pulgarcito

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Pulgarcito Charles Perrault

Hubo una vez un matrimonio de leñadores que tenía siete hijos, de los cuales el mayor contaba doce años y siete el más pequeño, cosa que no debe extrañar si se tiene en cuenta que varios eran mellizos. Estos leñadores eran muy pobres, tanto que, a pesar del cariño que profesaban a los niños, llegaron a pensar que en esos momentos eran para ellos una carga. Para colmo de males, el más chico era un poco enfermo, aparentemente menos vivo que sus hermanos y, sobre todo, tan pequeño, que se le podía medir con el dedo pulgar, por lo que fue llamado Pulgarcito.


El pobre niño cargaba siempre con las culpas de todos, pero nunca protestaba. Tal vez por eso sus padres le consideraban poco listo, cuando en realidad era el más inteligente de la familia. Sucedió por aquel entonces que fue tanta la miseria y tan escaso el dinero ganado por el leñador con su trabajo, que una noche, aprovechando que los niños se habían acostado ya, díjole a su mujer: —Comprenderás que es imposible continuar así. Es tan poco lo que gano, que no nos alcanza siquiera para dar de comer a nuestros hijos. A seguir así, se nos morirán de hambre o de frío. Por eso, después de mucho pensarlo, he llegado a la conclusión de que lo mejor que podemos hacer es llevarlos al bosque una de estas tardes y dejarlos abandonados a su suerte. Seguramente, Dios se apiadará de ellos y los protegerá. Al escuchar a su marido, la pobre mujer se puso a llorar desconsoladamente. Comprendía que era verdad lo que decía, pero sólo pensar que debía separarse de sus hijos le desgarraba el corazón. —¿Has meditado bien lo que acabas de decir, querido esposo? — atinó a responderle en medio de su llanto. —Sí —contestó el leñador con voz muy débil—; me hago cargo de tu desesperación; inútilmente he buscado una


solución que nos permitiese salir del paso sin desprendernos de ellos. Pero también he pensado que probablemente alguien que pase por el bosque y los vea se compadecerá de ellos y los recogerá para evitar que se mueran de hambre y de frío. Mientras el pobre hombre hablaba de esa manera, creyendo que sus hijos dormían, inocentes de cuanto pasaba tan cerca de ellos, Pulgarcito, oculto detrás de una bolsa de harina, escuchaba toda la conversación sin perder una sola palabra. El niño, que aquella tarde notara a su padre más preocupado que nunca, temiendo que algo malo pasara, se había deslizado de la cama para oírle. Pero, cuando el leñador terminó de hablar, abandonó su escondite sin hacer ruido y se acostó nuevamente. Pulgarcito no pudo conciliar el sueño durante la noche. Enterado de lo que al día siguiente harían sus padres con él y sus hermanos, le resultó imposible cerrar los ojos. Y muy temprano, cuando todavía no había amanecido, dejó el lecho y se dirigió sigilosamente hasta un arroyo cercano, donde llenó sus bolsillos con pequeñas piedras blancas. Después regresó a la casa y se acostó más tranquilo. El leñador y su esposa se levantaron muy preocupados; pero, comprendiendo que debían ocultar la verdad a los niños, les dijeron que habían pensado pasar el día fuera de la casa y que los llevarían con ellos. Los pequeños se mostraron


encantados de pasear; sólo Pulgarcito, que tenía ya meditado su plan, no demostraba alegría. Poco después la familia se dirigió hacia el bosque. Cuando el leñador y su esposa creyeron llegado el momento de alejarse de sus hijos, se internaron en el bosque por un sendero disimulado en la maleza. Y cuando los niños notaron la ausencia de sus padres, al pensar que se habían extraviado entre los árboles, comenzaron a llorar desconsoladamente. Sólo Pulgarcito no lloraba y permanecía tranquilo; él conocía perfectamente el camino que conducía a su casa, pues había ido dejando caer en todo el trayecto las piedrecitas blancas que recogiera junto al arroyo. Por eso, al advertir la desesperación de sus hermanitos, les dijo: —No lloréis; nuestros padres se han visto obligados a abandonarnos en este bosque oscuro, pero yo conozco el medio de regresar. Desde que salimos de casa dejé caer unas piedrecitas

que

nos

permitirán

orientarnos

fácilmente.

Seguidme tomados de las manos para que nos resulte más fácil el regreso. Animados por las palabras de Pulgarcito, sus hermanos hicieron cuanto les indicaba. Y de esa manera, tomados de la mano, ante la sorpresa de los animalitos del bosque, que asomados a sus cuevas los miraban pasar, no tardaron en volver a la casa de sus padres. Ya ante la puerta, no se atrevieron a entrar, pero luego, al advertir que el leñador y


su esposa conversaban, cobraron valor y se aproximaron para oír lo que decían. El leñador era quien hablaba en ese momento. —Ya ves —le decía a su esposa— que nuestra mala suerte ha querido que, el mismo día que dejamos a nuestros hijos en el bosque, yo haya conseguido cobrar un dinero que desde tiempo atrás me debía un campesino. Con este dinero podremos comprar muchas cosas, y si estuviesen con nosotros los pequeños, no sufrirían hambre ni frío. —¡Pobres hijos míos! —dijo entonces su esposa— Pienso que nunca debimos dejarlos en el bosque, expuestos al peligro. ¡Qué será de ellos ahora, Dios mío! De esa manera, lamentándose primero el leñador y después su esposa, permanecieron largo rato en silencio, llorando a lágrima viva. De pronto, cuando la pobre madre rogaba a Dios por sus hijos, se quedó muda de asombro al escuchar una voz que decía: —No llores más, querida mamá; tus hijos no se hallan expuestos a peligros en el bosque; están aquí a tu lado. También el leñador se sorprendió mucho al escuchar la voz, y más aún cuando, al dirigirse hacia la puerta, se encontró con los siete niños tomados de la mano.


—¡Gracias, Dios mío! — exclamó al verlos. El mayor de los hijos contó a sus padres cómo Pulgarcito, escondido tras una bolsa de harina, se había enterado de todo y había pensado en señalar el camino con piedras, y cómo después, valiéndose de ellas, los había guiado hasta la casa. Entonces el leñador y su esposa lloraron nuevamente, pero ahora de alegría, por tener otra vez junto a sí a sus hijos. Los sentaron ante una mesa bien servida y se dispusieron a olvidar el mal rato que habían pasado al creerlos perdidos para siempre. Durante varios días fue muy feliz el matrimonio. Pero cuando nuevamente faltó dinero con que comprar alimentos y ropas para los niños, el leñador y su esposa comenzaron a pensar en lo que debían hacer. Claro está que, sabiendo que Pulgarcito podía escuchar lo que conversaban, resolvieron hacerlo con la mayor cautela. Y una noche, después de haber asegurado convenientemente la puerta que comunicaba su habitación con la de los niños, y de haberlos dejado en sus respectivas camas, dijo el hombre a su esposa: —Creo que otra vez la única solución que se nos presenta es abandonar a nuestros hijos. Y ahora, desgraciadamente, no existe la más remota esperanza de que nadie nos ayude. Es necesario que mañana los llevemos otra vez al bosque y los dejemos librados a su suerte.


Con lágrimas en los ojos, la mujer sólo atinó a hacer un movimiento afirmativo con la cabeza. Cuando a la mañana siguiente el leñador dijo a sus hijos que pensaba llevarlos al bosque, Pulgarcito pensó al instante que era sin duda para abandonarlos nuevamente. Nada dijo a sus hermanitos, para no asustarlos; pero, al comprender que le sería imposible recoger piedrecitas para señalar el camino de regreso a la casa, se puso a pensar en algo que las sustituyera. Y cuando su madre le dio un trozo de pan para desayunarse, lo guardó disimuladamente. Proponíase dejar caer algunas miguitas que le indicaran el camino que habrían de seguir. Esta vez el leñador y su esposa llevaron, a los niños a un lugar mucho más distante y espeso. Cuando los vieron entretenidos

jugando,

se

alejaron

rápidamente;

pero

Pulgarcito, que fue el único en darse cuenta, no se preocupó mayormente, y por el contrario, al notar que sus hermanitos lloraban viéndose solos, dijo con el propósito de animarles: —No lloréis, queridos hermanitos. Al haber comprendido que nuestros

padres

pensaban

abandonarnos

como

la

vez

anterior, he dejado caer en el camino muchas miguitas de pan. Ellas nos servirán ahora para tomar de nuevo el camino hasta nuestra casa.


Pero cuando Pulgarcito y sus hermanos buscaron las miguitas no encontraron una sola. Los pajaritos del bosque se las habían comido sin dejar el menor rastro. Pulgarcito no quiso darse por vencido. Después de animar a sus hermanitos, les propuso que le ayudaran a buscar una senda para el regreso. Pero todos los intentos resultaron vanos, y algunos de los niños comenzaron a llorar nuevamente, temerosos del ruido que hacían las ramas al sacudirlas el viento. —No lloréis —les repetía Pulgarcito, que era el más valiente de todos—; nada malo nos pasará. Pero pronto sus seis hermanitos se dejaron vencer por el temor, por parecerles que los troncos retorcidos de los árboles eran gigantes dispuestos a matarlos, y que los ojitos brillantes de los conejitos que espiaban desde sus cuevas eran los ojos de los terribles lobos que habitaban en el bosque. Entonces, viendo Pulgarcito que se negaban a continuar la marcha, tomó una rápida resolución: trepó por el tronco de un árbol, llegó hasta las ramas más altas y miró en todas direcciones tratando de orientarse. De esa manera pudo ver una pequeña luz que brillaba a lo lejos, y bajando nuevamente, puso a sus hermanos al tanto de lo que había visto.


—Sin duda es la casa de algún leñador —les dijo—. Tratemos de encaminarnos hacia ella para pedirle que nos permita pasar la noche bajo techo. Animados por las palabras de Pulgarcito, sus hermanos se tomaron de las manos y siguieron el camino que les indicaba. Después de haber marchado durante largo rato, alcanzaron a ver más próxima la luz. Partía de una alta casa semioculta entre los árboles. Hacia ella se dirigieron, y, ya ante su puerta, adelantóse Pulgarcito y golpeó suavemente con los nudillos. Al cabo de unos instantes alguien vino a abrir la puerta. Era una viejecita que, sorprendida de la presencia de los niños a aquellas horas de la noche, permaneció callada y con el temor pintado en el rostro. —¿Te hemos asustado, acaso, buena mujer? —se atrevió a preguntar Pulgarcito. —No..., no... —respondió la viejecita con voz muy débil—-. No he tenido miedo de vosotros, sino que tiemblo sólo de pensar en lo que os puede suceder. ¿Sabéis quién vive en esta casa donde pedís que os deje pasar la noche? Pues mi marido, ¡el terrible ogro del bosque que devora a los niños! Las palabras de la mujer llenaron de espanto a los siete hermanos, pero Pulgarcito, sabiendo que también en el bosque había innumerables peligros, exclamó:


—La verdad es que nada sabíamos de ese ogro de quien hablas, pero aun sabiendo algo de él, y siendo tan terrible como dices, creo que todo es preferible a permanecer en el bosque, donde los lobos acechan. Si crees que tu esposo no se

compadecerá

de

nosotros,

trata

por

lo

menos

de

escondernos en algún lado hasta que podamos irnos a nuestra casa. Tardó la viejecita en decidirse, pero al comprender que eran ciertos los peligros de que hablaba Pulgarcito y que, a hacer como éste decía, era posible que su marido no los viera, los dejó pasar y los ocultó en diferentes sitios. Acababa de hacerlo, cuando retumbaron tres fortísimos golpes en la puerta: ¡era el ogro que llegaba! Este, que desde que saliera de su casa, por la mañana temprano, no había comido nada, tenía un hambre terrible. Por eso se sentó rápidamente ante la mesa, dispuesto a devorar un cordero asado que le había preparado su mujer. Pero, cuando ya manejaba el tenedor y el cuchillo para cortar un trozo, comenzó a oler con su enorme nariz, exclamando entre uno y otro resoplido: —¡Aquí huele a carne fresca!... ¡Aquí huele a carne fresca! —No es posible, querido esposo —le dijo su mujer, temblando de

miedo

y

tratando

de

convencerlo

de

que

estaba


equivocado—. Será tal vez que es muy fresco el corderito que te he preparado, y eso te engaña. —¡No, no es el cordero! —bramó el ogro—. Sé bien que mi nariz nunca se equivoca: por aquí cerca hay algunos chicos. ¡Tú me engañas! —No..., no... —repitió la viejecita casi llorando. Pero, sea porque la voz del ogro era muy fuerte y hacía temblar la casa, sea porque tenían mucho miedo, lo cierto es que algunos niños comenzaron a llorar. Y entonces el ogro, guiado por el llanto, los descubrió. —¿De manera que no era cierto? —exclamó el ogro—. Pero ahora no podrás desmentirme. Anda, prepárame con ellos un buen plato, que devoraré en un instante. Los pobres niños se arrodillaron suplicantes ante el ogro, pidiéndole en todas las formas que se compadeciera de ellos. Pero él, sin hacerles el menor caso, se volvió hacia su mujer y, al mismo tiempo que desahogaba su enojo con un pobre gato al que dio un feroz puntapié, exclamó haciendo rechinar los dientes: —¡Apresúrate! ¡Haz en seguida lo que te he ordenado! ¿ O es que, acaso, no me has comprendido? —Te he comprendido muy bien; pero he pensado que es una lástima que por estos chicos dejes la comida tan rica que te


he preparado hoy —dijo la viejecita— ; podrías esperar a mañana para comerlos. —Tienes razón —respondió el ogro rascándose la espesa barba—. Bueno, enciérralos en la habitación de nuestros hijos y dales algo de comer para que mañana estén más apetitosos. La mujer pareció alegrarse mucho de haber podido convencer a su marido, y después de conducir a los chicos a la habitación les sirvió una riquísima comida. Pero ninguno probó bocado: Pulgarcito, porque pensaba la forma de abandonar la casa lo antes posible, y sus hermanitos, a causa del miedo que sentían. Mientras tanto, el ogro, que se había sentado nuevamente ante la mesa, anudóse la servilleta al cuello, tomó el tenedor y el cuchillo y en un instante devoró el cordero. Luego hizo lo propio con ocho pollos, y de postre se comió dos docenas de melones. Y como tanta comida despertó su sed, se bebió dos barriles de vino. Después de semejante exceso, sintió que los ojos se le cerraban, y acostóse en la cama, no tardando en quedar profundamente dormido. Sus ronquidos, que más parecían truenos, se escuchaban en diez leguas a la redonda. Pulgarcito, en la habitación vecina, comenzó a pasearse y alcanzó a ver a los siete hijos del ogro, que dormían apaciblemente en una gran cama. Cada uno de los ogritos,


que se parecían mucho a su padre, tenía colocado en la cabeza un gorro rojo, y ese detalle le sugirió en seguida una idea al niño. Trepó a la cama con sumo cuidado, se subió a la almohada y, recorriéndola de una punta a la otra, sacó a los ogritos sus siete gorros. Después regresó junto a sus hermanos y les puso al corriente de lo que se le había ocurrido. —¿Qué debemos hacer? — preguntóle uno de ellos. —Algo

muy

sencillo

—respondió

Pulgarcito— :

nos

acostaremos los siete en los pies de la cama y, colocándonos cada uno un gorro, fingiremos dormir. Se acostaron, en efecto, los siete hermanos en los pies de la cama y aparentaron dormir profundamente. De pronto, el ogro, despertándose, preguntó a su mujer: —Dime, ¿has cerrado bien las ventanas y las puertas para que esos chicos no puedan escapar? — S í . . . —le respondió la viejecita, y, dándose vuelta, poco tardó en quedarse otra vez dormida profundamente. —Sí...,

sí...

—repitió

el

ogro,

como

convencerse a sí mismo—. Pero, ¿ y

tratando

de

si me engañara

nuevamente? Mejor será que me asegure bien de que no podrán escapar.


Y pensando asimismo que la única forma de dormir tranquilo dependía de esa seguridad, exclamó: —Lo mejor será que los mate esta misma noche. Y

dispuesto a llevar a cabo su malvado propósito, se

levantó de la cama y se dirigió hacia una mesa cercana para encender la lámpara. Pero, como era mucha la oscuridad, la golpeó con la mano al tratar de asirla y la tiró al suelo, donde se hizo mil pedazos. —¡Maldición! —exclamó encolerizado. Dispuesto, sin embargo, a realizar lo que había pensado, se encaminó a la cocina, tomó un cuchillo y marchó a tientas hasta la habitación donde dormían los chicos. Cuando Pulgarcito y sus hermanos oyeron que el ogro se aproximaba

a

la

cama,

temblaron

de

miedo;

pero,

recordando que debían permanecer quietos, no se atrevieron siquiera a respirar. Por su parte, el ogro, a quien la oscuridad le impedía distinguir nada, se detuvo indeciso, sin saber qué hacer. —¡Caramba! —se dijo—. Debo andar con cuidado; en la misma cama duermen mis hijos y los chicos que han venido esta tarde. ¿Cómo podré distinguirlos? De pronto, al recordar que los ogritos dormían con un gorro cada uno, sonrió satisfecho. Encaminóse resueltamente hacia


la cama y, después de tocar los gorros, se dirigió hacia el otro lado y empuñó el cuchillo. Un cuarto de hora después dormía tranquilamente al lado de su esposa. A la mañana siguiente, muy temprano, despertó de su pesado sueño. Sacudió en seguida a su mujer, y en cuanto también ella abrió los ojos, le dijo: —Anda a la habitación vecina y prepárame el desayuno. Tengo tanto apetito, que he pensado devorarme a esos chicos antes de que llegue el mediodía. Al comprender que nada ganaría con oponerse, la mujer bajó de la cama e hizo lo que le indicaba su esposo. Pero, como transcurriera casi una hora y no regresara, el ogro comenzó a impacientarse. Masculló primero algunas maldiciones en voz baja y a gritos después; arrojó luego un zapato a un pobre perro que dormitaba en un rincón, haciéndole despertar asustado y lanzar aullidos de dolor; y por último, fuera de sí al no obtener respuesta a sus llamadas, se dirigió furioso a la habitación vecina. Pero todo su enojo se transformó en sorpresa al transponer la puerta: sobre la cama, en lugar de los chicos, encontró a los siete ogritos muertos. El mismo les había dado muerte en medio de la oscuridad, engañado por los gorros cambiados por Pulgarcito.


—¡Desgraciado de mí! —exclamó llevándose las manos a la cabeza—. ¿Qué he hecho? Pronto comprendió todo lo que había ocurrido la noche anterior, y al adivinar el engaño, gritó a su mujer: —¡ Ah, bien cara me la pagarán! ¡Anda, dame pronto mis botas de siete leguas, pues saldré en busca de esas endemoniadas criaturas antes que tengan tiempo de ponerse fuera de mi alcance! Sin esperar a que su esposo le repitiera la orden, la mujer acudió presurosa con las botas. No eran éstas, a pesar del nombre que les diera el ogro, de un tamaño mucho mayor que el de las botas comunes, pero tenían una rara virtud: permitían a quien las calzaba dar pasos de siete leguas. Un instante después, habiéndose puesto el ogro en la cintura un enorme cuchillo, salió enfurecido de la casa. Mientras tanto, Pulgarcito y sus hermanos, que se hallaban ya cerca de la casa de sus padres, vieron a lo lejos al ogro que los perseguía, atravesando montañas y ríos como la cosa más natural del mundo. Al notar la velocidad con que avanzaba, el niño se dio cuenta de que les resultaría imposible huir; por eso, deteniéndose, les dijo a sus hermanitos resueltamente:


—En pocos minutos estará sobre nosotros y nos atrapará sin remedio. Por lo tanto, lo mejor que podemos hacer es ocultarnos entre estas plantas. Y

dando el ejemplo, se agachó bajo un pequeño cardo.

Sus hermanitos, imitándole, se ocultaron también. Poco después, desde sus escondites los chicos oyeron un ruido ensordecedor y muy parecido al que produce una terrible tormenta que arrasa cuanto encuentra a su paso. Era el ogro, que llegaba enfurecido corriendo entre los árboles, a los que desgajaba, como si fuesen arbustos. Cuando estuvo junto a las plantas que ocultaban a Pulgarcito y sus hermanos, se detuvo un momento como para orientarse. Y disgustado porque creía haber perdido la pista, masculló en voz alta: —¡Mil demonios! Estas malditas botas, que me permiten avanzar con tanta rapidez, no sirven para otra cosa. Sin duda he pasado junto a los chicos sin darme cuenta y los he dejado atrás. Pero no importa —agregó al mismo tiempo que se sentaba sobre una roca—; sé que vendrán hacia aquí, y si los espero no tardarán en caer en mis manos. Y se cruzó de brazos, dispuesto a hacer lo que dijo. Durante una hora larga permaneció el ogro sin moverse del lugar; pero al cabo, cansado de la espera, comenzó a bostezar, y no tardó en quedar profundamente dormido. Sus


ronquidos, que debían oírse a una distancia considerable, retumbaban en el bosque, y los pequeños animalitos que habitaban en las cercanías escaparon temerosos de sus cuevas, creyendo que algún terremoto amenazaba hundir la tierra. Sólo Pulgarcito permanecía tranquilo mientras la alegría se reflejaba en sus ojos. Había aguardado con impaciencia a que el ogro se durmiera, para hacer lo que tenía pensado, y ya estaba dispuesto a proceder sin pérdida de tiempo. Abandonó su escondite, se deslizó silenciosamente hasta la piedra donde estaba el ogro y con gran cautela le descalzó las botas de siete leguas. Después de calzárselas a su vez y de haber dicho a sus hermanos que permanecieran quietos y tranquilos donde estaban, se alejó entre los árboles. Durante un largo rato marchó Pulgarcito por el bosque, y más de una sorpresa recibió al hacerlo. Notó, por ejemplo, que las botas de siete leguas, que le habían resultado enormemente grandes al ponérselas, se habían achicado tanto que parecían hechas a medida para él. También advirtió que, según corría, todos los árboles le franqueaban el paso, permitiéndole que pasara sin temor a tropezar o lastimarse. De esa forma, libre de preocupaciones e inconvenientes, no tardó en hallarse ante la casa del ogro. Acercóse a la puerta y, golpeando suavemente con los nudillos, aguardó a que la viejecita saliera a recibirle.


—¿Qué quieres, pequeño? —le preguntó con enojo. —Yo, nada; es tu marido quien me pidió que viniera a tu casa —le respondió Pulgarcito. —¿Mi marido? — preguntó la mujer, desconfiando. —Sí; y para que no tengas dudas, me ha dado sus botas de siete leguas, que, como podrás ver, tengo puestas. Resulta que, mientras tu esposo caminaba por el bosque, un numeroso grupo de bandidos lo detuvo y le amenazó con darle muerte si no le entregaba todo el dinero que tenía. Y como no llevaba nada en ese momento, me pidió que viniera a verte para que me dieras cuanto tienes, si no quieres que lo maten. La viejecita terminó por creerle, al ver que era cierto que llevaba puestas las botas de siete leguas. Así que, entrando nuevamente en la casa, no tardó en aparecer con una gran cantidad de dinero. —Toma —le dijo a Pulgarcito, entregándoselo—; y te ruego encarecidamente que corras cuanto puedas para ver si llegas a tiempo. Sin aguardar más, el chico tomó el dinero y partió corriendo en dirección al bosque. Cuando llegó al lugar donde estaban sus hermanitos, el ogro seguía aún durmiendo en la misma


posición en que lo había dejado. Entonces, dando el dinero a sus hermanos, les dijo: —Llevad esto a nuestros padres y decidles que nada teman. El ogro, al perder las botas de siete leguas, que por cierto no pienso devolverle, ha perdido también su poder. Yo, por mi parte, antes de regresar a casa, pienso recorrer el mundo para tratar de hacer fortuna. Y, despidiéndose cariñosamente de sus hermanos, se internó nuevamente en el bosque. Durante siete días y siete noches caminó Pulgarcito, sin cansarse lo más mínimo, gracias al poder extraordinario que tenían las botas, deteniéndose solamente para alimentarse con las frutas que le brindaban algunos árboles o para calmar la sed en algún arroyo. Y una mañana llegó a un país que parecía estar habitado por muy poca gente, pues sólo se veían escasas personas por sus calles. Muy intrigado y dispuesto a saber el porqué de tal cosa, detuvo a una niña que pasaba conduciendo varias ovejitas. —Dime, buena niña —le preguntó Pulgarcito deteniéndola—, ¿qué pasa en esta ciudad, que se ve tan poca gente, y la poca que se ve camina tan preocupada? —Pasa algo muy triste, pequeño —le respondió la pastora mientras las lágrimas asomaban a sus ojos—. Este país se halla en guerra con otro. Nuestro rey, que ha enviado a todos


sus soldados a la lucha, nada sabe de la suerte que han corrido, pues es tanta la distancia, que ningún mensajero podría llegar hasta aquí. Y como el rey ha terminado por enfermarse, tememos que pueda morirse, para completar nuestra desdicha. —Pues, siendo así —exclamó Pulgarcito— sólo te pido una cosa: que me conduzcas cuanto antes a presencia de tu rey, ya que tengo algo muy interesante que conversar con él. A pesar de no comprender la niña qué era lo que Pulgarcito consideraba importante, no se opuso a su pedido y, dejando sus ovejitas en un corral, acompañó al chico hasta el palacio. Poco después, introducido por un sirviente, el chico se encontró ante el monarca. —¿Qué

deseas?—le

preguntó

el

soberano,

a

quien

la

preocupación tenía postrado en cama. —Ayudarte para que alejes de ti esas preocupaciones que te enferman, majestad —respondió Pulgarcito—. Sé que tus soldados se hallan en guerra a mucha distancia de aquí y que nada sabes de ellos. Yo estoy dispuesto a servirte de mensajero, siempre que te comprometas a pagar bien mis servicios. El monarca no creyó prudente aceptar la proposición, pues dudaba que Pulgarcito pudiera hacer lo que no habían logrado soldados muy valientes. Disponíase ya a rechazar la oferta,


cuando uno de los ministros, un anciano de larga barba blanca que presenciaba la escena, intervino diciendo: —Majestad, creo conveniente que aceptes; nada se pierde probando una vez más. El rey contestó, dirigiéndose a Pulgarcito: —Pues bien, sea. Y para que veas que confío en ti, te prometo la mitad de mis riquezas si cumples lo que dices. Con esta autorización, dispúsose Pulgarcito a proceder sin tardanza. Pero, deseando que no fuese descubierto el poder mágico de sus botas de siete leguas, aguardó la llegada de la noche, y cuando las sombras envolvieron la tierra, abandonó el palacio. Es innecesario decir que, gracias al poder de sus botas, poco tardó Pulgarcito en llegar al lugar de la lucha, y menos aún, conociendo ya el camino, en regresar al palacio para enterar al soberano de cuanto sucedía en el campo de batalla. Pero, no conforme con servir al reino como mensajero, volvió varias veces, y de esa manera, conociendo la posición del enemigo y comunicándola a los generales del rey, hizo que se transformara en victoria lo que amenazaba ser una derrota. A su regreso fue recibido Pulgarcito con los más grandes honores, y el rey, después de dar una gran fiesta en su palacio, a la que acudieron todos los habitantes de la ciudad


para conocer al salvador del ejército, hizo que el anciano ministro le entregara el dinero prometido. Y Pulgarcito, dueño de una considerable fortuna, decidió regresar a su casa, a la que no tardó en llegar gracias a sus maravillosas botas.

No es para contar la alegría que experimentaron sus padres y sus hermanos al verlo. Y más aún al enterarse de que eran inmensamente ricos gracias a la inteligencia del chico. A partir de aquel momento no se separaron nunca más, y se sabe que todos fueron muy felices y que durante muchos años no se habló de otra cosa que de las hazañas del hijo del leñador, a quien, por su minúscula estatura, no mayor que la del dedo pulgar, llamaban todos Pulgarcito.


Fuente original: Cuentos de Perrault, 2001 Ilustraciones: Renier Quer (RĂŠquer)


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