútil. La única que pese a ver su propia muerte, sintiendo la tormenta, el huracán que se aproxima, la explosión que se avecina, sigue amando, sigue sabiendo lo que en verdad es la herida abierta, relamerse las heridas que siguen yendo más allá de los límites humanos, se acercan a todo lo hermoso, quizás el inicio del placer, siendo el dolor, más no el sufrimiento. No espera que su criatura se condene, espera que sea libre después de llorar, de escupir todo lo que acrecentó la amargura, el icor que llegó a volverle débil y demasiado difícil de sostener, le calma, le echa una marea alta que le revuelca, como si se le echara sal a los insectos, que se calcinan vivos, eso hace y hace, pese a ver el dolor, sabe que la herida se suturará para que no la vuelva a abrir y soporta, ese camino perdido, que confunde a su propio fruto, su retoño que fue creciendo con ramas independientes, aguanta hasta que sus huesos tiemblen. Ella habla con un fino hilo de voz, parecido a una declaración más fuerte: —Ámate, y cierra la herida.
Platos rotos del jardín Quiero hablar de los destrozos, de aquellos platos de porcelana, que yacen rotos a la costa del jardín. Quizás el ser se encariña con su propia existencia, y desea con angustia que nunca llegue la hora para volver a nacer. La separación importante de los corazones alguna vez unidos, a la velada del único ser perfecto. A lo mejor, hablar de ti, los ojos castaños de verano, me hicieron sentir más que a nadie. De la esencia, que me gustaría dejar tal cual. De la fuerza, seres queridos se levantan, cada día para destruir, odiando sus monstruos de hadas.
La creación de los seres, sea por amor, odio, abandono imperdible, cómo crecen y empiezan, extendiéndose desde raíces débiles resistentes que no se debilitan, arrojan a los escépticos fuera de su huerto. El dolor, aquel arranca entrañas, te vuelve un psicópata, así que deja de llorar como un chillón que no sirve para nada, nada las lágrimas solucionarán. Son los dedos, tocando las arrugas. Caricia de recuerdo, la mano joven sostenida, para del sufrimiento levantarse. El amor joven, que no tiene correspondencia. Una carta sin remitente, desamor en puro goce.
A los principios de placeres, inicialmente al cuerpo desnudo, de lo que encarnĂł en vientre. El cuerpo, la belleza pura, almas fundidas a roce. De las sonrisas, que hieren al que las finge. De la tristeza, que arroja un cuchillo. Cortes en pedazos en nuestro espĂritu, enaltecido y vivaz.
Bonus
Inside the mirror por Juan Rodríguez It’s been months since I last saw him, face-to-face. Here I am, trapped inside this fucking mirror. Everyday I see him waking up, portraying a fake smile. He gets dressed up, takes his bag and leaves the room without even looking at me. When he gets back, he lets himself drop on the sheets and cries until he falls asleep. I’ve tried to get his attention, at least from the corner of his eye. I want him to know that I’m still here. You may be wondering: who am I and how did I end up here? Well, the story is pretty simple to be honest. It all started on the morning of august 7th of 2015. Another normal day for Santiago: go to school, do homework, have dinner with his family, take a shower and go to sleep. But, since the moment he woke up, I knew something was wrong. His smile was not the same. It looked flaccid, weak. He stood up in front of the mirror and we looked at each other. We were so different and, at once, so alike. In the beginning, we were exactly the same: happy, enthusiastic, humble. We used to be. Now we’re nothing. I tried to warn him about going to school. Something deep inside me told me everything would go wrong if he did. I tried to scream, to move, to do something so he would notice me and prefer to stay at home rather than walk through the dirty and dark hallways of his school. Nonetheless, my attempts all failed. Santiago smiled, combed up his hair and went downstairs. That was the last time we saw each other. From that day on, Santiago’s schedule changed to him getting home and then dropping himself on top of the dirty blankets. From his pocket, he would pull out a small plastic bag with white powder inside of it. He’d sit down on his carpet, grab a dollar and roll it up. The next thing he’d do was inhale it
through his nostrils. The first times he did it, Santiago appeared to be nervous and insecure. He looked from side-to-side, stood up and walked around his room to think it through. I just looked at him, shocked. I couldn’t believe what I was watching. Even though I knew exactly what he was doing, I refused to believe it. I wanted to jump out of the mirror and stop him, hit him until he we woke up, I wanted him to hug me and cry with me. But I’m nothing more than a reflection, a product of his subconscious. I can’t do anything unless he asks me to. Santiago’s last authentic smile lies within me. All of the others are not genuine, and I know that because I’ve felt its energy going through my body. Well, perhaps not my body, for it belongs to him. But I’ve felt it on my being. Like a shocking wave, I knew that would be the last smile he would share with the world. This afternoon, once again, Santiago gets home from school, lays on his bed and pulls out the “magic powder” (as he calls it) from his pocket. He inhales, he smiles, he sobs, he shrieks, he curses. I know he can’t hold it any longer. I know that because we’re connected. I’m aware of everything he thinks, feels, hates, wants. I know who he really is. He’s sitting down, his legs are folded up and his head is on his knees. He pants and moans, repeating over and over again “please, please, stop it, please, just die once and for all”. If only he saw his reflection. His eyes, which used to irradiate happiness and hope, have now turned into a cold blue, almost gray. There are bags under his eyes. His hair, which used to be curly and shiny, has now become greasy, flimsy. His lips are chapped and bloody, maybe because he doesn’t drink too much water. And his body, which used to have an athletic and decent appearance, is nothing more than a stick with arms and legs. Sometimes, when I see him dressing, I perceive his ribs and bones. One way or another, I know I look exactly the same way: weak, tired and baggy-eyed. By this time, the biggest difference between the both of us could be summed up in just one word.
Hope. Call me crazy if you want to, but I’m pretty sure that if only he came closer and looked at his reflection, he would immediately change his mind and would try to mend his mistakes. I would be back. We would both be back. I see him raising up his chin and, for just one second, I feel like he’s going to look at me. My senses tell me he’ll be glad to see me and that he’ll cry with me, wiping away all of the harm he’s ever done to himself. He’ll wish he had never infiltrated into the hell he’s going through right now. But the devil is clever. He doesn’t want to let go of him. Not yet. Santiago gazes across his room. His expression changes as soon as he scrutinizes his backpack. A wicked smile draws upon his face. He stands up and opens the bag, throwing away all the stuff inside it until he finds something, and strangely I know what it is. He analyzes the object as he holds it in the air as if it were some kind of holy grail. Santiago licks his lips. I know what is about to happen, and for the thousand time, I want to get out of this imprisonment. He looks outside the window, takes a deep breath and contemplates the sharp object between his hands: the blade of his sharpener. I’ve seen him do that more than once. The blade goes over his wrists, he bleeds, he cries. Afterwards he cleans and bandages himself up, he picks up a long-sleeved shirt, goes downstairs to have dinner, comes back, cries and falls asleep. Still, his look tells me something different this time. He appears to be sick of everything. Santiago sits on the sofa, and he just won’t stop looking at the blade. The only thing I do is shake my head in denial, pleading for his life. There are a lot of things I haven’t told him, even though I know he won’t listen to me.
Santiago’s mother knocks on the door and calls him by his name. Given the lack of noise inside of the room, she calls him again, telling him to go downstairs and have dinner with them. But Santiago is not aware of it. He won’t do anything but look at the killing weapon as more than one tear streams down his face. His mom whimpers and freaks out as she keeps knocking on the door, louder. That’s when Santiago does it. This time, however, he slits his wrist differently. The wound is no longer horizontal. Now it is vertical. A torrent of pain rushes through my body, and as I look down, I realize I’m bleeding out. I’m feeling weak, stunned. Once again, I listen to Santiago’s mom. Apparently, she’s calling out to her husband. I know I won’t be able to hold it much longer. Santiago slits his other wrist, and I feel blood streaming down my hand and crashing on the floor like a fluid river. My sight is fading, and just before I close my eyes, I see Santiago’s mother, rushing to him. She bawls uncontrollably, and her husband, pulling his cell phone out of his pocket, can’t help but scream out loud. Surprisingly, Santiago looks at me for the first time in an eternity. For a few seconds, we get to connect once again. Through my mind —or his, I don’t know, maybe both— lots of images come rushing like a missile. He’s playing football. Now he’s hanging out with his friends, chuckling with joy. Then I see the girl he was in love with, Valerie, watching him across the hallway, with a smile on her face. Afterwards I see him on his first night of sadness and grief. Poor Santiago. He had serious issues of depression, and despite the fact that he didn’t want to admit it or share it with anyone, I knew. We both knew. My thoughts have started to get blurry and vague, like spirals. I hardly recognize his father, taking him into his arms and running towards the car. Followed by his wife, they both rush downstairs. And I’ll stay here, on my own. To die.
If Santiago makes it, I hope we see each other every single day of our lives. I hope everything gets back to normal. I aspire to wake up in a new tomorrow. A new tomorrow with Santiago. A new tomorrow with my own self. A new tomorrow out of this mirror.
Ocio en el plano de otra dimensión por Aileen Ríos Lugar precioso el que nadie habita. Todos nos envuelven, corazón pinchado invita. Zafiros elocuentes convencen a los oídos de una melodía inaudita. Dime, razón congruente, mientras la risa de la verdad sigue a un corazón latente. Volátil me sonríe la realidad, sonrójame esta triste mente, validando toda casualidad.
Del piso desentierro los dedos, me rodea la ventisca de los cielos, mis sentidos se van a volar. Oro sin brillo que he de cobrar. A jalones me despliega el viento, sufriendo se pierde el tiempo. Extraña dimensión, no te sé habitar. Cutre sentido el que siento, heladas entrañas se estremecen. Anhelado que tenía el momento en el que de pie se enloquecen latidos danzantes de aquél parlamento. Se erizan mis pieles con sábilas puras. Son trágicas púas las que rozan mis sienes. Matando ágilmente la soledad se traba mágica la duda. En las estrellas se ve hermandad, lejos el espacio con su claridad muda.
Deseo plantar mis ojos en alguna luna, restregándole mis lágrimas al abismo. Que la pena siga a su escalera inmunda cuando mi corazón siga. Veranea vía de otros corazones. Con ámbito amoroso se suben, se crean famosos eslabones, los cuales mis razones hunden. Presagios vinculan las dimensiones. Inquietas las almas se toman de los ojos, vista los une como puentes a castillos. Fusión de hielos derrite mares; aquí las palabras se vuelven lares. Montones peligran de conexiones interestelares. Latidos que se oyen a rayos, frenética emoción conmueve a la noción. Rafidio destaca terrores claros y mi corazón termina en conmoción.
Estoy aquí de rodillas ante el encanto, vista de espacio con olor a amor. Es otra dimensión a la que se fue el descaro, triste se filtra mi emoción a este armónico temor. Te veo a ti, flotando en la nada. Ameno sentido de franca pureza, que me guía en tus ojos la entrada hasta la dimensión rica en rareza. Esa, en la que nadie habitó, corazones huyeron sin alma, los cuerpos sólidos en calma. Fuertes propósitos sin aviso eran los que conquistaban al cuerpo más omiso.
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