El mundo gira en torno a este árbol texto y fotos
Daniel Martorell
Neyagawa es una ciudad dormitorio más. Otra célula filamentosa cuya misión es proveer soporte estructural a un organismo gigantesco llamado Prefectura de Osaka por el que, a diario, nueve millones de personas garabatean su futuro sobre una planicie de cemento infinita. En una de las estaciones de tren de la ciudad, la de Kayashima, un árbol de 20 metros de altura parece rebelarse contra la tiranía arquitectónica. Entre las vías 3 y 4, el tronco y las ramas de un alcanforero se abren paso atravesando no solo el suelo del andén sino también su cubierta.
tinto atávico que surge en nosotros en cuanto le vemos el rostro a lo desconocido —un eclipse, una erupción, unas luces en el cielo— y que en cualquier rincón del mundo ha moldeado y moldea quienes somos. Leo en internet que en Japón, cuando pasa cerca un coche fúnebre, la gente oculta los pulgares. Una amiga japonesa me dice que no lo había oído en su vida, pero que ella, en cambio, jamás se corta las uñas por la noche. El filósofo Spinoza tenía razón: «es tan imposible que el vulgo se libere de la superstición como del miedo».
La corona del árbol domina el paisaje desde las alturas mientras abajo el mundo sigue ajeno a lo extraordinario. Los pasajeros que esperan su turno para entrar en los trenes rumbo a Osaka o Kyoto apenas alzan la vista hacia una criatura que hace añicos cualquier teoría de la probabilidad. Para explicar cómo una insignificante planta en medio de una estación de tren en la tercera ciudad más poblada de Japón ha logrado sobrevivir a lo inevitable hay que echar mano de uno de los instintos más básicos del ser humano: el miedo.
El árbol lleva setescientos años en este mismo lugar. Primero, rodeado de vegetación y ahora, del traqueteo de los vagones. Es un goshinboku, que es como los sintoístas denominan a sus árboles sagrados. Y goza de este estatus porque sirve de morada a un kami, una deidad. La tranquilidad campestre de la que morador y planta habían gozado durante siglos empezó a resquebrajarse en 1910, cuando el Ayuntamiento mandó construir la estación original. El árbol quedó a la derecha de uno de los andenes. No obstante, pese al cambio de escenario, la vida siguió sin mayor drama durante sesenta años más. Entonces, en 1972, la presión demográfica hizo necesaria una remodelación de la estación. En los planos de las obras, esta vez, no había ni rastro del árbol.
La historia de este ejemplar de cinnamomum camphora se pierde tan atrás en el tiempo que, inevitablemente, termina empapada en superstición. Superstición que emana solo del miedo, de ese ins-
Por lo visto, en cuanto se esparció el rumor de que la intención de la compañía ferroviaria era talar el goshinboku, empezaron a brotar de todas partes historias inquietantes sobre las penurias que sufrían aquellos que intentaban derribarlo. Se contaba, por ejemplo, que un hombre había logrado cortarle una rama y que ahora yacía en cama con unas fiebres altísimas; o que alguien había visto una enorme serpiente blanca abrazada al tronco; incluso que habían visto brotar humo por la corteza. El caso es que al final la compañía rectificó los planos, cambió el trazado de las vías y dejó intacto al alcanforero sagrado. El miedo y la superstición vencieron a una apisonadora llamada metrópolis.
Me cuenta el relato el señor Kusu Noki, un vecino de Neyagawa que dice haber vivido aquí casi tanto tiempo como el viejo alcanforero. Bajo, rechoncho y risueño, mi oportuno cicerone me invita a rodear con él las máquinas de vending del andén y acercarme a un letrero junto al árbol. Está escrito en japonés y lo firma la Keihan Electric Railway. El señor Kusu Noki, que todo lo sabe, agita el mostacho y empieza la traducción. Dice el cartel conmemorativo que en noviembre de 1972 arrancaron las obras para construir en este lugar una línea elevada de cuatro vías que incrementara la capacidad de la estación. Dice también que para responder a las muestras de respeto de los vecinos hacia este árbol se decidió mantenerlo en su lugar hasta la posteridad «para que así su fragancia y su verdor pudieran siempre traer serenidad al pueblo». Le digo al señor Kusi Noki que la versión oficial se me antoja poco creíble ¿Realmente toda una compañía ferroviaria decidió indultar a un árbol solo por respeto a las creencias de un grupo de vecinos? Pese a la fuerza del sintoísmo, no parece verosímil. Y menos en pleno milagro económico de Japón y con una presión demográfica desbocada. Osaka y sus alrededores habían pasado de 8,6 millones de habitantes en 1955 a más de quince millones en 1970. Entre 1970 y 1985, el fotógrafo Masatoshi Naito estuvo fotografiando exhaustivamente las calles de Tokio (caso similar al de Osaka) y describió aquel período como «una época (…) de cambios muy drásticos (…) en donde continuamente se demolían edificios antiguos y se levantaban modernos rascacielos en su lugar». Además, no hay que olvidar que hablamos de un suburbio, «ese lugar donde los promotores pasan las máquinas sobre los árboles y después ponen sus nombres a las calles», en palabras del periodista Bill Vaughan. Tuvo que haber más. El señor Kusi Noki, que todo lo sabe, tuerce el bigote, carraspea y me dice que me va a contar algo que no aparece en el cartel.
En la parte baja de la estación, a pie de calle, un pequeño santuario custodia el árbol. Hasta aquí se acercan los vecinos del barrio para honrar al kami y pedirle seguridad, salud, felicidad. Si uno asoma la cabeza dentro, se ve la base del tronco (siete metros de diámetro), la tierra pelada que le sirve de asidero y parte de sus raíces. Siglo XIV, murmura el señor Kusi Noki. Al otro lado de la calle, a 20 metros en línea recta, una tienda de comida rápida japonesa prepara pedidos. Siglo XXI, murmuro yo. El goshinboku ha gozado, sin duda, de mejores vistas. Con una reverencia, el señor Kusi Noki* se despide. Le veo despegar sus zapatos del empedrado y volar por el hueco que forman las paredes de la estación alrededor del árbol. Menea el mostacho una vez más justo antes de fundirse con hojas, tronco y ramas. Y entonces me doy cuenta de que no solo la estación de Kayashima se ha construido en torno al alcanforero sagrado. Osaka entera gira alrededor. Y quién sabe si el mundo. Kusinoki* es el nombre que en Japón recibe el árbol del alcanfor. El señor Kusi Noki es, posiblemente, solo una herramienta narrativa.