UNIVERSIDAD DE COSTA RICA FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES ESCUELA DE CIENCIAS POLÍTICAS CP 44-12 Teoría y Lógica de la Ciencia Política Profesora: M.Sc. Karla Vargas Vargas
Segundo Examen Parcial Edwin Alvarado Mena (B00300); David Pérez Rueda (B04810); Jeff Rodríguez Alvarado (B05256); José Ricardo Sánchez Mena (A95788).
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I. ENFOQUES DE LA CIENCIA POLÍTICA
Teoría del Discurso.
La Teoría del Discurso es un enfoque que ha tenido auge en la Ciencia Política en las últimas décadas. A pesar de que la consideramos una teoría, el análisis de discurso es tanto eso como una metodología. Presentaremos en este apartado algunos de los conceptos y categorías fundamentales de la Teoría del Discurso, atendiendo a sus aspectos epistemológicos –muy importantes en la constitución de la teoría– como a sus aspectos teóricos y prácticos. Por el ambiente epistémico en el que surge, a finales del siglo XX, la Teoría del Discurso es frecuentemente asociada con el posmodernismo. Dos autores que se insertan en esta corriente, a los cuales dedicaremos bastante atención por los aportes que hacen al tema de nuestro interés,
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son Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, quienes elaboran un concepto de «discurso» relacionado con los procesos políticos. Para ponerlo en pocas palabras, la Teoría del Discurso planteada por estos autores “…analiza de qué manera los sistemas de significado o ‘discursos’ configuran la comprensión que las personas tienen de sus propios roles sociales y cómo influyen en sus actividades políticas” (Howarth, 1997, p. 125). Dado que los discursos se constituyen por una serie de significantes asociados de forma contingente con sus respectivos significados, la Teoría del Discurso se inspira en “…ciencias interpretativas
como
la
hermenéutica,
la
fenomenología,
el
estructuralismo
y
el
deconstructivismo” (Howarth, 1997, p. 125). En este sentido, los teóricos del discurso parten de la premisa de que los discursos estructuran el comportamiento de los agentes sociales y, en consecuencia, se preocupan por comprender la forma en que se generan esos discursos y cómo cambian en el tiempo. La idea fundamental que postula la Teoría del Discurso es que todas las cosas –los objetos, las acciones, etcétera– adquieren un sentido –o un significado– solamente cuando están en relación con otros objetos y con sus respectivos discursos. Esto implica que la propia realidad es un producto discursivo. Las consecuencias prácticas de esta premisa no son menores, ya que implican abandonar la pretendida objetividad y el sustancialismo modernos para adoptar una concepción mucho más fluida y fluctuante de eso que conocemos como la realidad. La categoría conceptual básica de este enfoque teórico es el ‘discurso’. Por ello, es necesario penetrar un poco en la forma en que es definido y conceptualizado para efectos analíticos. Según Laclau (2005, p. 92): “El discurso constituye el terreno primario de constitución de la objetividad como tal. Por discurso no entendemos algo esencialmente restringido a las áreas del habla y la escritura, como hemos aclarado varias veces, sino un complejo de elementos en el cual las relaciones juegan un rol constitutivo. Esto significa que esos elementos no son preexistentes al complejo relacional, sino que se constituyen a través de él. Por lo tanto, ‘relación’ y ‘objetividad’ son sinónimos”.
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El párrafo anterior muestra cómo en efecto existe una articulación entre la Teoría del Discurso y la epistemología posmoderna. Se abandona la idea de una objetividad en cuanto tal y se sustituye por una concepción según la cual esta objetividad está mediada por su construcción discursiva, que se basa en juegos de relaciones. Además, es clara la posición antiesencialista del autor, que implica asumir la idea de que no existen significados necesarios para que un significante fuera una totalidad. En otras palabras, que los significantes solamente adquieren un significado concreto (una identidad) en un contexto determinado, que está mediado por una serie de discursos. Este antiesencialismo resulta más claro en el siguiente párrafo: “En nuestra perspectiva no existe un más allá del juego de las diferencias, ningún fundamento que privilegie a priori algunos elementos del todo por encima de los otros. Cualquiera que sea la centralidad adquirida por un elemento, debe ser explicada por el juego de las diferencias como tal” (Laclau, 2005, p. 93). Este juego de diferencias resulta fundamental en la Teoría del Discurso, en tanto que las identidades, arguyen, se construyen a partir de él. Es decir, no existe una esencia que haga a las cosas ser lo que son, sino que su identidad está dada en negativo: son lo que son porque no son otra cosa. La “otredad” se convierte en la condición de posibilidad del ser. Lo anterior nos sirve para introducir otro aspecto importante que aporta la Teoría del Discurso a la comprensión de los fenómenos políticos y sociales, a saber, la noción de «ideología». En la teoría marxista tradicional, la ideología era concebida como una representación mental falsa de las condiciones materiales objetivas de la realidad social. Era una suerte de “falsa conciencia”, que servía como instrumento de las clases dominantes para mantener el dominio sobre las clases subalternas. En la teoría posmoderna, de la que ya hemos dicho parten Laclau y Mouffe, se intenta profundizar en esta categoría, pero re-significándola. En este enfoque, “una ideología es también compleja: no sólo consiste en conocimientos y creencias sino también en opiniones y actitudes. O, más aún, deberíamos decir que es un particular sistema de actitudes, en el cual el conocimiento, las creencias y las opiniones están organizadas.” (van Dijk, 1980).
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El elemento organizativo de la ideología, para los autores mencionados, es el discurso y las identidades que se construyen a través suyo. Es decir, la ideología no es entendida como una visión falsa del mundo, sino simplemente con una visión de mundo, sin adjetivos, como la forma en que abordamos discursivamente la relación con “el otro”, ya sea ese otro un ser humano o la naturaleza. En ese sentido, seguir entendiendo en la actualidad la ideología como lo hacía la tradición marxista clásica claramente resta potencialidades de análisis y comprensión, mientras que una perspectiva más amplia las expande y permite el paso al concepto de la “articulación”, que implica la adopción de diferentes elementos para crear identidades nuevas (lo cual no es posible si admitimos que hay una ideología de la burguesía y una ideología de la clase trabajadora, por ejemplo). Uno de los que consideramos aportes fundamentales de la Teoría del Discurso es su reconocimiento del elemento simbólico presente en las relaciones sociales, esto es, la idea de que los discursos no son neutros, sino que implican una cierta concepción de mundo y que, en consecuencia, moldean la realidad, la producen, no en cuanto tal, pero sí como objeto de la praxis humana.
Institucionalismo.
Al hablar de Institucionalismo mejor cabría hacerlo en plural, pues no hay una única corriente institucionalista sino un conjunto de abordajes y enfoques que únicamente comparten un núcleo duro en común, pero difieren sustantivamente en lo demás. Para efectos analíticos dividiremos esta sección en dos partes principales (siguiendo el esquema de Peters, 2003): primero, un esbozo del Institucionalismo tradicional o viejo Institucionalismo; y en un segundo momento las corrientes más importantes del nuevo Institucionalismo. La Ciencia Política en cuanto disciplina tiene sus raíces en el estudio de las instituciones formales de poder, especialmente el Estado y su estructura constitucional-jurídica. Desde la antigüedad, esta reflexión resultó de gran interés para los autores que deseaban abordar la política. Valga recordar que Aristóteles recogió una colección de 158 constituciones en uno de los primeros trabajos académicos sobre Ciencia Política en la historia. A partir de ahí, cientos de pensadores abordaron la política desde una perspectiva institucionalista, no solo describiendo el ordenamiento institucional de las relaciones de poder en
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las diferentes sociedades sino también queriendo mejorar dichas relaciones de forma tal que sirvieran a unos ciertos fines. El viejo Institucionalismo tenía un fuerte afán normativo en el sentido de proponer las mejores formas de ordenamiento institucional que permitieran alcanzar el “buen gobierno”. En este sentido, es claro que el viejo Institucionalismo no podía ser científico en el entendimiento que de esta palabra se tiene desde la tradición positivista dominante. No existía en los autores institucionalistas clásicos una clara y distinguible separación entre el hecho (objetivo) y el juicio de valor, es decir, entre lo descriptivo y lo prospectivo. Por otra parte, nunca hubo un claro desarrollo de una teoría institucionalista propiamente dicha, sino más bien se daban por supuestas algunas premisas de tipo analítico, que nunca llegaron a cuajar en un sistema articulado de postulados que pueda calificarse como teoría propiamente dicha. Algunas de esas premisas (Peters, 2003) fueron: a) El legalismo: Esta corriente otorga un papel preponderante a la ley y a su papel en la actividad gubernamental. La ley constituye tanto la estructura del sector público como el medio por el que el Gobierno regula o limita el campo de acción individual. b) El estructuralismo: La estructura cuenta y determina el comportamiento. Según Peters (2003, p. 22) “el estructuralismo del viejo institucionalismo tendió a concentrarse en las principales características institucionales de los sistemas políticos; por ejemplo si eran presidencialistas o parlamentarios, federales o unitarios”. c) El holismo: Los viejos institucionalistas fueron de algún modo comparativistas. Y al realizar sus comparaciones generalmente lo hicieron utilizando los sistemas completos en vez de instituciones individuales. d) El historicismo: Los análisis formulados por los viejos institucionalistas tenían una clara base histórica, pues analizaban cómo los sistemas políticos estaban insertos en un continuo histórico y socio-cultural. e) Análisis normativo: Como ya se indicó, los institucionalistas tuvieron una constante preocupación por mejorar la acción de gobierno, lo cual le restó cientificidad.
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En la década de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, el viejo Institucionalismo recibe las duras críticas del naciente enfoque conductista. Este último se impone como dominante y el Institucionalismo cae en crisis. Sin embargo, durante la década de los años ochenta una contrarrevolución neo-institucionalista empieza a tomar fuerza de la mano de los trabajos seminales de James March y Johan Olsen (1984). Sin pretender volver al statu quo anterior, estos autores se propusieron rescatar algunas de las ideas fundamentales del Institucionalismo que habían sido menospreciadas por los enfoques conductistas caracterizados por su “contextualismo, reduccionismo, utilitarismo, funcionalismo e instrumentalismo” (Peters, 2003, p. 33). El nuevo Institucionalismo pronto se convirtió en una serie de abordajes teóricos distintos, cuyo núcleo común residía en la concepción de que las estructuras sociales –formales o informales– crean elementos de orden y predictibilidad, constriñendo y determinando las conductas individuales. March y Olsen (2005) definen una institución como una “colección relativamente permanente de normas y prácticas organizadas, integradas en las estructuras de significado y de recursos que son relativamente invariables en el hecho de la renovación de los individuos y relativamente resistente a las preferencias idiosincrásicas y expectativas de los individuos y las cambiantes circunstancias externas” Dentro de la corriente de los nuevos institucionalismos podemos encontrar diversos enfoques de análisis que colocan el acento en objetos de estudio relativamente distintos. El primero de esos enfoques es el institucionalismo normativo, cuyo nombre proviene del “fuerte énfasis que los autores ponen en las normas de las instituciones como medios de comprender cómo funcionan estas y cómo determinan o al menos molden el comportamiento individual”. (Peters, 2003, p. 37). Otro enfoque –que contrasta fuertemente con el normativo– es el institucionalismo de la elección racional, que considera que los individuos, en vez de guiarse por normas y valores, lo hacen por sistemas de reglas e incentivos; el institucionalismo histórico analiza las decisiones que se toman tempranamente en la historia de los sistemas políticos; los institucionalistas empíricos son los que más próximos están al viejo Institucionalismo, poniendo el énfasis en la descripción de las formas
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de gobierno; el institucionalismo internacional es una corriente que se basa en la idea de que a nivel internacional existen interacciones estructuradas de manera similar a lo que se podría esperar dentro de las instituciones a nivel estatal; finalmente, el institucionalismo social se dedica al estudio de las interacciones formales e informales entre el Estado y la sociedad. (Peters, 2003, pp. 38,39).
Conductismo.
En la década de los años cincuentas y sesentas del siglo pasado ocurrió una “revolución” en la Ciencia Política que adquirió el apelativo de “conductista”. La influencia que ha tenido este enfoque en la Ciencia Política posterior no puede ser menospreciada. Para efectos analíticos primero explicaremos el Conductismo como corriente teórica en la psicología y posteriormente su adaptación a la disciplina. En la psicología, el Conductismo surgió de la mano de los estudios de John Watson, quien propuso dejar de estudiar los procesos psicológicos internos, los “impulsos ocultos”, para centrarse en la única expresión material observable de la psicología individual: la conducta. Para los conductistas el ser humano es una suerte de “máquina de reacción”, que simplemente reacciona a los estímulos del medio ambiente, sin posibilidad de una verdadera autodeterminación individual. También aportó a este campo los estudios realizados con animales, en que a partir de ciertos estímulos era posible obtener conductas determinadas (muy importantes a este respecto fueron los experimentos de Iván Pavlov con perros: hacía sonar una campana cada vez que se los iba a alimentar; posteriormente se observó que los perros comenzaban a salivar con solo escuchar el sonido, aunque ya no hubiera alimentos de por medio). En la Ciencia Política, el Conductismo nace como reacción al enfoque institucionalista que había predominado durante muchísimo tiempo. Basado en los postulados del positivismo, el Conductismo pretendió desterrar de la Ciencia Política el afán normativo, convirtiendo a la disciplina en una ‘verdadera ciencia’, lo que implicaba la posibilidad de realizar generalizaciones válidas y establecer modelos analíticos capaces de “viajar”, es decir, de explicar distintas realidades. El principal aporte del Conductismo es su afán por concentrarse en los fenómenos verdaderamente observables y verificables: las conductas individuales. Sanders (1997) refiere que
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“La aplicación del enfoque conductista al análisis social y político se centra en una única pregunta, engañosamente simple: ¿Por qué la gente se comporta como lo hace? Lo que diferencia el conductismo de otras disciplinas de las ciencias sociales es a) su insistencia en que el comportamiento observable, ya sea a un nivel individual o de agregado social, debe ser el centro del análisis, y b) que cualquier explicación debe poder someterse a una comprobación empírica”. Cabe recordar el contexto en que surge el análisis conductista en la Ciencia Política. La época de la segunda posguerra era un ambiente de grandes cambios y de posibilidad casi ilimitadas en la política, la economía y –por qué no– también en el análisis y la teoría política. La necesidad de convertir a la Ciencia Política en la una verdadera ´ciencia´ respondía sin duda a las necesidades de este “nuevo mundo” que emergió después de la II Guerra Mundial: nuevas democracias se intentaban consolidar y la guerra ideológica contra los regímenes comunistas hacían necesario nuevos enfoques que pusieran al descubierto las bondades de las democracias occidentales por sobre los regímenes autoritarios del este. El análisis conductista se convirtió en ese marco analítico a través del cual se buscó dar una explicación satisfactoria a los factores novedosos. En 1965, David Easton, politólogo canadiense, publica su «Esquema para el análisis político», que se convierte en un verdadero referente de la Ciencia Política. En este libro, Easton propone un modelo en el que incorpora el análisis de sistemas (proveniente de las ciencias naturales) al análisis político, poniendo las interacciones entre los miembros como las unidades básicas de análisis en Ciencia Política. El impacto que generó este nuevo enfoque es tan amplio que continúa hasta nuestros días. A modo de resumen, el distinguido filósofo italiano Danilo Zolo (2007) ha propuesto cinco características del Conductismo que, a nuestro parecer, contribuyen muy bien a generar un entendimiento más acotado y profundo de las notas características de esta teoría: a) Explicación y previsión con base en leyes generales: el comportamiento político –categoría central del Conductismo– presenta regularidades que pueden ser observadas y descubiertas por el científico político, lo cual le permitirá hacer generalizaciones válidas e incluso prever el comportamiento futuro analizando las variables que influyen en él:
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“Con esta finalidad, el científico político no deberá limitarse a la simple recolección de datos y a su generalización dentro de estrechos dominios espaciales y temporales, sino que se empeñará en organizar y seleccionar los datos empíricos a la luz de teorías de amplio rango, de manera no distinta a lo que sucede en las ciencias de la naturaleza, como la física y la biología” (Zolo, 2007, pág. 56). b) Verificabilidad empírica y objetividad: la validez de las generalizaciones debe partir de su comprobación empírica en la realidad concreta –es decir, en el comportamiento efectivo de los actores políticos–. Esta es la única forma en que se puede alcanzar la objetividad en el conocimiento científico de la política. c) Cuantificación y medición: el deseo de imitar la forma en que las ciencias exactas alcanzaban sus postulados llevó a los conductistas a poner mucho énfasis en la rigurosidad de los datos y los procedimientos para la enunciación de resultados. Esa rigurosidad pasaba por trabajar con “datos duros”, que pudieran ser cuantificados, analizados científicamente y posteriormente utilizados en la generación de conclusiones empíricamente contrastables sobre el comportamiento político. d) Sistematicidad y acumulatividad: la investigación de los científicos políticos debe desenvolverse en el marco de una comunidad científica más madura en que cada uno contribuye a la acumulatividad de los conocimientos y a la creación de un cuerpo sistemático de conocimientos en que cada parte esté en relación lógica con las restantes: “La acumulación progresiva de los datos empíricos consentirá un gradual desarrollo de las teorías y se llegará así a la formación de un núcleo de conocimientos compartidos dentro de la comunidad de los científicos políticos. De esta manera será posible dar vida a una verdadera y propia organización profesional de la investigación política, superando el subjetivismo de los “filósofos de la política” tradicionales y sus permanentes e interminables discordias.” (Zolo, 2007, pág. 56) e) Avaloratividad: este es uno de sus rasgos más característicos. Se parte del supuesto de que la construcción del conocimiento científico implica estudiar la realidad en cuanto tal, dejando aparte las valoraciones de carácter ético o ideológico:
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“El científico político tiene por ello el deber intelectual de abstenerse de todo tipo de valoración ética o ideológica a lo largo de sus indagaciones y, de ser el caso, debe señalar siempre de manera explícita cuáles son los valores a los que se adhiere cada vez que, despojándose de la vestimenta científica, considera oportuno expresar valoraciones de carácter moral o ideológico en vista de sus objetivos de investigación. Asimismo, debe abstenerse de recabar indicaciones prescriptivas a partir de sus investigaciones. Desde este punto de vista, la Ciencia Política se opone diametralmente a la filosofía política tradicional que nunca ha tematizado la distinción entre juicios de hecho y juicios de valor, y ha sido concebida primordialmente como una reflexión sabia y normativa más que como una forma de conocimiento objetivo.” (Zolo, 2007, pág. 57)
Teoría de la Elección Racional.
La Teoría de la Elección Racional surge en los Estados Unidos en la primera mitad del siglo pasado, y paulatinamente se va abriendo camino en la Ciencia Política, hasta convertirse en uno de los modelos dominantes de análisis político. Pignataro (2012) refiere que “el racionalismo se puede considerar como un enfoque, una manera de ver las acciones de los actores, las interacciones políticas, las instituciones, los resultados sociales, todo ello partiendo de supuestos teóricos que le son característicos y que definen sus alcances y sus límites”. La Teoría de la Elección Racional nació de la mano de los aportes de autores como Mancur Olson, Anthony Downs, Kenneth Arrow, John Nash, Thomas Schelling, Robert Axelrod, Anatol Rapoport, Gary Becker y William Riker, quienes, desde diferentes lugares y perspectivas, fueron dando cuerpo a este enfoque que ha permeado, a pesar de las críticas, la forma en que se hace Ciencia Política. Básicamente, la Teoría de la Elección Racional intenta aplicar la racionalidad económica a los procesos políticos. Se da por supuesto que en ambos campos domina una suerte de racionalidad instrumental –maximización de beneficios individuales–: “El interés egoísta podía ser el fundamento de un vasto edificio conceptual que pretendía ofrecer alternativas teóricas superiores a las jamás conocidas” (Vidal de la Rosa, 2008).
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Esquemáticamente, se supone que los procesos electorales y políticos en general funcionan como una suerte de “mercado”, en el que cada uno de los actores participantes intenta maximizar su bienestar individual. Una de las categorías centrales de análisis es, en consecuencia, la decisión, que es el medio del que disponen los individuos o grupos para alcanzar sus intereses. Anthony Downs, en su famoso artículo «Teoría Económica de la Acción Política en una Democracia», expone –de manera explícita– lo que se viene reseñando. En lo referente, por ejemplo, a los partidos políticos, dice lo siguiente: “En una democracia los partidos políticos formulan su política estrictamente como medio para obtener votos. No pretenden conseguir sus cargos para realizar determinadas políticas preconcebidas o de servir a los intereses de cualquier grupo particular, sino que ejecutan políticas y sirven a grupos de intereses para conservar sus puestos. Por tanto, su función social (que consiste en elaborar y realizar políticas mientras se encuentran en el poder) es un subproducto de sus motivaciones privadas (que buscan obtener la renta, el poder y el prestigio que supone gobernar).” (Downs, 2007, pág. 96) Asimismo, los votantes son concebidos como maximizadores netos de utilidades, con lo cual su voto representa un cierto poder para “comprar” la opción política que considere que más se adapta a sus propios intereses subjetivos. “Puesto que los ciudadanos de nuestro modelo de democracia son racionales, cada uno de ellos considera las elecciones estrictamente como medio para seleccionar el gobierno que más le beneficie” (Downs, 2007, pág. 97). Luego de este preámbulo, analizaremos en detalle las que consideramos las características más sobresalientes de la teoría de la Elección Racional (para lo cual seguiremos la guía trazada por Abitbol y Botero, 2005) y finalmente esbozaremos algunas de las críticas que se han esgrimido en contra de este enfoque. Los supuestos de la Teoría de la Elección Racional son: a) Individualismo metodológico: se supone que los fenómenos sociales pueden ser explicados a partir de las partes que los constituyen –los individuos y los grupos– y de las relaciones que entre ellas se produzcan:
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“Las unidades de análisis de la TER [Teoría de la Elección Racional] son acciones humanas individualmente consideradas. Sus explicaciones se basan en la idea de que los fenómenos sociales pueden ser comprendidos en términos de la interacción entre acciones humanas individuales. Es importante notar que la unidad de análisis así postulada no es éste o aquél individuo particular, ni la categoría abstracta “el individuo”, sino acciones humanas particulares (individuadas)” (Abitbol & Botero, 2005, pág. 134). b) Intencionalidad: las acciones de los agentes son llevadas a cabo intencionalmente, es decir, cada decisión es tomada con base en una serie de razones que se relacionan con deseos y creencias. Sin embargo, esto no significa que el modelo sea determinista, puesto que los actores reconocen que los resultados de la acción son siempre indeterminados. c) Racionalidad o maximización de la utilidad esperada: el concepto de «racionalidad» es de los más debatidos en la Teoría de la Elección Racional. Lo cierto es que no existe un acuerdo en cuanto a su definición, ni en términos formales ni en términos prácticos. En un enfoque clásico o tradicional, la racionalidad es concebida en términos de maximización de la utilidad individual: “una acción racional (el tipo de acción que podemos suponer de un agente que elige realizar su intención) es una acción que el agente decide llevar a cabo porque cree que maximiza su utilidad esperada” (Abitbol & Botero, 2005, pág. 135). Sin embargo, las críticas sobre la supuesta racionalidad de los individuos, que ha demostrado ser insuficiente para explicar los comportamientos de los agentes, ha causado que la Teoría de la Elección Racional haya tenido que reinventar el concepto de «racionalidad individual», incluyendo elementos nuevos como las normas y las instituciones. En estos nuevos enfoques, el contexto histórico, las restricciones institucionales e incluso la cultura juegan también un papel importante en la determinación individual de los mejores cursos de acción. Incluso, para algunos autores la racionalidad es simplemente una “acción coherente de los individuos en relación con sus preferencias” (Pignataro, 2012, pág. 49). En este caso no es necesario suponer una maximización de la utilidad, puesto que el curso de acción tomado puede
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decirse que fue el “preferido”, aunque no sea aquel que, más allá de toda consideración exógena, maximiza la utilidad esperada. En este último enfoque, la racionalidad está más presente en el analista que en el actor propiamente dicho. Es decir, quién intenta realizar un acercamiento a un fenómeno político desde la Teoría de la Elección Racional sería el encargado de buscar la racionalidad inherente a la decisión de los actores que está investigando (tomando como premisa que tales decisiones fueron motivadas por alguna causa), y no se tendría como elemento de principio que dichos actores actuaran bajo un tipo específico de racionalidad. d) Búsqueda del equilibrio estratégico: La Teoría de la Elección Racional supone que los individuos toman decisiones basados en las expectativas sobre las decisiones de los demás actores involucrados. El equilibrio es “la predicción teórica sobre lo que se esperaría que ocurriera” (Pignataro, 2012, pág. 50), de acuerdo con las estrategias individuales de los jugadores en un proceso político. En otro orden de ideas, se han esbozado diversas críticas a la Teoría de la Elección Racional y su utilidad para analizar fenómenos políticos. En este apartado presentaremos de forma muy somera algunas de ellas. Posiblemente la principal y más fuerte crítica a la Teoría de la Elección Racional es aquella que refiere propiamente al concepto de «racionalidad» y a la concepción antropológica del ser humano como un sujeto calculador y maximizador neto de utilidades. En otras palabras, se arguye que no es teóricamente viable trasladar la racionalidad económica a los procesos políticos. Además, la Teoría de la Elección Racional, para lograr explicaciones válidas, supone una serie de premisas cuya constatación en la realidad empírica es muy infrecuente o francamente imposible. El primero de esos supuestos es el ya expresado de la racionalidad individual perfecta; pero también supone contextos con información perfecta; y, finalmente, presupone interacciones intersubjetivas encaminadas a la búsqueda de un supuesto equilibrio estratégico, que no siempre se verifica en la práctica política. En este sentido, se le critica a la Teoría de la Elección Racional dejar por fuera elementos que llegan a ser determinantes en los procesos políticos: las normas, las instituciones, la cultura e incluso los niveles afectivos e ideológicos de los individuos, que en muchos casos los llevan a
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tomar decisiones que no encajan con la racionalidad instrumental. Todo lo anterior sumado a que en sociedades complejas, la información perfecta no es más que un supuesto de trabajo, puesto que los actores deben elegir sus cursos de acción en contextos con restricciones de información. Se reclama, en general, que la Teoría de la Elección Racional descontextualiza la acción política del entorno socio-histórico que le da significado, colocándola en un plano ideal que desconoce las asimetrías de poder, los condicionamientos normativos, las prácticas institucionalizadas, y los elementos simbólicos que dan forma a la vida política. Por último, se ha dicho que la Teoría de la Elección Racional implica una adscripción ideológica a los postulados de la economía neoclásica, de donde surge este enfoque. Sin embargo, a este respecto Pignataro (2012, p. 52) nos dice que “Si bien existe un fundamento teórico en la economía neoclásica, la elección racional en Ciencia Política no coincide en sus fines normativos en cuanto a exhortar la aplicación de determinadas medidas económicas”. En conclusión, la Teoría de la Elección Racional ha sido uno de los enfoques más polémicos en la Ciencia Política actual. Defendido por unos y vilipendiado por otros, parece ser, como la mayoría de teorías, un enfoque muy apto para analizar un puñado de situaciones de la vida política, pero abiertamente insuficiente para el resto.
Feminismo.
Este enfoque de la Ciencia Política tiene en la Ilustración Europea el inicio de su desarrollo; plantea la necesidad de reconsiderar los elementos de la configuración de la sociedad, y las relaciones de poder existentes. Afirma Esther Pineda que el Feminismo: “se ha presentado como el hijo no deseado de la historia, como el principal enemigo de la institución patriarcal” (Villarroel, 2011, p. 40) Ante esto, para tener mayor claridad de este enfoque debemos conocer su objeto de estudio: el patriarcado. Celia Amorós lo define como: “…una especie de pacto interclasista, meta-estable, por el cual se constituye en patrimonio del genérico de los varones en cuanto se auto-instituyen como sujetos del contrato social ante las mujeres –que son en principio las ‘pactadas’. En ese pacto, por supuesto, los
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pactantes no están en igualdad de condiciones, pues hay distintas clases y esas diferencias de clases no son ni mucho menos, irrelevantes.” (Amorós, 1994, p. 27). Por medio del patriarcado se habría desarrollado la misoginia, discriminación y violencia de género y desigualdad. En este último aspecto mencionado –la desigualdad- es en el que se plantean las primeras reivindicaciones sociales y políticas, referidas principalmente al campo de los derechos políticos, pero además a partir de allí se impulsa el desarrollo de un enfoque teórico que permite analizar los efectos del sistema patriarcal. ¿Igualdad y equidad? Por mucho tiempo se ha entendido a la teoría feminista, por parte de algunos sectores, tan solo como una oposición al machismo, un planteamiento que atenta contra los hombres, concepción derivada del hembrismo (como contraposición del machismo y que apunta hacia una postura de superioridad de las mujeres sobre los hombres), y la misandria (odio hacia a los hombres por su trato injusto y desigualdad ante ellas). Sin embargo, aunque estas posturas más radicales no carecen de justificación debido a los procesos históricos y las consecuencias del machismo y patriarcado, el Feminismo no se plantea desde esta óptica. La igualdad de derechos y la equidad entre los géneros son dos de los elementos medulares de la teoría del Feminismo. El primero de ellos plantea la crítica a la desigualdad existente de los derechos de las personas debido a su condición de género, con esto generando limitaciones para ocupar espacios políticos y ser participes de los procesos de toma de decisión; la necesidad de reconocer derechos de las personas por su condición de persona; y la erradicación de limitaciones por condiciones sociales, culturales o fisiológicas. El segundo, tal como lo afirma el antropólogo John Money, entiende al género como: “los comportamientos asignados socialmente a los hombres y a las mujeres” (Murgibe, 2009, p. 2). Con esto se refiere a que el género es el rol social masculino o femenino asignado a las personas, creando fronteras imaginarias que permiten “hacer” o “no hacer” cosas que la sociedad acepte y rechaza. La equidad de género desde la perspectiva feminista busca romper esas barreras creadas, puesto que estas se constituyen limitantes de participación plena de las personas y subyugan a las mujeres a un papel normalmente secundario, delimitado por las fronteras del hogar y la familia. Otro aspecto necesario a analizar es la discriminación y violencia de género. Por mucho tiempo la violencia de género fue considerada como un tema del ámbito privado: era en el seno del hogar
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donde debían discutirse y resolverse estos problemas. Sin embargo, uno de los puntos de quiebre se refleja en el planteamiento de Kate Millet, (1969, p. 67) quien en su libro «Sexual Politics» asegura que “lo personal es político”, propiciando así el debate público sobre del tratamiento de la violencia doméstica, y cómo esta debía ser un asunto público y no privado. Ante esta nueva visión del problema, el Estado debía asumir la responsabilidad de regular y penalizar temas que antes estaban fuera de su ámbito de acción. Para profundizar en la discusión, debemos reconocer que la violencia y la discriminación no se expresan solamente en la agresión física y sexual, sino que tienen otros ámbitos de afectación que van desde la violencia estructural, el acoso laboral y político, así como los intentos verbales o no expresados que atenten contra la dignidad de la mujer en cuanto persona. Esto permite entender la discriminación o la violencia no solo como la ausencia de agresión, sino como las expresiones limitantes en diferentes ámbitos de lo social, económico, personal y político de las mujeres. Teniendo en cuenta los elementos mencionados anteriormente, es importante revisar otras perspectivas del Feminismo. Por ejemplo, Elaine Showalter (1985, p. 131) explica que el desarrollo del Feminismo tiene tres fases: “1. Crítico feminista: Donde el lector feminista examina las ideologías detrás de los fenómenos literarios.
2. Ginocrítico: Donde la mujer es la productora del significado
textual incluyendo la psico-dinámica de la creatividad femenina; la lingüística y el problema del lenguaje femenino; la trayectoria de la carrera individual o femenina colectiva y la historia de la literatura. 3. Teoría de género: donde se explora la ‘inscripción ideológica’ y los efectos literarios del sistema de género”. Con estas etapas del Feminismo, podemos dilucidar que la teoría propone una “terapia” que contrarreste la normalización del sistema patriarcal. Se inicia un proceso de concientización y formación que permite a las personas feministas visualizar a este sistema patriarcal en todas sus dimensiones, buscar nuevos elementos de construcción social –como el lenguaje inclusivo- y generar una alternativa a dicho modelo. Es en ese punto donde observamos que las fronteras del Feminismo se expanden, y con este hecho se rompe el lugar común de que el “Feminismo y la reivindicación de género es un tema de
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las mujeres”. El Feminismo nace como una crítica a un sistema patriarcal generador de desigualdad en las sociedades; ser feminista es posible para mujeres y hombres por igual. La «Nueva Masculinidad» es una perspectiva derivada del Feminismo, que pretende la deconstrucción de los roles de género –los cuales están enmarcados en un sistema patriarcal y machista– y la construcción de una nueva sociedad con valores como la equidad, igualdad de derechos e inclusividad. Esta nueva concepción de lo masculino busca trabajar en la erradicación de la violencia, no solo de una perspectiva sancionatoria sino también preventiva. La Nueva Masculinidad intenta formular procesos de sensibilización y formación, así como de entendimiento de la teoría feminista –en términos amplios-. En síntesis, sobrepasar las tres etapas planteadas por Showalter e incluir a los hombres en ellas. Por último, hemos de citar algunas críticas al Feminismo como enfoque de la Ciencia Política. Primero, encontramos que al ser el patriarcado su objeto de estudio principal, el Feminismo llena un vacío importante en la Ciencia Política, pero el mismo enfoque se ha visto limitado para incorporar otros elementos presentes en las relaciones sociales; aspectos de carácter económico, jurídico, social o cultural son algunos de ellos. En términos positivos estos podrían ampliar el espectro de análisis desde el enfoque feminista, puesto que muchos de los fenómenos sociales y políticos tienen causas y efectos que no solamente pasan por un tema de género. Lo segundo, aunque tiene una relación con la práctica política, está vinculado a la teoría como tal, y su capacidad de constituirse como un aporte formativo y educativo. En primer lugar encontramos que por diversas razones el Feminismo no ha “tocado” a sectores como menor acceso a la educación; la utilización de lenguaje muy académico o el desinterés de las personas que la impulsan pueden ser algunas de las razones para esto. Podríamos sumar que muchos de los debates teóricos no buscan una comprobación empírica de los planteamientos expuestos, o los mismos se encuentran distantes de la realidad de diversos sectores, ya que se quedan en los espacios académicos.
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II. ELEMENTOS PARA UNA TEORÍA MARXISTA DEL ESTADO A PARTIR DE NICOS POULANTZAS. Enseguida se desarrollará una síntesis de los principales elementos teóricos que intervienen en la conformación de una teoría marxista del Estado. De entrada es necesario justificar este esfuerzo, sobre todo si se considera que la mayor parte de los cultores contemporáneos de la Ciencia Política, al menos desde el estallido conductista provocado por David Easton a mediados del siglo XX, ha optado por el «sistema político» como concepto central de la disciplina. El politólogo italiano Gianfranco Pasquino (1996, p. 16), con el afán de esclarecer los orígenes del quehacer politológico, afirma que el análisis político, desde el inicio, tuvo como objeto de estudio el «poder». Las inquietudes en torno a quién tiene el poder y cómo lo ejerce son recurrentes desde Aristóteles hasta Weber, interesaron también a Maquiavelo e incluso en la actualidad acompañan –de manera más o menos solapada– a sus sucedáneos, los politólogos. Sin embargo, en numerosas ocasiones tal objeto de estudio fue sustituido por el «Estado» (Pasquino, 1996, p. 17). La historia del pensamiento político occidental prodiga ejemplos: la creación del Estado se constituyó en el tema central de autores clásicos como Locke, Tocqueville, Hegel, Schmitt o Kelsen, enfatizando cada uno de ellos en visiones normativas de cómo debería ser la formación estatal una vez constituida. En el siglo XIX el análisis de la política da paso a la Ciencia Política, pero no por ello la disciplina naciente evidenció una identidad sólida respecto a su objeto y métodos de estudio. En un polémico ensayo, Giovanni Sartori (2004, p. 349) indica que la Ciencia Política, tal como se practica actualmente, surge en la década de los años cincuenta del siglo XX, cuando a esta se le reconoce, por fin, el status de cientificidad. En esta nueva etapa fue decisivo el ya mencionado aporte conductista de Easton, en cuyo esquema sistémico para el análisis político las categorías de «poder» y «Estado» fueron definitivamente superadas por la de «sistema político». La enseñanza de la Ciencia Política en Costa Rica no se ha librado de la influencia de Easton; por ejemplo, en nuestra comunidad académica cualquier estudiante primerizo de la disciplina, si es atento, podría notar rápidamente que desde los cursos iniciales se le induce a adoptar una perspectiva sistémica de la política. Tomando en cuenta lo anterior, no sería extraño si alguien afirmase que hoy de poco sirve estudiar las teorías del Estado; con esto se tendría allanado el camino para despreciarlas a todas por igual, al margen de la respectiva tradición política y filosófica de la que cada una de ellas deriva.
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Desde luego estaría equivocado quien pensara que después de Easton ya todo está dicho; lo estaría al menos por dos razones: en primer lugar, porque el Conductismo de Easton, si bien ha sido el enfoque dominante, no es el único a la mano de los politólogos ni necesariamente es siempre el más apropiado para el estudio de la política; en segundo lugar, porque el análisis sistémico no surgió en el vacío sino como una suerte de corolario del referente teórico más amplio que es el funcionalismo de Talcott Parsons, una de las dos teorías sociológicas del Estado (¡!) mejor logradas según Norberto Bobbio (2009, p. 75) –la otra es justamente el marxismo–. En otro orden de cosas, nótese que por el momento no se ha dicho nada concreto sobre el tema de interés: elementos para una teoría marxista del Estado. Habrá que esperar un poco más, pues para entrar de lleno en tan complejo tema se deben introducir ciertas precauciones sobre el marxismo en general. Convengamos en que el marxismo representa una doctrina de referencia obligatoria para rastrear la evolución del pensamiento político y filosófico en Occidente. Ahora bien, ¿a qué nos referimos cuando hablamos del marxismo? A menos que lo reduzcamos al conjunto de obras escritas por Marx y/o Engels, con lo cual cometeríamos una colosal injusticia en perjuicio de sus muchos continuadores, no podemos asumirlo como si se tratara de una teoría unificada y homogénea; el marxismo, dicho de una vez, sobrepasa al intelectual que le da nombre. Marx nació y murió en el siglo XIX, pero indudablemente el siglo XX fue el siglo del marxismo (Giner, 2007, p. 652). Buena parte del auge del pensamiento marxista seguramente se explique por la expansión mundial de una de sus ramificaciones: el socialismo. Como ha señalado uno de los más lúcidos historiadores del siglo XX (Hobsbawm, 2011, p. 63), tan solo “…treinta o cuarenta años después de que Lenin llegara a la estación de Finlandia en Petrogrado, un tercio de la humanidad vivía bajo regímenes que derivaban directamente de «los diez días que estremecieron el mundo» y del modelo organizativo de Lenin, el Partido Comunista”. Curiosamente, el estallido marxista que sobrevino con la Revolución Rusa de 1917 genera dificultades para el presente trabajo; esto es así, básicamente, por la gran cantidad de corrientes a las que da lugar (Cerdas –citando a Kolakovski–, 1991, p. 24): un marxismo ortodoxo (como el de Marx, Engels, Lenin, Stalin y la corriente oficial soviética), un marxismo heterodoxo (como el de Gramsci, Lefebvre, Garaudy, Kosik, etcétera), un marxismo de orientación filosófica (como el de Adorno, Marcuse, Horkheimer, etcétera) y hasta un marxismo historiográfico (como el de Vilar,
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Hobsbawm, etcétera). Podría establecerse incluso la distinción a partir de criterios geográficos y de intereses investigativos, resultando, entre otros, un marxismo occidental (cfr. Anderson, 1979) y, qué duda cabe, también un marxismo latinoamericano (cfr. Dussel, Mendieta & Bohórquez, 2011). En conclusión, cuando hablamos de marxismo la cosa es más nebulosa de lo que parece. Una vez detallado lo que supone trabajar con base en la inmensidad teórica del marxismo, heterogéneo desde nacimiento y lleno de variantes, es idóneo el momento para exponer la primera precaución: de ahora en adelante, cuando se indique “una teoría marxista del Estado” el lector estará en condiciones de entender que nos referimos a una teoría de varias posibles, no a la existencia de una única teoría marxista del Estado (cosa que no existe en sentido estricto). Más exactamente, nos interesa el análisis marxista del Estado que efectúa el autor greco-francés Nicos Poulantzas. La segunda precaución se relaciona con el tipo de Estado que ha sido típicamente abordado por las teorías marxistas del Estado. Como lo ha subrayado Bobbio (1978, p. 27), todas las corrientes marxistas comparten la carencia de una escueta teorización acerca de las particularidades del Estado socialista; son profusos, en cambio, los estudios marxistas en torno al Estado burgués o capitalista. Poulantzas es un caso macroscópico de esta tendencia, estando su obra enfilada fundamentalmente de cara al Estado capitalista. ¿Por qué se da ese vacío? Para Bobbio (1978, pp. 32-38) son dos los motivos, a saber: a) por la primacía del partido sobre el Estado en la estrategia política marxista, una esperable predilección si se toma en cuenta que el partido es el vehículo inmediato para adueñarse del poder político; b) la ilusión de la extinción del Estado, según la cual después de la abolición del Estado burgués sigue la extinción del Estado proletario, o sea, que tarde o temprano el Estado se esfumará. Poulantzas (1979, p. 16) le contestará que una teoría general del Estado es imposible; la única que podría formularse es la teoría del Estado capitalista, de la cual se parte para teorizar sobre la transición al socialismo. A continuación se ofrecerá una exposición circunstanciada de los principales tópicos (cuatro, en total) y conceptos1 para una teoría marxista del Estado en la obra de Poulantzas. No obstante, es oportuno empezar desde lo elemental, trayendo a colación la interpretación más convencional del Estado propuesta por el marxismo: 1
Se resaltarán en ‘negrita’.
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“La concepción marxista de la sociedad distingue en toda sociedad histórica, por lo menos desde una cierta etapa del desarrollo económico, dos momentos, que no son puestos en el mismo nivel con respecto a su fuerza determinante y su capacidad de condicionar el desarrollo del sistema y el paso de un sistema a otro: la base económica y la superestructura. Las instituciones políticas, en una palabra el Estado, pertenecen al segundo momento. El momento subyacente que comprende las relaciones económicas, caracterizadas en toda época por una determinada forma de producción, es el momento determinante…” (Bobbio, 2009, p. 75). Como puede observarse, de este planteamiento hay nada más un paso para caer en un economicismo en virtud del cual la política sería tan solo un reflejo de la economía. Los cultores de las corrientes más vulgares del marxismo usualmente lo dan, de ahí que esté muy extendida la idea de que el Estado no es otra cosa que un instrumento represivo manipulado por la burguesía en aras de satisfacer sus intereses.2 Poulantzas reacciona contra esta noción instrumental del Estado y subraya que el proceso de dominación política no es tan sencillo como parece. a) La relativa autonomía del Estado. El objetivo primario de Poulantzas es vincular al Estado, concebido como materialidad institucional, con la lucha de clases. Empero, antes de proseguir con su argumentación, suma una premisa decisiva y muy novedosa en comparación con los cánones del marxismo: si bien es producto de un modo de producción particular, el Estado capitalista no es construido por la clase dominante ni es completamente acaparado por ella (1979, p. 9). Así, justo al inicio de su obra «Estado, poder y socialismo» (1979), en la que cristaliza el grueso de su teoría del Estado, se halla la siguiente cuestión seminal: “¿Por qué la burguesía ha recurrido generalmente, para los fines de su dominación, a este Estado nacional-popular, a este Estado representativo moderno con instituciones propias, y no a otro? Porque no es evidente, ni mucho menos, que si la burguesía hubiese podido producir el Estado de arriba abajo y a su conveniencia, habría escogido este Estado” (1979, p. 7). 2
Como él mismo reconoce (1979, p. 56), a su propuesta se le reprochó lo contrario: “Se ha criticado a menudo mis análisis tachándolos de politicismo: intentando establecer el espacio político propio del Estado y del poder capitalista a partir solamente de las relaciones de producción, yo no habría prestado suficiente atención a las relaciones entre el Estado y la economía”.
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A partir del abordaje del Estado ingeniado por Poulantzas, la materialidad estatal se explica por su posición relativamente autónoma respecto a las relaciones de producción del capitalismo. Esta tesis es de la mayor importancia analítica y teórica, de modo que será el propio autor quien la introduzca: “Estas relaciones [se refiere a las relaciones de producción] constituyen el basamento primero de la materialidad institucional del Estado y de su separación relativa de la economía, que caracteriza a su armazón como aparato: son la única base de partida posible de un análisis de las relaciones del Estado con las clases y la lucha de clases” (1979, p. 58). Asimismo: “…si son las relaciones de producción (tales o cuales) las que configuran el campo del Estado, éste tiene sin embargo un papel propio en la constitución misma de esas relaciones. La relación del Estado con las relaciones de producción es una primera relación del Estado con las clases sociales y la lucha de clases. En lo concerniente al Estado capitalista, su separación relativa de las relaciones de producción, instaurada por éstas, es el fundamento de su armazón organizativa y configura ya su relación con las clases sociales y la lucha de clases bajo el capitalismo” (1979, p. 24) [el énfasis no es del original]. La autonomía relativa del Estado viene a refutar abiertamente la concepción instrumental del mismo, pues se trata sobre todo de una autonomía frente a la burguesía. Por ello se afirma que el Estado interactúa con las clases e incide de algún modo en la lucha de clases, pero no es visto ahora como un instrumento dispuesto de una vez y para siempre al servicio de la dominación política. El Estado capitalista brota a partir de las relaciones de producción, no de las relaciones mercantiles: he ahí otra ruptura analítica introducida por Poulantzas (1979, p. 60). ¿Por qué el Estado ha de conservar ámbitos de autonomía relativa? Como se explicará líneas adelante, la lucha de clases no es la única dinámica de conflictividad presente en el modo de producción capitalista; también la clase dominante ubicada en el bloque en el poder está dividida en fracciones y no rara vez compiten entre ellas mismas. El Estado necesita de cierto margen de maniobra para poder fungir como árbitro cuando estallan tales conflictos, convirtiendo de hecho a la autonomía en una condición de posibilidad para la buena marcha del capitalismo.
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b) El Estado hace concesiones a las clases dominadas. Poulantzas ve al Estado como un aparato con armazón material propia; asevera, además, que su función no es tan solo mantener la dominación política sino que ejerce una serie de acciones más sofisticadas –incluso menciona, a modo de ejemplo, la promoción de la seguridad social– (1979, p. 7). Léase el siguiente fragmento: “…la relación de las masas con el poder y el Estado en lo designado particularmente como consenso, posee siempre un sustrato material. Entre otras razones porque el Estado, procurando siempre la hegemonía de clase, actúa en el campo de un equilibrio inestable de compromiso entre las clases dominantes y las clases dominadas. El Estado asume así, permanentemente, una serie de medidas materiales positivas para las clases populares, incluso si estas medidas constituyen otras tantas concesiones impuestas por la lucha de las clases dominadas” (1979, pp. 30-31) [el énfasis no es del original]. La cita anterior no sería completamente aprovechada sin un excurso sobre la influencia de Antonio Gramsci en la obra de Poulantzas. Considerado como uno de los intelectuales marxistas más influyentes del siglo XX, Gramsci es el precursor de la teoría de la hegemonía, cuya impronta es notoria en Poulantzas. La hegemonía se define como “…la cultura que permea toda la sociedad (en especial la sociedad civil, no la política o estatal) y que fundamenta el dominio clasista de la burguesía” (Giner, 2007, p. 664); la tarea primordial revolucionaria sería la de suscitar una transformación cultural de manera radical, esto es, crear una contra-hegemonía. No obstante, Poulantzas no se aproxima sin reservas a todas las tesis de Gramsci; esto es claro particularmente frente a la visión de eficacia del Estado que se colige de la distinción por él fijada entre aparatos represivos y aparatos ideológicos. Asumir al Estado como un mega-aparato de represión e ideologización, en palabras de Poulantzas, equivale a resumir su función “…en que prohíbe, excluye, impide, impone; o también en que engaña, miente, oculta, esconde o hace creer” (1979, p. 29); en otras palabras, sería una visión reduccionista de la formación estatal. Uno de los aportes más originales de Poulantzas es haber esclarecido que no todas las funciones del Estado se orientan a la dominación política, es decir, que no es “…simple producto o apéndice de la clase dominante” (1979, p. 7). Una vez más se presenta evidencia a favor de la autonomía relativa del Estado respecto a la burguesía, pero con considerables restricciones:
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“Los aparatos institucionales de la sanidad (seguridad social, medicina, hospitales, asilos), de la asistencia social, del urbanismo, de los equipos colectivos, del ocio, están marcados con el sello burgués. Esas medidas están encaminadas a la reproducción capitalista de la fuerza de trabajo y la división social del trabajo, aun cuando su existencia se deba, en parte, a las luchas populares y represente, a veces, una conquista” (1979, p. 231). En resumen, el Estado muchas veces opta por otorgar concesiones en lugar de reprimir o ideologizar; al actuar de esa forma no rara vez perjudica los intereses de la clase dominante, pero tal es el precio que ha de pagarse para asegurar el mantenimiento de la hegemonía a largo plazo.3 Atender tales o cuales demandas de las clases dominadas sería, entonces, un recurso para apaciguarlas y desactivar el germen revolucionario que en ellas habita. Nótese, en último término, que la autonomía relativa del Estado permite una gestión óptima del conflicto que afianza la cohesión social. Desde luego, la burguesía por sí misma resulta incapaz de un cálculo como el anterior, por lo que en ausencia del arbitraje estatal la lucha de clases se agudizaría constantemente. c) El Estado como resultado de una correlación de fuerzas. Poulantzas desentraña y describe de manera pormenorizada la actuación del Estado en la lucha de clases, con lo cual satisface su objetivo primario: “Respecto a las clases dominantes y en particular a la burguesía, el Estado tiene un papel principal de organización. Representa y organiza la clase o clases dominantes; representa y organiza, en suma, el interés político a largo plazo del bloque en el poder, compuesto de varias facciones de clase burguesas (porque la burguesía se divide en fracciones de clase) […] El Estado constituye, por tanto, la unidad política de las clases dominantes: instaura estas clases como clases dominantes” (1979, p. 152) [el énfasis no es del original]. Más adelante:
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En términos más precisos: “El Estado organiza y reproduce la hegemonía de clase fijando un campo variable de compromiso entre las clases dominantes y las clases dominadas, imponiendo incluso a menudo a las clases dominantes ciertos sacrificios materiales a corto plazo a fin de hacer posible la reproducción de su dominación a largo plazo” (Poulantzas, 1979, p. 224).
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“Los aparatos del Estado consagran y reproducen la hegemonía estableciendo un juego (variable) de compromisos provisionales entre el bloque en el poder y algunas clases dominadas. Los aparatos del Estado organizan-unifican el bloque en el poder desorganizando-dividiendo permanentemente a las clases dominadas, polarizándolas hacia el bloque en el poder y cortocircuitando sus organizaciones políticas propias […] El Estado condensa no sólo la relación de fuerzas entre facciones del bloque en el poder, sino igualmente la relación de fuerzas entre éste y las clases dominadas”. (1979, p. 169) [el énfasis no es del original]. De los párrafos precedentes es importante destacar lo siguiente: en primer lugar, que pese a su autonomía relativa, a largo plazo el Estado opera, sin excepción, en beneficio de la burguesía y su proyecto hegemónico; y, en segundo lugar, que el propio Estado está marcado por la interacción de las clases sociales y los compromisos que de allí resultan para prolongar un “equilibrio inestable” (Poulantzas, 1979, p. 31) entre ellas. Tomando estas advertencias al pie de la letra, no sería gratuito afirmar que en cada fotografía el Estado mostraría rasgos distintos por efecto de las presiones coyunturales a las que debe hacer frente en un tiempo y lugar determinados. Adicionalmente, cabe concluir que el Estado capitalista puede presentarse en varios formatos, ya sea como Estado liberal, intervencionista o autoritario, asumiendo determinados cursos de acción para cada caso. Esto es así porque la formación estatal no es pétrea; al contrario, posee una cierta plasticidad que le permite acomodarse al ritmo de la correlación de fuerzas en la formación social. El Estado, en su condición de materialidad institucional, cotidianamente trata con las contradicciones que afloran tanto de la lucha de clases como de las divisiones propias del bloque en el poder; si bien se mira, su naturaleza es palmariamente relacional, siendo el producto de las relaciones entre la burguesía y las clases dominadas y de las relaciones a lo interno de la burguesía en sí misma (1979, p. 159). Todo lo anterior significa, en términos más sencillos, que el Estado está atravesado de lado a lado por contradicciones de clase; la lucha de clases se concretiza en los aparatos del Estado, pero no se acaba en ellos: “…son las luchas, campo prioritario de las relaciones de poder, las que tiene siempre la primacía sobre el Estado” (Poulantzas, 1979, p. 48). d) Una visión relacional del poder. Poulantzas rompe con dos mitos muy difundidos por el marxismo, a saber: a) que el poder es una cosa y, por tanto, es susceptible de ser poseído; b) que el Estado tiene poder por propio, el cual
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podría ser ejercido por la clase social que lo dirija. Al contrario, el poder es “…la capacidad de una o varias clases para realizar sus intereses específicos” (1979, p. 177). El poder como capacidad al servicio de una racionalidad instrumental (Weber) no comporta que sea una cualidad propia de una clase en particular. Según Poulantzas, es estrictamente relacional, de modo que el poder de una clase es relativo al poder de otra(s) clase(s) para satisfacer sus intereses. Las clases sociales se fundamentan en una división social del trabajo; el poder de una clase en particular está en función de la posición que ocupe en la formación social. Con toda, esa posición no es permanente sino que puede variar según la coyuntura. El poder de una clase, además, depende de las estrategias que utilice en su relación con otras clases (Poulantzas, 1979, p. 178). Que el poder político sea el poder del Estado por antonomasia es discutido por Poulantzas (1979, p. 178): “No se puede entender por poder de Estado más que el poder de ciertas clases (dominantes), es decir, el lugar de estas clases en relación de poder con respecto a las otras (dominadas) y […] la relación de fuerzas estratégica entre esas clases y sus posiciones. El Estado no es ni el depositario instrumental (objeto) de un poder-esencia que posea la clase dominante, ni el sujeto poseyente de tanto poder como arrebate a las otras clases, en un enfrentamiento cara a cara: el Estado es el lugar de organización estratégico de la clase dominante en su relación con las clases dominadas. Es un lugar y un centro de ejercicio del poder, pero sin poseer poder propio” [el énfasis no es del original]. Esta visión relacional del poder conduce a “…un sistema material de distribución de lugares en el conjunto de la división social del trabajo, y está determinado fundamentalmente (aunque no de modo exclusivo) por la explotación” (Poulantzas, 1979, p. 179). De nuevo, todos los caminos llevan a la división social del trabajo, de donde deriva el Estado capitalista; los aparatos estatales servirán para sostener la hegemonía de la burguesía, aunque a la vez estimularan numerosos afanes de resistencia. Para concluir este repaso por la teoría marxista del Estado en Poulantzas se estima pertinente traer a colación la siguiente cita. Su extensión se justifica por la conveniencia que reviste para redondear todos los tópicos referenciados en las páginas anteriores:
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“…no existen, de un lado, funciones del Estado favorables a las masas populares, impuestas por ellas, y de otro lado, funciones económicas a favor del capital. Todas las disposiciones adoptadas por el Estado capitalista, incluso las impuestas por las masas populares, se insertan finalmente, a la larga, en una estrategia a favor del capital, o compatible con su reproducción ampliada. El Estado se hace cargo de las medidas esenciales a favor de la acumulación ampliada del capital y las elabora políticamente teniendo en cuenta la relación de fuerzas con las clases dominadas y sus resistencias, o sea, de modo tal que esas medidas puedan, mediante ciertas concesiones a las clases dominadas (las conquistas populares), garantizar la reproducción de la hegemonía de clase y de la dominación del conjunto de la burguesía sobre las masas populares. No sólo el Estado asegura ese mecanismo sino que es el único capaz de asegurarlo: las clases y fracciones dominantes, dejadas a ellas mismas y a sus intereses económico-corporativos a corto plazo y contradictorios, serían incapaces de hacerlo. Por último, la adopción por el mismo Estado de ciertas reivindicaciones materiales populares que pueden revestir, a la hora de imponerse, una significación bastante radical (enseñanza pública, libre y gratuita, seguridad social, seguro de paro, etc.), a la larga pueden servir a la hegemonía de clases” (Poulantzas, 1979, pp. 225-226) [el énfasis no es del original].
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III. SOBRE LA RED NACIONAL DE CUIDO Y DESARROLLO INFANTIL a) ¿Qué es la Red de Cuido? En el mes de agosto del 2010, la Presidenta de la República, mediante la Directriz No. 008-P (“Directriz General Para El Aporte De Recursos Públicos Para La Conformación y Desarrollo de la Red de Cuido de Niños, Niñas y Personas Adultas Mayores”) plantea las bases generales para un plan de acción a lo largo del gobierno para dotar de recursos financieros y humanos la creación de una extensa Red de Cuido para niños, niñas y adultos mayores. En conformidad con lo anterior, ya en el 2012 la red de cuido es formalizada a partir del Decreto Ejecutivo No. 36 916, en el cual la Presidenta de la Republica y el Ministro de la Presidencia, junto con el Ministro de Bienestar Social y Familia, haciendo uso de sus facultades, decretaron la “Organización General y Bases Operativas de la Red Nacional de Cuido y Desarrollo Infantil”. Dicho decreto está compuesto por 16 artículos en los cuales se especifican de manera muy clara las intenciones del proyecto. La Presidencia de la República define el proyecto como “una red de cuido para niños, niñas y adultos mayores que busca incrementar la cobertura y calidad de los servicios de atención integral que reciben los infantes desde sus primeros meses de edad nutriendo su infancia intelectual y académica conforme vayan creciendo. Además de la creación de espacios para que los y las adultas mayores socialicen y resuelvan sus necesidades vitales de recreación y esparcimiento, contribuyendo a elevar la calidad de vida de esas personas. Basado en un esquema de financiamiento solidario, bajo la coordinación del IMAS, PANI, CONAPAM y Ministerio de Salud, con la Dirección de CEN-CINAI” (Presidencia de la República) Por otra parte, el Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS) hace una distinción entre dos proyectos. El primero está dedicado específicamente a la población infantil e implica la articulación de diversos actores sociales públicos y privados: “La Red Nacional de Cuido y Desarrollo Infantil, además de los centros de atención integral para niños y niñas, estará conformada por los diferentes actores sociales, públicos y privados, que tienen un mandato legal o un interés legítimo en materia
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de atención integral, protección y desarrollo infantil, incluidos los propios niños y niñas; las organizaciones de padres y madres o encargados; el personal, los directores y supervisores de los servicios de cuido; grupos profesionales de diferentes disciplinas; entidades gubernamentales y no gubernamentales” (Instituto Mixto de Ayuda Social). Los objetivos de la sección de desarrollo infantil, según se detalla en la información del Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS, 2013), son los siguientes:
Duplicar la cobertura de los servicios de cuido de niños y niñas en jornada de diez horas o más que ofrecen los CEN-CINAIS hasta cubrir un total de 8.000 niños y niñas.
Incrementar en un 25% la cobertura del mismo programa en jornada reducida de 4 horas, hasta cubrir, en 2014, a 25.000 niños y niñas.
Impulsar programas que incentiven a la empresa privada a suministrar servicios para que se puedan beneficiar así sus empleados.
El segundo proyecto es llamado “Red de Cuido de Personas Adultas Mayores”, y se enfoca, como su nombre lo indica, a atender a las poblaciones de personas de la tercera edad. Sobre este se detalla que promueve el “desarrollo y fomento de las capacidades locales para resolver las necesidades de cuido en la vejez, por lo que a la fecha se cuenta con 41 Redes Locales de Cuido para Personas Adultas Mayores, ejecutando el programa en igual número de localidades, de las cuales 20 están ubicadas en comunidades identificadas por el Gobierno como prioritarias de intervención” (IMAS, 2013). b) Importancia del Programa La Nación del pasado 1 de abril de 2013 ponía en relieve la importancia que adquiere el programa Red de Cuido para las familias de menores ingresos. En la nota se relata el caso de Johana Arias Brenes, madre de tres hijos, quienes pueden tener acceso a un plato de comida diario gracias a la Red de Cuido impulsada por el Gobierno (Quirós, 2013). Como bien lo indica el artículo del Semanario Universidad del pasado 16 de junio del 2010 este proyecto debe ser proyectado a largo plazo para poder comenzar a ver los verdaderos resultados
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que dé él se esperan esto se debe a que “se necesita del largo plazo para organizar los centros donde los menores puedan estar y brindar apoyo económico a los padres y madres en condiciones más pobres.” (Rojas, 2010). A pesar de los desplantes de la actual administración, hay que reconocer el esfuerzo que ha realizado por cumplir por lo menos con la meta prometida. Hasta el momento se ha avanzado en el proyecto pues según La Prensa Libre del 15 de febrero del 2013, las Municipalidades han recibido ya ₡180 millones para el desarrollo del proyecto. Según la nota, “ya son 70 Municipalidades que en todo el país apoyan el programa y a las que el Gobierno de la República les asigna ¢180 millones con el fin de que pongan en operación y equipen un Centro de Cuido y Desarrollo Infantil (Cecudi)”. (Noguera, 2013). También en la noticia se asegura que de las 81 municipalidades, ocho ya han levantado centros para este fin y se pretende incorporar a la pequeña y mediana empresa en el proyecto.
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IV. ANÁLISIS DE NOTICIA CON BASE EN ELEMENTOS CONCEPTUALES DE LOS ENFOQUES DE LA CIENCIA POLÍTICA Los enfoques, en Ciencia Política, son justamente eso: formas de enfocar la realidad, de aprehenderla, de acercarse a ella. Por ello, colocados desde cada uno de los enfoques abordaríamos la noticia de forma distinta, resaltando algunos de los elementos y dejando otros en la penumbra. Para el presente apartado, utilizaremos las categorías básicas de cuatro de los enfoques de la Ciencia Política y desde allí analizaremos la situación que propone el artículo “Proyecto pretende universalizar servicios de atención infantil: “Red de cuido requiere al menos 10 años para lograr metas”, publicada por el Semanario Universidad el 16 de Junio de 2010. 1. Conductismo. Desde el enfoque conductista, la categoría de sistema político resulta fundamental. Este sistema político está compuesto por una serie de miembros que son los individuos que asumen un rol dentro del mismo. Algunos de esos miembros generan una serie de demandas y apoyos al sistema político, que este debe procesar y convertir en políticas públicas, que van de nuevo a la ciudadanía en un ciclo continuo de retroalimentación. En el caso concreto de análisis, se ve con claridad que existe una demanda, una necesidad, por parte de algunos miembros del sistema político: la de contar con un lugar en que puedan dejar a sus hijos menores de edad mientras ellos se dedican a otras actividades, fundamentalmente laborales. El sistema político admite esa demanda, la procesa en una suerte de “caja negra” y emite una respuesta: La Red Nacional de Cuido y Desarrollo Infantil. Esta política pública pretende resolver la demanda planteada en un inicio por algunos miembros del sistema político, quienes, luego de ser implementada, se verán satisfechos con ella o emitirán una demanda de mejora, iniciando así el ciclo nuevamente. 2. Institucionalismo.
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Desde la perspectiva institucionalista, el asunto se enfocaría partiendo de su categoría conceptual básica: la institución. El Proyecto de la Red Nacional de Cuido y Desarrollo Infantil, en sí mismo, es o pretende ser una institución, puesto que cumpliría con la definición que al efecto ofrecimos en el apartado correspondiente. Pero desde esta perspectiva, quizá el aspecto más relevante a señalar es aquel que tiene que ver con el “mantra” institucionalista: las instituciones importan. En este caso, importan tanto que se afirma la necesidad de legislación para lograr la continuidad del proyecto. En otras palabras: si no se institucionaliza, no sobrevive. Por otra parte, desde el punto de vista institucional, puede observarse claramente cómo la sociedad está transversalmente marcada por pautas y prácticas establecidas institucionalmente, tanto aquellas que se han formalizado en normas legales como las que se mantienen en la informalidad. Instituciones son, en ese sentido, las familias que requieren los servicios de la Red Nacional de Cuido y Desarrollo Infantil; el Ministerio de Bienestar Social y Familia encargado de llevarla a cabo; la Presidencia de la República, impulsora del proyecto; y la misma Red de Cuido, si bien aún no está suficientemente institucionalizada, pero que pretende llegar a estarlo en el mediano y largo plazo. Desde una perspectiva institucionalista lo que interesaría al analista sería justamente el proceso por medio del cual esas instituciones se crean; cómo funcionan; por qué cambian; y cuál papel juegan en el ordenamiento de las relaciones sociales. 3. Teoría de la Elección Racional. También desde el punto de vista de la Elección Racional es posible hacer algunas observaciones sobre lo que presenta la noticia en cuestión. Desde dicho enfoque habría que resaltar la categoría de la racionalidad, que se supone implícita en las decisiones de los agentes gubernamentales. Se podría considerar, en consecuencia, que la decisión de implementar una Red Nacional de Cuido y Desarrollo Infantil responde a los cálculos racionales del Gobierno sobre los réditos que dicha política podría generar a nivel electoral para el partido político de Gobierno.
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La Red Nacional de Cuido y Desarrollo Infantil fue uno de los principales productos que la actual Presidenta vendió durante su campaña, y que al parecer dio réditos porque los votantes compraron esa propuesta al acudir a las urnas y votar por ella. No es sorprendente, por tanto, que el cumplimiento de las expectativas ciudadanas sobre este proyecto, pueda producir rédito electoral para el candidato de su partido en el siguiente proceso electoral, maximizando de esa manera las utilidades, entendidas estas como cantidad de votos recibidos. En este caso, el análisis desde la Elección Racional se concentraría en determinar las causas que motivaron un determinado curso de acción (en este caso, utilizar recursos gubernamentales en una Red Nacional de Cuido y Desarrollo Infantil en lugar de utilizarlos en otros proyectos), buscando la racionalidad que subyace a ellas. 4. Feminismo. Desde el enfoque feminista uno de los elementos que se desarrolla más profundamente es la conceptualización del género, y cómo a partir de este se ha configurado la sociedad. Teniendo esto en cuenta, retomamos el concepto de «roles de género», definido como el “Conjunto de deberes, prohibiciones y expectativas acerca de los comportamientos y actividades considerados socialmente apropiados para las personas que poseen un sexo determinado” (Murguialday, 2006). En el caso de las mujeres, a ellas históricamente se les ha asignado el rol de ser las responsables del hogar y de la crianza de los hijos. Cuando la mujer sale del hogar y “abandona” su rol de madre es castigada socialmente; esto genera que muchas mujeres deban limitar su desarrollo político, laboral o personal por cumplir labores domésticas. Con la Red Nacional de Cuido y Desarrollo Infantil se registra un cambio de perspectiva del cuido de la niñez, dejando de ser un asunto privado para convertirse en un asunto público. Sin embargo, una política pública asistencialista como la propuesta por el actual Gobierno no contribuye en mayor grado a replantear los roles de género en la sociedad costarricense, básicamente porque no comporta medidas que establezcan al cuido y la crianza como una responsabilidad mutua, o sea, no exclusiva de la madre.
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Parte de la construcci贸n de una Nueva Masculinidad pasa por concientizar a los hombres de la necesidad de una vida sexual libre pero responsable. En este sentido, no hay justificaci贸n alguna para no tomar responsabilidades respecto a la crianza de sus hijos, aun en aquellas sociedades cuyo ordenamiento jur铆dico no contemple mecanismos efectivos para exigir los deberes derivados de la paternidad.
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V. ANÁLISIS DE NOTICIA CON BASE EN ELEMENTOS CONCEPTUALES DE LA TEORÍA MARXISTA DEL ESTADO ELABORADA POR NICOS POULANTZAS. Enseguida se analizará la nota periodística “Proyecto pretende universalizar servicios de atención infantil: Red de cuido requiere al menos 10 años para lograr metas”, publicada por el Semanario Universidad el 16 de Junio de 2010. Seguiremos, en lo fundamental, una perspectiva marxista, recurriendo a tópicos y conceptos debidamente desarrollados en el apartado precedente. En primer lugar, destaca que uno de los objetivos de la Red Nacional de Cuido y Desarrollo Infantil es abarcar a todos los niños que requieran atención “…sin importar la clase económica de la que provengan…”. Siendo este un proyecto impulsado desde el Estado, las versiones más usuales del marxismo anotarían que su prioridad más bien sería beneficiar a una clase social en particular, la dominante. ¿Cómo entender, entonces, el afán universalista de esta política pública? En realidad aquí tenemos una muestra contundente de la RELATIVA AUTONOMÍA DEL ESTADO comentada por Poulantzas: la formación estatal surge de un modo de producción determinado, es cierto, pero de allí no se sigue que haya sido construida a la medida de la clase dominante ni que vaya a ser simplemente acaparada por ella. El Estado conserva para sí un margen de acción amplio que le permite ejecutar acciones no enfocadas necesariamente a la dominación política. Los programas asistencialistas son buenos ejemplos de que el Estado no necesariamente reprime o ideologiza, una de las críticas de Poulantzas hacia Gramsci ya comentada. Haciendo uso de su relativa autonomía, el Estado costarricense opta por una política pública en materia asistencia a la familia –principalmente a la mujer– y el cuido de niños; esta iniciativa de seguro será de poco provecho para los miembros de la clase social dominante, quienes, por el momento, difícilmente confiarían sus hijos a las instituciones de la Red Nacional de Cuido y Desarrollo Infantil en lugar de contratar servicios privados. En ese sentido, resulta engañoso decir que la clase socioeconómica no importa, pues es sabido que los más interesados en ella son los sectores sociales menos aventajados. La nota deja entrever, asimismo, las motivaciones últimas del proyecto impulsado por el Gobierno: “…es posible incentivar la inteligencia de los y las infantes si se les estimula y atiende de forma integral desde que están en el vientre materno, y que el desarrollo del recurso
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humano del país depende en gran medida de la calidad de la crianza y atención que reciban en sus primeros años de vida”. Nótese que la finalidad de la Red Nacional de Cuido y Desarrollo Infantil se vincula con un objetivo de política económica a largo plazo. Esto nos recuerda que en efecto la autonomía del Estado es relativa: si bien puede desmarcarse de la clase dominante, no puedo hacerlo respecto de la formación social capitalista. Así, pues, el Estado surge de una división social del trabajo y a la vez contribuye a mantenerla. Con esto, queda claro que el afán del Gobierno tiene como trasfondo la promoción del recurso humano, probablemente con miras a la inserción del país en el mercado internacional y a la acumulación de capital. La iniciativa gubernamental se iniciará en los quince cantones con más bajo índice de desarrollo social. Aquí se muestra claramente, tal como plantea Poulantzas, que no rara vez EL ESTADO HACE CONCESIONES A LAS CLASES DOMINADAS. Nuevamente hemos de indicar que los programas de asistencia social tienen orientaciones que van más allá de la dominación política; el Estado de vez en cuando decide dar atención a los grupos en condiciones de vulnerabilidad social para evitar una inminente radicalización de la lucha de clases. En realidad esta situación es por demás característica de la historia política costarricense, en la cual los partidos tradicionales han sabido desarticular las organizaciones de izquierda a base de episodios esporádicos de atención a sus reivindicaciones. El filósofo Helio Gallardo (2009) lo ha señalado con toda claridad: “La gente se enteró [tras la Guerra Civil de 1948] que podía acceder a electricidad, servicios médicos, teléfono, educación, diversión, algo de financiamiento personal, programas para salir de la miseria o conseguir casa, a través de alguna instancia estatal y, obviamente, de la gente y los partidos que los controlaban. Así, cuando los comunistas retornaron a la legalidad, en 1975, se encontraron con que servían para agitar y reclamar, pero que para resolver situaciones la gente se entregaba a la gestión de liberacionistas y calderonistas…”. Justo a esto se refería Poulantzas al decir que el Estado tiene la capacidad tanto de impulsar el proyecto hegemónico de la clase dominante como de inmovilizar a las clases dominadas. Quienes habitan en esos quince cantones son las víctimas de un modo de producción que trae aparejada una división social del trabajo proclive a la explotación del humano por el humano. No hay razones
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para suponer que eso cambiará con la intervención del Estado, pero al menos da tranquilidad al bloque en el poder de que su dominio no será interpelado frontalmente; de hecho, el Estado termina convirtiéndose en un aparato clientelar que, al mismo tiempo, es el motor de una democracia en la que los votos se dan a cambio de atenuantes momentáneos para la miseria de amplios sectores de la sociedad. ¿Acaso son gratuitas las concesiones que da el Estado? Desde luego que no. Si fuese decisión de la clase dominante, proyectos como la Red Nacional de Cuido y Desarrollo Infantil no existirían o serían escasamente financiados. Una política pública como la que estamos analizando se torna inevitable pues EL ESTADO ES RESULTADO DE UNA CORRELACIÓN DE FUERZAS. La desigualdad creciente en el país obliga al Gobierno a atender las necesidades de un creciente segmento de los habitantes que llevan la peor de las suertes en la división social del trabajo; la clase dominante es incapaz de un cálculo como este. Los aparatos del Estado tarde o temprano han de activarse como resultado de una nueva correlación de fuerzas o coyuntura: si la desigualdad crece, lo hace también el descontento en las clases sociales más vulnerables. La función del Estado, tal como la planteó Poulantzas, consiste en mantener un “equilibrio inestable” en la sociedad, de manera tal que la hegemonía dominante pueda llevar a cabo sus negocios con la menor resistencia posible. En el fondo, se trata de preservar la cohesión social frente al avance de las contradicciones de clase. Ya se mencionó que la conflictividad social que gestiona el Estado no proviene tan solo de la lucha de clases. En el seno mismo de la clase dominante las fracciones se confrontan a raíz de tener agendas distintas. Actualmente nuestro país parece dar muestras de una crisis de la hegemonía tradicional, puesto que los grupos económicos no han logrado acomodarse después del descalabro del sistema bipartidista a inicios del siglo XXI. En estas condiciones, no es de extrañar que el Gobierno procure abonar sus bases de apoyo en los sectores populares, lo cual persigue mediante el uso intensivo de aparatos clientelares. Otra vez aparece Poulantzas con su advertencia repetida ya hasta el hastío: el Estado no solo reprime ni ideologiza, también procesa selectivamente algunas necesidades de las clases dominadas. Por último, nos referiremos a LA VISIÓN RELACIONAL DEL PODER. De Poulantzas aprendimos que el poder no es una cosa cuantificable ni a la mano de clase social alguna. El poder es, en cambio, la
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capacidad de una clase para imponer sus intereses, pero es relativo a la capacidad de las otras clases para hacer lo propio. De ahí que sea relacional, no auto-referido. El Estado ha sido muy exitoso en convertir a ciertos sectores sociales, sobre todo a la pequeña burguesía o “clase media”, en genuinos cimientos del bloque en el poder (Poulantzas, 1979, p. 171). Como indica la noticia, datos de la Fundación Paniamor, UNICEF y la Asociación Nacional de Desarrollo prueban que la necesitad de cuido a los menores aumenta conforme el nivel educativo de los padres y se concentra en los sectores medios. En vista de que la “clase media” ha ocupado la centralidad en el imaginario costarricense al menos desde el auge del proyecto socialdemócrata del Partido Liberación Nacional, no es de extrañar que el Gobierno se muestre tan interesado en cumplir las metas de la Red Nacional de Cuido y Desarrollo Infantil. Tampoco está de más notar que este proyecto podría transformarse en un aparato ideológico del Estado, especialmente porque la Red Nacional de Cuido y Desarrollo Infantil, además de cumplir con el encargo de alimentar a los niños, aspira a ser una instancia de educación. En el estudio citado sobre patrones de crianza, llama la atención que quienes se encargan del cuido niños y adolescentes por lo general dan una “crianza negligente”. Combatir ese patrón de crianza sería el pretexto ideal para, eventualmente, fomentar la matrícula de niños en las instituciones de este nuevo programa gubernamental y supervisar así la formación del futuro recurso humano del país en consonancia con la lógica del capital.
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