A aquĂŠl diciembre no vuelvo mĂĄs natali a acosta
A aquĂŠl diciembre no vuelvo mĂĄs natali a acosta
A aquĂŠl diciembre no vuelvo mĂĄs natali a acosta
A aquĂŠl diciembre no vuelvo mĂĄs natali a acosta
A aquĂŠl diciembre no vuelvo mĂĄs natali a acosta
Vecindad
La fiebre navideña que nos arrastraba en ese fin de año llevaba la sombra de la muerte y la traición. Había una sensación de calamidad generalizada. Ese año nos habíamos masacrado, y a pesar de eso estábamos organizando fiestas en un trampolín salpicado de sangre. Me sumergí en el magma humano de la peatonal Ildefonso de las Muñecas, acompañada por mi madre, con los pollos goteando en bolsas intermedias, la fruta y el regalo para la
niña. Había montañas de juguetes en la calle, casi como basura. Todos llevando futura basura para regalar a nuestros niños. Estaba por decir: ay, todos parecen zombies...pero antes mi madre desapareció de mi lado y entré en pánico. Un vecino me miró, escuchó la primera parte de mi frase ay, todos parecen... y le hizo un comentario a la chica que estaba a su lado. Se notaba bien que me despreciaban. Esperaban el rojo del semáforo para cruzar la calle apelotonada. Ahí estábamos todos, embebidos como duraznos en el almíbar de una ingenua vocación de paz oriunda del mes de diciembre, mes en el que se abre un agujero del tiempo, mes en el que en vez de vivir unas saturnales de fraterno placer somos para el otro la cicatriz palpitante de lo que nunca se va a dejar de temer. Habíamos sido como dioses monádicos hasta que nos aplastamos la frente contra el pavimento atrincherado y sobre todo urdido. La vecindad. Busqué urgida a mi pequeña y voluntariosa progenitora, hasta que la hallé en la ochava frente al mercado del norte, dando vueltas como un trompo. La vorágine navideña gastadora de
billetes de cien pavos, la había arrastrado hacia la vereda de enfrente. Una chica se desmayó más adelante. Logré verle el rostro aunque me dio vergüenza ajena. La socorrieron entre diez, la apantallaban, la mantenían sentada en la inmunda vereda, salpicada de hielo derretido de las conservadoras de los vendedores de gaseosa. Era flaca y aparentemente alta. De cabellos largos, nariz aguileña. La mirada se le iba, perdida mirando un punto fijo con los párpados semiabiertos. La boca cerrada. Una lata fresca rodó sobre mis pies y me dolió. Cuando era pequeña, había monstruos pegados a las paredes húmedas de la casa. Aunque lejos, me acompañan todavía, y han dejado en mí la sensación de que la vida se va poniendo del reverso, se mancha, se agota, se pudre, se pone de otro color, aparece algo. Y esa otra cosa que aparece no es la muerte, sino la destrucción, también viva, de lo que creíamos comprendido. Una especie de intimidad. Mi vecindad había tocado su más ardua intimidad. Y yo estaba sumergida en el magma, un poco licuada. Escoltada por una caja enorme que contenía una moto de plástico para la niña, me tropecé con una tropilla de policías que pasó a través de mí. Me descubrí en un rictus y miré
la multitud. La luz se había cortado en una de las aceras de la peatonal. Hacía dos semanas habíamos sacado las uñas, habíamos conocido lo poco que nos importábamos mutuamente. Pero eso había sido hacía dos semanas. Ahora venían los brindis y el deseo de paz y amor. Insistí en que ya era hora de volver, de lo contrario una bocanada humana podía devorarnos, como nos habíamos devorado hacía dos semanas, cuando todos salimos a matar. ¿Esto nos había dejado exhaustos? No recordaba adónde había guardado el caño oxidado de pileta pelopincho con el que mi pareja planeaba intimidar a posibles ladrones, aquel día de los saqueos. Habíamos visto los disparos en los cuerpos por la televisión y los robos y los insultos. Todo eso nos sumió en un incomprensible diciembre aporético en el que la navidad y el año nuevo se abrían paso en medio de la intimidad espectacular de mi triste vecindad, con la pena olvidada de a ratos, bailando cumbia jocosa y reaggetón a todo volumen, en el vaivén de la multitud. Me quitaron de las manos al menos en cinco oportunidades consecutivas los taxis a los que hice señas. Volvimos caminando con mi madre y otros vecinos, como en peregrinación,
desgranándonos en cada cuadra y como goteras de verano. Jamás hice caso de la sentencia del sabio griego: no es posible bañarse dos veces en un mismo río. Pues siempre he vuelto a aquél diciembre con el mismo talante, con la misma ansiedad y sensación de calamidad generalizada. Vuelvo en cuerpo presente por pura adrenalina.
Igual que hoy. No sé qué capricho idiota me impelía entonces a escribir, no sé qué me mueve ahora. No sé qué capricho me lleva a seguir escribiendo como una enfermedad viral en medio de tanta lastimadura. “Yo a aquél diciembre no vuelvo más” es lo que quisiera decir. Sólo sé que como vivo desde mis palabras y entonces soy pura ficción lingüística, escribo diciembre para asegurarme de que mis palabras siguen vivas y despiertas, aunque a mí me siguen llevando puesta, como guirnalda de navidad.
Fin de Fiesta
1 - Hay un extraño virus que circula por los pasillos de esta facultad- poco después de haber dicho esto, Analía contrajo esa especie de gripe que la dejara hemipléjica. Luego podía leer los saludos de sus amigos, alumnos y colegas por el correo electrónico y balbucear algún juicio de adhesión o rechazo con alguna mano, pero el virus terminó con su tenacidad y murió en menos de un año. Era muy nerviosa y discutía a
menudo con los colegas de la carrera, quizá porque sabía muy bien los reglamentos universitarios y a ella nadie la iba a pasar. No le cabía el escepticismo radical como tampoco la retórica. - Esta no es la vida, esto es una fiesta y esta fiesta va a terminar y después sigue la vida- sentenció un año nuevo, en una fiesta que organizaban los alumnos de la carrera de Filosofía, minutos después de hablar jocosamente del amor interpretando a Diotima y antes de convidarme de su vaso de cerveza. Su túnica blanca y su cabello salvaje no eran tan hermosos como su gran nariz. Tenía los ojos grandes y parecía vivir en una dimensión donde el combate era el padre de todo. Una vez me ayudó a salir de un brete en un examen, en el que un profesor intentó que me contradijera. Poco entendí acerca de esta interna de ideas. Dijo que le fraguaron un par de concursos.
2 - Yo no sueño. Hace rato que solamente me duermo. Pero lo de hace una semana fue una pesadilla, bah, en realidad soñé con Sandro- se agarró la cabeza, el pelo corto canoso se abrió en ranuras y en el cuero cabelludo logré entrever algunas costras. Se refregaba bastante. Como si los pensamientos fueran un compuesto espeso y molesto que terminaba haciendo erupción en la epidermis. - Míreme los brazos. Observé las escaras que abarcaban casi todo el antebrazo obeso, y se perdían codos arriba en colgajos de carne. Eran un mapa rosado de geografías vivas, ahí dentro. Huellas de algún malestar. El médico le había dicho usted Lucía... es un milagro que esté respirando porque usted en este momento no tiene pulso. Se había levantado empapada y con frío. Era el 24 de diciembre.
Ese día hizo una sensación térmica de 45º. Habían cortado la luz en el barrio, desde la noche del 23. El taxista que la lleva a pagar las cuentas, esta vez la llevó al super Vea, para pasar la mañana, por el aire acondicionado. Después le dijo al médico que urgente necesitaba verlo. La familia Albornoz que la llevaba a pasar las fiestas en el Siambón iría a buscarla como a las 7 de la tarde. La devolvían a su casa el 25 a la tarde. Cocinaban como para quinientos, la habían conocido en los grupos de la tercera edad de la mutual. Ella enseñaba pintura, pintaba flores, bambis, era una de las más viejas. A veces se ponía de novia. - ¡Lo más asombroso es que esa noche soñé con Sandro!- se rió, se sonrojó, la risa le provocó tos, su voz apenas se abría paso entre la flema. Carraspeó y siguió: - Y qué querés. Padre golpeador, marido golpeador, segundo marido borracho y mujeriego. El tercero me dejó viuda. Qué querés. Y yo los sobrevivo a los tres, pero estoy comida por la soriasis. El médico le dijo Lucía… ha debido ser la nueva pastilla para
la presión la que la hizo soñar con Sandro, ¿ve? finalmente el medicamento no era tan malo como usted creía...
3
Mi amiga me dice que su tía nació de un cuadro, de una pintura. Además ella, mi amiga, es bruja blanca. Dice que pudo ver la situación exacta en la que su novio le metía los cuernos. Como desde una ventana. Entonces lo dejó, pero antes le mintió que estaba embarazada. Él no para de llamarla pero ella no contesta. Yo le creo, mientras tomo mi tercera cerveza caliente e intento levantarme al mozo y le doy mi teléfono. En diciembre tomar cerveza fresca en un bar de Tucumán es una utopía. Ya nos vamos, pero antes pasaremos al baño. Antes de dejar la mesa, se acercan tres chicos y nos invitan una cerveza más. Aceptamos, como estoy muy locuaz, yo recito poemas menores y los deslumbro. Ofrecen llevarnos en la combi del de anteojos. No he retenido ninguno de sus nombres. Dale, sí. Yo le robo un beso al que tengo al lado, que no sabe cómo hacer para agradarme, y después al conductor de la combi, porque me cae muy bien. Estamos felices todos. Yo me bajo en el centro. Mi amiga sigue hasta el barrio. En el trayecto todos
intentan besarla y lo logran, amablemente. Ella dice que eso es culpa mía: - Me han estado besuqueando hasta que llegué a casa - me llama para reclamar, al día siguiente.
Vecindad
Una vez por semana lo visito a Roque. Salimos por el barrio, vamos a la avenida, allí hay un super y al lado una farmacia. Entramos a esta última y nos probamos perfumes y yo me compro un labial rojo. - Te favorece mucho- me dice Desde que se vino a estudiar a Tucumán, desde su pueblo salteño de Urundel, cerca de Orán, Roque sobrevive con
astucia. En el super compra una cabeza de ajo, el paquete de fideos tallarines más barato, y pide un poco de perejil, compra papel higiénico. Cenamos fideos a la provenzal en su casa de Barrio Obispo Piedrabuena. Parece extraído de un relato de Tim Burton. Delgado, cabello negro con un mechón que le cae en la frente, esbelto, con un trasero parado y redondo, ideal para un desnudo de calendario griego, sabe de historia, literatura y de canto gregoriano. Todas las tardes entrena, porque está decidido a estudiar danza clásica. Tiene 25. Una tarde - yo tenía 20 y él 23 - me encaminaba a la clase de teatro dentro de la facultad. Ya en el sexto piso, lo conocí cantando. Cantaba el ave maría en un registro contratenor que parecía imposible. Estaba solo en un aula con grandes ventanales, rodeado de pupitres. Desde la escalera, yo pensé que allí iba a encontrar a una chica, una angelical mujer practicando su lección de canto, y sin embargo esa voz era de él.
Usaba anteojos con vidrios de sifón y bermudas oscuras. Sandalias franciscanas. Luego cambió todo ese look por los pantalones ceñidos y las calzas. La primera noche que me quedé a dormir me advirtió sobre su fantasma. Un fantasma que tiene desde que es niño, allá en su pueblo natal. Dice Roque que cuando vino a estudiar a Tucumán, el espectro lo siguió, y se hace sentir por las noches, dando en la ventana de la habitación de Roque sus golpecitos de ave en celo. Roque me pregunta mucho por mi mamá, por mis hermanos y mi papá. Creo que los conoce mucho porque es un buen entrevistador. Creo que se hace la película, no sabe cómo son físicamente, pero quizá gusta de los hombres de mi familia. Me quedo en su casa sin problema, ¿será que en mi casa entienden que Roque es bastante puto? Nadie me hace el menor comentario, cuando regreso, el domingo a la tarde. Lo defiendo de estúpidos que reacionan al notar sus modales amanerados. Finales de los ‘90, Tucumán. Una vez en una fiesta le tocó la mejilla a un tipo que estaba borracho y éste y otros lo siguieron para hacerlo cagar. Roque ni se enteró. Salió
del bar y se fue a otra fiesta. Me acuerdo de sus recuerdos como si fueran míos. De los carnavales donde algunos chicos del pueblo aprovechaban para travestirse y pispiretear así sus gustos homoeróticos. Taconeando entre los habitantes del pueblo, dejandose apretar las nalgas por algún propietario, aprovechando la osadía de la música de los bronces, el calor y el vino, para terminar inseminados en algún yuyaral. Después finalizado el festejo todos vuelven a sus ocupaciones y acá ha pasado nada. Mi amor por él fue fugaz. Yo dormía en su casa, en el cuarto de su sobrina Meli de 18 años, después de haber estado bailado con ella en las fiestas organizadas por ella y su tío, en la casa del Obispo Piedrabuena. - Todo bien si querés pasar acá la noche con un hombre o con una mujer- me decía Roque. Él sabía que la única mujer aparte de mí que quedaba hasta el final de la fiesta era su sobrina. Antes del barrio Obispo Piedrabuena, Roque vivía en un departamento de dos ambientes en la General Paz al 200. Desde el comedor ínfimo podíamos oler las milanesas fritándose en
el piso de abajo. Vivía con su hermana mayor, una especie de Helena Bonham Carter bancaria. A ella cuando tenía quince le llenó de dulce de leche la cara un peón en un carnaval en Urundel, y ella se puso a llorar a los gritos.
- Mamá, Roque tiene un amigo mechudo- denunció alguna vez la hermana.
La madre de Meli era la hermana más brava. Había parido 3 hijas rubias, entre cada una mediaba un año de diferencia, con un hippie alemán residente en Tilcara que se tomó el palo en cuanto pudo. Ella también se fue a Jujuy capital, dejando a las tres chicas al cuidado de la madre de Roque en Urundel.
Meli ya señorita, desayunaba con huevos y jugo de naranja, según costumbre familiar en Urundel. Recién terminada la secundaria, era una princesa con la que fumábamos mucho.
Estaba bajo el cuidado de su tío en Tucumán. Fue mi amiga fatal, el acceso a un mundo de euforia y extrañeza. Donde estaba The Cure y New Order, entre fiestas hardcore, y vestuarios con brillantina y músicos adolescentes tucumanos cuyos discos escucho aún. Yo era según ella, una especie de Virginia Woolf. Roque ya en ese año andaba por el mundo, probando éxtasis y detentando el amor de preciosuras de todo género. Para las fiestas nunca estuvieron acá. Siempre la pasaban en Urundel. Roque me contó la última vez que lo vi que habían pasado una nochebuena mala, porque Meli no quería bajar de su habitación, pues había ido de visita la mamá de Meli, para pasar la fiesta. Roque subió a la habitación de Meli, le arrulló el llanto, la abrazó dijo, y le prestó sus anteojos de sol para que bajara a cenar. Cenó así, como una diva esa noche mi osito, dijo Roque. No imaginamos siquiera que al año siguiente iba a morir en un carnaval de Río, cuando quisiera defenderse del ladrón que iba a robarle el morral, según la policía. O sea, Roque algún día se irá a Río. Allí trabajará enseñando castellano y bailará todo el tiempo. Sus alumnos particulares denunciarán su
desaparición. Yo lo imagino por las calles de Río vistiendo tacos y bailando en comparsas. Como un muchacho de Urundel cuyo lapso homosexual se ha vuelto infinito. Una primavera de vacaciones quebrada, como se quiebra diciembre en mi vecindad, cuando entre luces de arroz titila el horror de la violencia desigual que nos hace odiarnos hasta desearnos la muerte. Imagino sus últimos días de calor, nadando en el mar, abrazado a un negro. Porque a él le gustaba el pasaje de Alejandra Pizarnik: - Quiero que me estrangule un negro. Y lo imagino espectral, como disfrazado de su propio fantasma, blanco y sobrio.