Revista fishbowll

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Una expectativa grande y genuina ha causado el próximo estreno de El abrazo de la serpiente. No es para menos: pocas son las películas sobre la Amazonía; menos aquellas sobre nuestra Amazo-Orinoquía (es decir, las que se refieren a esta en concreto y no meramente la filman para ambientar la situación en otro lugar) y excepcionales aquellas que la tratan históricamente. Por demás, ya era hora de arrojar una potente luz y hacer pública la figura de Theodor Koch-Grünberg, ese fascinante etnógrafo alemán que recorrió la zona casi en su integridad a principios del siglo pasado, y cuyos trabajos fueron de una vastedad y una belleza proporcionales a su objeto de estudio. Aún hoy en día la obra de Koch-Grünberg sigue siendo una fuente preciosa e inagotable de información sobre muchas de las sociedades que se asentaron y se asientan en la Amazo-Orinoquía colombiana, brasileña y venezolana –gracias en buena medida a la labor, en distintos momentos, de Michael Kraus, María Mercedes Ortiz y

Por Carlos Páramo El tercer largometraje de Ciro Guerra recibió el premio “Art Cinema Award” en la Quincena de Realizadores de la edición 2015 de Cannes. Parte de la gran expectativa que rodea a El abrazo de la serpiente está relacionada con su intención de rescatar la voz de los indígenas de la Amazo-Orinoquía. ¿ Cuánto de ello logra cumplirse? Roberto Pineda Camacho–. El granMacunaíma de Mário de Andrade, por ejemplo, se inspiró directamente en la mitología pemón, recogida por el tudesco hacia 1912. Y no solo eso: para la historia global de la antropología fue en sí mismo un personaje significativo; uno de los fundadores del trabajo sistemático de campo, así ahora poco se le recuerde en ese sentido.

En contraste, la figura del etnobotánico bostoniano Richard Evans Schultes es más conocida. No solo volvió a ponerse de moda con el bestseller El río de su discípulo Wade Davis (1996) y con la película Apaporis de Antonio Dorado (2010), sino que sus investigaciones sobre los enteógenos han inspirado a varias generaciones de psiconautas. Razón, dicho sea de paso, para que se hayan dejado muy al margen otras consideraciones sobre su travesía por estas latitudes, por ejemplo su rol de facto como espía botánico gringo durante la Segunda Guerra, o su participación en distintos proyectos financiados por el Departamento de Defensa, todos orientados al uso de sustancias que dominaran la voluntad. (En el caso de Koch-Grünberg, suele causar bochorno y pasarse por alto el hecho de que durante sus varias expediciones tuvo que

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Martius y Evan, lo cual está casi de más, porque la referencia es evidente. tratar con muchos agentes caucheros, algunos de reputada infamia, y que, aunque se sabe que fue testigo de la esclavitud indígena, volteó la cabeza convenientemente hacia el otro lado.) En El abrazo de la serpiente sus respectivas identidades se esconden bajo los nombres de Theodor von

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Bienvenida, decía, la idea de hacer un filme sobre ambos, y más aún cuando se le anuncia con esta pretensión, que cito verbatim del material promocional: “Las pocas películas sobre la región amazónica que se han llevado al cine (Fitzcarraldo; Aguirre, la ira de Dios yHolocausto caníbal) están contadas desde el punto de vista de los exploradores, no de los indígenas, a quienes algunas de estas cintas presentaban como salvajes sin ningún tipo de valor”. Pero mi decepción ha sido grande. Hoy

en día es muy difícil dar con una cinta que no tenga fotografía cuando menos decorosa, y creo que el adjetivo le cuadra a esta película. El sonido es bueno, también, y tiene que celebrarse el uso continuo de nueve lenguas, entre indígenas y occidentales. Su uso, sin embargo, es poco sistemático, de tal suerte que el babélico batiburrillo termina por resultar más pedante que revelador; en cambio sorprende la ausencia del idioma más previsible, la língua geral que desde el siglo XVII hasta la fecha ha servido como lengua franca para toda la región. Pero vuelvo a la fotografía, y no por su calidad sino por

No me gustó El abrazo de la serpiente y explicaré por qué. Como cine, aunque me resultó excesivamente larga, no hallé más inconveniente que sus muy regulares actores blancos (Jan Bijvoet hace un buen papel de palúdico, pero no mucho más, y Brionne Davis lleva la flema de Evan al paroxismo), por oposición a los muy logrados actores indígenas.


su intención. No comunica la Amazonía. La historia pudiera casi ocurrir en un fiordo y diera igual. No trascienden el calor, la humedad, los perfumes y los miasmas. En el material promocional, la productora Cristina Gallego se alegra de haber sacado adelante la empresa, a pesar de la lluvia, el calor y los insectos, pero poco de esto cruza la pantalla y toca al espectador. A pesar de que los tres viajes contados estén llenos de angustia y premoniciones de muerte, la influencia del medio parece accesoria. La calva de Evan nunca abandonará su rosa infantil; ni el sol los tuesta ni la humedad los abruma. Y se admira uno de la falta de mosquitos, a pesar de que Theo tiene malaria –o eso diera la impresión– y de que aparece una mujer con leishmaniasis. Aunque la historia se toma un poco más de dos horas y se siente aún más larga, el suyo no es un tiempo amazónico: dilatado, angustiosamente indolente para el blanco de afuera. Hace casi ochenta años que Germán Arciniegas escribió que quien pisara la selva lo mejor que podría hacer, para integrarse a ella, era botar su reloj al río. De hecho, Evan lo hace,

aunque ahí el gesto signifique poco, porque la secuencia narrativa anula su importancia. Werner Herzog supo tomarle mucho mejor el pulso al río en Aguirre y en Fitzcarraldo, y por eso aún en nuestra época –y tal vez sobre todo en esta– ambas obras desconciertan a un público habituado a la futilidad del chat. El ritmo de El abrazo es para ese público. Es una película sobre el Amazonas, pero no una película amazónica. Ni en Aguirre ni en Fitzcarraldo los indios hablan como oráculos o sucumben ante la fascinación predestinada del blanco. Antes bien, lo retan, le resisten, lo ironizan; cuando le ayudan, lo hacen para

su propio beneficio o bajo la coacción de la violencia. Y nunca dejan de recordar que la conquista no se ha acabado, porque nunca se han dejado terminar de conquistar. Manuel Cornejo, gran literato e historiador de la Amazonía peruana, no hace mucho me contó su sorpresa al darse cuenta de cómo una proyección de Fitzcarraldo había servido para desatar un genuino ejercicio histórico entre un público de campas, que ubicaban allí al abuelo, al tío, al mayor de ahora, haciendo entonces –y para bien– de ellos mismos. La cinta de Ciro Guerra es en cambio una elegía por un mundo que se da por perdido; descompuesto por

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el blanco, pero por lo mismo sin indios que sean algo más que la sombra o el chullachaqui de lo que fueron. En ambos filmes, Herzog se tomó toda suerte de libertades con las historias de Lope de Aguirre y de Carlos Fermín Fitzcarrald; porque además Herzog es un genuino mitopoieta. Ojalá los personajes de Theo y de Evan se conviertan en sí mismos en arquetipos de la Amazonía, como el Aguirre y el Fitzcarraldo encarnados por Klaus Kinski, y no viene al caso juzgar bajo esa lente las libertades que también se toma El abrazo,

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porque bien pudieran ampararse en el mismo principio del director muniqués. Empero, esa no es la versión indígena de la historia y esta, al contrario, poco se respeta. Guerra insiste en que para las sociedades amazónicas “el tiempo no es como lo entendemos en Occidente, una continuidad lineal, sino una serie de cosas pasando simultáneamente en diferentes universos paralelos”. Pero no solo la narración está bastante sujeta el tiempo occidental, sino que ignora la importancia del río, de sus cachiveras, pongos y demás hitos como genuinos lugares de memoria. Al contrario, en esta película los sitios son completamente vagos y ambiguos; La Chorrera aparece en el Vaupés, por ejemplo, a unos cuatrocientos kilómetros de distancia del sitio original. Con la selva y la topografía de por medio, eso esverdaderamente lejos. Y cosa harto importante e imperdonable, bien sabemos cuánto se ha luchado en La Chorrera para volverla un centro del recuerdo del genocidio cauchero. Esa historia indígena también es de lugares específicos.

Tal vez se trate del sino de nuestros tiempos, con esa tan acrítica fascinación porbierno que por un lado gasta portentosas sumas en proyectos de


La Amazo-Orinoquía es la frontera por antonomasia; política, económica, legal, lingüística, geográfica, cultural, simbólica, mental. Como tiene que pasar con toda frontera auténtica, es el lugar de la paradoja. Así que, vaya paradoja, pareciera ser que las muy colonialistas fantasías de Herzog (varias veces acusado de explotar a los indios para satisfacer sus extravagancias) reflejan mejor a los indios amazónicos que esta película que proclama contar la historia desde la perspectiva indígena. memoria (algunos imprescindibles, otros completamente vacuos), pero al mismo tiempo estimula todas las “locomotoras” que arrasan sin contemplación los lugares de memoria indígena, a lo largo y lo ancho de este país. No digo que Ciro Guerra sea cómplice de tan

perversa estrategia; estoy positivamente seguro de que no, y no es ese mi punto. Porque, además, desde hace rato los indios en Colombia están haciendo cine: aparte del colectivo Zhigoneshi en la Sierra Nevada (que mancomuna realizadores koguis, ikas, wiwas y kankuamos), grupos de nasa y misak del suroccidente ya han hecho incluso cortometrajes dramatizados. La última muestra de cine indígena, en 2013, contó con muestras de 37 pueblos y 17 grupos de trabajo nacionales, todas hechas por ellos, ahí sí con sus versiones.

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Y ya que he dicho “delirio”, creo que no soy el único en advertir una clara similitud (tanto más impresionante si no es deliberada) con Apocalypse Now. Ambientada en la Guerra de Vietnam, esta otra película es un viaje en el que cada parada cumple la doble función de ilustración ejemplarizante y de pesadilla, y en el que el río se transmuta en el hilo metafísico del que dependen la vida y la cordura de los personajes. La búsqueda mítica es en pos de un boina verde megalóma-

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no y desequilibrado, que es algo así como el doble del héroe que le persigue. Si en algo pecó Coppola fue en la sobredosis de referencias culturales: a La tierra baldía, a La rama dorada, a El héroe de las mil caras, en fin, pero así mismo supo hacer una muy inteligente adaptación de El corazón de las tinieblas de Conrad y un confeso homenaje al Aguirre de Herzog. En El abrazo, la historia es menos barroca y no necesariamente para mal, aunque la abundante mitología indígena sobre los viajes pudiera haberse aprovechado, justo para demostrar la validez y el vigor de ese “otro tiempo”. Aquí la demanda, como se decía en

las novelas de caballerías, es un tanto más simple e instrumental. Se reduce a la búsqueda de una planta. Lo más interesante de los peregrinajes de los modelos originales se alisa o se borra, por no decir que casi, casi, se les exculpa de otros intereses más allá de sus propias ambiciones y sus propios miedos. Pareciera ser que la Amazonía está llena de antropólogos desinteresados y nobles; que los verdaderos “buenos salvajes” son ellos, sobre todo cuando la actuación de ambos blancos es plana como la que más. De hecho, bien visto, no aparece un solo blanco “normal”, si por eso se entiende medianamente equilibrado. Todos están al borde de un ataque de nervios. Y con esto vuelvo a Herzog, quien sí supo dar cuenta de una Amazonía pletórica de tipos raros, pero también de blancos que eran


Pero a la postre, el resultado es análogo: en su obra, los lugares se colapsan en un solo delirio, que es el suyo y no el de los indios. Tanto que uno no se explica qué es lo que Karamakate va “recordando” a lo largo del río, si todo está mezclado y difuso. Y hete aquí que esa memoria es importante dejarla clara para indios y para blancos, para el Estado blanco que casi siempre niega la memoria india.

del todo capaces de integrarse a la vida montaraz e indígena, sin creerse dioses o sin salirse de madre. Que aceptaron y aceptan la selva y sus habitantes con humildad, que es lo que este filme no tiene por ninguna parte. Y así como se parece a Apocalypse Now, El abrazo de la serpiente se parece a Los viajes del viento, que también es la historia de una larga peregrinación en busca de conocimiento y reparación; aunque, más allá de que el texto promocional la presente como una película sobre

“dos blancos redimidos por la selva”, pareciera más sobre ese indio “último representante de su raza” (todavía están convencidos de que ser indio es cuestión de “raza”) que halla redención en acompañar al blanco. ¿Habrá ecos, tal vez, de El último de los mohicanos de Cooper, con su célebre coda de que “los caras pálidas son dueños de la tierra y el tiempo de los hombres rojos no ha vuelto aún”?

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En muchas sociedades amerindias, a los blancos se les llama, se nos llama, “hijos del viento” por la falta de arraigo, por no ver en la tierra algo más que una unidad económica aprovechable, usufructuable, permutable y desechable. En otras, muchas de estas en la Amazo-Orinoquía, los apelativos son todavía más despectivos: somos “carroñeros”, “quemadores”, seres que arrasan con todo a su paso. Pero en esta

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cinta, la culpa es siempre de los otros: del cauchero, del misionero, del Mesías, del colono, del gobierno. Al representar a Evan y a Theo como “hombres de ciencia”, sin terminar nunca de reconocer que el envés de su trabajo se urdió con la esclavización, el exterminio, la aculturación forzada y el destierro, El abrazo de la serpiente resulta siendo, otra vez paradójicamente, más sobre “los viajes del viento” que cualquier otra cosa.


Por Vivien Goldman

El pasado 6 de febrero, Robert Nesta Marley habría cumplido 70 años. A pesar de haber sido un líder político y un músico revolucionario, hoy su nombre es para las mayorías sinónimo de inofensiva música playera y de gigantescos tabacos de marihuana. Es posible reivindicar el legado del rey del reggae? “Yo realmente no digo nada malo de nadie, porque tengo un corazón generoso”, me dijo una vez Bob Marley. “Hacerlo es una señal de que uno es ignorante e indisciplinado. Yo prefiero analizar la situación y entenderla, y decir qué está bien y qué está mal”. Siempre seguro al tomar una postura, Bob Marley no temía cantar con autoridad moral. Cuando alrededor del mundo tienen lugar eventos que hacen eco de las luchas en las que participó y sobre las que cantó, con frecuencia me pregunto: ¿qué habría pensado Bob de todo esto si estuviera vivo para celebrar su septuagésimo cumpleaños?,

¿qué canciones habría escrito? Salvo que, en la mayoría de los casos, ya las escribió. Cuando las muertes de hombres negros a manos de la policía en Estados Unidos causan marchas y protestas multirraciales, ahí están “No Woman, No Cry” y “Johnny Was a Good Man”; cuando la brutalidad disfrazada de extremismo religioso causa terror, Bob canta en “We and Dem”: “...no sé cómo nosotros y ellos vamos a resolverlo”. A medida que el Ártico se derrite y los lagos de África se secan, todos deseamos la “mística natural que sopla en el aire” y aceptamos que el sistema que los rastafaris llaman “Babilonia” –capitalismo rapaz o un régimen represivo– es en efecto “un vampiro, chupando la sangre de quienes sufren”. Sin embargo, en la actualidad Bob Marley es una figura tan remota para los jóvenes amantes de la música como Lead Belly lo era para mí, un personaje atractivo pero distante.

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Enseño un curso en la Universidad de Nueva York llamado Marley y la Música Poscolonial, y cuando uno da una clase sobre gente que conoce, pasan cosas raras. ¿Un ejemplo? Ver enSaturday Night Live una broma sobre mi clase. “Y en un cruel giro del destino”, dijo Seth Meyers, “la clase de Bob Marley en la Universidad de Nueva York solo se ofrece a las 8 de la mañana”.

El editor musical de una popular página web norteamericana me contó recientemente que los programadores de una estación de radio universitaria en el Medio Oeste se burlaron de él por querer poner una canción de Marley. Al parecer era una muestra de excentricidad. El músico se ha convertido en un símbolo de unas vacaciones perdidas en el humo del cannabis.

Pero no solo mis estudiantes estaban entre los mejores, el Bob Marley que yo conocí era bastante diferente. Para él la ganja era un estímulo, una herramienta en una ética de trabajo que era impecable, incesante e incluso implacable. En el grupo, la broma sobre Bob era “primero en el bus, último en irse del estudio”. Era parte de su liderazgo. Pero no es así como lo percibe la mayoría de la gente, especialmente en Estados Unidos.

Lo curioso fue que no entendí el chiste. (Tampoco mis estudiantes, quienes me escribieron quejumbrosos: “¿En realidad empezamos tan temprano?”). El chiste se basaba en la idea de que Marley era más recordado por la marihuana que por su música, e insinuaba que sus fans debían ser, por definición, holgazanes.

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Y las pocas veces que lo pasan por la radio, siempre son las canciones suaves, no las furiosas, las que la gente escucha –y que han sido compiladas en álbumes como Legend–. Cuando mi clase estudió Exodus y su secuenciación, con las canciones de confrontación a un lado y las alegres al otro, los estudiantes se dieron cuenta de que, mientras que muchos conocían la música optimista y animada, ninguno había escuchado las canciones de protesta, y eso podía aplicarse a todo el catálogo de Bob. Aún recuerdo su sonrisa irónica y su tono de protesta mientras decía: “¿Cuánto tiempo más debo cantar la misma canción?”, cuando lo criticaron por hacer después de Exodus el suave y dulce álbum Kaya. “¡Si tuviera más gente detrás de mí, solo sería más militante!”, insistía. Y sin embargo,

Bob no quería ser visto apenas como un soldado porque “a veces tienes que pensar en una mujer y cantar algo como ‘Turn Your Lights Down Low’ ”. Bob nunca podría haber anticipado que un día el luchador se convertiría, en el imaginario popular, en un símbolo de fiesta y de sentirse bien. Pero como decía Bob sobre su música: “Lo que me gusta de ella es la forma en que progresa”. A menudo me preguntan si Bob Marley de verdad quería decir todo lo que hablaba sobre la justicia. Sí lo hacía. No era infalible, pero trataba de estar a la altura de sus ideales y era sincero. Una vez me dijo: “La verdad es la verdad, ¿sabes? A veces tienes que sacrificarte. Quiero decir que no siempre vas a poder esconderte, tienes que decir la verdad. Si alguien quiere lastimarte por la verdad, entonces al menos la habrás dicho”.

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Algunas de estas conversaciones con Bob ocurrieron en 1976, en un momento crucial de su vida. El año anterior yo había sido su relacionista pública en Island Records por siete meses y había sido parte del equipo que logró que entrara en el Reino Unido con “No Woman, No Cry”. Después de eso empecé a escribir sobre él con frecuencia, tanto en las giras como en casa. En una ocasión, Bob me invitó a quedarme en su amplia mansión colonial en Hope Road, Kingston, que era toda una comuna con un reparto siempre cambiante. Las conversaciones que tuvimos durante esos días, algunas de las cuales fueron grabadas, estaban cargadas de subtexto, eran inmediatas en una manera que apenas habría podido comprender. Una vez dijo: “Jamaica es un lugar curioso, mon. La gente te quiere tan-

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to que te quiere matar”. Yo lo tomé como una exageración. Efectivamente, el día después de que volví de Hope Road a Londres, cuatro hombres con intenciones políticas entraron a la casa, le dispararon a Bob, a su esposa Rita y a su mánager Don Taylor, y escaparon. Bob y los Wailers tuvieron que exiliarse por un año y medio. Mientras investigaba para The Book of Exodus, mi libro sobre Bob, la esposa de uno de los dons –los líderes de las pandillas–, uno que se había convertido en rasta pacifista, reveló que su esposo había descubierto el plan para matar a Bob y lo llamó para advertirle. Así, incluso cuando Bob estaba insinuando la presencia de fuerzas malintencionadas, sabía que el complot en su contra estaba listo. Él sabía que el ataque estaba en camino, incluso antes de que

las pistolas sonaran. Tan solo dos días después, se presentó en Smile Jamaica, el concierto diseñado para animar y unir a la gente antes de las elecciones generales de diciembre de 1976. Elecciones que se llevaron a cabo en medio de fuertes rivalidades –entre las pandillas y los dos principales partidos políticos–, y en las que tanto los dons como los políticos veían a Bob como una figura que querían tener de su lado. En el escenario, el 5 de diciembre, Bob todavía estaba vendado y tenía en su brazo una bala que lo acompañaría hasta su muerte; retirarla habría puesto en riesgo su habilidad para tocar


la guitarra. Él entendía perfectamente el precio que se puede pagar por tomar una posición política, e igual siguió adelante. Eso es tener coraje. Bob tenía una visión pragmática del mundo, algunos incluso dirían que cínica. Cuando los disturbios del Carnaval de Notting Hill arrasaron mi antigua calle, Landbroke Grove, yo estaba en Kingston hablando con él. Le conté sin aliento de los planes para prohibir el carnaval y lo presioné para saber su opinión. Su reflexiva respuesta

puede aplicarse a los grandes conflictos de la actualidad: “Bueno, en realidad no podemos resolver esos problemas porque quienes los empezaron saben por qué lo hicieron. Deben tener algún plan, porque la gente tal vez se está poniendo revolucionaria o tal vez ya sabe demasiado. Algo está pasando”. Él nunca perdía de vista lo que realmente significaba ser jamaiquino: “Es un hecho que venimos de las costas de África como esclavos. Es un

En el estudio se veía ansioso mientras grababa una de sus canciones más alegres, “Sonríe Jamaica”. Me dijo: “Los jamaiquinos tienen que sonreír. La gente está muy molesta”. Tarde en la noche tocaba una guitarra en el jardín de Hope Road y componía la letra que aparecería en “Guiltiness”; cantaba sobre peces grandes que siempre trataban de comerse a los pequenos. Depredadores despiadados y egoístas que, predijo Bob, “harían lo que fuera para materializar todos sus deseos”

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hecho. Toda la plata y el poder que la gente tiene es solo otra forma de mantenernos en la esclavitud. Y cuando hablas de esa forma”, continuó con desdén, “la gente dice que hablas de política. Pueden hablar de lo que sea, pero, como yo lo veo, la cosa es así: desobedece y muere. Obedece y muere también, porque obedecerlos es otra forma de morir”. ¿Un músico que puso su vida en juego por sus creencias, expresadas en canciones que

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un niño podría tararear? Hoy, la historia puede parecer pintoresca. En un momento en el que los músicos ya no protestan como lo hacían antes, ¿qué significado tiene el mensaje de Bob Marley? A lo largo de su vida, Bob fue un artista-empresario que buscó tener el control de su producción musical. Luego de haber sido robado por varios productores en el comienzo de su carrera, estaba preparado, al final de su vida, para llegar a un acuerdo con una multinacional y financiar su casa discográfica Tuff Gong. Habría sido un colectivo para los muchos artistas jamaiquinos que estimaba. Pero su legado musical ahora está en manos de otra generación. El marketing de Marley después de su muerte ha sido un éxito rotundo, y sus bienes son de los más lucrativos que haya tenido músico alguno. Por varios años, después de morir sin haber dejado un testamento, su imagen de one

lovefue ridiculizada en una serie de demandas; algunas entre facciones de la familia Marley, otras con los Wailers. (Revelación: serví como testigo de los Wailers en uno de esos casos.) Fue bien conocido que, en medio del caos causado por la ausencia de un testamento, a Rita, su viuda, la malaconsejaron sus abogados: falsificó la firma de Bob y fue removida de su rol de albacea. Aparentemente, firmar por él era un hábito conyugal, y Bob a menudo les decía a sus amigos: “Rita sabe firmar mi nombre mejor que yo”. De ahí surgieron los problemas. Entre los resultados de las demandas hay un interesante dilema para la banda que definió el espíritu de la unidad rasta. Actualmente están en gira dos bandas llamadas los Wailers: una con el guitarrista Al Anderson, y la otra con el icónico bajista Aston “Family Man” Barrett, quien cayó en la quiebra con todos los litigios. Mientras tanto, el imperio posBob Marley sigue creciendo con rapidez. Se extiende desde audífonos hasta ropa, cruceros reggae y más allá.


En una canción, Marley predijo que ninguna de sus semillas iba a “sentarse en la acera a rogar por pan”, y no lo han hecho. Él entrenó a sus hijos en la música y varios se han convertido en artistas exitosos. Ninguno de sus once hijos experimentó las restricciones sociales ni el rechazo familiar que Bob vivió; tampoco los conflictos que lo formaron como el artista militante y empático que fue. Él dejó el colegio en su adolescencia y fue autodidacta, ellos fueron a los colegios de élite. La hija mayor de Bob, Cedella, una reconocida diseñadora de modas, creó el uniforme del equipo olímpico jamaiquino, escribe libros infantiles y produce el musical Marley.

Ziggy y Rohan Marley están siguiendo los pasos de su padre y lanzaron una línea de alimentos orgánicos. Los Marley también son musicalmente productivos. Con los grandes representantes del dancehall como Buju Banton y Vybz Kartel en la cárcel, y la fatiga de la audiencia con una dieta de pistolas e inactividad, los hermanos Marley (encabezados por Damian, Stephen y Ziggy) son vistos como líderes del progresivo renacimiento del reggae jamaiquino, el roots revival. En colaboraciones como Distant Relatives, con el artista de hip-hop Nas, Damian está cumpliendo el sueño de su padre de unir la diáspora caribe-americana.

forme la economía jamaiquina e, incluso, ayude a romper su excesiva dependencia del turismo. Si todo va bien, podría ayudar con el efecto de filtración que Bob defendió, basándose en la creencia de que los ricos tienen el deber de hacer algo con su dinero. Con una voz que rezumaba sarcasmo, criticaba a los hombres que “tienen millones de dólares en el banco y ni siquiera abren una fábrica para que la gente pueda trabajar o aprender un oficio. Simplemente quieren quedarse con la plata, y la plata es como agua en el mar”.

Ahora la familia está lanzando la marca de ganja Marley Natural. Esta marca ha recibido tanto elogios como críticas, pero es oportuna. De repente, la ganja se está convirtiendo en un producto legal. La empresa de marihuana de los Marley va a generar empleos en un sector que muchos esperan que trans-

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Críticos de Marley Natural, como Dotun Adebayo, piensan que identificar tan a fondo la marihuana con Bob trivializa su mensaje. Es irónico que su gran solaz y fuente de inspiración, la hierba sagrada que él respetaba como un sacramento rastafari, se haya vuelto parte de la imagen simplista que la gente tiene de él. Su legado como activista está en riesgo de desaparecer por culpa de una parte de su estilo de vida. Los valores y perspectivas que Bob tenía en torno a cómo vivir eran claros. “Te aseguras de hacer el bien”, me dijo. “Aunque es difícil hacer el bien a todo el mundo, lo haces lo mejor que puedes. Entonces Dios te lo pagará, porque así es que te pagan. Puedes obtener un pago material de la gente, pero el pago espiritual viene de Dios”. Y ese es el vacío en el legado de Marley, la falta de un proyecto educativo o cultural en su nombre que sea puramente altruista. Varios de los Marley ya tienen proyectos con un enfoque social; el más reconocido es la Fundación Rita Marley en Ghana, que apoya a una escuela local así como la salud femenina. Pero muchas de las personas que aman lo que Bob Marley representa sueñan con ver en Jamaica un plan filantrópico que manifieste el altruismo ejemplificado por Bob. Él era conocido por entregar plata a las personas que lo necesitaban, y

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se estima que mantuvo a miles de jamaiquinos. Además del sacrificio, la caridad es parte de lo que hizo de él una leyenda. Una de las pocas veces que vi a Bob Marley enfadado fue cuando habló de su infancia en Trench Town. “Cuando vivía en el gueto, todos los días tenía que saltar una verja, y la policía siempre intentaba atraparte, ¿me entiendes? No por una semana, por años. Años, hasta que intentábamos liberarnos. Porque, o eres una muy mala persona y te matan, o das el primer paso y le muestras a la gente una mwejora. No tiene que ser algo material, puede ser libertad en la forma de pensar”. Marley transformó su difícil juventud en una filosofía de supervivencia basada en la espiritualidad y en el conocimiento de la naturaleza humana, y la expresó a través de la música. Porque, como me dijo, “crecemos en situaciones difíciles, pero esa es la vida. A veces te toca duro, a veces fácil. A veces solo hay problemas, ¿sabes?, problemas todos los días. Los jóvenes crecen con preguntas como qué es la vida, cuál es mi futuro. Porque todos estamos buscando algo”. Bob Marley encontró una respuesta en la cultura rasta. En el septuagésimo aniversario de su nacimiento en la Jamaica colonial, millones de personas siguen encontrando ánimo, apoyo y esperanza en él.

Snoop Dogg hace equipo con Pharrel Williams para llevarnos en un brillante y nostálgico viaje


El Here Are the Sonics de los Sonics, álbum mezclado por Chuck Berry y Little Richard que presentaba a esta banda de extranjeros blancos, era el punk antes del punk, el garage rock antes de que todo el mundo lo abanderara. La banda no hace concesiones luego de medio siglo. Rob Lind todavía hace quejar a su saxo como si golpeara una bolsa de arena; los aullidos de Jerry Roslie todavía harían que el creador de la terapia primal, Arthur Janov, se desmayara, y el protudctor Jim Diamond hace que la guitarra asesina de Larry Parypa sea más profunda que nunca. Las nuevas canciones suenan añejas; así mismo suenan sus cóvers: su aproximación aThe Hard Way de The Kinks está a la altura de la original y le hace eco

Los pioneros del rock regresan 50 años después de su debut y todavía son capaces de acribillar al tema más rústico de los británicos, You Really Got Me. Todavía pueden enseñar un par de cosas a los retoños actuales del garage.

El décimotercer álbum de Snoop Dogg parece ser el otro lado del To Pimp a Butterfly de Kendrick Lamar: cuando Lamar usa funk para dramatizar las luchas de su nativo Compton, Bush usa el ritmo marcado del género para hacer un retrato nublado, sexy y soleado de Los ángeles, una tierra en la que parece que cada día hay una fiesta callejera. El único e irrepetible D-O-G-G está de vuelta en su hogar luego de un pequeño desvío en Jamaica como Snoop Lion. En esta oportunidad se ha vuelto a reunir con Pharrell Williams, su productor más efectivo desde el

principio de la década pasada, quien lo ayudó a profundizar de forma más honda en las vibras setenteras que se han esparcido a lo largo de su carrera. Desde el momento en que durante el tema de apertura del álbum, California Roll, suena la línea del bajo a lo Drop It Like It’s Hot, uno se da cuenta de que Bush es un placentero viaje por la memoria. Héroes como Stevie Wonder (quien toca la harmónica en esa misma obertura) y Charlie Wilson (quien canta en Peaches N Cream) ayudan a transportar al álbum a la década favorita de Snoop y de Pharrell (El intro de la canción This City contiene ecos férreos de George Clinton, una colaborador y una inspiración desde los días del Doggystyle). Ninguno de estos tres referentes es extraño para el

rapero –incluyó a Wilson en Sings, de 2004 y sampleó a Wonder en Conversationsde 2006– pero en este álbum hay tributos profundos en vez de algunas notas en los agradecimientos. Snoop tiene la cualidad atemporal de ser un bobalicón; cuando canta líneas como “I’m just a squirrel, tryna get a nut” suena más fracasado que la mayoría de raperos con más de 20 años de experiencia.

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