Emma - Capítulo I

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...emma Daniel San MartĂ­n


Capítulo I - sólo puedo volar desnuda. a Para quien aún no lo sepa: mi nombre es Emma y aún no he aprendido a volar. a Cada poco tiempo me siento abandonada en mi dormitorio. Es un sentimiento taciturno de primavera, como aquel escalofrío que sientes al coger la toalla cuando sales de ducharte, o mejor dicho, un suspiro gris a altas horas de la madrugada cuando tu cuerpo aún divaga entre las sombras. Me encuentro hoy como siempre: desayunando sola, desnuda, con mi plato de cereales, recorriendo las cuatro esquinas de mi piso, mientras Zola, mi pequeño felino amigo, marcha detrás mía esquivando sillas y maullando. Me encantaba sentir la alfombra del salón entre mis dedos y mirar con los ojos abiertos – pequeños faroles que me dio mi madre – más allá del horizonte, intentando vislumbrar y fantasear con el resto del día. No tenía en verdad más tiempo. Me duché. Me sequé. Vestí mi ropa interior en mi dormitorio – santuario de todo aquello que amé, amo 2

y amaré –, sintiéndome contemplada por aquellos infinitos ojos rasgados. Desde hace no mucho mi vida se ha convertido en una prosa lírica quemada. Perdía siempre el rumbo, no porque de verdad sentía que no quería seguir aquellos senderos repletos de curvas y sorpresas, sino porque adoraba derivar sin rumbo, sentirme libre y no juzgada por nadie. Ser capaz de romper mis propias barreras y sentir que el café de por la mañana se convertía en mi propio mana divino, en mi templo de la reencarnación, en mi nuevo amanecer. No podía entretenerme más. Me puse aquellos jeans, el top de allí y mis tacones. Muchos creen que mi trabajo no es un trabajo, que ser galerista de un pequeño espacio en Charlottenburg es algo que yo he inventado. Dicen que miento. Sólo Zola sabe la verdad. Ni yo misma sé si de verdad trabajo. Cogí las llaves. Despedí a Zola mudamente. Y me dirigí de nuevo a mi espacio de vida. A aquel cubo blanco repleto de tachones líricos


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que representaban todo aquello que se puede desear. A mis 27 años de edad la vida es un puente entre colores vivos y una grisalla que se empieza avecinar. Decidí, a pesar de todo, no pensar demasiado en aquella realidad rota que intenta teñir mis pasos. Sencillamente vivir y dejarme llevar por esta corriente de inspiraciones y expiraciones. Os preguntareis que hago en esta ciudad tan underground y chic a la vez. No os preocupéis, yo a veces también me lo pregunto. Y no es una respuesta sencilla. Nací lejos de aquí. No soy ni europea. En realidad provengo de una ciudad chilena, Rancagua. Mi vida allá fue muy sencilla, aunque esa falta de altibajos me causaba cierto malestar e intranquilidad. De todos modos, empecé a sentir la perdida de un ser querido cuando mi madre se la llevo un terrible cáncer de mama. Sí, yo sólo tenía 13 años. ¿Cómo describirías tal perdida? Creo que estaréis de acuerdo que es inenarrable, monstruoso, atroz, bárbaro. Intento no retrotraerme hasta ese momento. Tan sólo añadiré algo: desde aquel suceso no creo en un Dios, pero sí en un posible diablo, que me persigue muchas veces entre los destellos de mis pesadillas. Esperad un momento, seguiré más adelante de contaros mi vida: 4

tengo que abrir la puerta de la galería. Siempre me resulta difícil, aunque ya llevo medio año abriéndola, o más bien, forzándola. En aquel momento vino Andreas: un chico algo insistente que es camarero de la cafetería que está justo al lado de mi pequeña galería. Viene de Graz, Austria. Aún mi alemán no es precisamente gran cosa, pero especialmente me cuesta entenderle a él. Es altísimo, rubio, dedos fino, voz penetrante, pelo largo. Tiene una sonrisa bonita. Pero su mirada es demasiado oscura. Siempre supe que lleva el peso de algo que no cuenta a nadie. Algo triste. «¡Emma! Qué bonito día, ¿no crees? Por lo menos consigue que poner cafés no sea tan monótono.» Dijo él sonriéndome. «¿Mucho trabajo en el mundo del arte?» «Sí, siempre ocupada.» Intenté darle mi mejor sonrisa, aunque desgraciadamente nunca fui muy buena actriz. Entré por fin a mi espacio. Esa pequeña prolongación de mi vida, paredes en blanco, sujetas por historias que yo sólo sé de verdad lo que significan, pequeños tatuajes - amor y odio convertido en perla. Aún no os lo dije. Soy muy tímida, aún me está costando un poco poder comunicarme con vosotros con libertad. Mi vida ha estado llena de fronteras que


he tenido que saltar. Intentaré superar también esta barrera que nos separa a ti y a mí, pero no prometo nada. Aún así, bienvenido a mi vida. Ahora es cuando cuento los veinte segundos que marcan mi nuevo día laboral. Los canto bien alto, en francés – para dulcificar y ornamentar mi alemana vida artística. Sin embargo hoy fue una excepción: el teléfono sonó. Lo cogí algo nerviosa, odio interrumpir mis rituales sagrados, siento que algo de mi alma se desvanece, como un papel que intentó ser origami y se quedó en un juego de niños. Era un viejo “exnovio”, lo pongo entre comillas porque apenas duramos dos semanas y, lo que debería quizás haber puesto al principio: mi expsicólogo. Sexo malo, egoísta y superfluo. No me miréis con esa cara, de lo nuestro es lo único que puedo valorar. El resto de él era impasible, y aburrido. «Mira Antonio, no es por ti. Ahora mismo intento concentrarme en mi vida. Deja esos sermones. En serio puedes encontrar a chicas preciosas aquí. No insistas conmigo… No…» Estaba tan concentrada que no me di cuenta de él. Estaba contemplando dos fotografías en una esquina de la galería. Su pose era fuerte, se movía con una carpeta en la mano. Era moreno, con una barba cerrada. Su pelo estaba revuelto y escondían sus ojos

verdes. Tampoco era muy alto, pero el movimiento de sus pupilas era como el de dos colibríes buscando un fruto del que alimentarse. «Esto es muy sencillo: no vuelvas a llamarme» corte rápidamente con una conversación sin sentido. Me moví de mi mesa y me dispuse a desfilar, sinceramente, algo miedosa. Sentía el camino resbaladizo. Pero a la vez quería llegar a mi objetivo, saber quién era aquella figura misteriosa – una efigie inolvidable. No obstante, cuando estuve a punto de ser cordial y preguntarle si deseaba algo en particular, e incluso llegue a respirar el comienzo de la frase, se adelantó. «Lo has conseguido. Tienes un espacio absolutamente tuyo. Muchas veces desearía que el arte fuese esto: una mezcla entre un hogar desconocido y algo de poesía cotidiana. Para mí, esto es la realidad. Aquí nadie miente. Se grita lo que nadie dice. Es perfecto» dijo mirando cada rincón de la galería. En aquel momento iba a contestarle, honestamente, no sé qué. Cuando se volvió adelantar. «Lo siento, llego tarde» decía mientras se despidía con un gesto ágil y veloz. Cuando se fue, y la galería se quedo vacía, dije tímidamente entre balbuceos «adios» y me senté algo 5


desorientada en mi silla. Vaya día más extraño, ¿verdad? El resto del día transcurrió con normalidad, alguna pareja de jovenes modernos entretenidos que accedían a la galería, otros snobs que miraban los cuadros con recelo y algunos ojos curiosos que vagaban por las fotos. En definitiva, nada que merezca ser recordado, ni siquiera redactado – esto lo hago por vosotros. Aunque mi cerebro había puesto un ancla en aquella sombra diligente, aquellos ojos tan grandes verdes. ¿Quién sería aquel hombre? Cerré los ojos. Intentando recordar parte de su aroma. Cerré la galería. Y me dispuse a caminar marcando bien fuerte mis pasos. Es increíble como no tengo pensar a donde ir, mi cuerpo no piensa, sólo danza en dirección a mi cuartel. La noche era de un color turquesa impecable, las farolas ornamentaban aquel sendero difuminado de grises. Un día más se apagaba, y el telón iba bajando a cada paso que daba. Ya vislumbraba el portón. No tardé en prepárame algo de comer. Cogí algo de tofu de la nevera y corte algunas verduras: algunas judías verdes, un puerro, aquel pimiento verde y esta zanahoria de aquí. Zola olía aquello y me recordaba a maullidos que el también quería su típica cena de atún enlatado. Os diré la verdad, intentaba no pensar en 6

él, en sus labios, como navegaban al pronunciar cada palabra que moría de su boca. Pero el deseo de volverle a ver iba en aumento. Después de cenar, y observar aquella luna, me tumbé en mi cama. Me quite lentamente los pantalones mientras mi mano me acariciaba poco a poco los labios, mi cintura, mis muslos. Sentía como mis senos se endurecían. No paraba de tocarme mientras recordaba su mirada, su expresión fuerte. Me desabroche lentamente el pantalón, regocijándome en el sonido del botón que se desvanecía por el dormitorio. Mi mano recorrió lentamente en dirección a mi ombligo, rozando su embocadura, queriendo entrar por la frontera de mis finas bragas. Nunca me sentí así. Sentía una humedad muy fuerte cuando mis dedos se acercaron a mi sexo. Y allí estaba él – mi amigo y protector – mirándome entre las sabanas: Zola.


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