Sueño Infinito

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SUEテ前 INFINITO

Relatos del taller de los sueテアos


Sueño infinito. Relatos del taller de los sueños               

2011 2011 2011 2011 2011 2011 2011 2011 2011 2011 2011 2011 2011 2011 2011

Irma Hernán Arenzana por «Ángela II» Dolores Gutiérrez Sáez por «Bajo los tilos» Pilar H. Fiol por «El vacío» Felipe Huerta Martínez por «El viaje» Violeta Gambín Sevilla por «Flor de primavera» Juani G. Costa por «Juan y María, regreso al hogar» Pilar Penades por «La despedida» Eduardo M. Calvo Nieves por «La luz de sus ojos» Lilian Piqueres Casanova por «La puerta» Gabino García Manzanares por «La tormenta» Manuel Pérez Ávila por «Las columnas de la bóveda celestial» José Contreras por «Mentiras» Jerminal Cascallana por «Roberto y los dos trajes de Armani» Consuelo Martínez por «Soñamos el infinito» Raquel Martínez Marcos por «Sueño infinito»

Reservados todos los derechos, queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin el permiso expreso de los autores.


Dedicado a todos los autores que han poblado de sue単os nuestras mentes.



ÍNDICE Ángela II.............................................................13 Bajo los tilos.......................................................25 El vacío...............................................................39 El viaje................................................................45 Flor de primavera...............................................53 Juan y María, regreso al hogar...........................63 La despedida......................................................71 La luz de sus ojos...............................................77 La puerta............................................................89 La tormenta........................................................97 Las columnas de la bóveda celestial................109 Mentiras...........................................................117 Roberto y los dos trajes de Armani..................125 Soñamos el infinito...........................................131 Sueño infinito...................................................139



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PRÓLOGO «El que no crea no vive» proclamó a los cuatro vientos una de las más sabias, Ana María Matute, Premio Cervantes de 2011. Lo grita con la convicción de quién ha vivido como pocos, de quién ha creado tanto y tanto que ya no duda de que la frontera entre realidad y ficción es tenue, difusa, permeable, una entelequia sin la más mínima importancia. Crear, vivir, soñar..., soñar sueños infinitos... Todo es lo mismo, todo forma parte de esa compulsión que hace millones de años llevó a un primate a chocar dos piedras para fabricar una herramienta y que no se conformó con que fuera útil: además la quería bella, regular, simétrica, capaz de ocupar su lugar en el universo por sí misma y no por su funcionalidad. Dicen los que saben de estas cosas que los neandertales no tenían instinto creador, y que esa es una de las mayores, si no la mayor, de las cualidades que nos diferencian de nuestros primos evolutivos. Si eso fuera cierto, entonces Ana María Matute ha descubierto la causa de su extinción: si no creaban no vivían y simplemente se esfumaron de la faz de la tierra. Para eso, para vivir, para no desaparecer sin dejar rastro, para domeñar ese instinto creador que a veces nos abrasa por dentro, buscamos el bálsamo de la escritura. Llegamos al taller con una mezcla de sentimientos: ambición, expectación, curiosidad, recelo, escepticismo, deseo, timidez... Tantas emociones mezcladas que la más importante la llevamos a parte, firmemente encerrada en el puño para que no se nos escape, para mantenerla inmaculada, porque sabemos que ella lo es todo: la ilusión, ilusión por escribir, ilusión por crear, ilusión por vivir... Sé muy bien que juego con material sensible, si esa ilusión se marchita no me lo perdonarán, no me lo perdonaré, así que me pongo el mono de jardinero y con todo esmero me dedico a trasplantarla a sus corazones, a regarla, abonarla, limpiarla de malas hierbas y verla crecer, esa es mi ilusión. Sé bien que todo mi trabajo es lograr que surjan los primeros brotes, que se le ponga «fin» a los primeros relatos, luego apenas sí podré hacer otra cosa que plantar un palito que sirva de guía


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ocasional. Pero si el corazón es fértil en ingenios, generosa la lluvia, tenaz la voluntad, benévolo el sol y paciente el espíritu, la planta crecerá, se llenarán sus ramas de historias, colgaran en racimos los personajes, cual frutos, dulces, amargos, siniestros, heroicos, brutales... humanos en sus virtudes, humanos en sus defectos, pero siempre creíbles, verosímiles, con carne, con personalidad, capaces de impulsar las historias por derroteros insospechados. Entonces el jardinero podrá recoger sus bártulos y sentarse a la sombra, a disfrutar de las historias, historias como las de este libro, llenas de sentimientos, misterios, dramas y zozobras. Historias por las que transitan personajes soñados mil y una veces, hasta el infinito, cruzando sus venturas y desventuras, hijas de inesperados progenitores, infames truhanes que siempre encuentran a quién responsabilizar de sus propios errores, secretos de familia que nadie sabe si vale la pena desvelar, viajes sorprendentes hacia la disolución y la nada, mensajes de esperanza en la tragedia, de solidaridad y fe en el futuro, melancólicas vistas atrás, tan necesarias ahora que parece que estamos olvidando de donde procedemos y hemos perdido el norte de a donde vamos, adioses sin palabras, llenos de ternura, construidos con gestos, con actos, con cariño, rendijas de la historia por las que se cuelan audaces hipótesis, quién sabe si veraces o tan solo verosímiles, amores ciegos y egoístas, incapaces, en su soberbia, de preguntar, marineros de una pieza que cruzan los océanos sin pestañear, familias dispuestas siempre a seguir adelante, a salir a flote, retornos a la infancia, a ese tiempo que tejió lo que somos y que ya no podremos destejer, todo maravilloso, todo grotesco, todo tierno, todo valeroso, todo verosímil, todo mentira, sobre todo mentiras, muchas mentiras, porque, ¡ah!, es verdad, se me había olvidado advertirlo: nada de esto es verdad, todo es fábula, todo es ficción, todo cartón piedra que arderá en la interminable noche de San Juan que es la literatura, sueños y vida, vida y sueños, que se funden y se confunden como ya advirtiera uno de los más grandes:


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¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño: que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son. ¡Sed felices y escribid mucho! Juan Carlos Pereletegui Alicante, mayo de 2011


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Irma Hernán Arenzana. Su compañero de bolsillo la abandonaba; se terminaba aquella maravillosa aventura que tan buenos momentos le había regalado, y se sentía vacía. No permitiría más deserciones. En el futuro, ella escribiría las historias y pondría el punto final.


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Ángela II Habían sonado las campanadas de media noche cuando con paso presuroso Antonio cruzó los soportales en dirección al puente de piedra, donde estaba la iglesia y la casa del cura, al que debería llevar a casa urgente para que Ángela recibiera la extremaunción antes de que el último suspiro se le escapara por aquél agujero que el médico le había practicado en la base del cuello esa misma mañana, y al que para todos era un presagio del fatal desenlace. Traqueotomía, o algo parecido, había dicho el médico que se llamaba, y a pesar de sus explicaciones la cara de todos era de consternación, pues no entendían que la niña fuera a sobrevivir horadándole el cuerpo. El hospital era mejor solución, pero el acceso a la capital estaba cortado por las milicias del Frente Popular. «Maldito cura cabrón que no contesta. Estará revolcándose con su barragana mientras mi niña se me muere», pensaba Antonio mientras seguía restallando furioso la pesada aldaba contra la puerta de la casa parroquial. «Y pensar que fue Bárbara la que intercedió por él cuando fueron a darle el paseo. Tenía que haber dejado que se lo llevaran. Si no fuera porque Bárbara creía en Dios y pensaba que si la niña no recibía el viático iría al limbo —porque era muy pequeña según ella para ir al infierno—, a buenas horas iba a estar él llamando al cura para meterlo en su casa». —¡Ya va! ¡Ya va!—, se escuchó desde detrás de la puerta, que al instante se abrió para dar paso al vicario de ojos legañosos. —¡Rápido D. Manuel!, que la niña está muy mal. Bárbara me ha dicho que lo lleve corriendo, que la niña no aguanta, que se nos va. El clérigo aún somnoliento cruzó la puerta que estaba a la derecha del zaguán, y que comunicaba directamente con la sacristía, seguido de Antonio que se retorcía las manos con nerviosismo, mientras miraba como el abate metía en un zurrón los Santos Óleos y el hisopo . El camino de vuelta a casa lo hizo Antonio casi a


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la carrera y en total silencio solo alterado por el resuello del cura que jadeaba por el esfuerzo. A bordo del autobús que la llevaba a Santander, a tomar las aguas que el médico le había recomendado para salir de su profunda melancolía, Bárbara rememoraba aquellos días nefastos en que perdió a su Ángela, y que la habían sumido en un abismal desaliento. No podía superar el vacío que la ausencia de aquella chiquilla de pelo negro y ojos vivarachos había traído a su vida, a pesar de no haberla parido. Ni el final de la guerra ni los meses transcurridos habían podido borrar la tristeza que se instaló en sus ojos y en su alma cuando su niña dejó de respirar por aquél tubo. Antonio, a su lado, dormitaba. Era un hombre áspero, rudo y poco dado a zalamerías, pero sabía que la quería, que siempre estaría ahí a pesar de sus diferencias. Jamás le hizo un reproche cuando el médico les dijo que Bárbara no podía tener hijos, y con su eterna simpleza se limitó a encogerse de hombros y extendiendo las palmas de la mano hacia arriba soltó su eterno «¡Pues bueno!», con que zanjaba toda conversación. Tampoco había puesto ninguna pega cuando Bárbara le había sugerido la idea de adoptar aquella niña que su amiga Margarita le había ofrecido, hija alguien del cuartel donde estaba destinado su hermano, un militar de alto rango, que vivía en Zaragoza. Antonio aceptó, no sabía Bárbara si de buen grado o simplemente por complacerla, y pocos días después Ángela llegó a sus vidas. Durante siete años, siete dulces años, aquella niña había llenado la casa con sus risas y sus prisas, siempre corriendo, siempre contenta. Fue la época más feliz para Bárbara, ignorante aún de que el monstruo de la guerra iba a dar al traste con sus ilusiones. —Burgos—, gritó el conductor del autobús. Tenían dos horas hasta el enlace siguiente para Santander, y decidieron pasear por la ciudad. Las agujas de la Catedral brillaban en un día soleado. Al final del Espolón se sentaron en un banco de piedra disponiéndose a dar buena cuenta de los bocadillos preparados para el viaje. Antonio echó un trago de vino de la bota, y se la pasó a Bárbara que inclinó la cabeza hacia atrás para


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beber, pero se quedó con la bota suspendida en el aire y un nudo en la garganta. No podía respirar, no podía hablar, ni gritar… Allí, estaba allí…, en la ventana del primer piso… —Bebe, que no se nos haga tarde —dijo Antonio. —Antonio, está ahí, ¡Ahí! ¡Mírala! Antonio dirigió su mirada hacia donde su mujer señalaba y su estupor dejó paso a un «¡Hostias!». A la vez que se ponía en pié de un salto, señalando la misma ventana. —Ave María Purísima. No blasfeme Vd., buen hombre, que hay niños inocentes que le pueden escuchar —dijo una monja dirigiéndose a Antonio en tono de reproche desde la puerta del edificio. —¡Hermana, por favor, esa niña, esa niña, la de la ventana! —gritó Bárbara señalando aquella niña que era igual que su Ángela y que les saludaba con una inocente sonrisa y sus mismos ojos negros. —Tranquilícese mujer, que le va a dar algo. A ver. ¡Luisa, baja! —gritó la monja haciéndole un gesto a la señalada—. ¡A ver qué has hecho ahora! Los minutos que la niña tardó en llegar al soportal se le hicieron siglos a Bárbara que tenía el corazón desbocado. Cuando por fin apareció, Bárbara se aferró a ella estrujándola y besándola en tanto no dejaba de llorar y repetir «mi niña» una y otra vez. Antonio miraba a la niña y a su mujer con gesto incrédulo, y la monja a ambos con evidentes muestra de impaciencia, mientras la niña se dejaba querer con una leve sonrisa. —Bueno, bueno, a ver si alguien puede explicarme qué está pasando —dijo la religiosa. —Verá, hermana, hace unos meses se nos murió la hija, y era igual, igual a esta niña. Es más, diría que es ella —replicó Antonio mirando a la Sor con cara entre compungido y sorprendido. —Pues eso no puede ser. Luisa lleva con nosotros desde que nació. La trajeron al hospicio cuando tenía unos días y desde entonces no se ha movido de aquí. Pensábamos que sería fácil su adopción, pues es bonita y está sana, pero han sido años de muchas penurias para todos.


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—¿Quiere decir, hermana, que esta niña no tiene familia y es posible adoptarla? —susurró Bárbara con evidentes muestras de ansiedad. —Esta y cerca de otras cien que tenemos en este momento recogidas, que desde que comenzó la guerra no hemos parado de recoger, y no tenemos medios suficientes para darles un plato caliente a las pobres. —¿Y nos la podemos llevar ahora? —preguntó Bárbara con ojos llorosos. —Nuestra situación es tan precaria en este momento, que tener una boca menos a la hora de la cena es un gran alivio. Tenemos todos los papeles a punto para que el que llegue se lleve a cualquiera de ellas. Eso sí, han de pasar a hablar con la Rvda. Madre Superiora para firmar los papeles. Voy a llamarla. Y tú, Luisa, vete a recoger tus cosas, y luego vas al despacho de la Madre, que te vas con estos Señores. Santander quedó esperándoles eternamente, pues nunca llegaron a conocerlo. El trámite con la Madre Superiora había sido tan rápido y breve como sacar el billete de vuelta a casa. Bárbara llevaba agarrada fuertemente a la niña que nunca más escucharía su nombre, pues había pasado a ser entonces y en el futuro, Ángela. Antonio, en el asiento de atrás, al que Bárbara le había postergado, dormitaba. La niña miraba a través de la ventana el mundo que por primera vez se presentaba ante sus ojos, y de cuando en cuando sonreía a aquella señora que desde que la vio no hacía sino llorar y reír a la vez, estrujarla y besarla. El día de su Primera Comunión, que la hizo con el mismo traje que Ángela había llevado hacía poco más de un año, todo el pueblo comentaba el gran parecido que tenía la nueva niña con la muerta. Nadie preguntó por su nombre; para todos fue Ángela desde el primer momento, y pronto Luisa se acostumbró a responder por ese nombre hasta que casi olvidó el suyo propio. Ángela estaba cortando unos patrones de vestidos para sus hijas, cuando sonó el timbre de la puerta y mandó a la mayor a que atendiera a quién llamaba.


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—Es un señor, que pregunta por ti —dijo la chiquilla mientras entraba en la cocina. —Dígame —inquirió Ángela asomándose a la puerta una vez hubo guardado en su delantal las tijeras y la tiza que siempre por costumbre llevaba encima. —¿Es Vd. Luisa? —inquirió el visitante. —No… digo, sí… perdone, es que no estoy acostumbrada a que me llamen así. —Verá Vd., perdóneme, pero creo que soy su hermano. —¿Mi hermano? Creo que se equivoca, yo no tengo ningún hermano. —¿Vd. se llama Luisa y estuvo en el hospicio de Burgos desde que nació hasta su adopción? —Pues sí, pero…. Por favor, este no es sitio para hablar, y mi madre está a punto de volver. Se enfadará mucho si lo ve aquí. Tiene prohibido hablar de ese tema, es intocable, y no quiero disgustarla. Hágame un favor, váyase ahora y dígame dónde puedo encontrarle en cuanto pueda salir un rato. Ángela estaba asustada. Sabía que su madre no le perdonaría que estuviera indagando sobre su pasado pues siempre se negaba en redondo a hablar del asunto. Lo único que conseguía que le contara era lo feliz que había sido con su primera Ángela, que también había sido adoptada a través de su amiga Margarita, siete años antes que ella, y la anécdota de Burgos que ella tan bien conocía. Tenía mucha inquietud por conocer lo que aquél hombre tenía que decirle. Lo hablaría con su marido para que colaborase con ella, en la seguridad de que él la ayudaría. El domingo sería el día adecuado pues sus padres se llevaban a las niñas a misa y luego a dar un largo paseo por las huertas. Ella iría con su marido a ver a aquél hombre… Y llegó el domingo. —Nuestra madre nunca quiso darte, fue cosa de él, de nuestro padre, que nunca la quiso. Yo fui el primero que tuvieron, y en cuanto nací me mandaron con nuestra abuela materna. Ella me crió en un pueblo de la sierra de Madrid. Madre, que estaba trabajando en un Ministerio que la trasladaba de ciudad con frecuencia, venía de vez


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en cuando a verme, y nos traía comida y algún dinero. Era muy cariñosa, y me hablaba de padre con mucho cariño, al que nunca llegué a ver. Siempre estuvo enamorada de él, y por eso le consentía todo, hasta renunciar a criar a su hijo porque él lo exigió así. La abuela era una mujer muy resignada y siempre me hablaba de lo mucho que madre me quería, pero desconocía cuál era la situación real. Cuando cumplí 16 años, en el 38, en plena guerra civil, me reclutaron. Fui uno de los de la «Quinta del Biberón», y mi destino «La Batalla del Ebro», pero tuve suerte y sobreviví. Conseguí escapar a Francia y más tarde a Suiza, que es donde he vivido hasta ahora y donde tengo mi familia —narró Francisco casi de tirón, mientras Ángela bebía sus palabras—. No volví a España hasta hace unos meses. Tanto madre como la abuela habían muerto al poco de finalizar la guerra, y no tenía nada que me atara a este País, salvo mis propios recuerdos, y además la situación de España durante los últimos 20 años no era la más idónea. Fui a la casa de mi infancia sin saber lo que me iba a encontrar, pues no había tenido contacto con nadie desde que dejé el pueblo. Sorprendentemente la casa estaba en pié, y en buen estado. Toqué algunas puertas que aún recordaba y encontré algunos familiares lejanos que me recibieron con los brazos abiertos, y que me ayudaron a tomar posesión de la casa. Y allí, en una alacena, este paquete de cartas antiguas, que he leído una y mil veces, y que casi me sé de memoria, con algunas fotografías y documentos que nuestra madre envió a la abuela, y que ésta guardó esperando que algún día nosotros las leyéramos, y que ahora te ofrezco a ti para que descubras, al igual que yo he hecho, nuestros orígenes. He estado investigando y tenía algunos vacíos que se han disipado cuando tu hija me abrió la puerta el otro día al llamar a tu casa. Ahora tengo la seguridad completa del total de la historia, al igual que la tendrás tú cuando lo examines —concluyó Francisco ofreciéndole aquél puñado de cartas y documentos atados con una cinta roja, junto con una revista actual, dedicada a la crónica social. Una vez acostados los niños, y en la soledad de su dormitorio, Ángela/Luisa fue desgranando una a una las


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palabras que su madre con letra cuidada había estampado hacía más de 20 años. Los matasellos le llamaron la atención, pues eran diversos: Madrid, en algunos de ellos, Ceuta en otros y los últimos de Zaragoza. Luisa, que así se llamaba su madre, como ella antes, se había enamorado perdidamente de un destacado y brillante militar, que tenía novia y estaba a punto de casarse. Mantuvieron una intensa relación, que dio como fruto a su primer hijo, Francisco, al que por imposición del padre se envió a vivir con la abuela, salvo amenaza de cortar la relación por parte de él. Luisa accedió, y siguió la relación clandestina, hasta que unos años después un nuevo embarazo vino a enturbiar nuevamente la situación idílica en la que Luisa creía haberse instalado. Este nuevo embarazo enfureció a su amante, que ya pasó a acciones más salvajes que en la primera ocasión. No iba a permitir que se quedara con el bebé; se daría en adopción. Una vez más, y con desgarro de sus entrañas, Luisa eligió el amor de su hombre frente al de sus hijos. Prefirió entregar el fruto de sus entrañas, que en esta ocasión eran dos preciosas niñas a las que antes de entregarlas bautizó con su propio nombre, Luisa, y el de su madre, Ángela. Junto al resto de las cartas, que leyó ávidamente, venía un sobre con documentos y fotografías que certificaban cuanto se había escrito. Ángela/Luisa, que ya no sabía quién era, con lágrimas en los ojos fue pasando aquellas fotografías de gente que no había conocido y con los que sentía un cordón invisible que la ataban. Fue conociendo uno a uno a los componentes de aquella historia, intentando poner nombre y situación a cada uno de ellos a través de las imágenes y de las anotaciones que llevaban en el reverso: una mujer de no más de 20 años, con un niño pequeño en el Parque del Retiro con una dedicatoria al dorso: «Con todo mi amor, para mi Paquito, de mamá». La misma joven con cara triste y un poco más mayor, junto a dos personas más; un hombre con muy buena pinta, y una mujer rubia con collar de perlas, que a Ángela le resultaba familiar: «Mi amigo Enrique, y su hermana. Burgos». El mismo hombre vestido de militar, abriendo la puerta de un coche para que bajase la máxima autoridad militar: «Mi amor». Volvió a inspeccionar las fotografías intentando reconocer a alguien, pero algo se


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le escapaba. La mujer rubia le seguía resultando conocida, pero no podía situarla, y el militar sentado en el coche también. Intentaba imaginarse a la rubia más mayor, con canas, algunas arrugas… ese pelo… esa sonrisa… Reparó en la revista y se preguntó por qué Francisco se la había dado, sería un regalo para congraciarse. Ese tipo de revistas eran muy caras y ella las mirada con avidez cuando una vez al año iba a la peluquería a cortarse el pelo. Comenzó a hojearla mientras pensaba en la rubia. Cantantes, actores, millonarios, gente feliz; bonitas mansiones, grandes coches, niños con preciosos uniformes de colegio. Mansiones de verano, Audiencias del Papa, Audiencias del Generalísimo, El Generalísimo con su familia en «Meirás». El estómago se le subió a la boca. Volvió a la página anterior, leyó ansiosa el titular del reportaje, el pié de las fotografías que lo ilustraban repasó las fotografías de su madre comparándolas con las de la revista y salió corriendo del dormitorio en busca de su madre, sin pensar lo que estaba haciendo. —¡Madre, madre! —gritó Ángela recorriendo el pasillo que la separaba de la cocina donde estaban Bárbara y su marido. —¿Qué pasa hija? ¡Me has asustado! —¡Margarita sale en esta revista! ¿Qué pinta ella en el «Pazo de Meirás»? —¡Anda! Pues es verdad. Es que su hermano fue mucho tiempo la mano derecha del Generalísimo. Qué guapa que está, y mira su hermano que pintón. La verdad es que los dos han sido siempre muy guapos. ¿De dónde has sacado esa revista? Déjame ver. Mira, que bonitos los niños. Tienen razón cuando dicen que tu mayor se parece a Carmencita. Qué bonita es. —Me la encontré en la calle esta mañana. Voy a enseñársela. Los niños están acostados, cuídalos mientras tanto —repuso dirigiéndose a su marido a la vez que le guiñaba un ojo. No esperó a que Bárbara le contestara. Salió como una flecha en dirección a la Plaza del Mercado, donde estaba el caserón de Margarita, y al que desde su llegada al pueblo había acudido todos los sábados por la mañana para ayudarla en la compra semanal.


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—No es sábado, qué raro tú por aquí, y tan tarde — comentó Margarita a modo de saludo. —Margarita, mira esta foto y dime quienes son — dijo Ángela acercándosela con gesto determinante. —¿Por qué tienes tú esta foto Ángela?, no entiendo nada. Somos mi hermano, su secretaria y yo, en un viaje que hicimos a Burgos hace muchos años. Nunca la había visto. ¿Cómo es que la tienes tú? —dijo Margarita con semblante preocupado. —Porque esa que os acompaña a ti y a tu hermano es mi madre, y supongo que el viaje que hicisteis fue para dejarme en el hospicio. ¿No es cierto Margarita? —bramó —. Ese viaje fue para dejarme a mí en Burgos y luego traer a mi hermana a casa de Bárbara. Un viaje muy aprovechado. Sólo me queda preguntarte si durante todo este tiempo tú has sabido que yo era la otra niña que abandonasteis en el hospicio, y si vuestro «amiguísimo» os lo ha agradecido suficientemente. No esperó su respuesta pues la pudo leer claramente en su cara, y a modo de despedida definitiva, pues nunca más volvería a visitarla le espetó: —No me esperes más sábados para la compra. Tengo demasiado trabajo con mis hijos, y lo primero siempre es la familia. Mil rostros había soñado para sus padres, mil situaciones diferentes en las que les adjudicaba un final trágico y unísono. Por eso aquello le resultaba difícil de digerir. No podía entenderlos, a ninguno de los dos, ni disculparlos. Su madre había renunciado a ella para poder seguir al lado de quién no la quería. Su padre… su padre era un canalla que se había aprovechado del amor de una pobre muchacha. No quería esos padres, no los aceptaría. Y mientras iba cavilando de vuelta a casa, al cruzar la Plaza Mayor se encontró con la inmensa mole de piedra que coronaba la plaza y a la que poca atención le había prestado hasta ese instante. Allí estaba, arrogante, a caballo, y armado, con gesto triunfante. Nadie llegó a escuchar lo que Ángela le dijo a aquella figura inmóvil que presidía la plaza, pero con


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precisión fue desgranando una a una toda la lista de infamias cometidas con su madre, con ella misma y con sus hermanos, hasta quedar totalmente vacía de palabras y emociones. Sacó la tiza de modista y en la base de la estatua escribió: «Lo bueno lo hiciste mal. Lo malo lo hiciste bien».


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Dolores Gutiérrez Sáez. La autora de este relato comienza su interés por la escritura y la lectura ya de niña. Disfrutaba el día que tocaba «redacción» y los profesores le decían que no lo hacía mal del todo. Más tarde en la universidad se desvió hacia otro mundo, el de las ciencias, sin abandonar la lectura de todo cuanto caía en sus manos. Hace dos años que viene participando en un programa de radio escribiendo microrelatos. Así hasta llegar al curso de escritura creativa que nos ocupa y que la está ayudando a resolver sus dudas y aumentar la motivación e ilusión en esta faceta de su vida.


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Bajo los tilos Acechaba bajo los tilos, esperando al causante de sus males. Fue entonces cuando escuchó el silbido del mirlo, y sin saber cómo su mente volvió al pasado. Un año antes, en otro atardecer otoñal., él y su mujer Virginia habían pasado el día desempaquetando y guardando sus efectos personales y los de sus hijos, tratando de poner orden entre aquel maremagnum de cajas, maletas y bolsas que los empleados de la mudanza habían dejado por toda la casa. Era de noche cuando, exhaustos, decidieron tomarse un respiro, cenaron en la enorme cocina y después mientras los niños veían la televisión, se sentaron en el porche y escucharon por primera vez al mirlo cuyo canto les acompañaría todos los días. Recordaron a su vez el día en el que se plantearon dar un giro a sus vidas y cambiar su agitada pero previsible vida de ciudad por otra más tranquila pero a su vez emocionante en el campo. Ella podría seguir con su pequeño taller donde montaba sus pequeñas joyas de bisutería, que vendía on line y que tanto éxito tenían. Él comenzaba a hacerse un hueco como guionista de cine y televisión y ya había cosechado algunos éxitos, aunque su gran ilusión era escribir la novela de su vida y a ello se dedicaba desde hacía tiempo en sus ratos libres. Los niños eran muy pequeños y de momento estaban encantados jugando a sus anchas por los alrededores y recorriendo los escasos kilómetros hasta el pueblo más cercano en el pequeño minibús que los llevaba y traía del colegio. Les costó encontrar la casa de sus sueños, que se adaptara a sus posibilidades. Hasta que un amigo, dueño de una inmobiliaria les habló de ella. No estaba lejos de la ciudad, y después de meses de reformas, el resultado era confortable y cómodo. El entorno invitaba al relax a la vez que inspiraba, justo lo que ellos necesitaban. No vivían aislados, una media docena de casas salpicabas el terreno, camuflándose estratégicamente en el paisaje. Así pasaron las primeras semanas, adaptándose a su nueva situación y trabajando.


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Una mañana, después de dejar a los niños en el autobús, le vio por primera vez. Estaba al otro lado del camino, se había bajado de su bicicleta, y la miraba fijamente, le hizo un gesto con la cabeza que podía interpretarse como un saludo, y reanudó su marcha. No volvió a verlo hasta tres días después, cuando sonó el timbre de la casa, esta vez fue Javier quien al abrir se lo encontró frente a frente. —Buenos días, ustedes no me conocen. Soy Arturo, su vecino más próximo, vivo en aquella casa —señaló— y quisiera presentarme, por si necesitan algo. —Encantado de conocerle, yo soy Javier Monzón, ¿quiere usted pasar? —No, gracias, tengo que volver al trabajo. —¿Trabaja usted en el pueblo? —preguntó Javier. —No, trabajo por mi cuenta, casi siempre en casa, soy arquitecto. —Pues ya somos dos, trabajando en casa quiero decir. Yo soy escritor y guionista, y mi mujer diseña joyas. Virginia se había acercado al oír las voces. —Virgi te presento a nuestro vecino, nada menos que a un arquitecto. —No se crea, no es para tanto, —dijo Arturo ofreciéndole la mano—, aunque alguno se pase de excéntrico o se lo tenga demasiado creído, los demás somos bastante normalitos. —Encantada —dijo Virginia—. Aunque yo creo que ya nos saludamos el otro día. —Sí, la verdad que no quise presentarme así sin más en la calle. En el fondo soy un tímido. —Bueno, pues hechas las presentaciones —se apresuró a decir Javier—, ¿por qué no vienen una noche a cenar usted y su mujer?, así nos conoceremos mejor. Por aquí tampoco se puede hacer mucha más vida social. —Bueno, yo encantado, pero tendrán que invitarme a mí solo. Mi mujer murió, soy viudo. —Perdone, es usted tan joven que no podía imaginar algo así. —No se preocupe, es normal que no lo supiera. —Pues no se hable más —terció Virginia—, si le parece bien podemos quedar el sábado a las nueve. —Por mí fenomenal, aquí estaré. Hasta el sábado.


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La semana pasó sin problemas. Javier se tuvo que quedar dos días en Madrid por motivos de trabajo. Cuando llegó el sábado Virginia lo tenía todo preparado para la cena, sencilla pero esmerada. Los niños cenaron primero y cuando llegó Arturo, estaban ya viendo la televisión. El invitado, pese a su aparente seriedad, demostró tener buena mano con los niños, realizando algunas composiciones arquitectónicas con sus juguetes, cosa que ellos celebraron con mucha ilusión. La cena resultó agradable, los tres eran buenos conversadores. Hablaron de todo un poco. Arturo les puso al corriente del resto de los vecinos, pero había un tema latente: la muerte de su mujer. Fue él mismo quien habló de ello, sin tapujos, en un momento dado: —Supongo que os preguntareis como murió mi mujer… fue un accidente cuando regresaba a casa. Era enfermera, trabaja toda la semana en la capital y regresaba el fin de semana. Era muy despistada, un desastre, yo siempre le decía que llevara el coche a revisar, que había que hacer un mantenimiento, pero ella se confió. Algo ocurrió con los frenos, y esa noche en una curva se salió dando varias vueltas de campana. Fue muy desagradable, no sólo por su muerte, sino porque hubo una investigación policial posterior, siendo yo el principal sospechoso. La policía encargada del caso, me contó que mi mujer mantenía una relación extraconyugal y de ahí que sospecharan de mí. La investigación concluyó que solo fue un accidente, pero yo todavía voy al psicólogo después de dos años. Hubo un silencio durante unos minutos, que rompió Virginia. —Lo sentimos Arturo, debió de ser horrible. —Yo por deformación profesional —dijo Javier— creo que da para escribir un guión. —Sí, a mí también me pareció una película, o un sueño, casi una pesadilla. Arturo se despidió a eso de la medianoche. Javier y Virginia recogieron la mesa e inevitablemente hablaron del nuevo vecino y de las trágicas circunstancias en que perdió a su mujer. Virginia estaba impresionada por el doble drama: «pierde a su mujer y a continuación se entera de que le era infiel, es horrible, no puedo imaginar


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lo que debió sentir». «Pues no lo imagines» añadió Javier con un tono áspero que su mujer no captó. La semana siguiente, Javier se tuvo que quedar de nuevo dos días en la ciudad por motivos profesionales. Éste era el cambio que peor llevaba Virginia de su nueva vida: las ausencias de su marido, no demasiadas, pero esos días se le hacían eternos, le echaba de menos. Aprovechaba entonces para ir al pueblo, hacer compras y relacionarse un poco, aunque fuera con los vendedores, el médico o la farmacéutica. Precisamente fue en la farmacia donde se encontró nuevamente con su vecino. Virginia se alegró sinceramente de verle. Tras los saludos de rigor, Arturo le propuso tomar un café, ella aceptó encantada. Se examinaron como si fuera la primera vez que se veían. Arturo debía tener cuarenta y tantos, era muy alto y se notaba que se cuidaba, aunque su gesto serio y algunas canas le hacían parecer mayor. Virginia no pasaba de los treinta y cinco, poseía una belleza más que agradable y su rostro ovalado, enmarcado con una corta melena rubia transmitía dulzura y a la vez firmeza. Hablaron de cosas intrascendentes, pero Virginia había quedado impactada por la historia de Arturo y en cuanto tuvo ocasión sacó el tema. —Javier y yo hemos hablado de lo que te ocurrió, y nos parece un ejemplo de aceptación y superación por tu parte. —No, creas, como os dije he necesitado ayuda, todavía visito al psicólogo una vez por semana. Cuando la guardia civil me avisó del accidente y de su muerte, sentí una desesperación terrible. Yo estaba muy enamorado de Ana, mi mujer, y creía que ella también de mí. Cuando la policía me informó de lo que había descubierto, algo se quebró dentro de mi, no sabia si debía sentir ira o pena, por eso tuve que acudir a un especialista, me encontraba muy mal, a punto casi de perder el norte. Todo eso pasó, pero he cambiado, soy más desconfiado y escéptico que entonces. —Pareces una persona abierta y cercana. Tienes un trabajo maravilloso. Sinceramente creo que lo tienes todo a tu favor y que tarde o temprano volverás a encontrar a otra persona.


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—Agradezco tus palabras, pero ahora he alcanzado cierto equilibrio emocional y no sé si me convendría correr ese riesgo. Pero hablemos de ti o de vosotros. Da gusto veros, la verdad que sentí cierta envidia el otro día en tu casa, ¿Cómo se consigue esa perfección? —Ja ja, no somos perfectos créeme, es todo demasiado complicado como para que no surjan fisuras, supongo que el éxito está en no ser demasiado exigente y en confiar en el otro. —¿No cansa el hecho de estar todo el día juntos? —No tan juntos, a veces Javier se tiene que ausentar. Desde que vivimos aquí llevo peor esas ausencias. —¿Puedo preguntarte algo personal?, —añadió Virginia. —Adelante. —¿Nunca tuviste dudas de tu mujer? ¿No te dio motivos para pensar que te podía estar engañando? —Supongo que sí —respondió Arturo—, pero yo no lo veía o no quería verlo, pero ¿por qué me lo preguntas?, ¿no estarás dudando tú también? —No, no, para nada, era solo curiosidad. Cuando Virginia regresó a su casa, nada más entrar, se dirigió con cierta ansiedad a su dormitorio, buscó en todos los cajones, en todos los bolsillos de la ropa de su marido y… nada. Luego subió a su despacho y buscó entre todos sus papeles, que no eran pocos. «Pero ¿qué busco?» se preguntó. Se sentó en la silla donde él pasaba horas trabajando. El corazón le latía con fuerza, ¡claro que sabía lo que buscaba! De repente todo lo que antes le parecía normal y cotidiano había dejado de serlo. ¿Y si su vida no era como ella creía?, ¿y si todo era una farsa?, ¿por qué ahora ciertos detalles cobraban importancia?: los viajes por motivos de trabajo, el repentino interés por vestir mejor y estar en forma, «tenía que dar una buena imagen» decía. Aquella noche no pudo dormir. Clareaba cuando consiguió cerrar los ojos. Era sábado, los niños dormirían hasta más tarde. A las diez abrió los ojos sobresaltada, ¡Javier llegaría a mediodía! Despertó a los niños, desayunaron juntos, después ordenaron la casa entre los tres y se metió en la cocina, prepararía la comida preferida de él. A las dos sonó el teléfono, era


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Javier, se disculpó por no llamar antes, tenía que resolver ciertos asuntos sobre una serie de televisión y llegaría por la noche. Cuando Virginia colgó su autoestima estaba definitivamente por los suelos. No podía pensar con claridad, hacía esfuerzos para no darle importancia, pero no servían de nada, la duda era ya casi una certeza y no podía hacer nada por contenerla. Eran casi las diez de la noche cuando oyó el coche detenerse, los niños que aún no se habían acostado salieron a recibir a su padre. Cuando Javier entró en la casa encontró a su mujer sentada viendo la televisión, le extrañó que no saliera a recibirle como siempre. —Cariño ¿qué tal?, ¿todo bien?, ¿no me das un beso? Ella sin levantarse giró la cara, algo desencajada, hacia él. —Es muy tarde, el día ha sido muy largo, como todos y estoy muy cansada. Estaba esperando que vinieras para acostarme, te he dejado algo de cena en el horno, los niños se acuestan ya solos, te espero arriba. Javier se quedó parado ante el comportamiento de su mujer, sabía que no era normal e intuyó que algo pasaba. Una hora después subía a su dormitorio, estaba en penumbra y Virginia parecía dormir, él se acostó en silencio a su lado sin decir nada. A la mañana siguiente abrió los ojos y vio que su mujer no estaba. Bajó a la cocina y encontró una nota, «estoy en el pueblo haciendo unas compras, no tardaré». Se preguntó de qué humor estaría hoy, y a continuación fue a despertar a los niños. Mientras les ponía el desayuno observó por la ventana de la cocina como el coche de su mujer se detenía ante la casa de Arturo, éste sonriendo sacó de la parte de atrás su bicicleta, después habló unos instantes con Virginia, que no se había bajado del coche y la despidió con la mano cuando esta arrancó. Un minuto después guardaba el coche en el garaje y entraba en su casa. —¡Buenos días! Me alegro de veros a todos levantados. El sol ha salido y no hace mucho frío, ¡niños!, ¿por qué no sacáis vuestras bicicletas? —Buenos días, ¿te encuentras hoy mejor? —dijo Javier. —¿Es que estaba enferma?


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—Eso me dijiste anoche, te fuiste a dormir nada más llegar yo. —Cansada, dije cansada. —Da igual, estabas muy rara, yo diría que antipática. —¡Oye! Después de tres días prácticamente en casa, hablando solo con los niños, recibiendo una escueta llamada tuya, o dos, si estás generoso, por día, exceptuando el sábado, que no hiciste ninguna, ¡Ah!, sí, a las dos de la tarde, para decir que no venías a comer, cuando te esperaba… —se le quebró la voz—, después de todo esto, ¿esperas que te reciba con una sonrisa y las zapatillas en la mano? Javier aguantó el chaparrón de palabras de su mujer, quieto, sin inmutarse. —No sabía que te sintieras así, lo siento mucho. Los días que estoy en la ciudad procuro juntar todas mis reuniones de trabajo y se me pasa el día tan rápido que a veces no sé ni qué hora es, e incluso como sobre la marcha. Ya veo que para ti es diferente, esos días se te hacen largos, eternos y el tiempo pasa despacio. —Me vas a decir —dijo Virginia— que durante casi tres días vas de reunión en reunión de la mañana a la noche y no haces nada más. —¿Qué quieres decir con «nada más»?, — interrumpió Javier. —¡Pues que no me creo que no haya nada de diversión, que todo sea trabajo! —Si le llamas diversión a tomar una cerveza o un café con los compañeros, o a compartir el rato de la comida, pues sí, me divierto mucho, pero no sé a dónde quieres llegar. —Pues a que no me lo creo, Javier. —¿Me estás diciendo que miento? —Te estoy diciendo que tu actitud me hace dudar. —En ese caso, tenemos un problema. Por cierto, ¿has hablado con alguien más, a parte de los niños, estos días? —Claro que no, ¿por qué? —¿Ves?, yo también podría decir que me estas mintiendo, porque esta mañana te he visto con nuestro vecino.


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—¡Por favor! ¡Lo que me faltaba!, me lo he tropezado en el pueblo con su bicicleta y me he ofrecido a traerle, nada más. ¡Ah, sí! El otro día también le vi y tomamos un café. —Vaya, os veis muy a menudo, y ¿de qué hablasteis? Si puedo preguntar. —Pues prácticamente todo el tiempo de él, de lo que le pasó. —Y claro volviste a quedar muy impresionada, ¿no?, tanto que lo has trasladado a nuestro matrimonio. —¡Claro que me impresiona!, pero eso no tiene nada que ver con lo que siento. —Querida mía, esto es absurdo —habló él, en tono conciliador—, vuelve en ti, olvidémoslo todo, he captado el mensaje: no debo descuidar a mi familia en ningún momento, y menos cuando esté fuera. Javier se acercó a su mujer, la abrazó y besó en los labios. Ella se dejó hacer, estaba cansada y sólo quería volver a sentirse feliz en brazos de su marido «ahora, si te parece bien, me voy a llevar a los niños un par de horas con las bicicletas e iremos hasta el río. Mientras ponte guapa y a la vuelta nos daremos los tres una ducha rápida e iremos a comer al pueblo. ¿Qué te parece?» «Que los dioses vuelven a sonreírme, he sido muy tonta, perdóname, no volverá a pasar» dijo Virginia. «Perdóname tú, te he hecho dudar» replicó él. Virginia les vio salir, suspiró y entró en casa, se disponía a darse un largo y relajante baño cuando sonó el móvil de Javier, «¡vaya, se lo ha dejado!». Lo atendió ella, era Mario, un colega que tenía que hablarle sobre el arreglo de un guión, quedó que le llamaría más tarde. Iba a dejar el móvil en su sitio, cuando un repentino e irrefrenable impulso le llevó a mirar sus mensajes, había varios, «¿por qué no los borrará?» Ella siempre lo hacía. Cuando vio que uno de ellos era de una tal Sonia se apresuró a abrirlo: «Te espero a las cinco, donde siempre, no me falles, por favor, tq». Casi se le cayó el móvil a los pies, lo dejó en la mesa con cuidado, como si le fuera a explotar. Quería moverse, pero no podía, como si los pies estuvieran pegados al suelo y su cuerpo inmovilizado. Así pasó cinco minutos o más. Poco a poco fue reaccionando, ¿qué hacer? Lo que a


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ella le apetecía era desaparecer de allí, no volverle a ver, pero no podía ser, no de momento. Subió arriba, guardó cuanta ropa y objetos personales pudo de ella y de sus hijos. Se asomó a su taller, los ojos se le llenaron de lágrimas, esta vez de rabia. Aun disponía de una hora, así que subió cajas del garaje e hizo lo mismo con sus herramientas de trabajo y toda la materia prima de que disponía. El coche, un monovolumen, era espacioso y pudo meterlo todo sin problemas. A eso de la una, oyó las risas de los niños, se le hizo un nudo en la garganta ¿qué les diría a ellos? —Cariño, ya estamos aquí, ¡vamos niños, no hagáis esperar a mamá! —Arriba os he dejado ropa limpia, ducharos y vestiros —respondió ella con seriedad. Javier se disponía a hacer lo mismo, pero antes quiso darle un beso a su mujer. Ella le apartó la cara. Cuando él la miró, se asustó. Estaba tensa, ojerosa, lívida. —¿Te ocurre algo? Virginia señaló el móvil, él lo cogió rápidamente pensando en alguna desgracia familiar. —Lee el tercer mensaje, el del sábado a las cinco. Javier no lo leyó, no hacía falta, lo entendió todo de golpe. Ahora era él quien no se podía mover, estaba pálido. Al cabo de unos minutos reaccionó: —¿Puedo hablar?, ¿podré al menos decir algo, defenderme? —¿Sabes lo peor de todo, lo que más me ha dolido? —No, —respondió con un hilo de voz. —Pues que no sólo me has engañado, sino que además te has reído de mí. Hace dos horas, por ejemplo. —¡Maldito hijo de p…..! —tronó él. —¿Cómo?, ¿de quién hablas? —De quién va a ser, de nuestro encantador vecino. Nada de esto estaría sucediendo sino hubiera metido las narices donde no le llaman. —¡Qué horror! —sollozó ella—, no sólo no haces ninguna autocrítica, ni te disculpas, sino que además pretendes cargar tu culpa sobre ese hombre, que casi no nos conoce y que no ha hecho nada. Además de guionista eres muy buen actor, porque obviamente yo no conocía al


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verdadero Javier Monzón. Me siento fatal porque acabo de perder a mi marido, ya que sólo estaba en mi cabeza. —Todo lo que me digas me lo merezco, pero sigo pensando que él tiene la culpa. —¡¿De qué?!, —respondió Virginia—, ¿de que ya no puedas llevar una doble vida?, ¿de que tu juego se haya terminado? —Todo era perfecto Virgi, ¿no lo entiendes? ¡Hasta ahora! Virginia no daba crédito, pasaba de la incredulidad a la ira. —No quiero, ni puedo seguir hablando contigo. Me voy Javier y me llevo a los niños conmigo. Ya nos pondremos en contacto, tenemos muchas cosas que solucionar, pero todavía no. Ahora tenemos que reflexionar y descansar. —¿Y los niños? —preguntó él. —Ya me inventaré algo, descuida, no te dejaré mal por el bien de ellos. Podrás verles cada vez que quieras. —¿Adónde irás?, ¿no es mejor que me vaya yo? —No quiero estar en esta casa. De momento volveré a nuestro apartamento de la ciudad, hasta que sepa lo que quiero hacer. —¡Por favor, quédate, te lo ruego! Volveremos a empezar, mis sentimientos por ti nunca han cambiado, pese a todo. ¡Yo te hacía feliz! —Los míos sí —sentenció Virginia—. La felicidad de la que hablas estaba basada en una mentira, yo no me merezco eso. Virginia inventó una rocambolesca historia para convencer a los niños de que tenían que irse a su antigua casa. No les dijo que para siempre. Cuando se fueron, Javier se sentó en la cocina. Lo acababa de perder todo. Se puso delante la botella de whisky. Al tercero comenzó a notar la mente adormecida, pero se dio cuenta de que se había hecho de noche, miró por la ventana y vio las luces de la casa de Arturo. «Él es el culpable, todo estaba bien hasta que apareció en nuestra vida, con su historia de mierda. Veredicto: culpable. ¡Debe pagar!». Javier guardaba una pistola, por si acaso. La tenía muy bien escondida en la buhardilla, donde trabajaba. La


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cogió y la cargó. Salió afuera y se dirigió a la casa de Arturo. Llamó varias veces, sin obtener respuesta. «No estará lejos, ha dejado la luz encendida» pensó. No quería que le viera al llegar, así que se escondió tras los tilos. Mientras recordaba su último año, pasó una hora, luego dos, empezaba a hacer frió y Arturo no llegaba. Al fin decidió volver a su casa, se sentía muy fatigado y mareado, necesitaba dormir «mañana volveré» se dijo. Han pasado dos años, un hombre y una mujer pasean cogidos de la mano pasean de la mano por una ciudad cualquiera, se sientan en un banco de una plaza, frente a un edificio recién construido, le observan. —Lleva tu seña Arturo, me gusta la luminosidad que siempre buscas y el minimalismo tan sutil que confieres a tus edificios. —¡Vaya!, estás hecha toda una experta en arquitectura Virginia. Quería celebrar que estamos un año juntos, trayéndote aquí. Si no es por ti, seguiría en aquel pueblo muerto del asco. —No hables de muerte, por favor. Aún recuerdo aquella noche y me estremezco. Menos mal que se me encendió algo en la cabeza y te llamé para que te fueras de casa, me costó convencerte. —Claro, yo no entendía nada —dijo Arturo—. ¿Sabes algo de él? —Sí, llama a los niños a menudo, creo que está en Brasil y que le va bien. —Me alegro por él, no era mal tipo, aunque a ti te destrozo la vida durante un tiempo. —Eso ya pasó —zanjó Virginia—, no hay mal que por bien no venga, porque gracias a esa circunstancia tan horrible pude conocerte a ti. —Sí —dijo Arturo pensativo—, somos dos personas que han sufrido sendos golpes muy duros en la vida, pero que casualmente esto las ha unido. —Lo sé mi amor, por eso apreciamos tanto nuestra vida en común, por lo que nos ha costado llegar a ella. La pareja se levanta y continúa su paseo. —¿Qué te gustaría que fuera: niño o niña? — pregunta ella acariciando su barriga.


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—Prefiero niña, ya tenemos dos hijos, pero da igual. —Prométeme una cosa. —¿Qué? —dijo él. —No me pidas nunca que me vaya a vivir al campo. —Campo o ciudad, ¿qué más da?, no me pienso despegar de ti jamás. —Me encanta. —¿El qué? —Pasear bajo los tilos en los atardeceres otoñales.


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Pilar H. Fiol. Para ésta autora novel alicantina, el escribir ha supuesto en su vida, la suerte de conocer a una serie de gente maravillosa de todas las edades y condición. Testigos son sus relatos que dan luz, a todo lo que le han aportado en lo más hondo de su alma, el significado genuino de la palabra, el amor a unirlas, y sobre todo, la lectura Que la suerte te acompañe.


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El vacío Antes de que el camión de la mudanza llegara, hacía tiempo que esperaba sentada en mi cuarto. Mientras me cepillaba la melena, no paraba de pensar en nuestra nueva situación. Abajo mi madre, ausente a mi reflexión y vestida con una inexplicable ropa de color, ultimaba detalles hablando sola en voz alta, mientras tomaba su café. Aquel café de ella, espeso y fuerte, que hacía que su aroma se elevaras por la escalera, y llegara hasta mi revolviéndome el estomago. Miré de reojo las cajas donde había metido mis pertenencias, las que seguro quería conservar, y en un rincón, una más gastada medio vacío, donde llevaba tiempo metiendo todo tipo de cosas y que pensé no me interesaba nada. Eso creía. Cuesta entender cuando se tiene 22 años y has llevado una vida llena de facilidades, que en un suspiro, nada vuelva a ser lo mismo Hasta la semana pasada, en que mi padre, sin ser llamado por Dios o por el demonio, dejó este mundo, nuestras vidas se han visto alteradas tristemente. Esta casa de seis habitaciones ha sido mientras la habitamos todos, un nido independiente para cada uno de nosotros, y esa situación de bienestar de la que hemos disfrutado hasta hoy, a buen seguro nos costará conservar con la pérdida de él. Mi hermano en cambio esta situación, se la toma de manera más relajada, llevaba meses durmiendo intermitentemente en casa de su novia, cosa que no gustaba a mis padres, pero imposible negárselo. No es nada nuevo si digo, que para ser hermanos somos bastante diferentes, «suele pasar», repetía a menudo mi padre. Cerré los ojos y se me escaparon unas lágrimas, apreté los puños como acostumbraba hacer en momentos difíciles, y este lo era. Al analizar mi vida hasta aquí, me di cuenta de que me faltaban respuestas, había zonas huecas que ahora sin saber de qué, sería penoso llenarlas. Repasé con la mirada la habitación, buscando alguna señal, que me aportara sentido común a mi


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incertidumbre, esto hizo que situara mi atención en la caja, apartada en una esquina del cuarto que, como preguntándome, esperaba mi decisión respecto a ella. Apenas me quedaba tiempo, pero algo me decía que no me deshiciera de ella sin prestarle un poco más de atención. Con dificultad, deshice el nudo de la cuerda que apretadamente la cerraba y metí la mano. De entre otras cosas, sobresalían unas libretas de mi primera etapa de colegio, ¿cómo podían conservarse también? ¿Quién las guardaría?, enseguida pensé con mi madre cosas de ella. Les di un repaso y comprobé, que desde siempre tuve una buena letra y que las notas al margen eran muy originales. Sentí nostalgia de aquella tranquila época y, como si desprendieran calor, las mantuve entre las manos. —¿Qué me encontraría ahora?, nada mejor seguro. Lo que quedaba en el fondo no abultaba mucho, eran pequeñas colecciones, estampas de dibujos animados, fotos de artistas, casetes de cantantes que ya no oía, canicas de colores, una llave pequeña que no sabía a dónde pertenecía, y cartas de un amigo importante en su momento pero que hoy, ya casado, no me decían nada. Y eso era todo. No entendía el problema para no haberme desecho de todo ello, en general nada, excepto las libretas que ahora, habían recobrado un valor nostálgico en mí. ¿Y la llave? se la enseñaría a mi madre, lo demás estaba claro. Según bajaba los escalones, en mis oídos entreoí diferentes melodías de despedida, y creo que asusté a mi madre, porque se volvió con demasiada rapidez, nos abrazamos, y solo le dije si le apetecía hablar. Su voz parecía cambiada, la altivez que solía desprender cuando mi padre no estaba delante, se había ido con él, la había abandonado también. No fuimos una familia dialogante, tampoco debatíamos los diferentes puntos de vista que teníamos cada uno, no tuvimos conversaciones largas, cuando había algún problema, solíamos esperar a mi padre y él era el que daba la solución, nosotros a pesar de tener una edad razonable para opinar, sin saber la fórmula, callábamos.


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Al contrario de lo que ocurre siempre que fallece algún miembro importante de la familia, note en la cara de mi madre, que no se reflejaba ese dolor ni en forma de ojeras, ni de palidez. Me cogió de la mano como solía hacer cuando era pequeña, y me llevo hasta un sofá cubierto con una tela, ya preparado para el traslado. Con acento sincero, me habló de su adolescencia y juventud, no repitió nada que yo supiera, todo fue nuevo para mí. ¿Por qué ahora? Se me ocurrió que podría preguntarle cómo se conocieron mi padre y ella, esa podría ser la primera, más aún, la raíz de un sinfín de interrogantes. «¿Porque teníamos tan poco contacto con los abuelos?» La falta de fotos típicas con la familia en nuestro álbum, pero ella, como si leyera en mi mente la intención, me dijo si quería café, sabiendo que no me gustaba. Hubiera sido cruel por mi parte haberla interrogado en el estado en que nos encontrábamos. Fui a la cocina a por un zumo, se me había secado la garganta. De camino, noté la llavecita en el bolsillo del pantalón, ¡ya se me olvidaba! —Mamá —grité—, ¿tú sabes de donde es ésta llave? Cuando llegué al salón con ella en la mano, vi a mi madre palidecer. —¿De dónde la has sacado? —me dijo con estupor. —No sé —le conteste—, creo que la tengo muchos años, calculo que desde que iba al colegio, diez años más o menos, primero estuvo en el juguetero, luego sin averiguar de donde era y como un trofeo, la metí en la caja vacía de bombones que me regalasteis un año por Navidad. ¿Era importante mamá? —Se puso de pie y dando dos vueltas a la mesa, empezó a reírse. —¿Qué si era importante? Mucho, en aquella época. »Sí, tenías diez años cuando un día descubrimos que faltaba la llavecita de aquella caja fuerte. Tu padre me echó la culpa, decía que te mimaba demasiado y dudaba de que no te la hubiera dado yo. Nos volvimos locos buscando por todos los rincones, en mis bolsos, en los cajones de los armarios, pero no apareció nunca, como nunca pensamos en que erais niños y como tal, teníais vuestro escondrijo, lo tuvimos tan cerca pero fuimos incapaces de verlo.


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—¿Y cómo abristeis la caja mamá? —Con un martillo y un pequeño cincel, luego la tiramos y compramos otra, pero esta vez la llave la quitamos. Ahora ya no importa nada, ven, voy a enseñarte la otra caja. La seguí despacio a su habitación, cogió su bolso de mano y sacó una llave del mismo tamaño de la que yo cogí entonces. Abrió el armario y allí estaba la caja, la sacó y la puso encima de la cama. Me hizo una seña en forma de palmaditas y dándome la llave me dijo: «Ábrela». Se puede vivir con una persona toda la vida, y en momentos no conocerla, y eso me estaba pasando a mí con ella. La mire a los ojos como preguntándole, a la vez que metía la llave y la giraba. Levante la tapa y las dos nos miramos. —¿Qué es esto mamá? —Son papeles, documentos de la familia, la escritura de ésta casa… y lo demás míralo tú misma —no comprendía el ceremonial, pero le hice caso y los saqué. Entonces mi madre, empezó a pasarme la mano por la cabeza acariciándome una y otra vez mi larga melena rubia, mientras yo desdoblaba aquellos papeles ligeramente amarillentos por el paso del tiempo. Y empecé a leer. El secreto que durante años guardaron para sí, lo tenía delante. ¡Tan solo eran los documentos de adopción de mi hermano y mío! Despacio, fui asimilando la llegada a mi cabeza de las piezas que faltaban en el puzle de mi historia. Todo se unió, en ese momento, el timbre de la puerta nos avisó de la llegada del camión de la mudanza. Era la hora. Cada uno de nosotros tendría que poner de su parte la voluntad suficiente, para empezar de nuevo, de cero.


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Felipe Huerta Martínez. Desde muy joven sintió afición por la lectura, en un principio con los «tebeos» de la época, como «Tintín», «TBO», «El Capitán Trueno» y un largo etcétera. Más tarde comenzó con lecturas juveniles, como «los cinco», «Kasperle», «joyas literarias juveniles», etc. Más adelante comenzó con lecturas más serias, y a escribir pequeños poemas. No hacía una gran selección, y leía todo lo que le caía en las manos, desde «Thomas Mann» a «Henry Miller» y una larga lista. En el año 2010 publica su primer y único libro hasta el momento, un poemario y narraciones, titulado «Hoja al viento», teniendo una cierta difusión. En la actualidad participa en un curso de escritura creativa, del que parte éste cuento.


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El viaje Pedía misericordia a gritos, le oyó una arpía; juntos se fueron de farra. Era una noche estrellada sin luna. Se tomaron muchas birras y luego condujeron toda la noche hacia la costa. Llegaron al amanecer del día siguiente; en un muelle, pararon el carro y se pusieron a contemplar la salida del sol en el mar, era un paisaje muy hermoso y salvaje, luego se bañaron desnudos, haciéndose aguadillas y riéndose a pleno pulmón, después fueron a la orilla, e hicieron el amor en las dunas; no había nadie, sólo un perro solitario y meditabundo. Decidieron hacer una fogata en la arena para calentarse y asar unas patatas y boniatos. Les gustó contemplar el crepitar de las llamas y luego las brasas, donde asaron las patatas, boniatos, y un par de huevos con beicon. Refrescaba un poco, se taparon con una manta, y se pusieron a hablar de todo y de nada. Estuvieron como cinco horas hablando sin parar, tenían mucho que contarse, pues eran unos perfectos desconocidos, hablaron de política, de fútbol, de sus respectivos países, de religión, de su pelo, de sus viajes y estancias en otros lugares, de sus locuras, de sus trofeos, de sus noches en vela y de su hartazgo de tantas y tantas cosas, situaciones y personas. Él le contó que una vez había estado en el museo de los horrores de Mathausen, también le contó que era muy tímido, y le cohibían muchas personas y situaciones; odiaba ese rasgo pasivo de su personalidad, pero no podía remediarlo, también decía que era demasiado serio, que no se reía, y que «tragaba» demasiado, al verla receptiva, se explayó sobre sí mismo y sus cuitas y pequeñas alegrías, le dijo que le faltaba carácter, que dependía un poco de su familia, y que también le gustaba escribir, pero sólo para sí mismo, así tenía plena libertad de expresión y no se autocensuraba para complacer a sus lectores desconocidos, de quienes desconfiaba, era muy desconfiado.


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Después de la larga conversación, dieron un paseo por los alrededores, por una zona semidesértica, con madrigueras de conejos y pequeños montículos. Se les pasó la tarde volando, y decidieron dormir en la playa, al raso. No pasaron muy buena noche, despertándose muchas veces, un poco inquietos. A la mañana siguiente decidieron ir a Wisconsin, y enfilaron el morro del vehículo en esa dirección, iban como a 80 millas por hora, y las ruedas giraban como peonzas, iban escuchando las emisoras locales, fumando y viendo pasar el paisaje de abedules y carrascas. También vieron a varios autoestopistas, pero desistieron de recogerlos. A lo lejos se vislumbraban los campos de maíz y centeno, y casas de labranza. El sol reverberaba en el asfalto, cegándoles de vez en cuando los ojos. Por fin llegaron a Wisconsin, era una ciudad fea y sucia, pero con amplias avenidas bien iluminadas. Decidieron ir a un café-teatro, pidieron unas consumiciones, y se sentaron en una mesa. En ese instante comenzó una actuación de un grupo afroamericano en el escenario; la música se deslizaba por la sala como una serpiente multicolor, inundando de sonidos graves la estancia, no había mucho público, pero el cantante ponía todo el corazón en cada canción, mientras aporreaba una calabaza a modo de acompañamiento. Al final se puso a hablar del hambre en África y cantó una canción muy dramáticamente, casi gritando y expulsando el dolor que llevaba dentro, casi daban ganas de llorar. Al final dio las gracias e hizo mutis por el foro. Después de eso, decidieron irse a pegar un bocado, encontrando una bodega en dónde servían exquisiteces, a un precio no muy elevado. Se tomaron una «ensaladilla especial», unas «brochetas de pulpo al ajillo» y unos mejillones al vapor; en total 7 dólares. Salieron del Bar, y decidieron ir a visitar la tumba de San Jenaro, mártir de la guerra de la independencia. Estuvieron un rato en silencio por la sala, contemplando los magníficos relieves del mausoleo, y el retablo de estilo gótico.


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También había pinturas de marcado carácter religioso, que representaban escenas bíblicas. Salieron por fin, a la luz del día, y decidieron continuar el viaje hacia Santa Fe, que distaba bastantes millas de Wisconsin, enfilaron el morro del buick del 66, en esa dirección y se pusieron otra vez en marcha. El coche funcionaba como la seda, menos un tic-tic que hacía el motor, y el ruido de una ventanilla mal ajustada. El vehículo iba tragando millas a considerable velocidad, y el viento ondulaba el cabello de la muchacha. Vieron a lo lejos las montañas Rocosas, imponentes y majestuosas, de un azul metálico y gris. De repente cayó un aguacero, y el conductor no veía ni torta, las gotas de lluvia perlaban el parabrisas, y los limpiaparabrisas no daban abasto. Entraba agua por un pequeño orificio del techo, y aquello parecía una inundación. Decidieron parar en una pequeña gasolinera, a ver si pasaba la tormenta. Se metieron en un pequeño cobertizo, y allí, ya de noche, y bajo el tintineo incesante de la lluvia sobre el techo de Uralita, reanudaron su conversación. —Oye, todavía no me has dicho la edad que tienes, no me gustaría que me detuvieran por abuso de menores. —No te preocupes, le respondió la joven, soy lo bastante mayorcita como para que me des clases de moralidad. —No, en serio, pareces mayor, pero te comportas como una colegiala. —Si, es fruto de mi educación puritana y un poco culpa de mi madre, siempre me ha tratado como una niña pequeña, y eso me ha impedido madurar. Afuera la tormenta parecía remitir. e, aprovechemos que ha parado para salir de aquí — dijo el chico. —Okey —suspiró la joven. Decidieron dormir en un Motel de las afueras, llamado «Caballo Blanco». El recepcionista les lanzó una mirada desdeñosa por su indumentaria algo andrajosa, y les dio la llave de la habitación 186. —Tiene buenas vistas al patio —dijo irónicamente, y se rió entredientes.


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—Gracias —le respondieron, y salieron pitando. La habitación era bastante desangelada, y el aire acondicionado hacía un ruido infernal, pero las sábanas estaban limpias, y no les importaba mucho el aspecto siniestro de las paredes, con desconchados en el papel. Se metieron en la cama y se abrazaron, él sentía el cuerpo de ella pegado al suyo, y su respiración entrecortada, le gustaba abrazarla, pues se sentía protector y al mismo tiempo más seguro de sí mismo, aunque a ratos se sentía solo, aún estando tan cercano a ella. Se durmieron profundamente. A la mañana siguiente los despertó el recepcionista. —El desayuno está listo —dijo lacónicamente. Se desperezaron y asearon, y fueron camino del Salón—comedor; había una gran cafetera con café humeante y tostadas con mantequilla y mermelada de frambuesa, marca «La vieja Fábrica», elaborada en Cincinaty. Desayunaron copiosamente y con buen apetito. —No es lo mismo tener un hambre atroz que un hombre atraz —bromeó Charly, ( así se llamaba el joven). —No dices más que tonterías —replicó Cinthya, la chica—. Los hombres nunca os tomáis nada en serio, tenéis el cerebro en las pelotas. —¡Vaya, no se te puede gastar una broma! —Es que a estas horas de la mañana no estoy de humor, tengo muy mal despertar… —¿Qué te apetece hacer hoy? —dijo Charly. —Debemos continuar la ruta. —Sí, es verdad, todavía nos queda mucho camino hasta Santa Fe. Pagaron la cuenta del Motel ante la mirada inquisitiva del empleado, y se largaron del «Caballo Blanco». Afuera lucía un sol tímido y primaveral. Se oía el trinar de pájaros y el coche patinó un poco en el barro. —Rumbo a Santa Fe —dijo Charly exultante. —En marcha —apostilló Cinthya. Condujeron por carreteras comarcales, huyendo del tráfico de la autopista, era mas largo, pero más agradable. Por el camino hablaron poco, cada uno iba reconcentrado en si mismo.


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La lluvia había dejado los campos mojados, y el follaje brillaba bajo el sol matutino. Pararon en una fuentecilla, junto a un arroyo, a comer unos bocadillos de pechuga de pavo, que se habían traído del hotel. Charly estaba sumido en sus pensamientos; de repente oyeron un ruido infernal, como 10.000 cacerolas sonando en una orquesta desafinada. —Qué ha sido eso —dijo Cinthya. —No sé, pero será mejor que nos larguemos. Y salieron a escape. Ya en el coche, más tranquilos, dijeron: —¿Qué ha sido eso? —No tengo ni idea, a lo mejor un caza, creo que hay una base militar por aquí cerca. —No sonaba como un caza —Me ha puesto los pelos de punta —No sé que demonios ha sido, pero no me ha hecho ninguna gracia. —Tengo miedo —dijo Cinthya. —Creo que era un caza… Por la carretera no se veía ni un alma, ni coches, ni personas, ni siquiera algún animalillo. El desierto estaba cerca. —Nos queda poca gasolina —dijo Charly. —Creo que hay un pueblo como a 15 millas — respondió Cinthya. Por fin llegaron al pueblo, se llamaba «San Telmo», era un pueblucho de carretera, con calles polvorientas, pocas edificaciones, y postes telefónicos. —No se veía un alma. Bajaron del coche y anduvieron un poco por entre las calles. —Oye, ¿no has notado algo? —dijo Cinthya. —¿El qué? —Que no se oye nada, ni siquiera el viento. —Si, es cierto, es como si nos hubiésemos vuelto sordos de repente —Parece que no hay nadie. —Sí, además todas las casas están cerradas a cal y canto. —Es como si la gente hubiera salido huyendo…


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—¡Mierda! ¡y no nos queda gasolina! —¿Qué hacemos? —Tendremos que ir andando hasta el siguiente pueblo. —Vamos, coge la cantimplora, según el mapa el próximo pueblo está a 12 millas, con un poco de suerte llegaremos antes de que anochezca. —Sí, vámonos, este pueblo no me gusta nada. —Se pusieron en camino, dejando atrás el pueblo «fantasma». Anduvieron como cuatro millas, seguía sin oírse ni el canto de los pájaros. —Tengo miedo y me duelen los pies —dijo Cinthya. —No te lo quería decir, pero llevo un Colt del 45, siempre lo llevo encima, por lo que pueda pasar. Yo también tengo miedo. Anduvieron un poco más, los rayos del sol estaban poniendo a su fin. —¿Cómo se llama el próximo pueblo? —Creo que Nueva Esperanza. —Todo esto es muy raro, la atmósfera es asfixiante. ¡No quiero morir! —¿Porqué habrías de morirte?, no te pongas histérica Pasaron al lado de un gran cactus. Se hacía cada vez más oscuro. —Dentro de poco no veremos nada, ¿entonces qué haremos? —No lo sé. De repente se hizo noche cerrada. —No veo nada —dijo Cinthya. —Descansemos debajo de ese árbol. Se acurrucaron muy juntos y Charly acariciaba la culata del revólver. De repente vieron miles de pares de ojos fosforescentes brillando en la oscuridad —Qué es eso —dijo Cinthya—, parece un gran rebaño de ovejas. —Tienen los ojos demasiado altos Los ojos se aproximaban cada vez más… Estaban cada vez más cerca… —Vámonos —dijo Charly.


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Y salieron corriendo, los ojos los seguían. —Creo que son zombis —dijo Cinthya. —Eso sólo pasa en las películas, corre. Corrieron como alma que lleva el Diablo, de vez en cuando Charly disparaba hacia atrás. —De ésta no salimos. Corrían y corrían, pero los zombis, efectivamente, les perseguían gruñendo y echando babas. —¡Vamos a morir, y yo aún no he pagado todas las letras del auto! —Corre, por el amor de Dios De pronto, Cinthya se tropezó con tan mala suerte que se rompió el tobillo. —Sigue tú, yo no puedo continuar. —No puedo dejarte aquí a merced de esa marabunta. —¡Corre! ¡Sálvate! Yo no puedo seguir. —¡Maldita sea! ¡No puedo dejarte! —¡Sálvate! Hazlo por mí. —Te quiero. —Te quiero. Se dieron un gran abrazo y un fuerte beso, y él se fue por unos riscos. Desde arriba vio como rodeaban a Cinthya los zombis y empezaban a devorarla las entrañas, disparó contra el tumulto, pero se le acabaron las balas, y tuvo que huir. Estaba destrozado por Cinthya. En la carretera le paró una camioneta y el conductor no creyó ni una palabra de su relato.


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Violeta Gambín Sevilla. Nació en Alicante, en pleno mes de noviembre. Ya desde niña le gustaba escribir historias. En el colegio inventaba relatos para contarlos a sus amigas, utilizando un gran despliegue imaginativo. Duendes, hadas, brujas y un largo etc. de personajes se paseaban por las hojas de sus cuadernos, en los que se suponía debía hacer los deberes, cosa que no le agradaba tanto como escribir. A la edad de dieciséis años colaboró para una revista del Instituto, en la que narraba con todo detalle las anécdotas graciosas y no tan graciosas, que sus compañeros le contaban. En la actualidad escribe artículos donde trata temas sociales, abarcando un amplio abanico de historias reales, a las que ella les da vida en las hojas amarillas de los periódicos. El año pasado le publicaron un pequeño relato en una editorial de la Universidad de Alicante, del que se siente muy satisfecha. Ha realizado dos cursos de escritura creativa en el centro cultural de Alicante, que le han ayudado y orientado para dar forma a sus pensamientos en el papel, aunque piensa que todavía debe recibir más clases para completar su bagaje literario.


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Flor de primavera Japón, 11 de marzo de 2011. In memoriam.

El día que nació Akina la tierra tembló con fuerza en Fukushima, como presagio de que aquella preciosa flor de primavera pisaría con fuerza sobre el mundo, porque había nacido para sobrevivir a la muerte en un país que se deshilachaba y derrumbaba al compás del estruendo ensordecedor de las olas gigantes que se comían todo a su paso. Aquel once de marzo los pájaros volaban en bandadas sobre las aguas del mar alejándose de la costa en un arrebatador movimiento de zigzagueo, todos unidos haciendo piña. Era un mal presagio. Se intuye que cuando los pájaros vuelan en bandadas sobre el mar es que va a llover. Pero aquel movimiento migratorio era algo más que una simple descarga de agua sobre la tierra. Yokono lo sabía. Se había criado en un pueblecito costero al norte del país nipón. Siempre le llamó la atención el movimiento de los pájaros. Comprendía perfectamente cuándo iba a llover, cuándo a nevar y cuándo iba a mudar el clima por el simple gorjeo de las aves y por el estilo de su vuelo. Mientras observaba el ligero aleteo de los pájaros sintió una leve contracción por debajo del vientre, advirtiéndole que el pequeño o la pequeña nacería esa mañana, estaba encajándose para salir. Yokono llevaba algunos meses preparando la ropa del bebé. Lo tenía todo listo. En una pequeña maleta metió los peúcos, dos pijamitas y dos mudas que había comprado para el uso diario. Esa mañana hacía frío y Yokono debía abrigarse. «Lloverá bastante y hace frío en la calle, me pondré el chubasquero y las botas de agua», pensaba mientras introducía las últimas prendas en la maleta. Ese día Yokono no iría a ver a su madre. Todas las semanas visitaba a sus padres, pero aquel once de marzo tenía otra cosa más urgente que hacer. Canceló la vista que tenía en el juzgado y llamó por teléfono a un taxi para que la recogiera y la trasladara hasta el hospital. La cosa


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era de urgencia, ya iban tres contracciones y cada vez más fuertes. Ni siquiera había avisado a su esposo que estaba trabajando. El salía muy pronto de casa pues le separaba algunos kilómetros desde donde vivían hasta el trabajo, por lo que ni siquiera él se enteraría de la noticia hasta que Yokono diera a luz. Siempre les dijo a todos que se marcharía sola al hospital si llegado el momento no hubiera nadie cerca de ella. Su familia sabía que Yokono actuaría así para evitar males mayores. Obedecía a su sentido común y por él se dejaba guiar. Siempre contemplaba los acontecimientos desde el otro lado de la barrera, era su manera de hacer las cosas, así nunca se equivocaba. Yokono y Yuki como se llamaba su marido se conocieron mientras ella estudiaba derecho y él trabajaba como ingeniero para una empresa extranjera. Se casaron cuando ella terminó sus estudios y él encontró otro trabajo, mejor y bien pagado, en la central nuclear de Fukushima. Llevaban cinco años casados y añoraban la llegada de un bebé a la familia. Yokono tardó años en quedarse embarazada. Por fin había llegado su momento y la joven pareja esperaba un retoño. Yokono por fin estaba embarazada, y ya de nueve meses. De camino al hospital sintió una nueva contracción, ya eran tres desde que se levantase esa mañana. Se mantuvo callada, sin quejarse, durante todo el trayecto porque no quería asustar al pobre taxista que la transportaba, contemplando el sonrosado color de las flores que comenzaban a florecer con los primeros ardores de la primavera. A su paso cerca de los jardines de la ciudad respiraba hondo como le habían enseñado a hacer en el curso de preparación al parto. Otra contracción… y ella seguía en silencio. —Hemos llegado —el taxista descendió del vehículo y le abrió la puerta del taxi, mientras le indicaba lo que le tenía que abonar por el servicio—. Seiscientos yenes, por favor. Yokono le pagó la cantidad que el taxista le había pedido y se dirigió con rapidez pero con prestancia hacia la puerta principal del hospital. Sin duda debía estar deseosa de que la atendieran, porque el bebé estaba a


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punto de salir. Nada más cruzar el umbral del recibidor Yokono cayó desmayada al suelo. Rápidamente fueron a asistirla algunos de los enfermeros que por allí deambulaban, la trasladaron corriendo a la sala de operaciones en donde la pequeña Akina vería la luz por primera vez. Cuando despertó Yokono alertada por el llanto de la niña, una preciosa y regordeta bebé se encontraba colocada junto a la cama donde ella estaba acostada, en una cunita de color rosa claro. La niña aleteaba sus manitas queriendo cogerse a un dedo humano o a algo que se pareciera. Yokono se incorporó para mirarla. Aquel rostro impregnado de maternidad, sucumbía a los intentos de acercamiento, que aquel ángel hacía para atraerla hacia ella. Ni un solo segundo podía pasar sin sentir el calor de alguien a quien tanto tiempo había esperado. Con timidez se acercó hasta la pequeña y le cogió sus manitas con delicadeza, casi sin esfuerzo. Ahora sentía miedo porque no sabía cómo enfrentarse a ese nuevo ser que había llegado de improviso, casi sin avisar. En su mente un solo pensamiento: «que ya eran las doce del mediodía y Yuki estaría en esos momentos de vuelta a casa para comer«, siempre regresaba a esa hora. No la encontraría allí, aunque él no sabía que ella se había marchado para el hospital. Pensaría tal vez que su mujer estaría todavía en el despacho o en el juzgado, con un poco de suerte alguien le habría avisado desde el hospital, pero como todo había sido tan precipitado ni siquiera le cogieron los datos de algún familiar. De repente una joven enfermera irrumpió en la habitación: —Señora, tengo que llevarme al bebé para hacerle unas pruebas. Cuando se la devuelva si todo va bien se podrán marchar a casa, en un par de días. —Por supuesto. Coja a la niña —le dijo mientras se sentaba sobre una esquina de la cama. Le oprimían los puntos y apenas podía permanecer de pie—. Perdone ¿me han dado puntos?, me duele muchísimo aquí debajo —le dijo a la enfermera, mientras se sujetaba con fuerza debajo del vientre. —Sí señora, le han tenido que practicar una cesárea. Se desmayó. Si no la hubieran operado, seguramente la


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pequeña hubiera muerto. No quedó más remedio, ya que usted no despertaba. —¿Y mi bolso?, he de llamar a mi esposo para avisarle de que estoy ingresada y de que tenemos una niña. —Ahí está justo al lado de la cama, dentro del cajón de la mesilla. Yo misma lo guardé. —Gracias, ha sido muy amable por todo —la enfermera salió de la habitación llevándose a la pequeña Akina que se estaba quedando dormida seguramente al escuchar el sonido que producían al hablar las voces de las dos mujeres. Yokono se sentó nuevamente en una silla que se encontraba cerca de la ventana, al otro lado de la cama. De repente sintió que el suelo temblaba, balanceándose por debajo de sus pies. «Otro ligero temblor» pensó mientras intentaba localizar el móvil que estaba dentro de su bolso. Al otro lado de la línea, Yuki no cogía el teléfono, que no dejaba de sonar. Yokono se estaba poniendo nerviosa. Otro temblor de tierra estaba vez más grande produjo una enorme sacudida con corrimiento de los muebles de la habitación. Yokono se asustó muchísimo, aquello no parecía un simple temblor; aquello era algo más grave: la tierra había perdido el norte . De pronto se hizo el silencio. Los muebles no se movían y la habitación se había quedado paralizada. Yokono sintió un terrible escalofrío que le recorrió todo el cuerpo, hace un par de meses tuvo un sueño que más que eso, fue una terrible pesadilla, en ella perdía al bebé que esperaba en una terrible desgracia, aquel presentimiento hizo que su mente se nublara, pensando solamente en su marido…. «¡qué raro que Yuki no coja el teléfono!». Volvió a sentarse, esta vez al otro lado de la ventana, junto a la puerta de salida. Abrió su maleta y comenzó a vestirse deprisa. Estaba muy mareada, no había comido nada desde que ingresó por la mañana en el hospital. Pensó que no había avisado a su madre para contarle que había tenido una niñita. «¡Debería llamar a casa!». Incesantemente le acechaba esta idea.


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Al otro lado de la ciudad, en la central nuclear Yuki trabajaba incansablemente. Sudaba porque hacía calor y su cuerpo se encontraba cubierto por un traje de poliuretano. La presión que Yuki debía soportar día tras día y a la que estaba acostumbrado le había curtido su alma y también su cuerpo. Llevaba trabajando para aquella empresa cinco años, y para él era su medio de vida, su sustento y el de su familia: los reactores, las mezclas de uranio enriquecido, el oxígeno y el nitrógeno, a todo se había acostumbrado. A todo claro, menos a lo que se avecinaba, cosa de la que todavía él casi no se había percatado, porque sencillamente no había sentido bajo sus pies las enormes sacudidas que Yokono ya había experimentado. Allí, dentro de aquella nave, no se habían sentido los dos avisos de terremoto, que desde la una menos cuarto balanceó por primera vez la tierra del país nipón. Mientras él salía del reactor, ella recogía todas sus cosas sin prisa, deteniéndose en cada detalle. «Pronto le devolverían a su niñita y se marcharían a casa. Cuando él regresara del trabajo estarían esperándole». Mientras su mente divagaba, un gran estampido rompió los cristales de la ventana. Las ventanas se estremecieron emitiendo un espeluznante rugido. Los cimientos se desestabilizaron. Yokono cayó al suelo. La cama se abalanzó sobre su cuerpo golpeándola con fuerza. Las sillas se movían de un lado hacia otro. Nadie fue en su ayuda. Yokono gritaba, era la primera vez que levantaba la voz, tenía miedo de verdad. Su cara agradable y de aspecto risueño, se transformó, desencajándosele la mandíbula. Su rostro adquirió los matices del terror. Yokono a quien había golpeado la cama, se metió debajo de ella presa de pánico. ¡En su vida no había sentido tanto temor! En su cabeza un solo pensamiento: «¿dónde demonios estaría su pequeña?» La sola idea de no volver a verla, le aterraba. Mientras, al otro lado de la ciudad Yuki se debatía en un frenético trabajo por controlar el reactor. Numerosas explosiones se fueron originando alrededor de la central por lo que los operarios junto con los bomberos


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que llegaban, achicaban agua para enfriar los reactores, porque la población corría peligro si el gas tóxico se expandía por la atmósfera. Fueron momentos de pánico, que se vivieron con heroicidad y después se hizo el silencio, llegándose a sentir incluso una calma aparente… mientras las sirenas avisaban de que un tsunami se acercaba a la costa. La ola no se dejó esperar pasó arrasándolo todo, llevándose por delante lo que pillaba a su paso: barcos, coches, casas, personas… un sinfín de vidas se perdieron ese día. Mientras, en el hospital, las enfermeras intentaban salvar la vida de cuatro bebés que nacieron ese mañana, entre ellos estaba Akina. Aquella niñita pequeña, de carita redonda, que apenas había abierto sus ojos para mirar al mundo, se encontraba indefensa ante aquella salvaje ola gigante que parecía que iba a tragársela junto a los demás bebés que se encontraban al amparo de dos enfermeras que intentaban ponerlos a salvo. Con el fin de evitar la pérdida de aquellas preciosas vidas que acababan de conocer el mundo, las bravas enfermeras cogieron a los cuatro bebés y los llevaron hacia la azotea del hospital, sin rechistar, sin pensárselo dos veces. Cada una tomó a dos de los bebés, cada uno en un brazo, y salieron al exterior para subir por la escalera de incendios. Con precisión y sin dramatismos, comenzaron el ascenso. Cuando llegaron arriba, contemplaron con estupefacción que el espectáculo era apocalíptico: una gran pared oceánica se aproximaba sin apenas dar un respiro a las miles de personas con las que se encontraba a su paso. Afortunadamente aquella impresionante ola gigante fue perdiendo fuerza conforme avanzaba hacia el interior de la ciudad, devastándolo todo. Al aproximarse al hospital se había transformado en un amasijo de chatarra flotante, de lodo, de cuerpos humanos y de animales flotando en el agua. La ola desafiante logró contener su furia. Pasó casi rozando las paredes del hospital, sin producir ningún daño. El edificio quedó abnegado, en medio de un gran charco de agua. Las enfermeras se miraban horrorizadas. Aquella visión espeluznante, las hacía sentir impotentes,


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desgraciadas, ante lo que se les avecinaba. Con la sensación de que cumplieron heroicamente con su deber: poner a salvo la vida de aquellos indefensos bebés. Akina abrió sus preciosos y negros ojos y arrugó el entrecejo. La enfermera le cogió su manita y le sonrió satisfecha. Por un momento pensó que no lograrían salvar sus vidas ni las de los cuatro pequeños. Pero como los milagros existen, Akina y los otros bebés y las dos enfermeras volvieron a nacer de nuevo ese día. A los pocos minutos volvió el silencio. Las sirenas callaron. El hospital estaba intacto. La ola no había traspasado el umbral del edificio. Yokono salió de debajo de la cama en donde estuvo todo el tiempo que duró el terremoto y el tsunami, presa de una terrible sensación de frustración, ya que no hizo nada por localizar a su pequeña. Caminó por el pasillo calmada, mirando a los demás enfermos que deambulaban por allí, de un sitio a otro, desorientados. Buscaba a Akina con el ansia de quien quiere apaciguar el sentimiento de culpa. En aquel momento sorpresivamente apareció la enfermera que había puesto a salvo a Akina. Sosegada le acercó a la pequeña, que estaba llorando porque tenía hambre y quería comer, o al menos acercarse a algo de donde sacar alimento. —Tiene hambre —le dijo consideradamente. Yokono cogió a Akina en sus brazos y la abrazó fuertemente contra ella. —Gracias —miró a la enfermera y después volvió sus ojos a la pequeña. Le colocó su dedo suavemente entre sus encías para calmarle el llanto y se dio la vuelta para regresar a su habitación para darle de mamar. Transcurridas unas horas, la tierra quedó en reposo, como si de una mala pesadilla se hubiera tratado. Los médicos, las enfermeras, todo el personal sanitario, los enfermos, las parturientas, todos sobrevivieron a aquel infortunio. Seis días después del desastre Yuki conoció a su pequeña Akina «flor de primavera». Aquella calamidad desbarató los planes de la joven pareja, que tuvieron que esperar algunos días para volver a estar juntos


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nuevamente. HabĂ­an conservado la vida por un milagro o la suerte o el azar, que quiso que los tres vivieran a aquel cataclismo.


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Juani G. Costa. Nació en Mazarrón (Murcia). Su amor por la lectura le viene desde muy pequeña gracias a su madre. En una época en la que, entre las gentes de un pueblo pequeño, no era muy habitual leer. La autora recuerda las plácidas tardes en las que su madre, robándole tiempo a sus múltiples quehaceres, junto a la maestra del pueblo leía o comentaba los libros que esta le había dejado. La cara de felicidad que su madre tenía en esos momentos la hacía tan hermosa, que aquello de la lectura debía ser algo muy bueno. Sin embargo la escritura no la descubrirá hasta que, pasados los cuarenta, comienza a estudiar el acceso a la universidad. Entre folios y libros, resúmenes y reseñas descubre como a través de la escritura, puede comunicar sentimientos, nostalgias, placeres, experiencias… Tiene mucho que contar, pero no sabe como hacerlo. Para ello se matricula en un curso de escritura creativa, al principio piensa en abandonar, pero, poco a poco, va viendo como de su mano surgen historias. Al año siguiente repite y es en este segundo curso donde comienza una nueva andadura a través de las letras: manda su primer relato a un concurso y escribe esta maravillosa historia de amor. Este relato está inspirado en la hermosa historia que vivieron sus abuelos y en todo el amor que estos supieron darles a sus descendientes: hijas nietos y biznietos.


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Juan y María, regreso al hogar En la pequeña plaza del pueblo, esa mañana, reinaba una algarabía inusual. Las mujeres, algunas venidas de otras aldeas, hablaban, esperando la mensual llegada del vendedor ambulante, mientras los niños jugaban. Juan un muchacho de unos quince años, apartado de ambos grupos, miraba embelesado a una muchachita que riendo corría tras su hermano pequeño, la bocina anunciando la esperada llegada lo sacó de su ensoñación. Cuando su madre se hubo aprovisionado con todo lo que necesitaba: café, azúcar, telas… —y como extra unos caramelos de miel—, cargaron todo en el carro, se despidieron y emprendieron el camino hacia su aldea. Durante el trayecto, Juan, un muchacho alegre y dicharachero, se mantuvo callado, pensativo, no se podía quitar de la mente a aquella pequeña diosa. En él había nacido un sentimiento nuevo y desconocido, pasaba las noches soñando con esos ojos profundos que lo habían hipnotizado, con su larga y sedosa melena y, sobre todo, con aquella risa alegre que lo había cautivado. Necesitaba contarle al mundo lo que sentía, pero no se atrevía a sincerarse, ni tan siquiera con sus más íntimos amigos. Solo era capaz de hacerlo con su viejo cuaderno, en él plasmaba esas nuevas y maravillosas sensaciones, pensando que algún día su amada lo leería. Con el paso de los años, Juan se había convertido en un guapo y atractivo mozo, por el que suspiraban numerosas jovencitas casaderas, pero él solo tenía ojos para María, la niña de sus sueños. Cuando esta cumplió los dieciséis, Juan le confesó su amor. Era una cálida tarde de septiembre, él, el día anterior, le había hecho llegar una carta diciéndole que la esperaba al caer la tarde junto al río. La vio venir a lo lejos, su cuerpo delgado y esbelto, la larga melena y ese andar, tan suyo, rápido y decidido la hacían inconfundible. El corazón le palpitaba con fuerza, por fin iba a poder decirle todo lo que sentía. María que desde muy niña soñaba con él, ahora, lo tenía junto a ella diciéndole todo aquello que tanto había


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deseado oír. Cuando Juan acabó de hablar, los dos lloraban, reían, se besaban. Ella sólo le dijo: —¿Por qué has tardado tanto? Disfrutaban de su felicidad, compartiendo el placer de mirarse, abrazarse, reír juntos… En las tardes de domingo, cuando Juan no trabajaba, este le leía el cuaderno que, durante años, tan amorosamente había escrito para ella, mientras degustaban una deliciosa merienda que María, guardando un poco de aquí y un poco de allí, había logrado preparar. Pero su felicidad se vio truncada por una carta que anunciaba el reclutamiento de él. Le había tocado ir a Melilla. Estuvieron separados tres largos años, en los que María se llevó la peor parte. Juan, aunque la añoraba muchísimo y dedicaba la mayor parte de su tiempo libre a escribirle, en sus permisos salía de paseo con sus compañeros para conocer la ciudad y tomar algún vino, cuando su precaria economía se lo permitía. Mientras, María apenas salía de su aldea, su tiempo lo dedicaba a trabajar en el campo, a leer, una y otra vez, las cartas que Juan le mandaba y a bordar primorosamente el ajuar que un día compartiría con su amado. Solo salía a alguna fiesta de pueblos cercanos, cuando su hermano y sus primos insistían mucho. Por fin la espera acabó, Juan regresó y con él la alegría de María. Comenzaron a hacer proyectos en común, él le decía que no podía estar un minuto más sin ella, que se había pasado toda la vida esperándola…y ella, la reflexiva y sensata María, una noche de verano lo siguió, se fue con él, jurando no separarse jamás. Se casaron. Unos tíos de Juan que no tenían hijos y querían a éste como tal, les proporcionaron casa y tierras. Al año de casarse nació su primera hija, María, dos años más tarde vendría su segunda hija, Lucía. Vivían inmensamente felices y, aunque trabajaban duro, María se dedicaba a la crianza de gallinas, conejos, cerdos… cuidaba su casa y a sus pequeñas, mientras Juan cultivaba las tierras de sol a sol. Al finalizar la jornada siempre tenían un rato para jugar con sus hijas, hablar con sus vecinos sobre la labranza, los nuevos aires que traía la república… y dedicar un tiempo para ellos. Las


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niñas, que como decía María, eran sanas y alegres hacían las delicias de toda la familia, pero el fatal destino les tenía preparada otra mala pasada. A los ocho años de estar casados estalló la guerra civil española, un año antes había venido al mundo la pequeña Lola, su tercera hija. Con tan solo veintiocho años, María se quedó de nuevo sin Juan y con tres hijas que cuidar. Sus padres le insistieron hasta la saciedad para que se fuese con ellos a la finca, pero ella no cedió, debía cuidar sus tierras y su casa, en ausencia de su marido. María, aparentemente frágil por su extrema delgadez, tenía una enorme fortaleza que la hacía crecerse ante las dificultades, por ello, aunque lloraba la ausencia de su esposo, se dijo, que no se dejaría vencer por aquella maldita guerra. Sacrificó un cerdo y con él hizo embutido, saló los jamones, conservó carne en adobo. «Para mi y mis hijas», pensó «tengo, administrándola, comida para una buena temporada». Seguía con la cría de animales de corral que luego vendía o cambiaba por aperos, telas para hacerles vestidos a las niñas…, a la vez que cuidaba las tierras, la casa y a sus pequeñas. El ajetreo del día no le dejaba demasiado tiempo para pensar, pero las noches eran terribles. Se acostaba junto a sus tres hijas abrazándolas, temerosa de no llegar al día siguiente. Escuchando el sonido de los aviones, el sonar de las bombas y, siempre, pensando en su querido Juan. ¿Estará bien? Y si es así, ¿dónde estará? Hacía tanto que no sabía de él. Algunas de esas noches en vela oía el ruido de coches o camiones, voces y tiros, entonces apretaba más a sus hijas y deseaba que su marido estuviese bien. Al día siguiente se enteraba de que habían venido en plena noche a buscar a un vecino, por un simple chivatazo, sin pruebas de nada, lo habían arrastrado fuera de su casa, delante de sus hijos, y lo habían fusilado…«le habían dado el paseíllo». María maldecía el odio que aquella guerra sin sentido había generado entre gentes que ayer eran amigos, todo esto no podía ser verdad, no podía ser cierto que hermanos, sin ninguna ideología política, luchasen contra hermanos, esta locura debía terminar.


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Con el paso del tiempo, todo empeoraba, cada vez había más hambre y miseria, las reservas se iban acabando, las madres impotentes no podían alimentar a sus hijos. María decidió sembrar, pero para ello necesitaba grano. «Se lo pediré a los señores», se dijo resuelta, la finca de los señores había sido cuidada por su familia desde hacía dos generaciones, ellos la habían visto nacer, no se lo podían negar. Con tal fin, una mañana antes del amanecer, enganchó el famélico burro al carro y se dirigió hacia Mazarrón. Cuando salió de su casa la noche, aún oscura, sólo era rota por los disparos y las bombas que caían en la castigada Cartagena. Iba muerta de miedo, deseando que llegase el día. Las historias que le habían contado aumentaban su desasosiego, a lo lejos, vio una luz tenue que intermitentemente se apagaba y encendía, sin duda era una contraseña. El pánico no la dejaba ni respirar, deseó haberle hecho caso a su padre cuando le dijo que aquellos caminos no eran seguros y, menos, para una mujer joven como ella. Paró el carro, recordó a Juan, a sus pequeñas, escuchó ruido entre los matorrales y de golpe… dos manos la aprisionaron, una le tapaba la boca, la otra los ojos, una voz masculina sonó a sus espaldas. —¿Qué haces tú aquí? ¿Llevas comida? María presa del miedo no podía contestar, finalmente les señaló un hermoso gallo que les llevaba a los señores como presente. Notó cómo la presión de las manos se aflojaba, cómo cogían el único gallo que le quedaba y cómo se marchaban, no sin antes avisarle de que esta vez había tenido suerte y de que no debía andar sola por esos caminos. No supo el tiempo que transcurrió antes de que pudiera moverse. Cuando por fin lo hizo, pensó regresar a su aldea, pero enseguida desechó la idea, no había llegado hasta allí para regresar sin nada. Cuando hubo recorrido los quince kilómetros que separaban su casa de la de los señores, ya era media mañana. Les contó el motivo de su viaje y lo que le había sucedido en el trayecto, éstos le dijeron que no le podían dar mucho grano, ya que ni a ellos les quedaba, pero que su valentía merecía una recompensa. Regresó a su casa lo antes posible, no quería que le cayera la tarde. Durante los siguientes meses, trabajando hasta la extenuación,


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sembró, recogió la cosecha, trilló y cuando tuvo el grano envasado, llegó aquel coche negro, de él salieron dos hombres armados y le dijeron que su cosecha quedaba requisada, María se negó y sólo se rindió cuando en su garganta notó el frío metal del fusil. El invierno daba sus últimos coletazos, comenzaba la primavera de 1939, cuando se empezaron a escuchar las primeras voces que anunciaban el fin de la guerra. Una noche en la que María se hallaba planchando con la vieja plancha de carbón, escuchó como alguien tocaba a su puerta, las niñas dormían, muerta de miedo no sabía qué hacer, los golpes continuaban, subió al piso superior, donde tiempo atrás guardaban el grano, miró por la pequeña ventana. Junto a su puerta había un hombre con aspecto de mendigo, cogió la vieja escopeta de caza, «nadie va a hacerle daño a mis pequeñas», pensó. Sigilosamente se acercó a la puerta, creyó escuchar una voz, al principio el miedo le impidió reconocerla, pero ahora la escuchaba clara, era la voz de Juan. Abrió rápidamente la puerta y ambos se fundieron en un largo y cálido abrazo. Las niñas, que se habían despertado por el ruido, miraban temerosas a aquel desconocido que se cubría con una vieja capa, María las tranquilizó y las llevó de nuevo a la cama. Encendió el fuego, calentó agua, y allí, al calor del hogar, María fue, poco a poco, lavando a su esposo, acariciándolo, curándole las heridas del cuerpo y del alma, no tenían prisa, el tiempo se había detenido. A pesar del cansancio, se pasaron la noche despiertos, callados, mirándose, temiendo cerrar los ojos y que todo hubiese sido un sueño. Por fin, rendidos y felices, al alba lograron conciliar el sueño. Cuando Juan se despertó, con los ojos aún cerrados, alargó un brazo buscando a su esposa, pero ella no estaba junto a él. Se incorporó de golpe, temiendo que todo hubiese sido un sueño. Todo era real, estaba en su casa junto a sus cuatro mujeres, vio su ropa junto a la cama. María se había levantado antes para que él lo tuviese todo preparado al despertarse. Juan se vistió y abrió la puerta de su casa, seis pequeñas manos se abrazaron a sus piernas. Eran sus tres hijas, que ahora, vestido con las ropas que María siempre tenía preparadas para su regreso, sí reconocían en él al padre, del que todas las noches su madre les hablaba. Se agachó y


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abrazó a sus tres hijas, María se unió al grupo y así, abrazados, miraron al horizonte, la vida les esperaba. La posguerra fue muy dura, tuvieron dificultades, pero ellos lograron salir hacia delante. Sus hijas se casaron y les dieron cinco nietos a los que amaron profundamente. Alguno de estos nietos, aún hoy, estando en la casa en la que vivieron sus abuelos, en las noches, creen ver a su abuelo con una sábana sobre la cabeza tratando de asustarles. A Juan y a María ya solo lograría separarles el viaje final de sus vidas. Una vez más, fue Juan el primero que se marchó. Este, al final de su vida olvidó muchas cosas, pero lo que nunca olvidó fue su gran amor por aquella muchachita de ojos profundos y pelo sedoso.


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Pilar Penades. Aficionada a escribir relatos sencillos en casa, en la playa, en el monte, en el autobús o en el tren, participa en los concursos literarios fáciles. Su mayor logró sería poder hacer llegar lo que escribe al mayor número de personas, para emocionarles y para que disfrutaran leyendo. Su motivación, es que con el paso del tiempo, al volver a releer los relatos, vuelve a vivir el momento, y se vuelve a sumergir en ese tiempo.


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La despedida La luz del sol va haciendo aparecer la ciudad otra vez, las farolas se duermen, las fuentes se hidratan, las calles vuelven a cubrirse de vida y empieza a sonar el rodar de algunos coches. Amanda, como cada día, aligera el paso para llegar cuanto antes a casa de Joaquín, porque el tiempo junto a él tiene un valor muy preciado en este momento. Al llegar, el sonido que provoca el girar de la llave en la cerradura, le ha vuelto a Joaquín la mirada hacia la puerta, que vigila cariñosamente desde dentro la llegada de su hija. Al entrar, Amanda ve en su agradecida sonrisa la alegría de verla y en su saludo las ganas de vivir y volver a comenzar el día. —Que tal papa, ¿has dormido bien?. —Sí, bueno me he despertado alguna vez, y escuchando la radio, se me ha pasado mejor el tiempo, la noche es tan larga. Y los chiquillos, ¿ ya se han ido a clase? —Sí, los tienes tan mal acostumbrados a traerles los cruasanes calentitos, que todo les parece, no tan bueno. El olor a café cubre la casa y Joaquín, espera a Amanda, con su usado pijama azul que anoche le ayudo a ponerse, con la cara legañosa y sin asearse, cosa extraña en él, sentado en su confortable butaca junto a la puerta, a la que ha conseguido llegar desde la cama, también ha encendido la cocina y la televisión. Sus antes manos fuertes, ahora poco a poco se le debilitan sin solución como el resto de su cuerpo, al observarlas Amanda, las nota mas huesudas y delgadas, pero bellas, sabe que son manos trabajadoras que han sufrido por los demás, han consolado, acariciado y se han entregado sin egoísmo. Amanda se dirige a la cocina, hablándole «te preparo enseguida el desayuno», entra a la habitación del fondo donde duerme todavía su madre. Mientras tanto Joaquín silencioso, sigue esperando en la butaca del salón, últimamente practica mucho la paciencia y prefiere escuchar a tener que forzarse en hablar, que tanto le cuesta últimamente, son rasgos de su personalidad, es un


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hombre tranquilo y de pocas palabras, aunque extremadamente sociable. Amanda sabe, a pesar de lo callado que es Joaquín, que no existen secretos entre su querido padre y ella, pero… Este, que le ronda días en la cabeza, será uno de ellos. Hubiera podido contárselo, pero lo quería demasiado, y se lo delató a las nubes. Mientras Joaquín tomaba el reparador desayuno, Amanda sentada a su lado como fiel compañía, pendiente de los movimientos de su padre, se evadió por un instante con la mirada dirigida a la ventana puesta en el infinito, y pensó…

Ayer cuando volvía de tu casa hacia la mía, como todos los días. El sol quemaba todo lo que rozaba, las calles solitarias descansaban el medio día. De repente un aire fresco acaricio mi cara y me dio un momento de sosiego, el suficiente para alzar la mirada y observar los preciosos árboles abarrotados de violetas flores, que cada día me acompañan hasta tu casa, querido padre. Que alegres flores son y con su fuerte color adornan todo el recorrido, algunas se sueltan de las ramas y cubren el suelo formando una alfombre lila, las otras siguen amarradas a sus ramas y entrelazadas asemejan el techo del camino. Últimamente no consigo apreciar algunas maravillas que la naturaleza nos ofrece, te veo triste querido padre «¿ Sabes, papa?» Fueron las flores como en un sueño, las que me confesaron un secreto. Me contaron que ni tu ni ellas nunca os marchareis, solo poco a poco te ocultarás, con tiempo suficiente para despedirnos, para entender que siempre estarás aquí, como ellas. Les he agradecido su consejo, me despediré tranquila y viviendo el tiempo que nos queda. Me aseguraron que siempre te tendré, igual que ellas, cada año desaparecen de las ramas y con un infinito deseo de vivir, siguen pacientes, para volver florecer en primavera. Los días van pasando y las violetas flores se escondieron, cuando quiero diferenciarlas entre las ramas y las hojas del árbol, no las encuentro «no importa» confío en ellas.


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Como a ninguno de los dos nos gustan las despedidas, nunca te nombrare tu partida, porque realmente el billete de nuestras vidas, tiene muy borroso el día y la hora de vuelta. En este momento me gustaría no pensar en todo el amor recibido, en toda tu entrega hacía mi y hacía los demás en los momentos difíciles, por mas que busco no encuentro la recompensa. Cuando la oscuridad se apodera del día, me siento vencida por los recuerdos contigo, ellos son guerreros de mi alegría, ocupan parte de mis pensamientos cuando te miro y me envuelvo en el pasado contigo, querido padre. Cuando nos hallamos despedido, esos recuerdos perduraran para siempre, y rebrotarán como las violetas flores primaverales, y me llevarán hacía ti. Entonces, otra vez te seguiré teniendo alegre, me seguirás aconsejando, me tenderas una mano animándome y cuando las cosas se ponen difíciles, me recordaras que con amor y comprensión se vuelven fáciles, me enseñaras a llegar al final del camino con paciencia y resignación, y sabiendo que hasta el último instante merece la pena vivir con dignidad y disfrutando lo que nos rodea. Tu amor y compañía y tu siempre agradecimiento hacia los cuidados que te ofrezco, me reconfortan de mis cansancios y decaídas. Querido padre, si me pides el infinito seria capaz de conseguirlo, aunque por desgracia creo que todavía no se ha descubierto el camino que me lleve hasta él. Pero, no sufras, pues tu bien sabes, que existen sueños que se convierten en realidad. Ellos seguirán iluminándonos la noche, y el poco o mucho tiempo que tenemos, nos guiarán, para encontrar el camino que nos lleve a la paz y el sosiego que tanto necesitamos. De repente, la voz de su padre la volvió al salón: —Amanda me escuchas —se forzaba en repetir. —Sí, dime papa ¿has acabado? —He terminado, estaba muy bueno. ¿Saldremos hoy de paseo? —Claro, así practicaremos con tu nueva silla eléctrica y podremos llegar mas lejos sin que te canses,


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aprenderemos nuevas rutas donde llegar con ella, como tanto te gusta. Amanda le ha conseguido un plano bien grande de toda la ciudad, con recorridos pintados en varios colores, su padre disfruta intentando llegar a todos los rincones, sin importarle el medio ni el tiempo.


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Eduardo M. Calvo Nieves. Comienza a escribir a la edad de 16 años, sus primeros poemas y algunos sueños locos de juventud. Más tarde colaborará en la revista de su instituto. Posteriormente envía algunos artículos al periódico local en la sección de cartas al director, de esa etapa también corresponden algunas colaboraciones en llibrets de fiestas de Alicante. Su primer relato será publicado en la feria del libro de su ciudad en el verano de 2009. Dos años más tarde, realizará un taller de narrativa patrocinado por el ayuntamiento de Alicante. Y aprende el «andamiaje y la estructura» para poder escribir correctamente. Fruto de este aprendizaje, será la realización de un libro entre todos los compañeros de taller y en él aportará su colaboración con el relato «La luz de su ojos».


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La luz de sus ojos La doctora Paula Martínez no daba crédito a su hallazgo. Al fin, la teoría donde se sustentaba su tesis doctoral, leída hace quince años en la Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, cobraba todo el acierto y le daba toda la razón. Bastantes obras de pintores reconocidos del renacimiento, eran producidas por los propios talleres de estos afamados artistas y elaboradas por sus ayudantes más cercanos. Ellos tan sólo se dedicaban a firmarlas, y existían dudas respecto a estas, de hecho, serios estudios de grafología ponían en cuestión la autenticidad de dichas firmas. Paula estaba exultante ante la obra de Hyeronimus Bosch, conocido en España con el nombre de El Bosco. Había logrado descubrir después de muchos días de trabajo en el laboratorio de la fundación, una firma justo debajo de donde solía realizarlo el pintor. Además venía con propina, era el comienzo de un versículo del profeta Isaías qué decía: Toda carne es como el heno y todo esplendor como la flor… de momento no había logrado extraer del cuadro más información, quería esperar a que Toni, que era su ayudante; volviese de las vacaciones de semana santa, para enseñárselo y de paso que investigara sobre la grafología de la firma y el versículo de Isaías, a lo mejor… había sido realizado por la misma persona. La doctora Paula Martínez era una de las mejores especialistas en restaurar obras del renacimiento. La fundación para la cual trabajaba, había conseguido a través de la magnífica gestión realizada por su director que el museo de El Prado, permitiese la restauración del cuadro «El carro de Heno» de El Bosco. Paula sentía verdadera fascinación por este pintor, sobre todo cuando escuchó un día a su profesora Dª Pilar Aranda, contar cierta «leyenda negra» que circulaba en torno a la atracción y terror que el monarca Felipe II, «martillo de herejes», tenía sobre las pinturas de El Bosco. De hecho, llegó a pasar sus últimos días de vida en el monasterio de El Escorial, rodeado de las pinturas de éste. Dª Pilar decía que cuando descubrieron el cuerpo sin vida del monarca


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en sus aposentos reales, éste tenía el rostro desencajado como si hubiese visto el mismo demonio. A Paula le maravillaba la obra de este artista del siglo XV; al cual, en su época e incluso posteriormente se le condenaba como herético, llegando a sufrir tortura y cárcel en Venecia, donde algunos piensan que falleció. Paula se asombraba que aún existieran algunas de sus obras, sabiendo cómo se las gastaba la Inquisición. Además El Bosco fue un adelantado a su tiempo. Muchos pintores del siglo XX se fijaron en sus obras, sobre todo los del movimiento surrealista, como por ejemplo el propio Salvador Dalí. —¡Hola Paula! —saludó Toni alegremente entrando en el laboratorio—, ¡caramba doctora! ¡Qué progreso más espectacular! Como se nota que has estado haciendo penitencia todos estos días, en el «Santa Sanctórum« del arte. —¿Qué tal Toni, como te ha ido? Qué alegría verte, ¿has visto como está «El carro de heno de avanzado»? Pero antes de nada cuéntame cómo te ha ido. ¿Conseguiste que la bruja de tu ex, te dejara los niños? —Claro, no ves que tiene un nuevo ligue. Por lo tanto, los chavales le molestaban, pero nos lo hemos pasado de maravilla —a Toni se le iluminaba la cara hablando de sus hijos—. Me los he llevado al Maestrazgo de Teruel, allí hay unos paisajes espectaculares, además a Carlitos le apasionaron las montañas, sobre todo el parque natural de Aliaga que es una zona geológica increíble, sin olvidar los Órganos de Montoro son fascinantes. En fin, me lo he pasado pipa con los críos juagando a Indiana Jones. —Como me alegra que halláis disfrutado, te lo merecías Toni, pero ahora si te parece, hablemos de lo nuestro. Acércate y mira detenidamente el cuadro, y más concretamente debajo de la firma de El Bosco. Dime tu opinión, estoy atacada de los nervios… —Veo que tenemos leyenda incluida. Eso está bien, así jugaremos a detectives. —Es un versículo del profeta Isaías y no una leyenda.


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—Usted perdone mi ignorante atrevimiento. Pero como sigas castigándote la vista de esta forma, vas acabar como el maestro, que al final de su vida artística estaba casi ciego. —Ahí has dado en la clave, porque quién sabe si sus últimas obras no las realizaron sus ayudantes y él tan sólo firmaba al final ¿eh?; tengamos en cuenta que todo se regía por gremios y había que sobrevivir de algún modo, ¿no te parece? —Visto de esa manera… —respondió Toni—. Paula, ¿tú sabes en que lío te vas a meter? —Nos vamos a meter, tú también estás en el mismo barco. —¿El gran jefe está al corriente de tus progresos? —Toni, Toni… como se nota que has estado de vacaciones, que facilidad tienes para desconectar, cómo te envidio. Pero alma cándida, cómo va a saber algo D. Fernando si todavía no se ha incorporado y con suerte lo hará esta tarde. —Joder… aquí hay gato encerrado, al final como siempre te vas a salir con la tuya. Esto no le va a gustar a alguien que conozco. Y vete pensando a ver como se lo planteas. Recuerdo cierta historia de juventud universitaria —Paula lo interrumpió. —Lo que sucede es que aquello… ocurrió hace quince años, y sé que D. Fernando no estaba de acuerdo con el planteamiento un tanto osado por mi parte. Hizo la vista gorda en el tribunal. Sobre todo gracias a la actual rectora de la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, la Catedrática Dª Pilar Aranda y directora de mi tesis. Pero ahora todo aquello tiene sentido y tenemos pruebas palpables; por eso quiero que realices un estudio exhaustivo de las dos firmas que aparecen en el cuadro, y las compares para ver si fueron efectuadas por la misma persona. —Ardua tarea la que me impones Doctora, merece la pena intentarlo. Además cuando pueda tengo que observar el tríptico con tranquilidad, es posible que tengamos alguna sorpresa más. — ¿A qué te refieres? —Fácil, si es cierto que las firmas son diferentes, seguro que hay más pistas en el cuadro al margen del


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versículo del profeta Isaías. Supongamos que la firma que hay debajo de la de El Bosco, sea la de la persona que pintó verdaderamente el cuadro, ¿de acuerdo?, entonces estoy convencido que en el tríptico hay algo más, alguna señal que nos diga quien fue su verdadero autor o autora… —Toni, en 1502 sólo pintaban los hombres. —Eso es lo que hasta ahora nos han dicho los amigos tuyos de la academia, con los que te llevas tan bien. De momento el nombre que figura debajo de El Bosco pertenece casi con toda seguridad al de una mujer, y posiblemente sea la del propio pintor. —No pude ser, te estás refiriendo a Aleyt van der Mervenne. —Todavía no lo sé, porque hay que investigarlo y contrastar las diferentes grafías, pero esto es una corazonada, de todos modos, seamos científicos y no nos dejamos llevar por la pasión del instante. D. Fernando Carretero, se presentó esa misma tarde como Paula había previsto. Venía de lo más cordial, y su rostro reflejaba un tono más moreno, fruto seguramente de su estancia en alguna playa levantina. Desplegó una amplia y reluciente sonrisa a lo Julio Iglesias y dijo: —¿Qué tal esa semanita de descanso doctora? —a la vez que comentaba—: pero que pálida que está, ¿se encuentra bien? debería salir más y divertirse como hago yo. El mundo es algo más que este laboratorio, hágame caso diviértase que aún es joven, si quiere yo puedo ayudarla… —Paula lo interrumpió al instante. —D. Fernando, ya le he dicho alguna que otra vez, que si deseo sus consejos ya se los pediré, no se preocupe tanto por mí. Me siento realizada y satisfecha con mi vida y mi trabajo. «Que plasta, siempre está igual» pensó Paula. —No hay nada que agradecer Paula —respondió D. Fernando—, cuando me hice cargo de la fundación, en la primera persona que pensé fue en ti. Para mí eres la mejor en tu especialidad, aunque tengamos diversidad de opinión en ciertas cuestiones artísticas.


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»Pero… ya sabes: para gustos, los colores. Bien, veo que has trabajado intensamente en el cuadro que nos dejó El Prado. —Sí, y además quería comentarle que en el proceso de restauración del mismo, he descubierto algo interesante. —Alguna leyenda negra oculta detrás del lienzo, sobre la extraña muerte de Felipe II contada por el propio padre Atienza. —No se burle de mí, D. Fernando, le estoy hablando en serio. —Ese es el problema, que siempre me hablas muy correctamente. Tan mayor me ves… sólo tengo doce años más que usted señorita. —D. Fernando no siga por ese camino. Usted es un hombre agraciado y seguro que tiene un buen ramillete de damas dispuesto a seguirle. Conmigo le puedo asegurar que se aburriría enormemente. —Está bien, que ha descubierto nuestra Agatha Christie del Arte. —Bueno, con usted hablar en serio es imposible, pero de momento, Toni va a investigar una firma que está justo debajo de la del propio pintor. —Acabáramos… otra vez vuelven los fantasmas del pasado. —Bien sabe usted que soy bastante científica y me considero una profesional de mi trabajo. Y le digo más, es posible que la línea de investigación que abrí hace quince años, ahora recoja sus frutos. —Cuidado doctora con la delgadez de esa línea. Puede ser que la segunda firma que aparece en el cuadro, la hubiese realizado el propio Hyeronimus. Quién sabe si lo hizo por algún motivo especial, ¿no le parece? —Para eso estamos aquí, para restaurar y descubrir si hay algo que descubrir y que por cualquier motivo o razón en su día se ocultó, o por temor a alguien, ¿no? —En cualquier caso, no de un paso sin mi aprobación, ¿estamos de acuerdo doctora? —No se preocupe D. Fernando, estará usted al corriente de nuestras investigaciones.


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Al día siguiente, Paula llamó al despacho de su antigua profesora Dª Pilar Aranda para concertar una cita. Las dos mujeres mantenían una buena relación profesional y un cariño muy especial, sobre todo desde que Dª Pilar había aceptado dirigir la tesis de ésta y su posterior carrera como restauradora. —¡Hola Paula! ¿Cuánto tiempo sin saber de ti, dónde te metes? —Pues ya ves Pilar… estoy liada como siempre en el laboratorio de la fundación, y quería comentarte algo que he visto en el cuadro que estamos restaurando. Si tienes tiempo, podríamos vernos una tarde esta semana, merendamos, damos un paseo, y ya te cuento ¿te parece bien? —Por mí perfecto, pero hasta la semana que viene no dispongo de tiempo, espera un momento que consulto la agenda —Dª Pilar buscó un hueco y dio prioridad a Paula—, sí te viene bien para el jueves próximo podemos vernos y hablamos, un beso, hasta pronto Paula. —Otro para ti, nos vemos pronto Pilar, adiós. Mientras tanto, el ayudante de Paula seguía con sus pesquisas. Además de ser un gran experto en Historia del Arte, lo que le fascinaba a su jefa era la habilidad que tenía para montar y desmontar lienzos sin ser dañados. Toni tenía fama de haber encontrado verdaderos mensajes cifrados en clave muchas veces, ocultos detrás del lienzo y que algunos artistas utilizaban para reivindicar alguna acción que no se atrevían a realizar en persona. Si «El carro de heno» escondía algún mensaje, seguro que Toni lo sacaba a la luz. —¡Hola jefa! —Toni irrumpió en el laboratorio—, tengo una buena nueva. —Dime Toni...—Paula estaba ansiosa—, ¿era de la mujer de El Bosco la otra firma, dime, dime que es verdad? —Tranquila Paula… déjame que te explique. Mira he estado consultando con alguien más experto que yo en estas cuestiones, y me ha asegurado que esa firma corresponde a la de una mujer, por el trazado y por la delicadeza de forma y estilo. Me ha confirmado que las


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dos firmas han sido realizadas por personas diferentes y que una de ellas es mujer. Blanco y en botella, ¿verdad? —Ahora es preciso que esa persona redacte un informe. ¿Tú crees que lo hará? —No creo que tenga ningún problema. Es un buen amigo y experto en grafología, le entusiasma colaborar en estas cuestiones, por eso no te preocupes. Estoy pensando que podría intentar desmontar la parte posterior del tríptico. Igual encontramos alguna sorpresa… ¿No crees? —Me has adivinado el pensamiento, pero tenemos que hacerlo cuando D. Fernando y el resto del personal se halla marchado. —Por eso no hay problema, además esta noche está de segurata el bonachón del Andrés. D. Fernando se despidió de Paula, ofreciéndose a llevarla a casa, ésta se lo agradeció, pero sutilmente rechazó la propuesta. Mientras tanto, Toni hacía como se marchaba también, aunque en realidad iba en busca de comida, refrescos y café. Era adicto a la cafeína, tanto o más que a sus hijos. Pasada media hora llegaba la caballería. Toni saludó a Andrés y le ofreció parte de las viandas, éste le dio las gracias, tomó una coca-cola y se dispuso a escuchar su programa de radio favorito. —Bueno Paula, vamos a cenar algo que con el estómago lleno se trabaja mejor —dijo Toni irrumpiendo en el laboratorio—. Media hora más tarde, se disponían a desmontar quinientos años de historia. La doctora estaba como un flan, su ayudante la tranquilizó, diciéndole que tan sólo se ocupase del café, el resto era cosa suya. Con infinita paciencia y tranquilidad fue desmontando el tríptico. —¿Si tuvieras que esconder algún mensaje, en cuál de las tres tablas lo harías tú, Paula? —Yo lo pondría en la del centro, que para eso es la más grande. Antes de empezar con el cuadro de El Bosco, Paula montó su trípode y se dispuso a grabar todo el proceso en su vídeo cámara. Si descubrían algo, no estaba dispuesta


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a que se lo negaran. Quería luz y taquígrafos para los incrédulos académicos. Toni se dispuso con muchísimo cuidado a trabajar delicadamente en el tríptico. Después de cuatro horas intensas, sus esfuerzos se vieron recompensados. Era un pergamino muy pequeño, oculto en una oquedad lateral y tapado con masilla. Tenía el mismo color que la tabla con diferente textura. Con suma delicadeza Toni entregó el documento a Paula, advirtiéndole que no retirara el polvo adherido durante tanto tiempo, pues podría arrastrar lo que estaba escrito. La recompensa no se hizo esperar. Aleyt van der Mervenne, con su letra testimoniaba para la historia que ella era «la luz de sus ojos», como la llamaba cariñosamente su marido Hyeronimus Bosch y la autora del cuadro «El carro de heno». Paula y Toni volvieron a montar el tríptico, y se despidieron de Andrés. Por su puesto, el documento durmió esa noche en casa de Paula. Aleyt contemplaba su obra, le había costado mucho conseguir todos los matices de su preceptor. Tenía que ser igual que si lo hubiese pintado el maestro. Ya hacía tiempo que la vista de él no era la misma, sus ojos se fueron nublando poco a poco; ella decía que parte de culpa era debida a lo meticuloso que había sido en todos los detalles pictóricos. Siempre reflejó a sus visiones infernales y terrestres toda la miseria y terror, al mismo tiempo que ofrecía espacios de naturaleza y escenas de lujuria y perversión. —¿cómo llevas tu pintura amor mío? Preguntó Hyeronimus Bosch a su amada Aleyt. —Ya la tengo casi terminada, lástima que esa nube postrada sobre tus ojos, no te permita verla en toda su plenitud. —Seguro que has sabido plasmar en ella, toda la carga crítica hacia quienes nos gobiernan. Mientras ellos viven rodeados de grandes riquezas y llevan una vida depravada, el pueblo soporta como puede su mísera existencia —reafirmó Hyeronimus. —He tenido el mejor de los maestros posibles, — respondió Aleyt—, sólo falta que lo firmes tú mi amor.


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—Cada vez me resulta más molesta esta situación. Que seas tú la que trabaja toda la obra y que finalmente yo obtenga la gloria… no me parece justo. Aleyt, cariño, no permitiré más engaños. He pensado qué podrías firmar tú las obras, para eso eres la artista. —Pero si yo no soy nadie en el mundo del arte, además dime ¿cómo quieres hacerlo? —Muy fácil, tú firmas debajo de la mía, después la tapamos con una mezcla que me recomendó un antiguo alquimista conocido en Holanda. Estoy convencido que con el tiempo se descubrirá, y es más, yo añadiría a tu firma a modo de leyenda «la luz de mis ojos». Amor mío, no te das cuenta que estamos en 1502 y el mundo está cambiando. Fíjate en lo que estás pintando, hace tan sólo cuarenta o cincuenta años, estas tablas habrían sido pasto de las llamas inquisitoriales. —¿Quién te dice que esta no corra el mismo camino? —Nadie sabe el final de las cosas. Tú hazlo, a lo mejor dentro de mucho tiempo alguien descubre que detrás del pintor loco que veía visiones extrañas y las plasmaba en sus lienzos, había una preciosa ayudante y que éste no hubiese sido nada ni nadie sin «la luz de sus ojos». Por cierto ¿Qué nombre le vas a poner? —El carro de heno —respondió Aleyt—. Además me has dado una idea. Ya que voy a tener el placer de firmarlo, si te parece podríamos agregar una metáfora de origen bíblico y que pertenece al profeta Isaías y va muy bien con el contenido de la obra. —Estoy ansioso por conocerla… —Dice así: «Toda carne es como el heno y todo esplendor como la flor de los campos. El heno se seca, la flor se cae». Además en el tríptico que he pintado, he querido reflejar que el mundo es como un carro de heno y cada uno coge lo que puede. Ya sabes que este proverbio flamenco, mi padre lo llevaba a rajatabla para sus negocios. Por supuesto, no me he olvidado de la carga crítica como al Maestro le gusta: todos los estamentos, incluido el clero, quieren subirse a ese carro. Para ello no dudan en realizar lo que sea, desde los pecados que ellos mismos condenan a otros, hasta el asesinato si es preciso con tal de alcanzar el poder.


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—No esperaba menos de ti, de nuevo el alumno convertido en una maravillosa mujer ha superado al Maestro, como tú me llamas. Al jueves siguiente las dos mujeres se vieron cerca del museo de El Prado, y se pusieron al corriente en sus vidas. Cuando Dª Pilar Aranda; escuchó de boca de una de sus mejores antiguas alumnas, toda la historia del famoso cuadro del pintor flamenco, no salía de su asombro. —Nunca dudé de tu línea de investigación hace quince años y esto que ahora me cuentas, confirma aún más si cabe que estabas en lo cierto. ¿el viejo verde de tu jefe está al corriente de tus hazañas? —Toni y yo hemos decidido no contarle nada de momento. —Pero ¿entonces qué hacemos? Paula la tranquilizó: —Pilar, ¿tú me ofrecerías el salón de actos de la Escuela de bellas artes de San Fernando, para dar la noticia? —Cuenta con ello, pero sabes que a tu querido director de la fundación no le hará ni pizca de gracia. Posiblemente tenga consecuencias graves, me estoy refiriendo a las de tipo laboral, ¿comprendes Paula? —Ahora ya es tarde, no me puedo echar atrás. Además ya empezaba a estar harta del playboy de turno. Quien me preocupa es Toni, puede que a él también lo pongan de patitas en la calle. —Bueno es posible que al final tengáis que dar clases en tu antigua academia, no es igual de atractivo que el trabajo de restauración, pero algo es algo. —Sabía que podría contar contigo, muchas gracias Pilar, por todo tu apoyo. D. Fernando se quedó paralizado. Estaba cenando en casa tranquilamente, cuando en el telediario nocturno, daban la noticia que hacía temblar los cimientos de la academia del arte. Allí estaba la doctora Paula Martínez flanqueada por la rectora de la academia de Bellas Artes de San Fernando, Dª Pilar Aranda y su ayudante Antonio


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Buendía, gran experto en labores de restauración pictóricas del renacimiento. En medio de una gran expectación mediática y universitaria, haciendo justicia a una mujer maravillosa qué había sido la «luz de sus ojos«, la de uno de los pintores que mientras pudo ver, pintó aquello que los demás ni en sus más terribles pesadillas lo hubiesen imaginado. D. Fernando Carretero, echaba humo y trataba de hablar con Paula para comunicarle su cese como restauradora en la fundación. Pero era una noche muy especial y Toni no iba a permitir que se fuera a casa sin más, estaban de celebración, tomando unas copas por Madrid. A la cuarta llamada, Paula descolgó el móvil, apenas podía oír lo que su ex jefe quería decirle, aunque ya lo suponía. Esto irritó aún más a D. Fernando. Paula por fin estaba haciendo lo que él mismo le había propuesto un par de semanas antes, divertirse, bailar, etc. Pero como siempre, él no entraba en sus planes.


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Lilian Piqueres Casanova. Nació en Alicante un primero de abril de hace algunos años. Su inclinación a las letras siempre ha estado presente en su vida y en su formación académica. Se licenció en Derecho, pero en esa disciplina, confiesa, había poca cabida a la imaginación, por lo que continuó por su cuenta la formación en ese amplio campo que son las letras, mostrando igual afición tanto por la literatura como por la filosofía. Cómo ella dice «todo lo que tenga que ver con el ser humano». En su biblioteca encontrarás a sus maestros, aunque extraña ver en ella adosados y en estrecha comunión a Galdós y a Platón, a Gala y G. Cabrera a Aristóteles y a Santa Teresa de Jesús, sin embargo ella insiste en que se parecen muchísimo. No recuerda cuándo sintió la necesidad de escribir relatos, aunque sí cuándo escribió los primeros folios de una novela: con el impulso del nuevo siglo y «frente a la playa del Campello», como a ella le gusta puntualizar. Si queréis, leeréis sus relatos. Marcharéis a recónditos lugares. Viajaréis en la historia y os sumergiréis en la profundidad de lo que sois, pero solo al abrigo de una hoguera compartida en una playa os contará lo que siente.


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La puerta Mírame, háblame, alégrate, júrame, poséeme, libérame, recuérdame… Ámame, pero hazlo eternamente. «El amor, palabra por palabra»

En los meses de verano en la bahía, se hablaba mucho de amor. Los turistas que visitaban la ciudad ofrecían el semblante eufórico de la llegada, de la lejanía de su habitual entorno y de la inminente libertad. Iban cargados con sus maletones a pesar de que no se quedaban por mucho tiempo, abarrotaban el muelle que durante la mañana ofrecía un aspecto algo caótico. Sergi, Peter y yo, observábamos desde el malecón la llegada de las pasajeras, para escoger las que nos parecían más atractivas y lanzarnos a su conquista. Nos bastaba que los ligues duraran una semana. Era nuestro lema y nuestra especial forma de relajarnos, después del sobreesfuerzo que nos había supuesto los exámenes finales en la Universidad. Todos los años repetíamos el mismo ritual, pero ese año era especial, probablemente el último, antes de volver a la «vida responsable» que habíamos planificado. Sergi regresaría a Barcelona con su novia, con la que pretendía casarse tras cursar un máster en dirección de empresas. Peter marcharía a París, gracias a una beca que le permitiría completar su formación como cardiólogo. A mí me esperaba en Madrid el bufete de mi padre y sus socios. Ya éramos tres licenciados y queríamos nuestro premio en forma de piel joven, tersa y entregada. Elegíamos las turistas que nos gustaban, seguros de poderlas conquistar y realizábamos un reparto ordenado por preferencias. Primero era el tono de cabello, Peter se pirraba por las rubias. Luego era la indumentaria y ahí estaba Sergi exigiendo la de la falda más corta. A mí me daba igual, con tal de que colmaran mis expectativas de unos días sin más pretensión que la de no limitar mi íntima necesidad de libertad. Al fin y al cabo aquéllas muchachas buscaban intensificar sus vidas y nosotros estábamos dispuestos a todo.


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Fue el sol, el calor, el tono aturquesado del mar, la blancura de su blusa ajustada, el cabello brillante y moreno revuelto y escapado de las horquillas, y su escaso equipaje lo que paralizó mi mirada en Blanca, sin atender al «reparto» previo que estaban haciendo mis amigos. «Yo la de blanco» dije confiado. Me dirigí a ella con un saludo de bienvenida y aprovechando el revuelo de los taxis ya ocupados, me presenté además de como el idóneo guía de la ciudad para ella y para Rosa, la amiga que le acompañaba, como su única posibilidad de llegar al hotel en coche, al menos en la próxima media hora. Peter, siempre rápido y solícito se acercó tras de mí ofreciéndose para llevar el equipaje de Rosa, que aunque no era rubia, le resultó atractiva. Sergi que intentaba culminar nuestro «plan de reparto» persiguiendo a una pelirroja que exhibía sus fantásticas piernas enfundada en un diminuto short, no nos preocupó; sabíamos que lo encontraríamos por la noche en La Cala y en buena compañía, como así fue. Los bares de copas ubicados encima de la finísima arena de la playa, era sitio obligado de reunión, para los que buscábamos diversión y un poco de compañía, pero de entre ellos, La Cala, acaparaba la mejor fama por los cócteles de suave tomar para las chicas, que los ingerían a pares sin importarles el grado de alcohol que contenían. Esa noche fue para los seis la esperada. Charlamos. Bailamos. Bebimos. Nos divertimos con la expectativa de que así serían los días siguientes. Peter ya había intimado con Rosa. Sergi apuraba el último beso de su acompañante y a mí aquél chiringuito plagado de gentío me parecía un desierto en el que solo estábamos Blanca y yo. La escuchaba, la miraba, me acercaba a ella, pero no la tocaba. Conocía muy bien el juego de la seducción, solo debía conseguir que lograra verse a través de mis ojos. El calor hizo que una gota de sudor le resbalara por el escote. La deseé y ella lo supo. Me ofreció un paseo por la playa y accedí solícito. La atraje hacia mí y ciñendo su cintura con mi brazo, la guié hacia la orilla mientras sorteaba el gentío que se agolpaba en la barra. Pronto conseguimos alejarnos del resto. El respirar profundo del mar y la luna reflejada en su vestido blanco acrecentó mi deseo de tocar su piel. La besé y ella respondió a mi beso. La volví a besar y su boca respondió


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de nuevo a la mía. Saboreé su saliva y me aferré a su nuca, a su cabello hermoso y suave. Deslicé mi mano por su espalda, por su escote. Alcancé la botonadura de su camisa y liberé el encierro de sus senos. Ella temblaba, su rostro había tomado un aire de chiquilla que invitaba a abrazarla y yo, en medio del impulso frenético y la delicia de acariciarla sentí ternura. Los días siguientes, no hicieron más que intensificar mi interés por Blanca. Comencé a sentir la necesidad de conocerla mejor. Ella de igual forma, se volcó conmigo. Compartíamos los instantes entre risas y charlas y en cada gesto, en cada palabra creía descubrir sus pensamientos, su humanidad, sus valores. Deseé que fuera ella quien fulminara el yo que me había fabricado en mi relación con las mujeres, indolente, embaucador, impulsivo, manipulador, díscolo e infiel. Ése era yo. Todo hasta entonces había sido válido para mí, con tal de mantener a salvo mi amor, pobre, frágil, avergonzado y temeroso de entregarse. Todo me lo permitía, si lo disfrazaba de libertad. Pero empecé a sentir la alegría de poder olvidar el sentimiento de ese amor agazapado disfrazado de indolencia que hasta entonces me había acompañado en mi relación con las mujeres. Descubrí el agrado de hacer posible el íntimo anhelo de aceptar sin miedo, el hecho de que el sentido profundo de mi ser estaba en manos de una mujer. Blanca prolongó sus vacaciones algo más de dos semanas de lo que tenía previsto. Cuando comencé a ser consciente de la inevitable marcha de Blanca tras sus vacaciones, concebí un plan infalible para evitar nuestra separación. Ya entonces, ella resultaba imprescindible en cualquier proyecto que imaginaba para mi vida y yo había aprendido a querer ser amado. Poco más podíamos hacer sino vivir juntos o casarnos, si ella lo quería. Se lo diría esa misma noche, pero antes deseaba compartir la ilusión con mis amigos. A Peter no lo localicé, así es que acordé verme con Sergi. No pasaban de las cinco, cuando llegué a la Cala. Sergi me esperaba apurando una copa. Le había llamado esa misma mañana y le había confesado mis sentimientos


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hacia Blanca y mis proyectos futuros con ella. Él insistió en vernos. Tal y como esperaba Sergi fue directo al grano. —Si no fuera porque te conozco desde hace tiempo Franc, diría que te precipitas con esa chica —dijo Sergi provocando a su amigo. —No seas petardo, tío. Te lo digo por activa y por pasiva me voy a vivir con Blanca y si me presiona me casaré con ella. No más noches de búsqueda fatua de compañía, solo por hacerme sentir bien. No más noches sin conocer el nombre de quien duerme a mi lado. No más alcohol, ni más tías que se dejan las bragas en mi coche o lo que es peor, en el de mi viejo. Estoy decidido, esta noche quiero que cenemos todos en el mejor restaurante de la ciudad y allí junto a mis mejores amigos se lo diré. Vayamos al Bahía. —Puaff!, no me lo puedo creer. No es que no seas responsable cuando quieres, bueno, la verdad es que sólo a veces. Tu sabes bien cuando parar. Pero que ahora, precisamente ahora, recién acabada tu carrera. ¡Con lo que tienes por delante! —insistía Sergi. —Por eso. Ya tengo despacho propio. Mi padre, ya sabes que, con tal de perderme de vista, me monta el piso. Tengo veinticuatro años, Blanca tres más que yo. Me gusta, me pone, qué digo, la quiero. —Tú sabrás amigo —dijo Sergi no muy convencido. —¿Se puede saber qué te pasa? —preguntó Franc ya sin ambages. —Pues que no la conoces. ¿Cuánto tiempo tres semanas? ¿cuatro? Ya sé que la chica es mona. Frecuenta los mismos pubs que tu, que por cierto no es una garantía. Tenéis una amiga en común Rosa ¿no? Que conste que es una tía estupenda. Solo que en dos semanas se ha cepillado a media ciudad, sin contarnos claro está, a Peter y a mí —escupió con ironía Sergi. —Para ya Sergi, que te conozco y ya intuyo a dónde quieres llegar. Blanca me contó que Rosa tiene un problema psicológico y Blanca no es de las que da la espalda a sus amigos. —Me lo imaginaba Franc. No podía ser de otro modo. Porque o esa chica está enferma o es puta. Que conste que yo la respeto y la comprendo. ¡Por fin una tía


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que siente como un hombre! así debiera haber sido desde el comienzo de los tiempos. —Sergi, si piensas que lo que tengo es un calentón, andas muy equivocado. Blanca y yo compartimos inquietudes sociales, nos conmueve las mismas cosas, me comprende solo mirándome. Es honrada. Sensible en extremo. De una educación exquisita. Prefiere callar a ofender; hace que me sienta especial ante sus ojos y sabes… Zanjemos esta conversación. Sé que me quieres proteger y te lo agradezco. Pero no hay más que hablar. La noche prometía, Rosa y Blanca habían aceptado encantadas la invitación de Franc. Corrían de un lado a otro de la habitación, rebuscando entre sus maletas algo especial qué ponerse. Se maquillaron, se perfumaron y salieron de la estancia, como si la noche que estaba por venir fuera a ser la mejor de sus vidas. Franc y Peter las recogieron en el hotel. Sergi les esperaba sólo en el Bahía, mientras pensaba resignado en la conversación que horas antes había mantenido con su amigo. La noche comenzó animada y todos recordaron la primera noche en la Cala. El primer día de las chicas en la ciudad, su llegada, el desparpajo de Franc al presentarse como guía. Comían, bebían, reían, charlaban. Sergi permanecía algo más serio entre las bromas de Blanca que se empeñaba en decir, que Sergi padecía mal de amores, desde que su amiga se había marchado. Hubo un momento en que las chicas fueron levantándose de la mesa para ir al servicio. Rosa se levantó primero y a los pocos minutos le siguió Blanca. No recuerdo cuál fue el impulso que me hizo igualmente levantarme de la mesa para acceder al aseo de caballeros. Lo cierto es que tras Blanca fui yo, sin que ella se percatara de mis pasos a sus espaldas. Los aseos eran contiguos. Blanca entró al de señoras. Cerró la puerta tras de sí y antes de entrar yo al de caballeros, sentí la infantil inclinación de apoyar la oreja en la puerta del servicio de señoras con la intención de escuchar los secreteos de las chicas para luego bromear sobre ello en la mesa. Bastaron unos segundos para que todo lo que había construido con Blanca se viniera abajo. Rosa preguntaba a Blanca cuándo iba a


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contarme que estaba casada. «Casada», me repetía una y otra vez. No pude escuchar la respuesta. Intenté reconstruir en un instante mi antiguo yo, el que había fabricado tiempo atrás contra el dolor. Pero fue en vano. Lloré y me juré que sería la última vez. Nunca más por una mujer. Volvería a ser el de siempre, el indolente, manipulador e infiel. Siempre infiel. Siempre engaño. Nunca entregado. Regresé a la mesa con Sergi y Peter, las chicas ya habían tomado de nuevo sus asientos. Fingí una llamada en mi móvil y me dirigí hacia la puerta con la intención de no regresar al restaurante. No pasó más de media hora cuando Sergi me llamó preocupado. «No pasa nada tío» le respondí. «Lo he pensado mejor y estoy en la Cala con una tía buena. Tenías razón, uno no puede renunciar a lo que es. Ya nos veremos. Dile a Blanca que me he tenido que ir a Madrid o a Singapur o lo que se te ocurra. Zanja el asunto. Seguro que sabes como hacerlo, eres experto en quitártelas de encima. Gracias amigo por todo. Si no es por ti estaría jodido». Sergi no pudo evitar esbozar una sonrisa. «Bienvenido Franc», pensó. Hacía tres años que Franc no visitaba la ciudad. Sergi y Peter le habían jurado no volverle a hablar si faltaba ese año a la cita en la Cala. Antes de reunirse con sus amigos, recorrió el malecón. Pensó en Blanca, la mujer que amó, amaba y amaría el resto de su vida. Observó el muelle y la riada de turistas que llegaban de todos sitios. Aquél lugar fue el inicio de un largo viaje al fondo de sus sentimientos. Hoy sabía algo que por entonces no entendía «se ama conforme uno es». Pensó en la cena en el «Bahía», en su orgullo herido. Una simple reflexión podría haberle llevado a pensar que Blanca estaba en proceso de una separación o de un divorcio. «¿Qué hombre dejaría sin más a su mujer pasar un mes de vacaciones en una ciudad como ésta acompañada de una amiga?, ¿por qué no di una oportunidad a Blanca?», seguía preguntándose. Pero conocía la respuesta. Tan contundente como sencilla. A veces lo que uno es o cree ser se erige como un impedimento insalvable para el amor. Estuvo esperando durante mucho tiempo noticias de Blanca, una carta, tal vez una llamada. Pero había una puerta infranqueable, un enemigo íntimo que la había


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sellado para siempre. Su miedo. Su orgullo. «Otra vez Franc», pensó. Interrumpió sus pensamientos y se dirigió a la Cala, allí estaban Peter y Sergi custodiando sus respectivas copas. Se abrazaron. Bebieron, rieron y Charlaron. Peter les contó que había conocido en el hospital donde trabajaba a una rubia de la que estaba localmente enamorado. Sergi dirigía una empresa de marketing y preparaba su próxima boda con su novia de siempre. —Y tu qué Franc —preguntó Sergi. —Lo mío nunca tuvo sorpresa. En el bufete de mi padre, ya sabéis, aunque he de reconocer que acaricio la idea de montarme uno por mi cuenta. Tal vez el próximo año. —No preguntaba por eso, tonto y tú lo sabes. Pregunto por las tías. A propósito, ni te imaginas quién me llamó hace dos meses dándome recuerdos para ti. Franc enmudeció por unos instantes. Apuró el último trago de su copa, sintió un pálpito y esbozando una tímida sonrisa, preguntó lentamente « ¿quién?».


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Gabino García Manzanares. La experiencia del autor en cuanto a la aventura de escribir es prácticamente nula. Sus escritos siempre se han circunscrito al ámbito del informe, la carta o la reclamación. Encuentra interesante la aventura de escribir, entre otras cosas, por la oportunidad que le brinda el poder desarrollar cualquier ideal sin el riesgo de ser interrumpido constantemente. Hace tiempo que escuchó la teoría de que ninguna persona debe abandonar este mundo sin haber plantado un árbol, haber tenido un hijo y haber escrito un libro. Y para cumplir con la tercera, recibe la formación que le brinda este taller de escritura creativa.


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La tormenta Un rayo destrozó el palo mayor que cayó sobre la cubierta arrasando gran parte de los aparejos que sobre ella se encontraban. Los vientos huracanados hacían que el velero Aurora pareciera una mota de polvo en la inmensidad del Atlántico. A pesar de sus más de quince metros de eslora y casi cuatro de manga, las olas de más de diez metros lo zambullían como si de una cáscara de nuez se tratara. El gobierno de la nave en esas circunstancias se hacía imposible y la única opción válida era la de cerrar bien escotillas y tambuchos y protegerse en el interior a esperar que el temporal amainara Mantener la estabilidad en el pequeño habitáculo donde se encontraba David era imposible, las constantes embestidas de las olas lo lanzaban contra los objetos que lo rodeaban, pero a pesar de ello consiguió emitir un mensaje de socorro con todos los datos que un marino experto como él sabía que eran imprescindibles para su localización. Poco a poco la escasa claridad que quedaba fue desapareciendo hasta convertir el horizonte en una negrura absoluta. David acercaba la cara al ojo de buey pero era imposible ver nada, tanto o a babor como a estribor sólo se veía el golpeo incesante de las olas y las violentas ráfagas de luz que producían las continuas descargas eléctricas. Un violento golpe de mar le hizo rodar hasta situarse sobre lo que era el techo del camarote. «Dios mío el barco ha dado la vuelta, esto es el fin». El agua comenzó a entrar en el interior del barco como consecuencia de la rotura del mamparo de entrada y lo que hasta ese momento había sido brega y actividad frenética se convirtió en desesperación. Durante unos segundos se abandonó consciente de que aquél era su final, cuando otro violento golpe de mar enderezó el barco, aunque por el estruendo, que se produjo supo que los daños causados eran tan importantes que seguramente sólo se estaba produciendo una pausa para el fatal desenlace.


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«Bueno al menos ya no entra tanta agua», observó con más pena que alegría. «Tengo que tapar esa vía de agua antes de que me hunda el barco». La desesperación se transformó nuevamente en actividad y empezó a buscar entre los objetos que se hallaban desperdigados por el camarote, algo que le sirviera para taponar la entrada de agua, que ya sólo se producía de forma intermitente cuando las olas saltaban por encima de la cubierta. Consiguió a taponar la vía de agua sirviéndose de un saco de dormir que apuntalo con el bichero, lo que le permitió hacer un repaso por el interior del barco para cuantificar los daños. Las olas seguían golpeando la embarcación con violencia, aunque la escora del barco era cada vez menor, lo que le llevó a pensar que posiblemente en la arboladura del barco hubiera desaparecido. «Mientras hay vida hay esperanza. Hay que evaluar los daños y reunir todo lo que sea utilizable para salir de esta». El agua le llegaba por encima de las rodillas inundando todos los compartimentos y poniendo en grave peligro la flotabilidad del barco, por lo que era imperativo achicarla, o el barco se hundiría. Por suerte el temporal empezaba a amainar, y aunque las sacudidas por el efecto de las olas lo seguía zarandeando, como un tente tieso podía desplazarse, aunque con dificultad, recomponiendo la desolada situación. «Lo primero es intentar achicar el agua. Tengo que ver si funciona la bomba de la sentina». Se dirigió como pudo al cuadro de mandos y accionó el interruptor. Inmediatamente empezó a oír un zumbido que le sonó a música celestial. —¡Bien, funciona! Aunque muy lentamente el agua empezó a descender lo que de nuevo elevó su muy maltrecha moral. Por otro lado los envites de las olas eran cada vez menores, aunque seguía siendo imposible mantenerse de pie si no estabas agarrado a cualquier parte fija del camarote. «Bueno ahora vamos a ver si hay alguien por ahí fuera». Descolgó el micrófono de la emisora accionó el interruptor, pero nada, la radio estaba totalmente muerta,


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ni el más mínimo ruido que le indicará que con ella pudiera pedir ayuda. Siguió accionando interruptores del cuadro, pero ningún aparato funcionaba, ni la brújula electrónica, ni al radar, ni la emisora de onda corta. Nada. «¡Coño estoy incomunicado!». Inmediatamente dedujo que se trataba de un problema de alimentación eléctrica. La bomba seguía funcionando pero él sabía que el sistema de achique disponía de un circuito eléctrico independiente. De nuevo la desesperación hizo acto de presencia, a pesar de que era evidente que la tormenta amainaba y eso le permitía desplazarse por el interior del barco y comprobar que el nivel de agua descendía, aunque mucho más lentamente de lo que a él le hubiera gustado. «Debo esperar a que calme el temporal para abrir el tambucho, un golpe de mar me podría hundir, o en el mejor de los casos meter de nuevo toda el agua que llevo evacuada». Pegó de nuevo la cara al ojo de buey pero nada, la obscuridad era total, ahora ya sólo de vez en cuando se veían los relámpagos, señal inequívoca de que la tormenta se alejaba. El agua le llegaba por los tobillos cuando la bomba de achique se paró. La batería del sistema de achique se había agotado. «Tengo que procurar que no entre ni una gota más, o me será imposible sacarla con la bomba manual». De nuevo la esperanza venció a la desesperación, y en su cabeza empezaban a surgir planes de supervivencia, cálculos de cómo reparar y acondicionar lo que quedaba del barco hasta que llegaran a rescatarlo. En Salvador de bahía estaba anocheciendo cuando el teléfono comenzó a sonar en la residencia de la familia Cabelos. —Por favor necesito hablar por el Sr. Cabelos. —¿Quién le llama? —Soy el Capitán del puerto de San Salvador, por favor dígale que es muy urgente. —De acuerdo voy a avisarle. —¡Dígame! —Señor Cabelos. —Sí.


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—Disculpe que le moleste, pero es que hace aproximadamente una hora hemos recibido una llamada de socorro del velero Aurora. Según los datos meteorológicos que poseemos, en las coordenadas que nos ha indicado en su petición de socorro se estaba produciendo una de las mayores tormentas que hemos tenido en los últimos años. Después hemos captado la señal de su baliza de localización, lo que nos hace pensar que el velero puede haberse hundido. —Pero eso no puede ser, el parte meteorológico no preveía ninguna tormenta en la derrota que estaba siguiendo el velero desde su partida de las Islas Canarias, en España. —En realidad han sido varias las embarcaciones que se han visto sorprendidas por esta tormenta, ya que se ha desplazado a una velocidad y con una virulencia que no había previsto ninguna estación meteorológica de la zona. Actualmente tenemos peticiones de socorro de varias embarcaciones en esas coordenadas, entre las que se encuentran dos cargueros de gran tonelaje y un superpetrolero, por lo que no es de extrañar que una embarcación como el Aurora haya sucumbido ante una tormenta de esa magnitud. —Escuche atentamente lo que le voy a decir: quiero que agoten todas. ¿Me ha oído? Todas las posibilidades, y que encuentren al velero Aurora, ya sea hundido o flotando, pero este barco no puede desaparecer, utilice todos los medios que tenga a su alcance para localizarle dondequiera que esté. ¿Me he explicado con claridad? —Sí señor. En cuanto que el temporal amaine, pondremos en marcha todo el dispositivo que tenemos a nuestro alcance para buscar la embarcación. No se preocupe. Habían pasado más de siete horas desde que comenzó la tormenta, y en ese tiempo David había estado desarrollando una actividad frenética que su cuerpo empezó a sentir. Las embestidas de las olas se habían reducido considerablemente y aunque seguían zarandeando el barco, buscó un lugar seco donde intentar descansar aunque sólo fueran cinco minutos pero no lo encontró, todo en el interior estaba mojado como


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consecuencia del continuo batir del agua que había entrado y que aún quedaba en el interior del barco, aun así, se recostó sobre la litera de estribor que era la que usaba habitualmente, y en menos de un minuto estaba tan profundamente dormido que ninguna de las muchas embestida que siguieron fueron capaces de sacarle del reparador sueño. Eran las siete de la mañana cuando despertó sobresaltado, había dormido casi cinco horas, aunque le habían parecido unos pocos minutos. Por el ojo de buey se colaba un rayo de luz amarillenta propia de un incipiente sol que débilmente iluminaba el interior del barco. Le alegró sobremanera comprobar que el barco apenas se balanceaba. Inmediatamente retiró el bichero que apuntalaba el saco con el que había tapado la vía de agua, quitó el mamparo, y salió al exterior. El panorama no podía ser más desolador parecía como si el velero hubiera pasado por debajo de un pequeño puente y le hubiera segado toda la arboladura. Había desaparecido el palo mayor con la botavara incluida, todos los equipos de señalización y comunicación, el radar, la antena, y por supuesto el generador eléctrico ¡Nada!, ni siquiera la rueda del timón había resistido. Todos los aparejos de la cubierta habían desaparecido barridos por la fuerza del temporal causando tantos destrozos que hacían imposible el gobierno del barco y ponían en serio peligro la flotabilidad del mismo. Pero lo peor de todo fue comprobar que había desaparecido la baliza de señalización de siniestros. Sin esta baliza era imposible su localización por los equipos de rescate. Si como todo parecía indicar la baliza se había zafado cuando el barco dio la vuelta, posiblemente estaría muchas millas emitiendo una señal de socorro en un lugar en el que sólo se encontraban parte de los aparejos arrancados de la cubierta. Por lo que era muy probable que al hallar estos aparejos lo dieran por hundido y cesara su búsqueda. Ante este panorama, nuevamente, la desolación volvió a hacer acto de presencia y tras un lapsus de tiempo indeterminado se puso de pie sobre la cubierta, levantó los brazos y gritó. —¡Estoy vivo!


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Un representante del Sr. Cabelos en España lo había contratado como patrón para que llevara el barco de vuelta a Bahía, después de haber pasado algunos meses navegando con su familia por el Mediterráneo. Durante los últimos años, David había alternado estos encargos con su trabajo de instructor de vela, en el náutico de Alicante. En todos los casos con final feliz, por lo que se había ganado cierta fama de marino seguro. Su carácter afable y a veces juvenil, no lograban ocultar al marino de raza, forjado en incontables singladuras, durante las cuales había dado varias vueltas a la tierra. Siempre era lo mismo: lo llamaban desde alguno de los muchos puertos en los que tenían referencias suyas, acordaba el precio y las condiciones de la travesía, con el propietario o su representante, examinaba el barco y partía rumbo al puerto de destino. Entregaba el barco, cobraba un buen dinero y de vuelta a casa por vía aérea, a seguir impartiendo sus clases a futuros lobos de mar. Desde su divorcio, hacia ya casi cuatro años se había volcado en su trabajo, que por otra parte le encantaba y que según su ex era el único amor de su vida, por eso ella entre travesía y travesía, se buscó otro amor mucho menos platónico y le partió el corazón. En sus clases había repetido en innumerables ocasiones a sus alumnos la regla del tres. Esta regla básica de supervivencia, afirma, que una persona puede resistir: tres minutos sin respirar, tres días sin beber, tres semanas sin comer. Había llegado el momento de poner en práctica lo que tantas veces había repetido. «Lo primero es hacer un inventario de los medios con los que cuento para calcular el tiempo que puedo sobrevivir. Después haré un plan de racionamiento para intentar alargar el máximo posible el tiempo de supervivencia hasta que llegue mi rescate. Tengo que ver también que puedo reparar para intentar gobernar el barco y por último tengo que intentar determinar donde me encuentro». Pasaron varias horas hasta que terminó de hacer el inventario tanto de medios de supervivencia como de medios técnicos con los que intentar gobernar el barco.


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La actividad física fue bajando de intensidad a medida que ordenaba y evaluaba, hasta convertirse en relax. El día era espléndido, el mar estaba tranquilo como sólo después de una gran tormenta lo suele estar. Con un trozo de vela y otros utensilios que guardaba en el interior del barco se fabricó un sombrajo para protegerse del sol, «en esas latitudes es un peligro a tener en cuenta». Sabía que tenia que pasar la mayor parte del día en cubierta para avistar un posible rescate, y se acomodó lo mejor que pudo a esperarlo. Había salido de Tenerife hacía cuatro días y aunque su destino era el puerto de Bahía en Brasil, había programado una recalada en Cabo Verde para desde allí cruzar el Atlántico. Fue un día después de abandonar Cabo Verde cuando le sorprendió la tormenta. En ese momento su rumbo era directo a Natal en la costa brasileña y hacia allí navegaba empujado por los vientos del Este a más de doce nudos. Con estos datos intento determinar su situación pero le fue imposible, no disponía de equipos que le permitieran determinar donde se encontraba. Aunque no era una regla escrita, en el barco había estancias a las que no se debía entrar, dormitorios, camarotes, armarios, etc., ya que son zonas privadas en las que no hay ningún aparejo para el gobierno del mismo, pero en una situación como la que se encontraba, se hacia necesario escudriñar todo el barco en busca de cualquier equipo que pudiera ser útil para pedir ayuda o para poder orientarse. Según iba abriendo estancias comprobaba el desastre que la tormenta había provocado. Todo estaba mojado y desparramado por el suelo. Al entrar en el camarote principal se precipitó en un hueco, que por encontrarse lleno de agua no vio y cayó en él como si de una trampa se tratara. El hueco medía unos setenta centímetros cuadrados y una profundidad, que calculó de otros setenta centímetros. Estaba claro que se trataba de uno de esos escondites que los propietarios hacen construir para ocultar los enseres mas valiosos, ya que en los puertos, aunque no es muy frecuente, se producen robos y conviene ser precavidos. Entre todos los enseres que se encontraban desperdigados por la


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estancia, encontró la tapa que ajustaba perfectamente en el hueco, pero hubo algo que llamó poderosamente su atención. Tres maletines de acero inoxidable que según dedujo tras barios cálculos, habían salido del hueco en cuestión. Cuando los volvió a situar en el hueco le sorprendió el elevado peso de los mismos, por encima de los treinta kilos, calculó. No encontró nada que le sirviera para sus fines de supervivencia, por lo que abandonó la estancia, cavilando sobre el contenido de los misteriosos maletines. Tras algunos cálculos, con poca base, determinó que se podría encontrar a unas quinientas millas de la costa brasileña. El viento del Este le seguía empujando. Con los víveres y el agua que le quedaba podía sobrevivir como máximo diez días. Era cuestión de esperar. La frenética actividad se convirtió poco a poco en la más absoluta de las calmas, el tiempo transcurría lento, lo que le permitía traer a su memoria infinidad de recuerdos y posibilidades de situaciones que machaconamente se repetían en su cabeza. ¿Por qué los partes meteorológicos no le habían avisado de la llegada de esa tormenta fatal? También repasaba lo que había sido su vida hasta ese momento y se hacía un sinfín de reproches por no haber sido capaz de retener al que fue el amor de su vida. —Casi nadie espera mi regreso, y es posible que nadie note mí ausencia hasta que haya pasado mucho tiempo. Tengo que rehacer mi vida, tengo que fondear en algún puerto y crear una familia a la que cuidar y que me cuide. Si salgo de esta tengo que dar un giro total a mi vida. Habían pasado ya seis días desde la fatal tormenta y en la inmensidad del océano seguía sin avistar ni la más mínima señal que le hiciera albergar la posibilidad de ser rescatado. Una y otra vez venía a su mente la imagen de los tres maletines de acero, sospechaba que algo valioso debían contener cuando se habían tomado tantas molestias para ocultarlos; también se sentía molesto, por no haber sido avisado de la carga que transportaba, lo que, según él justificaba el hecho de abrir las maletas para conocer el contenido. Cogió una palanca de la caja de herramientas y se encaminó hacia el habitáculo en el que se encontraban los


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maletines. Sacó el primero y con decisión hizo palanca en la cerradura, hasta que consiguió abrirlo. No se sorprendió en exceso ya que muchas veces había pensado en el posible contenido de estos maletines. Por eso cuando comprobó que cada maletín contenía 80 lingotes de oro de 300 gramos cada uno, simplemente se congratuló de haber tomado la decisión de abrirlos. A partir de aquí todo su esfuerzo mental se centró en planificar la forma de beneficiarse de esta rocambolesca situación, teniendo muy en cuenta que el propietario del cargamento no le iba a permitir, si es que finalmente salía con vida, apropiarse de lo que sin duda era el producto de alguna actividad nada lícita. Dio muchas vueltas y barajó muchas posibilidades hasta tener elaborado un plan que desde su punto de vista era perfecto. El plan consistía en amarrar los tres maletines a dos de las boyas que aún permanecían sujetas a los costados del barco y con dos de los aros salvavidas que aún conservaba en el interior del barco y algunos otros objetos flotantes de los que disponía, elaboraría una balsa que soportará su peso y los víveres que pudiera cargar, todo esto o lo depositaría en cubierta, preparado para en cuanto que avistara algún barco o tierra firme, hundir lo que quedaba del velero Aurora y simular que había permanecido en esa especie de balsa desde hacía varios días, de esta forma la localización del velero sería prácticamente imposible. Antes de ser izado al barco de rescate o de recalar en alguna playa si es que llegaba tierra firme, cortaría el cabo que sujeta los maletines, teniendo muy en cuenta la situación, para tras dejar pasar un tiempo prudencial volver a recuperarlos. Pasaron cuatro días más durante los cuales fue perfeccionando su plan, añadiendo o quitando aspectos que hicieran verosímil su odisea a en el mar. El pasó de los días fue agotando los víveres, la comida se le había agotado hacia ya tres días y sólo le quedaban agua para un día más. La desesperación volvió a hacer acto de presencia y se lamentaba amargamente de su carencia de suerte, cuando unos cormoranes sobrevolaron el barco. De nuevo la actividad se antepuso a la desesperación y aunque sabía que los cormoranes son aves que se internan varias millas en alta mar, era evidente que no


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muy lejos de allí había tierra firme. Hizo todos los preparativos para llevar a cabo su plan en el momento en que divisara tierra, hecho que se produjo cuatro horas después del primer avistamiento de las aves. En ese momento quitó el tapón de fondo del velero y dejó que poco a poco se hundiera en el fondo del océano. Lo que empezó siendo una pequeña protuberancia en el horizonte poco a poco fue creciendo hasta convertirse en la cima de una montaña. Y cuando estuvo seguro de poder localizar el lugar correcto, cortó el cabo que sujetaba los maletines y continuó dejándose arrastrar hacia la costa por el viento del Este, hasta que lo localizaron unos pescadores que se hallaban faenando en la zona, lo subieron en una de las embarcaciones y se encaminaron al puerto, para desde allí trasladarlo al hospital más cercano. Su sorpresa fue mayúscula cuando tras pasar casi doce horas en observación médica y de recibir todas las atenciones necesarias para su recuperación, le comunicaron que se encontraba en la isla de Trinidad y Tobago. Después de contar su periplo a las autoridades de la isla, se puso en contacto con el propietario del barco para explicar su versión tantas veces ensayada del hundimiento del barco. El representante del Sr. Cabelos y posteriormente el propio Johao Cabelos, le pidieron toda suerte de explicaciones y datos, a los que él respondió con total naturalidad y colaboración. Al final el Sr. Cabelos le pidió que esperara en la isla a un representante suyo para desde allí planificar un posible rescate de la embarcación, a lo que él accedió gustoso sabiendo que la mejor forma de no levantar sospechas era simular la colaboración total. Los seis días que estuvo esperando la llegada del barco desde el que intentarían el rescate del velero Aurora, los dedicó a conocer la isla en compañía de la doctora Irene, una criolla de ojos negros que le atendió a su llegada al hospital y que extendió sus cuidados incluso fuera de lo estrictamente profesional. Hizo planes también de las posibilidades de recuperar los maletines y proporcionarse una nueva identidad con la que pasar desapercibido y disfrutar así de su nueva y privilegiada situación.


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Sabía que no le iba a resultar fácil, pero la experiencia de haber estado al borde de la muerte le facultaba para soportar cualquier tipo de interrogatorio, por lo que por primera vez desde hacía mucho tiempo se sentía afortunado y vislumbraba un esperanzador futuro.


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Manuel Pテゥrez テ」ila. Por fin, ha encontrado en la escritura la salida para dar rienda suelta a su imaginaciテウn.


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Las columnas de la bóveda celestial Don Daniel y doña Marta forman un matrimonio muy singular por cuanto la edad que les separa es mucha, pero no vamos a querer ver lo que no: se puede ver, por que el amor es el amor; y quien quiera y pueda vaya a poner puertas al campo. Del fruto del amor de este ¡gran amor! les nació hace dieciséis años un chaval, y le pusieron de nombre Calep por que vieron en la criatura a los pocos días de nacer inquietud, movimiento de manos y piernas y en los ojos viveza de fijación que no perdía detalle, y como en los pueblos semitas significa impetuoso le venía como un guante y se lo endosaron al chaval. No tuvieron más hijos el matrimonio con Calep tuvieron más que bastante, el nene daba guerra por cuatro las hacia de todos los colores; claro que cambió como es natural y los padres descansaron un poco, ya se hizo un joven formal buen estudiante deportista obediente a sus padres, se rodeó de amigos y de amigas, estas le adoraban, Calep era de muy buena y fina estampa. En todo tenía a quien parecerse el nene pues el papa, su trato con sus amigas y amigo y con personas mayores era el de un caballero, su madre y su padre así le educaron. Transcurría los primeros días de verano y el calor se acentuaba en las horas centrales del día, y todo el mundo tenía conectado el aire acondicionado para estar algo fresquitos. Cuando una tormenta ya anunciada por los meteorólogos se les venía encima esta era de cierta importancia y cubría mucha superficie, iba a descender en algunos grados las temperaturas uno de esos días que tiene que echar mano de alguna prenda de abrigo, le precedía una turbonada de efectos devastadores por las aguas torrenciales vientos de más de cien kilómetros por hora que desarraigaba esta turbonada y también fuerte aparato eléctrico y con las consecuentes perdidas y riesgos y peligros como arboles caídos riachuelos desbocados y salidos del cauce y muchos rayos. Y de los rayos cayeron unos cuantos en la central transformadora quemando varios transformadores como nunca lee había ocurrido tan gravemente, dejando la ciudad sin


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electricidad para varios días y las carreteras cortadas por la subida de ríos y caída de arboles; al principio de verano suele suceder es de vez en cuando, en fin les había tocado esta vez a su ciudad. Pero todo no iba ser malo, la temperatura bajó de tal modo que se quedó un tiempo muy agradable, luego se cumplió un vez más aquello que se dice «pasada la tormenta queda la calma» dejando misteriosos y ocultos beneficios que pocos saben apreciar. La ciudad está sumida en la oscuridad de la noche que pocos ciudadanos están acostumbrados sobre todo los más jóvenes, por estar acostumbrados a los beneficios de la corriente eléctrica, pero todo tiene un costo y un perjuicio por otro, pero don Daniel y su corta familia van a sacar un beneficio placentero que hacia tiempo, muchísimo tiempo que no tenían y del que nunca había disfrutado el joven Calep. Doña Marta empezó a preparar la cena y por sugerencia de su marido la va a servir en el amplio balcón que disponen en su casa alumbrados por una vela, toda actividad queda interrumpida a la puesta del sol, ni los jóvenes salen a pasear, ni se puede ver la televisión ni oír la radio, la falta de costumbre de sufrir apagones les vino de sobresalto y quedaron asombrados al ver tanta potencia y energía desatada por la tormenta, que tuvo lugar una hora y medía antes de oscurecer. Otros vecinos tuvieron la misma idea, y cenaban en el balcón de sus casas. El frente frío que pasó dejo una atmósfera limpísima como hacía tiempo que no disfrutaban, se podían deleitar de una visión fantástica, hermosisima de la Bóveda Celestial con una infinidad de estrellas que normalmente no se podían ver a causa de la contaminación lumínica, por estar mal encaradas las luces callejeras y los faros de los coches, etc. etc. etc. Doña Marta junto a su marido embelesada y no digamos Calep, que con sus años nunca había disfrutado de una noche como esta, siempre había vívido rodeado de luz artificial, la cual impide ver el firmamento y sus maravillas. Don Daniel que estaba buscando tener un tiempo para hablar con su hijo, esta ocasión se le presento con el «apagón».


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Sentados los tres a la fresca y gracias a las circunstancias mencionadas, comenzó don Daniel hablar con su hijo. —Escúchame Calep hijito mío, quiero que me prestes atención a lo que te voy a decir: naciste en una familia un poco atípica, como puedes ver y comparar tu madre y yo nos llevamos bastantes años y habrás comprobado: que nos llevamos muy bien. Yo la adoro y sin ella no sé que haría y los dos procuramos que nada te falta a ti, por que tú eres el centro de nuestra existencia, tú esto ya lo sabes, por que como hombre joven y sagaz, desde niño que nos has visto que tu lo eres todo para nosotros, por esto quiero que siempre cuides de tu madre; y quiero aprovechar esta noche tan hermosa y de tanta calma para que me prestes atención. Calep que reverenciaba a su padre por los mil detalles que y cuestiones que su padre le enseñaba, era también por que su madre esto le había inculcado. —Dime papá ¿que quieres decirme? —Mira y escucha, Calep yo ya soy muy viejo, cuando Dios nos bendijo con tu nacimiento, para mi fue como un rejuvenecimiento de mis huesos y fuimos muy felices los tres. ¿Tu recuerdas lo bien que lo pasamos, verdad? —Verdad papá, y aun lo pasamos muy bien, me enseñaste a defenderme en las peleas, a no tener miedo y a no dejarme intimidar por nadie de mi edad y ni mayores, me sigues repasando y ayudando sobres las materias que estudio en el «cole» que sobre paso gracias a ti la media, y además nadie puede conmigo, y aunque eres mayor eres el mejor, yo os quiero mucho a ti y la madre. A don Daniel y a su mujer se les asomaron unas lágrimas que gracias a que estaba oscuro no se les notó el humedecimiento de los ojos y también sintieron un nudito en la garganta al escuchar las palabras tan amorosas y llenas de agradecimiento que no esperaban de su hijo tan joven como era Calep. —Gracias Calep eres un hijo muy bueno, que sepas que estoy, quiero decir tu madre y yo estamos muy orgullosos de ti; tu eres para nosotros como un gran tesoro que Dios nos dio. Pero ahora pon atención a lo que té voy a decir, no tardaré mucho, tendré que hacer un


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viaje y en mí ausencia tendrás que cuidar todos mis negocios y muy especialmente de tu madre que fue un regalo del Cielo para mí, que creo que no me la merecía, nunca pregunté porque me la dio ni lo preguntaré. Le interrumpe Calep. ―Papá me dejaras de guardián de mi madre como Telémaco cuido de su madre Penélope, cuando Ulises se fue a la guerra de Troya CAPITULO II Ríen los tres muy a gusto y desde otro balcón vecino oyendo las risas les preguntan: —!Daniel ya me contaras mañana que historia estáis contando que tanta gracia os hace!, !yo tengo algo que contarte que me enteré el otro día que también te hará gracia! Respondió don Daniel al vecino. —Vale de acuerdo ya nos veremos mañana y hablaremos. Y dirigiéndose a su hijo. —Como te decía, este viaje que espero es muy largo y quizás no volvamos a vernos y quisiera que estés preparado para esta separación y por lo tanto quisiera que tomaras buena nota de lo que te voy a decir... No te pongas triste Calep, ni tu tan poco Marta cariño, esto que voy a decir a Calep tu y yo ya lo hemos hablado y estamos de acuerdo recuérdalo, pero los días pasan muy rápidos sin poderlos detener. Doña Marta no podía sostener más la tristeza que le invadía y escapándosele un pequeño sollozo se levantó y se fue al interior, ya sabía de antemano lo que su marido le iba a contar a su hijo. Calep también se entristeció por que entendió a que viaje se refería su padre y estrechó fuertemente el brazo de su anciano progenitor al mismo tiempo que pensó en un instante lo afortunado que había sido por haber tenido un padre tan sabio, tan bueno y que en estos momentos intentaba anunciarle disimuladamente su muerte dándole un tono de naturalidad. Don Daniel hizo un esfuerzo y habló apartando cariñosamente a Calep, y le indicó mirando al cíelo tan limpio y lleno de estrellas.


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—Mira Calep, mira la Bóveda Celestial; gracias a este «apagón» podemos disfrutar de esta visión. Pues bien, a este cielo me voy a referir para que aprendas y para que tú también se lo refieras y lo enseñes a tus hijos cuando los años y Dios te bendiga con una buena chica que sea tu mujer como me bendijo a mi con tu madre, y te vaya en la vida bien como me ha ido a mi. Pues bien, esta Bóveda se nos puede venir encima y en forma metafórica me voy a referir a ella. Está sostenida por unas columnas mágicas duras como el diamante pero con una base muy fina y con una plomada muy exacta que el más mínimo roce tiemblan y pueden caer y romper. —Papi explícate mejor para que yo te entienda. —Lo intentaré, busquemos un ejemplo para una de las columnas, te diré Calep que en todas las civilizaciones han puesto nombres a estas columnas y las han numerado, para evitar que conversemos y abramos el abanico de las metáforas y refranes, y el más conocido es «No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan a ti», esto hay que aplicarlo y aquí es donde se introducen en nuestras vidas particulares o familiares, líderes, charlatanes y religiosos de todo orden, y que hacen de esta su fuente de ganancias queriendo imponer sus explicaciones y filosofías. »Empecemos, por lo que toda al mundo suele decir «yo no robo» haces lo que debes, sí haces lo contrario es cuando te vendrá lo grave, es como si le hubieras dado una patada a una de las columnas que sostiene tú Bóveda, y desde los cimientos tiembla y se amplia hasta las estrellas y muchas de estas caen; la oscuridad se apodera de tu firmamento y todo el mundo se aparta de ti, hasta los más ruines no quieren ser vistos contigo. »Por la tanto, cuida Calep de nunca tocar objeto, ni dineros, ni siquiera en documentos que figuren trampas dialécticas o comisiones fuera de las reglas establecidas en el orden social, por ley natural o judicial. Ya ves, el cielo tendría un amplío espacio oscuro y las estrellas se sepultaban muy penosa la tarea de levantarlas a su lugar, y en esta tarea te veras envuelto el resto de tus días. Misteriosamente las columnas están Unidas por la cimentación como por los capiteles si bien, las otras no caen sí sufren extraños movimientos que amplían al


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perjuicio de tu vida, esta después de haber cumplido con tu obligación de restituir con intereses tu actuación. »Calap dime sin reparos lo que no entiendas, por que para mí es muy importante que te quede claro y bien asentado en tu alma, para que el proyecto de tu vida sea transparente y feliz, ¿me entiendes hijo? —Sí papa, te entiendo, creo que mi honradez debo vigilar todos los pormenores para que no se me venga el cielo encima, por que luego la reparación es costosa y nunca queda igual; recuerdo cuando a la vecina de arriba se le rompió la tubería del agua y nos manchó el techo de la cocina, tuvimos que dar tres manos de pintura para igualarlo. El recordar esta suceso cómo ejemplo en tono de humor ocasiona la risa de los dos. Doña Marta al oír las risas se alegro interiormente y salió al balcón para saber de que se trataba y al mismo tiempo avisarles de que ya era hora de irse a descansar, don Daniel la puso en antecedentes de sus reflexiones sobre el tema de las Columnas del Firmamento y doña Marta oído del asunto, dijo a Calep: —Nene escucha con mucha atención a tu padre, él tiene mucha razón; entre otras muchas razones que me gustaban de él para que fuera mi marido era que todas estas cosas las tenía claras para llevar junto a él una vida honrada y feliz, me tenía prendada con su fuerza interior, oye a tu padre hijo mío y pon mucho interés para recordar todo esto; nosotros no te vamos a durar toda la vida. No dando más razonamientos, con tono de jefa les ordena: —A la cama mañana hablareis más de todo esto, ya es tarde. Padre e hijo se levantan para ir a dentro de la casa, Calep le dice a su padre pidiéndole: —Papa, mañana también me contaras alguna batallita del abuelo de cuando estuvo en la guerra. —Vale, pero en lo que tengo mucho interés es en el tema que estoy tratando contigo, pues el tiempo pasa muy rápido. !Esto es una amenaza! LES AVISAREMOS DE LA SALIDA DE LOS PRÓXIMOS CAPITULOS.


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José Contreras. Siempre lleva dos historias a cuestas. Una en un libro que porta su mochila, que siempre va leyendo cuando puede, y la otra en su cabeza, que quiere ser escrita y sólo en contadas ocasiones acaba plasmando en el papel. Ésta es una de esas raras veces, esperemos que os guste.


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Mentiras El silencio se adueñó de todo el aula justo antes de que unos apresurados latidos lo apagasen bruscamente. Miles de millones de gotas de sudor perlaban aquella frente calva, reptando algunas por su nariz hasta caer al suelo. Quizás debería de apiadarse de él y decirle que no era necesario pasar por aquel trance, pero no lo haría. Aquel tipo era un bobo y un necio, y José Carlos lo odiaba con toda su alma, casi tanto o más que al resto de sus puñeteros alumnos. Nada le haría más feliz que ver como aquel rostro de estúpido se deshacía en un mar de lágrimas delante del resto de la clase. —No sé si puedo… —Claro que puedes, mi querido amigo —dijo José Carlos, con un tono que sonaba afable y sincero—. Llegados a este punto del curso, con todo lo que hemos pasado juntos. Todas esas lecciones y videos ilustrativos. Todos los ejercicios que habéis realizado a la perfección. Estás más que preparado. Vamos, dirígete a ese muñeco del mismo modo que lo harías con tu mujer. —Ése es precisamente el problema —murmuró tembloroso el alumno—. La visualizo a ella, a la arpía de mi esposa, y pienso que me va a pillar, que va a descubrir la verdad. Y… todo eso me perturba enormemente —no estaba del todo seguro, pero José Carlos hubiese jurado que al muy capullo se le había escapado una lagrimilla—. Lo siento, el miedo no me deja pensar con claridad. «¡Oh, por el amor de Dios!» pensó José Carlos. «¡Si es un puto muñeco! Si fuera ella realmente este cretino se me meaba en los pantalones». Adiós a su idea inicial de acabar la última sesión del curso antes de hora, ¡y eso que había dejado al más imbécil para el final! —Tranquilícese, vamos. Es completamente normal lo que le pasa. ¡Usted no es ningún tonto! Cualquier tonto pensaría que está sólo ante un muñeco, ¡pero no es así! Ese muñeco representa el único obstáculo que le frena para alcanzar la felicidad, representa esa persona a la que debemos engañar, no sólo por nuestro bien sino por el suyo propio. Es un hecho probado que si nosotros somos


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felices eso se reflejará en la felicidad de nuestras parejas, y si para ser felices debemos ser infieles… —¡Seamos infieles! —gritaron al unísono toda aquella caterva de subnormales. «Memos», pensó José Carlos mientras les aplaudía y sonreía cínicamente. —Permítame, mi amigo, que le pregunte: este curso en el que estamos, titulado Cómo disimular esas canitas al aire ¿de qué trata exactamente? —De contar mentiras —musitó el alumno. —¡De contar mentiras! —exclamó el profesor, seguido de un aplauso y vitoreo del resto de la clase—. ¡Exacto! Y yo te digo, amigo, que, visto tu progreso a lo largo de estas semanas, has superado con creces las expectativas del curso. Estás más que preparado para mentir como un bellaco a tu esposa. Así que dirígete a ese muñeco que representa a la arpía de tu mujer y suéltale la trola más grande que sepas, pequeño bribonzuelo. «A ver si por lo menos me puedo reír un poco de ti, melón», pensó José Carlos mientras le mostraba todos sus dientes en una elegante sonrisa. —Realmente… ¿Realmente piensa eso de mí? — tartamudeó. —Por supuesto —dijo mientras le daba unas palmaditas en la espalda y pensaba que luego no tenía que olvidarse de lavarse bien la mano—. Recuerda, una mentira es una historia maravillosa y estupenda hasta que llega algún imbécil y cuenta la verdad. Pero vosotros, mis queridos alumnos, no tenéis que preocuparos por eso, gracias al pack completo que habéis contratado con la empresa patrocinadora del curso, nosotros haremos que vuestras mentiras sean reales, ¡al menos en lo que a vuestras parejas concierne! Hubo un estallido de risitas cómplices. «Una mentira es una historia maravillosa y estupenda hasta que llega algún imbécil y cuenta la verdad. ¡Si supieran que saqué esta frase de un sobre de azúcar!». —Tienes las espaldas cubiertas, así que adelante, ¡engaña a tu mujer como una sabandija! Empecemos de nuevo. Durante varias lecciones, José Carlos había entrenado a aquella gentuza para que pudiesen tomarles


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el pelo a sus parejas sin temor a ser descubiertos. El curso en sí era en verdad un extra incluido en los servicios que ofertaba la empresa Cuernos felices, cuya especialidad consistía hacerte fingir que estás en otro sitio cuando te hace falta. Se te dispensaban, entre otras cosas, credenciales falsas para cursos y congresos ficticios en otras localidades, a fin de que pudieras disfrutar de tus escapaditas encubiertas. Hasta incluso disponía de teléfonos de contacto falsos por si a la desconfiada de la parienta le pegaba por hacer comprobaciones. Normalmente este extra no era contratado, salvo que la persona fuese un poco torpe a la hora de mentir. En este caso eran realmente muy torpes, tanto que, a pesar de que no estaba incluido en el programa, la clase había pedido a José Carlos que les hiciese una especie de prueba final cuya cumplimentación fuese indispensable para superar el curso. Al profesor aquello no le hizo demasiada gracia, pero tenía que apechugar con ello, a fin de cuentas aquellos cretinos eran los que ponían la pasta. Lo único que se le ocurrió fue poner un muñeco con una foto de cada una de las parejas correspondientes y lanzarles preguntas comprometidas aleatorias a través de una aplicación informática que simulaba una voz femenina estridente. —¿Dónde has estado? ¡Llevo toda la noche esperándote! —sonó a través del portátil de José Carlos. De nuevo el silencio se adueñó del aula. Se podía oír el aleteo de una puñetera mosca que flotaba alrededor del maldito alumno. A José Carlos le dieron ganas de darle un par de hostias y quizás lo hubiera hecho, si no fuera porque transcurrido lo que pareció media hora el muy idiota por fin abrió la boca. —Po..po…por ahí —el tipo tragó saliva antes de continuar—. He tenido que quedarme en el trabajo hasta tarde. El ordenador siguió con la siguiente pregunta. —¿Y por qué no respondiste mis llamadas? Te llamé como veinte veces. De nuevo la nuez de Adán del tipo subió y bajó con su correspondiente carga de saliva.


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—Es queeeeee… el jefe nos ordenó que silenciáramos los móviles y bajo ningún concepto realizásemos ninguna llamada. —¿Y esa peste a alcohol? —Me…me…¡me hice una herida y tuve que desinfectarla con whisky! —gritó apresurado al borde del desmayo. A José Carlos se le abrieron los ojos como platos y la mandíbula casi le tocaba el suelo. Hizo un esfuerzo brutal con las pestañas para poder cerrar los ojos, se recogió la mandíbula y se puso a aplaudir. —¡Bravo, bravo! ¡Qué imaginación, querido amigo! ¡Usted tenía que haber sido actor, oiga! —en esto último se le escapó una risita, no obstante el alumno no se dio cuenta—. Bueno, pues contigo hemos acabado. Abajo en el hall, yo y el resto de miembros del equipo de Cuernos felices os tenemos reservada una agradable sorpresa como despedida del curso. ¡Podéis ir en paz! «Y de paso dejarme en paz de una puñetera vez», pensó José Carlos. El grupo de alumnos, dirigidos por el lelo de antes, le rodearon. «¿Y esto? ¡Dios santo! ¿Me van a dar una paliza? ¿Me habrán descubierto? Pero, no puede ser…». —José Carlos, yo y el resto de alumnos te queremos dar un pequeño obsequio como recuerdo de estas semanas maravillosas que hemos pasado juntos —el lelo le tendió un paquete con forma rectangular, embalado de un modo bastante cutre. —Vaya, ¡muchas gracias! No os teníais que haber molestado —dijo, mientras destrozaba el envoltorio hortera del regalo, sacando a la luz la placa conmemorativa más fea que podía imaginar—. ¡Es preciosa! —exclamó. —Gracias a ti, José Carlos —Lelo le tendió un papel —: aquí tienes nuestros emails y teléfonos para seguir en contacto. —¡Oh, sin duda! En cuanto llegue a casa os enviaré un email para que tengáis el mío y de paso os agregaré al Messenger y al Facebook —dijo José Carlos, quien no había entrado en su vida en una página de ésas, ni ganas. —Bueno, pues nosotros vamos yendo al hall. ¿No nos acompañas?


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—¿Eh? No, no, ¡qué va! Tengo que quedarme a ultimar unas cosillas, pero no os preocupéis en cuanto acabe os alcanzo y nos vamos por ahí a tomar unas cervezas a mi cuenta. ¡Es lo menos que puedo hacer después de haber recibido este obsequio tan… BONITO! —dijo, mientras sostenía en alto la placa conmemorativa y se aguantaba la risa—. Creedme si os digo que le tengo reservado un rincón especial para colocarla. Muchas gracias de todo corazón. —Te esperamos abajo entonces, ¡no tardes! —dijo Lelo mientras atravesaba la puerta seguido del resto de sus compañeros. José Carlos esperó dos o tres minutos y se dirigió a la puerta. Cerró con pestillo y volvió a su mesa, sacó un paquete de cigarrillos del cajón y se encendió uno. Estuvo un rato matando el tiempo fumando mientras observaba el minutero del reloj colgado en la pared. Apago la colilla casi consumida y se encendió otro para el camino. Cogió un maletín y se dispuso a salir por la salida de incendios, no sin antes depositar en una papelera la placa conmemorativa. Una vez en el callejón cruzó hasta llegar a la parada de taxis situada justo enfrente de la entrada principal del curso. Desde allí, gracias a las puertas acristaladas, pudo observar a sus alumnos en el hall. Era un espectáculo digno de verse. Allí estaban ellos y allí estaban ellas también, sus esposas, repartiéndoles sopapos a diestro y siniestro. Las puertas acristaladas no amortiguaban del todo el sonido, con lo que se podían oír perfectamente los gritos de «¡CERDO!», «¡CABRÓN!», «¡HIJO DE PUTA!» y otros similares. Había alguna que incluso se había liado a sillazos con su marido el cual se hallaba en el suelo con una brecha en la cabeza. La del pobre Lelo directamente lo había mandado a la mierda y desfilaba la calle seguida por éste arrastrándose y lloriqueando. José Carlos debatió unos momentos si quedarse un poco más a disfrutar de este peculiar teatro callejero, pero decidió que se hacía tarde y corría el riesgo de que le salpicase algo de todo esto. Apagó el pitillo y se subió a un taxi. Una vez dentro abrió el maletín y comprobó que estaba todo. El dinero de aquellos necios que habían pagado porque les enseñase a mentir a sus esposas y el


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dinero de aquellas mujeres celosas que habían pagado porque les enseñase la verdad de sus maridos. Ambas cantidades igual de sustanciosas, suficiente para pegarse un buen viajecito y desaparecer una temporada. —Al aeropuerto —le dijo al taxista. De ese modo el coche arrancó y José Carlos, si es que ése era su nombre, desapareció para siempre de las vidas de sus queridos alumnos a quienes no volvería a ver nunca jamás.


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Jerminal Cascallana.


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Roberto y los dos trajes de Armani Hay dos tardes, y dos soles, y dos lunas en esta historia que os narro. A la fresca de una sombra de nubes plomizas y albas, con estrellas doradas correteando como chicuelas sobre alguna que otra fachada, se encuentra alojado, sin techo, sin entrada ni salida de hogar ninguno, Roberto el ex albañil, ora sin paredes en que colgar un solo cuadro. Roberto el ex cocinero, Roberto el ex camarero, Roberto el ex de tanto y ahora pobre y sin deseos. Hombre pensativo, delicado y bonachón, víctima de un abuso de perdón y de sus copiosos temores. De faz carcomida como la madera vieja, oscura de piel y tiznada por el roce. Poseedor de una barba densa y misteriosa nunca acostumbrada a los picores. Sus ropajes, son jirones de no sé qué prenda, compradas en una inmersión a los mugrientos cajones del exilio —suele sorprenderse de lo nuevo que es para él lo que deshecha el gentío—. Por su lar inmenso, impropio y hostil, vaga entre los pasillos, sin cocina, sin baño, con las cocinas de otros y con el baño de todos; arriesgando, ya sin pena ni vergüenza, ante los improperios y ariscos ademanes de cualquier avecinado viandante. En su rutina descalza camina y camina sin apearse del barrio, girando como en la noria. Saluda a los conocidos, saludo que algunos devuelven débil y famélico. Estos amiguetes capciosos y acosijados por la idea de conversa, pronto giran la vista hacia algún acto carente de idea y de movimiento. Pero eso Roberto ya lo comprende, y se limita a apaciguar su soledad con aquellos que todavía le respetan –cuan lucido y humilde es nuestro RobertoEn su Paseo tranquilo, al margen de su desdichada alma, concilia un par de reposos en ciertas calles señaladas; preferidas por su amplia vía, por su luz abierta, por su jubilo y bullicio. Sentado queda en la esquina de siempre, donde ya calcula que el brazo de Zeus, brillante y amarillo, le acoja


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para arrebatarle el frió. A toda vida se moldea uno, por ello a estas alturas Roberto ha adquirido la capacidad de ser un perfecto medidor de sombras. Allá queda escribiendo pensamientos, deliberando consigo mismo, y ofreciendo sus poemas pidiendo plata tan solo con su mirada alargada —nunca le fue de buen agrado el ser amo de una lengua pedigüeña—. En una cajita de metal, que coloca delicada y puntillosamente justo delante de él, muestra lo único que nombra suyo: un lápiz ya talado, unos papeles roñosos, unos céntimos que aun guarda, y el resto lo llena de nada, esa nada que todos tapian, colosal y eterna. Por la puerta asoman cuatro zapatos nuevos de rutilante charol, negros, limpiados con excelente betún y frotados con tanta saña que hasta el polvo se espanta como si barruntaran dolor. Aparecen a la estepa carrilera un traje negro y otro azul, impecables, sin arrugas, sin pelusa, las mangas justo a la muñeca y los camales rendidos por los tobillos. Los ataviados No parecen hombres si no opulentas oficinas de añoso roble, de inmensas cristaleras, con un maletín en la mano y una manzana tapándoles la cara. Sus pasos de oro negro que parecen retumbar en el mismísimo cielo, casi tropiezan, no saben como ni porque, con la cajita abierta y la mano extendida de quien tan solo es aparcado sobre la acera. La imagen impoluta vomitó sobre el hombre hecho de jirones un rapapolvo de alusiones a la decencia y a la vergüenza, empezando con tosca sobriedad y acabando con un tono sarcástico y fanfarrón. —¡Mira, una cáscara de humano! —le decía el azul marino con silbidos de zafiro al del traje negro pulido, y este, haciendo un ademán de enervado espanto y sacando de un golpe la mano del bolsillo, terminó diciendo—: ¿Cómo es posible que dejen tirada la basura en cualquier esquina? ¿Para que pagaré yo el esfuerzo del barrendero? ¡Maldito incompetente! ¡Por qué no haces el favor de recogerte solito y te lanzas al vertedero! Con estas cerriles palabras los dos trajes de Armani, con sus Rolex de oro y sus corbatas de seda, se subieron a una limusina con su volante de pulso y de gorra, con tele


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privada y asientos de cuero, y marcharon olvidando en el acto la imagen de Roberto. El carruaje, exacerbadamente monárquico, condujo a los dos maletines de animal en peligro y a sus dos cazadores furtivos, ante las puertas de unos edificios como torres de agua que se elevan por el aire al estilo de Mahoma. El sol reverbera sobre su esqueleto titánico, proyectando al otro costal una sombra que anochece todo un barrio al horario de su mástil. Subieron por uno de ellos mediante un montacargas reservado especialmente a los mayores tiburones de aquel litoral turbulento, en el que hacer que un grito se oiga o no, te dispone, o no, de suculentas mariscadas en propios hoteles marinos de cincuenta metros de eslora. Este par de tiburones, o pirañas de capitales ajenos, ya poseen yates a imagen del yafa de siria, con aldabas de oro, con grifería de plata mora, y con mesas de marfil asiático. Elevando sus culos engreídos con la presunción de sentirse por encima del resto, van recitando de memoria los documentos a firmar, los papeles a entregar, y los millones a ganar con cada firma en cada documento. —Con Lauren y Lauren deshecho, son casi dos millones de euros netos. —Si, y la finca del ministro Montañés nos la ofrece a cambio de quemar los papeles que le incriminan en el caso Arcil. Son otros 3,7 millones más. ¡Ah! Y que no se nos olvide que Román firme el contrato por el que nos tiene que pagar 6,2 millones de euros, en un periodo de noventa días, o si no… —¿O si no qué? Sabes que esta prácticamente arruinado, ha tenido que vender uno de sus pura sangre y el Aston Martin que tanto cariño le tiene para renovar la fábrica. —Pues si no nos paga le demandamos a la cámara de comercio, y cuando se vea que pierde acciones como pelos caen de su cabeza, le pedimos 7 millones. Él, medroso ante su imparable caída, rogará a cualquier banco la concesión de un crédito y nos dará 7,1 millones de euros. ¡¿Aunque si quieres le pedimos ocho?! Todo esto dicho con una sonrisa ladeada como si tan solo quisiera reírse por el lado bueno de su rostro barnizado.


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A veces se les oye musitar patrañas tales como: «pero que bueno soy, a cada suspiro que doy podría comprarme un coche, y por su puesto, una mujer que lo lave». A la sazón, el traje de negro, con su rostro fútil y sus palabras necias, mete la mano en el bolsillo y la saca de sopte con un gesto abrupto y la faz desencajada. —¡El contrato! —¿Qué pasa con el contrato? Lo metiste en el maletín como te dije ¿no? Su colega lanza una mirada, ya no de lobo ruin y huraño, si no de infante travieso al que le han cazado en pleno apuro. —Lo enganche a un par de cientos, y con las prisas me lo metí en los bolsillos. Pero ya no esta. —¿Y donde esta? —No lo sé, no lo sé. Ninguno de los dos recordaba su tropiezo con Roberto, y ninguno de los dos recordaba el brusco ademán con el que habían increpado al bonachón vagabundo. Reconcomidos por la ira tornaron a bajar del cielo rutilante, incluso se arrastraron por los suelos, desesperados, para buscar el contrato hasta debajo de la limusina; registraron sus asientos de cuero, los compartimentos para el alcohol, para los puros habanos traídos de Cuba, y que arrojaron enervados por la ventana. Llegaron, idos por la impotencia, a desmantelar el gran maletero que en ningún momento habían usado aquel día. Maldecían con demencia la vigilia, proclamaban injurias hacia dioses y vírgenes, y allí quedaron un buen rato, desplomados en la acera, totalmente desconsolados. Habían perdido una cantidad de dinero similar a la que suelen ganar diariamente en un periodo de tiempo ampliamente ya gastado en el mero echo de buscarlo, y aun así, lloraban y se estiraban de los pelos, y golpeaban el maletín contra el suelo. Incomprensiblemente yacían apenados por el extravío de un dinero con el que se hubieran obsequiado tan solo con un par de alfombras turcas para el salón, una fuente de pedernal etrusco, y un par de lámparas de


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araña con puro cristal de bohemia. En comparación a lo que ya tenían, lloraban prácticamente por nada. En ese momento, a pocas calles, en otro mundo, después de haber esperado mas de dos horas a que regresaran los dueños de un par de cientos, Roberto entraba en una pequeña albacea dispuesto a comprarse unas botas nuevas, y evocaba a su memoria el aroma de las fresas que en breve pensaba catar, pagadas por un dinero que llenaba su cajita con su lápiz de madera, con su papel roñoso, y ora con algo mas que unos cuantos centavos. Un contrato, unido a los billetes, que en sus manos para nada servia, lo posó intacto sobre la acera en el mismo sitio donde se le calló a su dueño. ¡Si las pirañas se hubieran acordado de a quién mordieron aquella misma mañana! Con gran jubilo corría con sus zapatos nuevos, aun de modoso valor, a celebrar un festín con un par de colegas de calle. Hambrientos, y por supuesto agradecidos a la suerte, todos disfrutaron como niños, todos gozaron como reyes durante tanto tiempo como duro su abultada calderilla, utilizada no mas que para comprar comida. Moraleja: Tanto sufren y se alegran, tanto los que vuelan como los que gatean. Con esto claro ¿para qué destronar virtudes en uno mismo? Inútil la avaricia ¿para qué pecar con ahínco si al fin de ser feliz lo mismo te da ofrecer que recibir?


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Consuelo Martínez. Desde el sillón orejero, entrañable y algo raído, en casa de sus padres, y con todos los libros que caían en sus manos por compañeros, nace en Consuelo la curiosidad por descubrir historias de otras culturas y otras vidas que la llevan, hoy, después de treinta y tanto años, a intentar contarnos sus propias historias. Soñadora, ingenua y optimista, le encanta divertir y ver disfrutar a sus amigos y familiares con sus relatos. Animada por ellos, pacientes sufridores de sus infinitas dudas, se inscribe en el taller de escritura creativa, desde el que os invita a compartir esta historia, Soñamos el Infinito, imaginada y sentida desde la ternura.


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Soñamos el infinito Para mis hermanos. Los cinco. Porque siempre están conmigo.

Nunca te imaginas que después de veinte años sin ver a tus amigos de la infancia te los vas a encontrar así, uno de ellos es un completo desconocido y el otro, dentro de una caja, muerto. Me ha llamado esta mañana mi primo Juan. —Luis, vente para acá que Juanvi ha tenido un accidente. —¿Y cómo está? —le pregunto. No escucho nada, un silencio ahogado al otro lado augura lo peor, al cabo de unos segundos que me parecen eternos, escucho a mi primo, emocionado, decir con una voz que apenas le sale de la garganta: —Ya no está, Luis. No sabemos mucho, pero ya no está. Me he quedado callado, quieto, bloqueado, en un segundo lo he visto corriendo por el descampado, tirachinas en mano, gritándole a Rafa que le iba a descalabrar porque él si que tenía puntería. —En una par de horas estoy ahí, —consigo contestarle—, cuando esté llegando te llamo. —De acuerdo, así quedamos —contesta mi primo, colgando sin esperar respuesta. Sigo ahí, parado sin saber que hacer, la tristeza me oprime el pecho y no reacciono. Inconscientemente he cogido una bolsa de viaje que tengo al fondo del armario, y sin saber cómo, veo unas mudas de ropa y un pijama dentro. Entrando al cuarto de baño me veo reflejado en el espejo, voy a cumplir cuarenta y cinco años. Curiosamente, las imágenes que se agolpan en mi mente son de la pandilla, todos nosotros, Juanvi, Rafa, mi primo Juan y yo. De cuando teníamos trece o catorce años, y nos molíamos a palos con los de la calle de en medio. La calle no se llamaba así, pero Isabel la Católica era un nombre demasiado largo y complicado en aquella época para nosotros.


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Los de la calle de en medio no tenían nombre. Eran mayores, ya tenían pelos en las piernas y bigote. Y siempre nos ganaban. Desde la última batalla a pedradas nos tenían ganas, y es que les pillamos tosiendo como nenazas, porque no sabían tragarse el humo del tabaco, que uno de ellos le había robado a su abuelo. De todo esto me enteré, no porque me lo dijeran ellos, que no nos hablaban, si no porque al día siguiente, me mandó mi madre a la tienda de Carmelo, y mientras esperaba mi turno, una de las mujeres se lo estaba contando al tendero. Así fue como supe que a ellos también les daba su madre algún que otro tortazo, y que no eran tan fuertes y pendencieros como nos querían hacer creer. Acabo de incorporarme a la autovía, camino del pueblo. Resulta irónico pero me sorprendo sonriendo, reviviendo batallitas caídas hace tiempo en el olvido. Es instintivo, pero es que Juanvi es un luchador, el más intrépido de todos nosotros. Estoy pensando en él como si estuviera vivo, y es que no me hago a la idea. Enérgico y optimista, nos arrastraba a las cruzadas con sólo echar mano del tirachinas. Era el mejor, jugaba al límite y ganaba. Yo, que de adulto, siempre he impuesto la razón y el sentido práctico a cualquier cosa, en aquellos años, ni me cuestionaba el peligro de hacer una cabaña debajo de los pinos cortados que traían los camiones a una serrería cercana. Creo que ninguno lo hacíamos. Mi primo Juan es el único que, como dice mi madre, es un hombre de provecho. Hizo la mili en Renfe de voluntario, le contrataron y allí se quedó, con un trabajo fijo, casado y con dos hijos, a los que vi por última vez cuando tomaron su primera comunión. Y Rafa igual. Era el empollón, nuestro diccionario y profesor particular, tanto nos metíamos con él, que al final ni fue a la universidad ni nada, sindicalista comodón de una ciudad pequeña, vive en plan hippie y hasta se hizo la vasectomía, porque según me dijo la última vez que me lo encontré, quería ejercer una paternidad responsable. Se me ha pasado el tiempo tan rápido, que ya estoy tomando el desvío para entrar en el pueblo. Podría coger


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la siguiente salida y voy directo al tanatorio, pero no sé lo que me voy a encontrar. Así que salgo en la primera salida, que atraviesa el pueblo de norte a sur, por la que antiguamente discurría la carretera nacional. Se nota porque está plagada de fábricas, en su mayoría abandonadas. Signo inequívoco de un pasado industrial más esplendoroso. Justo enfrente de la gasolinera, se vislumbra a lo lejos los restos de una pinada, donde solíamos jugar. Era mucho más grande. Ahora la zona está plagada de adosados. Tejado rojo, arbolito en la entrada y una valla que parece salida de la película de mujercitas. Los pinos bordeaban el camino de tierra que atravesaba una zona de labranza, tierra labrada que recorríamos, ignorantes del fatigoso trabajo que estábamos destrozando. A la izquierda de las casas, después del recodo de la acequia, donde había crecido una higuera, estaban los olivos. Era nuestro territorio, nuestro escondite preferido, hasta allí no se atrevían a perseguirnos los fanfarrones de la otra calle. Nos sentíamos seguros e intocables, sobre todo porque a quinientos metros estaba la casa donde vivía el abuelo de Rafa. Su abuelo fue el que apareció una tarde llamándonos, a voz en grito, porque había terminado el tirachinas que le había prometido a Rafa. Toda la cara que el puso de susto y bochorno, la pusimos los demás de admiración. La horquilla era perfecta, una Y griega simétrica, del grueso del dedo índice, con el mango un poco más gordo. Le había puesto la goma con recámara de la bici, y la badana era de cuero. Todos soñábamos con un tirachinas así, era el arma perfecta. Rafa lo cogió, dándole un abrazo de agradecimiento a su abuelo, y salimos disparados hacia los olivos, para probarlo. Hablábamos deprisa, sin escucharnos unos a otros, agachándonos ante cualquier piedra que tuviera las medidas idóneas para usarla como proyectil, Juanvi quería usar las canicas, Juan ya estaba colocando unas latas vacías como blanco y yo, siempre tan práctico, quería hacer bolas de barro para que todas las balas fueran iguales. Empezamos con las piedras y por turnos, ninguno habíamos tenido nunca un tirachinas salvo Juanvi, así que


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cuando llegó su turno, y vimos como apuntaba a la última lata, colocada a traición por Juan a veinte metros como mínimo, contuvimos la respiración, apretando los dientes con fuerza, como si así fuera a acertar el tiro con precisión. Y eso fue lo que pasó. La lata salió disparada hacía arriba y a izquierda con tal fuerza que rompió la rama del olivo más cercano. El crujido de la rama, que debía tener un montón de años, y estaba repleta de aceitunas, fue tan estrepitoso que pensamos que lo había oído hasta el guarda campos que trabajaba por allí. Y yo, la verdad, es que vi la ropa, o me pareció ver la camisa aquella de color caqui salir por detrás de la higuera, y gritando como un poseso —¡Que viene el guarda! —eché a correr sin esperar a nadie, que tampoco hizo falta porque parecíamos uno, los cuatro saltando por encima del canal como alma que lleva el diablo, a ninguno se nos pasó por la cabeza mirar para atrás, disfrutábamos ese peligro imaginario con tanta inocencia que se nos olvidaba que existía el mundo. El mundo se llamaba madre, y la mía, cansada ya de llamarme por la ventana, seguro que me esperaba con la escoba cerca. Vivíamos los cuatro muy cerca, mi primo en mi misma escalera, así que los pocos escalones desde la calle a mi casa, veintidós para ser exactos, contando el escalón grande, yo los subía cabizbajo, despacio y rezando padrenuestros si es que se me había hecho de noche, como si aquellos escalones me condujeran al patíbulo donde me esperaba un verdugo con el pelo cardado, delantal, y cara de malas pulgas. He aparcado el coche frente al pub. Sin moverme del asiento, llamo con el teléfono móvil a mi primo para decirle que ya he llegado y que me diga dónde y cómo quedamos para vernos. —Pues ahí mismo, en el pub, se lo digo a Rosa y en diez minutos estoy ahí —me contesta Juan. Pienso que porque tiene que decírselo a Rosa. Ella que pinta aquí, si siempre que ha podido, ha tratado de impedir que nos echemos unas cervezas y unas risas. Y me molesta que Juan siempre ceda con ella, a lo mejor por eso yo acabé separado.


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Saliendo del coche y sin haber fijado la vista en nada en particular, siento la familiaridad de todo lo que me rodea. Conozco cada rincón, el cartel luminoso de la farmacia, los bancos han debido ponerlos nuevos porque hay elecciones municipales, el perfil de la montaña al fondo, en el horizonte donde se pierde la calle, el chaflán del pub, testigo de tantas madrugadas haciendo planes incumplidos. La claridad de la calle hace que al entrar al pub, débilmente iluminado, distinga apenas el contorno de la barra a la izquierda. Saludo con un ambiguo buenos días, a pesar de ser las cuatro de la tarde. Me siento en un taburete al fondo de la barra, desde donde controlo la entrada, aunque ahora me pasa al contrario que hace un rato, cada vez que se abre la puerta de cristal traslucido, me deslumbra de tal manera la solanera que debe estar cayendo a estas horas, que es imposible reconocer a nadie. La espera y el calor de esta hora del mediodía, me trasladan al descampado que había enfrente de nuestra casa. Un campo de fútbol improvisado, con unos palos de la serrería, como portería, que nadie admitía haber robado. Era Abril o Mayo, y el partido de fútbol era obligado antes de subir a hacer los deberes, por si las moscas. Tirábamos las carteras junto al poste y nadie tenía otra preocupación que no fuera machacar al equipo contrario. Acalorados como estábamos, nadie se atrevía a subir a por agua, teniendo la acequia tan cerca. Lo pienso ahora y me da dolor de estómago. Pero seguro que estábamos inmunizados. Nuestra felicidad era absoluta cuando la acequia iba hasta arriba de agua fresca, y asfixiados de tanto correr, nos sentábamos, culo en inmersión, a comernos la granada o los albaricoques que alguno de nosotros había tomado prestado de alguna huerta vecina. Veo a contraluz el arqueo de un brazo directo hacia mi hombro, es Rafa que me sorprende con un abrazo, estrechándome la mano derecha con un apretón que me pone los pelos de punta. Le miro un segundo y yo también le abrazo, descargando en él todo el peso del sufrimiento


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contenido, lloramos abrazados, ausentes en el tiempo. Ajenos a los parroquianos que nos observan en silencio. No sé cuando ha entrado Juan, pero ahora le veo a nuestro lado, llorando en silencio sin atreverse a interrumpir la escena, le abrazo fuerte, y es que a mí me da igual la petarda de su mujer, los snobismos de Rafa o la testarudez de Juanvi. Somos los cuatros figuras saltando el canal, cazando lagartijas o disparando a las ratas con el tirachinas. Sosegadamente, Juan nos ha puesto al corriente de los detalles del accidente, al final poco importa el cómo, miro hacia la entrada, esperando verlo cruzar la puerta en cualquier momento en dos zancadas. —Hay que hacerse a la idea —dice Rafa—. ¡Mirad lo que he traído! Sacando del bolsillo trasero de los vaqueros, vemos aparecer aquel tirachinas de su abuelo, tan presente en nuestras correrías. «Es inevitable» pienso, «si el tirachinas es uno más ¿Cómo no va a estar aquí hoy?». —¡Joder macho! ¿Te acuerdas del día que nos fuimos con las Lindas, a cazar gatos? —cuenta Rafa—. ¡Aquel día si que nos jugamos el pellejo! En mi calle a los perros callejeros les poníamos nombre, no me acordaba ya, pero casi siempre se llamaban Linda. El problema fue que hubo una temporada que nos juntamos con dos y claro, ningún problema, Linda los dos, poco importaba que a los pocos días nos diéramos cuenta de que eran machos. Aquel día al que se refería Rafa, se nos grabó en la memoria a fuego. Justo en la parte de debajo de la serrería, había una especie de cochera, no sabría decir el equivalente de ese local ahora. Estaba pegado al edificio principal del aserradero, aunque era mucho más pequeño, no creo que tuviera más de treinta metros cuadrados, con una puerta de madera independiente y de color naranja. Los muros eran de piedra, al aire en algún rincón. Y siempre había un hombre mayor trabajando allí, bueno, eso lo deduzco ahora, en aquél momento para nosotros era una mezcla del conde Drácula y Frankenstein juntos. Siempre huraño y hostil, asomábamos la cabeza para ver si estaba descuartizando a alguna víctima y echábamos a correr al más mínimo movimiento de la diminuta silla de esparto en


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la que se sentaba. Cómo debía estar de harto el hombre de nosotros, no lo sé, aquél día mucho, porque cuando los cuatro pegamos la cabeza para mirar sigilosamente por la rendija de las bisagras, debía estar esperándonos, vimos un cuchillo, tamaño carnicero, volando disparado hacia nosotros. Pegamos los cuatro un brinco, que nos dejamos la piel raspada en la pared, el corazón fuera del sitio y los huevos de corbata. Las Lindas, que estaban justo detrás, se asustaron tanto de nuestros gritos que echaron cada uno para un lado, enredándose en nuestras piernas que tampoco atendían a razones. Fuimos a dar de bruces encima de los perros, que lastimados y asustados aullaban despavoridos entre los olivos. Fue tal el susto, que nunca más hemos olvidado la mirada rabiosa de aquel hombre, y el ruido cortante y veloz del cuchillo al clavarse en la madera naranja. Empezar a respirar y a rascarnos fue todo uno. Las pulgas saltaban de una cabeza a otra como si estuvieran en el circo, al caer sobre los perros nos habíamos llenado, y ya ninguno intentaba aguantarse las lágrimas de gallina. Sin mediar palabra, emprendimos la vuelta a nuestras casas, frágiles y desamparados, con la derrota dibujada en nuestras caras y dejándonos las uñas en cada picotazo. Ensimismados cada uno en nuestros pensamientos, no nos hemos dado cuenta de que el tiempo se nos ha echado encima, sabemos que debemos irnos para el tanatorio, y acompañar a la familia. Subimos despacio al coche, midiendo al milímetro cada movimiento, retardando lo inevitable, y sabiendo que el vacío que sentimos se llena con su memoria.


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Raquel Martínez Marcos. Después de un tiempo barajando la idea de presentarse al concurso de Relatos Urbanos que se realiza todos los veranos en Alicante, por fin tomó la decisión y con gran entusiasmo escribió su primer relato. Para sorpresa de ella, meses más tarde recibió en su teléfono móvil una llamada la cual le informaba de que había sido seleccionada para formar parte del libro de relatos que en unos días saldría a la venta. Esa fue una gran motivación para seguir adelante escribiendo relatos y presentarse a concursos. En su pequeño currículo ya cuenta con cuatro relatos cortos escritos, dos de ellos enviados a diferentes concursos. Uno acaba de enviarlo ,con lo cual habrá que esperar con paciencia noticias. Familia y amigos le animaron para que siguiera escribiendo y, así fue como se inscribió en un curso de Escritura Creativa el cuál le aporta conocimientos e ideas para continuar con la escritura.


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Sueño infinito La emoción que sentí al subir las escalerillas del avión fue indescriptible. Sentía un nudo en el estómago que apenas me dejaba respirar. Miré a todos lados para comprobar que hubiera cerca alguna azafata o personal sanitario cerca por si acaso tuviera que avisarles, ya que mi corazón, se aceleraba por momentos. Respire hondo, me sentía muy alterada ,algo muy normal, ya que era mi primer viaje en avión y la primera vez que salía de mi pueblo natal, un pueblecito muy pequeño y acogedor a las afueras de Gerona, con sus gentes tan entrañables y hospitalarias, sobre todo con los turistas que allí iban a pasar unos días de descanso en alguna de sus casitas rurales, tan solicitadas en cualquier época del año. Me envolvió una gran nostalgia pensar en aquel pueblecito que abandonaba durante unas semanas. Ahora me encuentro sentada en el asiento del avión con destino a un país desconocido del cuál solo tengo conocimiento de su fabuloso desierto y el nombre de la galería donde se celebrará la exposición fotográfica. Un gran pitido, seguido de la voz de una azafata, rogándonos nos abrocháramos el cinturón ya que, en breve íbamos a despegar, lograron sacarme de mi ensimismación. Extendí el brazo, con dificultad logré alcanzar mi pequeño neceser y sacar de él mi novela que, semanas atrás comencé a leer y que por falta de tiempo fue a parar al cajón de mi mesita de noche. Decidí tomar una pastilla para dormir. Cerré los ojos. De pronto se oyó una voz por los altavoces del avión: «¡Atención señores pasajeros!, debido a una pequeña avería debemos tomar tierra lo antes posible. En breve reanudaremos el vuelo. La tripulación pedimos disculpas por las molestias ocasionadas.» Sin apenas darme cuenta tomamos tierra y ya me encontraba caminando por el suelo de aquel extraño y


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desconocido país. Sentí mucho calor, quizás se debería al aire del desierto tan próximo a nosotros. Un viento huracanado me arrancó de las manos el sombrero que, minutos antes, intentaba de alguna manera encajar en mi cabeza, ya que el sol brillaba con gran intensidad. Corrí tras él con la esperanza de alcanzarlo sin por ello alejarme del grupo de viajeros. Como hoja que lleva el viento a su antojo el sombrero seguía su rumbo arrastrando todo lo que encontraba a su paso. Me sentía agotada. Miré atrás y allí no había nadie. Mi último recuerdo de aquellos pasajeros fue como una azafata muy amablemente extendía en el suelo unas colchonetas donde poder sentarse. Nadie, solo arena y desierto a mi alrededor. ¡Esto no podía estar pasándome a mí! «¿Sería alguna especie de alucinación provocada por un exceso de sol y calor en mi cabeza?» Seguí caminando hacia donde creí se encontraban los demás pasajeros, pero por mucho que caminé nunca vi a ningún ser humano por allí. Estaba sola y aterrada y sin mi sombrero que ya lo di por perdido. Seguí caminando exhausta. Me pareció caminar en círculos, ya que siempre aparecía en el mismo lugar. Desesperada caí al suelo tras sufrir un desmayo. Cuando desperté miré hacia arriba y vi algo extraño que colgaba del techo de una destartalada tienda de campaña. Me incorporé rápidamente, me sentía mareada. «¿Cómo habré llegado hasta aquel lugar?», me pregunté sorprendida. Un hombrecillo con un turbante azul en la cabeza entró tímidamente en la tienda con una taza de té, la cual me obligó a beber. Se sentó a mi lado y con cierta curiosidad me preguntó que hacía por aquel desierto y porque andaba sola. Después de un largo silencio y unos sorbos de té le expliqué lo sucedido. Con una mirada de extrañeza el hombrecillo se levantó y haciendo un gesto con la mano para que le siguiera, salió de la tienda. Parecía un ser extraño, un ermitaño en medio de la nada. Yo observaba el ir y venir de un lado para el otro cargando algunas


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cosas en su mochila. Un rato más tarde se sentó y se sirvió una taza de té. Estuvimos largo rato en silencio, observándonos con mucha discreción y tras guardar su taza en la mochila, comenzó a relatar su historia y el motivo por el cuál estaba él allí solo. Años atrás se disponía a comprar unos libros en una antigua librería cercana a su casa cuando, como si fuera obra del destino, tropezó en el suelo con un pequeño libro, amarillo por el paso del tiempo. Lo recogió del suelo como si de un tesoro se tratara y comenzó a leer. Al pasar unas páginas encontró una nota la cuál indicaba el lugar exacto donde se encontraba un diamante que aseguraban algunos científicos podía curar cualquier enfermedad. Después de tantos años de angustia con la grave enfermedad de su mujer pensó que haría lo que fuese por conseguir ese diamante y devolverle la salud a su querida esposa. Colocándose la mochila en su espalda me cogió de la mano y juntos emprendimos aquella aventura para conseguir el diamante. El trayecto por las dunas del desierto cada vez se me hacía más complicado. El hombrecillo del turbante caminaba por aquella ardiente arena como si tal cosa. Yo creía desfallecer. Caminamos durante días y semanas. Cada vez me sentía más débil, pero una voz dentro en mi interior me animaba a seguir aquella alocada aventura. Nos dirigíamos a una pirámide cuando una tormenta de arena nos sorprendió. Quedé enterrada durante mucho tiempo. Fue como un sueño del que creí no iba a despertar. Un fuerte viento arrastró la arena que cubría mi rostro. Me incorporé lentamente y para mi asombro el hombrecillo que me acompañaba desapareció; «¡Otra vez sola!», pensé. Seguí caminando y tropecé con algo que hizo llamar mi atención. Pensé sería una roca y no le di más importancia. Como por efecto de alguna atracción me gire y una luz cegadora hizo que me tapara los ojos en aquel momento. Espere un tiempo hasta que por fin me decidí a mirar que era aquello que brillaba con tanta intensidad. Y allí estaba el diamante del que tanto me habló aquel desconocido y tanto ansiaba tener en su poder. Limpié


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con la mano la gran montaña de arena, lo cogí con cuidado y lo guardé en el bolsillo. Estaba feliz, había encontrado el diamante y ya no tendría que preocuparme por enfermedad alguna por el resto de mi vida. Sentí la misma emoción que cuando, meses atrás, recibí de una prestigiosa y reconocida revista de fotografía la noticia de que había sido ganadora de un viaje a Egipto para la inauguración de una galería de arte, por los originales retratos y paisajes que les envié. Seguí caminando sin perder la esperanza de reencontrarme con aquellas personas con las que emprendí mi tan deseado viaje. Volví a sentir que me movía en círculos y cada vez la desesperación se apoderaba de mí. Oí a lo lejos unas voces, un barullo de personas hablaban sin cesar. —¡Estoy salvada!— pensé. A lo lejos y con gran dificultad pude ver el grupo de gente. Yo les hacía señas con la mano, pero por mucho que caminaba nunca podía llegar donde ellos se encontraban. Apenas ya podía andar, el cansancio era tal que lo único que pude hacer fue echarme al suelo y llorar. De pronto, noté una mano que acariciaba mi hombro. Seguidamente una voz me susurró al oído que el avión acababa de aterrizar. Fue una azafata la que logró despertarme de un profundo sueño, el cuál creí real e infinito. Lo que más siento, ahora que miro atrás en el tiempo, es el no tener en mis manos aquel maravilloso tesoro. Me levanté del asiento, algo mareada y me acerqué a la azafata para agradecerle su atención y ella, haciendo un gesto con la mano a modo de despedida, me deseo una feliz estancia en el desierto.




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