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¡POLICíA! ¡DETENGA A ESE LIBRO! ALBERT SEGURANA
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© Albert Segurana Xarpell © 2010 Bubok Publishing S.L. Ilustración: Albert Segurana 1ª edición ISBN: DL: Impreso en España / Printed in Spain Impreso por Bubok
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A mis amigos, que sufrieron mis faltas de ortografĂa y que, afortunadamente, no se enfadaron cuando usĂŠ algunos de sus nombres para los personajes de esta historia.
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El libro es nuestro
S
entado en un pupitre viejo y
desvencijado, arañado por miles de aburridos bolígrafos, intento quitar al tiempo sus horas a base de disimulados bostezos. Mis ojos se desentienden de la pizarra y mis oídos de la implacable lección. Desearía estar solo a unos metros de donde estoy, fuera, en la calle, jugando con el sol y el viento. Pero me resigno a estar lejos, muy lejos, en el mundo de los malos 7
estudiantes... el país de la imaginación. ¿Queréis ver lo que yo estoy viendo? Bajad entonces el asiento abatible de mi pupitre, sentaros a mi lado, y prepararos para escuchar un cuento.
Érase una vez una chica que se llamaba María. Le encantaban los libros; tocar sus hojas, oler sus páginas, embriagarse con sus historias. Tal era su pasión, que cuando le ofrecieron el trabajo en la editorial no se lo pensó dos veces. Éste consistía en leer las decenas de manuscritos que llegaban cada día, descartar los que no le gustaran, y seleccionar los mejores; sería, por así decirlo, una descubridora de historias. Ella pensó que en la editorial se sentiría como un niño en una fábrica de golosinas, y como si de caramelos se tratase, engulliría todos aquellos fantásticos textos sin parar. Pero tardó pocos días en darse cuenta de que no era un 8
trabajo tan bonito: los textos que llegaban eran pesados de leer, poco originales, muy repetitivos... tan mal hechos!. Entregaba algunos a su jefe a regañadientes para que no pensara que no se los leía, o que era demasiado exigente; pero María sabía que esos seleccionados nunca llegarían a ser grandes libros. Al cabo de algunos meses pensó en dejarlo; no entendía cómo entre tantas historias que recibían diariamente no hubiese ninguna que le gustase. Pero ella no sabía que...
Era un miércoles por la noche y María estaba sentada en su sofá preferido junto a la ventana. La luna nueva iluminaba mágicamente la habitación, y las veces que eso ocurría, la joven lectora leía los textos a revisar abriendo sólo la pequeña luz de la mesita. Pero esa noche estaba demasiado cansada; así que decidió que acabaría de leer un último manuscrito, recogería 9
todos los demás, que había inconscientemente repartido por toda la habitación, y mañana seguiría. A las dos líneas, se dio cuenta de que esa historia tampoco llegaría a ninguna parte y se abalanzó sobre el otro grupo de papeles que tenía más cerca. Cuál fue su sorpresa al ver que ese fajo de folios encuadernados se movía rápidamente por el suelo de parquet. Se levantó asustadísima, pensando que una rata había entrado en la habitación, miró fijamente cómo se alejaba, y en un acto de heroicidad lanzó el pequeño taburete que usaba de reposapiés. Éste impactó contra los folios deteniendo su avance. Sin pensarlo, corrió hacia aquella zona y levantó con el pie el taburete, luego el fajo de folios, pero allí no había nada. Lentamente acercó el trabajo a sus ojos, lo abrió y empezó a leer. Era una historia preciosa, magníficamente escrita, como nunca en tantos meses había leído... no lo podía creer. Sin darse cuenta, se 10
pasó leyendo aquel texto, de pie, hasta las cuatro de la madrugada. Emocionada, dejó ese precioso hallazgo encima del sofá y pensó que al día siguiente correría a la editorial para entregarlo con los honores que se merecía. Cerró la luz de la habitación y se fue a dormir. Por la mañana los folios habían desaparecido.
María no entendía nada. Buscaba por todo su ático pensando que, despistadamente, había dejado ese boceto de libro en algún rincón, y mientras lo hacía, llegó incluso a creer que todo había sido un sueño, que aquello no había sucedido jamás. Pero no era posible, se acordaba perfectamente de la historia que leyó y casi podría jurar que el último sitio donde lo dejó fue encima del sofá. Después de pasarse dos horas buscando sin cesar, decidió que iría a la editorial, entregaría los dos textos que ya 11
había seleccionado, y volvería a su casa para continuar registrándola.
Descendía por la calle de Fuencarral en dirección al centro. Sin atender al intenso tráfico cruzaba los arcenes sin mirar; su mente no trazaba en ese momento un mapa de Madrid, pero sí uno detalladísimo de su piso. Así que cuando llegó a la editorial sin acordarse del recorrido que había hecho, se asustó. Saludó con afabilidad artificial a la recepcionista y se dirigió corriendo al segundo piso. Pero justo cuando pisaba el rellano, Javier, un simple administrativo de la empresa al que ella odiaba por tener el don de dejarla siempre en ridículo, la interceptó. —Ey, preciosa princesa del castillo de los libros encantados, ¿dónde vas con esa cara de sueño? ¿Acaso no has podido dormir 12
pensando en los remordimientos que te produce rechazar mis guiños? —Déjame, Javi, tengo trabajo. —¿Trabajo, tú? ¡Anda ya! si el único trabajo que tienes es el de esconderte de mí. Ni que fuese un dragón que viene a comerte, prin-cesa. —Te vas a ganar un puñetazo como sigas así. —Eso, eso, pégame, que me pone. Furiosa, María le apartó con la pesada cartera y se alejó balbuceando insultos. Una vez delante de la puerta del editor, ésta se abrió y un hombre alto, con mirada penetrante y delgadez extrema, la invitó a entrar. —Hola. —Ah, María, te presento al señor Francisco Sanchiz —dijo el editor jefe, mientras apuntaba con la 13
mano al inquietante hombre que le había abierto la puerta—. Es un importante escritor de novela fantástica, pero, qué estúpido, con lo que llegas a leer, seguro que ya lo conocías. —La verdad es que no. ¿Qué libros ha escrito? —¿Cómo? —interrumpió el editor mientras la miraba sorprendido— ¿No conoces al escritor de "El sentimiento de los libros" o "El Tesoro de las tumbas"? —Em...la verdad es que no— respondió instantáneamente. —Bueno, pues ya sabes qué dos nuevos libros has de leer. Pero, dejémonos de presentaciones y dime, ¿qué me traes hoy? —Tengo estos dos trabajos. No son para tirar cohetes, pero con un par de retoques tienen potencial. Y tenía otro, pero... —María reflexionó y pensó que sería mejor callar. Pero 14
cuando estaba a punto de desmentir el hallazgo del tercer libro, el señor Sanchiz añadió. —Pero ha desaparecido inexplicablemente y con la seguridad de que lo había dejado a buen recaudo. María se quedó petrificada. ¿Acaso ese hombre le había leído la mente? —Por su rostro deduzco que he acertado —dijo el señor Sanchiz mientras se sentaba en el pequeño sofá del despacho—. No se preocupe, no es usted a la única a la que le sucede. La joven lectora no sabía qué hacer. Si desmentía cualquier pérdida o desaparición, cerraría la puerta a su ahora despertada curiosidad. Pero si afirmaba que un buen texto había desaparecido, o mejor dicho, que lo había perdido, el
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editor se fijaría en su yugular. Así que optó por callar. Sanchiz recogió una taza de té que había en la mesa, reposó los labios lentamente en su borde, hizo ademán de sorber, y después continuó hablando. —Como esto continúe a este ritmo, los buenos libros desaparecerán. —¿Nos está insinuando que están desapareciendo los libros? — interrumpió María, desbordada de la mayor de las curiosidades que anulaban cualquier atisbo de prudencia. —No, los libros no... los futuros libros. Pero antes que diga nada, déjeme que le explique... ¿Usted escribe? —Sí, a menudo, después de leer, es mi segunda afición. ¿Por qué me lo pregunta? 16
—Estoy haciendo una pequeña introducción —sonrió mientras observaba el rostro de absoluta confusión del editor—. Pues bien, si a usted le gusta escribir, seguramente querría que ese texto apareciese encuadernado en un precioso libro, y para que eso ocurra, lo más lógico es que lo envié a diversas editoriales y a concursos, ¿cierto? —Sí, claro, son dos formas normales de conseguir este objetivo, aunque yo no... El escritor la interrumpió. —Es sólo un ejemplo, espere. Imagine que no gana ningún concurso, que ninguna editorial se interesa por su trabajo... dígame: ¿qué pensaría? —Pues sinceramente, que mi trabajo no gusta, que no soy una buena escritora.
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—Veo que usted da por hecho que ese trabajo llega siempre a su destino. —Evidentemente. Se puede perder alguno por el camino, pero todos es imposible. —¿Y si no fuese así? ¿Y si ese excelente libro se extraviara una y otra vez? La joven lectora sonrió, nunca había oído semejante estupidez. —Eso es imposible. —Imposible... me encanta la seguridad con la que pronuncia esa palabra, veo que la humanidad sigue tan radical como siempre. El señor Francisco sorbió un poco más de su taza de té, la dejó lentamente en el lugar de donde anteriormente la había recogido, cogió su cartera, de la que extrajo unos papeles, y se los ofreció Miguel. 18
—Se los entrego en mano, ya que veo que no consigo hacerlo por ningún otro medio. —¿Perdón? —preguntó el editor jefe mientras recogía una abultada pila de folios escritos. —Supongo que después de mandar diecisiete veces mi último libro de todas las formas posibles, ésta me parece la más segura. En la cabeza de María casi resonaron dos de las últimas palabras que había pronunciado el escritor "¿Diecisiete veces? ¿Había intentado enviar su último libro diecisiete veces y nadie se lo había entregado a Miguel? Una de dos: o el señor Sanchiz era un embustero, o el personal de esta editorial era increíblemente ineficiente. " —Um, me da que alguien de esta oficina me está entorpeciendo más de lo admisible, y creo que hoy 19
me siento con unas descontroladas ganas de dejar sin trabajo a esa persona. —Como ya he dicho antes, no soy el único perjudicado. De hecho, últimamente las editoriales se ven faltas de buenas historias. Y corre un divertido rumor entre los sufridos seleccionadores de nuevos valores —Sanchiz miró a María con complicidad—. El rumor dice que los libros andan solos por la casa, se esconden y desaparecen. María se sobresaltó. "¿Cómo podía haber olvidado la anécdota de ayer? Su precioso y desaparecido texto anduvo por el suelo". Y después del sobresalto, un inquietante misterio se adueñó del momento. Por lo visto, el señor Francisco estaba afirmando que ese libro andarín no fue producto de su imaginación, y peor aún, no era en absoluto un caso aislado.
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—Sí, claro, y los mejillones nacen en campos de trigo. Lo que les pase al resto de editoriales me trae sin cuidado, pero que en mi editorial los listillos hagan su agosto es totalmente inadmisible. Quiero cabezas y las quiero ¡ya! —dijo el editor mientras salía furibundo de su despacho, pero una mano le sujetó el brazo con fuerza. —Mi amigo Miguel, así lo único que conseguirá es perder tiempo, salud y algún que otro buen empleado sin motivo alguno. Hagamos una cosa, yo averiguo quién es el ladrón y usted intenta que mi libro no vuelva a desaparecer. ¿Le parece bien? —Porque sé que tiene razón y lo único que conseguiré es perder tiempo, le dejo hacer, y no se preocupe, que a partir de ahora dormiré si es necesario con estos folios, pero que conste que ganas de salir con una metralleta y matarlos a todos no me faltan. 21
—Y no lo dudo —sonrió Sanchiz—. Y en cuanto a eso que ha dicho de dormir con mi libro, no estaría mal, aunque prefiero que lo guarde en su caja fuerte, eso será suficiente. —Mire, lo voy a hacer ahora mismo, no me fío ya de nadie. El editor jefe se adentró en una pequeña habitación adjunta y eso provocó que el señor Francisco y María tuviesen un pequeño lapso de intimidad. —María, tiene que encontrar su libro —susurró Sanchiz. —No se preocupe, de hecho es lo que quería hacer al salir de aquí. —Por mucho que lo intente, no lo va a encontrar en casa, ese libro ya está perdido. Lo que tiene que hacer es conseguir una cita con el escritor para que le entregue una copia. 22
—¿Pero cómo voy a hacer eso? No sé quién es, ni dónde vive... sólo recuerdo la historia que escribió. —Piense un poco, tiene que buscar el sobre con el que llegó. María iba a disculparse por no haberlo pensado, pero el señor Miguel los interrumpió. —Bueno, su libro ya está más guardado que el tesoro de la reina. —Estupendo, pues yo me tengo que ir, ya sabe, me esperan en la radio. —Sí, claro, claro, váyase, váyase. Ya quedaremos más tarde para hablar. Francisco recogió su cartera, se puso la gorra y se alejó del despacho como si de un gentleman inglés se tratara.
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—María, va, volvamos al trabajo. La recepcionista tiene unos textos más para que te los leas, pero preferiría que antes me explicaras que es eso de un libro desaparecido. La joven lectora notó como si la sangre de todo su cuerpo se volviese pesada y se precipitase hasta el suelo. —Lo siento señor Miguel, ahora mismo voy a mi casa y mañana se la traeré, no se preocupe. —Eso espero, no me gustaría ver cómo entra en el club de los "empleados prescindibles". María se despidió del editor y se alejó del despacho a una velocidad inusual para ella. Bajó rápidamente las escaleras hasta llegar al hall. La recepcionista intentó advertirle de que se dejaba los trabajos para mañana, pero ella sabía que el libro desaparecido tenía prioridad absoluta. El señor Sanchiz 24
le había dado la solución, así que intentaría llegar a su casa lo antes posible, buscaría el sobre, y quedaría con el escritor.
Aunque no le gustaran, cogió un taxi en Gran Vía. El sol del verano impactaba sobre las blancas y abigarradas fachadas de la avenida provocando que las sombras de los edificios huyeran despavoridas. Nada ni nadie se quedaba sin su porción de luz, todo era visible y misteriosamente realzado, era como si a esa hora el sol se convirtiese en un sultán y Madrid en su concubina preferida... y tocaba cama.
Llegada a su piso, se abalanzó sobre la papelera y no tardó mucho en seleccionar qué eran trozos de sobre y qué no. Buscó entonces todas las partes con letra y, cuando tuvo los membretes reconstruidos, 25
se fue hacia su despacho donde estaban los borradores de los libros. Al final, sólo quedaban tres sin dueño; dos eran los que había entregado a su jefe, y por eliminación encontró al escritor. —Ya te tengo, así que te llamas Elvira. Sin saber la causa de su delito, el auricular fue salvajemente arrebatado de su asidero y las teclas de éste fueron pulsadas con crueldad inusitada. —¿Diga? —¿Es usted Elvira Font? —Sí, yo misma, pero gracias, no quiero Internet en...
no
—¡No! No cuelgue, soy de la editorial. —¡De la editorial! Madre mía, yo...
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—Perdone que la moleste pero nos hemos leído su libro y nos ha gustado, o mejor dicho, nos ha encantado. ¿Podríamos quedar? —Por supuesto que sí. —Perfecto, que le parece hoy a las nueve. —¿Cómo dice? ¿Hoy mismo? Pero... —Ya sé que es muy precipitado, pero es que estamos lanzando una nueva colección y su texto nos encaja perfectamente. —Ningún problema, problema, oh, Dios mío.
ningún
—Perfecto. ¿Le apetecería que la invitase a cenar en un sitio informal? No sé, ¿qué tal en las terrazas de la plaza Odalvide? —Sí, sí, estupendo. —Ah, y otra cosa, tendría que traerme una copia de su libro; el que 27
nos envió ya está en edición y yo necesitaría uno para comentar algunos puntos que me parece importante modificar. Por cierto, qué maleducada soy, me llamo María. —Se lo traeré, no se preocupe. —Bien, pues nos vemos a las nueve. María estaba eufórica, no pensaba que sería tan sencillo. Miró a su alrededor la cantidad de papeles esparcidos por el suelo y se rió de sí misma. Pero cuando empezaba a recogerlos, el teléfono sonó. —¿Diga? Del otro lado del auricular no se escuchaba nada, de hecho parecía como si nadie hubiese llamado. Al cabo de unos segundos, decidió colgar. Pero cuando se dio la vuelta, María gritó: los trozos de papel que habían esparcidos en el 28
suelo se habían unido para formar una frase en la que ponía.
"El libro es nuestro"
Pudo seguir gritando, huir, esparcir furiosamente la frase hecha con trocitos de papel o llamar a alguien. Pero con todo el cuerpo paralizado de terror era difícil decidirse por cualquiera de las opciones posibles. Por si todo eso fuera poco, a alguien se le ocurrió asustarla aún más llamando a la puerta. —¡María!, ¿estás aquí?, ¿me oyes? Ábreme. La puerta era aporreada una y otra vez mientras el corazón de María retumbaba. —¡María! Soy escritor ¡Ábreme! 29
Francisco,
el
Esa última frase hizo reaccionar a María, que corrió hacia la puerta para abrirla y lanzarse a los brazos de su salvador. —Los sobres... fantasmas...
una
frase...
—María, tranquila, no entiendo lo que me quieres decir, y por favor, deja de sujetarme con tanta fuerza que no puedo respirar. —...llamaron al teléfono y los sobres formaron un mensaje, y no sabia que hacer, y... —Um, por lo visto tu texto andarín era realmente bueno. —¡¿Quienes son?! ¡¿Qué hacen en mi ático?! ¡Que se vayan! —No es tan sencillo, ahora saben que quieres recuperarlo y van a luchar para que eso no suceda. —¡Pero yo no he hecho nada!
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—Lo sé, lo sé, pero es preciso que recuperes el texto. Hay que publicarlo antes de que lo puedan esconder para siempre. —¡¿Pero quiénes son?! Delicadamente, Sanchiz la apartó de sus brazos para verle la cara con claridad. —No lo sabemos. —¿No lo sabéis?¿Y por qué lo has dicho en plural? —dijo María aún temblando de miedo. —Es largo de explicar, pero antes necesitamos que recuperes el libro para ponerlo a buen recaudo. ¿Ya sabes quién es el escritor? —Más que eso, he quedado con ella hoy mismo. Se llama Elvira Font. —Fantástico, cuanto antes lo tengamos mejor.
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—Por cierto ¿Qué haces aquí? ¿No tendrías que estar en la radio? —No. Era una excusa para salir del despacho y poder hablar contigo a solas. Como puedes comprender, no podía con el editor delante. Pero en lugar de hablar en el rellano, ¿podemos entrar en tu bonito ático? Aún asustada, María le invitó a entrar, con la condición que Francisco fuese el primero. Cuando llegaron al comedor, los papeles seguían esparcidos por el suelo, pero para sorpresa de María ya no formaban ninguna frase. —¿Quieres alguna cosa? Tengo té, algo para picar, no sé... —Gracias,
pero
no
quiero
nada. —Por norma general, suelo ser muy ordenada, pero por lo visto hoy mi casa parece una leonera —María, avergonzada por el desorden, 32
empezó a recoger compulsivamente papeles del suelo. —No te preocupes, empiezo a estar acostumbrado a entrar en habitaciones llenas de papeles esparcidos. —Entonces, esto que me ha ocurrido a mi ya a pasado otras veces. —Cientos de veces. —¿Cientos de veces? —Sí, en cosa de unos meses, todos los que seleccionan libros han pasado por lo que has pasado tú. Y por el momento, hemos perdido todos los libros, no hemos sido capaces de recuperar ninguno. —¿Te encargas tú solo de intentar recuperarlos? —En absoluto. Muchos escritores nos hemos unido para intentar averiguar quien roba los 33
futuros libros. De hecho, he venido hoy a la editorial para verte a ti y preguntarte si habías visto la desaparición de alguno de los textos que seleccionabas. Pero no ha hecho falta, te has delatado antes de tiempo. —¿Y tu libro, también corre? —Mi libro ya no les interesa tanto, hay demasiada gente que sabe de su existencia y es como si lo hubiese publicado. Todo y así, aún puede desaparecer otra vez, sólo para fastidiarme. —¿Tan persistentes son? —No lo sabes bien. Prepárate a perseguir libros, jovencita.
Francisco comenzó a contarle la historia desde el principio. Todo empezó en una de las editoriales más grandes de Madrid donde, de pronto, muchos los mejores textos 34
se extraviaban misteriosamente. Pensaron que algún empleado de la empresa se empeñaba en boicotearles, así que se decidieron secretamente instalar un sistema de vigilancia las veinticuatro horas del día. Pero fue totalmente infructuoso; decididamente, los trabajos no desaparecían en la editorial. Se investigó entonces el correo, pero tampoco descubrieron nada. Todo resultó inútil, hasta que un día un lector tuvo que perseguir su trabajo por toda la casa hasta que éste consiguió escapar por el balcón. Cuando explicó lo sucedido a sus superiores, le tomaron por loco. Días después, y tras difundirse el rumor de los folios que andaban, los demás lectores confesaron que también les había ocurrido a ellos. Después de contrastar experiencias y viendo que todos relataban historias similares, a la empresa de vigilancia se le ocurrió preguntar a los lectores de otras editoriales si les había ocurrido lo mismo, y cuál fue su sorpresa al 35
comprobar que las persecuciones de trabajos eran algo común. Pero los directivos de las editoriales eran reacios a creerse semejante barbaridad, así que decidieron seguir investigando. Pero los lectores y algún que otro escritor, convencidos que aquello no era fruto de su imaginación, se unieron para averiguar quién robaba los libros. María se quedó absorta escuchando la extraña historia, su mente le decía que eso era totalmente absurdo, pero su experiencia le indicaba que no era así. —Es de vital importancia que el futuro libro de Elvira no se pierda, lo necesitamos como señuelo. ¿Lo entiendes? —Perfectamente. —Ahora me tengo que ir, estamos vigilando otro señuelo y cuantos más seamos, mejor, pero si 36
quieres me compañía.
quedo
a
hacerte
—No te niego que estoy asustadísima, pero si me dices que no corro peligro, me lo creeré. —Bien, te dejo el número de mi teléfono móvil, no tengas reparo en llamarme. —Entendido, si ocurre algo, te llamo.
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El jardĂn de Muhammad
A
las ocho y media, MarĂa estaba
vestida y dispuesta a acudir a su cita. Esa noche el cielo estaba otra vez iluminado, pero no por la luna, ni por las estrellas, sino por esa artificial luz ocre que invade Madrid en verano. Ocre que se mimetiza en las calles antiguas, se vuelve hostil en las avenidas y luminosa en las plazas. Plazas donde maraĂąas de sillas, mesas, gente y palabras consiguen atraerte hacia ellas como 38
si un extraño encantamiento les otorgase ese poder. María llegó caminando a Odalvide. La plaza estaba llena de gente cenando, así que decidió que sería mejor guardar sitio. Se adentró en el bosque de metal donde pequeños duendes llamados niños reían y corrían, donde grandes tesoros llamados bolsos eran custodiados por recelosas mujeres, donde el perfume de la cerveza, de la tortilla y de algún que otro cigarro era esparcido por una imperceptible brisa, donde aparentemente nadie la miraba. Una vez sentada, llamó a Elvira por el móvil. Ésta no tardó nada en contestar, y aún menos en aparecer por la plaza. María vio cómo una chica bajita, con un ondulado cabello largo y pelirrojo miraba por entre la maleza de mesas. "Es ella" pensó, y se levantó para llamarla e invitarla a sentarse. —Hola, usted es Elvira ¿cierto? 39
—Sí, sí, sí —respondió con una voz aguda y algo precipitada. —Encantada, me he tomado la molestia de sentarme aquí, ¿le parece bien? —Me parece perfecto. —Bien, para cenar.
pues
pidamos
algo
María dirigió su mirada a las casas que hay alrededor de la plaza donde un hombre sentado en un taburete controlaba las mesas de su bar. Levantó el brazo y éste ordenó a uno de los camareros para que se dirigiera hacia ellas. —¿Ha traído la copia de su trabajo? —Aquí la tengo. Perdone que esté escrito a mano, pero no sé cómo he perdido todas las copias. —¿Cómo dice?
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—Que últimamente ando un poco despistada y pierdo los trabajos —Elvira rió para quitarle importancia, a María no le pareció tan gracioso. Mientras la joven lectora le explicaba a Elvira lo que creía que había que modificar en su libro, aunque ella sabía que no era necesaria ninguna corrección, los platos se sucedían encima de su mesa: ensaladas aliñadas con buen aceite de oliva, una tortilla recién hecha y aún crujiente, algunos también recién hechos pimientos de Padrón, cerveza en jarras llorosas, y alguna que otra croqueta casera.
Pasaron las horas, pero parecía como si el tiempo se hubiese detenido. Nadie se iba, todos continuaban con sus conversaciones. Ni tan siquiera el incesante sonido de las fuentes entorpecía la velada. 41
—Oh, qué tarde es, creo que sería hora de irnos ya. Mañana, si no tiene ningún compromiso, iremos a la editorial y acabaremos de pulir lo que hemos hablado María volvió a levantar la mano y el camarero apareció rápidamente. Pagó la cuenta y se dispusieron a irse. —Yo vivo aquí cerca, ¿usted dónde vive? —Junto al parque del Retiro. —Ah, pues espere, la llevaré en mi coche, lo tengo aquí mismo.
A esa hora, los amos de Madrid eran los autobuses. Corrían arriba y abajo por las avenidas, cruzándose con los rezagados automóviles. Elvira miraba a través de la ventanilla del coche de María eso y la multitud de transeúntes que invadían lo que por la mañana les es 42
absolutamente vetado, una amnistía que en fin de semana se alargaba hasta muy entrada la mañana. Siempre hay un tiempo para todo y esta ciudad lo reparte como ninguna. Con las calles casi desiertas de automóviles, no tardaron mucho en llegar a la avenida Alfonso XII, donde Elvira le indicó dónde pararse. —Bueno, gracias por la cena, nos vemos mañana. Uy, que tonta, tenga el libro. Elvira fue a darle los folios, pero justo en ese mismo instante, saltaron de sus manos y empezaron a correr por la calle. La joven lectora abrió instantáneamente la puerta de su coche y empezó a perseguirlos. Corría por la avenida pensando que si el libro entraba en el parque lo perdería para siempre. Custodiando la puerta de acceso al muro del Retiro había un policía, y María no lo dudó ni un instante.
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—¡Policía!
¡Detenga
a
ese
libro! El policía no reaccionó a tiempo y vio cómo un montón de folios encuadernados le pasaban por entre las piernas y entraban por la puerta del muro exterior del parque. María pasó unos segundos después detrás de ellos y estampó una mirada asesina al policía. Después pasó Elvira que aún no sabía porque corría. Al final, el policía decidió correr detrás de esa sospechosa maratón.
Afortunadamente, el fajo de folios se desplazaba como una paloma con las alas rotas y su inconfundible color blanco contrastaba con la oscuridad del follaje del parque. El libro insistía en darles esquinazo, pero los setos del retiro no son precisamente tupidos y siempre acababa siendo avistado por alguno de sus perseguidores. 44
Sin darse cuenta, se acercaban a un punto con más luz: La parte trasera de un edificio con paredes transparentes que reflectaba con un suave tono dorado todas las luces que sobre él se proyectaban. El libro no tardó en rodearlo y María casi pudo cogerlo, pero alguien se lo impidió, o mejor dicho, chocó con ella. Era una chica muy alta, bastante delgada y con unos grandes y profundos ojos. —¡El unísono.
libro!
—gritaron
al
Mientras las dos se miraban sorprendidas, Elvira pasó corriendo detrás de los folios, el policía detrás de ella, e inexplicablemente después apareció Francisco Sanchiz, corriendo detrás de los dos. María entonces susurró: —¿Qué hace Francisco aquí? ¿También persigue el libro de Elvira?
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—No, persigue respondió la chica chocado con ella
el mío — que había
—¿Tu libro? —Si, mi libro. Tú debes de ser María, ¿verdad? —¿Cómo sabes mi nombre? —Hola, me llamo Cristina —se presentó la desconocida ofreciéndole la mano—. Soy escritora y estoy persiguiendo mi manuscrito junto al señor Sanchiz. Y sospecho que vosotras estáis intentando atrapar el vuestro. La joven lectora recordó entonces que Francisco le había dicho que estaba persiguiendo un señuelo, y empezó a atar cabos. —Ah, entiendo, eso significa que hay dos libros correteando por la zona.
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—Y si no atraparlos, serán desaparecidos.
ayudamos a dos libros
Se levantaron rápidamente y acabaron de rodear el Palacio de Cristal. El lago, con esos misteriosos árboles flotantes, reflejaba a los pocos transeúntes que en ese momento paseaban por la zona, pero ninguno de ellos destacaba tanto como Elvira, Francisco y el policía saltando y gritando detrás de un montón de folios escritos. Éstos, viéndose acorralados, empezaron a subir las escaleras y entraron en el palacio. Los cinco corrieron detrás de ellos, pero cuando estuvieron en el interior del edificio no vieron nada, estaba vacío. —Bueno, bueno, bueno, ya me podéis explicar qué rediantres era eso que perseguíamos, y no me voy de aquí hasta que no me lo expliquéis, pensad que tengo muchísimo tiempo —dijo el sofocado policía. Entonces Sanchiz contestó. 47
—Como puede usted ver, aquí ya no hay nada, pero si quiere vamos a comisaría y les contamos cómo perseguíamos unos folios por el parque. El policía se quedó en silencio, y después de reflexionar, pensó que no sería prudente perder el tiempo en cosas absurdas. —Está bien, digamos que no les he visto. Pero recuerden que si vuelven a hacerme correr, los llevo a comisaría —después de decir esto, el policía se marchó mientras balbuceaba un listado de frases que no parecían muy decorosas.
El instinto de seguir buscando seguía entre los cuatro, aunque hacerlo dentro de un recinto con las cuatro paredes y el techo transparente, reposando sobre un suelo liso de baldosas blancas, no ayudaba en absoluto. Francisco 48
Sanchiz se agachó y empezó a palparlas y María le imitó. —Lo siento mucho, no pensaba que fuese tan escurridizo. —No te preocupes María, ya has visto que nosotros también hemos perdido el nuestro, y eso que lo usábamos de señuelo. Además, no es del todo malo lo que ha ocurrido, los dos libros han coincidido en esconderse en el mismo lugar, eso es demasiada casualidad, teniendo en cuenta que nosotros veníamos de la Avenida de la Castellana, cerca de Nuevos Ministerios. —Y si no recuerdo mal, hace poco otro libro también desapareció en este parque —añadió Cristina mientras miraba entre los resquicios del entramado de metal. —¿Se puede saber de qué estáis hablando? La última frase de Elvira hizo detener la búsqueda a los demás; 49
era evidente que entre ellos había una persona que no entendía nada de lo que estaba pasando. Francisco se levantó del suelo y cogió a Elvira por el hombro, se la llevó fuera del palacio y empezó a contarle la historia que a María tanto la había confundido. —Es inútil, aquí no hay nada, yo desisto —dicho esto, Cristina se sentó en el suelo mientras contemplaba cómo María golpeaba las baldosas una a una. —¿Conoces la historia de este palacio? —Creo que se construyó para la exposición de las islas Filipinas. —Bueno, si hablamos del edificio ésa es. Pero yo me refiero a la historia del motivo de su construcción. El repiqueteo de las baldosas se detuvo; un relato estaba apunto de ser contado y la joven lectora, 50
ávida de buenas historias, paró todo para escucharlo. —Pues no, no la conozco. —Dicen que, hace mucho tiempo, el emir de Córdoba, Muhammad I, visitó la fortaleza que existió en Madrid. Una vez en sus aposentos, una joven sirviente dejó en el alfeizar de su ventana una hermosa planta. Muhammad le preguntó por qué había hecho eso y ella le contestó que intentaba que se sintiera como en casa, pero como en la fortaleza no había jardín alguno, eso era lo único que podía hacer. El emir se enamoró del gesto de la joven y se propuso complacerla. Llamó a los mejores jardineros de Córdoba y planificó un pequeño pero bello jardín cerca de la fortaleza. Distribuyó en él una representación de las mejores plantas y en el centro dispuso un inesperado estanque. Una vez terminado, ordenó que nadie entrara en él sin su permiso. Al cabo de un tiempo, Muhammad 51
regresó a Madrid y requirió expresamente que aquella sirvienta le acompañara a pasear por el nuevo jardín. Ella empezó a admirar una a una todas las flores hasta llegar al estanque. Maravillada, rodeó su orilla hasta percatarse de que en una zona no había planta o flor alguna. Le preguntó al emir si quería plantar algo allí, y Muhammad le respondió que ya había algo en ese solar: la flor más bonita de todo Madrid. La sirvienta miró detenidamente el suelo pero no vio nada. Pasaron los años y el emir siguió visitando la fortaleza. Cuando lo hacía, el ritual se repetía: Llamaba a la sirvienta, iban al jardín, recorrían el estanque, y la sirvienta insistía en que en el solar no crecía nada, pero él siempre le respondía que si había algo, la flor más bonita de todo Madrid. Muhammad murió, y antes de que el jardín pasara a manos de otro emir, la sirvienta fue a visitarlo por 52
última vez. Cuando llegó al estanque, observó detenidamente el solar donde nunca vio flor alguna, se sentó en él y empezó a llorar como nunca lo había hecho. Entendió que la flor más bonita que el emir decía ver era ella misma. Durante la Reconquista, el jardín desapareció, pero dice la leyenda que la gente de Madrid nunca olvidó la historia y lucharon para reconstruirlo. Al final lo consiguieron, y en el lugar donde el emir vio la flor más hermosa levantaron un hermoso palacio de cristal. Y aunque parezca que en su interior no hay nada, en el momento que entra una chica contiene la mejor flor que existe. —Qué historia más bonita. —Me la acabo de inventar. —¿En serio? —Si, en serio. 53
—Deberías escribirla. —No puedo. —¿Por qué no puedes? —Porque una vez escrito, los folios empezarán a correr como locos. Las dos rieron al unísono y entre grandes carcajadas quedaron tumbadas boca arriba mirando el techo. Las risas paulatinamente se detuvieron hasta que el silencio de la noche invadió el espacio. —Cristina, ¿tú crees resolveremos este misterio?
que
—Ni idea, pero mientras me lo estoy pasando en grande. Empezaron otra vez a reír hasta que un grito las acalló. —¡Ey, chicas! Mirad esto. La voz de Francisco las hizo levantar del frío suelo y precipitarse 54
hacia las escaleras. Un inexplicable viento impactó contra sus cuerpos y las hizo retroceder unos centímetros, pero eso no las detuvo, y consiguieron bajar las escaleras para contemplar mejor la escena. Los cipreses erguidos en el centro del lago se mecían con brusquedad, los patos habían desaparecido, el ruido del viento atravesando el follaje era ensordecedor, y las luces de las farolas parpadeaban. —¿Qué pasando?
demonios
está
—No lo sé, María —dijo asustada Elvira—. Ha empezado a soplar el viento de esta manera, los patos han salido volando y hasta los peces parece que intentan huir. El viento envistió otra vez con fuerza, y al hacerlo, hojas, ramas y basura pasaron por sus cabezas. Después la grava barrió la zona e hizo casi imposible la visión. Por suerte, duró poco y del mismo modo 55
que había aparecido, la tormenta desapareció. —Estoy empezando a asustarme. Creo que por hoy hemos tenido bastante, así que mejor nos vamos y mañana, con luz y calma, intentaremos averiguar algo más. ¿Estáis de acuerdo chicas? María y Elvira respondieron un sí casi simultáneamente, pero el silencio de Cristina provocó que los tres dirigieran sus miradas hacia ella. —Cristina, ¿te ocurre algo? —A estas alturas me puedo creer cualquier cosa, así que casi apostaría que esto no es producto del azar —señaló dos piezas de basura que tenía a sus pies: una hoja en blanco un poco arrugada y un bolígrafo casi consumido—. Por lo visto alguien tiene interés en que le entregue otro escrito.
56
El rostro de María se iluminó y apremió a Cristina a que escribiera. —El cuento que explicado dentro del escríbelo aquí, rápido.
me has Palacio,
Ella entendió el objetivo del plan de María y se apresuró a buscar una base con suficiente luz donde poder escribir el pequeño cuento antes contado. Una vez hecho, lo enseñó al grupo. Pero cuando Sanchiz intentó asirlo para leerlo, la hoja tiró de la mano de Cristina hasta liberarse y empezar a correr en dirección al palacio. Los cuatro sonrieron y volvieron al interior del edificio acristalado, pero como en la vez anterior, allí no había nada. —¡Eureka! —gritó Francisco — aquí hay gato encerrado. —Más bien diría libro encerrado —rectificó hábilmente Cristina.
57
—Esto es un triunfo, pero como ya he dicho antes, a estas horas y con esta luz no vamos a encontrar nada más. Propongo irnos a casa y mañana reanudamos la búsqueda, pero antes os invito a unas copas para celebrarlo. —¿A estas horas quieres ir a tomar algo? —Por Madrid!
supuesto,
58
¡Esto
es
Un vestido inapropiado
P
or la maĂąana, las golondrinas se
precipitaban desde las azoteas hasta casi llegar al suelo para virar bruscamente y volver a remontar el vuelo con pasmosa facilidad. Sus gritos inundaban a esa hora la ciudad, y solo el sonido de alguna despistada campana rompĂa momentĂĄneamente su sinfonĂa. 59
Para la joven lectora, ninguno de esos ruidos era capaz de despertarla, más aún cuando fue obligada a ser un gato más de Madrid. Solo el estrepitoso ruido de un maléfico e indeseado teléfono la obligó a desperezarse y caminar hacia el comedor. Cogió el auricular para levantarlo, aunque el recuerdo de la anterior llamada la atenazaba. —¿Diga? —Hola María. Soy Marta, de la editorial. —¿Ocurre algo? —Si estuviéramos hablando de terremotos estaríamos en un ocho. —No me asustes, dime qué pasa. —Mejor vienes y te enteras tú misma. Medio tambaleándose, María se vistió con lo primero que se 60
encontró en el armario, ignoró por completo el cuarto de baño, y con los zapatos en las manos, abrió la puerta de su casa y se detuvo delante del ascensor. Aprovechando el tiempo que tarda éste en subir del primer piso hasta su ático, cogió el móvil y llamó a Sanchiz para explicarle que tenía que ir a la editorial y que volvería a llamarle más tarde para quedar. Corrió por las calles con la intención de parar el primer taxi que encontrase, cosa que consiguió con bastante rapidez. Rebuscó en su bolso para encontrar un peine y algún colorete para maquillarse, pero con un alarido contenido anunció al taxista que ese no era su bolso habitual y que, por tanto, no había utensilio alguno para acicalarse. En la puerta de la editorial se encontró a Javi fumando, y como de costumbre, éste la interceptó. 61
—Nena ¿Desde cuando ese look de loba? —¡Ya estamos! Anda, déjame pasar. —¿Estas segura de querer entrar? Tú no sabes lo que te espera. —¿A qué te refieres? —En el segundo piso hay un Tiranosaurio Rex, con unas ganas terribles de devorarse a todo el personal, insistiendo en que es nuestro jefe. —A saber qué burrada habréis hecho. —¿Nosotros? nada de nada. Guardó no sé qué documento y ahora dice que alguien lo ha robado, no veas qué cabreo lleva. Y por lo visto, el documento era muy importante, porque ha hecho venir hasta la policía.
62
Todo y con la advertencia, cruzó la puerta y vio cómo Marta, la recepcionista, tenía un autentico ataque de ansiedad intentando que los alaridos provenientes del segundo piso no se escuchasen a través de las llamadas que iba atendiendo. Subió, no sin reparos, las escaleras y se encontró a todos los empleados, de pie, delante de Miguel. Sin mucha prisa, se acercó al corro que habían formado y preguntó qué ocurría. —Está toda la mañana así. —¿En serio? —Y lo peor es que ya no sabemos qué decirle. Nosotros no conocemos la combinación de la caja fuerte, y aunque la supiésemos, nos importa un comino lo que guarde en ella. Al escuchar las palabras "caja fuerte", sus dudas se disiparon. Sin casi margen a la equivocación, el 63
libro de Sanchiz había desaparecido de nuevo, o mejor dicho, había decidido marcharse. —¡Tú! —voceó Miguel al ver a María —¿Dónde te habías metido? —Vengo de mi casa. —Ya era hora que aparecieras, ¡entra! María se hizo paso entre sus compañeros y acompañó al editor a su despacho. Cuando cerró la puerta, se oyó un suspiro a coro. —Ahora si que estoy seguro, aquí hay un ladrón como una pirámide de Egipto, pero lo voy a descubrir. ¡Vaya si lo descubro! La joven lectora no se atrevió a decir nada. Se limitó a mirar cómo, en la sala contigua, dos personas con guantes de látex cepillaban la superficie interior de la caja fuerte.
64
—Ya me lo decía mi padre, no te fíes ni de tus pies. Una tercera persona salió de la sala y se dirigió a Miguel. —¿Y bien? —Es prematuro hacer conjeturas. Solo podemos decirle que en la caja fuerte hemos encontrado un tipo de huellas, y antes de analizarlas casi podemos asegurar que son las suyas. No vemos forcejeo alguno, pero hemos encontrado un objeto extraño. —Esto no es un concurso de acertijos ¡desembuche! —Pues bien, en la cerradura de la caja fuerte había esto. El policía acercó una bolsa que contenía un objeto muy pequeño. Miguel lo miró con desprecio. María, por el contrario, se asombró enormemente y pensó: "Esto puede 65
ser la solución al enigma, estoy convencida". El editor cogió la bolsa y empezó bruscamente a agitarla delante del policía. —De esto en este edificio hay miles, millones, prácticamente las fabricamos aquí, no me fastidie. Ande, continúe buscando. El policía se encogió de hombros y volvió otra vez hacia la habitación. Mientras, María contemplaba hipnotizaba el objeto que contenía la bolsa. —Debes estar preguntándote para qué te he hecho venir, ¿verdad? —Pues no sé, supongo que quiere aquí a todos sus empleados. —No seas cría, si hubiese querido que abultaras en el corro, te hubiese llamado antes y yo mismo. Además, ¿te crees que soy 66
tonto? Ya sé que ayer estabas con Sanchiz. Ese aficionado a detective no sabe que a mí no se me escapa ninguna. Lo que no entiendo es qué diablos hacíais en el Retiro a las tantas de la noche. —Em... pues yo... —Eso me lo cuentas después. Ahora lo que quiero es que, ya que te has hecho tan amiga de Francisco, ¿sería mucho pedir que me lo mantuvieses alejado hasta que yo encuentre su puñetero libro?. Le prometí que se lo guardaría y he quedado como el coyote de la Warner. —Perdone que le interrumpa, pero no creo yo que... —No te pago para que creas, te pago para que hagas lo que te digo, así que lárgate. María no quiso enfadar más a su jefe, y menos cuando éste le daba una oportunidad de oro para 67
seguir investigando. Así que cogió rápidamente su bolso y se dispuso a marcharse, pero antes de salir del despacho, señaló la mano de Miguel. —¿Puedo llevarme eso? El editor miró la bolsa con el objeto y no dudó ni un segundo en ofrecérsela. —Ten, antes de que se lo encasquete en la calva al merluzo ése. Mientras salía del despacho, cogió el móvil. Tecleaba la pantalla ajena a las miradas inquisidoras de sus compañeros. —¿Francisco? —Dime María —Pues adivina, tu libro a desaparecido de nuevo y Miguel está como el Volcán Pinatubo. Pero con la tontería, ahora tengo el día 68
libre. ¿Cuando quedamos para ir al palacio de Cristal? —Prefiero que antes vayas con una amiga mía que se llama Sandra. Te espera en la biblioteca de la Academia, ha encontrado una cosa que nos puede ayudar. —Yo si que tengo una cosa muy importante que nos puede ayudar. ¿Estarás tú en la Academia? —No, ahora no puedo, luego te mando un mensaje para quedar. Y dime, ¿qué es eso que has encontrado? —Te lo cuento cuando nos veamos. ¡Chao! —¡Maria! Demasiado tarde, la joven lectora ya había cerrado el móvil y se disponía a salir de la editorial. Pero antes de llegar a la puerta de 69
la calle, se percató de que tenía a Javi justo detrás. —Ese look de loba me vuelve loco. —¿Tú otra vez? quieres eres pesadito.
Cuando
—De pesadito nada, mira qué cachas estoy. —¿Otra vez con tu repertorio de poses? ¿cuántas veces te tengo que decir que con eso lo único que consigues es que te tenga más manía? —Eres malvada, ¿lo sabes?, con el buen partido que soy. —Va, que tengo prisa. —Uy, uy, uy, ya estamos otra vez con las prisas. Salió del edificio, pero para su sorpresa, Javi la seguía incordiando. 70
—¿Qué, no tienes trabajo tú? Anda, lárgate. —No tengo trabajo ahora, de hecho me iba a desayunar, pero pensándolo mejor, prefiero seguirte ¿Dónde vas? —¿A ti qué te importa? —No me importa, pero como no me lo dices, te sigo. —Como quieras, seguro que será la primera vez que vas a una biblioteca. —Ajajá, así que vas a una biblioteca. Hace mucho que no voy a una de ésas, pero me gusta la aventura. —Por lo visto, te tendré que aguantar un buen rato. —La culpa es tuya. —Encima, ahora que la culpa es mía. 71
resultará
—Oh nena, eso te pasa por ponerte estos vestiditos casi transparentes y venirte despeinada a la empresa. María se sonrojó al oír ese último comentario, y cuando bajó la mirada para ver el vestido que a tientas había escogido casi le da un ataque al corazón. Ahora entendía la persistencia de Javi; eso que llevaba no era un vestido, era un cartel de neón que ponía "Ligar"
Quince minutos caminando y la ciudad parecía otra distinta. Las fachadas, antes blancas y recargadas, ahora eran amarillas y coquetas. Ventanales de forja rematadas con ladrillo naranja encarcelaban geranios rojos y algún que otro gato. Las amplias avenidas daban paso a calles más humanas, y las plazoletas se sucedían como antiguos residuos de un corazón aún rural. Era en esa dimensión de 72
Madrid cuando se hacían visibles los campanarios de los conventos, Las puertas de burgueses palacios y los caminos adoquinados donde antiguamente pasaban carretas y caballos. Y era allí y no en otro sitio donde un edificio como el Ateneo se acurrucaba a placer. Su abigarrado estilo modernista parecía no molestar a los simples edificios que le rodeaban, acostumbrados también a lidiar con alguna que otra fachada barroca. —Bueno, es aquí. ¿Te vas ya? —No vives aquí, ¿verdad?, pues para dentro —Como me hagas quedar en ridículo, te transformo en Farinelli con la velocidad del rayo. —¿Quién es Farinelli? —Por tu propio bien, no lo quieras saber.
73
Atravesaron la imponente entrada, enmarcada por una soberbia puerta de forja, para adentrarse en una superposición de muebles de madera, pinturas, mármoles y cristalerías; materiales habituales en las decoraciones modernistas. Llegaron a un oscurecido y noble hall donde María fue saludada por dos hombres mayores, a los que preguntó si conocían a alguna chica con el nombre de Sandra. Ellos respondieron afirmativamente indicándole la dirección de la biblioteca. Acostumbrada a leer, el Ateneo no era ningún lugar extraño para ella, pero sí para Javi, que miraba en todas direcciones intentando absorber la cantidad de detalles que le ofrecía el interior. La última puerta del recorrido fue abierta, y detrás de ella, apareció una impresionante mole de estanterías, hechas con exquisitas maderas y rebosantes de libros, que dejaron perplejo a Javi. 74
—Mamma mía, ¿pero esto qué es? —Shiiiit, cállate, esto es lo que parece. —Ya me callo, ya me callo... ¡Dios! Escanearon con la mirada en busca de chicas. No sabían exactamente a quien buscaban y temieron que la única alternativa fuese preguntar una por una. Afortunadamente, Sandra retiró su lacio pelo negro de la cara, alzó la mirada, sonrió y se levantó para dirigirse hacia la entrada, donde estaban ellos. —Tú debes ser María. —Y tú Sandra, ¿verdad? —Mucho gusto, te esperando. ¿Y este señor?
estaba
—Es un amigo que me ha acompañado. 75
—Ah, bien. enseñarte algo.
Ven,
quiero
Los tres se acercaron a la mesa. Sandra abrió un enorme tomo y le mostró una parte del texto. —Lee esta parte. María leyó detenidamente, pero el aliento de Javi en su cogote no la ayudaba a concentrarse. —Oye, ¿y si te das una vuelta por la biblioteca mientras leo esto? —¿Y qué ganaré con eso? —Mejor pregúntame perderás si no lo haces. —Está bien, momento...lobita.
te
dejo
qué un
Si en ese momento hubiese tenido un puñal, seguramente se lo hubiese clavado, pero con el objetivo de alejarlo cumplido, reanudó la lectura. Cinco minutos 76
bastaron para sorprendiera.
que
el
texto
la
—¿De qué año es esto? —De diecinueve.
finales
del
siglo
—¡Pero, si es justo lo que está sucediendo ahora! —Exacto. —Así que la desaparición de futuros libros ya había pasado antes. —Y no solo eso, sino que parece ser que descubrieron al culpable. —¿En qué parte del libro se puede leer? —Ese es el problema, que justo cuando creemos que se desvela el misterio, el texto desaparece.
77
Sandra le enseñó la parte donde el escrito afirmaba haber encontrado la solución, y allí solo había un espacio en blanco. —Vaya, pues eso no nos ayuda mucho. ¿Por qué demonios me ha hecho venir Francisco? —Porque quiere este libro. Ten, cógelo. —Así que me ha hecho venir para hacerle de recadera, pues me lo podía haber dicho antes. —Él me ha dicho que si te lo decía no hubieses venido. —¡Que simpático! Cuando cogió el pesado libro, María se dio cuenta de que un pequeño objeto había caído al suelo. Al recogerlo, observó que era exactamente el mismo que se había encontrado en la caja fuerte de la editorial, y que ella llevaba en la bolsa. Esta vez estaba segura, ya 78
sabía quién era el ladrón. Pero la excitación del momento fue interrumpida por los gritos de Javi mientras se acercaba a ellas. —¡Lo tengo, lo tengo! —Por el amor de Dios, ¿no te he dicho que no gritaras? —Vale, vale, pero es que ya se quién es Farinelli, lo he encontrado en un libro de éstos. —Ay, madre, ¿y por eso has hecho que toda la biblioteca nos mire como si fuésemos un espectáculo del Circo del Sol? —No, como el Circo del Sol, no; en ese circo no tienen lobas. Otro sonido volvió a molestar a las personas de la biblioteca: un sonoro tortazo en una cara. Sandra comentó con ironía que desde la guerra civil esa biblioteca no había sido tan 79
ruidosa, y María decidió que ese comentario era la sirena que anunciaba su inminente partida del ultrajado espacio para la lectura. Así que, con paso firme, abrió la puerta y atravesó todo el Ateneo hasta la salida. Javi la intentó seguir, pero no consiguió ponerse a su lado hasta la calle siguiente. —Oye, no te enfades, solo bromeaba. —Yo voy a esa biblioteca muy a menudo y ahora la gente me conocerá como "la que trajo a un orangután". Te lo diré por última vez, déjame en paz. —Caray chica, no ha sido para tanto. Además, a los libros les viene bien un poco de ruido de vez en cuando. —¿Ves ese policía? —¿Cuál, ése? —¡Policía! 80
—Shiiittt, haces?
cállate.
¿Qué
—Pues llamarlo para decirle que me acosas —Está bien, me voy, me voy. Resignado, Javi se detuvo mientras veía cómo ella se alejaba hasta perderse en la siguiente esquina. Podría parecer que María odiaba a muerte aquel chico, de hecho así era, pero una parte de su subconsciente la delató y una sonrisa apareció en su rostro; no podía dejar de recordar lo sucedido y, visto con perspectiva, era de lo más divertido. Fue entonces cuando el móvil volvió a sonar. —¿Diga? —Hola, soy Francisco. Me ha dicho Sandra que has salido como un cohete de la biblioteca, ¿quién era ese amigo tuyo?
81
—Un estúpido que trabaja conmigo en la editorial, por lo visto hoy me he vestido de forma equivocada. —¿Qué? —Nada, olvídalo. llamabas por eso?
¿Me
—No, te llamaba para decirte que Elvira y yo te esperamos en el estanque del Retiro. —Vale, voy para allá. Y otra vez que quieras que te haga de recadera me lo dices y punto. —Bueno, no hay mal que por bien no venga... has conocido a Sandra. La conversación se cortó repentinamente, María había colgado el móvil.
El sol ya se había desperezado irradiando luz a un 82
perfecto cielo azul. La brisa de la mañana le impedía hacer de las suyas y aún se podía pasear por la ciudad sin miedo al sofoco. Ciclistas, corredores y patinadores aprovechaban la ocasión para acabar sus maratonianos paseos, mientras poco a poco las tiendas abrían sus escaparates. El parque aún desprendía frescor y los barrenderos se afanaban en sacar de los caminos las miles de hojas muertas y flores marchitas. A esa hora, el gran estanque del Retiro no estaba lleno de gente y a la joven lectora le resultó muy fácil encontrar a sus recientes amigos. —Ya estoy aquí —anunció Maria. —Anda, cógeme este muerto. —Gracias
por
traerme
el
libro. —¿Nos sentamos a tomar algo? No he comido nada y estoy hambrienta. 83
—Precisamente iba a decir lo mismo. Se acomodaron junto a un chiringuito y pidieron un ligero almuerzo con sendos cafés de desayuno con pastas. —Supongo que Sandra ya te habrá enseñado el contenido del libro. —Sí, es lo primero que ha hecho cuando he llegado, pero no entiendo para qué lo quieres. —Quiero llevarlo al Museo del Prado. Tengo un amigo que se ha ofrecido a hacer un estudio exhaustivo con los medios que tienen allí, y como eras la que estaba más cerca del Ateneo y teníamos que quedar, pues me ha ido de perlas. —Es una buena idea, pero no será necesario. ¿Te acuerdas de lo que te dije al salir de la editorial? Pues mira— sacó de su bolso la 84
bolsa de plástico con dos pequeños objetos: el que obtuvo de la caja fuerte, y el que cayó del libro del Ateneo. —¿Y esto? —¿No lo ves? está muy claro, no hay que tener un título para saber qué es. —Si, ya veo qué es ¿Pero qué tiene que ver esto con nuestra búsqueda? —Muchísimo. Ésta de aquí la encontraron en el cerrojo de la caja fuerte del despacho de Miguel, y ésta otra cayó del libro que me has hecho traer del Ateneo. —¿Y? —Cuando los policías registraron la caja fuerte nos dijeron que no había sido forzada, y lo único que encontraron fue esto —María alzó la bolsa —y después, en la biblioteca, Sandra me enseñó 85
la página en blanco donde presuntamente había habido un texto escrito, y suelto en su interior encontré esto otro —María volvió a alzar la bolsa—. Yo creo que está muy claro. —Sigo sin entenderte. —Pues esto que tengo en la bolsa es el responsable que los libros tengan patas; son como hormiguitas que, aún pareciendo vulnerables, son capaces de mover montañas si es necesario. Elvira cogió la bolsa de plástico y extrajo uno de los pequeños objetos. —¿Esto historias?
se
lleva
mis
—Sí, esto —respondió María —¿Y cómo se lo impedimos?
86
—No tengo ni idea, todavía no se ha inventado el insecticida para letras. Sanchiz acercó la palma de su mano para que Elvira dejara caer en ella la letra que sostenía. Una vez en su poder, la alzó interponiéndola entre él y el sol para dejarla caer después al suelo. María, horrorizada, se levantó rápidamente para recogerla. —No es necesario que la recojas, ahora es solo una simple letra de papel. —Pero es una pista importantísima para resolver el enigma. Francisco se levantó también de la silla y, acercándose a la joven lectora, puso su mano en el hombro. —María, ya sabemos que las culpables son las letras, si quieres te enseñaré cajones enteros llenas 87
de ellas. Pero, ¿qué las impulsa a llevarse los futuros libros? ¿Por qué ese empeño en hacerlos desaparecer? ¿De dónde consiguen el poder para mover objetos y modificar incluso el clima si es necesario? Cuando averigüemos eso, sabremos cómo detenerlas. —Estoy empezándome a cansar. ¿Si no me cuentas toda la verdad, cómo quieres que te ayude? —La verdad, la verdad... yo no sé en esta historia qué es verdad y qué no lo es, y me gustaría poder contarte todo lo que hemos averiguado, pero ya no nos queda tiempo. —¿A qué te refieres con que ya no hay tiempo? —preguntó Elvira. —En las editoriales de Madrid hace meses que no entran buenos trabajos, prácticamente ya no se 88
edita nada nuevo, excepto autenticas porquerías. Y ya empiezan a escasear en otros lugares. —¿De España? —No, del mundo entero. —¿Del mundo entero? —Así es. Empezamos a recibir noticias del extranjero sobre lectores que ven cómo sus escritos a revisar desaparecen. —¿Y qué se hemos de hacer?
supone
que
—Vamos paso a paso, así que sigamos con las tareas para hoy. Ahora voy a ir al Museo del Prado para que me ayuden a escudriñar lo que esconde este libro. Vosotras, mientras, vais a averiguar si nuestras sospechas son ciertas.
89
—Perdona que pregunte tanto, pero, ¿a qué sospechas te refieres? —Después de estudiar todas las desapariciones, podemos asegurar que se producen siempre de noche, pero las letras están activas a cualquier hora del día. Ahora que ya hemos localizado dónde esconden los libros, vamos a provocarlas. Quiero que vayáis al Palacio de Cristal y escribáis una bonita historia. —¿Qué te hace suponer que tenemos una buena historia que contar y que será del agrado de las letras? —Elvira, eres una gran escritora, lo sé. Piensa que el texto que enviaste a la editorial y que revisó María ha provocado que las letras pierdan su discreción y se arriesguen a ser descubiertas. Sé que harán lo que sea, repito, lo que sea para conseguir textos tuyos, y 90
nos vamos a aprovechar de esa circunstancia. —Vas a conseguir que me salgan los colores con tanta adulación, aunque sigo pensando que no va a ser tan sencillo. —Pruébalo, no pierdes nada en intentarlo. —Bueno, basta de cháchara —interrumpió María—. Si es esto lo que tenemos que hacer, lo haremos, y espero no encontrarme con otra sorpresa. De la boca de Sanchiz no salió ninguna palabra que asegurara que el experimento careciese de sorpresas. Se limitó a despedirse de las dos chicas y, con el libro debajo del brazo, se alejó en dirección al exterior del parque.
El gentío poco a poco empezó a invadir los espacios del 91
parque, haciendo que la vespertina majestuosidad de éste se corrompiese hasta volverlo más mundano. La intensa sensación de frescor se disipaba rápidamente, como si intentase anunciar que un triunfante calor estaba a punto de hacer acto de presencia. Y llegó victorioso, desplegando todo su poder, fustigando cada rincón con el peor de los bochornos. Cuando María y Elvira llegaron a su destino, estaban asfixiadas, habían sido unas de las muchas víctimas que el calor se cobraría ese día. Rendidas y derrotadas, cayeron desplomadas sobre el césped para recuperarse y disfrutar de un decorado de cuento de hadas; el que ofrece cada mañana el Palacio de Cristal. —Bueno, ya estamos aquí. ¿Y ahora qué hay que hacer? —No se tú, pero yo me voy a quitar los zapatos; me están matando. 92
—¿Normalmente
te
vistes
así? —No empieces tú ahora, bastantes problemas me ha traído hoy este vestido. Con las prisas de esta mañana, me lo he puesto sin pensar. —Tampoco vas tan mal, solo que ir con un vestido de noche por la mañana no es muy usual. —Y menos si transparenta como éste. ¿En qué estaría pensando cuando me lo compré? —¿En hombres? —Sí, a lo mejor estaba pensando en eso... ¿en qué si no? —una amplia sonrisa apareció en el rostro de María y otra cómplice en la de Elvira—. Mira que llegamos a hacer estupideces para atraer a esos “unineuronales“. —Si yo te contara... 93
—Cuenta, cuenta... —No creo que mis peripecias amorosas te puedan interesar mucho. —Ya estás confesármelo todo.
tardando
en
—¿Sabes que fui novia de un contratenor? —¿Qué me dices? —Y no te creas que era un contratenor del montón: podía llegar a todas las notas de una soprano sin pestañear. —¿Cómo le conociste? —Salimos unos amigos de fiesta por Chueca y tengo que reconocer que había bebido más de lo que yo suelo hacerlo. En esas condiciones, me costaba poco decir sí y no dudaron en llevarme en una discoteca con canciones de los ochenta. Como a mí no me gusta 94
bailar, me senté en un rincón y empecé a agobiarme. Un chico se acercó y empezamos a hablar. —Entonces lo conociste sentada en una discoteca — interrumpió María. —No, ese no era el contratenor. Mi momentáneo acompañante resultó ser un "tiburón" cuya intención era la de comerme entera, con cubata y todo. —¿Y qué hiciste para librarte de él? —Me tiré el vaso de cubata por encima y le dije que iba un segundo a limpiarme. Cuando entré en el baño de chichas, había un chico. —El contratenor. —Que nooo. Chica, déjame terminar. 95
—Vale, vale, ya no digo nada más. —Pues bien, por lo visto el chico había acabado de vomitar en el aseo de chicas y se dirigía otra vez a la pista. Cuando pasó cerca de mí, se apoyo en mi hombro y me pidió que buscara a uno de sus hermanos para que se lo llevaran. Yo le pregunté donde estaba su hermano, y adivina a quien me señaló. —Al tiburón. —¡Bingo! En principio, me negué en redondo, pero luego pensé que era la mejor manera de librarme de él para siempre; si se marchaba con su hermano, yo podía seguir en la discoteca. Así que, ni corta ni perezosa, fui otra vez a su encuentro y le comenté lo ocurrido. Puso cara de contrariado y en lugar de irse en dirección al aseo, se adentró hacia el centro mismo de la pista de baile. 96
—¿Y por qué hizo eso? —Fue a buscar a su otro hermano para que le ayudara. —Así hermanos.
que
eran
tres
—Y no solo eso. Cuando regresó del centro de la pista, pensé por un momento que el alcohol me había hecho efecto ¡Eran gemelos! —Tiburón dos. —Eso pensé yo. —¿Y cómo acabó la cosa? —Salieron del aseo con su hermano a hombros y se lo llevaron fuera del local. Y cuando pensaba que mi calvario había terminado, uno de ellos volvió a entrar. Temiendo lo peor, decidí irme, y así lo hice, pero cuando estaba ya en la calle, veo que uno de los gemelos sale en mi búsqueda. 97
—Esto se está volviendo interesante por momentos. —Desesperada, vi a un chico que pasaba por la calle y le supliqué que se pusiera delante de mí para camuflarme. No te negaré que se sorprendió mucho, pero accedió. —Qué amable, ¿no? —Sí, mucho. Agradecida, le invité a un café. Y mientras conversábamos, comprobé que era un chico muy dulce y risueño, muy agradable... —Ese era el contra tenor — interrumpió María. —Sí. —Lo sabía. —Al día siguiente, me llevó a la iglesia de San Ildefonso. Yo pensé que se había vuelto loco, porque allí esta lleno de 98
delincuencia y prostitutas, pero fue el detalle más bonito que me han hecho nunca. —¿Perdón? —Subió en el altar y empezó a cantarme el "Signore, Ascolta" de Puccini. No entendía nada; de su garganta salía una voz de mujer angelical, una soprano auténtica, una diva. Yo, tonta de mí, me puse a llorar. Y entonces él bajó del altar y me besó. —¿Y qué pasó después? —Pues nada, porque me lo acabo de inventar. María empujó ligeramente a Elvira mientras ella no podía parar de reírse. —Eres una mala persona. ¿Lo sabias? —Perdóname, podido evitar. 99
no
lo
he
—Ya, arréglalo ahora. —Lo que sí me sucedió una vez y que fue realmente precioso pasó en Nueva York. —¿Has
estado
en
Nueva
York? —Sí, con mi antiguo novio. —Cuéntame qué te ocurrió, y no me vuelvas a engañar o te sacudo con el zapato. —Recién llegados del aeropuerto, y acomodados en el hotel, me pidió que cogiera el vestido negro que había traído y me lo pusiera. Yo no me había dado cuenta que en Nueva York eran las seis de la madrugada, y pensando que quería llevarme a cenar antes que cerraran los restaurantes, me vestí rápidamente con él. Cogimos un taxi amarillo, largo, antiguo y muy sesentero. Nos dejó en una esquina y bajamos. Mi ex novio me ofreció una bolsa y me pidió que la 100
abriera. Así lo hice y en su interior había una especie de sándwich y un vaso hermético de plástico con café dentro. Extrañada y ligeramente desencantada, propuse sentarnos en un banco para tomarlo tranquilamente, y mi novio me dijo que así perdía encanto. —No te pares ahora, ¿qué pasó? —Pues me di la vuelta y estaba delante de Tiffany. La joven lectora musicó un grito de absoluta fascinación, que acalló cuando una confusión de hojas y grava, a modo de pequeño tornado, las envolvió a ellas y a las personas que estaban a su alrededor. Un chico que paseaba delante de las dos perdió el equilibrio y cayó al suelo. La maleta que llevaba se abrió y todo lo que había en su interior se esparció por el suelo, excepto una libreta y un 101
puñado de bolígrafos que rebotaron en el cuerpo de Elvira. —¡Elvira, abre la libreta! —¿Qué ha pasado? —¡Haz lo que te digo! La joven escritora así lo hizo y vio cómo en esa libreta no había ninguna hoja escrita. —Francisco tiene razón, las letras quieren tus historias. —¿Tú crees que esto ha sido obra suya? —Lo creo y lo afirmo. Mira bien la libreta, ¿no ves algo extraño? —Yo solo veo una libreta para estrenar. —Toca notas?
las
102
páginas,
¿qué
Elvira deslizó levemente la yema de sus dedos por las cuadriculas de las páginas. —Qué raro, es como si... —Como si hubiese estado escrito. Las hojas están surcadas por antiguas palabras, hundidas por la fuerza de la mano al escribir. Parece que las letras han abandonado la libreta para que puedas escribir la historia que antes me has contado. Y eso no es todo, mira allí. Las dos miraron en la lejanía como el propietario de la libreta intentaba recuperar, sin conseguirlo, una decena de folios que flotaban en el aire. —¿Ves? las letras lo están alejando. —¿Y qué hacemos ahora? —Yo voy a enviarle un mensaje al móvil de Francisco 103
explicándole qué nos ha pasado y tú haces lo que te han mandado las letras —¿Y qué me han mandado las letras? —Escribir la preciosa historia que me has contado.
El bolígrafo que sostenía Elvira empezó a formar letras que lentamente iban posándose sobre la libreta. Imaginaba que la primera recibiría a la nueva con un abrazo, después las sentaría a su lado y con tiempo se convertirían en inseparables amigas. Cuando ya había formado una frase tuvo la tentación de acariciarla, pero sabía que la tinta estaría aún fresca y pensó "si tienen que huir, que sea en las mejores condiciones". María, mientras, contemplaba los detalles del decorado que aparecía delante de su retina: el destello que 104
producía la cúpula cuando los rayos del sol atravesaban los múltiples cristales con los que estaba construida. Las sombras de los árboles proyectadas contra las paredes transparentes. Las personas que entraban y salían de su interior, se sentaban en las escaleras de la entrada o paseaban a su alrededor. Esas mismas personas posándose sobre la barandilla que rodea el pequeño estanque. La curiosa cascada atravesada por un camino donde los niños se divertían intentando atrapar el agua con sus manos. Los misteriosos cipreses en el centro mismo del estanque. La extraña paz que produce la mezcla de murmullos entre los vivos y todo lo demás. Solo el ruido de un mensaje en un móvil enturbió el aparente ensimismamiento de las dos, provocando que su atención se centrase sobre aquel aparato. —¿Es de Francisco? 105
—Sí, es suyo. —¿Y qué dice? —Déjame ver... que muy bien y que no hace falta que nos esperemos aquí, pero que nos quiere de vuelta sobre las doce de la noche. —¿Y no dice nada más? —Mujer, es un mensaje de móvil. Le escribiré otro para que me avise cuando esté fuera del museo. —Bien, pues yo he terminado con esto —Elvira cerró la libreta y se la entregó—. Sujétala bien, que no se escape. —Si Francisco tiene razón, hasta la noche no hace falta que la vigilemos mucho, pero será mejor que la escondas antes de que su propietario la eche en falta y venga a buscarla. 106
Se levantaron del mullido suelo, la libreta fue introducida en un bolso y las dos se dispusieron a abandonar el parque. El recorrido se hizo en silencio, absortas en sus pensamientos, sobre todo María que llegó incluso a murmurar para sí. —¿Has dicho algo? —Ay, perdona, estaba hablando sola. Estoy pensando que hay algo que no encaja en todo esto. Francisco ha dicho que los libros empiezan a desaparecer en todo el mundo, pero si solo es el Palacio de Cristal el que los atrae... —Lo único que sabemos es que los futuros libros que desaparecen en Madrid son atraídos por este palacio, pero no podemos asegurar que también atraiga a los extranjeros. —Eso es, eso es —María empezó a hurgar en su bolso. 107
—¿Qué haces? —Voy a llamar a Cristina. —¿Por qué a Cristina? —Porque aparte de Francisco y Sandra, es la única persona que conozco que persigue a las letras... y tengo su teléfono. María guiñó un ojo mientras sacudía levemente el móvil delante de Elvira mostrándole el número. —Hola, hola. —Ey María, ¿qué cuentas? —respondió Cristina.
me
—Estamos en el Parque del Retiro, cazando letras. —Ah, vaya, Francisco te ha contado quiénes son las ladronas. —Bueno, más descubierto yo solita.
108
bien
lo
he
—Menuda lince estás hecha. ¿Y te han dado mucha guerra? —Pues un pequeño tornado de nada. —¿Un tornado? —Te lo cuento luego, ahora quiero hacerte una pregunta. —Dime. —¿Tú sabes en qué países han empezado a desaparecer futuros libros? —Hablar de países es incorrecto, en realidad solo está sucediendo en ciudades. A ver que me acuerde... Quito, Londres, Viena, Bruselas, Petrópolis... —¿Petrópolis? —Sí, es una ciudad cerca de Río de Janeiro. —No hace falta que me digas más, ya tengo suficientes. Ahora 109
tengo que colgar, quedando sin saldo.
me
estoy
—Vale, nos vemos pues a las doce. —¿Tú también vendrás? —Yo y mucha gente más. —¿Cómo? —Ya lo verás. Anda, un beso. —Ok, otro para ti. Apagado el móvil, lo mantuvo unos instantes en su mano extrañada por el último comentario de Cristina. —¿Qué raro? Me ha dicho que a las doce habrá más gente con nosotras. —¿Entonces,
no
estaremos
solas? —Eso es, otra de las cosas que se le ha olvidado contarnos el 110
señor Sanchiz. Pero da igual, si desinformadas nos quiere, que así sea. —¿Y Petrópolis?
qué
—Pues es ciudades donde futuros libros.
era
eso
de
una de las desaparecen
—Nunca había oído hablar de ella. —Ni yo tampoco, y eso hace aumentar mi curiosidad. ¿Qué demonios tiene en común ciudades como Londres, Quito o Petrópolis? —Podemos ir a mi casa y mirar por Internet. —Ahora recuerdo que vives cerca de aquí. Buena idea, vamos. Salieron del parque a la altura de la Real Academia y dos calles más allá ya estaban en casa de Elvira. 111
—Menudo pisito. Veo que tú no eres precisamente una mileurista. —No te creas, este piso no es mío, me lo alquilan mis padres. —O sea, que naciste rica. —Más o menos. Mira, aquí está el ordenador, vamos a mirar. Elvira abrió su portátil, lo encendió y tecleó el nombre de Petrópolis en su buscador. Seguidamente, entró en Wikipedia y miraron rápidamente la página que apareció. —¿Has visto la foto? —Lo extraño sería que no la hubiese visto. —Y el edificio se llama igual, que curioso. —Mira a ver si Quito también tiene alguno. 112
—Vamos a ver... pues sí, y no es precisamente pequeño. —¿Y Viena tiene alguno? —Con ese nombre, no. —Pruébalo escribiendo en su lugar "Invernadero de Viena". —A ver... ¡Premio! aquí lo tenemos. —No busques más, es bastante evidente donde les gusta a las letras esconder los futuros libros.
113
El guardián del antídoto
A
esas horas, los sótanos del
Museo del Prado estaban llenos de trabajadores uniformados con guantes y batas blancas. Parecía más un laboratorio farmacéutico o el quirófano de un hospital que un centro de restauración de objetos de arte. El tiempo pasaba de puntillas por las manos de aquellos operarios que frotaban y cepillaban 114
meticulosamente los enormes lienzos, recogían delicadamente diminutas muestras para llevarlas a los microscopios, o alzaban sus gafas de la cara para poder apreciar mejor los detalles. En una sala contigua, enormes máquinas escudriñaban los secretos de aquellos objetos; parecía como si hubiesen sido construidas para intentar absorber la energía que les dio su autor y saciarse con ella. El libro que trajo Sanchiz estaba en una de ellas, la más grande, mientras él con su amigo Luis miraban en un sinfín de pantallas datos e imágenes de difícil comprensión. —Definitivamente menos en esta hoja.
no,
al
—¿Y eso que se ve allí? —¿Esto? Son solo pequeños restos de tinte que seguro dejó la imprenta. 115
—Pues mi gozo en un pozo, este libro no me sirve para nada. —Bueno, yo no sería tan pesimista —Luis se quitó los guantes y los dejó lentamente sobre la mesa—. Si algo está claro es que este libro se imprimió sin esas palabras que faltan, y eso quiere decir que el autor lo quiso así. —No logro entenderte. ¿Para qué molestarse en publicar un libro con la intención de ayudar a descifrar un misterio si una vez leído no ayuda a resolver nada porque le falta un trozo? —Caray, no pareces tú, piensa un poco más... ¿No estarás enamorado y por eso se te ha atrofiado el cerebro? —una carcajada rompió el silencio del sótano, pero eso no provocó que los trabajadores dejaran sus trabajos, y sí hizo aparecer el color rojo en el rostro de Francisco. 116
—¡Uy, pero qué ven mis ojos! ¡Te has puesto colorado! —Anda, cállate ya, que con tus berridos desconciertas a tus compañeros. —A mis compañeros no les molesta ni una sinfonía de bombas atómicas. ¿No ves que están absortos con su trabajo? Pero tú me lo vas a contar todo o no sales de aquí. —No tengo que nada, así que déjalo.
contarte
—Ya, ya... pero a las doce voy con vosotros, yo quiero ver el pichón que te vuelve loco —Luis estampó un manotazo en el hombro de Sanchiz. —Si lo sé no vengo, siempre estás igual. —¡Pero esta vez creo que te casamos! 117
—¿Quieres dejar de gritar y decirme de una puñetera vez que misterio esconde el libro? —Vamos por partes. Imagina que ahora mismo quieres escribir un texto sabiendo que al acabarlo se va a escapar corriendo, como tú cuando vas detrás de esa chavalita que hábilmente me has ocultado — Luis guiñó el ojo mientras Francisco fruncía el ceño—. Pues una buena idea sería escribir una parte en un libro y la parte que falta en otro, y problema solucionado. —Pero cuando se publicó este libro ya se había solucionado el problema de las desapariciones. —Sí, cierto, al menos eso hace entender el contenido del libro. Pero es como si el autor sospechara que las letras volverían a hacer de las suyas. ¿No crees que es una manera muy ingeniosa de preservar el antídoto? 118
—Ahora que lo dices, sí. —Pues ya sabes qué tienes que hacer: encontrar el segundo libro. —Y, ¿dónde busco yo un libro que no sé ni si existe? —Bueno, en realidad no buscas un libro, buscas un trozo de texto. Y si yo fuese el autor del libro, lo escondería en el mismo lugar donde habita la solución. —¿A qué te refieres? —Definitivamente, esta chica te está atrofiando las neuronas. Búscalo en el Palacio de Cristal, zopenco. —¿Nadie te ha dicho que eres un genio? —Sí, muchas veces, por eso trabajo aquí. Sachiz extrajo el móvil de su bolsillo y buscó un número. Luis se 119
lo arrebató y miró el nombre que aparecía en pantalla. —¿Así que se llama María? vaya, vaya, vaya. —¿Quieres hacer el favor de devolvérmelo? —No sé, no sé. ¿Y si la llamo yo? —¡Trae! Francisco recuperó el móvil con rabia y se alejó a una distancia prudencial de su amigo. Mientras, este le mostraba una descomunal sonrisa maliciosa. —¿María? —¡Hola! ¿Ya has acabado con lo del museo? —Más o menos. Oye, ¿donde estáis? —Ahora mismo en casa de Elvira. ¿Sabías que las ciudades 120
donde desaparecen libros tienen palacios de cristal? —No, no lo sabía. fantástico! Eso quiere decir...
¡Es
—¡Aleluya! ya se algo que tú no sabes, creo que voy a desmayarme de la emoción — bromeó María —En serio, eso explicaría muchísimas cosas. Yo también he descubierto algo, pero necesito que volváis al Palacio de Cristal. —¡¿Qué?! Ni de Haberlo dicho antes, guapo.
coña.
—¡Uy, le ha llamado guapo! —dijo Luis a sus espaldas, lo que provocó que Francisco le intentase cocear sin conseguirlo. —Perdona, es que necesito que seamos unos cuantos para buscar una cosa que se encuentra allí, y vosotras sois las que estáis más cerca. 121
—Está bien, pero nos tendrás que invitar a comer. —¡Hecho! —Yo también quiero ir — volvió a interrumpir Luis. —¿Hay alguien contigo? preguntó María.
—
—Sí, el amigo que trabaja en el museo, es un pesado. —Invítale a comer. —¡No! —¿Cómo que no? —gritó Luis, mientras volvía a usurpar el teléfono a Francisco. —Mucho gusto en conocerla, me llamo Luis y estaré encantado de comer con vosotros. Francisco recuperó de nuevo su móvil, y después de despedirse de María, asestó una sonora colleja 122
a su amigo, que reía a mandíbula batiente.
Una cola de turistas rodeaba el Museo del Prado. Solo ellos se atrevían a visitarlo a esas horas e intentaban rebajar el sofoco agitando guías, mapas y algún que otro abanico comprado como recuerdo. Su único consuelo eran las sombras de los majestuosos árboles que rodean el edificio y guardan ambos lados del paseo. Luis atrajo a Sanchiz hacia allí para comprar el periódico que su quiosquero preferido le guardaba cada día. Una coreografía ensayada día tras día había provocado la perfecta coordinación de movimientos entre los dos: el periódico apareció por arte de magia en la mano del científico mientras unas monedas con el importe exacto llenaron la mano del vendedor. 123
—Y esa chica, ¿es rubia o morena? —¿Qué chica? —Tu novia, ¿quien va a ser? —No es mi novia. —Pues ¿Amiga?
de
María,
tu...
—Morena. —¿Morena peligrosa? —No, morena del montón. Una cosa, ¿te vas a pasar el día con esta comedia? —Em... sí —contestó Luis, mientras movía compulsivamente la cabeza arriba y abajo. —Pues lo siento mucho, pero tendrás que irte, no quiero ver cómo acosas a una chica que conocí ayer, solo porque te has pensado lo que no es. 124
—¿Ayer? Menudo flechazo. —Como sigas así, me voy a cabrear. —Tranquilo, no voy a interrogarla... de momento. Además, me ha invitado a comer y no puedo despreciar su invitación. —Yo diría que te has invitado tú mismo, así que también te puedes “desinvitar“. —¿Y perderme la noticia del siglo? Ni lo sueñes.
Nunca antes se había sentido tan incómodo con su amigo. Imaginar que se pasaría la tarde burlándose de él le molestaba sobremanera. Pero Francisco sabía que Luis no tenía la palabra "equivocación" en su diccionario. ¿Acaso se había enamorado de una chica en tan solo un día? Empezó a pensar en los preciosos ojos negros 125
de María, en la redondez de su cara custodiada por preciosos carrillos enrojecidos por el sol del verano, en la manera que le sujetaba el brazo cada vez que quería llamar su atención, en su sonrisa... —Oye, no es por nada, pero vuelves a hacer juego con ese semáforo —Luis señaló el semáforo en color rojo que retenía a los coches. —Para de decir tonterías. —Vale... por cierto, no es por aquí, es por aquí. Francisco se violentó al comprobar que empezaba a caminar en dirección contraria, y después de rectificar la dirección de sus pasos, aceleró la marcha. Continuaron avanzando hasta introducirse en el parque por la Puerta de Murillo. Siguieron en línea recta hacia el Palacio de Cristal por caminos ondulantes que 126
descendía hasta llegar a pequeñas plazoletas desangeladas y ascendían en montículos sin vegetación. Cuando llegaron al estanque, estaban realmente agotados. —Mira, María y Elvira están allí. —Ahora entiendo por qué te has puesto a andar tan rápido. —Estate calladito o te tiro al lago. Una mano agitada en el aire, seguido de un escueto grito, atrajo la atención de las dos chicas que se apresuraron a unirse a ellos. —Os presento, ésta es... —María, tu debes ser María —se adelantó Luis—, y tú debes de ser Elvira. —Y usted debe ser Luis.
127
—¿Qué es eso de "usted"? Luis, yo soy simplemente Luis; el buen amigo de Francisco que espera ser pronto un buen padrino de... — Francisco no quiso que terminara la frase y lo empujó fuertemente contra la barandilla del lago, lo que provocó que el equilibrio de su amigo se viese amenazado. —¿¡Qué haces, loco! ? —Basta de presentaciones, que no tenemos todo el día. Os he hecho venir aquí porque después de analizar el libro de la academia hemos descubierto que no perdió ninguna parte de su contenido, en realidad nunca lo tuvo, está tal cual se editó. —¿Nunca fue completado? —No, María, nunca. Y según Luis, es una estratagema del autor para preservar su contenido.
128
—Entonces, si la intención fue publicarlo así, ¿por qué las letras no lo robaron antes? —Como te he dicho antes, fue un ardid del autor para que las letras no lo robaran. Si lo hubiese terminado ahora no habría libro alguno. —¿Y dónde está la parte que falta? —Precisamente por eso estamos aquí. Pensamos que hay un trozo de texto, una lápida, una inscripción, una pista que nos explicará como detener a las letras. —No estoy muy convencida de lo que dices, pero cuando antes acabemos, antes saldremos de este bochorno. —Perfecto. Volvamos a leer las últimas frases que conocemos. Luis abrió el libro justo en el lugar donde las letras desaparecían 129
y empezó a leer el poco texto que contenía. —Vamos a ver, aquí dice "...En el interior del monumento sin paredes, las pequeñas ladronas descubrirán su secreto, gracias a las fuentes de la vida y de la muerte que guarda un premiado saber". Y aquí se acaba el texto. Hasta ahora, sabemos que el monumento sin paredes es el Palacio de Cristal, las ladronas son las letras, pero no tengo ni idea qué significa el resto. —Por mí, se podía haber ahorrado el lenguaje metafórico, ¡a saber que querrá decir! En fin, solo nos queda buscar por la zona, a ver si conseguimos acabar con el dichoso misterio. —María, espera un momento —interrumpió Elvira—. No es tan metafórico como parece, hay un lugar que encaja perfectamente con la descripción. 130
—Pues ya tardas en decirnos dónde está. Elvira señaló hacia el norte y empezaron a caminar en esa dirección hasta llegar al paseo de Venezuela. Recorrieron unos metros hasta encontrarse un monumento. —Es aquí —indicó Elvira. —En efecto, está más claro que el agua —corroboró Luis. —Pues yo no veo ni vida, ni muerte, ni nada. —Francisco, todo el mundo sabe que necesitas gafas para ver, no es momento de presumir ahora —le dijo su amigo mientras le ofrecía las suyas—. Anda, colócatelas y no me hagas quedar mal delante de estas chicas. —Sigo sin ver nada, y deja de sonreír de esa manera. 131
—Lee los textos a cada lado del monumento. —Vamos a ver..."Fons vitae" y en el otro "Fons mortis". —Ya lo tienes, esa es la vida y la muerte de la que habla el libro. —¿Y el premiado saber? —Lo tienes delante de ti, es esta estatua tan mona. —¿Ramón y Cajal? —Claro, un premio Novel de medicina. —Um, encaja, encaja. Vamos a investigar La parte delantera del monumento era inaccesible a causa de un pequeño foso de agua, así que lo más prudente era rodearlo e intentar acceder al frontal por la parte trasera. Al hacerlo, se percataron de que detrás había tres lápidas escritas, cuyo contenido 132
analizaron para encontrar algún enigma oculto. También palparon y otearon las paredes del monumento intentando buscar alguna pista, disimulando de vez en cuando cada vez que pasaba más gentío de lo habitual. —Me siento quejó Elvira.
ridícula
—se
—Yo más, y encima con este vestido no puedo moverme bien. Ya puede ser buena la comida, porque la vergüenza que estoy pasando vale su peso en oro. —¿Te has fijado en esta otra escultura negra que hay aquí? Le da un contraste fantástico al conjunto —Yo también lo he pensado. Pero es tan negra que cuando veníamos se confundía con el fondo.
133
—Precisamente ese es su encanto, parece como fuera de lugar. —Rápido, disimulad, que viene un policía —advirtió Francisco —. Y encima es el mismo de la noche anterior. —Mejor nos vamos de aquí, porque lo único que conseguiremos es que nos encierren. —Tienes razón, Elvira. Además, hace mucho calor, tengo hambre y estoy cansada. Tres pares de ojos empezaron a virar en dirección a Sanchiz, y por alusión, tuvo que dejar lo que estaba haciendo y ceder a la decisión de la mayoría. —Está bien, vamos a comer. ¿Dónde queréis ir? —A un lugar fresco espectacularmente caro. 134
y
—¿Te crees que el trabajo de escritor da para ir a restaurantes de lujo? He prometido que os invitaba, pero solo a menú. —¡Qué vergüenza! Unas chicas tan monas y esa tacañería... —le reprochó Luis. —No es tacañería, es sentido común; mi cartera está a régimen a causa de mi poco sueldo. —Hagamos una cosa — propuso María—. Estoy harta de ir con este vestido, me están mirando hasta los niños; así que, si no os importa, podemos ir a comer cerca de mi piso y así aprovecharé para cambiarme de ropa. —Por mi no hay problema. Podemos ir en mi coche, lo he dejado en la calle Alfonso X. —Vamos, entonces.
135
Desde el paseo donde estaban, caminando en línea recta, llegaron pronto a su destino. El coche de Francisco estaba ardiendo por el sol y tuvieron que abrir todas sus puertas y encender el aire acondicionado para ahuyentar el calor de su interior. Las calles de Madrid estaban abarrotadas de coches y transitar por ellas era un auténtico acto de fe. Les costó llegar a su destino, y una vez allí, aparcar fue toda una odisea. —Si subís a mi piso, perderemos más tiempo y comeremos tardísimo. Id vosotros al restaurante y yo no tardaré en volver. Dos manzanas más arriba está la librería Fuentetaja, dentro de ella hay un restaurante donde voy muy a menudo. El menú está bien y el lugar es muy acogedor. —¿Comeremos en un restaurante lleno de libros? Preferiría ir a un restaurante más convencional. 136
—Lo siento, precioso, pero me debes una comida y yo elijo. —Uy, esta vez le ha llamado precioso —murmuró Luis sin poder contener una leve sonrisa, y evitar que Francisco le propinase un puñetazo en la pantorrilla.
El exterior de la librería parecía un escaparate de moda, si no fuese por la cantidad de libros que exponía sin ningún pudor. La luz tenue con matices rosados acariciaba las tapas de los libros, y estos agradecidos coloreaban las oscuras paredes. En el fondo estaba el restaurante, aislado por una mampara de cristal que alejaba levemente las miradas, pero acercaba los libros a las mesas. Se sentaron en una escogida al azar y esperaron a María que, como prometió, no tardó mucho en aparecer. 137
—Este vestido me gusta más —dijo Elvira mientras apartaba la silla para que se sentara. —Pues yo creo que el anterior era infinitamente mejor — opinó Luis mientras escondía su pantorrilla del puño de Francisco. —¿Hace mucho que conoces a Luis? —Estudió instituto.
conmigo
en
el
—Ah, entonces hace tiempo que es amigo tuyo. —Sí —contestó Francisco mientras cerraba la carta del restaurante—. Qué menú más curioso, todos los platos tienen nombre de escritor. —No podía ser de otra manera, por eso me gusta venir aquí.
138
—¿Y no te molesta ese movimiento continuo de gente por la librería? —En absoluto, de hecho los observo disimuladamente. Me encanta ver cómo los clientes abren los libros para leer una porción de su contenido, cómo los acarician con el respeto que solo los buenos lectores tenemos, y finalmente mirar cómo los dejan impacientemente sobre el mostrador de la caja esperando que les cobren y se puedan ir con semejante joya. Y hablando de gente, yo diría que has olvidado informarnos a Elvira y a mí de algo, ¿no es cierto? —No te entiendo, a que te refieres. —He llamado a Cristina y me ha dicho que esta noche no estaremos nosotros solos.
139
—Vaya, es verdad, se me olvidó decírtelo. Vendrán unos cincuenta escritores. —¿Has escritores?
dicho
cincuenta
—Más o menos. —¿Y para qué quieres tantos escritores? —Para preparar una trampa gigante. —¿Una qué? —Una trampa, como la que habéis tendido vosotras esta mañana a las letras, pero a lo grande. Si todo sale bien, no tendrán más remedio que descubrir su escondite. —Las letras se van a enfadar. —Si lo hacemos en el exterior sí, pero dentro del Palacio de Cristal no se atreverán a hacer nada. 140
—Os la estáis jugando. —Ya lo sé, pero no podemos hacer otra cosa. Pensábamos que el libro de la academia nos ayudaría con un plan “b“, pero ya has visto que no hemos conseguido nada. Así que, o hacemos esto, o ya no habrá nunca más nuevos libros. Por cierto, gracias. —¿Gracias, por qué? —He llamado a los distintos grupos que tenemos en el extranjero. Ahora ya saben dónde buscar gracias a ti. —Bueno, tarde o temprano alguien lo hubiese descubierto. —Ya, pero has sido tú — Francisco cogió la mano de María y sonrió, ella no; ese gesto la estaba perturbando.
141
El ir y venir de los clientes seguĂa llenando la librerĂa de vida, una vida que no parecĂa planear sobre los libros, amenazados con desaparecer.
142
Un espía en Fuentetaja
E
n contraposición al caos del
mediodía, las tardes de verano son el feudo de la tranquilidad. Por un espacio corto de tiempo, la ciudad se paraliza, coge aire, respira profundamente y descansa; Madrid está de siesta. Es tiempo para digerir comidas, relajarse del trabajo, acariciar el momento y, por qué no, para comprar sin prisas. 143
—¿Y no podríamos hablar en un bar, sentados, como Dios manda? —No tengo ahora tiempo para sentarme, y éste es el mejor momento para comprar; odio hacerlo tropezándome con gente. —Señor Miguel, esto es el Zara de Gran Vía, es enorme, aquí nunca te tropiezas con nadie. —No me contradigas y sujeta esto —Miguel abrió la cortina del probador y estampó unos pantalones delante de la cara de Javi—. Si fuese por mí, hasta los dependientes quitaría. —Bien, pues como le iba diciendo, se han pasado toda la tarde yendo y viniendo del Parque del Retiro. —El Parque del Retiro es inmenso. ¿Sería mucho pedir un poco de concreción? 144
—Ya se lo he dicho antes, en el Palacio de Cristal, como la noche anterior. —Así que esa jardinera gigante es donde está el meollo de todo, pues como me llamo Miguel, que me entero de lo que traman. Déme los otros pantalones. —¿Estos azules o los negros? —¿Tú eres tonto o que? Si voy con una camisa granate y me pongo los pantalones azules voy a parecer un hincha del Barça. ¡El negro! —Aquí tiene. —¿Y sabes si van a volver por la zona? —De lejos he oído a María diciéndole a Elvira que a las doce habían quedado con más gente precisamente en el mismo sitio. —¿Quién demonios es Elvira? 145
—La chica que se encontró con María la noche anterior, ya se lo he dicho antes. —Ah, sí, la escritora... ¿Qué tal me quedan? —Un poco estrechos, yo creo que necesita una talla más. —Tonterías, me van como un guante. Hale, pues éstos, devuélveme mis pantalones y nos largamos de aquí. La cortina del probador se cerró y al poco rato el señor Miguel aparecía con su traje. Dejaron las prendas descartadas a la dependienta del probador y fueron en busca de la caja. —Vaya, hay cola. —Pero personas.
si
solo
hay
—Pues eso, una cola.
146
dos
—Yo tendría que marcharme, aún no he comido nada y hasta las doce queda tiempo. —Ni lo sueñes, tú seguirás persiguiendo a esos dos... —Pero... —¡Pero nada! Solo faltaría que se les ocurriera cambiar de planes. —Está bien, lo haré, seguiré haciéndoles sombra. —Perfecto. Y yo mientras... Ups! —¿Ocurre algo? —Me he olvidado la cartera en el despacho. Anda, corre a buscarla. —Ya se lo pago yo —contestó Javi arrastrando la voz—, no se preocupe.
147
—Más trabajadores como tú tendría que tener mi editorial, y no esa panda de vagos. La pequeña cola en poco tiempo desapareció, y después de pagar, los dos se separaron en direcciones opuestas. Javi estaba disgustado por el trabajo de espía que le había encomendado el editor; no entendía el interés de Miguel en perseguir a María, una inocente lectora que no sería capaz de romper un plato y que, además, él quería con locura. Sí, Javi se había enamorado de esa chica el mismo día que entró en la editorial. Por eso cuando volvió a la librería Fuentetaja y desde el aparador vio cómo Francisco cogía de la mano a María, sintió como si un puñal le atravesara las entrañas. No podía soportar el ultraje a su amada, Sanchiz pagaría por ello.
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Entró sin pensar en la librería y disimuladamente cogió de la estantería un libro al azar. Tenía que hacer algo rápido, era urgente interrumpir el manoseo de Francisco; pero la desesperación no le dejaba pensar, y el libro que tenía en sus manos corría un serio peligro de desgarro, así que decidió hacer acto de presencia a lo bruto y sin avisar. Cuando estaba al otro lado de la mampara de cristal, Javi vio cómo María se liberaba de la mano de Francisco, y por su cara no parecía haberle agradado. Eso hubiese sido razón suficiente para que abortase su plan; pero era demasiado tarde, María lo había visto. —¿Qué haces tú aquí? —Em... el señor Miguel necesitaba un libro y lo he venido a buscar. —¿Desde cuándo eres tú el chico de los recados? 149
—¿Desde que se ha enfadado con media oficina? —Respuesta plausible, pero sospecho que no es la correcta. ¿No estarías siguiéndome? —No seas tan presumida, no eres la única chica a la que vuelvo loco. —¿Y éste quién es? — preguntó Luis mientras le señalaba con la cuchara del café. —Un compañero de trabajo. —Y su novio —contestó Javi con madrileña seguridad y ante la sorpresa de Francisco. —¿Yo tu novia? Antes me tiro del Viaducto de Segovia. —Sí, hazte la dura delante de tus amigos, pero todo el mundo sabe que te mueres por mis huesos.
150
—Luis, ¿me dejas un momento el libro de la Academia? —¿Para qué lo quieres? —Tú déjamelo. Luis se inclinó y cogió del suelo el libro para entregárselo a María. Ésta lo cogió con rabia, se levantó de la silla, recorrió la distancia que le separaba de Javi con la menor cantidad de pasos posibles y se lo estampó en todo el pecho. —¡Au! —¿Es buscabas?
éste
el
libro
que
—Yo... —Sí, ¿verdad? Pues lárgate. —Pero... —¡Ahora!
151
Toda la tienda vio cómo Javi caminaba lentamente hacia la salida con una mano sujetando un pesado libro, la otra acariciando su dolorida barriga, y otra invisible consolando su ultrajada dignidad. —¿Se puede saber por qué le has dado el libro? ¿Y si lo volvemos a necesitar? —Llamamos a Sandra que seguro se lo sabe de memoria. —María tiene razón, toda la información que contiene ese libro ya la hemos usado. Pero a partir de ahora tenemos que ser más cautos con nuestros movimientos, por lo visto nos siguen —advirtió Francisco—. Aunque era de esperar, los editores no pueden ser ajenos a la desaparición en masa de su sustento. —Mi jefe es tonto; con la cantidad de personal que hay en la
152
editorial para seguirnos, escoge al más inútil de todos. —Yo no me preocuparía de los que vemos, sino de los que aún no hemos visto —sentenció Luis—. Tengo la extraña sensación de que a las doce seremos bastantes más. —¿Y qué podemos hacer? — preguntó Elvira. —Nada, solo podemos seguir con el plan. —Me siento incómoda aquí, todo el mundo nos mira de reojo. Mejor pidamos la cuenta y nos vamos. —Estoy de acuerdo. Yo tengo que acabar de concretar unas cosas y Luis tiene que volver a su trabajo. ¿Tenéis algún plan vosotras? —Con esta calor no se puede ir a ningún sitio... Elvira ¿Te vienes conmigo a mi piso? Nos podremos 153
duchar y si quieres hacemos una siesta. —Me parece bien. En el lapso de tiempo que pasó desde que la camarera fue avisada hasta aparecer la cuenta en la mesa, no hubo conversación. Para un lector, el silencio es una necesidad, pero para un grupo de amigos es un incómodo plato difícil de digerir, más aún cuando los problemas aumentaban.
Un corto paseo bajo un sol de justicia bastó para que, al abrir la puerta de la calle y entrar al edificio, las dos suspiraran de alivio. El ascensor, colocado en el hueco de la escalera con la maestría de un asesino de la estética, tardó en bajar una eternidad. Una vez montadas en él, o mejor dicho, encajadas en ese espacio tan reducido, pulsaron el botón y un 154
bamboleo anunció que el ascensor subía. Les dio tiempo para hablar de tres temas distintos antes de llegar a su destino. Y salir de aquel artefacto necesitó de la atención de Elvira para no quedar atrapada para siempre en su interior. —Oh, qué acogedor. —Sí, esa es la palabra exacta para decir que el piso es un antro sin ofender al propietario —bromeó María. —Lo digo de verdad, encantador. Y cuánta luz.
es
—De eso sí que no me puedo quejar. Ven, quiero enseñarte una cosa. María abrió una de las puertas y una luz cegadora iluminó todo el ático. Cruzaron al otro lado para salir a una terraza profusamente adornada con flores.
155
—Y luego dices que yo vivo en una casa lujosa. Te daría mil casas como la mía a cambio de esta terraza. —Qué exagerada eres, solo una pequeña terraza.
es
—Para quien no la tiene, esto es más que una simple terraza, es calidad de vida. Y mira qué vistas. Los ojos de Elvira gozaban con la visión de miles de azoteas componiendo un laberinto que se perdía en el horizonte. Algún que otro obstáculo, en forma de rascacielos o campanario, rompía la uniformidad. Y parecía como si las antenas y las macetas se enfrentaran en una batalla para ver cuál de ellas invadía más espacio, con el permiso de las parabólicas y, cómo no, de las palomas. —Te envidio, mataría por un lugar así.
156
—¿Sabes?, me encanta este sitio. En primavera me siento en esta silla y me paso las horas leyendo. —Supongo que en verano no haces lo mismo. —No, claro. En verano prefiero leer de noche en mi sofá, bajo la luz de la luna. Pero volvamos dentro; si seguimos aquí por mucho tiempo, vamos a morir de insolación.
Volvieron al interior del ático y María se apresuró en ofrecerle algo para beber. Elvira educadamente lo rechazó y se sentó en un mullido sofá cubierto de libros que apartó delicadamente. —Qué papel de empapelar tan original. —¿Papel de empapelar? — preguntó María desde la cocina. 157
—Sí, es curioso, parece... — Elvira se levantó para contemplarlo mejor—. ¡Oh, cielo santo! —¿Ocurre algo? Elvira no pudo responderle, se había quedado muda de fascinación. Eso que había en la pared no era un papel de empapelar, eran decenas, cientos, miles de libros amontonados. Una biblioteca improvisada a golpe de afición desenfrenada. María, extrañada por el silencio de Elvira, salió de la cocina y observó a su amiga palpando los libros de la pared. —Ah, los libros. Todo el mundo se queda así cuando los ve. —¿Y si quieres coger uno como lo haces? —Tengo un truco. Espera que te lo enseño —María entró en un cuarto aledaño y salió con una caja 158
—. Mira, pongo esto aquí y, como está hueco, puedo sacar el libro. —Es ingenioso, pero, ¿no sería mejor unas estanterías corrientes? —Los pongo así para que no me los quite nadie. Si alguien intenta robarme alguno, se cae todo —sonrió María —Eres un poco desconfiada. —Es broma, los tengo así por pereza. Solo pensar que tengo que subir las estanterías por las escaleras que has visto, me da taquicardia. Aunque para mí un libro es un tesoro, y con la tontería de la confianza ya me han quitado algunos, y no lo soporto. —Te comprendo, pero ahora la exagerada eres tú. —Sí, por algo tengo sangre cordobesa. ¿Quieres ducharte? 159
—Mi educación me dice que no debería abusar de tu confianza, pero realmente me apetece. —Pues claro que sí. El baño está en esa puerta, y en el armario que hay encontrarás toallas limpias. María volvió a la cocina mientras empezaba a oírse el ruido del agua saliendo por el grifo de la ducha. Al poco rato María se acercó a la puerta del baño con un batido en la mano. —¿Seguro que no quieres nada? Sé hacer unos batidos muy buenos. —No, gracias, en serio. —¿Te pregunta?
puedo
hacer
—Claro. —¿Qué te parece Javí?
160
una
—¿Tú compañero de trabajo? ¿El que has planchado con el libro? —Ese mismo. —Pues por lo poco que he visto, me parece un poco repelente. —Sí, de eso tiene un rato. —Y un pelín machista. —De eso tiene mucho. —Y está como un tren. —Ya, por desgracia. —¿Te gusta? —No sabría decirte. Por un lado, lo ensartaría con una bayoneta, pero por otro tiene algo que... que me gusta —María acercó el batido a sus labios y bebió un sorbo. —Pues me da la sensación de que Francisco se va a disgustar si sabe que piensas así. 161
—¿Qué has dicho? —Que a Francisco también le gustas. —Sí, a mi también me lo ha parecido. —La pregunta del millón: ¿y a ti te gusta Francisco? María no contestó, se limitó a sorber otra vez el batido. —Ya veo que sí. Pues en eso no te puedo ayudar, tendrás que elegir tú misma. —Necesito una reunión de amigas urgentemente. ¿Qué te parece si esta noche vamos a cenar por el centro con ellas? Así me desconecto un poco de esta locura. Elvira salió de la ducha con la toalla envuelta en el cuerpo y abrió la puerta del baño. —No sé, hace poco que te conozco. 162
—Venga, que nos lo pasaremos bien. Además, te van a gustar, son unas adictas a la lectura y a los libros. —Esta bien, iré. Yo también necesito desconectar, aunque tendré que pasar por casa a ponerme algo más adecuado. —No te preocupes, tiempo de sobra.
hay
Con el cuarto de baño libre, María corrió a ducharse. Mientras, Elvira cogió uno de los libros que había apartado anteriormente del sofá y empezó a leer hasta que, sin darse cuenta, fue presa del sopor y se quedó completamente dormida.
163
Un cumpleaños excusa
como
E
l campanario de la puerta del
sol señalaba las siete. A esa hora, la metrópolis se desperezaba y volvía con su ritmo frenético. Los turistas, exhaustos de visitas bajo un sol de justicia, se sorprendían al ser envueltos por la energía de los que viven y trabajan en esa urbe. Energía que se prolongaría hasta la noche, y que no cesaría hasta que la ciudad hubiese cobrado su tributo, que solía ser nunca. Es viernes, y ese día Madrid lo quiere 164
todo; la música en los bares, el jolgorio de las calles, las carcajadas, el exceso, a sus gatos, a ti.
Cristina, ajena al canibalismo madrileño, retocaba su último escrito en el ordenador. Afortunadamente, las letras no se escapaban dentro de su jaula eléctrica, y eso le permitía seguir trabajando. Miraba una y otra vez las palabras que estaba usando, no estaba del todo satisfecha, y decidió cerrar su portátil hasta que las musas volvieran a inspirarla. Se asomó al balcón de su casa, miró hacia la calle, y se entretuvo viendo cómo una madre intentaba convencer a su hija de que el motivo de su lloro era el antojo de un objeto que olvidaría al cabo de unos minutos. Las siguió con la mirada hasta que se perdieron en la esquina, y entonces pensó en la crueldad de la inocencia, que 165
siendo dueña del castigada por la razón.
deseo
es
Retrocedió unos pasos para observar a su conejita, esa mascota que apareció un día en su casa y que ahora era parte de su corazón —¿Qué hace mi cuca? —le preguntó al animal mientras éste no dejaba de roer un periódico que, por descuido, estaba al alcance de sus fauces. Viendo que hacía caso omiso a su pregunta, Cristina se acercó y la cogió delicadamente para llevarla a su habitación. Quería introducirla en la jaula, pero el timbre de la puerta pospuso el encierro. —¡Francisco, eres tú! No te esperaba ver hasta la noche. —Veo que me viene a recibir "La Bolita". —Sí, claro, es tan buena anfitriona como su dueña —dijo 166
Cristina mientras la dejaba en el suelo. —Tenemos un problema. —Vaya, pasa. Entraron en el comedor y Sanchiz sacó un pañuelo del bolsillo para quitarse el sudor de la cara. —Acaba de llamarme Carlos. —¿El chico que trabaja en la policía? —Sí. Me ha informado que van a acordonar la zona alrededor del Palacio de Cristal. Esta noche no vamos a poder acceder a él. —Fantástico, ¿y ahora qué hacemos? —Por eso estoy Necesito que vengan escritores.
aquí. más
—Ahora sí que no te entiendo. Si no podemos acceder al 167
Palacio, que más da que seamos más. —Yo lo llamo la táctica de soltar pollos. —Explícate, que empiezo a pensar que has sufrido una insolación. —Te lo contaré en su momento. Consígueme a esos escritores y serás mi heroína. —¿Pero tú sabes lo que me estás pidiendo? Solo quedan cinco horas para las doce. —Cristina, por conoces a muchos noveles.
favor, tú escritores
—Deja de poner esa cara de cordero degollado. Está bien, lo intentaré. —Te debo una. —¿Cómo que me debes una? Me debes un montón. 168
La bolita apareció en el comedor y empezó a oler a su anfitrión. Francisco la cogió por la espalda y la alzó. —Mírala, ayudará.
hasta
ella
me
—¿Sabes quién ha ordenado el acordonamiento? —No, pero ya te lo puedes imaginar. —Me revienta esta situación. Cuando les ofrecimos nuestra ayuda nos tomaron por locos, y por si eso fuera poco, ahora encima nos ponen obstáculos. ¿Cuándo se van a dar cuenta que trabajamos para su provecho? —Es lo que tiene ser humano; el único animal en la tierra que hace las cosas mal sabiéndolo. —Va, cuéntame cuál es tu plan. 169
—Ahora no, consígueme esos escritores. —Está bien. Cristina recogió la conejita de las manos de Sanchiz y la llevó a su jaula. Seguidamente, se sentó en la mesa de su despacho y empezó a llamar. Francisco hizo lo propio con su teléfono móvil, el tiempo apremiaba.
Otra vez el teléfono despertó a María. Aturdida por el calor, se tiró literalmente de la cama al suelo para obligar a su cuerpo a reaccionar, pero lo único que consiguió fue clavarse un libro que había dejado caer la noche anterior. Maldijo hasta la extenuación mientras se levantaba para ir al comedor. Allí estaba Elvira, roncando en el sofá, sin inmutarse por el ruido del teléfono. —¿Diga? 170
—Soy yo, Francisco. Perdona que te moleste. —No, tranquilo, de hecho me has ayudado a levantarme de la siesta... —la joven lectora buscó con los ojos el reloj de la pared y, al encontrarlo, quedó horrorizada por la hora que vio—. ¡Maldición! —¿Pasa algo? —Habíamos decidió ir a cenar con mis amigas y ya son las ocho. Tengo que arreglarme, ir a casa de Elvira para que se cambie, volver al centro para encontrar el bar donde hemos quedado... —Vale, no sigas, me hago a la idea. Solo te quería preguntar una cosa ¿Tú tienes algún amigo o amiga que escriba? —Si, claro. —Pero que entendámonos. 171
escriba
bien,
—¿Por quién me tomas? Yo sé diferenciar quién es un escritor y quién un aficionado a juntar letras. —No te enfades. Necesito personas que atraigan a las letras, por eso mi énfasis en que sean buenos. —Ya estás otra escondiéndome información.
vez
—Es largo de explicar, recuerda que tienes prisa.
y
—Tienes suerte de estar lejos, que si no, te lanzo cualquier cosa. —No serias capaz. —No, ni poco. Pero venga, ¿qué quieres que haga con mis amigos. —¿Los puedes llamar pedirles que vengan esta noche?
172
y
—¿Y qué les digo? ¿Que las letras están de juerga y quieren fiesta loca? —Ya se confío en ti.
te
ocurrirá
algo,
—Oh, qué fácil lo ves todo, ni que fuese el flautista de Hamelín que hago bailar a todo el mundo con el son de mi flauta. —Es-muy-im-por-tan-te deletreó Francisco
—
—Va-le. —¿Dónde necesito?
estaréis
si
os
—Seguramente quedaremos en algún bar de la calle Carretas. —Bien. Nos vemos allí. María plegó el móvil por la mitad y juró que mataría a Sanchiz antes de que la noche terminase. Evidentemente, estaba hablando en sentido figurado, pero Elvira se 173
sorprendió al escuchar la frase mientras se desperezaba. —¿A quién vas a matar? —A Francisco, por lo que me acaba de pedir. Pero te lo cuento luego, que es tardísimo. —¿Ah, sí? ¿Qué hora es? —Las ocho pasadas. Catapultada por un resorte invisible, Elvira se levantó del sofá. —Uf, transpuesta.
me
he
quedado
—Las dos nos hemos quedado dormidas, así que ya sabes, toca correr como pavos descabezados. Mañana voy a tener agujetas, como si lo viese.
Después de un ir y venir histérico por el ático, y de bajar rápidamente las viejas escaleras 174
ignorando el ascensor, corrieron por la calle hasta llegar al parking. María obligó a Elvira a conducir su coche mientras ella llamaba por teléfono a sus amigos escritores. Repetía incansablemente la misma excusa con un tema común: una fiesta de cumpleaños sorpresa. Cuando llegaron al piso de Elvira, seguía pegada al teléfono, y no dejó de llamar hasta que llegaron al punto de encuentro; con el ruido del gentío, era imposible escuchar nada. —Ocho. —¿Ocho qué? —He convencido a ocho personas para que vengan al parque. —Francisco estará contento. —Más vale que lo esté... Ups, me llaman —María miró su móvil y leyó el mensaje que sus amigas le habían enviado. 175
—¿Es un mensaje de ellas? —Sí, se han cansado de esperar fuera y han entrado en el primer bar de la calle Carretas. —Acelerando un poco más el paso llegamos enseguida. —¿Y perder el corazón en el intento? Ni hablar. Si han esperado hasta ahora, podrán esperar un poco más.
Llegadas a su destino, besos y abrazos se repartieron con generosidad. Enfundadas en minifaldas imposibles, generosos escotes, enormes tacones y exquisitos bolsos, las amigas de María parecían desentonar en el castizo restaurante donde estaban. Pero así es Madrid; lo añejo se funde con lo sofisticado, lo cutre convive con lo glamouroso, lo auténtico se mezcla con lo falso. 176
—Elvira nos ha hablado maravillas sobre ti, no veas cómo te ha vendido —dijo Concha, una de las amigas de María. —Gracias, pero seguro que ha exagerado. —María no exagera nunca... bueno, casi nunca... estoy mintiendo como una bellaca — afirmó Diana mientras reía junto a todas las chicas de la mesa. —Hablando de bellacas, tenéis que ver el nuevo camarero que nos ha servido antes de que llegarais —añadió Alba, la tercera y última amiga—. Voy a pedir que me lo sirvan en un bocadillo. —No te asustes Elvira, no son siempre así... son casi siempre así. —Yo soy de la opinión que hay un momento para cada cosa. Hoy es viernes, estamos en Madrid, los pantalones que nos lleva el camarero deberían estar del todo 177
prohibidos... conclusión, hoy toca ser frívola —sentenció Alba. —Y hablando de ropa... María ¿Y ese vestido rojo pasión que te compraste de rebajas en Serrano? ¿Por qué no te lo has puesto hoy? —No me hables del vestido rojo, por Dios, no me hables. —¿Qué ha pasado? Cuando María les contó lo sucedido con el vestido, sus amigas rieron tanto que consiguieron contagiar a las mesas más cercanas. Las tapas empezaron a aparecer encima de la mesa servidas por un camarero que, después de la ingesta de la segunda copa de vino, fue objeto de algún que otro manoseo. Grupos de personas entraban y salían del bar con la esperanza de encontrar una mesa libre, pero a esas horas era casi imposible. Algunos, hartos de buscar, se aventuraban a 178
esperar en la barra hasta que algún camarero les indicara dónde poder sentarse para cenar. Al final, el ruido ensordecedor de las conversaciones a la española, los gritos de los camareros dándose órdenes entre ellos, la cutrez de los objetos que de viejos se incrustan en las repisas rodeados de polvo petrificado y el rumor de la calle abarrotada de gente, daban al bar la magia de lo genuino, de lo auténtico, de lo que en España entendemos por "lo nuestro".
La mesa poco a poco iba perdiendo el vigoroso color de los platos recién servidos a causa del apetito insaciable de sus comensales. Únicamente la botella de vino resistió los envites de la depredación gracias una amnistía que le libraría de la extinción. Concha observó cómo un hombre las miraba disimuladamente desde 179
la calle y no tardó en comunicarlo a las demás. —Ey, chicas, ¿habéis visto qué pedazo tío hay allí fuera? Y parece que nos está mirando. —¿No es Javi? —agregó Elvira al comentario. —¡Esto es el colmo! María estaba realmente enfadada. Era de esperar que la siguieran, y seguramente su reacción al enterarse hubiese sido de preocupación o miedo, pero lo único que sintió en ese momento fue el odio de sentirse traicionada por alguien al que ella quería. Se levantó bruscamente, cruzó el bar y salió a la calle para encararse con él. Mientras, sus amigas veían la escena a través del ventanal como si de un programa de televisión se tratase.
180
—Ya estoy harta, cuéntame por qué me sigues o llamo a la policía, y te lo digo en serio. —Yo... es que... no puedo. —Te doy una oportunidad más, así que márchate. Ya hablaremos seriamente en el trabajo. —Perdona, yo no quería seguirte, de verdad. Te lo explicaré todo el lunes. Me voy, no te preocupes. Javi dio media vuelta y lentamente fue descendiendo la calle, pero cuando parecía que torcía la esquina, éste volvió sobre sus pasos para detenerse justo delante de ella. La miró fijamente, la sujetó por la cintura y... la besó. María quería pegarle, quería obligarle a que la soltara, pero nunca la habían besado de esa manera, se había quedado desarmada. No era la única persona 181
que había perdido sus armas; Francisco estaba a unos metros de la escena, paralizado, sin casi poder respirar, completamente aniquilado
Un brazo, después el otro, y finalmente las piernas. María pudo moverse y reaccionó de la única manera instintiva que se le ocurrió; salir corriendo. Atravesó la muchedumbre que subía por la Calle Carretas en dirección a Puerta del Sol, pero al hacerlo, no vio a la única persona que en ese momento estaba parapetada en el centro y chocó contra ella. Aturdida, levantó la mirada para ver quién la había detenido, y se quedó observándola durante unas fracciones de segundo, el tiempo que el cerebro necesita para sorprenderse, asustarse o gritar. —Déjame ir. —No. 182
—Francisco, por favor. —No hace falta que corras más, Javi no te persigue, se ha ido. —Pero yo… Un abrazo envolvió a María y éste duró unos largos minutos. Tiempo que aprovechó Concha para acercarse a ellos y tocar levemente el hombro de su amiga. —Oye, otra vez que quieras hacernos espectáculos como éstos avisa, que así nos traeremos las palomitas. Y por cierto, abusica, deja algo para las demás. Los dos se separaron lentamente, con la timidez propia de chicos de doce años que se han visto sorprendidos dándose su primer beso. Con los ojos aun vidriosos, sonrieron a Concha y al resto de amigas que también habían llegado.
183
—¿Y no nos vas a presentar a este señor? — preguntó Alba. —Francisco, me llamo Francisco —respondió el escritor mientras ofrecía una mano. —No sabes lo encantada que estoy de conocerte —dijo Alba mientras sujetaba con fuerza la mano de Sanchiz y volvía la cara hacia sus amigas con la más maliciosa de sus sonrisas. —Eres una mala amiga, mira que no contarnos nada. Ya nos estás aclarando que ha sido todo esto. María no sabía qué decirles, de hecho ni ella lo entendía; los acontecimientos habían sucedido demasiado rápidos. Pensó en el beso de Javi y en como le había gustado. Pero el abrazo de Francisco, su voz al tranquilizarla, esa especie de sensación de seguridad que desprendía... eso no 184
solo le gustaba, la inundaba de algo que podía llegar a percibir como amor de verdad, del que no solo se siente, sino que también se puede tocar. —Os lo explicará otro día — interrumpió Francisco —ahora tiene que venir conmigo, la necesito. Elvira, tú también. —Mañana quedamos y os lo cuento todo, ahora me tengo que ir —dicho esto, María sujetó la mano de Francisco, y una vez que Elvira estuvo a su altura, empezaron a correr hacia la Puerta del Sol. —Ésta se cree que nos hemos caído de un guindo, pues lo lleva fino. Nenas, a por ellos. Un repiqueteo de tacones empezaron a sonar por la calle, las amigas de María no iban a permitir que se les guardara un secreto por tanto tiempo, y menos después de
185
haber visto que el tema era de lo más suculento. —¡Esperad! ¡Ni se os pase por la cabeza dejarnos aquí!
Atravesaron la plaza y llegaron a calle de Alcalá. Sanchiz fue a buscar el coche del parking, entretanto María intentaba convencer a sus amigas de que la dejaran ir. En otras circunstancias, sus amigas le hubiesen dejado marcharse, pero no podían entender qué pintaba Elvira en todo el embrollo, y blandiendo la máxima de "Si va Elvira, vamos nosotras", la joven lectora no tuvo más remedio que dejarlas venir. Subieron al coche entre carcajadas jocosas "ese coche era diminuto para seis personas", comentaron entre ellas. Y las carcajadas crecieron de volumen e intensidad cuando intentaron acomodarse en él. Finalmente Diana, la más 186
pequeña del grupo, acabó en el regazo de las otras tres chicas en sentido horizontal. El corto recorrido hacia el Palacio de Cristal fue lo más parecido a un interrogatorio en medio de una granja de gallinas. —Así que éste es tu novio — afirmó tajante Concha, mientras acomodaba la cabeza de Diana en su bolso. —No —respondió una muy acalorada María. —Pues entonces es el otro, el que has besado. —No. —¿Novietes? —Que no. —A mi no me la das, confiesa de una vez. —Esto va a ser duro — susurró Alba mientras intentaba 187
que los zapatos de Diana no le ensuciaran el vestido. —Pues lo siento mucho Elvira, pero como ésta no suelta prenda, te ha tocado. ¿Quién es el novio de María? La escritora hizo caso omiso a la pregunta. Miraba a través de la ventana del coche como si todo aquello no fuera con ella. —¡Está sabe algo.
disimulando!
Ésta
—Dejadla en paz y callaros de una vez, y no os mováis tanto que estamos a la par con un coche de policía —advirtió María —Umm, un coche de patrulla, ¿están buenos? —Para nada. Y agacha la cabeza, que te van a descubrir y nos meterán un pollo.
188
—Estas harían migas con mi amigo Luis —susurró Francisco a su copiloto. —¿También te quiere casar? —No lo sabes tú bien. —Es lo que tiene la soltería, no puedes hacer un movimiento en falso sin que te encorseten en un vestido blanco, un velo, y un ramo de flores. —¿Has podido convencer a algún escritor para que venga? —Si no vendrán ocho.
pasa
nada
raro,
—Genial. ¿Dónde te esperan? —En un bar cerca del Retiro. Cuando estemos cerca, te diré dónde es. —Ey, nada de hablar bajito, que aquí nos queremos enterar de todo, y observa cómo repito la 189
palabra: To-do —interrumpió Alba entre el jolgorio generalizado.
El coche aparcó en la calle de Casado de Alisal. Si subir en él pareció una proeza, bajar fue todo un espectáculo. Los divertidos gritos eran de tal magnitud que los transeúntes no podían dejar de mirarlas. Y cuando una de ellas cayó al suelo, los espectadores aparecieron en los balcones. El bar donde María había convocado a sus amigos escritores estaba a poca distancia, y llegaron con una canción de más y un zapato de menos, que afortunadamente sería recuperado. Cuando sus amigas vieron que en el bar había gente esperando a María, le reprocharon que el motivo de su huida fuera la de empalmar con otra fiesta, afirmación que ella intentó desmentir sin conseguirlo. Lo que hubiese parecido un contratiempo se volvió una afortunada ventaja. El 190
hecho de que sus amigas estuviesen allí, y con un poco de vino más de en su sangre de lo saludable, ayudaban a recrear la mentira que había urgido María para hacer venir a sus amigos escritores: un cumpleaños.
191
El ejército de poetas
E
l intenso azul del cielo había
desaparecido, y en su lugar, brotó una luna llena que eclipsó a las estrellas. Ni tan solo la luz ocre de la iluminación era capaz de quitarle protagonismo. Era una noche mágica, una de esas noches en las que podías asegurar que algo extraño y maravilloso podía suceder. Eso pensaba María mientras se dirigía al parque junto a sus amigos. Disfrutaron del recorrido, hasta que una pareja de policía, aguardando en la puerta del 192
muro, rompió el hechizo. Por fortuna, otra vez el alegre jolgorio de Alba, Diana y Concha quitó formalidad al grupo y los policías les dejaron pasar. Alrededor del gran estanque había gente paseando, pero tal como afirmó Elvira, la cantidad era superior a la habitual. Cristina estaba allí y, al verlos, dejó la conversación que tenía con un pequeño grupo y se dirigió hacia ellos. —Hola. Habéis tardado un poquito. —Nada, hemos tenido un pequeño contratiempo —dijo Sanchiz mientras señalaba a sus tres nuevas amigas. —Ops, ya lo veo —sonrió Cristina. —Con nosotros vienen ocho escritores más, y con los que ya están aquí, somos cuarenta y siete. 193
No son los que quería pero creo que servirá. —Pues empieza a explicarme qué significaba eso de soltar pollos. —Hemos de romper el cordón de policías para que así los cincuenta escritores puedan entrar en el palacio. Por eso necesito a los cuarenta y siete restantes. Repartiremos grupos alrededor del parque del retiro, a una distancia prudencial para que la policía no sospeche. —¿Y? —Y cuando estén colocados soltaremos a los pollos. —¿Y eso significa...? —Ya lo verás. —¡Pero bueno! ¿Cómo que ya lo veré? ¿Tú te crees que puedes ir ahora con misterios?
194
—Haz lo que te digo y lo entenderás enseguida. ¿Has traído los folios que te he pedido? —Claro, están escondidos allí —Cristina señaló una zona cerca del gran estanque. —Empieza a repartirlos. —Lo haré si me explicas de qué va tu plan. —Ya te lo he dicho. —Rectifico, lo haré si me explicas detalladamente con pelos y señales y sin metáforas cuál es tu plan. —No insistas, tú misma lo verás. Y ahora, por favor, reparte los folios. A regañadientes, Cristina, acompañada de una docena de personas, se fueron a buscar los folios. Disimuladamente los repartieron mientras indicaban qué 195
tenían que hacer con ellos. El grupo de María no tardó en recibirlos. —¿Y nosotras? ¿Por qué no nos han dado folios? —preguntó una disgustada Concha. —Porque, escribiendo, sois lo suficientemente buenas.
no
—¿Y tú que sabes? —Está bien, no quiero discutir. Tened —la joven lectora ofreció a cada una de sus amigas un folio, y éstas lo recogieron como si de un espectacular trofeo se tratara. —Ahora escuchadme bien — dijo Sanchiz—, vosotros dirigíos al palacio de Velázquez. Cuando estéis allí, os sentáis en un lugar donde veáis luz y esperáis. A las doce en punto, ni un segundo más, ni un segundo menos, empezáis a escribir en los folios. No quiero narraciones, prefiero poesías, a poder ser lo más cortas posibles, y 196
pediría un poco de calidad. A cada nueva poseía que escribáis, un nuevo papel, no los aprovechéis. Si encontráis algún policía y os llama la atención, os mudáis a otro sitio; sobre todo no les provoquéis. ¿Alguna pregunta? Uno de los amigos de María levantó la mano. —¿Y eso qué tiene que ver con el cumpleaños? —¿El cumpleaños? —No te preocupes interrumpió María —cuando hagas verás qué divertido.
— lo
Francisco pensó que había metido la pata, pero María le indicó con señas que tenía controlada la situación. —Bien, pues nosotros dos nos vamos.
197
—Oye, que tu novio se va con Elvira —dijo una extrañada Diana. —No es mi novio, y tranquila, luego los vemos. —¿Y si te pone los cuernos? —Qué pesadas os ponéis cuando queréis. Anda, vámonos.
En otro lugar del parque, delante de las escaleras del Palacio de Cristal, un hombre vestido todavía con el traje del trabajo se paseaba con un policía. —¿Dónde diablos metido ese merluzo?
se
ha
—¿A quién esperamos? —A Javi, quién va a ser. Me dijo que estaría aquí antes de las doce, y a no ser que se haya vestido de policía, éste me ha dado plantón. 198
—Ah, se está refiriendo a su empleado. —Sí, a ése mismo. Como no aparezca, lo ato a la fachada de mi editorial a modo de gárgola. —Bueno, no se preocupe. Con él o sin él, tenemos la situación controlada. —Eso espero. Qué tonto he sido, yo preocupándome de encontrar el libro de Sanchiz, mandando a María para distraerle mientras lo buscaba, y resulta que eran ellos los que me estaban robando. Pero de aquí salgo con cabezas. —No entiendo por qué ha querido estar aquí esta noche. —Me importa un bledo que esos editores soplagaitas prefieran quedarse cómodamente en sus casas, yo quiero ver con mis propios ojos cómo los detienen. Con razón me pidió que le escondiera su 199
libro en la caja fuerte. ¡Ése quería ver donde la tenía! —Tranquilícese. —¡No me da la gana! El policía aconsejó a Miguel que se apartara de la zona, que si seguía allí el plan fracasaría. El editor accedió y entre airados aspavientos, se adentró en el bosque.
Los amigos de María ya habían llegado a su destino. Se fueron sentando ordenadamente, excepto sus tres amigas que se tumbaron en el césped como si de un mullido futón se tratara. La joven lectora no paraba de advertirlas de que no hicieran ruido, y ellas haciendo ver que entendían el mensaje, se colocaban el dedo delante de los labios mostrando a los demás lo que debían hacer. Faltaban escasos 200
segundos para las doce, y el sonido de los bolígrafos abriéndose indicaban que todo el mundo estaba preparado. Alba interrumpió la cuenta atrás quejándose de que su bolígrafo no funcionaba, Concha se lo arrebató de la mano, le dio la vuelta, y se lo devolvió entre risas. Y la segundera marcó las doce en punto.
Si alguna vez veis las letras saludándose cortésmente entre ellas, cogiéndose de la mano y empezando a bailar, seguramente es que estáis leyendo una poesía. Y precisamente, decenas de ellas empezaron a danzar en las hojas de aquellos escritores. La coreografía era confusa, porque las rimas eran todas diferentes, pero contemplar tantas palabras moviéndose en alegres frases era realmente espectacular. Unos instantes después, el césped era una enorme sala de baile, con el suelo blanco y 201
cientos de parejas bailando al paso que les marcaba una afamada orquesta de poetas. Absortos en contentar a sus anfitrionas, no se percataron de que el cielo empezaba a tejer una telaraña de nubes, y que la brisa se volvía cada vez más intensa. Los folios poco a poco empezaron a levantar sus esquinas y el ruido del aire pasando a través del bosque acallaba el canto de los grillos, el crepitar de la ramas, la calma de una noche de verano. Y entonces sucedió: las hojas empezaron a despegarse del suelo y volar en dirección al Palacio de Cristal. Los escritores se levantaron para atraparlas, pero María se lo impidió y les dijo que continuaran escribiendo, que ella se encargaría de recogerlas. Pero María no lo hizo, adivinó que eso formaba parte del plan de Francisco y se limitó a perseguirlas.
202
Agazapados en el bosque, cincuenta escritores miraban una divertida y extraña escena: decenas de folios aparecían desde todos los puntos cardinales para entrar en el Palacio de Cristal, mientras una docena de policías intentaban detenerlos a base de manotazos, persecuciones y fallidos agarres sin conseguirlo. —¿Ves ahora a los pollos? — susurró Francisco a una sorprendida Cristina. —Sí, ahora entiendo a qué te referías. ¿Y por qué no me lo has dicho antes? —Era más fácil que lo vieses a tener que explicártelo. Además, la cara que has puesto no tiene precio. —¿Y vamos esperar mucho?
a
—Un momento. 203
tener
que
El viento se volvió huracanado y a los folios se le añadieron hojas, ramas, grava y basura. Los policías empezaron a sujetarse a lo que podían, y los que estaban en el interior del edificio tuvieron que salir corriendo para que las afiladas hojas no siguieran impactando contra sus caras. —Recordad, cuando entréis en el Palacio, empezad a escribir inmediatamente. Si no, el viento desaparecerá y seremos detenidos por los policías. —Pero si entramos ahora, las letras nos atacaran como hacen con ellos. —No te preocupes, nosotros somos sus padres, no nos harán daño. ¡Vamos! Los escritores empezaron a sacar guantes de color blanco y escribieron en ellos pequeñas poesías. Justo después de añadir la 204
última letra, se los colocaban rápidamente en las manos y estos les arrastraban al interior del edificio de cristal. De no haberlo hecho así, el viento se lo hubiese impedido.
María miraba la escena a distancia. Protegida por un seto, observaba cómo los policías corrían hacia los árboles para encontrar protección, y seguidamente vio a Francisco y una multitud de gente siendo arrastrados por una extraña fuerza hacia el interior del Palacio. —¿Por qué mi folio no vuela? —Alba, qué susto me has dado ¿Qué haces aquí? —¿Te creías que te ibas a librar de nosotras mientras hacías tonterías con ese? —Ah, es que habéis venido todas. 205
—Bueno, no exactamente. Concha y Diana se han quedado por el camino. Uy, mira como corren esos policías. —Espérate buscarlas.
aquí,
voy
a
—No te preocupes, mira —a cincuenta metros escasos, y detrás de un enorme árbol, las dos amigas la estaban saludando. —Hay que ver, por un cotilleo sois capaces de atravesar el Himalaya. —Tú habrías hecho lo mismo, que te conozco. Por cierto, ¿ese de allí no es el que te besó? —¿Dónde? —Allí, Palacio.
en
la
escalera
del
—Oh, no! Javi no se puede quedar allí, es peligroso. Rápido,
206
dame tu folio, un bolígrafo y el bolso. —¿Que te dé mi bolso? ¿Esta obra de arte llamada Gucci? ¿Este precioso trofeo que me costó sudor y lágrimas para comprarlo? ¿Este… —¡Que me lo des! —Vaya, si te pones así. Alba entregó a su amiga los tres objetos que le pidió. María cogió el folio y escribió en él una de las poesías que guardaba para cuando se decidiera a publicar un libro. Una vez terminado, arrugó el papel y lo introdujo dentro del bolso. Éste empezó a tirar de ella en dirección al edificio de cristal. —¡No te muevas de aquí! ¡Vuelvo enseguida! Los pies casi no le tocaban el suelo, la arena en suspensión le impedía ver por dónde pisaba; María estaba realmente asustada. 207
Rodeó la cinta del bolso a su cintura y rezó para que no se desgajara en mil pedazos dejándola en medio de aquel extraño vendaval. Tropezó y cayó al suelo, y durante unos instantes su cuerpo fue arrastrado por la tierra. Afortunadamente, duró poco, la base de la escalera de acceso al palacio estaba cerca y consiguió acercarse lo suficiente a la barandilla para sujetarse y ponerse en pie. Subió lentamente las escaleras mientras el bolso seguía tirando de ella. —¡Javi, rápido, cógete a mí! —¡Déjame, sigue tú! —¡Por una vez en tu vida haz, lo que te pido! Con un atlético salto se agarró con fuerza a María, y poco a poco consiguieron subir el resto de escalera que les faltaba hasta llegar al rellano. Cayeron al suelo y 208
el bolso los arrastró como si de un caballo desbocado se tratase al interior del palacio. Allí estaban los escritores, en silencio, sentados ordenadamente en el suelo, escribiendo sobre papeles blancos, sin prácticamente pestañear. Y encima de sus cabezas cincuenta guantes danzando sin parar. El bolso seguía tirando de María en dirección a la cúpula, y decidió abrirlo para evitar salir volando. Al hacerlo, el papel arrugado con la poesía se elevó, y miles de artículos de cosmética e higiene personal, una cartera, unas gafas, caramelos, y un sinfín de objetos extraños cayeron encima de su cabeza. —¿Pero que demonios hacéis aquí? —Em... estábamos paseando y nos hemos dicho "Hombre, mira cuanta gente, esto debe ser una fiesta" —bromeó Javi.
209
—¿Os habéis vuelto locos? ¡Podríais haber muerto! En fin, quedaros en ese rincón, coged un folio e intentad escribir algo bonito antes que las letras se enteren que no sois escritores y os ataquen. Rápidamente, cogieron las hojas que les ofrecía Sanchiz y se acomodaron en el lugar que les había señalado. Francisco empezó a perder concentración pensando qué demonios hacía allí Maria acompañada por Javi. Pero consiguió que su momentáneo ataque de celos no le impidiese seguir escribiendo. La primera poesía fue terminada, y rápidamente se elevó hacia la cúpula haciendo compañía a los guantes. Pronto la siguieron dos, cuatro, diez, veinte. Las hojas se arremolinaron formando una curiosa danza que asemejaba el vuelo de los estorninos. Pronto más hojas se unieron al grupo, y los vuelos se hacían más y más 210
espectaculares. Los escritores dejaron de escribir; todos miraban hacia el cielo contemplando como el techo se había vuelto blanco por los folios y los guantes, moviéndose arriba y abajo sin parar, iluminados por la escasa luz que provenía de las farolas del exterior.
—¡Mirad las hojas! no hay nada escrito en ellas, ha desaparecido el texto, están impolutas —gritó uno de los escritores. —Es verdad. Y los guantes también están blancos, ya no hay en ellos poesía alguna. Un murmullo de sorpresa se oyó en el palacio. Nadie entendía qué había pasado, nadie había visto cuándo las letras habían abandonado los folios, Todo era confusión.
211
—Esto no marcha bien. Esperaba una puerta gigante, una luz, algo que nos indicara el escondite de las letras —murmuró Francisco. —Pero ¿qué ha ocurrido? — preguntó Cristina —No lo sé, diablos, no lo sé. Pero las sorpresas aún no habían terminado. Folios y guantes empezaron a desintegrarse encima de sus cabezas, y cuando llegaban al suelo eran partículas parecidas a la nieve. Cuando todo había desaparecido, entró una ráfaga de viento que asustó a más de uno y se llevó toda aquella nieve artificial. —Oh, qué bonito! —voceó Javi mientras aplaudía sin cesar. —María, haz que se calle. —Oye, mamón, a mi novia nadie le dice lo que tiene que hacer. 212
—No es tu novia, y deja de hacer el orangután. Javi intentó levantarse, pero María le sujetó con fuerza. —Ahora no es momento de peleas, y menos en este sito. —Tiene toda la razón — añadió Cristina —ahora no es momento de frívolos espectáculos. Este plan ha sido un completo fracaso, las letras nos han vuelto a engañar, nunca sabremos qué ha ocurrido. Y entonces la luz artificial del parque se apagó, toda la zona se quedó a oscuras. —Decididamente, nos han visto venir, y sabían perfectamente cómo pararnos. —En fin, no hay mal que por bien no venga, aprovecharemos la oscuridad para salir de aquí. 213
Ordenadamente, pero sin pausa, los escritores fueron abandonando el Palacio de Cristal. La luz de la Luna, intensa pero no deslumbrante, iluminaba los pasos de aquellos que se marchaban y de los rezagados que se resistían a salir del edificio. —María, deja eso tenemos que irnos rápido.
ahora,
—Es un segundo, Javi. Si no le devuelvo el bolso a Alba con todo su contenido, tendré una enemiga que ríete del Craken. —Va, que te ayudo. Los dos empezaron a palpar el suelo buscando los objetos. Mientras, Francisco y Elvira se encontraban en la escalera. —No he visto salir a María, creo que aún sigue dentro con Javi. —Espera, voy a buscarla. 214
—Voy contigo. Volvieron a remontar la escalinata y desde el rellano vieron cómo dos personas se afanaban en rellenar un bolso con los objetos que iban encontrando por el suelo. —¿Qué estáis ¡Salid rápido de aquí!
haciendo?
—Ya acabo, ya acabo, un segundo. —¿Esta linterna es de tu amiga? Caray, ni que cada día se fuera a perder en la cueva del Minotauro —dijo Javi mientras se la ofrecía. —Tiene un pelín deteriorado el sentido de la proporción — bromeó María—. Dámela. —¡Va, que una estatua tiene más sangre que vosotros, acabad de una vez!
215
—Eso es, eso tengo! —gritó Elvira.
es.
¡Ya
lo
—¿El qué tienes? —preguntó un sorprendido Francisco. —María, la linterna, deprisa. —Toda tuya. Su amiga se levantó del suelo y le dio la linterna, esta la encendió rápidamente y entró en el palacio. Dirigió el haz de luz hacia los cristales y todos se quedaron alucinados al ver el resultado. Las letras estaban allí, en el cristal, a millones, danzando de arriba a abajo, de izquierda a derecha, como pequeñas hormigas que intentan reconstruir su hormiguero. Francisco arrebató la linterna a Elvira y empezó a dirigirla hacia todos los lugares, y el resultado era el mismo: miles y miles de letras moviéndose. —¿Cómo has sabido que estaban aquí?—preguntó Francisco 216
a la escritora mientras seguía observando los cristales llenos de letras. —Cuando has mencionado la estatua. —¿La estatua? —Sí. ¿Recuerdas cuándo fuimos al monumento de Ramón y Cajal? —Vaya si me acuerdo, me ha costado un menú para cuatro. —No bromees. Detrás de la estatua del científico había otra de color oscuro. —Cierto. —Desde lejos no la pudimos ver, porque se confundía con el follaje que tenía detrás. —Eso me pareció escuchar que comentabais.
217
—Pues bien, ¿de qué color suelen ser normalmente las letras? —Oscuras. —Y para que las podamos ver bien suelen imprimirse en un fondo blanco. —Lógico. —Si esas mismas letras las escribes en un fondo transparente y con una relativa oscuridad, ¿qué verías? —Ahora encaja todo, por eso se escondían en edificios transparentes —dijo María —claro, con razón no las veíamos. —Pero no se pueden estar aquí todo el día, la luz del sol las hará visibles de nuevo. —El palacio solo es el lugar donde se liberan, supongo que desde aquí aprovechan para esconderse por toda la ciudad. 218
—Pero qué chulada, me estáis dejando flipado del todo — interrumpió Javi—. No sabía que esta chavola tenía estos efectos especiales, cómo mola. —Ciertamente es bellísimo, pero no es un efecto especial, están vivas de verdad. —María, no me vaciles, son simples letras. La última frase alteró la danza que se componía en los cristales. Los que enfocaba la linterna se volvieron transparentes y una pequeña representación de letras se juntó para formar una frase. "No somos simples, somos poderosas” —¿Habéis visto lo que yo he visto?—preguntó María —Pueden hablar, esto es fantástico —dijo un ilusionado 219
Francisco—. Vamos a conversar con ellas. ¿Qué pretendéis? ¿Por qué queréis huir de nosotros? ¿De dónde viene vuestro poder? — empezó a preguntar Sanchiz, pero solo obtuvo una frase como respuesta. "Queremos libres” —No
seguir
entiendo.
siendo
¿Libres
de
qué? La frase no varió, siguió siendo la misma, pero repetida por todos los cristales del palacio. Francisco insistió con la pregunta, pero no obtuvo otro resultado. —Tenemos que dejarlo, la policía está viniendo hacia aquí — advirtió María. —Iros, yo los mientras escapáis.
entretendré
—Javi, ¿y esa amabilidad? 220
—No quiero ver a mi novia dentro del calabozo. —Y yo tampoco me quiero ver dentro. Venga, salgamos de aquí, no creo que consigamos nada más. Javi bajó rápidamente las escaleras y caminó unos metros para interceptar a la policía. Consiguió unos segundos valiosos para que los tres amigos pudiesen huir.
Atravesaron todo el parque hasta llegar al muro, pero una pareja de policías seguía custodiando la salida, así que detuvieron la carrera, dejaron el camino, y se tumbaron al lado de los parterres, camuflados por la oscuridad. —Había olvidado que salidas estaban custodiadas. 221
las
—Espero que los demás no hayan tenido problemas para salir. —Voy a comprobarlo. —Francisco, hacer?
¿qué
vas
a
—Le enviaré un mensaje a Cristina, rezad para que esta zona tenga cobertura. Palpó con las manos los bolsillos de sus pantalones hasta encontrar en uno de ellos el bulto que indicaba que allí había guardado su teléfono. Lo abrió lentamente intentando amortiguar la luz de la pantalla para no ser visto, buscó el número de su amiga y escribió un mensaje escueto. —Bueno, enviado está, esperaremos a ver qué nos dice. Si han logrado salir, seguramente nos dirá cuál es el mejor lugar para hacerlo.
222
—Por nuestro bien, mejor que se dé prisa —comentó una preocupada Elvira—. Como se enciendan de nuevo las luces, nos verán. —Siempre podemos intentar provocar otro pequeño tornado — sonrió María agitando un folio en el aire. —¿Y este folio? —preguntó Francisco. —Es el que le diste a Javi, el pobre no supo dar vida a sus letras. —Esas malditas letras. Mientras corríamos le he estado dando vueltas a su misterioso mensaje, ése que repetían una y otra vez... ¿qué demonios significará? —Una cosa ha quedado clara, se sienten amenazadas. han
—¿Amenazadas de qué? Nos demostrado que su poder 223
supera lo imaginable, capaces de cambiar el clima a voluntad, de mover cualquier tipo de objeto, de escabullirse como el mejor de los fantasmas. ¿Qué pueden temer unos seres así? —El agua, por ejemplo. —El agua existe desde que el mundo es mundo, no creo que a estas alturas teman el agua. Yo creo que es algo que hemos provocado nosotros, pero ignoro qué puede ser. —Se me ocurren mil y una cosas, nos podemos pasar siglos intentando averiguar el motivo. Un leve pitido en el móvil de Francisco advirtió que un mensaje había sido recibido. —Cristina, que están bien, han podido salir sin problema. Dice que tendremos que hacerlo por el norte del parque, allí hay más 224
gente y es desapercibido. —Genial,
fácil
salgamos
pasar ya
de
aquí. —Esperad un Francisco se quedó mensaje del móvil, visión provocase en hipnotizador—. Aquí letras —murmuró.
momento — mirando el como si su él un efecto también hay
—¿Ocurre algo? —Elvira, ¿puedes hacerme un favor? —Claro. —Escribe una poesía en el móvil, una bonita. —De acuerdo, pásamelo. Francisco ofreció el teléfono a Elvira, y ella tecleó con premura una pequeña poesía.
225
—Ya está, ¿a quién se la vas a mandar? —No pretendo mandársela a nadie, observa. Esperaron callados, con el respiración y poco la impaciencia interrumpió.
dos minutos sonido de su más. Hasta que de María les
—¿Estáis mal de la cabeza? Salgamos de aquí ya. —¿No ves que está pasando? —¿Pasar? Pero si no pasa nada. —¡Exacto! —gritó con excitación Sanchiz—. No está pasando nada. No hay viento, ni ruido, y lo más importante, mi móvil no se mueve en absoluto. —¿Y por qué se tendría que mover tú mó... —María interrumpió la pregunta, porque ya sabía la 226
respuesta—. Pero qué burra soy, ahora lo entiendo, el móvil las enjaula. —El móvil, el ordenador, los e-books... no pueden moverse en un mundo virtual hecho de electricidad. —Claro, y eso explicaría la desaparición de libros hace un siglo —añadió Elvira —adivinad qué invento empezó a extenderse por todo el mundo en esa época. —¡El teléfono! —gritaron los dos a la vez. —El poder de las letras está en los libros, las hojas, los periódicos y cualquier soporte material. Pueden salir y entrar cuando les plazca, y volver para ilusionar una y otra vez. Pero si estos desaparecen... perderán su libertad.
227
Los tres amigos saltaron de júbilo, habían conseguido descifrar el misterio. —¿Y qué detenerlas?
haremos
para
—Tan sencillo como intentar convencerlas de que los libros no van a desaparecer. —Lo dices como si fuese la cosa más sencilla del mundo. —Y lo es María, lo es. Ahora sí, salgamos de aquí, mañana tenemos muchas cosas que hacer. —Ay, mirad eso. La que se va a liar —advirtió Elvira. Los tres dirigieron sus ojos hacia el camino que anteriormente habían abandonado. Aparecieron en él Alba, Concha y Diana bailando una animada conga. —¡María! ¿Qué haces?
228
—Pues seguirles venid conmigo.
el
juego,
—Pero... —No tengáis miedo ¡A bailar! La conga aumentó de tamaño y atravesó la puerta del muro. Los policías no sabían como reaccionar, viéndoles bailar al ritmo que marcaba Alba, y no les detuvieron. Todo el mundo sabe que una conga puede durar mucho, y ésta no fue distinta, continuó y continuó hasta perderse en el horizonte.
229
Un baúl muy especial
D
elante del Palacio de Cristal,
unos niños correteaban por la orilla del estanque, persiguiendo los patos que una valla les impedía tocar. Uno de ellos gritaba eufórico cada vez que las aves introducían sus cabezas en el agua, señalando ese movimiento, buscando con la mirada a sus otros compañeros para asegurarse de que no era el único en verlo. María estaba tumbada sobre la hierba fresca y había levantado la cabeza para mirarlos. 230
—Qué graciosos son. —Perdón, ¿has dicho algo? —No, nada importante, sigue escribiendo. Elvira levantó la vista de su cuaderno y miró a los niños. —Ya casi he terminado. —¿Has pensado que decenas de personas en todo el mundo están haciendo lo que estás haciendo ahora tú? —Sí, lo he pensado, y me ilusiona la idea. —Yo también estaría muy ilusionada; es como si un ejército de escritores lucharan para que los libros no desaparezcan. —¿Quieres ver lo que he escrito? —Claro, por su puesto. 231
María cogió el cuaderno y empezó a leer. Era un cuento que hablaba de cómo las letras habían decidido robar todos los borradores de los mejores libros para que nadie los pudiese encerrar en maléficos aparatos. Continuaba contando las aventuras de unos amigos para impedírselo. Y las últimas líneas resumían en una preciosa explicación el motivo por el cual los libros no podían desaparecer:
"... Cuando compres un libro y lo sostengas en la mano, ábrelo y lee la primera página... sentirás algo especial. Sabrás que estás delante de un fantástico baúl que encierra un gran tesoro, y que solo tú tienes la llave. Podrás abrirlo y cerrarlo a voluntad, saborearlo a cualquier hora y en cualquier momento, disponer de su contenido las veces que quieras. Y cuando acabes, apriétalo en el pecho con fuerza, 232
estrújalo sin miedo, demuéstrale al libro que lo has amado. Porque no hay en el mundo nada tan hermoso como sentir que en unos pedazos de papel encolado se nos ha quedado una parte de nuestro corazón"
—Oh, es realmente precioso lo que has escrito. —¿Crees que convencer a las letras?
llegaré
a
—Por supuesto que sí, no te quepa la menor duda. —¿Vendrás esta noche para ver cómo las letras se llevan lo que he escrito? —Me gustaría, pero estoy matada; ayer fue una locura. —Ah, sí, es verdad, vosotros os fuisteis de marcha.
233
—Claro, tenía que justificar un cumpleaños. —¿Y cómo fue? —Horrible. Al final acabamos simulando bailar sevillanas en un local al que no volveré nunca. —¿Francisco se quedó? —No, dijo que tenía coordinarlo todo para hoy.
que
—¿Saldrás con él? —No lo sé, aún le estoy dando vueltas. —¿Sigues
enamorada
de
Javi? —No lo puedo evitar. ¿Sabes qué escribió cuando estábamos esta noche en el palacio? Aún tengo el folio aquí, ten. Elvira lo recogió y leyó la pequeña poesía: 234
"No se si hago mal, o si mi corazón está fatal, pero quiero que me quieras, como la sal al mar" —Qué simpático. —Curiosa manera de decir que es una poesía muy tonta, pero me gusta. —¿Y has decidido que vas a hacer? —Sinceramente, no lo sé, voy a darme un tiempo para pensarlo un poco, y según vea, decidiré. La gente se cree que amar es como tirarse en una piscina, saltas y ya está. Pero el amor necesita enfrentarse a su mayor enemigo para probar su valía. —¿Qué enemigo? —El tiempo, Elvira, el tiempo.
235
Dos días después, Miguel llegaba a su editorial. Con la cara llena de esparadrapos, y caminando con dificultad, se apoyó en la mesa de recepción. —Santo pasado?
dios,
¿qué
le
ha
—No preguntes si no quieres que te despida. —Entendido señor Miguel. Por cierto, tenemos un pequeño problema. —No, ahora no, déjame descansar y luego me lo cuentas. —Pero es que... Marta tapó su boca con las manos, mostraba así su preocupación al ver que Miguel no la quería seguir escuchando. El editor empezó a subir lentamente los escalones, y cuando llegó al segundo piso. 236
—¡Qué es esto! ¿Quién ha puesto todos estos papeles aquí? ¡Cabezas, quiero cabezas! —Ese es el pequeño problema al que me refería; han aparecido cientos de manuscritos perdidos y ahora llenan el segundo piso, nadie sabe quién ha sido — murmuró para sí Marta.
Y desde entonces los libros dejaron de desaparecer y los escritores volvieron a contar sus historias, como esta que termina aquí. Esperando que os haya gustado, y si las pequeñas protagonistas me dejan... Colorín colorado, este cuento se ha acabado.
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Índice
El libro es nuestro……………..…...7 El jardín de Muhammad…………38 Un vestido inapropiado……...….59 El guardián del antídoto….……114 Un espía en Fuentetaja………..143 Un cumpleaños como excusa..164 El ejército de poetas……....…...192 Un baúl muy especial…….…….230
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