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我母亲的婚事 El matrimonio de mi madre

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梅西惊爆中国

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uando mi madre viajó de Mangshi a Kunming, capital de la provincia de Yunnan, para casarse con mi padre, solo llevaba una bolsa de tela y dos mudas de ropa limpia. Su ropa no era nueva, había tomado los dos únicos conjuntos que tenía, los lavó una y otra vez y los puso a secar al sol. Ya era verano, en la escuela habían empezado las vacaciones estivales y muchos estudiantes se habían ido a casa. Mi madre acababa de recibir su diploma y también se preparaba para marcharse. Sentía cierta nostalgia al partir de la escuela en la que había vivido durante seis años.

Mientras secaba su ropa al sol, se sentó a un lado como en trance, mirando las sombras de la ropa bailando sobre el suelo. Su mirada recorrió el muro del patio de la escuela, afuera había algunos tenebrosos y robustos banianos. Miró el patio de recreo donde el viento levantaba polvo, los aros de baloncesto, las mesas de ping-pong de piedra, las aulas de ladrillo rojo, el edificio de la escuela con su techo de hojalata. Todo ello apareció ante sus ojos, como el sonido de una flauta vibrando bajo la fuerte luz del sol.

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Mi madre, sentada al sol secando su ropa, no pensaba en mucho. La bandera nacional, erigida en el asta frente al escenario en el patio de recreo, ondeaba al viento, susurrando en el silencioso ambiente. Mi madre nunca había visto a mi padre. Cuando se casaron, ella solo tenía catorce años y lo único que habían visto era una fotografía del otro. En la suya mi padre tenía un rostro severo, unos ojos límpidos y centelleantes, y sus cejas, arqueadas hacia arriba, parecían las alas de un águila.

Cuando vio la fotografía, mi madre no estaba segura de si le gustaba ese hombre o no; apenas tenía catorce años y aún no había pensado con qué tipo de persona le gustaría casarse. Mi padre era nueve años mayor que mi madre, y la fotografía que obtuvo mostraba a mi madre como una joven alta y delgada, con ojos rasgados y finos, ligeramente elevados hacia arriba y sus rasgos eran delicados y bien definidos. El día en que se tomó esta foto, mi madre vestía una blusa blanca de tela gruesa, una falda negra de algodón y en los pies unas toscas zapatillas blancas y unos calcetines blancos de algodón.

Al día siguiente, mi madre subió a un autobús con destino a Kunming. Estaba solo a dos meses de cumplir los dieciocho años, y no sabía qué destino le esperaba. Nunca había viajado en autobús, no solo ella, muchos de sus compañeros de clase tampoco lo habían hecho. No tenían dinero o no se permitían comprar un billete de autobús. Cada vez que llegaban las vacaciones, volvían a casa a pie, caminaban como poco durante tres o cuatro días y como mucho una semana o hasta diez días. Cuando subió al autobús mi madre no se fijó en absoluto en el color del vehículo, o se le olvidó simplemente, tal vez era verde o rojo; de cualquier forma, el color se perdió en sus narraciones posteriores. Solo se fijó en los pedales del vehículo. “Hechos de hierro verdadero dan tranquilidad a quien los pisa”, describiría más tarde.

Bajo la guía del conductor, encontró su asiento junto a la ventana. Solo la mitad de la gente estaba a bordo y, mientras escudriñaba el autobús, le llamó la atención un soldado sentado en la última fila, una madre con un niño cerca de la puerta, una pareja al otro lado del pasillo y una mujer mayor al lado de mi madre. La anciana llevaba una túnica azul oscuro y, agitando un abanico de bambú en la mano, la miraba con una leve sonrisa. Mi madre no llevaba equipaje, no pidió al conductor que pusiera ninguna maleta en el techo del vehículo como los demás pasajeros, solo llevaba una bolsa de tela con sus mudas de ropa limpia, su diploma de secundaria y su permiso de migración.

Era una tarde abrasadora, estaba sudando, pero sentía una gran curiosidad por todo y, gracias a su coraje innato para enfrentar las cosas, no tenía miedo en absoluto. Hacía tanto calor que el niño comenzó a llorar, y su madre lo cogió en brazos, le abrió la chaqueta y le metió el pezón en la boca. Los llantos del bebé eran irritantes, pero mi madre contenía el aliento y se mantenía en silencio, inmutable como una roca, ni siquiera oía su propia respiración. Junto a la estación de autobuses había una hilera de casas bajas con techos de tejas y pérgolas de paja al frente que protegían del fuerte sol, había algunas personas vendiendo herramientas de labranza y montículos de paja hechos con tallos de maíz. Cada ráfaga de viento levantaba del suelo una polvareda que llenaba el aire.

Unos veinte minutos después de que el autobús arrancara, un fuerte y penetrante olor hizo que mi madre sintiera náuseas, pero afortunadamente fueron rápidamente disipadas por una racha de aire que soplaba a través de la ventana. Su cuerpo se estremecía violentamente con el autobús, haciéndole recordar cuando montaba en burro. El recuerdo la hizo reír y no pudo evitar mirar a los demás: el soldado había cerrado los ojos, el niño estaba dormido en los brazos de su madre y la pareja, sentados con la espalda recta, discutían sin cesar sus asuntos domésticos. Los ojos de mi madre comenzaron a divagar otra vez. En ese momento, el autobús había comenzado avanzar realmente. Los árboles a ambos lados de la carretera –de un verde exuberante bajo el sol de la tarde– desaparecían mágicamente de su vista. Los lejanos maizales retrocedían en un gesto más suave, mientras que las montañas de color negro azulado estaban congeladas en su lugar, como grandes nubes oscuras que se fusionaban con el de los fuegos de cocina que se elevaba desde las faldas de la montaña.

El autobús de larga distancia tardaría cuatro días en llegar a Kunming. Durante el día, el autobús viajaba por la carretera, y por la noche descansaban en algún albergue. Ella estaba muy agradecida con la anciana que iba sentada a su lado, ella la protegió de manera intencionada durante todo el camino, sobre todo por la noche, cuando dormían en el gran catre del albergue. Siempre hacía que mi madre durmiera en la parte más alejada mientras ella se colocaba al lado de mi madre como un ángel guardián. A menudo había pulgas y chinches en esas camas que viajaban en los cuerpos de las personas, y mientras se alimentaban de la sangre de estas y hacían que los llevaran aún más lejos.

Todos los días, antes de dormir, mi madre siempre colocaba cuidadosamente su permiso de migración bajo la almohada y luego doblaba a conciencia su ropa y sus pantalones y los colocaba en la cabecera de la cama. Toda la vida fue así, nunca dejaba su ropa tirada al azar porque no le gustaba que esta estuviera demasiado arrugada. En la escuela, era miembro del club de teatro. He visto muchas de sus fotografías escénicas de esa época. Guardaba esas fotos, incluidas las que le regalaron sus compañeros de clase como recuerdo de la graduación, en un álbum rojo. Cuando empecé a formar recuerdos y ojeaba estas fotografías, ella ya era una mujer de treinta años, pero aún lucía un aire de niña.

Este aire desapareció cuando llegó a los cincuenta años. Empezó a engordar, a hacerse la permanente en el pelo corto y, como muchas mujeres de su edad, su actitud exudaba osadía e incluso cierta agresividad por exceso de confianza. Sin embargo, al llegar a los setenta años recobró ese aire de su juventud, volvió a ser inocente y cándida, a veces incluso tímida, y también soñadora, como una jovencita. La mayoría de sus sueños tenían que ver con sus recuerdos: de repente recordaba ciertos momentos de su pasado que aparecían en su mente como fotografías amarillentas, tan vagos como el vapor de agua y tan escurridizos como las nubes.

En la escuela había adquirido el hábito de lavarse los dientes todos los días, así que cada mañana en el albergue, tomaba su vasito para cepillarse los dientes. Solo entonces la anciana abandonaba su habitual mirada amable y la evaluaba con extrañeza, pero no decía nada. En esos momentos, la vieja solía sentarse al borde del catre, fumando, mientras esperaba que los demás estuvieran listos para seguir el viaje. A mi madre no le importaban las miradas extrañas que recibía. Cuando todavía estaba en el colegio, sus compañeros siempre comentaban sobre su ropa, decían que, aunque iba vestida con ropa remendada, le quedaba mejor que a los demás, por lo que mantenían que había empleado algún artificio en la ropa, un signo de la diseminación del pensamiento burgués.

Los pasajeros durmieron durante la mayor parte del trayecto, sobre todo porque las sinuosas y continuas carreteras de montaña los mareaban y lo único que pasaba frente a sus ojos eran los picos de los montes, arbustos, árboles y polvo. La carrocería del autobús ya estaba cubierta de una gruesa capa de tierra amarilla, especialmente la ventana trasera, desde la que era casi imposible ver a través del cristal. En este estado de duermevela mi madre tuvo muchos sueños. Soñaba con su infancia, con la madre de su madre y la hermana menor de su madre. Se dio cuenta de que desde pequeña se había criado entre mujeres. Al principio, mi abuela la llevó a vivir con su madre, y más tarde con su hermana menor. Estas experiencias le provocaron una suerte de rechazo natural a los hombres. Los hombres eran otra especie, unos salvajes que carecían de compasión y empatía. Eran ajenos al dolor que soportaban las mujeres, solo fumaban opio y apostaban, menospreciaban a las mujeres y no les gustaba estar cerca de ellas porque pensaban que ello los hacía parecer menos masculinos. Precisamente por esto, las mujeres de la familia tenían muchas oportunidades de criticarlos a sus espaldas.

Cuando el río suena, piedras trae: sus críticas no eran infundadas, los ejemplos abundaban. La madre de mi madre, por ejemplo, tenía un marido, es decir mi abuelo, que fumaba opio y apostaba. Mi abuela tenía que hacer ropa y bordados para otra gente a fin de mantener a la familia. Mi abuelo fue irresponsable con su familia no porque mi abuela fuera incapaz de tener hijos, porque incluso cuando él encontró a otra mujer y se volvió a casar (esta mujer era la madre biológica de mi madre), la situación no mejoró en lo más mínimo. Pero creo que mi abuelo dejó a mi abuela en parte por su infertilidad, y en parte porque ella era de un carácter muy fuerte. Y en la versión de mi abuelo de esta historia, posiblemente él no pensaría que fue irresponsable con su familia.

La madre biológica de mi madre se quitó la vida ingiriendo opio cuando mi madre tenía seis meses. El motivo de su suicidio fue que mi abuelo perdió en apuestas todos los ahorros que ella había logrado acumular con gran dificultad. Cada vez que pienso en la madre biológica de mi madre es como si viera un signo de pregunta colgando sobre su cabeza. Calculo que tenía, como mucho, veinte años cuando murió, una edad en la que uno está dando sus primeros pasos en la vida, ¿qué clase de carácter decidido, feroz y resoluto necesita tener uno para acabar consigo mismo de esa manera? Pero las preguntas que hice nunca fueron respondidas, nadie pudo contestarlas, dejándome sin posibilidad de saber qué clase de persona era ella. Todos quienes lo sabían estaban muertos, incluso mi madre se había enterado por otros. Tras la muerte de la madre biológica de mi madre, mi abuelo se vio incapaz de criar a un infante que todavía estaba lactando. Llevó a mi madre en una cesta y se la dio a mi abuela, diciendo que así tendría alguien que la cuidara cuando fuera vieja. “Críala y búscale un marido, cuando seas viaja ella te podrá cuidar hasta el final”. Me imagino a mi abuelo diciendo eso para librarse de las dificultades de criar a una niña pequeña. Más tarde murió de una enfermedad fatal. Alguien le llevó un recado a mi madre diciendo que su padre se estaba muriendo y que debía ir a verlo. Ella se negó, no quería de ninguna manera, en los años en que había sido criada por su madre adoptiva, esta había logrado plantar el resentimiento y el odio en su corazón. No, ella no quería verlo en absoluto. En ese entonces tenía trece años.

Mi madre siempre supo que mi abuela no era su madre biológica y, aunque se refería a ella como “apreciada madre” en las cartas que cada mes le escribía a mi abuela desde la escuela, no la consideraba su verdadera madre bajo ningún concepto. Era solamente un intercambio, pensaba ella, mi abuela la había criado para que pudiera cuidar de ella en su vejez. Cuando mi abuela tomó la decisión de concertar el matrimonio de mi madre, también lo vio como un canje que le daría a mi madre alguien de quién depender y haría que la vejez de mi abuela fuera más cómoda.

Ella no amaba a su madre adoptiva, tampoco a su marido, y menos aún a su padre. Tampoco amaba a su madre biológica que no existía en su memoria. A veces la compadecía, pero eso fue muchos años después, cuando volvió a examinar el pasado. En esos momentos, toda su vida era como una corriente de agua que se derramaba a raudales y le parecía que volvía a experimentarla. La atravesaba con una velocidad extraordinaria, como una cascada que se precipita desde una roca imponente. Muchos momentos banales quedaban suprimidos, dejando que solo algunos acontecimientos decisivos emergieran de forma vívida. Aquellos momentos críticos no eran como los destellos de la luz del sol que ilumina la superficie del río; eran oscuros y sombríos, y traían consigo una miríada de dolores, remordimientos y reproches para el mundo. Pero estos instantes pronto desaparecían.

Desde que me dio a luz, ella volcó todo su amor en mí. No quería que me hicieran ningún daño, no quería que sufriera ni un poco. Pero aún no había desarrollado esas emociones cuando estaba embarazada de mí. Estas estallaron después de mi nacimiento, en el instante en que me vio. En ese instante, su corazón se derritió y una fuerza sin precedentes la liberó de sus sueños de adolescente. Experimentó una suerte de despertar y vertió su amor sobre mí con un frenesí indescriptible, besando mis manos y mis pies como una creyente devota, tomando mis dedos de las manos y de los pies en su boca como si fueran dulces. Se preocupaba de si tenía frío en invierno y calor en verano, cuando soplaba viento, me preparaba una bufanda y revisaba constantemente del cuello de mi ropa para asegurarse de que me envolvía completamente. Tenía demasiado miedo de perderme, de despertar de repente y descubrir que yo hubiera muerto de la noche a la mañana.

Mi madre se despertó en el autobús con un sabor amargo en la boca. Avergonzada se dio cuenta de que, inesperadamente, mientras estaba durmiendo había babeado, y esperaba que nadie lo hubiera notado. Por suerte, la mayoría de las personas que iban en el autobús también se habían quedado dormidas. La anciana a su lado también dormía, y su cabeza se movía de un lado a otro con el traqueteo del vehículo. En cuanto a la pareja, la mujer estaba dormida con la cabeza apoyada en el hombro de su marido. Él, en cambio, no estaba dormido, sus ojos estaban fijos en la ventana. Mi madre también se sintió atraída por el paisaje y volvió a posar su mirada en la ribera. Vio que la niebla de la madrugada se había disipado, pero todavía había humedad sobre la superficie del río que le impedía ver el paisaje en la otra orilla. Quizás había pájaros volando en la niebla, pensó. En ese momento, el autobús se detuvo en la puerta de una casa de huéspedes y nuevamente llegó la hora de comer. Cuando estaba a punto de salir del autobús, mi madre dio un grito de terror, como si el alma se le hubiera caído a los pies, y todos en el autobús se volvieron para mirarla. La anciana le preguntó qué le pasaba y ella dijo que había perdido su permiso de migración.

“¿Cómo pudo haberse perdido? ¿El resto de tus cosas están?”.

Ella revolvió sus cosas, todo estaba allí. Recordó que lo había dejado en el albergue, la noche anterior había puesto el permiso de migración bajo la almohada. En la mañana al levantarse, había olvidado llevarlo consigo.

“¿Cómo pudiste olvidarlo?”, dijo la anciana. “Ve y pregúntale al conductor si el autobús puede regresar”.

Mi madre se dirigió entonces a la parte delantera y se lo preguntó al conductor, que en ese momento estaba llamando a los pasajeros a bajarse del autobús para comer.

“Ya estamos en Dali, ¿cómo podría regresar?”, dijo el conductor, “este autobús tiene un horario fijo, y pase lo que pase, no puede regresar”.

“Entonces, ¿qué puedo hacer?”, mi madre estaba al borde del llanto.

Las últimas personas a bordo del autobús se bajaron, solo la anciana se quedó acompañando a mi madre.

“En tal caso, ¿qué te parece esto?”, dijo el conductor experimentado y bien informado, después de pensarlo: “Después de comer, ve a la comisaría a reportar el caso. Dices que has dejado el permiso de migración en el albergue y les pides que te ayuden a contactar a la gente de allí”. Para consolar a mi madre, el conductor añadió: “No puede perderse, basta con que sepas dónde lo has dejado”.

Mi madre consiguió recuperar su permiso de migración, y cada vez que me lo contaba después, decía que los agentes de seguridad pública de aquel entonces realmente estaban al servicio del pueblo. Mi madre repitió esta frase una vez cuando le arrancaron un collar de oro que llevaba al cuello en un mercado de verduras; otra vez cuando ella y mi padre fueron a Chengdu y perdieron cinco mil yuanes en el tren, y otra más cuando perdió su teléfono móvil. Desde la pérdida del permiso de migración y el éxito de la denuncia, mi madre siempre reportaba cada caso, aunque en ninguna ocasión posterior tuvo tanta suerte como aquella vez cuando recuperó con éxito lo perdido.

Solo después de escuchar al conductor mi madre se sintió un poco aliviada y siguió a los demás a la cantina para merendar. Había muy poca comida, pero había suficiente arroz para todos, y como estaba pensando en la denuncia, ella tomó al azar unos cuantos bocados de vegetales salados y se terminó un gran cuenco de arroz. Cuando acabó de comer, quiso ir a la comisaría para denunciar el caso, pero no sabía dónde estaba ubicada, así que fue a preguntárselo al conductor. Él le dijo que tampoco lo sabía y que se lo preguntara al personal de la cantina. Finalmente, un hombre de la taberna que ayudaba en la cocina a preparar los vegetales la llevó al lugar.

Mi madre todavía tiene un recuerdo vívido de la comisaría, pero apenas recuerda al ayudante de cocina. Recuerda que siguió a ese tipo hasta una puerta de hierro tras la que había una casa blanca de dos plantas, con dos habitaciones en cada una. Las puertas de las dos del primer piso estaban cerradas, así que subió al segundo piso, donde ambas estaban abiertas. Se dirigió a la primera y vio a alguien dentro sentado detrás de un escritorio. Entró y le dijo que había perdido su permiso de migración.

La primera vez que mi madre fue al lago Erhai fue hace apenas diez años, y en aquella ocasión yo la acompañé. Le propuse ir en un crucero, pero se negó, diciendo que podía verlo igual de bien desde la orilla. Lo cierto es que no quería gastar mucho. En aquella época, ella ya llevaba muchos años jubilada y viajaba a varios lugares cada año. Cada vez que visitaba un lugar, evaluaba la situación del turismo local y daba sugerencias razonables con la perspectiva de una turista bien informada y profesional, pero nadie aparte de mí las escuchaba. Así que en ese momento pensé que tal vez no le interesaba tanto el lago Erhai porque había visto el mar Mediterráneo.

Ella nunca tuvo tiempo de pasear hasta después de la muerte de mi padre, y aunque estaba un poco triste cuando él murió, sospecho que en realidad por dentro dio un suspiro de desahogo. No es que estuviera aliviada de poder tomar sus propias decisiones sobre todos los asuntos, pero sí de sentir que por fin estaba sin ataduras. Durante toda su vida, mi madre había buscado la relajación y la libertad, pero nunca pudo conseguir lo que quería. Entonces dejó de hacerse esas ilusiones, creyendo que la vida era así, que la relajación y la libertad deseadas eran eternamente imposibles, que esa emancipación solo se encontraba en las obras de teatro, en las películas y en las novelas: cuando uno se preocupa por el destino de personaje ficticios, ya no se preocupa tanto por el propio destino. No le dije que eso se llamaba autoparálisis, o autolavado de cerebro; sería cruel decirle eso a una persona mayor. Me alegraba verla agarrada a una novela o viendo la televisión todo el día y yendo de vez en cuando al cine, de esta forma no tenía que ponerse nostálgica de su vida, no necesitaba decirme: “Se podría escribir una novela sobre mi vida”.

La vida de cualquier persona podría dar material para una novela, era lo que yo quería decir.

Mi madre contaba que el hombre sentado detrás del escritorio le advirtió que los agentes de policía no estaban y que debía volver más tarde. Mi madre explicó que más tarde el autobús partiría. Este hombre tenía un rostro alargado, con cejas pobladas y dos ojos grandes, brillantes y penetrantes. En cuanto a su nariz, mi madre no entró en detalles, pero probablemente también era alta y recta. Dado que tenía todas las características anteriores, también debía tener esta última para que fuera la persona que mi madre mencionaba de vez en cuando. Ella siempre criticaba el aspecto de la gente. Nunca decía de sí misma que era hermosa, y si la gente lo hacía, aseguraba que tenía un lunar en la barbilla, que sus pestañas no eran lo suficientemente espesas y que sería mejor si no tuviera ese lunar y si sus pestañas fueran más espesas. Buscaba la perfección absoluta. Así que supongo que ese hombre debió ser hermoso. Mi madre insistió en que al autobús pronto se iría y el hombre la miró atónito, no entendía para nada el afán de mi madre. Solo entonces el ayudante de cocina que había llevado a mi madre se acercó y le contó en detalle lo que había sucedido. Él no dejaba de asentir con la cabeza como si lo entendiera todo perfectamente, pero seguía sin hacer nada. A mi madre le pareció que al menos debería tomar notas o algo, porque de lo contrario, era mucha información y si olvidaba algo, ¿qué entonces? El acto de anotar da a la gente una sensación de seguridad, les hace pensar que los están tomando en serio. Además, mi madre se preguntaba: “Si no eres un agente de policía, ¿qué diablos haces aquí sentado?”.

Él dijo que, efectivamente, no era un agente de policía, su compañero de clase era el agente. Él había venido a verlo, y ahora su compañero había salido para algo, así que él se había sentado tras su escritorio. Sí, en efecto, no vestía el uniforme de un agente de policía, por supuesto que no era un agente de policía, si lo fuera, debería llevar un uniforme blanco. Ella no se había percatado de ello antes porque su mente estaba preocupada con el permiso de migración que había dejado en el albergue.

“¿A qué hora volverá?”, preguntó mi madre.

Él dijo que no lo sabía. Su compañero agente de policía había salido a lidiar con un asunto y en estos casos era imposible decir cuánto demoraría. Cuando terminara, regresaría, y mientras no terminara, no regresaría.

“¿Entonces qué? ¿No podrías tú decírselo?”, añadió mi madre de inmediato.

No sabría decirlo, dijo él. Porque si tardaba demasiado, tampoco iba a seguir esperando a su compañero eternamente. Estaba allí solo de paso por motivos de trabajo, y si su compañero tardaba en regresar, no podría esperarlo; de lo contrario, si él volvía tarde se consideraría una falta disciplinaria.

Mi madre pensaba que él estaba decidido a no ayudarla, pero no podía decirlo, no podía discutir con él por ello. Estaba realmente preocupada. El conductor había dicho que la esperaría, pero ¿y si demoraba mucho y ya no la esperaba? El autobús también tenía un horario. ¿No sería también una falta disciplinaria sobrepasar la hora? Mirándolo desde otra perspectiva, aunque el conductor estuviera dispuesto a esperar y no temiera de cometer una falta disciplinaria, ¿qué pasaría si los demás pasajeros no estuvieran dispuestos? Sea lo que sea, todos llevaban tres días fuera y, aunque en el camino había gente que se había subido y bajado del autobús, parecía que la mayoría de los pasajeros viajaban a Kunming, como ella. Todos estaban bastante cansados y querrían llegar a su destino cuanto antes, así que era comprensible que no quisieran esperarla.

“¿Hay tan pocos agentes en este lugar?”, preguntó mi madre exasperada. “Al menos uno debería haberse quedado”.

Eran tres, dijo el hombre, y todos habían salido. Parecía que el asunto era bastante serio, de lo contrario, no habrían salido los tres, analizó. Pero su compañero se había limitado a decirle que esperara, no le había dicho qué había pasado, pero parecía bastante grave. Por consideración a las restricciones disciplinarias, su compañero no podía decirle concretamente lo que pasaba, y solo le pidió que, de paso, ayudara a vigilar la puerta y que no dejara entrar a nadie a robar. Dijo que, si la comisaría era robada, se meterían en problemas por haber salido. Así que él solamente estaba esperando allí a que volviera su compañero. Estaba dispuesto a esperar porque no se habían visto desde que se separaron tras graduarse de la secundaria. Esta vez él había obtenido, con mucha dificultad, la oportunidad de viajar hasta allí por motivos de trabajo, por lo que quiso ver a su compañero, no esperaba que este saliera justo cuando él acababa de venir. Esperaba ver a su compañero antes de tener que marcharse, pues no sabía cuándo sería la próxima vez que se verían.

Mi madre no quería escucharlo hablar de estas cosas, lo único que le importaba era si podría reportar el caso y recuperar el permiso de migración que había dejado en el albergue. Si no lograba recobrarlo, ¿cómo aplicaría para el permiso de residencia en Kunming cuando llegara? Y si no lograra obtener dicho permiso, ¿tendría que regresar a Mangshi de nuevo? Estos pensamientos pasaron rápidamente por la mente de mi madre. Dijo que no podía esperar, de lo contrario el autobús se iría. Mi padre le había enviado el dinero para el billete, que no fue para nada barato. El dinero que le había enviado solo había alcanzado para un billete de ida, y lo poco que quedaba era su dinero de bolsillo para el viaje, así que, si perdía el autobús, no podría permitirse comprar otro boleto.

“No puedo esperar”, volvió a decir. Dicho esto, se dio la vuelta con solemnidad y se fue.

1 Dazibao se traduce como “afiche de grandes caracteres”. Eran redactados por ciudadanos comunes sobre un tema político o moral que se pegaban en los muros de lugares públicos. Desempeñaron un papel fundamental en varias campañas políticas del Partido Comunista Chino, que culminaron en la Revolución Cultural.

En realidad, en mi imaginación, mi madre no habría sido tan determinada en ese momento, aún no tenía dieciocho años, había estado siempre en la escuela, sin experiencias, y no habría sido capaz de hacer preguntas oportunas y pertinentes como “¿No podrías tú decírselo?” o “¿Hay tan pocos agentes en este lugar?”. En aquella época era muy tímida y no le gustaba hablar. Era testaruda, pero también tenía un fuerte sentido del amor propio y a menudo se tragaba las palabras por miedo a decir algo inapropiado. Además, realmente no pensaba en mucho, siempre obedecía a sus profesores y rara vez cuestionaba o contradecía sus palabras. Todo esto lo superó durante la Revolución Cultural, en los debates y conflictos con otra facción, en esa época ella ya era una persona muy diferente a la de sus días de estudiante.

En su época de estudiante, siempre había sido objeto de críticas en las reuniones de clase, acusada de llevar zapatos durante los trabajos obligatorios, de dar demasiada importancia a la ropa y la apariencia, también de llevar un peinado ligeramente diferente al de los demás. Además, tenía el descaro de estar comprometida en matrimonio: sobre todo era esto último, agregado al hecho de que su prometido fuera incluso descendiente de un “gran terrateniente”. Todo ello eran señales de que estaba influenciada por los restos del feudalismo, de que no era políticamente consciente ni profesionalmente competente, y de que su pensamiento no era revolucionario. Denunciaban todos sus problemas ideológicos en las reuniones de clase, fuera ella consciente de ellos o no, y no dejaban de instarla a reformar su pensamiento para purificar su mente. Otros consideraron que debían profundizar en sus orígenes, ya que la lógica dictaba que no podía proceder de una simple familia de comerciantes, sino que debían ser terratenientes, capitalistas o, cuando menos, propietarios de un pequeño negocio. El matrimonio tiene que ver con la familia adecuada, y si ella no hubiera provenido de ese entorno, ¿cómo podría haberse comprometido con este descendiente de un “gran terrateniente”? Esperaban que mi madre fuera honesta sobre sus verdaderos orígenes e incluso enviaron a alguien a investigar, pero mi abuelo ya había fallecido y de hecho no tenía ninguna propiedad, tampoco había vivido con mi madre, así que no pudieron investigar más allá. Lo cierto es que en un principio mi abuelo sí tenía una propiedad, una casa grande con tres patios, que le había dejado su padre. La tuvo que ceder a alguien más cuando la perdió en una apuesta, precisamente por ello su estatus social no había sido clasificado como el de propietario. Para cuando llegaron los enfrentamientos con la otra facción, mi madre ya tenía experiencia en la lucha, defendiendo sus puntos de vista con pasión y burlándose con desdén de los de las otras facciones. Aprendió a presionar a los demás con ímpetu, y repetía continuamente este método para subrayar la veracidad de sus criterios, pero también sabía que a veces necesitaba argumentar con lógica, e incluso necesitaba las Obras escogidas de Mao Zedong como apoyo teórico, por lo que a menudo las recitaba de memoria para poder dominarlas y utilizarlas con habilidad. En ese entonces, yo ya estaba a punto de nacer, pero pese a ello, ella pensaba que debatir con otros era más importante, porque la sola idea de que estaban haciendo algo sin precedentes en la historia hacía hervir de justa indignación la sangre de la gente, y ella pensaba en trance que había un cierto romanticismo en ello. Pero no puedo imaginarme una escena así: una mujer embarazada que se pone delante de un dazibao1 y debate con los demás de forma vehemente pero absolutamente sincera. En aquella época, siempre había un gran número de personas que se reunían frente a los dazibao a debatir sin tregua, y también les encantaba cubrir con sus propios afiches los de los demás, de modo que todas las paredes de las calles principales estaban cubiertas de capas y más capas de dazibao. Al final de este movimiento, nadie tenía ya la energía o el impulso de seguir con esa guerra de afiches, y los que estaban en las paredes se fueron desprendiendo lentamente por el viento y el sol, y luego se desparramaron por todas partes. Sin embargo, no faltaba gente que suspiraba con emoción por haber tenido la oportunidad de practicar la caligrafía.

Tras casarse con mi padre, mi madre no salía a trabajar. No es que encontrar trabajo fuera difícil en absoluto. Para algunos quizás, pero ella, graduada de la escuela secundaria, era bastante solicitada por la sociedad. Aun así, rechazó sucesivamente los trabajos en una fábrica de tabaco, como maestra de primaria y en un juzgado. Finalmente, entró en una fábrica textil donde se convirtió en una tejedora. Rechazó el trabajo en la fábrica de tabaco porque estaba demasiado lejos de casa, y el trabajo de maestra porque el estatus social de los maestros era demasiado bajo. En cuanto al trabajo en el juzgado, no lo aceptó porque yo estaba a punto de nacer. En cambio, la fábrica textil, por una parte, al estar más cerca de casa le permitiría cuidarme más fácilmente y, por otra parte, los obreros tenían el estatus social más alto en aquella época, así que iba contenta a trabajar. Antes de encontrar un trabajo formal, solía hacer trabajos esporádicos en los talleres de la calle, ayudaba al director del comité de residentes a hacer registros de mediación y limpiaba el agua potable poniendo cal en todos los pozos del barrio con regularidad, como se le había ordenado.

La luz del sol bailaba sobre las hojas de maíz en la distancia. A ambos lados de la carretera había grandes campos de maíz. Mi madre y el ayudante de cocina caminaban rápidamente cuando desde atrás les llegó el sonido de alguien que corría. Al girarse para verlo, el hombre corría hacia ella ya sin aliento. “Te propongo algo”, dijo jadeando, “deja tu dirección y cuando venga mi compañero, le contaré lo sucedido y haré que se ponga en contacto con la comisaría local de allí, y si lo encuentran, te enviarán el permiso de migración”.

Sus palabras sorprendieron a mi madre, lo miraba con los ojos muy abiertos, casi sin creer que estuviera hablando. El ayudante de cocina le acababa de sugerir que, ya que no podría denunciar el incidente allí, debería volver a reportarlo cuando el autobús se detuviera en la siguiente parada, solo que no sabía si había una comisaría en ese lugar. Las palabras del ayudante de cocina reconfortaron un poco a mi madre, pues le indicaban que al menos todavía había esperanza y que no era un asunto insalvable. Si la cosa no funcionaba, tendría que volver a Mangshi desde Kunming para tramitarlo de nuevo, pero aún no sabía concretamente lo que tendría que hacer. Tal vez los procedimientos serían tremendamente engorrosos y tendría que volver a pasar por toda clase de interrogatorios. Pero, ni modo, tendría que soportarlo. ¿Por qué había sido tan descuidada con un documento tan importante en el albergue?

“¿De verdad?”, preguntó mi madre gratamente sorprendida.

“De verdad”, él asintió sonriendo. “De lo contrario tendrás muchos problemas”.

“Te lo agradezco mucho”.

“No hay de qué”.

Cuando terminó de decirlo, sus ojos todavía miraban a mi madre pestañeando, en sus manos sostenía una libreta y un bolígrafo, que mi madre ya había visto cuando él se acercó corriendo. Ahora ella sabía que eran para anotar su dirección.

“¿Allí?”, le preguntó ella mirando el cuaderno y el bolígrafo en sus manos.

“Oh, sí”. Su rostro se sonrojó y se apresuró a abrir el cuaderno en una página en blanco, y se lo entregó junto con el bolígrafo. “Escribe tu dirección y tu nombre”. Intentó evitar tocarle la mano mientras le entregaba ambas cosas, pero no pudo evitar rozarla ligeramente. Él retiró la mano como si lo hubiera picado una abeja. Mi madre también de repente se puso nerviosa y se sonrojó.

Sus dedos eran largos y delgados, no parecía que hiciera trabajos manuales. Mi madre estaba tratando de adivinar a qué se dedicaba. Él señaló la primera línea de la página y le dijo que escribiera allí. Mi madre se acuclilló y apoyó el libro sobre sus rodillas para escribir su nombre y la dirección, que por supuesto era la de mi padre. En ese momento pensó que estaría bien poder escribir un poco más bonito, nunca le había gustado su letra y, aunque había practicado de manera particular, seguía sin escribir muy bien. Le devolvió el cuaderno, un poco avergonzada, y le advirtió repetidamente que ese era su domicilio y que, si encontraban su permiso de migración, se lo enviaran a donde ella vivía.

“Escribes muy bien”, dijo él mientras tomaba el cuaderno y lo miraba.

Al oírlo decir esto, ella se sonrojó aún más.

“Lo digo en serio.”

“No escribo bien”.

“Si vieras cómo escribo yo, sabrías lo que es escribir mal”.

Mi madre aún quería decir más, pero pensando que en verdad no alcanzaría a llegar si no se iba, le dijo que tenía que irse y le dio las gracias de nuevo. Sin embargo, no parecía que él quisiera irse de ninguna manera. Para ella, era como si él estuviera petrificado allí por un extraño encanto. Se quedaron allí parados de esa forma, mirándose el uno al otro. “Date prisa”. La urgió a su lado el ayudante de cocina. Solo entonces mi madre volvió en sí y dijo una vez más que tenía que irse. Esta vez no le importó si él seguía petrificado o no, ágilmente se dio la vuelta y se alejó.

Cuando llegó a la entrada del albergue, todas las personas del autobús ya estaban a bordo, esperando solo a que ella llegara para partir. No dijo nada en el camino de regreso, incluso casi olvidó dar las gracias al hombre que la había llevado a la comisaría, solo cuando este le dijo que subiera rápido al autobús, lo recordó. Se apresuró a subir al vehículo y todas las personas que iban en él le preguntaron si había hecho la denuncia. Les contó que los agentes de policía no estaban, pero que hubo alguien que registró su dirección y prometió que se lo enviarían cuando lo encontraran. Al oírlo, todos en el autobús comentaron, menos mal, eso está bien. Luego, otras personas le volvieron a preguntar algo, pero esta vez fue algo más lenta en responderles, quizás a causa del incesante serpenteo del autobús por la carretera de montaña.

El autobús zigzagueaba por las grandes montañas, subía por una ladera, bajaba por otra, luego volvía a subir y bajar. El polvo que se levantaba de la carretera flotaba a la deriva y se metía por las ventanas de ambos lados del vehículo. Una parte aterrizaba en los vidrios amontonándose en una pesada capa. Ella podía ver más o menos el paisaje del otro lado, pero la vista de fuera ya no la atraía, se repetían las mismas montañas, árboles, pasto y alguna que otra flor ocasional: todo eso que ella ya llevaba observando por casi cuatro días.

Alguna vez acompañé a mi madre a la escuela donde estudió. El lugar ya no era el mismo, al menos, no era como cuando mi madre aún asistía. La escuela con techo de hojalata había desaparecido, en su lugar se erguía un edificio de cinco plantas de hormigón reforzado con acero. El edificio de educación era también de los mismos materiales, tal vez solo la plataforma para izar la bandera había sido trasladada, pero el aro de baloncesto y la mesa de ping-pong habían sido sustituidos por otros nuevos, y se había colocado una nueva pista de carreras de tartán. Los eslóganes habían desaparecido del muro, al otro lado del cual seguían los banianos, tan robustos y frondosos como siempre.

Mi madre también le dejó a ese hombre la dirección de la escuela. Me pregunto si alguna vez envió cartas a la dirección de la escuela. Y es que en esa época él le escribió varias cartas a mi madre, pero ella no respondió a ninguna, excepto a la primera. Al no recibir respuesta, ¿se le habría ocurrido hacer el intento de enviarlas a esta dirección? Y si lo hizo, ¿la escuela se las reenviaría a mi madre? Ella jamás habló de esto, solo me contó cómo empezó. Comenzó cuando él le escribió una carta a mi madre para preguntarle si había recibido el permiso de migración. Le dijo que le había preguntado a su compañero, y este a su vez había dicho que habían encontrado el permiso en el albergue y se lo habían enviado a la dirección en Kunming que ella dejó. Mi madre le contestó diciendo que lo había recibido y le agradeció nuevamente. Mi madre recibió el permiso de migración al séptimo día de llegar a Kunming, para entonces ella ya se había establecido allí y se preparaba para casarse con mi padre. Escribió su respuesta y luego quemó la carta que aquel hombre le había enviado, por miedo a que mi padre la viera. Antes de hacerlo, le dio la vuelta a esa carta muchas veces, revisándolo todo con cuidado, incluso el sobre, las estampillas y el matasellos. El sobre era de papel de estraza y pertenecía a algún periódico, para el que mi madre supuso que trabajaba, pero él no lo decía en la carta.

Al mes siguiente, recibió otra carta de él, en la que la saludaba y le preguntaba si había recibido la carta anterior. Para entonces, ella ya se había casado con mi padre. No tuvieron una ceremonia nupcial: mi padre había invitado a algunos de sus amigos a comer y ellos les regalaron objetos cotidianos como lavacaras, tazas de té y ropa de cama. Su mobiliario consistía solo de una cama y algunos taburetes. Ni siquiera tenían una mesa de comedor, la suya estaba hecha con dos cajas de madera desechadas que mi padre había sacado de su lugar de trabajo y montado. Mi madre hizo lo mismo con las dos cartas que siguieron, pero recordaba cada palabra escrita en ellas.

Cuando llegó la última carta, mi madre estaba ocupada mudándose de casa con mi padre, se preparaban para trasladarse a la casa vacía de un amigo de él. En ese tiempo, la lucha entre las dos facciones había alcanzado un punto álgido y no cesaban de ocupar a la fuerza las unidades de trabajo para ampliar su esfera de influencia, capturar el terreno más alto y preparar sus armas para dispararse mutuamente. La casa en la que vivían mis padres era parte de un edificio que daba a la calle y los ocasionales silbidos de los disparos inquietaban a mi padre, quien decidió llevarnos a mi madre y a mí a la casa vacía de su amigo. Esa casa estaba en un callejón aislado y era menos probable que fuera impactada por una bala perdida. A estas alturas, mucha gente había dejado de participar, los que colocaban dazibao en las calles hace algunos años también se habían retirado y en todas las calles reinaba la quietud, no se oía ni el vuelo de una mosca. Por supuesto, también mi padre y mi madre mantenían un bajo perfil. Ellos alguna vez habían pertenecido a dos facciones distintas y se habían enzarzado en acaloradas discusiones por sus diferentes puntos de vista, pero para entonces habían dejado de discutir y limitaban sus disputas a los asuntos domésticos, los artículos de primera necesidad: temas cotidianos que eran más concretos y tangibles y les daban una paz mental que los traía de vuelta a la realidad.

Me resulta increíble que aquel hombre enviara cartas en una época en la que todo el mundo hablaba de revolución y de lucha. Me pregunto si mi madre pensó lo mismo. Era como si él no perteneciera a esa época, ¿acaso él no atravesaba lo que estaban viviendo los demás? No lo mencionaba en sus cartas, solo escribía sobre atardeceres lluviosos y hierba bañada por el rocío, sobre el resplandor del ocaso en el cielo y los brotes de las hojas nuevas en los árboles, sobre las sombras en las paredes y el sonido que hacían las hojas de los árboles al mecerse. Fiel a la usanza, escribía algunas consignas al principio y al final de sus cartas. En el medio, nunca había mucho texto, pero era todo descriptivo, ninguna carta pasaba de una página. También solía escribir sobre el sol, el cual descrito en sus cartas rezumaba calidez, igual que una pradera.

Por alguna razón, mi madre conservó esa carta. Tal vez porque estaba empacando las cosas que se iba a llevar, no se molestó en ocuparse de ella y no la quemó como había hecho con sus otras cartas. Sobrevivió, en el fondo de una caja, en lo más profundo de un armario, en un libro que pasaba desapercibido en la estantería, también en un viejo calcetín. Una vez incluso la empapó la lluvia y después fue puesta cuidadosamente a secar bajo el sol antes de volver a ser guardada en algún rincón desconocido. Cuando la vi, tanto el sobre como la carta estaban tan desgastados que no se podía distinguir lo que estaba escrito en ellos. Pero mi madre lo sabía, y pensaba que era suficiente. Creo que por esta razón mi madre estuvo dispuesta a dejarme verla; ella siempre mantuvo ciertas reservas, había construido una especie de habitaciones en su corazón, algunas de estas estaban abiertas, otras estaban cerradas, incluso para mí. Esta fue la última carta que ese hombre escribió y desde entonces no volvió a enviarle ninguna carta a mi madre.

Sentada en el autobús, mi madre seguía aquel sinuoso viaje hacia Kunming. El trayecto de cinco días seguidos la había dejado cubierta de tierra, confusa y desorientada. Desde que hizo la denuncia, había estado mareada, sumida en un duermevela, y sospechaba que estaba enferma. Tuvo numerosos sueños confusos y enmarañados. Antes, sus sueños eran todos en blanco y negro. Desde entonces, se volvieron radiantes y magníficos.

Al bajarse del autobús, todavía no se sentía del todo despierta. Se despidió de la anciana, de los demás pasajeros y del conductor. Cuando se dio la vuelta, descubrió a mi padre de pie, esperándola, tenía un rostro severo y unos ojos límpidos y centelleantes, y sus cejas, arqueadas hacia arriba, parecían las alas de un águila. Tenía el mismo aspecto que en la fotografía, pero más nítido. Trabajaba como contador en una fábrica y a la vez dedicaba su tiempo libre a llevar la contabilidad de otras tres unidades de trabajo, y trabajar día y noche en su escritorio lo obligaba a llevar anteojos. Mi madre caminó hacia él, con un poco de recelo e incertidumbre en su corazón. Parecía haber llegado de repente a otro mundo.

Yang Rui 杨蕊

Yang Rui es originaria de Longling, Yunnan, y reside actualmente en Kunming, la capital provincial, donde trabaja como profesora. Es miembro de la Sociedad China de Poesía y de la Asociación de Escritores de la provincia de Yunnan. Sus trabajos han sido publicados en Masters, Estrella, Literatura de Frontera, Dianchi y otras revistas. Su obra ha sido seleccionada en antologías como Anuario de Poesía Joven (2015) y Naciones indomables, entre otras. Su poema largo “La otra orilla” ganó el premio Gran Travesía en el primer Concurso de Poesía de Viajes convocado por la revista Masters. Su serie de poemas 28 kilómetros obtuvo el tercer premio en el primer concurso de obras literarias de Literatura de docentes de China, etc. En mayo de 2021, publicó su colección de poesía La otra orilla

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