UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE LA CIUDAD DE MÉXICO
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GALERÍA DE AUTOR
Cuadernos de Alejandro Magallanes Fotografía de Agustín Estrada
Reserva del título: 04-2004-100113432600-102 ISSN: 1870-1817
Pág. 40
AÑO 9 • NUM. 37-38
ELENA PONIATOWSKA CREACIÓN Y COMPROMISO 5
Elena delante de las dulces (y amargas) naranjas mexicanas Entrevista a Elena Poniatowska Rowena Bali y Agustín Peña
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Jesusa Palancares en el Palacio Negro de Lecumberri Salvador Castañeda
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…Una Sardina, Dos Sardinas, Tres Sardinas y Un Gato Vicens Jordana
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El dinosaurio Niña Yhared
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Un hogar para Tuluso Carlos Wenceslao Torres
Dos Elenas: presencia de Garro en un cuento de Poniatowska Adriana González Mateos
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What are you looking for Nadia Villafuerte
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Amanda de la Garza 77
Poil de carotte
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Magali Tercero
Edgar Krauss 81
Elena en sus 80
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Juan José Reyes 84
2012, el nuevo “aquí y ahora” Jaime Mesa
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Perdido en la translación
Esperando a los bárbaros Los mejores bagles del metro De vanidades y divinidades Cuerpo débil Rowena Bali
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Librario
Alejandra García
Anónimo Hernández 93
La última mordida
Santiago Manuel de la Colina
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Elena delante de las dulces (y amargas) naranjas mexicanas Entrevista a Elena Poniatowska Rowena Bali y Agustín Peña
En esta conversación la admirable escritora y periodista cuenta sus años de infancia y juventud, su incorporación en la prensa y las letras, sus experiencias con personajes entrañables, sus proyectos. Son palabras llenas de luces y vitalidad, de renovados alientos
Rowena Bali: México está festejando en este año los ochenta de edad suyos, Elena, y la primera pregunta que quiero hacerle a usted va en torno a estos primeros años de vida en París, sus padres, el viaje de llegada a México, la primera impresión que le produjo el país, en fin. Elena Poniatowska: Los primeros años fueron en París en una calle, en el 16ème Arrondissement, que así se llamaba, en una casa en la Rue Berton y recuerdo que a mi hermana y a mí nos llevaban al Sena, cerca del Sena, a caminar, porque se acostumbra mucho que los niños europeos tomen el aire, salgan de sus casas a respirar... Y entonces nos sacaban todos los días, nos ponían nuestros abrigos, nuestros sombreros, y allá íbamos. Un recuerdo muy especial es que había castaños, había esos árboles y estaban tan bien cuidados que alrededor de su tronco había como una alcantarilla, como rayos de estrella de fierro para que pasara el agua y a mí eso me gustaba muchísimo: que cuidaran tanto a los árboles. Bueno, yo no sabía que los cuidaban pero me encantaban esas alcantarillas y me encantaban los
adoquines. Pero esos son recuerdos de niña chiquita, porque después ya no viví en París. Viví en el sur de Francia; mis padres estaban en la guerra. Mi padre, pues, es un héroe, y tiene así como cien mil condecoraciones, y mi madre manejó una ambulancia, y nosotras, mi hermana y yo, vivimos siempre en casa de mis abuelos. A mí el que me enseñó a leer fue mi abuelo Andrés, que escribió dos, tres libros, y que era muy severo. Le tenía yo un miedo horrible; bueno, horrible no, pero sí le tenía miedo. Agustín Peña: ¿Por qué ese miedo?¿Por qué recordar ese detalle del miedo? EP: Porque lo que me pedía yo no lo podía hacer o no lo sabía hacer; me pedía que resolviera un problema: que si un campo tiene no sé cuánto de largo y no sé cuánto de ancho, que es rectangular, si se le siembran postes alrededor, cuántos postes se tienen que sembrar, a qué distancia y no sé qué. Y yo pasaba casi toda la noche— yo tenía ocho años— arrancándome el cabello porque no lo sabía,
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Entrevista a Elena Poniatowska
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no sabía hacer eso y nadie en la casa de ellos sabía hacerlo tampoco, ni el jardinero, ni el cocinero —era hombre— ni la recamarera, y yo iba con ellos corriendo, y nadie lo podía hacer y entonces al día siguiente era un sufrimiento espantoso. AP: Sin duda son otros tiempos, otros momentos, otro mundo que le ha tocado vivir, toda esa transición y esos cambios. Pero recordando esos días, ¿su infancia fue feliz? ¿Cómo era la niña Elena Poniatowska? EP: La infancia fue muy feliz. Yo tenía unos padres súper guapos, ahorita les enseño las fotos, pero de veras guapos, más guapos que los actores de cine, así, y mi padre tocaba el piano y él dirigió en Bélgica y en París la ITT, International Telephone and Telegraph… Ya había teléfono en esa época, ¿verdad? Creo, pero ya no me acuerdo… Era la ITT, y él iba mucho a Bélgica y mi madre trabajó con Schiaparelli. Schiaparelli era una casa de alta costura; ahí trabajó ella,
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como era muy bonita le daban los vestidos para que se los pusiera en los bailes, y ahí decía “Mira, llevaba el vestido y o el vestido z”. RB: ¿Algún recuerdo que la haya marcado para su futuro como escritora, durante esa época? EP: No, ninguno. Yo recuerdo que hacía las tareas con preocupación porque además las plumas eran de tinta y entonces si se te iba una mancha de tinta y manchabas la página pues era como una ofensa a Dios, era terrible; entonces tenías que tener mucho cuidado al meterla, era una plumita así… y los tinteros estaban encajados en los escritorios y entonces tenías que tener mucho cuidado, pasar el tintero muy bien, la pluma del tintero al cuaderno. RB: ¿Entonces era una pequeña tortura imprimir la letras después de meterlas en ese tintero? EP: Yo creo que a mí me gustó siempre, me gustó mucho leer, hacer la tarea y todas esas cosas...
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AP: Cuando menciona esto, de la impresión de la letra, hacer la grafía, me lleva inmediatamente al presente más inmediato y es que usted tiene cuenta de Twitter y ahí expresa algunos comentarios. Hay aquí un salto enorme… EP: Sí, hay un salto enorme y sobre todo que yo soy una chancla para manejar el Twitter; bueno, alguna vez sí logro mandar un mensaje sobre algo que me importa, sobre todo ahora con lo de López Obrador, pero en general no sé. También facebook, pero viene algún estudiante y me ayuda y me pone mi nombre, o ¿cómo se llama eso para entrar…? AP: Sí, el password y el nombre de usuario. EP: Pero luego se me olvida y lo tengo que tener pegado por ahí... Yo soy malísima para todo lo que es tecnología. AP: Regresemos a los primeros años RB: Sí, exactamente eso es lo que quiero hacer yo. Tengo una enorme curiosidad: saber cuál fue la impresión que le produjo el país cuando llegó. Llegó a los nueve, diez años más o menos, en el “Marqués de Comillas”. ¿Qué impresión le produjo México? EP: Bueno, en este barco, el “Marqués de Comillas”, que trajo a muchos refugiados españoles, no llegamos al D.F., llegamos a Cuba, a La Habana, y ahí nos querían meter en una isla que se llama Triscornia, en cuarentena, porque a todos los que venían de Europa ahí los metían, dividían a la gente, y además creo que los que estaban mal o enfermos viejos los devolvían, y así como si fueran jamones, y entonces nos querían meter a Triscornia, y mi mamá protestó y no nos llevaron ni a mi mamá, ni a mi hermana ni a mi, ni tampoco a una mujer que estaba embarazada. Y entonces estuvimos en La Habana como dos o tres días y nos metimos al mar, y como no traíamos traje de baño nos metimos en calzones, pues éramos niñas. A mí eso me parecía perfecto; ahora yo veo a mis nietas de cuatro años y a fuerza quieren usar brassiere y yo me pregunto de dónde salió esa estupidez… AP: Las generaciones cambian… RB: Otra curiosidad es por saber qué fue lo que llevó a una mujer como usted: hermosa, aristócrata, una princesa, a tomar este país, a adoptar este país, a meterse al México profundo, a Tlatelolco, a Santa Martha Acatitla, a Lecumberri, en fin ¿Qué fue lo que la impulsó a eso? EP: Bueno, mi mamá es mexicana, se apellida Amor, era prima hermana —las dos ya murieron— de Pita Amor, y de otras Amor,
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Carito, Carolina Amor de Fournier, que fundó la Prensa Médica Mexicana, Inés Amor, que fue la primera directora de una galería, la Galería de Arte Mexicano, aquí. Entonces mi mamá es mexicana, pero yo nunca recuerdo que mi mamá nos haya dicho que ella era mexicana en Francia, yo creo que no lo pensaba, porque ella nació en París, nació en Francia; su madre nació en Francia. Entonces eran mexicanos que creo que se fueron a Biarritz, con Porfirio Díaz, o en tiempos de Porfirio Díaz; eran hacendados, perdieron sus haciendas, una que se llama San Gabriel, que ahora es un hotel, y otra que se llama La Llave, está cerca de Querétaro, que se volvió creo que un cuartel y está toda fregada. Y vivían en Biarritz… Yo creo que mi mamá amaba muchísimo a Francia y a París; se sentía muy bien ahí… Caminar sus calles… Entonces ya vinimos aquí y la primera impresión para mí fue grande, fue la calle… Después de La Habana tomamos un avión y creo que llegamos así medio mareadas; era de hélices, y la primera impresión, al día siguiente, fue ver que vendían naranjas en la calle, porque en Francia te daban d’orange presse: media naranja y tú la exprimías en un vasito de agua. Pero aquí había tal cantidad de naranjas y te daban un jugote. Bueno, ahora ya no, pero en aquel tiempo en tu casa te hacían un jugote; para mí eso era como entrar al oro, o entrar al sol. ¡Era una maravilla! También me impactó mucho ver que la gente estaba descalza; tenía diez años, así que tampoco me acuerdo muy bien de mis reacciones; y aprendimos español en la calle, así, rapidísimo, mi hermana y yo en tres meses ya sabíamos español, pero en la casa de mi mamá se hablaba francés e inglés y no tanto español. AP: ¿Y qué detonó en usted la vocación política, la vocación de activista? EP: Bueno, la vocación política nació después. Yo creo, porque eso fue… entré a Excélsior, al periódico Excélsior en 1953, y primero todo era puro “Sociales”, que les llamaban entonces, crónicas de bailes y cosas así, y después ya me fui interesando. En esa época nunca jamás se hablaba… Había mucha nota roja, porque vendía mucho, había un periódico de escándalo también, se llamaba Alerta, Alarma, perdón, que tenía unos titulares muy chistosos, decía: “Mató a su mamacita sin causa justificada” y decía: “El general no sé qué, el general Pérez López, entre fumada y fumada, prohíbe el uso de la marihuana” Entonces eran unos… Había un periódico Zócalo, esos eran los pe-
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riódicos de nota roja, de puros degollados y cosas horribles pero en los periódicos tú no podías hablar de problemas de pobreza, en el Excélsior al menos no. Y ya después se abrió más la cosa. Además a las mujeres las refundían en “Sociales”; había muy pocas. Iban a sociales, y decían que estaban ahí MMC “Mientras me caso”. RB: ¿Cecilia Treviño, “La Bambi”, qué fue en su vida? EP: Ella fue la jefa de “Sociales” y la llamó la sección “B”. Era la esposa de Alberto Gironella [el pintor], tuvo dos hijos con él. Le decían “Bambi” porque tenía unos ojos gigantescos así… La película de Walt Disney, de aquella época, se llamaba Bambi. Y ella fue una periodista muy reconocida en su tiempo; la gente le hacía la barba y todo para salir ahí retratada con su copa en la mano. Y había otras, había una María Idalia, ella era actriz y periodista; Ana Salado Álvarez, y luego hubo una periodista política que salvó a un guarura, lo sacó del mar entre las olas, era Elvira Vargas, Ella acompañaba… a un guarura de Lázaro Cárdenas. Ella acompañó muchísimo a Cárdenas, escribió sobre el petróleo y todo, y una vez que se estaba ahogando un guarura, (mejor lo hubiera dejado que se ahogara, ja….), de una vez ella se echó y ya lo sacó, sabía nadar y además era una gran editorialista del Novedades. RB: ¿Cómo fue esta transición? Estuvo en Excélsior, en la sección de “Sociales”, ¿cómo pasó al periodismo serio, a entrevistas con personajes como Siqueiros? EP: Yo creo que fue paulatina la transición; poco a poco me fui quedando, a veces pienso que para qué me quedé tanto, pero me fui quedando y fue que al rato me empezaron a dar temas más importantes. Además el periodismo… bueno, ustedes son periodistas, a la mejor es un poco… tiene algo de droga. Hay un letrero en un machete que dice: “Cuando esta víbora pica, no hay remedio en la botica” y un poco así es el periodismo, empiezas, empiezas… luego hay la satisfacción o la vanidad de que al día siguiente ves que se publicó lo que tú escribiste, entonces es algo muy inmediato y luego como que te agarra y ahí te quedas. Luego recuerdo un periodista medio borrachito que estaba en las máquinas que eran de teclear, se oían en toda la redacción y él se atravesaba a un bar que se llamaba el “Negresco”, delante del Novedades, y me dijo: “Ay, Elena, me agarro ‘El maquinazo’”, hay que escapar del “maquinazo”, es decir, bueno, no quedarse, no dejarse entrampar. No hundirse ahí.
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AP: Usted es un capítulo aparte para todo periodista, es un capítulo que hay que estudiar, hay que leer, ¿pero cómo fue que desarrolló esa voz de periodista, ese estilo, porque es muy narrativo, es muy descriptivo, diría yo casi cinematográfico, la manera en que ha descrito a cada uno de sus entrevistados? EP: Había como clichés para decir, ay, “El presidente de la República llegó”, siempre decían “Apoteótica multitud recibió con los brazos abiertos al Candidato”. Siempre decían lo mismo, entonces yo llegaba y veía que el presidente se tropezaba y casi se iba de bruces si alguien no le agarraba el brazo, entonces yo veía eso, y pues era la verdad y yo lo ponía, entonces veía y ponía todo lo que hacían los entrevistados (si entraban sus mujeres a ver qué estaban haciendo, todo eso). Fui escribiendo lo que yo veía, así, con toda naturalidad y eso quizá fue porque finalmente yo era una “niña bien”, y me podía permitir cosas que a lo mejor otros no se hubieran podido permitir, hubieran temido que les dijeran, “Bueno, ¿qué te pasa?” ¿No? Entonces hacía un montón de preguntas muy atrevidas, muy impertinentes, me metía yo creo que hasta muy al fondo con la gente. Sí creó como un estilo frente del que decían: “Bueno, a ver ahora esta bárbara qué va a preguntar”. Yo nunca había visto un cuadro de Diego Rivera —quien además estaba proscrito en mi casa porque pintó desnuda a Pita Amor, como si ella no se hubiera desvestido—. Entonces yo iba y lo entrevistaba y no sabía nada de él; además tenía una educación de convento de monjas, yo no sabía nada de nada de México, estuve en Estados Unidos, ¿no? Y entonces yo lo veía altísimo y gordísimo y los dientes chiquitos y decía: “¿Sus dientes son de leche?” y entonces él decía “Sí, sí y con ellos me como a las preguntonas güeras” y no sé qué. Una vez los Tamayo se enojaron conmigo, Olga Tamayo sobre todo, porque mientras yo entrevistaba a Tamayo [el pintor], Olga estaba hablando por teléfono yo creo que a Estados Unidos, como vendiendo un cuadro, y entonces yo estaba sentada con Tamayo, pero se oía la voz de Olga que decía en un horrible inglés: “This picture is 30,000 dollars, 30,000 dollars, this one is 40,000 dollars”, así, hablaba horrible. Entonces yo todo lo apuntaba, pero le hacía como escribe José Agustín en inglés, como de loquito, entonces hice la entrevista y puse todo lo que sucedía. Entonces ellos estaban enojados. Octavio me decía “Escóndete, escóndete porque van a estar furiosos”, y sí se enojaron, ¿eh? Dijeron que yo era una pelada, impertinente, no sé qué tanto.
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AP: Pero eso todos lo gozamos, definitivamente. EP: Ya no hago esas cosas, ya la vejez no lo permite. AP: Usted está muy viva, muy vital… Aquí hay muchísimos libros, estamos rodeados de flores por su cumpleaños también, hay por aquí un par de gatos que nos están mirando con curiosidad, estamos en una ventana con mucha luz y rodeados de árboles, este es el ambiente por el que estamos rodeados esta noche. RB: Muy sorprendidos de que haya sostenido su carrera periodística y literaria durante tanto tiempo y con la misma vitalidad. ¿Cómo es que ha podido compaginar su trabajo como periodista, como escritora, como madre? Sabemos que estuvo con su propia madre todo el tiempo… ¿Cómo ha hecho para compaginar todo esto y mantenerse tan constante, tan presente en nuestras vidas? EP: Bueno, qué bonita pregunta, pues yo no siento que he sido tan, tan constante, pero sé que sólo si me enfermo no cumplo con algo a lo que me haya comprometido a hacer. Entonces eso ha sido como una disciplina. Yo acostaba a mis niños casi a las 7 de la noche,
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quisieran o no, porque apenas se dormían “a la rurru niño, a la rurru yaaa”, me subía a donde escribía para poder trabajar, y también en la mañana pues los llevaba a la escuela y luego ya me… Y ahora me siento culpable y me digo “Ay, pero por qué hacía eso”. Y es que es como una droga… También me culpabilizo porque me acuerdo de que mi mamá me decía “Vamos al cine”. “Ay, no, ¿cómo vamos al cine si yo tengo que escribir no sé qué tanto?” y ahora pienso “Pues qué idiota fui”, ¿no? Pero bueno, pues ahí está la cantidad de artículos. Pero luego yo entrevisté a muchos imbéciles, y mucha gente así que decía yo, ¿y para qué estoy haciendo eso? Muchas señoras y señoritas tontitas, bueno y yo también tontita, una se deja llevar y se va haciendo una madeja de la que no puede salir. En esto también hay mucho de neurosis. Hay que cuidarse, mucho decir: “Esto es lo que tengo que hacer y lo voy a hacer a como dé lugar”. RB: Tiene usted un trabajo muy importante en Lecumberri. El otro día platicaba con una escritora que me decía: “Para mí, que me dieran la oportunidad de entrar a una cárcel a entrevistar presidiarios,
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sería lo más maravilloso”… Y no es la única que me lo ha dicho y es que hay cierto “encanto” en las cárceles para los escritores ¿Cómo fue su experiencia en Santa Martha Acatitla, en Lecumberri? EP: Bueno, Lecumberri era como un pueblo, porque es un polígono y luego como picos de estrella están todas las crujías. Me escribió un preso que si no iba yo a ver una obra de teatro que habían puesto ellos. Entonces fui, y a partir de entonces empecé a ir a entrevistar presos, sobre todo en 1959, a los ferrocarrileros presos, que eran muchos. Ahí estaba Demetrio Vallejo, que siempre estaba apandado. Y luego en 68 y 69 a los estudiantes; ahí sí fui con frecuencia para hacer los textos de La noche de Tlatelolco y fue una gran oportunidad porque en 59 también pude entrevistar, me dieron permiso solamente de ir al polígono. Fue la época en que estaba Siqueiros; en el polígono, bajo la vigilancia de los policías, mandaban llamar a los presos para que yo pudiera entrevistarlos. Fue una experiencia muy formativa, incluso mi hijo Mane, mi hijo mayor, la recuerda porque él llegó a ir a la cárcel y también le impresionaba. AP: ¿Y cómo fue ese shock?¿Cómo fue esa experiencia de estar en un lugar que tenía su ley aparte y, por otro lado, el simbolismo y la fuerza de las personas que estaban ahí, gente que cambió la historia? EP: En primer lugar los presos están muy deseosos de contar su vida, de que alguien los escuche. Puedes ahí obtener relatos de vida verdaderamente fuera de serie; además cuando yo fui estaba preso Siqueiros y lo entrevisté largamente y también entrevisté a Álvaro Mutis, un colombiano, un gran poeta que se ha sacado el Reina Sofía, el Príncipe de Asturias, en fin, que se ha sacado premios muy importantes. Eran los testimonios que me ayudaron después a escribir… Y había presos ferrocarrileros… Alberto Lumbreras, que era uno del Partido Obrero y Campesino, que era un carpintero y también un ebanista, me contó su vida, y era impresionante porque todos tenía fijación en Moscú, incluso decían que querían que los enterraran en Moscú, y yo les decía “¿Y para qué quieren ir a Moscú?” Y era la locura porque se habían ido así con una petaquita y una bufandita, iban a lo desconocido, ¿no? Era delirante lo que contaban, y al mismo tiempo muy impactante, muy estrujante para uno. Su ideal de vida, su ideal de lucha. A mi me conmovían muchísimo. Sí era impactante ir a Lecumberri, ir a Santa Martha Acatitla también. En Lecumberri olía a pan, bueno, olía feo, pero cuando hacían pan, que lo hacían espa-
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ñol, hacían los bolillos más ricos de México y los vendían hacia fuera; había talleres y todo eso. Santa Martha Acatitla ya no era como pueblo, además los presos salían a caminar al redondel. Santa Martha Acatitla fue una cárcel tipo gringo, terrible, donde ya se cerraba todo automáticamente; en Lecumberri sucedía todo lo que no te imaginas porque los presos, unos que eran muy coscolinos, recibían en una crujía, en una celda, a sus esposas, luego corrían como locos a otra crujía, a otra celda, a recibir a su amante. Todos los correos del corazón que decían “Busco mujercita que quiera atender una casa, el fin último es formar un hogar y tener hijos”; luego al final ponían “Mandar fotografía en traje de baño”. Los que estaban en los correos del corazón, que son unas como revista que había antes, eran todos presos y sí lograban casarse. RB: Usted ha hecho cientos de entrevistas, quizá esté rayando los miles de entrevistas… ¿Qué debe tener una entrevista para que usted la considere una buena entrevista? Y, digo, también nos va a servir a nosotros de consejo… EP: Yo todo lo hago como “El burro que tocó la flauta”, como a “Trompa Talega”. Yo no tengo reglas, siempre estoy esperando que alguien me diga cómo hacerle. Lo que sí he tenido toda la vida es miedo, porque en Francia en 1954 fui a hacerle una entrevista a Francois Mauriac, pero yo no sabía nada, porque ni siquiera… creo que había leído un cachito de un libro que se llamaba Nido de víboras, pero un cachito, y entonces se enojó y me dijo que regresara cuando hubiera yo leído. Me corrió, ¿no? Pero luego hice una entrevista con Mi fracaso, que a él le gustó. Se la traduje porque no hablaba español y ya me trató bien. Y ahora sí, ya no hago una entrevista sin prepararla, sin saber nada, no, nada de que “A ver, usted, ¿por qué está panzón?” Ese tipo de cosas ya no… AP: ¿Recordará la entrevista más difícil de toda su vida? EP: A mi no me gustaba… desde luego a los políticos no me gustaba nada y a ellos tampoco les gustaba que los entrevistara porque yo les decía “He sabido que es usted un ladrón, a ver ¿por qué es usted un ladrón?”. Ese tipo de cosas. Así que no me gustaba nada. Lo que sí me gustaba mucho era entrevistar a la gente que estaba muy apasionada por su trabajo. RB: Todos sabemos que usted se ha definido como una activista de izquierda toda su vida. La izquierda la ha denominado como “La
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princesa de izquierda” por ahí ¿Por qué? ¿Por qué es importante favorecer a la izquierda mexicana? EP: Lo que sucede es que a mi me han interesado la causas de la gente más improbable, más imprevista, la gente que yo no podría haber tratado sino a través de las entrevistas. El mundo al que yo entré a través del periodismo y eso de veras sí se lo debo — madera— al periodismo, fue el mundo de la Jesusa Palancares, nadie de mi clase social me ha dado la fuerza que me dio la Jesusa Palancares… AP: Qué bueno que Jesusa Palancares viene a cuento, porque me acuerdo mucho de una frase que viene en Hasta no verte Jesús mío, es que ese rostro y esa voz, es justamente la voz que se ve en las manifestaciones, los mítines y en las protestas y que nadie la ve, nadie la voltea a ver… RB:¿Cómo llegó hasta ella? ¿Qué circunstancia la llevó ahí? EP: Jesusa Palancares estuvo varias veces en la cárcel, en la sección de la cárcel de hombres, pero eso fue hace mucho, había una sección de mujeres que las metían ahí uno o dos días. Pero yo la conocí en un edificio en lo alto de Revillagigedo porque ella era lavandera, lavaba la ropa, entonces yo la oí, y dije “¿Qué es esto que está diciendo?” Decía cosas que yo decía: “Pero qué maravilla”. Le dije “es que yo la quiero ir a ver a su casa”, y vivía claro, en el culo del mundo ¿no? En la cola del diablo y ahí fui y ella al principio me decía “Usted es una rota Catrina, usted, a ver ayúdeme a lavar los overoles, a ver ayúdeme a esto”, cosas que yo no sabía hacer, me decía que yo no servía para nada, y después de un tiempo yo insistí, insistí. Iba con una grabadora grande y me decía y “¿Quién me va a pagar la luz?. Usted me está robando la luz”, porque yo la enchufaba ahí. Después el cariño fue enorme porque… Recuerdo que una vez me enfermé y estuve en el hospital y quería dormirse debajo de mi cama, decía “¿pero y como se va adormir ahí”? y ella decía: “No, por favor” Es uno de los grandes recuerdos de mi vida. RB: A mi me gustaría saber si en el México actual existen mujeres de esta madera, mujeres por las que usted pudiera apasionarse de la misma manera. EP: Ahora ya hay mucho más reconocimiento y respeto. A mi me late que la de María Félix, cuando se volvió la Doña, bueno, después de hacer Doña Bárbara, su manera de ser era siempre a la defensiva. Una vez la fui a entrevistar ahí a su casa de Campos Elíseos, antes
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que yo estaba un periodista que venía no sé de donde, de un estado, no era del DF, y entonces, de repente, ella le dijo “¿No quiere tomar algo?”. Lo sentó en su sillón y todo eso… bueno ella no lo sentó, le dijo que se sentara… y bueno empieza el periodista la entrevista y le dice: “Señora, ¿de qué burdel la sacaron a usted en el norte?” Entonces yo pensé, yo sentí, te juro que un escalofrío, dije “no es posible: ¿qué estoy oyendo?” Y entonces ella le dijo con toda la tranquilidad: “Mire usted, le acabo yo misma de servir un coñac, usted está sentado aquí en mi sala en un sillón y en este ahorita voy a llamar al mayordomo… y se dirigió hacia mi… tenía unas como botitas… se dirigió hacia mi y me dijo, “A ver Elenita véngase, vamos a platicar usted y yo”. Me quedé muy sorprendida y me dije: “A esta mujer la han agredido antes y esta mujer ha aprendido a defenderse y a pasarse por encima de la ofensa y a seguirse”. Me dejó muy impactada eso, esa manera de ella de ser, ¿no?. AP: Y ella lo dijo: “Nomás falta que yo me deje”. EP: Sí, ella fue de armas tomar, pero yo creo que así se fue enseñando a través del tiempo. RB: Hace tiempo, cuando yo estaba estudiando en la UNAM, tuve la oportunidad de verla a usted con Bárbara Jacobs, por ahí estaba Ángeles Mastretta. Era una conferencia sobre la mujer en la literatura. Entonces usted hizo un comentario que generó cierta polémica acerca de que la mujer que quería dedicarse a las letras tenía que gozar de cierta posición económica, para poder tener éxito en México ¿Ha cambiado esa situación en la actualidad? No ha pasado tanto tiempo desde entonces… EP: No hay escritoras proletarias, así. Yo creo que sí las hay en Europa. No sé, pero que en México que uno sepa que a alguien le cuesta muchísimo… Siempre las escritoras escriben a partir de una determinada clase social, no las periodistas ¿eh? Hay muchas periodistas que de veras tienen una situación económica y que necesitan su sueldo, es importantísimo; pero en general las escritoras pues tienen una situación de privilegio, todas las que yo he conocido: Rosario Castellanos siempre estuvo muy bien, bueno, es una mujer que tenía haciendas en Chiapas, Elena Garro también, a todas les iba bien, económicamente. Ya después todo lo que trajeran, todas las marañas en su corazón o en su cabeza pues era cosa de ellas ¿no? Pero había algunas que tenían muchos gatos en la barriga…, pero en general
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Entrevista a Elena Poniatowska
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yo no sé de una escritora que no tuviera… Había, bueno, Benita Galeana, ella sí, pero le ayudó a escribir Juan de la Cabada , y después Mario Gil, que era un ferrocarrilero, no, que era un gran periodista. RB: Una de las ediciones de su primer libro, Lilus Kikus, que muchos tuvimos en nuestra casa materna, estuvo ilustrada por Leonora Carrington, el último libro que usted ha publicado gira totalmente en torno a la vida de Leonora Carrington. Entonces a mi me gustaría que nos contara qué fue Leonora Carrington en su vida, ya que ha estado presente durante tantos años. EP: El primer libro lo sacó la editorial “Los Presentes” y la portada… todavía no lo ilustraba Leonora Carrington. Se hicieron algunas ediciones y no me acuerdo qué edición ilustró Leonora Carrington y para mi fue un honor y una alegría enorme que ella lo hiciera. Incluso ella me regaló los dibujos, cuando le dije “Voy a ir a la editorial y te voy a devolver los dibujos”, ella me dijo: “No, quédatelos.”, muy generosa. Yo siempre la admiré mucho, siempre. Todo lo que decía, todo lo que hacía me hacía pensar que ella era única e irremplazable; todo mundo lo es más o menos, pero ella lo era más que todo el mundo ¿no?, más que cualquier otra gente que yo conociera. Entonces después, ya últimamente, no pintaba , ya estaba sola y entonces la iba a ver y cada cosa que me contaba, que no era mucho ya, pero con lo que me había contado antes era posible reconstruir algo de su vida. Es que primero yo hice una novela, que esta iba parecida a ella, pero era distinta, le puse Fiona, y quién sabe quién me dijo: “Elena: Fiona es un personaje de una vaca, ¿no? que sale en el cine”, me dijo “No le pongas así”. Luego yo le atribuía, yo siempre pensaba en Leonora, pero me iba yo con Fiona y no sé qué y le atribuía cosas que me habían sucedido a mi y que nada tenían qué ver. Y empecé a ver qué había de Leonora Carrington en México, y no había mucho pero había cosas muy buenas de críticos de arte —sobre todo una Lourdes Andrade—, pero no había mucho y entonces me dije “¿Cómo es posible que haya tanto sobre ella en Estados Unidos y no haya casi nada aquí en México cuando ella vive en México?” Entonces dije “Mejor la hago directamente sobre ella”. Pero es una novela, no es una biografía. Una crítica de arte debería de hacerle una biografía. AP: Hay un episodio mucho más reciente y muy lamentable que es el de la muerte de Carlos Fuentes.
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EP: Hoy estuvimos en… por cierto que van a llamar al Museo de la Ciudad de México… se va a llamar, lo anunció Marcelo Ebrard, lo van a llamar Museo Carlos Fuentes. RB: Hay anécdotas alegres en torno a su afición por el baile y en ellas está involucrado Carlos Fuentes. Por favor platíquenos un poco acerca de esto. EP: Es que probablemente yo sea una de las pocas personas que conoció a Fuentes antes de que él fuera escritor; éramos muy chicos y a él lo veía en los bailes que daban en las embajadas, e íbamos a bailar y ahí muchas veces coincidí con Fuentes. Pero en esa época bailábamos no como ahora que se baila el uno frente al otro sino bailábamos “La raspa” y “La bamba”. Había un cubano que se quedó en México que se llamaba Pérez Prado, entonces se bailaba (cantando) “…yo soy el icuiricuí y yo soy el macalacachimba”, y eso bailábamos, y nos hicimos amigos porque él me sacaba a bailar y después ya él publicó…después de Lilus Kikus… En “Los Presentes” yo publiqué Lilus Kikus y él publicó Los días enmascarados que tiene un cuento buenísimo ahí que se llama El Chac Mool y luego, creo que fue en el 58, cuando salió La región más transparente, que fue su gran novela, que causó sensación. Y ya de ahí con un gran vigor una gran fuerza, una energía tremenda escribió La muerte de Artemio Cruz, escribió Aura, escribió Cambio de piel y ya se siguió, y luego todos sus grandes ensayos y luego sus novelas que siguió escribiendo, como Gringo Viejo. Después él se internacionalizó muchísimo y luego sacó cien mil doctorados honoris causa de todas las universidades de Estados Unidos, la Legión de Honor a Título de Oficial… AP: ¿Es la última nota escrita por Carlos Fuentes dedicada a usted? EP: Es que íbamos a comer, Celia Chávez de García Terrés nos invitó a comer juntos el día de su muerte y entonces antes le habían pedido a Carlos Fuentes que escribiera una nota, una cosa sobre de mi, creo que la escribió… escribió unas palabras o algo. Le dijo Silvia a Celia que Carlos se habías sentido mal, que estaba vomitando y luego ya a las dos de la tarde supimos que se había muerto, dos y media. RB: Usted rechazó un premio Villaurrutia, la pregunta sería, ¿si ese premio se lo hubieran dado en estos años lo habría aceptado? EP: Bueno, ahora no me lo darían. En el 68 cuando me dijeron que me iban a dar el premio por La noche de Tlatelolco pues yo pre-
Entrevista a Elena Poniatowska
gunté que quien iba a premiar a los muertos; si haces un rechazo así ya no te vuelven a dar ningún premio, además que inmediatamente está todo muy dividido, la derecha, la izquierda ¿no? Y yo estoy sellada así con la izquierda, y entonces si no estás con el stablishment si no estás con el gobierno no te van a premiar, ¿no? Además nunca he querido poder de ningún tipo, ni siquiera, no, no, no… AP: Pero tiene un poder que se asemeja al que están viviendo ahorita los muchachos de la Ibero que es el de la voz y el de la opinión y por supuesto el de las letras, que ese es innegable. Y creo que todo mundo busca la opinión en algún aspecto de la sociedad de Elena Poniatowska, siempre. EP: Ah, pues muchas gracias, pues qué te digo de eso, bueno, yo creo que te van sucediendo las cosas un poco sin darte cuenta de que te van a suceder. Tú no puedes prever qué te va a suceder mañana, nadie puede, ¿no? ¿Verdad?
Rowena Bali y Agustín Peña
RB: Esta sería quizá mi última pregunta. Por ahí Juan José Reyes, que es un amigo en común… EP: Claro… RB: Me dijo que había un proyecto de usted para escribir sobre su esposo, Guillermo Haro. ¿Qué tiene esto de cierto, y bueno…? EP: Absolutamente verdad. Para esto me está ayudando una linda escritora que escribió sobre Revueltas; ella es argentina, es de La Patagonia. Se llama Sonia Peña; entonces yo espero… ella se va, se regresa, ahorita ustedes la vieron salir, pasó ahorita… Ella me está ayudando a recabar todos los datos y quiero hacer una biografía, no una novela, una biografía verdadera porque con La piel del cielo dijeron que era la vida, y sí me basé en muchas cosas científicas en la vida de Guillermo Haro, pero no era su vida, le colgué un montón de milagros y mentiras, bueno de cosas que no tienen que ver con él. Entonces ahora quiero hacer una biografía pero con pies de página,
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Entrevista a Elena Poniatowska
Rowena Bali y Agustín Peña
esas cosas que uno pone un numerito arriba y abajo consulta que yo nunca he sabido hacer porque nunca recuerdo de donde saqué nada, porque no tengo la formación académica, que es una de mis grandes tristezas. Entonces ella sí, me está ayudando; está haciendo mucha investigación y espero entregar esto antes porque ella en septiembre ya se regresa a La Patagonia. Tengo que apurarme. AP: Tenemos que hacer nuestra pregunta habitual de programa. RB: Este programa, maestra, se llama Arcadia, y siempre hacemos una pregunta, que es esta: ¿De todos los lugares del mundo que usted conoce cuál es el que se acerca más a su paraíso personal, a su paraíso literario, a su ideal? EP: Es un lugar, yo creo, donde hay árboles, nogales, acostarme debajo un árbol y estar viendo las ramas todo el tiempo y me puedo estar mucho rato hasta que me dicen que donde ando ¿no? Y eso un
lugar donde yo pueda estar viendo árboles ese es mi ideal, mi Arcadia, mi paraíso, claro pensando siempre que ahí van a estar mis hijos, ahí cerca, que les puedo gritar en cualquier momento que vayamos a cenar o a comer. AP: Pues sus palabras, sus pensamientos, este tiempo, su generosidad, desde la Universidad Iberoamericana, nosotros, Agustín Peña, Rowena Bali, le agradecemos mucho que nos concediera esta entrevista… EP: Ay, yo a ustedes, porque además son muy tecnológicos, porque una tiene un Ipad muy impresionante y el otro tiene una grabadora impresionantísima. No, no les falla nada. Lo importante es que no falle el coco, primero que no falle el corazón, a mi me importa más la inteligencia del corazón que la otra y a ustedes no les falla nada… y voy a ir a la marcha mañana, para vernos.
Elena Poniatowska. Es una de las escritoras mexicanas más reconocidas. Ha sido un referente vital y permanente durante décadas en nuestro país con más de cuarenta obras publicadas y un sin número de premios y reconocimientos en México y en el extranjero.
LA ACERA DE ENFRENTE Identidad propia Elena Poniatowska A Leonora, la Fini le simpatiza por imprevisible. A pesar de que expone con los surrealistas no les pertenece. <<Yo soy yo>>. Casi repite las palabras de Yahvé a Moisés: <<Yo soy el que soy>>. Declara que Leonora es una verdadera revolucionaria y la retrata mitad mujer y mitad hombre, como una misteriosa y antigua Juana De Arco, su pechos tras de un pectoral de bronce: La alcoba. Un interior con tres mujeres. Las otras dos, desnudas y tomadas de la mano, apenas si salen de la oscuridad. —Parezco una estatua medieval. André Pieyre de Mandiargues también se aficiona a la desnudez y pretende irse en cueros hasta el río. De Leonora
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The Leonardo’s Dream Juan Carlos Guarneros
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Jesusa Palancares en el Palacio Negro de Lecumberri Salvador Castañeda
Después de diversas vicisitudes revolucionarias el autor de este texto cae en Lecumberri, como tantos otros que lucharon por este país. Resulta, pues, la reclusión un despropósito para la lectura de una novela de una autora de origen “ruso”, a quien el personal de prisión encuentra sospechosa
A Elisa En 1967 volví a México después de haber estado un par de años en la Universidad de la Amistad de los Pueblos “Patricio Lumumba”, en Moscú. En 1968 surgió el Movimiento Estudiantil. El 2 de Octubre no alcancé a llegar a la Plaza de la Tres Culturas en Tlaltelolco. En 1969, el mes de julio para ser precisos, cuando el Hombre ponía un pie en la Luna, llegaba a México procedente de Corea del Norte después de seis meses en campamentos militares en la montaña, como miembro del Movimiento de Acción Revolucionaria (MAR). Ese mismo año, por 55 pesos “de los de antes”, compré la novela: Hasta no verte Jesús mío, de Elena Poniatowska. Empecé su lectura sin terminarla obligado por el ajetreo de las actividades clandestinas: era aquello un ir y venir de aquí para allá y de allá para acá que me impedía una lectura ordenada. No obstante simpre traía conmigo aquella obra - a Jesusa Palancares entre las 316 páginas de ese libro. En esa época tan meneada vivía en Ciudad Nezahulcóyotl, y abordaba un autobús de los que entonces eran conocidos como
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“Chimecos”, que tenían su base justamente en la “Candelaria de los patos”, muy cerca de lo que en un tiempo fue la Estación de San Lázaro del Ferrocarril. Así las cosas de pronto todo casi terminó y me instalaron en el Palacio Negro de Lecumberri, en 1971, por “subversivo”, por acopiar armas, y conspirar e incitar a la rebelión, entre otras cosas. Tiempo después pude localizar, por medio de quienes me visitaban en la prisión, a Jesusa Palancares. Necesitaba terminar de leer esa novela. No resultó fácil dar con ella pero más difícil fue tratar de meterla por tener que pasar por los filtros de la cárcel; sobre todo lo que se depositaba a nombre de los presos políticos de la guerrilla. Como los guardias del penal apenas si saben leer, por mera intuición todo les resultaba sospechoso. Entre las “razones” de los guardias al toparse, en una de esas, con el ejemplar de Hasta no verte Jesús mío, en el punto llamado “La aduana” , decían que la autora era rusa, y cómo algunos de nosotros habíamos estado en Moscú, en la “Lu-
Jesusa Palancares en el Palacio Negro de Lecumberri
mumba”, aseguraban que tal vez Elena Poniatowska era el contacto de los rusos con nosotros en México. Resultaba más fácil reproducir un manual para el manejo de explosivos y sacarlo , o que “Un camello pasara por el ojo de una aguja”, que la novela de Elena entrara a ese mundo aparte. Seguidamente luego de varios intentos, al final la dejaron entrar y me la entregaron. Volví a reiniciar su lectura que, sin embargo, se volvía a interrumpir por las incursiones sorpresivas al lugar donde tenían a los “Terroristas” , ataque que realizaba o bien la Dirección Federal de Seguridad o lo mismo la llamada “Brigada Blanca” con Nazar Haro al frente. En esas “visitas” se llevaban todo lo que estuviera escrito y también los libros. Lo incautado lo revisaban cuidadosamente en la oficina de la Administración de la crujía, simpre a cargo de un militar. Recuperaba mi ejemplar nuevamente y empezaba una vez más su relectura. Sus páginas me ayudan a evadir el encierro ; era lo mismo que
Salvador Castañeda
si estuviera afuera, como si me encotrara en la “Lleca” y no ahí “Calentando Tolteca”. Después de los diques y el tiempo, después de los despueses y de haberles pagado lo que dicen que les debíamos y de, según ellos, habernos rehabilitado para poder vivir en sociedad, salimos. En ese entonces, Gustavo Sáinz era el titular de la Dirección de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes. Al al salir de mi encierro prolongado me favoreció con trabajo en esa dependencia. Estuve a cargo de la presentación pública de escritores en la Sala Manuel M.Ponce del Palacio de Bellas Artes en los entonces llamados: “Domingos literarios”, entre otros programas. Ahí conocí a la gran Elena Poniatowska. Un 3 de septiembre de 1993, en la Hostería Santo Domingo, se deliberaba el Premio de novela: “José Rubén Romero”. Yo atendía al jurado entre quienes estaba precisamente Elena, los otros dos eran Tomás Mojarro y Jaime del Palacio. Ese preciso día Elena me firmó su Tinísima.
Salvador Castañeda. Fue cofundador del grupo guerrillero (MAR) en los años 60. Entre sus obras destacan ¿Por qué no dijiste todo?, Los diques del tiempo, Papel Revolución y El de ayer es Él.
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El Gran Políglota Fabio Morábito
Esta es la historia de un hombre longevo y mudo que sabía todas las lenguas posibles
Puedo imaginar al Gran Políglota viviendo una vida larguísima, durante la cual aprende una cantidad inusitada de lenguas, ni él mismo sabe cuántas, al grado de que no recuerda cuál fue la primera, cuál de todas las lenguas que habla es su lengua materna, algo que no sólo no lo perturba, sino que por el contrario lo llena de orgullo, como la prueba tangible de su poliglotismo sin límites. Cree incluso que este olvido es la causa de su desmesurada capacidad de asimilación lingüística y también, dicen algunos, de su legendaria longevidad. Nadie sabe, en efecto, cuándo ni dónde nació esta máquina de idiomas abocada a una incansable absorción de palabras de todas las latitudes. Una capacidad monstruosa, pero pasiva; monstruosa porque pasiva, afirman otros. En efecto, el Gran Políglota, aprendido un idioma, no lo olvida, pero tampoco lo actualiza, porque no tiene materialmente el tiempo de practicarlo, ya que siempre está ocupado en aprender un idioma nuevo. En el fondo, el Gran Políglota no habla ninguna lengua, pero aprende una nueva
cada dos o tres meses. Es un archivo muerto de lenguas, una especie de diccionario viviente. Se le puede consultar como a un diccionario y toda consulta obtiene una respuesta instantánea y precisa. Traduce de cualquier idioma a cualquier otro con celeridad y exactitud, pero no habla con nadie, no conoce el arte de la conversación o lo ha olvidado, absorbido por su trabajo de inmensa fagocitosis verbal. Y ha sido tan increíblemente longevo (algunos dicen que tiene más de doscientos años, otros aventuran cifras aun superiores), que los idiomas que conoce se han extinto, al menos en la forma en que aprendió a hablarlos, y el Gran Políglota no puede hacer nada para evitarlo, siente cómo se desgajan de su ser día tras día, ya no aprende ninguno nuevo para tratar de contener esa hemorragia, pero no puede evitar que se vayan cayendo a pedazos y sabe que de este modo reconocerá al fin su idioma materno, cuando éste, que será el último en abandonarlo, se caiga una mañana de su lengua, dejándolo definitivamente mudo.
Fabio Morábito. Poeta, ensayista y narrador. Entre sus obras destacan Lotes baldíos, De lunes todo el año, La lenta furia, Caja de herramientas y Cuando las panteras no eran negras. Ha obtenido el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, el Premio Antonin Artaud de Narrativa y el Premio White Raven. 18 CULTURA URBANA
Love’s Jewel Juan Carlos Guarneros
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Reminiscencias Juan Carlos Guarneros
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Esperando a los bárbaros
Los mejores bagles del metro Magali Tercero
Llevo semanas intentando cerrar esta segunda columna para Cultura Urbana. A veces pasa así con la palabra y, como escribió Octavio Paz, resulta que la palabra “anda/ sobre un hilo tendido/del silencio al grito,/ sobre el filo/del decir estricto. […] // Lo que dice no dice/ lo que dice: ¿cómo se dice/ lo que no dice?”. DEL SILENCIO AL GRITO. Así caminé mi ciudad, es decir cierto tramo, durante el 2004. Luego de medio recuperarme de un trasplante de córnea quise reencontrar mis días en el barrio donde vivo desde el 89. Me había operado fuera del país porque aquí me habían desahuciado tres de 16 médicos. Había vivido siete meses entre Londres y Ginebra, donde reside mi hermana, porque el doctor inglés no me permitía regresar hasta desinflamar el globo ocular. Me había ordenado caminar por todo Londres en lugar de encamarme un mes, como todavía se hace en México. El único médico que no me desahució, el que salvó mi integridad en un país extraño, me prescribía cortisona a mares para desinflamar el globo ocular. Así recorrí el Londres viejo y el Londres moderno y el Londres periférico en estado alterado de conciencia. Al volver me sentía ajena a México de una forma difícil de explicar. No estaba del todo a salvo de un rechazo al injerto. No tenía trabajo y mi esposo pintor y yo estábamos ahogados de deudas porque la subasta
que organizó –mendicantes fuimos y la sola frase provoca mis risas–, apenas cubrió el uno por ciento de los gastos médicos. HISTORIA DE UN MINUTO. Para evitar la melancolía comencé a recorrer la ciudad de México igual que hago siempre en las ciudades ajenas. Comencé por elegir la línea café del metro Chilpancingo y recorrí Tacubaya y Patriotismo, Venustiano Carranza, Mixiuhca, Velódromo e incluso Pantitlán. Elegía mis rumbos al azar y caminaba por los alrededores de las estaciones. Horas o minutos. Así hice en San Francisco cuando tenía 21 años. Así hice en Ferrara cuando tenía 31. Es una forma como cualquier otra de viajar. En la estación del Centro Médico encontré un cementerio una tarde lluviosa. En la de Jamaica hallé un templo gnóstico dedicado a la Sekiná y en la de Hidalgo comencé a hacer apuntes para lo que después fue un pequeño libro sobre el culto a San Judas y los niños de la calle de la zona. El plan sonaba muy bien para una cronista convaleciente y ávida de reinventarse su ciudad natal. Ignoraba que terminaría escribiendo tantas crónicas. Creía que el objetivo final era conocer más sobre un grupo de rock de los años noventa que cantaba “Historia de un minuto”. ¨VISÍTALOS EN INDIOS VERDES”. En Londres había conocido al líder de ese grupo. Un performancero mexicano me llevó un día a un restaurante de comida jaliscien-
se donde él cantaba. Ya dije antes que me daban cortisona (en el Moorfields Eye Hospital). La droga me hizo pensar que el lirismo del cantautor, que no era un profesional, se movía en el filo paciano del “decir estricto”. ¡Sí que andaba yo hasta arriba! Cuando terminamos de cenar propuso llevarnos al East Side para que yo escribiera una crónica sobre el underground londinense. “Es una película, es una locura”, repetía el orgulloso músico nacido en Tepito. Acepté feliz. Una venezolana que se había hecho mi amiga prefirió irse a su casa. “Ten mucho cuidado. Estos dos no me gustan y el East es muy peligroso”, me dijo Andreína, una muchacha de 24 años que llegó a Londres para buscar un rubio con quien casarse. (Lo logró y puede decirse, en el tenor de Gertrude Stein, que es feliz.) ANGEL STATION. Luego de tomar el metro en la estación Angel del Tube (Metro inglés) caminar más de una hora por lugares casi dickensianos, y abordar uno de esos elegantísimos autos negros que no parecen taxis, llegamos al lugar cuando la policía estaba terminando de desalojar a la concurrencia de una fábrica abandonada convertida en antro clandestino. No nos tocaba la aventura del rave, menos “la peli de estos cabrones”, como describió nuestro Virgilio antes de preguntar directamente: “Oye, ¿tú que te metes, eh?”. Yo sí que estaba viendo
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Esperando a los bárbaros
Los mejores bagles del metro
un peliculón. Quise regalarles una tableta de 50 miligramos (llevaba tres meses tomando 80 diarios). Expliqué que en la mañana había sabido en la librería Waterstone –otra de mis actividades era sentarme horas a leer en donde me dejaran–, que los efectos de la cortisona eran muy similares a los del LSD. Por eso vi toda la noche a una serie de ángeles caídos con guitarras a la espalda. En Angel Station un músico que vivía en la calle nos cantó All you need is love y yo canté y festejé pensando en varios obtusos que no habrían entendido nada de este fiestón que me traía por las calles de Londres. Mi Virgilio no quiso probar mi medicina y yo no quise probar su cocaína. Seguimos caminando y a mi me pareció extraño que entablara plática con tanto joven que salía de los antros.
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Magali Tercero
Una muchacha ojerosa, rubia, muy delgadita y con un look juguetón le plantó un beso en la mejilla. La vi extraordinariamente alegre y por fin entendí su efervescencia. Mi Virgilio había estado haciéndole al dealer toda la noche. ¿Cuánto habrá ganado durante esos intercambios veloces? Las autoridades del metro londinense le negaban, por falta de papeles, el permiso para cantar sobre esos tapetes circulares de plástico negro asignados a los músicos. PICAHIELO AL OJO. Pero esa no fue la esencia de aquella noche underground en la isla británica. El asombro llegó cuando, al final del recorrido, en un local cercano al metro donde vendían bagles, el único abierto a las 2 AM, mi nuevo amigo extendió los brazos en cruz y me mostró que su ojo derecho
era una especie de paisaje níveo con delgadas líneas rojas. Diría que me quedé petrificada si no fuera un lugar común. Cuando bajamos a las 9 de la noche a las profundidades de Angel Station (con una escalera mecánica de 60 metros, la más larga del), festejamos la coincidencia de que nuestros generosos amigos artistas nos hubieran hecho una subasta para que pudiéramos consultar médicos que sí saben. Su caso clínico se parecía al mío pero él no se salvó. Los músicos de una banda de rock que arrasaba en el D.F. lo habían mandado a Berlín después de que unos sujetos lo atacaran en Tepito. No recuerdo si usaron un picahielo (¿lo soñé?). Tampoco vi bien su prótesis. Sólo recuerdo el momento en que, con los brazos extendidos en cruz, me dijo: “Ve la realidad. Ve
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Los mejores bagles del metro
Magali Tercero
LA ACERA DE ENFRENTE El exilio español en México (en voz del pintor y escultor Juan Soriano) Elena Poniatowska Tres o cuatro veces por semana tenía yo la oportunidad de escuchar a José Bergamín, Juan Gil Albert, Emilio Prados, a los pintores Ramón Gaya y Arturo Souto. A Gaya volví a verlo durante mi exposición en el [Museo] Reina Sofía. A lo largo de los años lo encontré en incontables ocasiones. Una vez en Roma, me puso nerviosísimo porque me jalaba de la manga. —Te voy a mostrar una mano mal dibujada por Tiziano. —¿Y para qué me enseñas eso? No tiene importancia. Una mano mal dibujada no es nada. En alguien como Tiziano, ¿qué importa una mano mal dibujada? Gaya volvía a jalonearme. “Ven, Juan; ven, Juan”. Hasta que me negué: “Eres un maníaco”. Ramón Gaya era ácido, “berrinchudo” como decía Lola Álvarez Bravo, pero un hombre de talento. Vive en España. Le han dado su lugar porque es un buen pintor. Juan Gil Albert, muy viejo, es la gloria nacional de Valencia… Seguido me entrevistan para preguntarme por Luis Cernuda, María Zambrano, Juan Gil Albert, Victoria Kent, Ramón Gaya, Emilio Prados. Investigadores universitarios llaman de España. Los consideran personajes históricos de una epopeya: 1936-1939. En cambio yo los traté con tanta naturalidad que hasta me reía de ellos. Casi todos tenían muy metido lo del rango social, la casta, el honor. Europa tiene esa manía, pero España no se diga. ¡Qué enfermedad! Tomaba yo a chunga sus delirios de grandeza y les hacía bromas pesadas. A los españoles debió costarles trabajo adaptarse a México. Mitad es fiesta, mitad relajo, otra burla y otra desfogue en que te vacías completamente. Nuestras reuniones eran un sacrificio azteca, una ofrenda de muertos, un ritual que Jean Genet hubiera podido describir, una burla por ser tú, despertar, vivir con medios muy pequeños en una sociedad más pequeña aún, la mexicana. La de los refugiados apenas comenzaba a existir. De Juan Soriano, niño de mil años
la realidad.” La luz blanca del modesto lugar donde vendían los mejores bagles de Londres estaba comenzado a irritarme. Y sobre todo me sentía muy violentada con aquella visión de lo que podría haberme pasado de no llegar a tiempo con Mr. Dart el oftalmólogo que hallé en la web. Mi ojo derecho lloraba un poco y yo sólo quería irme a dormir al pequeñísimo cuarto de divorciado que me cedió
un amigo mexicano porque él podía quedarse en su helado taller de pintor el tiempo que fuera necesario. Posdata: La crónica que sí escribí después de mis paseos de flâneur posmoderna, fue no la del underground londinense sino la de la escena subterránea mexicana, como la llamaron en el Tianguis Cultural del Chopo mis entrevistados. Tocaba conocer a mi Vir-
gilio más dealer que músico en ese momento. Tocaba fatigar la noche londinense, diría el ninguneado Borges del No Nobel. Tocaba escribir y encontrarme en El Péndulo a Carlos Monsiváis, a quien vi de cerca unas cuatro veces, a tiempo para que me pidiera una crónica para la reedición de su antología. Lo más importante: Tocaba hacer una crónica que fuera “del silencio al grito”.
Magali Tercero. Periodista y cronista. Autora de Cuando llegaron los bárbaros… Vida cotidiana y narcotráfico, San Judas Tadeo, santería y narcotráfico, y Cien firewalls, DF y alrededores. Ha obtenido los premios de crónica Manuel Gutiérrez Nájera de la propia UACM (2005), de Excelencia de la Sociedad Interamericana de Prensa y de Periodismo Cultural Fernando Benítez de la Feria del Libro de Guadalajara. Es columnista del suplemento Laberinto de Milenio Diario y colabora en Letras Libres. CULTURA URBANA 23
Dos Elenas: presencia de Garro en un cuento de Poniatowska Adriana González Mateos
La figura de Elena Garro tiene fuerza en el imaginario de Elena Poniatowska, en este ensayo, Adriana González Mateos establece un comparativo entre las condiciones y los tópicos escriturales y vivenciales de ambas autoras
Al anochecer del 2 de febrero de 1933, al regresar a su casa, el señor Lancelin encontró la puerta atrancada. Sólo con ayuda de dos policías consiguió forzar la entrada. Los cadáveres de su esposa y su hija yacían entre cuajarones de sangre, botones, dientes, llaves, un ojo del que sobresalía el nervio óptico intacto. En el cuarto de servicio se acurrucaban las criadas, Christine y Lea Papin, con los brazos aún manchados de sangre. El crimen horrorizó y fascinó a la sociedad francesa durante mucho tiempo. Los surrealistas lo consideraron una muestra de la belleza convulsiva proclamada por su estética, Lacan lo analizó como un asesinato paranoico, Sartre y Simone de Beauvoir lo entendieron como resultado de la desigualdad. Fue el punto de partida para que Genet escribiera Les bonnes (1947). Cuando Elena Garro publicó La semana de colores (1964), la colección incluía una re-escritura de aquel caso célebre: “El árbol” narra un crimen muy parecido al de las hermanas Papin, transformado en una escena mexicana. La diferencia de clases, comentada por Sartre y Beauvoir, se tiñe aquí con los violentos colores del prejuicio racial asociado al colonialismo. Aunque Garro había vivido muchos años en Francia y aquella cultura había nutrido su obra,
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“El árbol” era también parte de un proceso de creciente participación política que la llevó a vincularse con las luchas de los pueblos indígenas de Morelos. Años después, en uno de los cuentos de Tlapalería (2003), Elena Poniatowska retoma la historia. “La banca” puede leerse como una re-escritura de “El árbol”. Sirve a Poniatowska para volver sobre dos asuntos recurrentes en su obra: la relación entre patronas y trabajadoras domésticas, por un lado, y su propia situación fronteriza entre la cultura francesa y la mexicana. Pero “La banca” también es una escenificación del conflicto de influencia literaria con la obra de Elena Garro. En “El árbol” predomina una hostilidad que a cada momento reitera la diferencia de clase, origen étnico y cultura entre Marta, la mujer criolla de clase alta, y Luisa, la indígena que ha trabajado para ella. Esta rivalidad desemboca en una violencia que, en los términos del cuento, es la consecuencia de la desigualdad. Garro es muy explícita al describir la agresión constante, pero socialmente justificada y por ello invisible, que la mujer criolla ejerce contra la mujer indígena. Por otra parte, Luisa es presentada como depositaria de una cul-
Dos Elenas: presencia de Garro en un cuento de Poniatowska
tura milenaria, que le otorga saberes y poderes desconocidos para la patrona. Garro trata esta diferencia cultural a través de la lente de la literatura fantástica, nutrida por su conocimiento del surrealismo (León Vega 25-26). A partir de esta herencia, La semana de colores y Los recuerdos del porvenir se encuentran entre las obras inaugurales de cierta literatura fantástica latinoamericana que luego tendría enorme éxito a través de autores como Gabriel García Márquez. En la obra de Garro, el recurso de la literatura fantástica permite que las mujeres indígenas tengan contacto con lo sobrenatural. Una de las riquezas de este cuento radica en que la perspectiva de la mujer de clase alta, urbana y criolla no es la única en el relato, y gradualmente es desestabilizada por la perspectiva de la mujer indígena, conformada por concepciones mágicas y religiosas, que al final provoca una alteración violenta y definitiva en el mundo de Marta. El crimen puede ser leído en varios niveles: contiene elementos de justicia social, de venganza personal, de ritual mágico; es algo distinto para Marta y para Luisa. En “La banca”, Poniatowska lanza una mirada distinta al conflicto entre una mujer de clase alta y una trabajadora doméstica. En los cuentos de Tlapalería, las relaciones entre las clases sociales son muy complejas, pues la escritora presta atención a zonas donde la clase, el género y la cultura interactúan entre sí produciendo ambigüedades y contradicciones. El contacto con las sirvientas, que son depositarias de la herencia cultural indígena, pone en crisis la visión de las mujeres de clase alta, pero todas acaban reiterando su racionalidad. Si en el cuento de Garro la perspectiva de la mujer de clase alta es presentada como racista y abusiva, en el de Poniatowska el abuso es cometido por la sirvienta. Aunque ésta también está endemoniada, como la de Garro, el cuento provee una explicación racional (la visión de la mujer de clase alta) que nunca es cuestionada: Rufina sufre de epilepsia. La relación entre las mujeres no se reduce a la relación de clase y diferencia étnica, pues la sirvienta (Rufina) ha sido también la nana de la patrona (Fernanda) y tiene una hija (Serafina) que actúa como rival amorosa de Fernanda. La rivalidad entre Fernanda y Serafina, pues, es doble: Rufina ha actuado como madre de ambas, y están involucradas con el mismo hombre (Jorge, el marido de Fernanda), dentro de una
Adriana González Mateos
compleja red de usurpaciones afectivas en la que cada una codicia y se apropia algo de la otra. La relación entre las clases no es sólo una lucha impregnada de racismo, sino una red de rivalidades, complicidades y necesidades mutuas. En este cuento, el hombre es a la vez el objeto codiciado por todas y el dominador que, en último término, se beneficia de las rivalidades entre las mujeres y de alguna manera las preside, pero esta opresión no articula ninguna complicidad ni alianza entre las mujeres. Poniatowska consigue presentar la perspectiva de la mujer de clase alta evitando el maniqueísmo que la convertiría solamente en la explotadora de la sirvienta, como sucede en el cuento de Garro. Ésta sería la principal arena del conflicto de la influencia: cada cuentista provee una representación muy rica y muy compleja de un conflicto cultural, étnico, de género y de clase. Poniatowska logra desafiar el modelo establecido por Garro, pero se limita a la perspectiva racional, urbana y privilegiada de la narradora (Fernanda) y así pierde la posibilidad de acceso a la cosmovisión posiblemente distinta de las trabajadoras domésticas, que es donde radica la principal riqueza del cuento de Garro. Lo que enlaza los dos cuentos y permite decir que “La banca” dialoga con “El árbol” es, precisamente, el árbol que figura en cada cuento y se convierte en un motivo central de su trama. El cuento de Garro toma su nombre de un árbol que se convierte en el elemento que desencadena el desenlace: Luisa cuenta a Marta que confesó sus pecados a un árbol, luego el árbol se secó. Como Luisa está contando sus pecados a Marta, esa pequeña historia es un anuncio del asesinato de Marta, apuñalada por Luisa. En el cuento de Poniatowska sucede lo inverso: al descubrir la infidelidad de su marido con Serafina, Fernanda tiene el impulso de apuñalarlos, pero en vez de hacerlo apuñala al árbol del jardín, que ha sido un símbolo de su amor matrimonial. Este reverso es la solución argumental del conflicto de la influencia, a través del cual Poniatowska articula su rechazo a la violencia (incluso si la violencia en el cuento de Garro puede leerse como un acto de justicia social) y su valoración de la cosmovisión racional de la protagonista de clase alta. Es necesario recordar el contexto en el que sucede la relación entre las dos escritoras: separadas por una diferencia de dieciséis
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Dos Elenas: presencia de Garro en un cuento de Poniatowska
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años (Garro nació en 1916 y Poniatowska en 1932), Poniatowska conoció a Garro cuando ésta era esposa de Octavio Paz (Schuessler 309-311). La relación sufrió una fractura en 1968, año decisivo para ambas. Aterrorizada por amenazas que ligaban su labor cerca del disidente priísta Carlos Madrazo con el movimiento estudiantil, Garro citó a una conferencia de prensa durante la cual mencionó los nombres de muchos intelectuales ligados al movimiento estudiantil. Aunque la participación de estas personas era bien conocida, e incluso habían firmado cartas y manifiestos en solidaridad con los estudiantes, la actuación de Garro fue considerada una traición. En cambio, Poniatowska publicó La noche de Tlatelolco en 1971. Como puede verse, las dos escritoras habían decidido participar en política, apartándose de concepciones tradicionales de la identidad femenina, que suponen la dedicación de las mujeres a la vida doméstica. Ambas estaban desarrollando una autonomía creciente, estructurada en torno a la práctica de la literatura y el periodismo. Además de publicar obras importantes, como Los recuerdos del porvenir (1963) y La semana de colores (1964) y gozar ya de fama como dramaturga, Garro había publicado varios artículos ligados a las luchas de los pueblos indígenas de Morelos, y se había vinculado a Carlos Madrazo, quien tras hacer una severa crítica del régimen priísta intentó la reforma del partido, antes de morir en circunstancias trágicas en 1969. En aquellos artículos Garro apostaba por un periodismo capaz de señalar las injusticias cometidas por el régimen contra los pueblos indígenas de la región de Ahuatepec, que en ese momento entablaban demandas para conservar sus tierras. Hacía esfuerzos por combinar su compromiso político con su imagen de mujer de clase alta, elegante y refinada, conocida en los círculos intelectuales y artísticos más selectos. Entre tanto, Poniatowska había ido consolidando su carrera periodística, iniciada como cronista de sociales a principios de los años cincuenta. Lejos de romper con la imagen femenina tradicional en forma tajante, Poniatowska desarrolló un hábil juego de paradojas, pues consiguió fama como entrevistadora exagerando algunos rasgos típicos de ese mismo papel. El trabajo que desempeña una entrevistadora es afín a la feminidad: quien entrevista presta su oído y su agudeza para transmitir las palabras y la personalidad de otro; el suyo es un trabajo que tiende a ser invisible, como el del ama de
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casa. No obstante, Poniatowska procuraba romper sus límites. La noche de Tatelolco la consagró como cronista de la realidad social, capaz de tomar una posición crítica frente al régimen. Al sesenta y ocho siguieron, para Garro, largos años de exilio durante los cuales le sería difícil volver a publicar sus libros, para Poniatowska, un creciente involucramiento en las luchas que caracterizaron las siguientes décadas de la vida mexicana y una popularidad considerable. A través de ese periodo, ambas proyectaron imágenes públicas muy distintas. Durante sus años de exilio, Garro repitió muchas veces que sufría amenazantes persecuciones, de las que culpaba al cada vez más poderoso Octavio Paz. Se decía al borde de la miseria, ocultaba sus obras inéditas en un baúl y se rodeaba de gatos. De manera más o menos consciente, reproducía la suerte de muchas protagonistas de sus libros, mujeres que desaparecen del escenario histórico para esfumarse en mundos fantásticos, como las protagonistas de “La culpa es de los tlaxcaltecas” o Los recuerdos del porvenir. Esta excentricidad contrastaba con el perfil de Poniatowska a partir de La noche de Tatelolco: la entrevistadora aguda e ingeniosa que había sido hasta entonces se convirtió en el medio por el que pasa la voz colectiva que la incluye; la escritora se reconoce como otra más entre los que procuran asimilar la atrocidad de la masacre. Estas trayectorias divergentes señalan maneras distintas de actuar y representar lo femenino, una de cuyas definiciones tiene que ver con el confinamiento en el ámbito de la vida privada y la dificultad para intervenir en los asuntos públicos. La participación política de Garro no sobrevivió al 68. A partir de ese momento la escritora se vio reducida a un asilamiento que reiteraba estereotipos opresivos, de los que no consiguió librarse. Poniatowska, en cambio, reinterpretó rasgos de la identidad femenina tradicional para hacer posible su participación en la esfera pública, lo cual la llevó, además, a vincularse con las luchas de otras mujeres. Algunas veces, como en “La culpa es de los tlaxcaltecas”, Garro había imaginado la posibilidad de una complicidad femenina que trascendía la diferencia de clases. Garro hacía una crítica de la racionalidad masculina, que identificaba con el régimen priísta, y sugería la capacidad femenina de vincularse con potencias irracionales, intuitivas y sobrenaturales. De esta manera Garro reivindicaba la herencia
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surrealista, hacía posible su propia versión de la literatura fantástica y afirmaba la posibilidad de una feminidad irreductible al orden patriarcal, que permitía la complicidad de mujeres concretas. Cuando las protagonistas de los cuentos de Tlapalería afirman su racionalidad, aunque a veces la consideren limitante, están también haciendo una crítica a estas ideas de Garro y proponiendo otra interpretación de lo femenino, más vinculado con la realidad política y con la racionalidad que la gobierna. Queda por explorar otro aspecto de la relación de influencia entre el texto de Poniatowska y el texto de Garro, estableciendo una analogía en torno a la relación madre-hija, que desempeña un papel tan importante en “La banca”. ¿Se puede decir que Poniatowska dilucida a través de estas relaciones madre-hija / madre sustituta-hijastra su relación de influencia con los textos de Garro? ¿Se puede leer este cuento también como una dramatización de las envidias, competencias, admiraciones, rivalidades y afectos de alguien que está reconociendo el impacto de la obra de otra escritora y, a través de la escritura de estos cuentos, se reconoce como hija o hijastra que además lleva el mismo nombre? Desde luego, no me refiero a incidentes de las biografías de ambas, sino a la conciencia de Poniatowska de estar escribiendo sobre asuntos ya tratados por Garro, es decir, luchando por asimilar su influencia. En caso de hacerlo, es evidente el esfuerzo hacia la racionalidad que hace Poniatowska, como si al escribir este cuento fuera central para ella la necesidad de exorcizar ciertos demonios presentes en el cuento de la predecesora. Tal como Rufina es una nana (o madre sustituta) muy dolorosa para Fernanda, que debe ser testigo de su ataque de epilepsia, “La banca” parece lidiar con el peso de la visión sobrenatural y mágica que enriquece el cuento de Garro. Esta visión es rechazada por Poniatowska, que la representa como una enfermedad. Además, en este cuento las sirvientas abusan, engañan y traicionan a la protagonista de clase alta, sin que la injusticia social que las convierte en sirvientas sirva como justificación de su conducta. La relación de influencia entre las dos escritoras parece, entonces, compleja y ambivalente. Lejos de ser sólo una rivalidad en la lucha por el poder, es una relación en la que coinciden la admiración y el reconocimiento a la calidad literaria de la obra de Garro con el rechazo a los elementos fantásticos que le son característicos, desmontados por
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medio de una racionalidad que es simultáneamente reconocida como una limitación. El conflicto tiene una dimensión política: Poniatowska se distancia de la visión del mundo indígena en términos exotizantes, en este caso, mágicos, presente en la obra de Garro. Hay un esfuerzo por ver a las sirvientas como personas reales, configuradas por la miseria. En “El árbol”, Garro critica a una clase alta aviesa y mezquina que explota a los descendientes del mundo prehispánico, lo que explica y justifica la violencia. En cambio, en los cuentos de Tlapalería hay una identificación con los valores y visiones de la clase alta. Se reconoce que es una clase desarraigada, que no consigue entender al país ni identificarse con él, pero al mismo tiempo se señalan los abusos que pueden cometer los oprimidos y se rechaza la violencia. La dimensión fantástica presente en los cuentos de Garro es cuestionada. A veces se revela como enfermedad, a veces se reconoce como diferencia cultural. Como conclusión provisional puede apuntarse que la relación de influencia entre estas dos escritoras está afectada por múltiples factores. Adoptar a Elena Garro como precursora no puede ser un proceso sólo admirativo, sino una crítica que abarca dimensiones políticas y estéticas. El hecho de que el medio literario esté dominado por hombres afecta esta relación de varias maneras: es difícil que una mujer escriba en México sin tomar en cuenta la obra de Elena Garro, entre otras cosas porque el canon de escritoras cuya herencia puede reclamarse es muy reducido. Al mismo tiempo, esta obra fue atacada y negada durante los años del exilio de Garro, años durante los que Poniatowska estaba activa como escritora. Asimilar su influencia implica deslindar el rechazo del medio literario masculino a una mujer de indudable brillantez de los aspectos más dudosos de su actuación política, así como apreciar de manera crítica su práctica literaria. No se trata, como en muchos casos de la influencia entre hombres, de reivindicar a un antepasado prestigioso, sino de identificarse como heredera de una proscrita. La figura de Rufina en “La banca” puede servir como metáfora del conflicto: la protagonista se debate entre sus sentimientos ambivalentes hacia esta madre sustituta, a quien ha visto sucumbir a un ataque de epilepsia, bajo cuya apariencia afectuosa se oculta el peligro de la traición. A pesar de todo, la admiración hacia la obra de Garro ofrece a Poniatowska una perspectiva que le permite articular su visión tanto de la compleja realidad del país como de la literatura escrita por la generación anterior a la suya.
Adriana González Mateos Narradora y traductora. Obtuvo los premios: Gilberto Owen 1995, el Premio Nacional de Ensayo Literario en 1996, el Premio Nacional de Traducción Literaria. Entre sus obras destacan: Cuentos para ciclistas y jinetes, El lenguaje de las orquídeas. CULTURA URBANA 27
Trepando a otra caverna imaginaria Manuel Delaflor
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Dentro de una constante sensación de extrañeza ante una nueva y poco alentadora situación, en una ciudad fronteriza, la conserje negra de la Escuela de Artes irrumpe con un cuestionamiento que cambia el destino de la protagonista de este relato
La historia era muy simple y la repasaba una y otra vez como si se tratara de una secuencia cinematográfica: Grey había ganado una beca para estudiar Artes en la ciudad fronteriza de El Paso. Pero apenas instalada ahí, se paralizó. No vio gente que caminara por las calles, ni bomberos ni vida en los edificios; sólo sintió el polvo y un silencio capaz de dejar sus pensamientos a la intemperie mientras seguía inmóvil en la avenida Stanton, aturdida por el desolado paisaje, sin futuro, ni rumbo. Le provocó incertidumbre la sencillez con que se desplegaba a lo lejos el desierto, su horizonte que se teñía como uno de esos mendigos que se creen reyes y se visten de púrpura. También los edificios recortados a contraluz y, ya en el interior, aquellos pasillos asépticos de la universidad donde iba a estudiar, pero sobre todo, la voz de la conserje negra cuando ésta le dijo: What are you looking for? La pregunta se convirtió en un gancho sin ropa en el tendedero de su mente. ¿Qué busco? No lo sé, pensó. De vuelta al departamento donde la había recibido una argentina estudiante del mismo
programa, contó los meses: ni bien había llegado, sentía el peso de dos años que —concluyó en ese instante— no iba a soportar. Sola, sentada en la tumbona, se percató de la presencia de un hombre tras la reja de entrada de la casa. —Me llamo Zambrano —dijo—. Vivo en el sótano —agregó. A Grey seguía inquietándole la planicie de la frontera, la manera en que la había vencido el desánimo tan prontamente, ese picoteo en la cabeza de quienes se convierten en enemigos de sí mismos y sabotean sus propios planes. Una locura. —¿Qué haces aquí? —Vine a estudiar. —¿Estudiar en este lugar? Tuvo la impresión de que el hombre se burlaba. —Soy comerciante… Paso temporadas acá por asuntos de negocios, pero viajo con frecuencia y alquilo otro departamento en Austin… A mí no me agrada El Paso… Es como un gran cuarto del Best Western… Prefiero los moteles en la carretera. Por cierto, hoy en
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la noche parto a Houston, mucho más grande y ruidosa que esto… ¿No quieres venir? Después de todo, ya está dentro —insinuó el hombre, mexicano por sus rasgos, experto quizá en recibir paisanos para introducirlos a la nueva patria. —¿De verdad? —¿Por qué a estudiar? Este país es para otra cosa. Estaré abajo, por si se algo se le ofrece. Grey, contra todo lo esperado, levantó su maleta del cuarto, robó una foto que la argentina tenía pegada en la pared, se lavó los dientes, bajó al sótano (donde yacía una enorme bandera norteamericana sobre la entrada). Dijo: —Voy a seguir su consejo. Pero tengo qué irme antes de que llegue la argentina. Lo espero en el downtown.
La escena estaba teñida de la pátina solar de las tardes del sur: el cielo envuelto en un resplandor amarillo, con vetas rosadas atravesando el cielo. Se acomodó en el paradero de autobuses. Supuso que varada ahí, con la maleta echada a sus pies igual a un gato negro y cuadrado, podría levantar sospechas. Pero nadie la veía. Nadie esperaba el bas. Ni el ex militar en silla de ruedas, ni el indigente que acercó su mano para pedir limosna y quien sólo le sostuvo la mirada apenas unos segundos. Si hubo tiempo para pensarlo mejor, a Grey le crecieron las dudas como astillas brotando en la base de su cráneo. Era algo más grande que los edificios de ladrillos rojos frente a ella en ese instante. Algo más que la universidad silenciosa, erigida a la manera de una estatua de arena. Era la certeza de que no podría quedarse, a que de un
Eran ellos, los visitantes Manuel Delaflor
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modo u otro se nacía en un lugar por accidente, dentro de una familia capaz de joderlo todo con la carga de su mala genética. A que, así se intente, a veces no hay muchas posibilidades de escapar cuando sentirse y ser mediocre se convierte en una herencia y un destino. Zambrano llegó en una Cherokee azul y Grey subió, dispuesta a conocer una ciudad más grande y novedosa que El Paso, pero también de la que provenía, por supuesto. Viajaron seis horas. Entraron a un edificio lleno de habitaciones donde vivían latinos, la mayoría indocumentados. Se quedó en Houston. Sí le agradó aquello: una ciudad ordenada pero más próxima al ruido humano, a la ansiedad moderna de los escaparates llenos de mercancías, a la sensación de que en verdad residía muy lejos de su casa. Pronto estuvo ante un hogar típicamente tejano, a cargo de dos niños en exceso felices y precoces. Después, como encargada de una tienda de ropa hindú. A eso se había reducido su deseo de huir. Ella misma no creía ser capaz de merecerse una beca, como la pobreta que era, de estudiar en el extranjero para “tener mejores oportunidades profesionales”, se decía cuando la solicitó. Y ahora estaba ahí: en el plano real era una indocumentada, igual que sus vecinos; en el plano imaginario, una estudiante de Artes, el orgullo de una familia que la creía capaz de muchas cosas que los miembros del clan no se atrevían a hacer. Quién sabe por qué conservaba el mal hábito de no encarar sus problemas. No se movió mucho —tenía temor a la deportación—, trabajó principalmente como empleada en diversos servicios, y el pasaporte de estudiante que llevó consigo ese tiempo, fue su manera de convencerse de que, de cualquier modo, ya estaba ahí, en otro país, como fuese. Grey compraba tarjetas de larga distancia para comunicarse con sus padres. Nunca insistieron ellos en pedirle su número telefónico o la dirección “donde vivía con la roomate argentina, estudiante de Historia”. De esa forma mantuvo el engaño. Hubo noches en que se levantaba por el pánico de mentir, no a sus padres sino al director del programa de la universidad, quien sin conocerla le había ayudado a conseguir su flamante visa. Madrugadas en que casi oía el timbre de la puerta y después, la voz de los agentes migratorios.
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Había llegado a Estados Unidos en enero. Fue a finales de septiembre cuando consiguió —después de su servicio como niñera y encargada de la tienda de ropa— el distinguidísimo empleo de recamarera en un hotel. No experimentaba euforia pero tampoco podía decirse que era infeliz. Tenía poco dinero (el suficiente para vivir), había mejorado el idioma (aunque no tanto), se subió a los autobuses Greyhound con ganas de conocer otros paisajes (nunca llegó demasiado lejos, ¿qué era después de todo visitar Nueva York sin expectativas de por medio?), seguía marcando cada domingo el número internacional de México, luego la clave estatal, para comunicarse con sus padres. Los oía hablar con ese acento cantado, y el eco de las noches calurosas de su barrio se le arremolinaban en el teléfono. De eso iba su vida cuando conoció a Abraham. A él y sólo a él le contó lo ocurrido. —Imagínate. —¿Y qué vas a hacer? —Nada. Quedarme. No salir de aquí hasta que un gringo divorciado y viejo quiera casarse conmigo… Tener un hijo… Ir a la universidad y ofrecer disculpas. Marcharme a Los Ángeles, quizá ahí me sienta mejor y me dedique a perfeccionar mi espíritu de sirvienta. —Tendrás problemas siempre por haber mentido. El país más hipócrita del mundo no perdona a quien miente y abusa de su confianza. Grey supo que estaba esperando algo, quizá unas cuantas palabras, un viento que la atara a ese país que en el fondo le atraía: la gente y sus conversaciones que nunca terminaban de decir lo importante; la violencia en la superficie; los paisajes de trazos simétricos, con su promesa de aparadores y neones; el murmullo distorsionado del idioma; la nostalgia envolviéndola en una burbuja aparentemente frágil y dura de romper. Permanecieron callados. Sintieron una ráfaga de viento, el oleaje del aire que sacudió la hojarasca. Mala señal. Una de esas tardes, mientras esperaba a que Abraham saliera de su trabajo —era bibliotecario—, Grey tomó el auricular de la caseta, en una esquina, y marcó. —Qué bueno que llamas —advirtió la voz trémula de su madre. —¿Por qué? ¿Pasa algo? —Cualquier cosa. Tu hermana ha decidido casarse. ¿Cómo estás? ¿Qué tal van tus clases y la vida y los pormenores?
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—Demasiadas preguntas al mismo tiempo. Le pareció que en la expresión de su madre había algo de quien aún espera epifanías en los asuntos domésticos —¿Casarse? ¿Y por qué? —preguntó perpleja. —¿Cómo que por qué? ¡Ay, no sé! Por las mismas razones por las cuales un buen día queremos distraernos de la eternidad… Grey no se esperaba esa respuesta. Tuvo la sensación de que su madre ya era una extraña. —Después de todo, si uno crece, a algún sitio hay que ir, ¿no? La madre hizo una pausa, hubo cierta intermitencia en el sonido, el ruido viejo de un radio buscando sintonizar alguna estación del otro lado del teléfono, y agregó: —Deberías venir. A veces sucede que no ocurre nada, y otras, las cosas comienzan a ocurrir de repente, todas de un solo tirón. —Iré apenas sepa la fecha de vacaciones. —¿Puedo encargarte una alaciadora de pelo? También me gustaría un abrigo de piel, aunque sea de imitación... Supongo que tu hermana quiere algo pero mejor que después ella te diga. —Pide lo que quieras. —¿Estás triste? —No. —Ya lo sé —dijo de repente la madre. —¿Saber qué? —Todo lo que necesito saber. —¿De qué hablas? —Olvídalo. Colgaron. El cable telefónico bien podía ser una planta metálica secándose poco a poco. Grey se dio cuenta de que las manos le temblaban como si hubiera sufrido un asalto. Contemplar el nerviosismo de sus manos la desconsoló tanto que estuvo a punto de echarse a llorar en plena calle. Entonces supo que debía volver, que tal vez ellos querrían saber lo sucedido con ella, instalada en un edificio que olía a gas y a la tibieza metálica de los calefactores, sumida en una depresión expansiva que la había colocado no en las aulas universitarias sino en un hotel llamado Paradise. Hizo maletas, con la indecisión picoteándole de nuevo la cabeza. Me iré, no me iré. ¿Podré regresar? ¿Y si no puedo? ¡Pero si nunca
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he podido! ¡Ni sé exactamente lo que quiero! Romántica desequilibrada, siempre caminas al margen, repetía Grey para obligarse a andar, hasta que se vio en el aparador del aeropuerto. Siempre estará París, recordó la frase de la película. Volver siempre parecía un proyecto tan sencillo. Y mucho más si era Norteamérica, que tenía la virtud de hacer sentir desplazados a todos sus habitantes. Se despidió de Abraham. Ya en la sala de abordar, se sentó frente a un trío de negras con tupidos dreadlocks. —Es todo lo que voy a decirte —pronunció una; la de en medio movió ligeramente la cabeza; la otra llevó la vista hacia el cristal. ¿Qué era ese “todo” dicho? “Es todo lo que voy a decirte”, pronunció muy quedo, e imaginó que hablaba frente a su familia, pequeña y circunstancial, para revelarles su fracaso, algo tan sencillo como que no había podido siquiera quedarse tres días en el sitio que la visa originalmente asignó, y cumplir con una misión importante y simple: estudiar, asomar las narices a una pradera distinta a la suya. Subió al avión, tuvo ganas de retroceder. Supo que en cuanto se cerrara la puerta estaría clausurando la oportunidad de refugiarse en una ciudad donde no conocía a casi nadie y nada la anclaba tampoco. Grey, en once meses de estancia, había aprendido cosas más reales. Limpiar culos sanos de niños americanos, despachar telas hindúes a gringas fascinadas por lo exótico, o sacudir la mugre nocturna en el Paradise, eran actos ordinarios en donde abundaban los ácaros, las bacterias y la vida. Nada de discusiones académicas, nada de ensayos ni citas al pie de página, nada de soledad en cubículos de estudio mientras afuera las noches se llenaban de delincuentes y de estrellas por igual. —¿Estás segura? —fue lo último que preguntó Abraham, con su nombre bíblico, las cejas pobladas, el acento en su voz dándole un involuntario matiz irónico, su tímida carrera de bibliotecario en una escuela pública de inglés para inmigrantes, donde se conocieron. Aquella vez le angustió ver un avión planeando en el cielo, por encima del anuncio luminoso que escribía sobre un recuadro de noche, con letras púrpuras, la palabra “Paradise”, el paraíso que amenazaba, parpadeante, con fundirse en cualquier rato. Después de cuatro horas de vuelo y una escala en la Ciudad de México, vomitó: ya estaba en su territorio, una foto ajada y borrosa, ella en medio, con el hastío metido en el fondo de sus ojos. Tan pron-
Un d铆a cualquiera sali贸 a dormir Manuel Delaflor
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to se acostumbra uno al frío, pensó Grey con la primera oleada de viento caliente que sintió al descender. Estaba por fin en su tierra, algo más que el sur de México, algo más que el sur del sur, incluso. Extrañó, como si ella hubiese nacido en Alaska, la frágil pureza con que el hielo cubría las calles de Houston, el silencio de la nieve cayendo hasta formar un lecho. En cambio allí, en su ciudad, se estaba en un calor de ciudad de playa pero sin playa, casi todos los días del año. Ahora se lo recordaba el sudor, la hinchazón en la cara, la sed. Las veces en las que se los pasó como un animal aletargado. Con gafas oscuras, ropa colorida y nueva (unas mallas amarillo perico, un blusón rosa, zapatos azules de ballet), Grey caminó hasta la banda de equipaje. Había en su actitud cierto desparpajo: de quien ha alcanzado más horizontes. Entonces los vio. Vio sus rostros pegados a los enormes vidrios de la sala de espera: tres pares de manos revoloteaban, buscándola. Igual que peces, plateados y primitivos. ¿A dónde más puede llegar un pez dorado y primitivo? Y lo ratificó: así hubiera estado en otro mundo, Grey no era diferente. Abrazó a sus padres, ninguna diferencia sustancial en ellos, o quizá todas las diferencias que el tiempo impone pero que viéndose tan cerca desaparecen. Su hermana, en cambio, lucía más embarnecida, la sonrisa franca, los ojos brillantes enmarcados por las ojeras. —Mi niña. —Madre, yo ya no soy tu niña. —¡Sí que lo eres! Todavía te gusta morder el borde de las almohadas y te escabulles si te pido que cantes en público, ¿o no? —Mejor cuéntenme de cómo van las cosas... —A tu abuela le creció el corazón. —¿Es posible eso? —Y tu abuelo, de una noche a otra ha comenzado a olvidar. —¿Todo? —Tal vez lo más importante —dijo la madre. —Demencia senil —agregó su hermana. —¿Y? —Por el momento, eso. Viniste antes de tiempo. ¿Ya se terminaron las clases? —Ya. Todos sonrieron y parecían cómodos comportándose de ese modo, como si nada ocurriera, conjeturó Grey, porque quizá nada
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esté sucediendo, concluyó mientras dejaba que su padre y su madre le llevaran las maletas. Es lo que se merecen, dijo, y luego sintió vergüenza de haberlo pensado. Volver era pararse frente a una pared llena de grietas resquebrajando la pintura nueva. La ciudad había crecido demasiado en poco tiempo; los nuevos centros comerciales iluminaban las avenidas, y no obstante, la luz amarilla no era ni por asomo semejante a la de Houston, una luz cruda y desmesurada que la hacía sentirse siempre descubierta. Cuando llegaron a casa, la recorrió entera. Se veía blanca y espaciosa. Un útero reconfortante que la engullía, a su pesar. Se descalzó, cenó, siguió escuchándolos... Pero Grey contó otras historias, menos aquella que la tenía ahí. En sus relatos figuraba un chico proveniente de Wisconsin enamorado de ella, un judío bibliotecario, dos o tres chicas sudamericanas algo prepotentes y simpáticas, el recorrido que hizo en Manhattan, oh, cuando cruzó el puente de Brooklyn y desde allí pudo admirar los barcos, entre acantilados de ardientes rascacielos. —Fui con las sudamericanas. Por prepotentes, resultan a veces simpáticas; o al revés, no lo sé. Mis amigas de fiesta y de viaje —expresó con orgullo. —Sí. Luces agotada… Conversaron mucho, les llegó el cansancio. Su familia se veía entusiasta y eso a Grey le irritaba. Por eso había huido de casa: porque esa euforia pequeña y asfixiante, esa aceptación de las cosas como tales, el que les bastara su existencia, la deprimían, toda una contradicción. En el fondo tal vez le diera envidia no ser como ellos: peces satisfechos. Ella no podía. Ni con eso ni con lo otro: no había podido estudiar en la universidad asignada, aspirar a más, etcétera. Los padres se dirigieron a su habitación. Grey y su hermana se quedaron despiertas otro rato. Estaban en eso, cuando el padre asomó su cabeza gris, a rape. —¿Bosque o mar? Y aunque la pregunta era la misma que él les hacía desde que tenían memoria, sintieron su mirada atravesar la oscuridad del cuarto. Era algo que tenía qué ver con un deseo de desprenderse y volar, y el desconcierto de que no pudieran. No puedo hacerlo, era el lema, la lección que mejor aprendieron Grey y su hermana.
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“Bosque”, respondieron y el padre se marchó. —Entonces… —¡Claro que no voy a casarme…! Aparte de eso, estoy bien. Mejor que nunca. He conocido a otro hombre. —¿Quién? —Lo único que puedo decirte es que tiene dinero. Mucho. —¿Lo amas? —¿Qué tipo de pregunta es ésa? Su hermana también era otra. Todo era otra cosa menos lo que parecía o lo que recordaba de su interior y su fachada. —Claro que ellos no estarán de acuerdo. No tienes hijas que nazcan en un barrio jodido para que se acuesten con funcionarios de gobierno de la clase política a la que detestas. O quién sabe… A lo mejor también se tiene hijas para eso… —Suena divertido. —Además, ya quiero irme de aquí, no sabes lo terrible que es verlos envejecer… Papá viene a dejarme el jugo en la mañana ¡en
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calzoncillos! ¿Me explico? Luego a mamá le ha dado por regalarme muñecas, como si fuera una mocosa… No soporto la televisión a todo volumen… ¡Y a esta estúpida colonia mierdera de gente chismosa, ya no la aguanto! Grey tuvo ganas de no enterarse de la intimidad de tres extraños obligados a vivir bajo el mismo techo. Le sobrevino el sentimiento de culpa. ¿Por qué tenía qué ser así? A las dos las venció la madrugada y ya dormidas, lejanamente, muy pronto, les llegó de nuevo la voz, señal de que había amanecido. —¿Mar o montañas? —repitió el padre, en calzoncillos, sin ningún pudor frente a las dos hijas. Luego apareció la madre, en pantaletas y brasiere, con un vaso en cada mano. —Jugo de kiwi, piña y apio —secundó, obligando a las chicas a beber el batido espeso y verde. Ya habían decidido en la noche pero cambiaron de opinión. Así había sido desde entonces. Irían al mar.
Santo patrono de los que avisan que llegaron Manuel Delaflor
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Nadia Villafuerte
Los árboles se desplegaban con sus lianas en las orillas. Vacas por allá. Un volcán, a lo lejos. De repente un auto que amenazaba con su velocidad. O camiones de redilas en cuya parte trasera podía estarse cometiendo un crimen. El resto del universo siempre le pareció lejano desde el mirador de aquellos caminos. Grey se imaginaba así y no deseaba serlo: el punto gris, finito, donde se unían las líneas del asfalto. —¿También fuiste a Chicago? ¿Cuándo? ¡No nos dijiste nada! —Bueno, fue cualquier cosa… Apenas cuatro días… —¿Con quién? —Con Abraham… —¿Es cristiano? —No seas bruta… No tendría por qué ser cristiano… —dijo Grey, molesta por la pregunta—. Ya te dije que es judío pero eso no quiere decir nada… Es ateo. Pero Grey recordó que de hecho, casi no sabía nada de Abraham, salvo que era lo único que había decidido tocar, su barba, su mandíbula, para que el tiempo no se le desencajara tanto. Debió haber tocado algo tosco y concreto cuando estuvo en los pasillos universitarios, quizá si hubiera sentido una textura agradable no se habría movido a una “ciudad más grande”. “¿Qué haces?”, dijo él. “Acomodo sábanas”, dijo ella. Esa tarde se revolcaron, le pareció el colmo: la flor de neón del Paradise entraba por la ventana. —¿Tú crees que sea difícil sacar nuestras visas? La frase interrumpió su recuerdo. —Si tienes cien mil pesos en el banco, no. —Ah —respondió la madre con un tono seco—. Pero has ido tú… ¡Qué valiente eres! Lo supe desde que leías revistas en un rincón. Empezaste a pasear calles abajo desde que te inscribimos en la secundaria. Cada día te ibas un poco más lejos y volvías a casa. Dos escapatorias más y volvías a casa. Pero un día seguiste adelante... Yo nunca me hubiera ido sola a otro lado… Sin saber el idioma… A ver háblanos, dinos algo en inglés… A esa clase de familia pertenecía. Peces pequeños, comestibles, carnada para servir de alimento. ¿Y qué podía hacerse contra la naturaleza?, se inquirió Grey, por debajo.
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Frente al espejo del auto (se deslizaban sin prisa por la carretera), Grey no era más que una boca vociferante. No debía sentir vergüenza, pues eran ellos quienes querían todas sus mentiras, se dijo. Y habló. Un inglés torpe y exaltado, muy distinto al que empleaba como ilustre camarera en Houston, contagiado por la timidez de la servidumbre. Experimentó superioridad y al mismo tiempo se sintió como una estafadora. Se dirigían a la costa, algo más allá del sur, y así fue como apareció, tras dos horas de viaje, el mar con su color zinc y un presagio de tormentas levantando sus ánimos. —Cuando regreses de Texas podremos venir más seguido. Porque irás a presentar tu tesis y después volverás definitivamente a buscar trabajo aquí, ¿verdad? Hasta hemos pensando en comprar un terreno aquí… Construir, no sé, divertirnos con los niños… — exclamó su padre. —¿Qué niños? —Los niños… —insistió él. Compraron sandalias en los corredores del malecón. Terminaron en el mismo restaurante donde acudían los veranos. Los mismos techos altos construidos con palmeras. La misma arena oscura y fina por donde enterraban sus pies mientras divisaban el brillo maligno del agua en el horizonte. —Mis hijas —susurró el padre, sonriendo apenas, en una mueca de incertidumbre. —Nuestras hijas —repitió la madre. Grey respiró hondo, sintiendo que la sal oxidaba sus pulmones. La hermana de Grey desvió la vista. Estaba más allá del mar, seguro, con la cabeza un poco confundida y el corazón inestable, fingiendo seguridad y en realidad deseosa de rebelarse antes de que se les ocurriera realizar otro viaje como ése en el que se hallaban atrapados. —No sé si deberíamos estar aquí. —¿Otra cerveza? —preguntó el padre, quien anunciaba la rutinaria borrachera. Ahora todo era distinto. Las bocinas se encendieron y se escuchó música country en pleno trópico, que a Grey le hizo sentir lo lejos que estaba de Houston, de El Paso, ahí donde la universidad seguía inamovible con sus paredes de arena dura y su parquet lustroso, donde una conserje negra la había inquirido con la sabiduría de un oráculo: What are you looking for?
What are you looking for
—¿Por qué todo ahora es tan extraño? —dijo la madre—. ¿No podríamos comportarnos como si todo fuese igual? Grey sintió que las olas amenazaban con levantarse. Parecía tan sencillo comenzar la historia tal como la repasaba cinematográficamente. Al final, también era culpa de ellos, de esa mala genética que estaba frente a sus ojos, una mezcla depresiva, disfuncional, mediocre, reunida en la ilusoria seguridad de los vínculos, vínculos que no eran más que un puñado de palabras herméticas y recuerdos de flores en el cementerio; una familia de clase media semejante a una tímida bandada de peces sin mayor destino que el de sentirse orgu-
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llosos al ver que uno de ellos había brincado un poco, sólo un poco, fuera del agua. No tenía por qué pedir perdón: la mentira de Grey era una mentira colectiva. —Va a llover. —¿Cómo era antes? ¿Y qué es lo que sabes? —inquirió Grey. Pero su madre cambió la pregunta. —¿Por qué no vas al hotel para preguntar si hay habitaciones? Quizá ahí estaba el origen del espíritu improvisado de sus vidas. Que Grey recordara, nunca en sus viajes hacían reservaciones. Siempre era ¿bosque o mar? como dos únicos itinerarios, sin perspectivas seguras.
Siempre ahi, los de la pared Manuel Delaflor
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What are you looking for
Nadia Villafuerte
Ya solas, mientras se dirigían al oleaje, la hermana dijo: —Actúan como si no hubiéramos crecido… Me irritan, eso es todo. Grey quiso abrazarla y contarle que a estas alturas debía estar escribiendo apuntes para su tesis, aunque en realidad se dedicó a corretear niños podridos de tan saludables, a tender edredones con olor a lavanda en un hotel. Pero nadie le creería, y en el peor de los casos, la verían como lo que era: una provinciana que había desperdiciado una gran oportunidad. —No importa que no lo ames... Cásate con este tipo, el rico. —¿Eh? Grey supuso que pensar así también era provinciano. Vieron una línea brumosa en el horizonte que se convirtió en aguacero. Grey quiso huir antes de que sus raíces se hundieran más en esa arena movediza y dura, pero la sensación se desvaneció con la lluvia. Desde ahí, divisaron a sus padres, pequeños en la distancia. Levantaron los brazos, llamándolos. Padre y madre las alcanzaron.
—¿Tienen frío? —preguntó él ya ebrio. Después, se echó a nadar cuesta adentro. —¿Qué haces? —¡Ey! ¿Qué estás haciendo? —gritó la madre. Grey pensó en Abraham, en que estaban gastándose sus fuerzas para volver, ni bien tenía un par de días de haberse marchado. What are you looking for? Debía decírselos. Después de todo había mejorado su inglés y estaba en condiciones de jactarse: estuve ahí, he llegado un poco más lejos de lo que ustedes. Y en todo caso, ¿para qué intentar saber más cuando la vida hacía preguntas para las cuales no había respuestas? Su padre no salía de aquel oleaje. De pronto cayó en la cuenta: madre y hermana manoteaban al aire con movimientos que bien podían significar que se estaban divirtiendo, aunque también podían ser gestos de alarma y desesperación. El presente texto pertenece a la colección de relatos ¿Te gusta el látex, cielo? (FETA, 2008).
Nadia Villafuerte Ha colaborado en diversas revistas y es autora de los libros de cuentos Barcos en Houston y ¿Te gusta el látex, cielo? y de la novela Por el lado salvaje.
LA ACERA DE ENFRENTE Las Milagrosas Alas Azules Elena Poniatowska Además del olor grasiento de las fondas, además de la algarabía, de esos rostros tercos que iban abriéndose paso, además de las boneterías y de las tiendas disqueras, del rey del mambo y la charrita del cuadrante, de Dora María la chaparrita cuerpo de uva y me gustas tú y tú y tú y nadie más que tú, la marcha de Zacatecas, pasarán más de mil años, suve que me estás matando, que estás acabando con… además de las feas portadas de las revistas en los puestos de periódicos, lo que más me atraía era encontrar de pronto, expuestas en un cajón de vidrio, en una accesoria que daba a la calle, las milagrosas alas azules, pertenecientes a un señor de gorra de lana, quien me contó que venían de Brasil. Era una mariposa que volaba sostenida sólo por el tiempo, en medio de tanto empujón y tanta prisa. Me detenía a examinarla con ojos de alfiler, mientras el señor removía quién sabe cuántos fierros en su comercio. Había sido plomero en sus buenos tiempos, ahora sólo vendía partes de tubo y tuercas que le quedaron de esa ingeniería casera; alguna vez soldaba una llave de agua y en la noche, con las mismas manos ennegrecidas con las que había unido tubería de cobre galvanizado, recogía su mariposa y delicadamente, después de bajar la cortina metálica de su changarro, la ponía sobre su saco y su camisa en el armario de su corazón. De Fuerte es el silencio
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Quiero atrapar tu mirada Juan Carlos Guarneros
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GALERÍA DE AUTOR
Cuadernos de Alejandro Magallanes Fotografía de Agustín Estrada
ALEJANDRO MAGALLANES: LA SUSTANCIA Y LA IMAGEN Juan José Reyes Nunca como en nuestros tiempos tuvo visos de verdad completa aquel principio de Berkeley que afirma que “Ser es ser percibido”. Vivimos en la civilización de la imagen, en la que todo semeja ser una aparición. ¿Qué hay debajo de la capa de la cebolla? Otra capa y otra y otra; todo es irremediablemente visible, al grado en que la sustancia parecería estar en la superficie. Sin embargo no todas las imágenes poseen el mismo valor de realidad. Algunas, muchas, acaso demasiadas son deleznables: imágenes que se desvanecen al ser bien vistas, no por su propia naturaleza fugaz sino por la pobreza de su fuerza. Son imágenes que se borran, imágenes chatarras. Son las imágenes que inundan el mercado. Del lado contrario está el genuino artista de la imagen. Aquel personaje para quien la imagen es más que un medio para devenir en un fin en sí mismo, dotada de una rica, consistente sustancia que la sitúa más allá de la irremediable fugacidad. Como los pintores de antes y de siempre, este personaje crea realidades. Lo hace ahora valiéndose de herramientas novedosas, electrónicas muchas veces, partiendo de dibujos mentales que son búsquedas y encuentros verdaderos. El espectador entonces puede mirar sus obras y reconocer de inmediato en ellas el registro de mundos auténticos, imaginativos, fieles a interpretaciones tan personales e intransferibles como compartibles. Esto sucede delante de las obras del artista Alejandro Magallanes; ocurre frente a estos lienzos virtuales que en ocasiones recuerdan a Miró o a Modigliani (como en el caso de la emperatriz Carlota inspirada en la obra literaria de Fernando del Paso) y que sin falta nos remiten a una perpetua inquietud creadora alojada en este artista mexicano que viene a iluminar nuestros mundos en carteles, portadas, superficies virtuales y plenamente existentes que fuerza irresistible. Frente a esta realidad inmediata e instantánea, ahora, el deber de nuestro arte es cumplir con aquélla consigna de contra-movimiento que la experiencia del mundo nos exige y la cual el arte del siglo pasado ha instaurado como sino de nuestro haber actual. De esta manera Perdiendo la Cuenta: Arte por la paz en México no es una mera reacción nihilista frente al avance de la pérdida de valores y la creciente e insondable depredación de la tierra, sino que se plantea como el patente contra-movimiento a estos ineludibles acontecimientos. Y lo hace, no sólo de manera marginal y solitaria, sino desde el centro mismo de los hechos y de manera global y colectiva, ya que, respecto a la perdida de las garantías individuales y de la aparente paz que se había vivido, todos, absolutamente todos, tenemos algo que decir, y el arte es el medio ideal para ello. Porque, si bien el arte algunas veces oculta la verdad mediante la ilusión y la apariencia, otras, como lo es el presente caso, el arte resulta más verdadero que la verdad. De esta manera esta exposición de expresiones de crítica e inconformidad, de metáfora y realidad, de hechos de los cuales hemos perdido ya la cuenta, se caracteriza también por la participación de artistas de múltiples nacionalidades y regiones, de idiosincrasias y estilos de la que, a su vez, se irá perdiendo la cuenta. Seguramente tú, espectador, tendrás que aportar con tu mirada una respuesta a las incesantes e incansables preguntas que todas estas imágenes plantean: ¿Cuántos seres queridos más tendremos que perder? ¿Cuántas mentiras más tendremos que soportar? ¿Cuánto tiempo más tendremos que vivir esta paranoica inseguridad para que vuelvan con bien, para que se nos hable con la verdad, para que volvamos a disfrutar de la paz? Y más aún, ¿qué participación inconsciente tenemos en todo ello?
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Cuerpo débil Rowena Bali
Haber nacido dentro de esta dimensión significa ser dueño de un trozo de carne viva, capaz de alimentarse y realizar acciones tendientes a mantener la vida dentro de sí. Nosotros tuvimos la buena o mala suerte de nacer con un cuerpo humano, pero pudimos ser un rinoceronte o quizá un hoy extinto dinosaurio. El caso es que para estar aquí e interactuar con nuestro entorno el único requisito indispensable es ser dueño de un cuerpo. La vida es, pues, por cualquier lado que se le vea, una cuestión de privilegios, y tener un espacio de carne qué habitar es uno de ellos. Todo aquel que sea dueño de un cuerpo tiene la obligación moral de protegerlo. Debe ser dueño, además, de los recursos necesarios para que no se muera por hambre o por enfermedad. Nuestras sociedades además, han erigido al cuerpo como emperador del consumo. La mayoría de los planes publicitarios incluyen uno o más cuerpos, cuya presencia se materializa en uno o más modelos. El cuerpo libre de defectos será el principal candidato para representar al mercado. Muchos, quienes tienen la suerte de vivir en paz, provistos de alimentos y hasta lujos, luchan encarnizadamente para conseguir el cuerpo perfecto. Ese mismo con el que también sueñan los diseñadores de ropa, zapatos y accesorios. Se agotan en sesiones de gimnasio, hacen rigurosas dietas, se someten a dolorosas operaciones.
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Pero suelen olvidar que más que estar bello, el cuerpo tiene como primicia estar vivo. En las sociedades de consumo se ha perdido la capacidad para sobrevivir en caso de perder la casa o el coche, -los cuales, al final, no son más que extensiones del cuerpo mismo, diseñadas para protegerlo y hacerlo más veloz. En todo caso, esta capacidad se le exige al sistema. El sistema ideal es aquel que ha absorbido la capacidad de supervivencia de sus habitantes. Los habitantes del sistema actual no deben la supervivencia de sus cuerpos a la caza o la pesca, ni mucho menos a la agricultura o la recolección; un derrumbe del orden a partir de una catástrofe natural está muy lejos del alcance del sistema y haría patente la incapacidad de supervivencia de sus habitantes y de sus cuerpos. La naturaleza y sus desastres tienen un poder inconmensurable ante el cual el cuerpo es una entidad endeble. Por otro lado la vida en sociedad conlleva altos riesgos para el cuerpo. El instinto de conservación ha llevado a las especies a ingeniar el sofisticado sistema del placer en la reproducción. Las bacanales fueron la manifestación más clara del culto a los placeres del cuerpo. No sólo eran festejos, sino el aliciente que soportaba el duro trabajo que conlleva la construcción de una gigantesca civilización. El momento del festejo le da sentido al trabajo, que por cierto, también es cosa del cuerpo. Todo rose del individuo con su exterior es asunto del
cuerpo. El cuerpo hedonista tiene, como segunda prioridad, justo después de la supervivencia, la procuración del gozo. El falo es el más venerado de los iconos del cuerpo. Llama la atención que en nuestras culturas madres haya habido tantas representaciones de falos, que van desde las pequeñas figuras de hombrecillos de barro de enormes penes que caracterizaron a la cultura maya, hasta las gigantescas tallas en madera, semejantes a edificios, que desfilaban por las calles de Alejandría o Roma durante ciertas procesiones y bacanales. Casi trescientos años antes de Cristo un cronista de nombre Kalixeinos de Rodas relata una procesión en la que vio jalar un enorme falo dorado cuya estatura en metros superaría a un edificio de más de quince pisos. Este culto ha sido el más glorioso y privilegiado de todos los cultos. En la actualidad, la mercadotecnia del placer sexual reconoce al hombre como su principal consumidor. Ya no se exhiben aquellos enormes penes por las calles. Sin embargo, las mujeres -que en mayoría conforman su aparato, diseñado para el hombre heterosexual-, trabajan arduamente para que sus cuerpos relucientes posen ante cámaras fotográficas, de cine y televisión, o, en casos menos afortunados, se deslicen por tubos metálicos al centro de un escenario. Se desviven, pues, los sistemas, a lo largo de los siglos, para seguir rindiendo al pene un culto, para seguir montando espectácu-
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Cuerpo débil
Rowena Balí
Corazón en coraza de insecto Manuel Delaflor
los, especialmente ensayados para provocar la erección, que evocará el estado ideal, que evocará a nadie menos que a Dionisio, en principio, y atraerá copiosos capitales, fundamentalmente. El cuerpo es el receptor de las viseras, músculos y huesos que hacen posibles sus acciones. El cuerpo es receptor, además, del pensamiento, del deseo y la apariencia. El cuerpo -una vez superadas todas sus nece-
sidades fisiológicas- guarda un importante espacio de sus preocupaciones en la vestimenta. El cuerpo bien vestido es otra de las características del ideal publicitario. El cuerpo vestido para la ocasión es la carta de presentación ante una sociedad que observa y juzga. La moda ha llevado incluso a ese mismo cuerpo al ridículo. El cuerpo, pues, ha sido no sólo una víctima de la guerra, el accidente, la catástrofe o la hambruna, sino
una víctima de la moda. El cuerpo vestido y victimizado por su propia vanidad, manifiesta, además, una identidad. El cuerpo desnudo ha sido signo de grandeza para algunos; los dioses y los hombres de alto rango se retrataban desnudos en la Grecia y la Roma Antiguas. El cultivo del cuerpo, su belleza y su fuerza, fueron prácticas sistemáticas de las cuales se desprende la institución de los juegos olímpicos. Mucho tiempo después de
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De vanidades y divinidades
Cuerpo débil
Rowena Balí
esta época dorada del cuerpo, sobrevino la institución del Cristianismo, y a partir de él cierta pérdida de la valoración del cuerpo y sus posibilidades hedonistas. El cuerpo fue entonces el receptáculo del alma, en cuya existencia se fundamentará lo único verdaderamente valioso, la posibilidad de ascender al plano divino. En total desposesión de una carne ya para entonces ampliamente desdeñada. Durante la Edad Media el mundo occidental se pobló de estrafalarios y santos ermitaños cuyas historias, de una precariedad corporal más bien mórbida, recorrerían la literatura de palmo a palmo, y así llegaron a nuestros días. Se sabe, por ejemplo, que San Besarión nunca se acostaba, que Santa Eufracia simplemente no se bañaba, que San Simeón cuidaba con esmero a las larvas que le retoñaban en la piel, que él mismo escoriaba. El menosprecio del cuerpo convirtió la desnudez, imperial y divina para los clásicos, en una condición del desamparo, y la humillación. En los años que corren la desnudez no se muestra por pudor, y quienes la muestran con fines sexuales no son muy bien vistos socialmente. Digamos que, la desnudez está bien, sólo si tiene un fin artístico. El affaire que tienen últimamente ciertos sectores con la pornografía, ha traído una más clara aceptación masiva de la desnudez, aunque estos sectores sean masas aún subrepticias. La exhibición del acto sexual ha sido también una práctica común –aceptada o no- en las sociedades; los carnavales y las orgías, han sido cosa de todos los tiempos. No estamos diciendo que eso esté bien. Creemos que la pudicia y la reserva son prácticas mucho
más sensatas que la perdición y la obscenidad. Los medios proclaman la importancia de la unidad en la familia, la iglesia reprueba la promiscuidad. Algunas de estas proclamas son realmente sinceras, muchas otras sólo son superficiales. El cuerpo, además es un encubridor; posee una piel que lo viste, diseñada a la medida. En décadas recientes, a ciertos artistas les ha dado por exhibir el cuerpo en una forma muy distinta de lo que se hace en las bacanales o de lo que se hace en los prostíbulos. Ya en el Renacimiento, cuando la ciencia y el conocimiento profundo del cuerpo despuntaron, nació un científico, Friederich Ruysch, quien echó mano de las técnicas de embalsamamiento recién descubiertas y montó en el salón posterior de su casa, la exposición de una serie de personajes de carne y hueso humano; muertos, claro está, a quienes embalsamó cuidadosamente y luego vistió caprichosamente y colocó en situaciones cotidianas, e incluso graciosas. Con la reciente técnica de la plastinización, descubierta en la década de los setentas por un científico que habría de consolidarse también como artista plástico: Gunther Von Hagens, se puede conservar el tejido de los cuerpos sin que sufran deterioro alguno y bajo condiciones de relativamente poco cuidado, durante muchas décadas. El cuerpo, bajo el concepto de este científico artista, se inmortaliza y se convierte en una obra de arte perenne. Hasta nuestro país llegó una famosa exposición de cuerpos plastinizados, que había ido causando escándalo y admiración, problemas éticos, morales y religiosos, con mucho éxito y por muchos países del mundo. En este caso,
el asunto didáctico es una excelente justificación para la exhibición, lo mismo pareció ocurrir con los cadáveres embalsamados del renacentista holandés Ruysch, que por cierto, en algún momento fueron comprados por un ruso que los pagó a precio de oro, algunos de estos cadáveres aun se conservan. El asunto de la exhibición del cuerpo humano, su desnudez y su muerte y en general los asuntos relacionados con la carnalidad, son motivo de polémica en el mundo. El ser, al ser dueño de un cuerpo vivo, no sólo es dueño de una existencia, sino de una individualidad. Individualidad que lo vuelve único e irrepetible, capaz de juzgar y contemplar el mundo desde una perspectiva distinta a la de sus semejantes. El tener una perspectiva individual le permite estar en desacuerdo con esos mismos semejantes. En los asuntos del cuerpo la sociedad será incapaz de ponerse de acuerdo y menos aún, en paz; las prostitutas lucharán siempre porque sus cuerpos puedan ser vendidos con dignidad, los drogadictos lucharán porque sus cuerpos puedan obtener rehabilitación, o, en su caso, una digna drogadicción, las mujeres lucharán por envejecer lo más juvenilmente que puedan, los hombres de más de cincuenta perseguirán desesperadamente el elixir que les procure erecciones cada vez más firmes e infalibles, los niños de la calle lucharán porque sus cuerpos no sientan hambre y combatirán con la clásica “mona” su ansiedad por vivir. Al contrario que las personas, muchos animales formarán parte de la cadena alimenticia, y con milenaria resignación, dejarán que sus cuerpos sean engullidos por otros animales.
Rowena Bali. Narradora, poeta, guionista, editora y locutora de radio. Ha publicado las novelas Amazon Party, El agente morboso, El ejército de Sodoma y el libro de relatos La herida en el cielo. Ha sido antologada por el FCE y por la editorial Cal y Arena. 72 CULTURA URBANA
テ]gel en azul Manuel Delaflor
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52 Amanda de la Garza
Hoy pensé en las vidas que nunca tuve en los impolutos caminos desiertos por mi ausencia.
En todas las líneas que no cruce en los rodeos y las luces ciegas.
En los objetos que jamás serán herencia o memoria para los hijos que no he tenido.
Pensé en las cartas que nunca escribí, en el mazo de una baraja española intacto.
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Soy una sombra de esos destinos inconclusos caminos abiertos, abandonados. Donde creci贸 despu茅s una vegetaci贸n salvaje, desmedida, circular.
Tengo en cambio esta vida eclipsada por un misterio.
Quise poner un n煤mero. Quise nombrar esas vidas:
cincuenta y dos vidas y el destierro.
Amanda de la Garza. Es curadora, historiadora del arte, poeta y accionista. CULTURA URBANA 75
Gothic Dream Ver贸nica Rojas (M茅xico)
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Poil de carotte Edgar Krauss
Un viaje despierta muy diversas emociones en el protagonista de esta historia: curiosidad, repugnancia, temor, carácter psicótico, entre otras cosas.
Uno Después de cuatro años sin visitar a mi madre, mi conciencia de hijo desobediente comenzó a fustigarme y decidí aprovechar una oportunidad que el periódico mural de la Facultad ofrecía: “SE PERMUTA BOLETO A MONTERREY POR UN BUEN DICCIONARIO DE FRANCES”. Así que tras hurgar en mi biblioteca en busca del mejor candidato, me reuní en el lagartijero de la escuela con un sujeto que tenía la superstición de que estudiar literatura le daría sentido a su existencia anodina. El único inconveniente era viajar un 24 de diciembre. Qué más da –pensé–. Así llego a tiempo para el ritual navideño y me regreso al otro día. Tras una breve actualización de los pretextos que había empleado para renegar de mis parientes, me aventuré en uno de esos autobuses en los proyectan unas películas infames, en donde algún detective con evidente retraso mental despliega una cantidad impresionante de torpezas y chistes que ameritan la pena de muerte, y al último se enamora de una mujer fatal, tras rescatarla de un malandrín con los dientes chuecos. Cuando llegué a la terminal de
autobuses pude comprobar que mi idea de viajar el día de navidad era del todo inconveniente. Nunca imaginé que tanta gente quisiera viajar mirando esos filmes en días feriados (pero el mal gusto es universal). Yo sospecho que durante las vacaciones, los resentidos conductores de esos autobuses programan las peores producciones del cine gringo con tal de vengarse del hecho de que tú estés viajando y ellos sean esclavizados por un volante. Mientras pensaba en cómo me las arreglaría para sobrevivir a diez horas de viaje, una mujer con dos niños aprovechó mi distracción para meterse en la fila delante de mí. Sus numerosas maletas y picaresca impunidad me hicieron pensar que esta chica huía de un acreedor desalmado o de la justicia, con todo y sus hijos y, si no fuera porque me miró con una sonrisa casi cómplice en el momento en que me despojaba de mi lugar, hubiese articulado una protesta Ya instalado en mi asiento, me disponía a leer una entretenida colección de ensayos sobre la guerra medieval y el odio permanente entre los seres humanos desde la era de las cavernas, pero no había leído más de quince minutos cuando un imperioso acceso de tos
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Poil de carotte
Edgar Krauss
colocó un engomado en la página 34 y ya había ensuciado involuntariamente el alto nombre de Aristóteles. Creo que al viejo le hubiera molestado mucho el insulto casual, por lo que limpié la página rápidamente con una servilleta. Decidí hacer a un lado el libro para entregarme con toda libertad al ejercicio de la tos, sin metafísica de por medio. Luego dediqué inútiles esfuerzos a descifrar al obeso policía de la película, contemplar el paisaje por la ventanilla, dormir, volver a leer, cambiar de posición, otra vez, otra vez, otra vez. Mis peores augurios se hacían realidad. Me dispuse a examinar a los pasajeros: un tipo ronca tanto que hace eco del ruido del motor, una pareja se mira a los ojos como si estuvieran drogados, un hombre empapado por el sudor hojea una revista donde figuran cantantes tropicales semidesnudas. Y la mujer de los niños ha pasado tantas veces al sanitario con uno y con otro que comienzo a sospechar que algo trama. En la quinta ocasión, curioseo con sigilo para saber qué sucede y me descubre mirándola. Se ríe discretamente y volteo hacia otro lado, apenado. Debí comenzar esta historia aclarando que esta chica era titular una belleza fulminante y que yo me pongo nervioso con las pelirrojas. Una de mis políticas consiste en no enamorarme de las mujeres casadas e imaginé que su marido pertenecía a la subespecie de los sicarios con botas y la esperaba en Monterrey con una comitiva familiar que seguramente me miraría con hostilidad si bajaba del autobús amenizando con ella. De cualquier manera, la tos se encargaría de complicarme cualquier conversación. Poil de carotte, pienso cuando regresa a su lugar. No se parece en absoluto al personaje del libro, pero su cabello incendiario hace pasear esa idea por mi mente. Sigo tosiendo a intervalos de diez a catorce minutos. En la enésima ocasión en que va con su hija al baño, me mira fijamente y asumo que le resulto un fastidio. Le sonrío para mitigar la amonestación y –para sustentar mi asombro–, me devuelve el gesto. No, no, no te confundas –pienso. Seguramente va a pedirte ayuda con sus latosos críos. Además no me gustan las mujeres con marido. Pero ella pasa una y otra vez al baño. ¿Qué le dará de comer esta mujer a sus hijos? Dos Cuando me invita a sentarme con ella y me ofrece caramelos para apaciguar la tos, me da taquicardia. A partir de ese momento, todo cambió drásticamente. Qué regalo de navidad me ha hecho la diosa
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imprevisión –pienso, mientras me acomodo torpemente a su lado. Toda esa belleza mitológica sólo puede marchar con desenfado por el mundo, de lo contrario es una impostura. Las restantes seis horas del viaje, tomé una breve lección sobre sus 23 años de vida, a la vez que me juraba que no había botudo alguno en su horizonte. Mientras contemplo sus labios, intento descifrar su acento, que suena a música tex-mex. Luego me confiesa que creció en las afueras de la capital de Arizona pero que vivió muchos años en Ciudad Juárez, hasta que llegó a Monterrey obligada por su trabajo. Desde su esquina, los niños me miran con el afecto de un cancerbero, pero ella les ordena con firmeza que permanezcan en su asiento, mientras quiere saber dónde vivo y qué hago además de toser todo el tiempo, así como todos los detalles de mi biografía. Coloca mi mano derecha sobre su pierna izquierda, con no poca audacia. Yo me siento como Kowalski, interpretado por Marlon Brando. –En realidad son mis sobrinos, hijos de mi prima, dice mientras les lanza una fría mirada y les exige que se acomoden en sus asientos. Ellos obedecen con miedo y yo finjo no ver lo que está sucediendo, ya que viajo en mi propia película. En un giro repentino de su cabeza, Poil de carotte aproxima su rostro quimérico a mí y muerde con cierta desesperación mi boca, mientras yo supongo que me está besando. Durante las restantes horas, trazamos manualmente los mapas de nuestros cuerpos, tanto como es posible en un viaje de ese tipo, y mientras sus criaturas salvajes no miraran. Cuando llegamos a Monterrey, yo quería hacer inmediatamente el viaje de regreso con ella, pero un comité familiar ya la esperaba. Un par de hombres metidos en los cincuenta años y en trajes de abogado rancio, tomaron a cada uno de los cancerberos por la mano mientras estos frotaban sus ojos, para desperezarse. Ella camina detrás de los cuatro, mientras me hace la señal de teléfono con su mano y me lanza un beso de naturaleza eléctrica. Los zapatos formaban una mueca en sus piernas. En los siguientes días, se agrava mi estado. No me importaban los cero grados de las mañanas en Monterrey, si se acercaba el momento de encontrarla de nuevo. Me entregué a la divagación permanentemente, por lo que mi madre llegó a profetizar que las obligaciones me tenían exhausto y necesitaba descansar. Pero una figuración se apoderaba de mí como un mendigo aferra la moneda que le arroja el
Poil de carotte
descuidado transeúnte, y un delirio estableció su reino en mi cabeza. Esto no puede seguir así. Por su parte, Poil de carotte se dedicó a enviar mensajes a mi celular, en donde declara que le parezco encantador, que está fascinada por haberme conocido, que ya quiere verme. No fue posible reunirnos al amparo del cerro de la silla debido a sus compromisos laborales, sino hasta muchos días después, ya de regreso en la Ciudad de México. Por supuesto, el día que nos encontramos, cumplí mi promesa de explorar con ella todas las formas posibles de la gravedad entre dos cuerpos y desafiar cada una de las leyes de la física. La despedida fue una transfiguración del vicio en virtud. Por una broma de la geografía, ella vive lejos de mi zona de influencia. Nunca ha estado en Coyoacán, la Condesa ni la Roma. Yo ignoro todo lo referido al Mundo E, o como se llame ese planeta de su sistema solar. Tres Sólo se fue, dejándome una promesa que se desdibuja morosamente. Después aquel encuentro, desapareció. No se reunió mas conmigo, ni pude localizarla de nuevo. Me atormenté cavilando qué pudo haber sucedido. Juro que me bañé ese día, que la llevé a cenar, que recorrimos numerosos senderos de la ciudad, en los que conocí un sabor en su piel que me dejó más ebrio que nunca. Le regalé un par de libros y un disco de Tom Waits. Hasta le concedí mi abrigo, porque temblaba y yo quise imaginar que era de frío. Pero ya no hay mensajes de agradecimiento a la vida por haberme conocido, ni besos de diez mil voltios. Yo estaba más que dispuesto a partir en misión de reconocimiento hasta su Mundo E o al planeta que fuera necesario, para ser visto por ella. Verla. Transité por la paciencia, la impaciencia, la desolación, la apatía, el juramento vano. Ella me heredó el insólito sabor de lo fugaz, el cual antes que revelar su consistencia, se extingue. Decidí recurrir a los clasificados con el siguiente mensaje: POIL DE CAROTTE, DAME VIDA OTRA VEZ. Un par de días más tarde, recibí un mensaje por celular, donde decía: “Cantante mío, parto a Phoenix, a buscar el pasado. Regreso en tres años, piensa en mí”. Sé que la respuesta la tiene Tom Waits, pero quiero ignorarlo. También sé que antes de reencontrar a Poil de carotte, podrían diluirse todos los años de mi vida. Y esta vez el ave fénix no renacerá, ni de su pasado ni del mío.
Edgar Krauss
Gothic Dream (Detalle) Verónica Rojas (México)
Édgar Krauss. Editor, columnista, historiador y narrador. Colabora en Reforma, Letras Libres, Fahrenheit, Libros México, entre otros. CULTURA URBANA 79
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Elena en sus 80 Juan José Reyes
En este ensayo, escrito por un crítico que tuvo la fortuna de estar cerca de Elena Poniatowska, se recorren punto a punto los logros periodísticos y literarios de nuestra homenajeada
Elena Poniatowska —de la cual siempre pensé que había nacido en 1933, y no un año antes, como tal parece que ocurrió— no ha perdido la fuerza de su mirada. No resulta fácil, tampoco, definir con una sola palabra aquella mirada. Inocente, ingenua, una mirada de agua y luz que parece preguntarle al mundo por el milagro de su nacimiento y su despliegue. Una mirada limpia, inteligente. Poderosa: puede captar lo que otros ojos no ven: la interminable soledad de los que solo tienen trozos de recuerdos, angustia, esperanzas, y también los colores y las sombras de los cielos y las ciudades, las flores y los cuadros, los ojos de los otros. Una mirada generosa que está siempre delante de quien lo necesita, con todos que son todos los suyos, y a quienes se entrega sin regateos y sin buscado engaño. No es la mirada de una mujer tan candorosa que pueda ser embaucada por tramposos o seducida por los lujos de los poderosos (¿no son los mismos, acaso casi siempre?). No hay tanta inocencia en esos ojos como para que no puedan percibir la mala fe, la chapuza. Hay siempre en aquella mirada el ánimo de compartirlo todo, sin trampas, de decir la verdad, que solo ella nos hará libres de seguro. Ha sido natural entonces que Elena Poniatowska haya ejercido el periodismo desde que ella era muy joven, y que desde hace ya más de medio siglo haya hecho de la entrevista una vertiente de veras singular, disfrutable y reveladora. Fue primero entrevistado-
ra. Comenzó en Excélsior y despuntó pronto en Novedades, donde reinaba en las notas de “sociales” Rosario Sansores. Por aquellos años los domingos en aquel diario se publicó el suplemento México en la Cultura, fundado y dirigido por Fernando Benítez y diseñado por Miguel Prieto. Eran los años, los cincuenta, en que en el país corría una pregunta que ahora puede resultar curiosa y que entonces aparecía como un asunto de primer interés: qué era México y cómo eran los mexicanos. En esa línea destacó, haciendo entrevistas a figuras sobresalientes —como Agustín Yáñez o Leopoldo Zea—, Rosa Castro, a quien sin duda Elena Poniatowska siguió con atención. (Con frecuencia me pregunta ahora Elena por Rosa Castro. “¿Qué sabes de ella? ¿Es cierto que vive en Cuernavaca?”. Aprovecho la ocasión, de paso, para pedirles a los lectores que nos hagan llegar informes acerca de aquella notable periodista mexicana, tan olvidada ahora por las nuevas generaciones y las prisas excesivas.) No tardó nada Elena Poniatowska en saber que lo suyo no estaba en la banalidad insulsa y quizás insultante de las páginas de “sociales” y en reconocer que lo propio habría de cursar sobre el camino de la creación y de la crítica. No tardó nada en hacerse una periodista auténtica, adscrita a la línea del nuevo periodismo. Ha realizado cientos o miles de entrevistas y ha hecho cientos o miles de crónicas excepcionales.
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Elena en sus 80
Juan José Reyes
Abundan los lectores que cuentan entre sus libros más queridos algunos escritos por Elena Poniatowska. Me cuento entre ellos, y he de decir que recurro a ellos con frecuencia y para hallar nuevos motivos de buena sorpresa. El primero de estos libros, en mi lista personal, es Todo empezó el domingo, puesto en circulación en nuestros días por el Fondo de Cultura Económica, y tal vez insuficientemente conocido por el gran público (incluido un vasto sector de fans de la autora). Es un conjunto de crónicas que fueron apareciendo en las páginas de Novedades a partir de 1957, es decir hace 55 años. El libro apareció por primera vez en 1963 y está ilustrado con fortuna por el artista mexicano Alberto Beltrán. Casi todos los textos se refieren a escenas de la vida de la ciudad de México. Como todas las metrópolis, grandes y chicas, la capital del país ha mantenido su vitalidad en los barrios, lo que quiere decir que el corazón de su vida está en la gente común y corriente, en los pobres sobre todo. Si algo no parece propio de la ciudad de México, en los días que corren, son los otros rumbos, los más novedosos (y por tanto los más diferentes del resto). Pensemos en Santa Fe, donde vive gente, aun cuando parezca difícil de creer. (Un buen registro de la vida de Santa Fe está en la película Matar te duele de Fernando Sariñana). Es notable cómo con los años el peligro mayor de la gran capital no esté, como suele pensarse y decirse, en asuntos tan graves como la inseguridad y la violencia o en la escasez del agua o los servicios de recolección de basura o en las horas que cada
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quien gasta al día en su traslado. Tal peligro mayor está a mi juicio en el empobrecimiento de la comunicación entre los moradores citadinos. Apretujados todos en el metro o en los metrobuses o con el santo al cielo mientras viajan en los micros; hacinados —¡y felices de la vida!— en conciertos de música de intérpretes que engordan asombrosamente sus fortunas sin cesar o en antros de moda donde se intercambian luces y otras cosas de otra índole, muchísimos en la ciudad de México ven cómo día tras día van perdiéndose las distancias y los silencios. Todo empezó el domingo de Elena Poniatowska devuelve el sentido de la ciudad a quien lo haya conocido y disfrutado o se lo muestra, transparente y fresco, a quien apenas por referencias lo conozca. La mirada de Elena Poniatowska supo ver en su momento aquellos espacios y aquellos silencios, rotos solo por las risas y las palabras claves de la convivencia, de que gozaron los chilangos durante largos años. Las crónicas de la autora, ceñidas a los hechos y a una imaginación siempre compartible, dan cuenta con sencillez de aquel disfrute capitalino de las cosas simples, de aquel vivir la vida con humildad verdadera, es decir con los pies en la tierra y los sueños suavemente concebidos. En 1968 cambió la vida mexicana. Se cuarteó el muro de los espejismos, sin que desapareciera —más bien sucedió todo lo contrario— el ánimo de convivencia auténtica de los chilangos. En 1968 el movimiento estudiantil operó en favor de un cambio moral, para que pudieran verse en sus dimensiones reales los hechos y las cosas que la mirada de Elena Poniatowska había venido ya entreviendo o captando con fidelidad. Se luchó en contra de las trampas, la simulación y lo podrido de un sistema de intercambio político y económico (sobre todo político, claro está) que acendraba las contradicciones y acrecentaba la desigualdad. Al cambiar el país, cambiaron los mexicanos. Si muchas conciencias se mantuvieron aún inertes, muchas otras se activaron y muchas más fortalecieron sus visiones y sus ideas. Este último fue el caso de Elena Poniatowska, quien sobre aquel movimiento realizaría un libro determinante de la historiografía y la vida toda del país: La noche de Tlatelolco. La autora supo integrarse en ese coro inmenso de voces inconformes que se levantaron en contra de lo que no podía resistirse más. Mucho más que la estructura política, lo que entonces se cimbraba era la estructura moral del país. Elena Poniatowska dio cuenta de esto de manera fidelísima.
Elena en sus 80
Esta misma línea moral no ha sido abandonada nunca por la escritora. Es más que claro que de lo moral a lo político no hay más que un leve brinco. Por eso las crónicas de Elena Poniatowska progresivamente fueron haciéndose más y más definidas en cuanto a su orientación ideológica. Delante de la intransigencia o la radical injusticia, frente a la corrupción y el crimen, al periodista no le queda más —en un sentido literal— que ocupar un sitio en el espectro político. Las magníficas crónicas de Fuerte es el silencio muestran ya a una autora aún más definida en sus convicciones, más decidida, más fuerte. Rompe el silencio de los marginados, de las trabajadoras explotadas. Muestra, sin dejar lugar a dudas, las condiciones de la precariedad. Hay junto al plano estrictamente social otra vertiente en la obra de Elena Poniatowska. En la imprecisa frontera que hay entre el periodismo y la literatura realizó la autora otro libro imprescindible de la cultura mexicana: con una línea de Octavio Paz en el título, Juan Soriano, niño de mil años, publicó una larga entrevista con el artista, una reconstrucción viva, entrañable de veras del México del medio siglo y de la vida de uno de los creadores mayores de nuestra pintura y nuestra escultura. De otros personajes emblemáticos, Elena Poniatowska ha hecho semblanzas hermosas y justas en Las siete cabritas, mujeres distintas a la mayoría de años pasados, como Pita Amor o Rosario Castellanos, Nahui Olín o María Izquierdo… La nota distintiva de aquellas mujeres está en un concepto clave: el de libertad. También narradora, la autora es cuentista y novelista. No hace mucho dio a conocer una novela magnífica, La piel del cielo, laureada en España, una reconstrucción de ambientes admirable, que va del plano astronómico al de la solidaridad con las comunidades indígenas. Ahora cumple 80 años Elena Poniatowska. Yo sigo releyéndola. Lo hago cada vez con sorpresa y gusto mayores. Es una mujer y una periodista y una escritora que nos hace falta. Una mujer pródiga que quiere que todo lo bueno sea cosa de todos y que todo lo malo se vaya al diablo con todo y sus verdaderos propietarios. Ama al país y a su gente. Si nació en Francia, lo más cierto es que como pocos ahora conoce México. El país entero está delante de sus ojos, el campo y las ciudades, las costas y las selvas, la sierra y la planicie, los cielos, los paisajes. Conoce las costumbres, los bailes, los atuendos, los nombres de las cosas, el sabor de las verduras y los dulces. Conoce el
Juan José Reyes
habla de aquí y la del norte, el litoral, el centro y el sureste, los modismos, gestos, ademanes, los silencios. Permanente testigo y recreadora del presente, conoce también el pasado y se niega a admitir que el futuro pudiera revivir los horrores tan reiteradamente practicados. Ha estado atenta a lo común, a lo que caracteriza modos de ser más o menos extendidos, al tiempo en que se apasiona frente a lo extraordinario. Y lo extraordinario ha sido, por mil y una sinrazones, la libertad. Admira a las mujeres libres, a las que no se rinden, a las que han resistido años de sojuzgamiento, persecución, obligado silencio. Admira a las mujeres que se rehúsan a cumplir con el papel asignado y ponen distancia a los cargos de ama de casa, madre de familia abnegada, esposa fiel. Admira a las mujeres trabajadoras que no buscan más que el respeto a su dignidad y a la de todos los suyos, dignidad en las condiciones laborales y frente a la estructura del poder. Admira a las mujeres creadoras, rebeldes, insumisas, capaces de hacer estallar los grilletes de los roles sexuales, familiares, sociales y facultadas para construir obras formidables. Y admira a los hombres, a los hombres libres, que saben negarse al dinero y al poder, a la mentira, la trampa, el mal como consuetudinaria forma de actuar en exclusivo beneficio de las chequeras, los clubes, las casas lujosísimas, las residencias fuera del D.F. y si es fuera del país, better, much better. A sus 80 años Elena Poniatowska es en todos los sentidos admirable.
Juan José Reyes. Editor, crítico y ensayista. Fundador de diversas publicaciones culturales de primera importancia en México. Ha publicado los libros de ensayos: Hambre de gol, Cuestión de suerte, La música para niños en México y El pozo y el péndulo. CULTURA URBANA 83
2012, el nuevo “aquí y ahora” Jaime Mesa
Las generaciones de escritores en México se reconocían por las charlas en los cafés o las largas correspondencias hoy se reconocen en las ferias literarias y en el facebook. En este análisis el autor da cuenta de las señas de identidad de las generaciones más recientes de escritores, curiosamente tradicionales y sin aires de renovación
En el 2008 era una buena idea trabajar un puñado de ideas sobre la generación más nueva en el panorama literario mexicano. Los narradores nacidos en la década de los años setenta habían sido columna vertebral de cinco antologías, de cinco “manifiestos”, donde se intentó un esbozo general de las particularidades de estos escritores. Un censo acelerado dictaba unos 60 autores cuya presencia en el medio literario los enfrentaba ya con lectores y críticos. El siglo XXI era un hecho y cada vez se tenían menos noticias del Crack, el último movimiento literario mexicano fundado, casi, de manera arbitraria en 1996. Habían pasado ya diez años de los libros fundacionales de la generación de los sesenta: De la infancia (1998), de Mario González Suárez; Salón de belleza (1994, Lima; 1999, México) de Mario Bellatin; Nadie me verá llorar (1999) de Cristina Rivera Garza, Historias del Lontananza (1997) de David Toscana; El Gran Pretender (1990) de Luis Humberto Croastwaite; Los límites de la noche (1996) y Tierra de nadie (1999) de Eduardo Antonio Parra. A pesar de que la diversidad de tendencias de los escritores nacidos entre 1970 y 1979 decía otra cosa, nos sentíamos de alguna
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manera parte del mismo viaje. El Internet se volvió zona de confluencia porque, una de las particularidades de la generación, es que, a diferencia de los anteriores, una buena parte no vivía en el Distrito Federal ni escribía desde ahí. Esa conciencia de “escribir solos pero no aislados” generó una suerte de mito en el sentido de que todo estaba sucediendo “aquí y ahora”. Más que los temas, el silencio de la escritura fue la sala de espera. En el 2000 sólo un par de autores de esta generación tenían más de tres libros publicados y la cartografía estaba por construirse. Las señas de identidad eran claras y curiosamente tradicionales y sin aires de renovación: la metaficción, el relato histórico, lo fantástico, el intimismo, la marginación de los barrios urbanos, lo escatológico o la denuncia, marcaban un territorio sin territorio, una dirección con muchas vías alternas. Además, el Internet sesgó la mirada hacia un punto común: la diferencia de edad (nueve, ocho, siete años) entre los autores de esa generación negaba, por sí mismo, el hecho de que las búsquedas estuvieran concentradas dentro de una sola energía. 60 escritores cuya particularidad más obvia es que ninguno se parece a otro.
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Más que las antologías, lo que verdaderamente reveló las dudas y preguntas acerca de este pelotón que avanzaba vertiginosamente fueron los textos “Historias para un país inexistente” de Geney Beltrán (2004-2005), “Aquí, ahora: cuatro notas sobre la nueva novela mexicana” de Rafael Lemus (2007), “Relevos después del neoliberalismo; Trece hipótesis y una disección dialéctica de la literatura mexicana actual” de Pablo Raphael (2007), “Introducción a Grandes Hits” de Tryno Maldonado (2008) y “La Generación Inexistente” de mi autoría (2008). Lo que se notaba, aunque había una intención inútil de buscar confluencias, era el eclecticismo que permeaba la obra incipiente de la mayoría. No se podía hacer, entonces, una cartografía de temas. Fue interesante el ejercicio que en 2010 implementó la escritora Cristina Rivera-Garza como un acercamiento a la elaboración de un mapa. Organizó a 17 escritores relacionándolos con su filiación a distintas tradiciones narrativas mexicanas. Partiendo de tres afluentes: Inés Arredondo, José Revueltas y Amparo Dávila: celebró mesas de trabajo obviando la edad de los autores pero nunca los matices que sus obras estaban anunciando. Negando la idea habitual de los textos sobre esta generación inexistente, respecto a que éramos escritores huérfanos y desencantados, Rivera-Garza pretendió seguir los ríos que necesariamente ha dejado la tradición y marcar coordenadas basándose en la lectura que había hecho de los invitados. A veces acertó, a veces falló, y fueron muchos quienes se sintieron extraños al ser mencionados en una u otra categoría. Sin embargo, es de celebrar ese enfrentamiento porque se concentró en las formas de escritura, en los temas, y en la proyección que cada autor, aún sin saberlo quizá, estaba generando. Ese, creo, es un primer paso luego de la borrachera editorial que hemos presenciado: al menos 70 autores publicados, sin contar los 15 o 20 que cada año lanzó Tierra Adentro; o editoriales del estado e independientes. De alguna forma, lanzó un mensaje en el sentido de que si bien la generación de los setenta no estaba precedida por autores-leyenda (como sí les ocurrió a los de los sesenta con el Boom), es decir, no tenían una necesidad consciente o inconsciente de “matar al padre” y no estaban gastando sus energías literarias en eso, de ahí el desparpajo en la elección de temas y formas de “otras literaturas”, sí, existía una obligada filiación a las tradiciones más importantes de este país. Volvió
Jaime Mesa
al tintero la vieja idea de Roland Barthes de que la “pragmática de la novela futura es una pragmática de la novela pasada”. Idea que parecía no aterrizar en ningún texto o proyección hasta el momento. Se trataba, hasta entonces, de romper lazos, o acentuar que los lazos era débiles y menores. No había batalla ni eran declaraciones violentas. Sólo los padres estaban ausentes de una manera, hasta cierto punto, serena. El compromiso era con uno mismo. Ni con el pasado ni con el futuro sino con el “aquí y ahora”. Quizá el recuento más ordenado y diáfano hasta el momento es la introducción de José Carlos González Boixo del libro que en 2009 coordinó y publicó: Tendencias de la narrativa mexicana actual. El texto, llamado “Del 68 a la Generación Inexistente” consigna cinco puntos para definir las directrices del trabajo de esta generación literaria inexistente. 1. La existencia o no de una generación. En este sentido, sólo hace énfasis a que existe un “espíritu generacional”, que en algunos casos es suficiente para agrupar escritores. Sin embargo, su acuse de daños es que en todo caso esa percepción es negativa. González Boixo acota que muchos de los integrantes presumen que “la renovación narrativa que desearían hacer ya fue realizada por sus predecesores”. También, comenta que aún cuando no existe un “manifiesto que exprese una voluntad de ser generación”, existe una pública relación entre sus miembros. Es decir, somos generación porque estamos en Twitter, Facebook y nos hablamos en los encuentros literarios y las ferias. 2. El “No Tema Mexicano”, como ya se dijo, salvo casos específicos el planteamiento de nuevas formas no ha sido una constante en esta generación. Pero sí observa un trabajo de renuncia con el fondo, hay un interés de abandonar la idea de “una literatura nacional”; es decir, la expresión de una búsqueda de la esencialidad de lo mexicano. Esta búsqueda, particularidad que sí rompe con la tradición, había estado presente en la mayoría de las corrientes literarias. Pero si bien, el Crack fue insistente en este punto, González Boixo señala que los nacidos en los setenta dieron un paso más: “ya no tienen necesidad de forzar su narrativa excluyendo de manera consciente el espacio mexicano, al asumir que no tiene la obligación de realizar una literatura nacional. México aparecerá o no, como mera localización de la historia, sin que interese como tema de reflexión”. Así,
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se presumiría que estos autores son escritores “globales”, que señalan el agotamiento de las literaturas nacionales. Se escribe de cualquier tema desde su preciado individualismo, diría Geney Beltrán. 3. La generación del Internet. La pregunta de si la generación de los setenta será la última que publique activamente en papel está en el aire. Aún existe una distancia entre “literatura seria”, la difundida a través de libros; y la informal, que navega en el ciberespacio todos los días y que tiene lectores de todo el mundo. Ahí, el tiraje se mide en “visitas” e incluso cualquier blog de un escritor incipiente tiene más visitas que los 3 mil ejemplares de una primera novela. Los límites “literarios” aún no están completamente marcados pero es cuestión de unos cuantos años cuando este síntoma de nostalgia dé paso a eliminar la barrera de la discusión de los “soportes”. El libro de papel será un objeto perseguido por unos cuantos, nosotros, los últimos autores que publiquen activamente en este formato, seguiremos alabando sus cualidades, y habrá dispensadores de libros bajo demanda. La discusión será derrumbada por la costumbre. Los jóvenes de ahora ya leen la mayoría del tiempo en soportes virtuales. Y, como pedía el director del New Yorker hace poco, dejaremos de discutir acerca de si el e-book, o el blog, o el Twitter o los libros de papel son el soporte ideal y pasaremos a la verdadera discusión: hablar de Ana Karénina, Guerra y Paz, Pedro Páramo, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe. Volveremos a centrar, espero, la atención en las obras, en la literatura, más que en sus pasajeros y temporales soportes. De cualquier manera, aún no conozco a muchos escritores que deseen ver su novela o libro de cuentos en un e-book antes que en uno de esos artefactos rústicos y estorbosos en las mudanzas que se designan con el nombre de libros de papel. 4. Una generación de becarios. La de los nacidos en los setenta es una generación que dispone de muchas posibilidades de apoyo. Becas, premios, publicaciones de estado, estímulos. Basta hablar con escritores sudamericanos o de otras partes para ver la cara de terror y angustia ante el número desmedido de apoyos que los escritores mexicanos tienen. Eso, de entrada, supondría una cierta comodidad, o facilidad para escribir libros y que la calidad de la producción sería de primer orden. Ahí están los críticos para verificar si esto es así. Sin embargo, como una primera idea, esta facilidad sumerge al escritor
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mexicano en una competencia de currículums y no de obra. Podemos leer fichas biobibliográficas que consignan veinte premios literarios, diez becas, y con suerte uno o dos libros publicados localmente. La carrera de las becas provoca que la atención literaria se concentre en los tiempos, los plazos, los requisitos, y en la elaboración de un proyecto acorde con los jurados. Y, recalco, me equivocaría si insistiera en que la totalidad de los escritores jóvenes apuestan por esto. Pero es sintomático que buena parte de las conversaciones entre escritores jóvenes transcurran sobre estos temas. La preocupación por las becas o los concursos, por formarse una carrera literaria (lo que quiera que signifique eso) ha dejado de lado la preocupación literaria en algunas ocasiones. 5. Una generación huérfana y desencantada. Sucede como cuando un escritor en ciernes va a una librería, toma un libro de la mesa de novedades, lo compra y en su casa tiene la ligera insinuación que si eso que está encerrado ahí entre páginas se publicó, la novelita que tiene en su cajón debería también publicarse y ganar un premio. No tener enormes escritores en una generación anterior produce una estabilidad, un cese del fuego, una comodidad que no siempre repercute en buenos libros. “La tendencia actual”, dice Gonzáles Boixo, “tiene un fuerte componente de hibridismo cultural, un marcado individualismo y una notable falta de proyectos ambiciosos. Pesan más las influencias globales que las locales.” Desde las nuevas tecnologías los escritores observan con frustración que la mayor parte del país sigue anclado en lo que para ellos ya es pasado. Hace mucho tiempo nadie intenta (ni publica el intento) un Palinuro de México, un Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, o un Terra Nostra. Las explicaciones estarán en los académicos pero es claro que entre la generación anterior a los nacidos en los setenta no hay un Rulfo, un Salvador Elizondo, un Fuentes, un Sada. No hay una competencia fruto de que la generación anterior lo hizo mejor, y el desencanto empieza a ser la constante. Estos cinco puntos son las marcas de terreno de un mapa que, hay que decirlo, aún comienza a elaborarse. Falta al menos una década para hacer la revisión de esos 60 autores iniciales (más lo que se acumulan año con año) y hacer un balance de la obra de cada uno de ellos. Como es natural, muchos dejarán de escribir por distintas cuestiones: “el mundo compite con la obra” y tiene sembradas
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Jaime Mesa
mil trampas para evitar que un escritor complete su obra, como sostenía Roland Barthes. Sólo algunos, y esto lo muestra la revisión de generaciones pasadas, lograrán revelar algo del mundo en sus libros. Y si sólo dos, o cuatro, o seis lo consiguen podremos darnos por bien servidos. Han pasado 15 años desde la primera antología que anunciaba jóvenes promesas. Hay síntomas de que el futuro, ese futuro, ya está aquí.
neada, que corre de manera paralela sustentándose en lo excéntrico. O la apuesta por el minimalismo y la exploración del ritmo y del tiempo en la obra de David Miklos. O la potencia narrativa de Antonio Ortuño, que desde El buscador de cabezas hasta Ánima, propone la reelaboración de un México personal desde donde explora temas como el poder, el odio, la figura del artista y la fama. O, de Guadalupe Nettel, que desde la solidez de un estilo musical y elegante repasa obsesiones exorbitantes de ciertas enfermedades del espíritu humano.
Esos síntomas son las dos novelas de Yuri Herrera que por sí mismas ya arman un mundo completo que resume y proyecta la novela del narco, de lo mexicano, y que ajusta cuentas con el lenguaje de Rulfo, Gardea y Sada. O la obra de Alberto Chimal, definida y deli-
Creo que ahora, a diferencia de hace una década, ya podría conformarse una cartografía que revele los cruces o desvíos con la tradición mexicana, y que proyecte a partir de la obra de escritores ya formados, un nuevo capítulo de la literatura mexicana.
Jaime Mesa. Publicó la novela Rabia. Ha colaborado en Crítica, Laberinto y Hoja por hoja.
Suelta Juan Carlos Guarneros
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A New Magical Day Juan Carlos Guarneros
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Perdido en la translación Anónimo Hernández
En la prosa acelerada y original que lo caracteriza, nuestro autor presenta un homenaje personal al término translación y sus vicisitudes
Me encanta este título por su originalidad. Pero me gusta más por su pertinencia y por su pertenencia a una historia que había olvidado por completo. Respecto al título, yo sé que la RAE recomienda usar “traslación” sobre “translación”, sólo que no estoy muy de acuerdo. Piensen bien, amigos lectores: a ustedes les gustaría decir “trasportación”? O trasacción, trasición, traspiración? Suenan un poco ridículas, no? Trasexual? El prefijo debe ser “trans”. Sin embargo, también suena ridículo decir “transcendental”, como en inglés, porque la primera “ene”, la “ene” en discordia, nos hace sonar como si tuviésemos Síndrome de Down: “trans-cen-den-tal”. Pero en fin, ése es un asunto que tendré que razonar en otra parte. La cosa es que en 1995, un amigo, Victor, estuvo involucrado en la presentación en nuestro país de un grupo musical llamado Graceful Dead o Grateful Deaf o algo así, que al parecer había sido muy famoso en la época hippie. Victor me pidió cubrirlo durante la rueda de prensa que daría el grupo.
Al principio me negué, pero Victor me convenció con la promesa de unos tacos sudados y el libro de poemas Juan Salvador Gaviota. Y remató: —Tú no te preocupes, escóndete entre los demás periodistas. —Y si me pasan el micrófono? —Sólo aviéntate un lugar común con el mejor inglés que aprendiste en la secu. Víctor me dijo que la cita era a las doce in point, o sea a las “doce en punto”, y allí comenzaron los problemas. Con el fin de prepararme para la severa actividad intelectual de esconderme entre los periodistas, me anticipé llegando a las 11:30, sólo para enterarme de que la cita había sido pactada para las once in point, por lo que el entrevistado –que no hablaba una papa de español– y los organizadores –que no hablaban una papa de inglés– se hallaban sumamente encabritados. Peor aún, al parecer el legendario grupo ya no le interesaba a nadie porque ningún medio quiso cubrir la rueda de prensa. Y el único “periodista” que asistía al evento llegaba media hora tarde,
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Perdido en la translación
Anónimo Hernández
cuando el tarado se daba ínfulas por llegar media hora antes. Sobra decir que los organizadores se lanzaron a recibirme como si fuera la reina Isabel parlando el más elevado inglés británico: —Tenkiu, quickly. Tenkiu, quickly. —Hasta que, de pronto, uno de ellos me urgió: —Dónde está tu grabadora? —No tengo. —Y tu cuaderno? —No traigo. Me lanzaron miradas de escopeta, mismas que cambiaron por sonrisas forzadas para dejarme pasar. Como nunca había entrevistado a nadie, no llevaba más que mi cerebro y mi buena memoria, que en aquel entonces aún era confiable. Para esa hora, el resto del grupo ya se había retirado y sólo permanecía allí el cantante, quien era el líder de la banda: un tipo con aspecto de cavernario que no se había bañado desde la época de los hippies. Yo estaba en mi papel: no me importó sentarme en una de las muchas sillas vacías ni que usáramos micrófonos para las preguntas y respuestas. No podía sentarme a la mismísima mesa del entrevistado, justo a su lado. Los organizadores permanecieron en corrillo a unos metros de nosotros, vigilantes, como chaperones. Y así comenzó todo: —Hello, my name is Anónimo Hernández and I am a bad writer. —What? —My name is Anónimo Hernández and I am a bad writer —dije, revisando si funcionaba el micrófono. Como el tipo me miraba anonadado, continué, despacio, enfatizando cada sílaba: —What-Is-Your-Name? —What! —OK… In Inglish: My name is Anonymous Henderson. What-isyour-name? —Jerry! —me contestó molesto el mítico músico—… My name is Jerry!… Jerry García! Ahora mi memoria trae a la luz una película donde una niña regordeta y encantadora va a un concurso de belleza y talento infantil. Al conocer a Miss California le pregunta si le gusta el helado y la reina le contesta que sí, que su sabor favorito es Chocolate Jerry García, en inglés. Bueno, ahora puede decirse que al menos ya sé
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algo sobre mi entrevistado. En ese momento continué: —And how old are yú? —What? —How-old-are-yú? —That’s irrelevant… —OK. Los organizadores nos miraban de reojo, desconcertados. Recordé el consejo de Víctor e hice uso de todo mi repertorio en inglés. Señalé primero hacia la mesa y le dije a Jerry: —This is a table… —What? —And this is a chair… Como el tipo me miraba con cara de What, ahondé: —Is this a chair? —Of course it is a chair! —Very good… Now… This is a table. Is it a chair? —It isn’t a chair!… —negó Jerry rotundamente, por lo que reafirmé: —It is a table, isn’t it? El señor Jerry miró suplicante a los organizadores. Ante su pasmo, les exigió algo que no entendí, decía “interview”, “journalist”, “translation”, y no sé cuántas cosas más, pero la verdad es que me perdí entre tanta translación. Y si yo entendía sólo eso, los organizadores no se enteraban de nada. Carraspeé y respiré profundo para retomar el control de la conversación: —Jerry, I live in México City… It is a biutiful city… Where do yú live? —This is stupid, man… —I’m not a man, I’m still a boy. I’m thirty two. En realidad esta última frase sonó como “I’m dirty, too”, pero para tapar un poco mis vicios de pronunciación, insistí en mi pregunta reciente, enfatizando cada palabra: —Where-do-yú-live? —In California. —California was a part of Mexico, wasn’t it? —I know. I’m part Spanish. My name’s García. —And do yú espic Espanish, Jerry? —No, I don’t.
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—Tons, yú’re no Espanish. —Of course I’m part Spanish. —No, señor… —I am Spanish. —No, señor… —I am Spanish. —No, señor, yú are the language that yú espic. En esta ocasión, el rock-star estalló. —I’m gonna crush this idiot! —les advirtió a los organizadores, quienes de inmediato me preguntaron:
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—Crush? Qué es crush? —Crush es un poquito como crash, pero con u. Los organizadores no necesitaron entender más palabras porque los gestos de Jerry bastaban. Cuando se aproximaron a nosotros, Jerry hizo un último esfuerzo por serenarse. Entonces copió mi estilo: habló despacio, sílaba por sílaba, como si eso sirviera de algo, y dijo: What-The-Fuck-Is-This? Los organizadores me miraron exigiendo una respuesta. Les respondí lo mejor que pude: This is a table… And this is a chair…
Mauricio Bares (Anónimo Hernández) Autor de los libros Streamline 98, Sobredosis, Ya no quiero ser mexicano, La vida es una telenovela y Posthumano. La novela Anónimo, aún inédita, resultó finalista en el Premio Herralde de Novela, también de Anagrama. Es director de la editorial Nitro/Press.
LA ACERA DE ENFRENTE San Juan de Letrán: la Calle de los Ángeles Elena Poniatowska Cuando estoy fuera de México —cosa que no sucede con frecuencia porque como a todos los mexicanos me cuesta un trabajo horrible salir de esta espantosa ciudad—, hay una calle en la que hago converger toda mi nostalgia: San Juan de Letrán. Me dicen que cómo puede gustarme una calle tan fea. Es que yo estudié taquimecanografía en una academia de San Juan de Letrán; para más señas, arriba del Cinelandia. Pero como no era una alumna aplicada bajaba a la avenida para levantar ojos de azoro ante la Torre Latinoamericana, ir al Sanborn´s de los Azulejos y comprar chocolates rellenos en Lady Baltimore. Fue en San Juan de Letrán donde, por primera vez, entré en contacto con los vendedores y fue allí donde conocí al hombre de los toques, un ángel al revés volteado, Lucifer, Luzbel, el Señor de los Infiernos. Era un rey que se recargaba en el muro del edificio de La Nacional y con un cigarro en la boca, a lo pachuco, y una cajita bajo el ala negra ofrecía los toques. —A ver qué se siente. (Las cosas que le suceden a uno por andar diciendo: “¿A ver qué se siente?”). El castigador, con su pelo envaselinado y su sudadera negra, le alargaba a uno dos alambres eléctricos terminados por mangos de metal y luego preguntaba: —¿Ya? —Ya. Entonces, sin verlo a uno, hacía girar un disco que a su vez marcaba el aumento de la descarga eléctrica. Primero se sentía un zumbidito muy agradable, un despertar por dentro lleno del vuelo de mil abejas, pero después del temblor inicial venía el peligro no previsto de caer fulminada. —¡ Yaaa! ¡Yaaaaaaaa! ¡Yaaaaaaaaaaaaa! ¡Que le pare! ¡Que le pare! ¡Que le digo que pare!... Por favor… El displicente volvía el disco a su punto de partida y aguardaba a que uno bajara los brazos acalambrados y con manos totalmente descontroladas le tendiera la moneda de los toques. Otro curioso y dos incautos más ya hacían cola para darse un quemón y uno más le advertía a su compañero: “Dicen que es bueno para los nervios”. De Fuerte es el silencio, 1980 CULTURA URBANA 91
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La última mordida Santiago Manuel de la Colina
Esta es la historia de una vampiro que prefería suministrarse dosis de sangre por vías poco tradicionales y tenía crisis existenciales y pensamientos intrincados como el más sabio y fantástico filósofo
Terso nocturno Dalv Desmodus no era un vampiro típico. Su aspecto y complexión estaban lejos de las imaginerías literarias o cinematográficas. Era delgado, pequeño y frágil; tampoco era atractivo, ni poseía esa mirada cautivadora e hipnótica. Su gusto por la oscuridad distaba de ser casual... no podía ver. Sus ojos negros, carentes de córneas, semejaban un par de burbujas de petróleo espeso que rodeadas por el borde rojo de sus párpados parecían estar en constante ebullición. ¿Quién podría encantarse con su mirada? Era feo, realmente feo. En su rostro chato y pálido, despuntaba una diminuta nariz, cuyas aletas inflamadas denotaban una activa respiración, pues sus pulmones eran también de escaso volumen y su corazón, un cartucho de carne negra que bombeaba aceleradamente la poca sangre que circulaba por sus arterias. Pero lo que más desconcertaba a la gente era la boca, cuyos labios de rojo oscuro dejaban ver un par de filosos colmillos que chasqueaba con regularidad. ¿Quién podría mirarlo sin sentir desconcierto? Cualquiera se hubiera visto afectado por el constante rechazo o resentido por la falta de afecto o socialización. Dalv tenía un Yo fuerte, un interior casi indestructible, un conven-
cimiento de que su naturaleza no era una aberración, sino un curso vital sin fronteras. Deseaba la vida como cualquier entidad que se daba el lujo de ser y a pesar de su aspecto, no era un monstruo. No cabía en él un gesto de maldad gratuita ni un impulso criminal sin sentido, gracias a una sólida corteza prefrontal ventromedial donde residía su buen juicio y su equilibrio moral. Era educado, inteligente —lo suficiente como para no dejerse engañar por sí mismo—, culto y cortés. Su aparente minusvalía no era una desventaja, él podía realizar cualquier tarea que otra persona ejecutara a pesar de su ceguera, pues contaba con una enorme sensibilidad auditiva. Dalv no veía la luz, la sentía y la podía escuchar en tonalidades que ningún otro ser podría ser capaz. La luz le hablaba, le cantaba. Al contrario de las creencias populares él no había sido condenado por ninguna deidad a transitar este mundo como un muerto viviente con insaciable sed por la sangre, tampoco había sido infectado al ser mordido por otro vampiro. Había nacido así, heredando los genes de una hemofílica que fue tratada y curada, ya hacía siglos, por un arcano alquimista que injertó en alguna de sus glándulas, tejidos de vampiros murciélagos. Dalv era un híbrido, no un quiróptero com-
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La última mordida
Santiago Manuel de la Colina
pleto, por lo que su superviviencia no requería de la forzosa ingesta de hemoglobina, pues podría alimentarse como cualquiera, pero sin cierta dotación nutriente, desfallecería, sus órganos empezarían a desgastarse, su cerebro dejaría de calibrar las sensaciones y entonces sí, se volvería un psicópata e irremediablemente, con el tiempo, desfallecería. Para paliar esa defección, se las ingeniaba dotándose de las cantidades suficientes y así mantener vivo su pulsar sanguíneo. Le encantaba la sangre de porcinos, una vez a la semana en el mercado solía comprar tripas y cuágulos que vendían para preparar moronga, pues le fascinaba, ya fuera cruda, frita o cocida. El pastel de sangre horneada, con pimientos, papas, zanahorias y cebollines, le quedaba de gourmet. De vez en vez, cuando le apetecía un caldo de gallina, se compraba una viva, le retorcía el pescuezo como cualquier depredador y abriendo su garganta chorreaba en una copa el líquido espeso y caliente. ¡Ah! Luego preparaba su consomé. Nada como una tanda de glóbulos rojos para levantar el ánimo. Era cierto que dormía, generalmente, de día. Los rayos ultravioleta le laceraban la piel pálida enrojeciéndola y provocándole costras secas. Muy doloroso asunto, pero nada que una crema revitalizante “con vitamina E y filtros solares UVA/UVB” no pudiera restaurar y proteger. No soportaba el ruido, el ajetreo circulatorio y maquinal por las abultadas calles de la ciudad, los atronadores escapes o los detestables acelerones de trailers y motocicletas, la excesiva mescolanza musical que se paseaba en los microbuses o que se decantaba desde las ventanas de sus vecinos. De noche todo era más soportable y podría dedicarse a su trabajo. Era ingieniero informático. Su madre le había abierto los ojos, más bien, los oídos a las pantallas de luz, que eran como los libros. En las solitarias noches, mami Dyphilla, ciega también, le encendía el televisor. Era la mejor forma de sentir al mundo, de ser ilustrado por la luz. Documentales, biografías, telesecundaria, cine, comedias... todo. El jucio de su madre, el filtro, y su tenor filosófico, el gusto por la verdad. A edad temprana le compró su computadora y entonces el mundo y su conocimiento quedaron a su merced. Podríamos pensar que su aislamiento le habría convertido en un ermitaño, que sus facultades intersociales estaban atrofiadas, pero no. La internet le había permitido desarrollar sus virtudes sociales
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—los vampiros de su clase son gregarios, suelen reunirse en ciertas ocasiones para compartir, departir, competir, degustar, familiarizar y casamentar— se contactaba con sus pares, y también con sus nones. Sus capacidades sintéticas y programáticas le habían dotado de gran fama. Era muy solicitado en la confuguración de sistemas informáticos estables y seguros. Había diseñado una aplicación inteligente, capaz de reconocer cualquier intrusión ya fuera de un virus o de un troyano que emergiera en cualquier red, doméstica, empresarial o gubernamental, una especie de entidad independiente que vigilaba y analizaba cada transacción electrónica. Abrupto anochecer Una noche, Dalv tecleaba frenéticamente, con la lengua negra humedeciendo sus labios resecos. Estaba a punto de terminar la programación de un juego que le había solicitado uno de sus sobrinos cuando le llegó una alerta. “Extraño virus asola la red” Un recuadro saltaba al fondo de su pantalla: “Has recibido un mensaje” y el sonido de un cucú, cucú, cucú le arrancó de su ensimismamiento. Abrió el panel de mensajes recientes. Su amigo ruso Ivan Yelsin le escribía alarmado: “Estimado Dalv, tenemos una emergencia. Casi todos los gobiernos del orbe están al borde de la desesperación, pues un virus devastador ha invadido la red y está haciendo estragos. Desconocemos su origen y es realmente difícil detectarlo. Se comporta como una especie de “chupador”, pues absorbe todos los datos expuestos en las redes sociales, servidores empresariales o gubernamentales y correos electrónicos. No hay sistema, firewall o firmware que se le resista. La han llamado oficialmente como “Libation Vampire”, porque en la práctica, sustrae información vital. Cuenta con un sistema supresor con el que “adormece” las guardas de seguridad impidiendo que se disparen las alertas de intrusión. Después de “chuparle” la información a un documento, éste queda infectado y si alguien lo llega a abrir, éste succiona los datos de otros archivos del historial de cualquier procesador de textos, y si algún otro nota alguna filtración e intenta cerrar el programa, se activa una función “anticoagulante” que impide que a la misma computadora o servidor, se le
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pueda apagar, aun desconectando la fuente de poder y volviéndola a activar. La aplicación se mantiene en un estado de hibernación que, una vez recuperada la corriente eléctrica, continúa con la sustracción de datos. Los documentos deambulan por el sistema operativo como zombies a los cuales no se les puede eliminar fácilmente. Es una calamidad y parece prácticamente indestructible. Sus efectos son tan desastrosos que se teme un colapso mundial. Se ha llegado a hablar de terrorismo, pero hasta ahora nadie se ha adjudicado su creación ni se ha mostrado algún manifiesto. Se han empleado un sinnúmero de recursos para poder detectar la fuente y el origen de dicha aplicación y quien pudiera estar detrás de ella. La consideran una depredadora nocturna ya que todos los ataques suceden cuando los servidores y usuarios entran en estado de reposo y las altas autoridades policiacas de diferentes países han declarado que su inventor es un “ser diabólico sin alma y sin sentimientos, incapaz de verse al espejo y sentir vergüenza”. Se ha estado contratando a hackers y piratas informáticos, pero es inútil. La “bestia”, como le llamamos nosotros es escurridiza, rápida y letal. Ya sabes que con mi gobierno tengo relaciones tirantes, que se cifran en odio mutuo, pero reconocen mis capacidades y me han ofrecido ¡Ufff! Para qué te lo digo. Nuestra tarea es localizar a esta vampira virtual y destruirla, y evitar que de la “mordida” fatal que desangre a la humanidad. Por cierto, pude aislar un fragmento de programación, que podría ser algo así como su ADN. Estoy tratando de descifrar este resto de código y encontrar huellas de su autor, sin embargo conozco de tus facultades deductivas y me gustaría que participaras en esta cacería.” “P.D. Las ganacias nos llevarían a otro nivel, mi querido Dalv.” Tan absorto había estado en sus investigaciones y mediciones que no se enteró del problema que aquejaba a la comunidad informática. Había ignorado, incluso, los correos electrónicos y mensajes que le llegaban con regularidad. Abrió entonces el archivo adjunto enviado por Yelsin con la captura del código. Lo revisó con detenimiento. Si en alguna ocasión hubiese requerido enrojecer era esa. Sintió un aguijón lacerarle el cuello. Sin duda, aquel entramado binario era suyo. El virus había surgido de su cabeza. Ya. Lo recordó bien. Se trataba de una aplicación de seguridad contra el pirataje que había diseñado para la policía ¿pero en qué se había converti-
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do? Algo había alterado su estructura “genética” y lo convirtió en un monstruo. Se levantó cuan corto era y con las manos detrás dejó que su sombra, proyectada por una dulce y aromática vela, se paseara por las paredes de la habitación como un carrusel. Su mente, hecha números, gráficas, vectores, enlaces, correlaciones se fue amalgamando en una ingeniosa trampa. Con rapidez quiróptera se abalanzó sobre su computadora y con sus dedillos delgados empezó a transcribir. Sabía como “pensaba” la bestia, como controlar su instinto de conservación, a qué le temía y de qué tamaño era su hambre. Se comunicó con Yelsin. Ambos estuvieron aportando ideas para atraerlo a un espacio subvirtual con una computadora esclava, repleta de jugosa información y candente transferencia con un servidor temporal. Levantaron el sitio y ventilaron la información, que corrió por las redes sociales como pólvora. A casi todos los usuarios pasó desapercibida, solo a unos pocos les llamó la atención el flujo excesivo, pero no podían detenerla ni capturarla. Dalv, detectó en su pantalla tres señales que seguían el rastro del señuelo. Una de ellas se identificó, pues le era requerido hacerlo, como la herramienta de seguridad de las Naciones Unidas a la cual se le participó del plan y dejó la persecución. La segunda era la que él había preparado para el General de Policía, Everardo Celerino, la DCX-9. Le mandó una señal de retracción, pero ésta no respondió. ¡Hum! Algo andaba mal. Siguió intentando comunicarse con su aplicación, pero no hubo respuesta. No le reconocía. Bien, habría que neutralizarla después, porque la tercera volaba como demonio detrás del cebo. Al llegar al servidor, la bestia, se le puso encima, mientras que la otra guardaba una prudente distancia. Al entrar al disco duro de la esclava, la señal sorda se fue de frente, pero la bestia se alojó al borde y emitó una cantidad mínima de energía ¿esperando? y desde allí, asechó. Mientras el señuelo se acomodaba en los circuitos del CPU, el segundo le siguió torpe y sin contemplaciones encendiendo la alarma del sistema antivirus que lo congelo y deshabilitó. Dalv lo sujetó con una subrutina y lo deseccionó. Era su código, definitivamente, pero algún chucho le había agregado otras instrucciones y un lenguaje distinto. Tarde se dio cuenta que trataba con un producto alterado fuera de las normas y requerimientos autorizados... provenía de la misma oficina del General Celerino.
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Yelsin y Dalv cerraron las vías de acceso y desconectaron el internet. Si la bestia hubiese detectado la clausura no le alarmaría porque podría mantenerse en estado de dormancia en espera de cualquier actividad y pasar por un documento inactivo. Poco a poco fueron terminando las tareas programadas hasta llegar a la inactividad. Fue entonces que la vampirezca entidad se movió y atacó carpeta por carpeta integrando a su programación los datos que adquiría. Dlav soltó a sus perros. Pulsaciones eléctricas fueron cercando a la abominación hasta encajonarla, luego, ejecutó a la subrutina que le perforó las “entrañas” y diseminó el código binario con cambios de polaridad que lo fragmentaron atrozmente. Por último, una descarga la pulverizó por completo. El mal por fin sucumbió. “Hicimos un buen trabajo, Dalv.” Le escribió Ivan. Sabían que no se había completado la tarea, había una gran cantidad de los hijos de la noche que vagaban por las redes, hambrientos y sin dueño. Estos serían más fáciles de cazar. Yelsin se despidió de él prometiendo una infernal cacería para dar cuenta de aquellas monstruosidades. Sin apagar aun su computadora —afuera, el amanecer avecinaba con fulgores sanguinolentos— Dalv cavilaba sobre su hallazgo. La
subrutina, a la que bautizó como “estaca”, había hecho también una calca del código invasor. Era el mismo que encontró en la DCX-9 y que había corrompido su estructura. Entendió entonces que el origen del mal estaba en otro lado. Amanecer tortuoso Esperó encobijado a la salida del sol. Éste se contrajo al saltar del horizonte, pálido y mortal. Dalv no dejó que le intimidara. A las 9:30 marcó al General por video conferencia. El hombre, ataviado con su lustroso uniforme y su gorra perfectamente acomodada en su cuadrada testa articuló un gesto adusto y pretensioso. —Ah, Desmodus. Veo que acabaron con el problema. Su amigo Yelsin alardea sin parar en las redes sociales. Ya es noticia mundial. Felicidades. —Gracias— musitó Dlav. La luz del sol que rebotaba en las paredes de la habitación iluminaba su recortado cabello en tonalidades rojizas como alfileres de fuego clavados en un hielo. —¿Sabe quién fue el demonio que soltó a la bestia? —Si, General, usted. — El abultado rostro del policía se contrajo inflamando sus carrillos y estirando la boca en un rictus de espanto.
LA ACERA DE ENFRENTE Novia del viento Elena Poniatowska En el momento en que se van, Max pinta a su <<novia del viento>> y da las últimas pinceladas a La Toilette de la Mariée. Que la revela desnuda. El musgo otra vez invade la tela, esa vegetación tupida que aprieta hojas y neblina y las entreteje para convertirlas en minúsculos organismos. Leonora en la luz de la mañana palpita, su verdor es el de las células primigenias, el origen de la vida. Una diosa se alza, entre ramajes y hojas de vid, flanqueada por un unicornio y un minotauro, una criatura celestial, una novia del viento que podría ser feliz si una gruesa lágrima no mojara la manga de su vestido o si un diminuto esqueleto no bailara frente a sus ojos. De Leonora
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—¿De qué está hablando? Esa es una acusación muy seria. —Las aplicaciones de seguridad que diseñé para usted tienen un sello particular, una firma. Era la mía con un toque personal de sus esbirrios. El interpelado calló. Las orejas puntiagudas de Dalv se movieron apuntando a la pantalla. Había aprendido a oír entre silencios. —No le conviene pelear conmigo.— En ese instante, el General activó un programa de emergencia para bloquear la red de Dlav, que ya desde hacía tiempo, había intervenido. El sistema de alarma de la computadora de Dalv activó sus defensas. Dejó que corrieran los programas que le cercaban y simuló la desconexión y fragmentación de su sistema. Antes de morir, su disco duro resguardó toda la información en la nube sin ser detectado. El General vió como la información sobre Desmodus se desintegraba: su identidad, sus cuentas bancarias... todo. Una patrulla salió en su búsqueda para eliminarlo. Lo había pensado todo bien. Sin que nadie lo supiera había hecho una copia perfecta de la bestia, y sus subordinados la tenían encadenada para soltarla en el momento oportuno. Los agentes despachados llegaron a la dirección indicada, pero no encontraron a nadie. —Creo que se ha fugado mi General. —No se preocupen, ese hombre o esa cosa ya no existen.
Santiago Manuel de la Colina
El resto del día lo ocuparon tratando de rastrear cualquier tipo de movimiento desde su casa, pero Dalv había “volado”. Cerca de las ocho de la noche, el General se dispuso a salir del recinto. Con su dedo pétreo apretó el botón de apagado de su computadora. Esperó, pero ésta continuaba encendida. ¡Mhm, qué fastidio! Arrancó el cable de la pared. Nada, la luz parpadeante de la pantalla parecía iluminarle acusatoriamente. No lo vio, pero al interior de su disco duro, despertó “Drakul Rosu”, el programa más letal que se haya inventado alguna vez y que ya hacía tiempo, Dalv había puesto en hibernación. En instantes, devoró toda la información, no solo de su computadora, sino que su impacto energético desconfiguró a los todos los servidores del edificio. Las computadoras estallaron, las puertas del edificio se cerraron y ninguna alarma se activó. En agonizantes horas, el monóxido llegó a los fatigados pulmones del General, envenenándolo. Drakul le había dado la última mordida al jefe policiaco. La mañana se había cubierto de nubes, probablemente llovería. Desde el tejado de una construcción contigua, Dlav observaba al desolado recinto y a los bomberos tratando de entrar. Sonrió y miró al horizonte, donde debiera estar el sol. Nada como un amanecer sin luz, pensó. El sol se había quedado dormido.
Santiago Manuel de la Colina. Narrador editor y diseñador. Ha escrito la novela El círculo de Eva. Ha publicado artículos y colaboraciones en diversas revistas del país. CULTURA URBANA 97
Júbilo Juan Carlos Guarneros
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…Una Sardina, Dos Sardinas, Tres Sardinas y Un Gato Vicens Jordana
En este extraño e inquietante texto encontramos una metáfora, una forma distinta de nombrar y personalizar a los elementos que conforman las grandes urbes
…Una Sardina, Dos Sardinas, Tres Sardinas y Un Gato encontraron la manera de meterse en un zapato le dijo Ciudad a Farola. ¿Y qué consiguieron con eso? Hoy son más. ¿más qué? Más, contestó Ciudad, sonriendo. Más es lo que debes contarme, Ciudad. Quiero saber cómo, y porqué Una Sardina, Dos Sardinas, Tres Sardinas y Un Gato encontraron la manera de meterse en un zapato y sobre todo que sucedió después. La historia no es larga y tú deberías conocerla. ¿yo?. Sí tú, porque pasó aquí, entre mis adoquines, una madrugada en la que como siempre tú hacías brillar el sudor del amanecer. El amanecer no suda, a eso se le llama rocío. Que poco sabes Farola, las Ciudades, al menos las que vivimos cerca del mar, siempre sudamos al amanecer y aunque sé que pese a tu escepticismo poético tu adoras el color rancio de las esquinas a esa hora y que arrancarle un destello a ese vapor que camina sombrío por las calles te hace sentir poderosa deberías prestar más atención a otras cosas, que aunque no son un alimento tan lucrativo para tu ego sí pueden saciar tu alma. Oh, vaya, ya lo estás volviendo a hacer, Prohibido Aparcar tenía razón cuando decía “Ciudad siempre esta enseñando.” Sí, quizás, pero solo a los que quieren aprender, por cierto ¿qué se ha hecho de Prohibido aparcar? Los chichi chichiuaua le trasladaron, pintaron el suelo de un azul eléctrico horrible y con el azul llegó ese estirado de
Parquímetro. Me dio pena que se llevaran a Prohibido Aparcar, era Huraño y gruñón pero ya me había acostumbrado a él, en cambio no soporto la altanería de Parquímetro ni sus chistes condescendientes. Sí, conozco a su familia, todos son iguales, siempre viven cerca de donde pintan las calles de azul. Les gustará ese color feo y metálico, digo yo. Es posible, a mí tampoco me gusta mucho, pero al paso que van pintando las calles de ese azul eléctrico al final ése va resultar ser mi color. No te preocupes Ciudad, como tantas otras cosas feas que han hecho los chichi chichiuaua al final aprenderemos a no mirarlo. Hay que ver Ciudad como te enrollas, me estabas explicando la historia de cuando Una Sardina, Dos Sardinas, Tres Sardinas y Un Gato encontraron la manera de meterse en un zapato. Perdona Farola ya sabes que mi alma se tuerce sobre si misma y a veces me cuesta encontrarle la punta. Una Sardina, Dos Sardinas y Tres Sardinas eran tres hermanas que llegaron aquí, como tantos otros, a través del mar, y de quién sabe donde. Sobre que era lo que buscaban en mis entrañas… como tantos otros que llegan a ellas no lo sé. Y lo cierto es que no sé si ellos lo saben, seguramente salen de sus casas en busca de un horizonte más cercano o más abarcable al menos, pero el viaje es tan largo y duro que dudo que cuando llegan aquí recuerden para que salieron, además entre mis calles no se ve ningún hori-
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…Una Sardina, Dos Sardinas, Tres Sardinas y Un Gato
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zonte que les pueda hacer memoria. Cuando Una Sardina Dos Sardinas y Tres Sardinas llegaron a mí estaban igual de despistadas y perdidas que tantos otros que lo hicieron, desde lejos, alguna vez. No conocían el lenguaje y todos le parecíais monstruos grises, todos le dabais miedo. Deambularon por mis calles sin rumbo en busca de uno, sin demasiado éxito hasta que llegaron a esta esquina. Se alojaron con Container. ¿No es cierto, Container? … déjale Ciudad, ya sabes que es tímido y que nunca dice nada. Sí pero me gusta molestarle, se rió Ciudad. Además el sabe que lo hago por jugar. Sí Ciudad, pero debes ir con cuidado con tus juegos, eres grande y poderosa y lo que para ti solo es una gracia pasajera podría despedazar los corazones de muchos sin que tú ni siquiera te enteraras. Lo sé, Farola, pero son ellos, los que en mí habitan, los que deben cuidarse de mis juegos. Ya sabes que mis caminos están abiertos, que las almas son libres y que cuando no lo son, no soy yo quien les ha puesto las cadenas sino ellos. Esta soy yo y como el niño, en mis juegos no puedo cuidar de las hormigas o las flores que morirán bajo mis risas. Que se cuiden ellos porque yo no puedo, yo solo puedo ser yo, Ciudad. No te lo tomes mal, solo he pensado que a veces una humilde Farola también te podría enseñar algo a ti. No, no me lo he tomado mal pero es cierto lo que te he dicho, nunca somos solo nosotros las únicas víctimas de nuestra idiosincrasia, pero no era esto lo que te estaba contando si no de cuando Una Sardina, Dos Sardinas, Tres Sardinas y Un Gato encontraron la manera de meterse en un zapato. Cierto, estabas en cuando las tres hermanas conocieron a Container. Sí, así es, bajo las sombras que tu fabricas muchas historias se cruzan y chocan como las historias de las tres hermanas que una noche se cruzaron con la de Un Gato. ¿y Un Gato no come sardinas? Muchos hacían otras cosas antes de venir a mis calles y mucho son también los que las olvidan, supongo que Un Gato también olvidaría su apetito sardinesco apabullado por mis luces y mis sombras. Suele suceder, y en este caso afortunadamente sino no tendría una historia que contarte esta noche. Va, tu siempre tienes una historia que contar. Ciudad sonrió y continuó, en un principio la necesidad les hizo amigos. Un Gato venía del campo y ya llevaba más tiempo aquí. Conocía los recovecos y los atajos, sabía como sobrevivir. Driblaba ya con bastante éxito entre los pasos de los chichi chichiuaua pero aunque él tampoco recordaba porque había venido si sabía que no era solo
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para sobrevivir, era para algo más, un sueño seguramente ¿pero cual? Ahora cada vez que intentaba recordarlo solo le salía un hueco fresco a la sombra de un olivo y un párpado medio abierto. Solo medio mundo, pero el suficiente para ver un pajarito picotear alegremente el suelo. El párpado se cierra, el mundo desaparece, hoy le perdonará la vida, prefiere dejarse acariciar por la brisa. Pero cuando despertaba siempre estaba en un Container tumbado junto a Una Sardina, Dos Sardinas y Tres Sardinas. Y aunque el sueño le gustaba siempre estaba seguro de que ese no fue el que le llevó a mí. La soledad de Un Gato y la necesidad de las tres hermanas hizo que aunaran esfuerzos para encontrar los cuatro su pequeña quimera. Ya que no adivinas cual acabó siendo su quimera. Los chichi chichiuaua. Claro, como tantos que llegaron quedaron cautivados por sus luces sus colores y su rápido caminar. Como moscas luminosas se mueven de un lado a otro, veloces, sin casi detenerse, siempre laboriosos. Casi que puedo comprender porque todos los que llegan quedan cautivados por ellos. ¿y que hicieron? En un principio intentaron imitarles pero no podían. Se pasaban el día criticándoles, Un Gato y Dos Sardinas eran los más mordaces de los cuatro, fabricaban chistes y se daban la réplica sin parar, que si los chichi chichiuaua esto que si los chichi chichiuaua lo otro, pero luego se pasaban el día intentando descubrir como lo hacían para correr tanto y ser tan relucientes. Estaba claro que entre tanta risa subyacía el anhelo de ser ellos un día un chichi chichiuaua. Pero ellos no eran chichi chichiuaua no habían nacido chichi chichiuaua ellos solo eran Una Sardina Dos Sardinas Tres Sardinas y Un Gato. Ya lo tengo dijo exaltada Una Sardina una mañana, que es lo que tienes dijo Un Gato, los zapatos dijo ella, son los zapatos, ellos llevan zapatos y nosotros no. Un Gato fue el primero en encaramarse a la tapa de Container, él era el más ágil, pero enseguida Una Sardina Dos Sardinas y Tres Sardinas estuvieron con él, y allí con felicidad constataron que Una Sardina tenía razón, todos llevaban zapatos. Ya lo tenían, ya sabían lo que querían. Y como lo hicieron para conseguir unos zapatos? He aquí el problema en el que ellos no habían caído, para Una Sardina, Dos Sardinas, Tres Sardinas, y Un Gato no es nada fácil encontrar la manera de meterse en un zapato. Pero al final lo consiguieron ¿no? Porque de eso va esta historia, ¿verdad? Dijo Farola. Si, claro, pero no me seas impaciente que ya llega. Fue muy desconsolador para ellos descubrir lo difícil que re-
…Una Sardina, Dos Sardinas, Tres Sardinas y Un Gato
sulta conseguir un zapato si no eres un chichi chichiuaua. ¿y cómo lo consiguieron? Al final todo se lo debieron a Container. ¿a Container? Sí, a él. Una madrugada, más o menos a esta hora despertó a Un Gato y le dijo: Un Gato, eh, Un Gato, despierta a las tres hermanas e id a mirar fuera. ¿Me estás diciendo que Container habló? Sí claro, en realidad solo fue un susurro al oído, por eso le habló a Un Gato para asegurarse que le escuchaban. Tienes que pensar que fue mucho tiempo el que pasaron juntos, él los quería. Los dos miraron a Container que pareció retraerse todavía más en las sombras una gota se formó en su piel de plástico verde y resbaló por ella. Esta llorando, ¿o es el rocío? Dijo Farola medio riendo. Ahora eres tú la que está siendo cruel. Farola bajó la luz pero en seguida volvió a subirla al escuchar como Ciudad reemprendía su historia. Los cuatro salieron a toda prisa y allí estaba... un viejo, roído y cochambroso zapato pero que en esos momentos les pareció el rey de los zapatos. Mientras lo miraban maravillados se planteó un nuevo problema, el zapato era muy pequeño para los cuatro. Cierto que Un Gato era mas bien
Vicens Jordana
pequeño, por no llamarle enano, y que las tres hermanas incluso juntas no abultaban mucho pero el hueco en el zapato era pequeño incluso para ellos. En un principio pensaron en echarlo a suertes pero nadie quería dejar a nadie en el camino y menos a estas alturas. La decisión fue dura pero la tomaron, iban a abrir el zapato y así cabrían todos. Hay que reconocer que fue una decisión arriesgada, podía ser que el zapato abierto ya no funcionara. ¿Y funcionó? Dijo Farola ansiosa. Sí, funcionó. Y así fue como Una Sardina, Dos Sardinas, Tres Sardinas y Un Gato encontraron la manera de meterse en un zapato. Y que sucedió luego. Pues que iba a suceder, que saliéron volando a surcar mis calles, mis parques y mis avenidas. ¿Entonces lo del zapato funcionó? Bueno,… para unos sí y para otros no. Explícame eso, Ciudad. Los zapatos hacen volar a los chichi chichiuaua y a la velocidad que vuelan rompen la luz y esta explota en mil chispas de colores, tú ya los has visto. Pero eso tiene trampa. La luz es solo luz, no es sólida, no hay nada debajo, y además es muy efímera, siempre se diluye en cuanto llegas a ella. Desde los zapatos no la puedes
Lit Juan Carlos Guarneros
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…Una Sardina, Dos Sardinas, Tres Sardinas y Un Gato
Vicens Jordana
tocar. No, Ciudad, yo lo he visto, la luz y los chichi chichiuaua van juntos. No es cierto. Sí que lo parece porque a la velocidad que van desde fuera se juntan pero la luz siempre explota por delante del zapato. Cuando el chichi chichiuaua llega la luz ya se a disuelto, y no solo eso no son los chichi chichiuaua los que manejan los zapatos, en realidad son los zapatos los que llevan a los chichi chichiuaua a donde quieren, solo que siempre hacen que la decisión parezca del chichi chichiuaua. ¿Entonces al final Una Sardina, Dos Sardinas, Tres Sardinas y Un Gato no encontraron lo que buscaban?. Sí, sí que lo encontraron. No lo entiendo, Ciudad. En un principio para los cuatro todo fue maravilloso, corrían de un lado para otro entre chispas y risas. En esos días si les hubieras preguntado te habrían dicho que yo era de mil colores. ¿Y de que color eres realmente, Ciudad?. La Ciudad rió, yo, Farola, no tengo más color que el del alma que me mire, por eso para ellos, yo, esos días de felicidad era hecha de arco iris. Pero esos tiempos pasaron y con pequeñas sospechas primero y con certezas después, tanto Un Gato como Dos Sardinas se dieron cuenta del engaño. Intentaron convencer a Una Sardina y a Tres Sardinas pero no pudieron, se agarraron con fuerza a su quimera incluso me da la sensación a veces de que vi un atisbo de alegría en sus ojos el día que Un Gato y Dos Sardinas se bajaron del zapato. Ellos
fueron mas inteligentes ¿no? Apuntó Farola. No le achaques a la inteligencia más merito del que tiene en esta vida, esta solo es una herramienta puede servir para encontrar la verdad o para auto engañarse mejor, si quieres echarle la culpa a alguna cualidad de esa decisión yo miraría más hacia la valentía. Entonces, Ciudad, si su viaje fue un fracaso porque me has dicho al principio de esta historia que ellos ahora son más. ¿Porqué dices que su viaje fue un fracaso? Una Sardina y Tres Sardinas encontraron una mentira a la que agarrarse, Dos Sardinas se enamoró de Tenedor y montaron un restaurante en una isla lejana y Un Gato seguramente está bajo su olivo perdonándole la vida a algún pajarito. Pero incluso si aceptara el hecho de que fracasaron solo lo haría porque en su inicio quizás erraron el objetivo pero desde mi perspectiva, y te lo digo yo que la tengo muy ancha, el objetivo es irrelevante porque al final lo que importa es el viaje, y éste con victoria o con fracaso, tanto da, siempre te hace más. ¿Pero más que? Más, Farola, lo que sea, pero siempre más. Farola se quedó pensativa y después de unos segundos de silencio dijo…, ¿Esta historia es muy común, verdad? Farola… la historia de como Una Sardina, Dos Sardinas, Tres Sardinas y Un Gato encontraron la manera de meterse en un zapato siempre se repite y siempre se repetirá.
Vicens Jordana Ha ejercido en muy diversas actividades y disciplinas artísticas, que van desde los más insospechados oficios, hasta el oficio de escritor.
Irreverente Juan Carlos Guarneros
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El dinosaurio Niña Yhared
En este cuento entrañable descubriremos los menesteres de lidiar con un individuio de enorme poder y tamaño
En los departamentos de alquiler rara vez aceptan mascotas. El caso se complica cuando la mascota es un gran dinosaurio Vivo con un dinosaurio entre las piernas. Duermo, juego y bailo sobre su enorme cola cubierta de escamas. Cada noche de luna llena sueño sobre su pecho. Él me arrulla, mientras acicalo y acaricio los bordes rugosos de su dura epidermis. Ensueños, lágrimas y toneladas de comida inundan nuestra pequeña morada. Al despertar lo miro roncando, suspirando, divagando en el mundo del inconsciente. Me abraza hasta morir, entonces le sonrío y subo a su espalda. Desde arriba masajeo cada una de sus vértebras, lastimadas por la cantidad de años y glaciaciones que ha vivido. Él abre uno de sus enormes ojos rojizos y me gruñe para que lo deje dormir más tiempo. El incesante cansancio agota incluso a los dinosaurios. La aceleración del tiempo me impide quedarme con él. Me es imposible cuidarlo todo el tiempo. Arrojo el pijama al suelo y me dirijo corriendo al cuarto de baño. Una vez ahí retoco rápidamente la raíz de mi cabello con tinte rojo. Abro la regadera y el agua cae sobre mi espalda, purificándome. Tallo mis hombros, el cuello y las axilas cuando escucho la alarma del despertador y los rugidos del dinosaurio que me llama. Salgo corriendo casi empapada. El agua rosada escurre por mis brazos. Me visto rápidamente y corro hasta la recámara.
Una vez ahí, abrazo a mi amigo antediluviano y le explico que debe guardar silencio para que no nos echen del edificio. Le aclaro que tengo que salir a trabajar a una pequeña oficina gris y amarga toda la tarde. Él no se inmuta y grita con graves sonidos que nunca estoy con él, que paso todo el tiempo trabajando y que no lo quiero. Respondo: Si no trabajo no podrías vivir y comer aquí. El casero del edificio me ha mandado infinidad de avisos para que desaloje el inmueble. Dice que se prohíbe vivir con animales domésticos y en especial con dinosaurios. Tengo infinidad de demandas que han puesto los vecinos en la delegación. Todos piden que te vayas. No exijas más comodidades, me he comportado muy tolerante y generosa contigo. Toda la casa huele a dinosaurio. La cocina, la pequeña estancia y la habitación están invadidas por toneladas de troncos y hojas, así como restos de aves tirados en el piso. El olor a reptil que se respira llega a toda la colonia. Temo que en poco tiempo el séptimo piso se derrumbe con el peso de mi acompañante. El dinosaurio me pide que me recueste unos minutos más sobre él, antes de que la fuerza policiaca llegue a prenderlo. Así lo hago, escalo hasta alcanzar su gran panza y una vez ahí, cerca de sus brazos, él me aprieta y estruja hasta dejarme sin aliento. Me toma en sus manos y comienza a masticar mis piernas, manos y cabeza. Me tritura y se alimenta con mi cuerpo. Finalmente, vivo en su oscuridad.
Niña Yhared. Es una artista multidisciplinaria, su trabajo se divide entre la literatura, las artes escénicas -el performance particularmente- y la pintura. CULTURA URBANA 103
Un hogar para Tuluso Carlos Wenceslao Torres
Un escritor muy joven nos cuenta las vicisitudes de una pulga en busca de una superficie de piel y pelo para vivir y alimentarse
Mi casa era un interminable laberinto de pelos, además de que siempre estaba moviéndose. Sabía dónde estaba mi hogar y el de mis tíos, cuál era el mejor sitio para jugar con mi hermano y mis primos; qué lugar era bueno para comer; pero no sabía sobre qué o dónde estaban construidas nuestras casas. Cuando me vi reflejado en un enorme espejo, supe el lugar que ocupábamos como pulgas. Me llamo Tuluso, soy el más chico de mi familia, conmigo éramos cuatro, el mismo número de integrantes que en la familia de mi tío. Vivíamos encima de un ratón, era todo nuestro. Mi hogar me parecía gigante, las pulgas cabemos en cualquier lugar, somos diminutas. Jamás pasamos hambre, siempre había piel de ratón lista para comer. Las pulgas para ser felices sólo necesitamos comida, un lugar dónde dormir y algo para cubrir nuestro cuerpo. Vivir ahí era un placer. Un día llegó un gato que peleó con el ratón, y con él moribundo, nuestra forma de vivir cambió por completo.
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Recuerdo que mi hermano, mis primos y yo, tratábamos de construir un lugar donde sólo estuviéramos nosotros cuatro; íbamos a poner un letrero que les hiciera saber a mis papás y a mis tíos que no podían entrar ahí, ya teníamos todo preparado. Construiríamos algo parecido a una cabaña, con pelusas, pelos del ratón, astillas que había en toda su piel, y cualquier otra cosa que sirviera. Mi hermano, que siempre tenía que buscar la perfección en todo, hasta en sus bobadas; tuvo la idea de fijar las paredes con dos estacas por cada esquina, las estacas no eran más que astillas, pero muy grandes comparadas con las de las paredes; dijo que el ratón no sentiría ni un piquetito y que no nos preocupáramos; por la seguridad con que lo dijo, todos le creímos; además, los planos que mostró respaldaban todas sus ideas, nuestra cabaña pintaba para ser más cómoda que nuestras casas. Mis primos levantaron la primera pared de nuestra cabaña antiadultos, o anti-obligaciones más bien; eso de ir a recolectar comida y darle mantenimiento a la piel del roedor no era de nuestro agrado.
Un hogar para Tuluso
Michs, mi hermano, me dio una tabla para que la apoyara en la pared que mis primos levantaron, lo hice y sacó su primera estaca; aunque noté que era muy gruesa, no le dije nada, pensé que tenía todo controlado. Sacó un mazo, colocó la estaca entre la tabla que yo sujetaba y la piel pelona del ratón, se lamió los labios, levantó el mazo por encima de su cabeza, peló los ojos tanto que parecía que le explotarían, y de repente: ¡¡¡Pluummm!!! Seguro que el roedor sintió un dolor espantoso; por la forma en la que se movía, ustedes dirían que tuvimos un terremoto. Era impresionante la velocidad con la que se sacudía nuestro hogar, como si supiera que estábamos en él y éramos culpables de lo que sentía; se restregaba el lomo con una pared, daba saltos descomunales, y hasta dio un par de vueltas como los perros entrenados que hacen el truco del muertito, pero los hizo encima de piedras muy rasposas. Tal vez, si nos pudieran mirar a simple vista, dirían que parecíamos ocho vaqueros encima de un toro salvaje, sólo que nosotros no lo hacíamos para divertirnos o como deporte. Mi papá estuvo a punto de caerse dos veces; todos nos sostuvimos de los pelos del ratón como podíamos, pero los que escogió mi papá estaban débiles, así que se le desprendieron al ratón, por suerte, logró sostenerse de último momento en la punta de un pelo firme. Después de un par de minutos de terremoto ratonil, la regañiza de nuestros padres no se hizo esperar: por qué no pensábamos mejor las cosas antes de hacerlas, por qué seguíamos haciéndole caso a mi hermano después de las tantas veces que se equivocaba, por qué esto, por qué lo otro. Por momentos así, fue que decidimos hacer la cabaña anti-adultos. Parecía que ya todo había pasado; nuestros padres y mis tíos ya se habían calmado, y el ratón estaba más tranquilo. Pero era cierto: no pensábamos mucho las cosas antes de hacerlas. Mis primos decidieron que era mejor desechar la idea de las estacas de mi hermano; y cuando digo desechar, quiero decir que de verdad la idea era eliminar las estacas ¿y qué se hace cuando quieres eliminar algo? Pues nosotros decidimos desaparecerlas, aventar las estacas fuera del ratón, incluyendo la que le habíamos clavado. No fue la decisión más inteligente; es como cuando ustedes se queman la boca tomando cosas calientes, y en vez de soplarle para enfriarlas un poco, le dan un trago más, y después otro, y otro, y
Carlos Wenceslao Torres
así hasta que sienten su lengua adormecida; o las veces que comen chicharrones picantes, hasta babean del picor que sienten, pero es seguro que se los terminarán y después se tomarán la salsa. Nuestra necedad era parecida. Llegamos donde habíamos clavado la estaca. Ahora estaba más enterrada, quizá por las vueltas que dio el ratón cuando quiso aliviar el dolor que le provocamos. Michs quiso reivindicar su error, él se ofreció para quitarle la estaca al ratón; entonces, la tomó y con todas sus fuerzas jalaba una y otra vez; después de diez o veinte intentos, cientos de pujidos de esfuerzo, un color rojizo en su cara como jitomate, y nuestras burlas al por mayor, se rindió. Yo me revolcaba en la piel del ratón, sin poder abrir los ojos de la gracia que era ver a mi hermano haciendo muecas de angustia y esfuerzo. —¡Dejen de burlarse y ayúdenme a quitar esta cosa, para irnos ya! Primero Benji, luego Johnny, en tercer lugar yo y al final Michs; cada quien sosteniendo al de enfrente, como si cada uno fuera un vagón de un tren, y a la cuenta de tres: —¡Uuuna, dooos, tres, jaaaaalen! Y de sentón al mismo tiempo, uno encima del otro, pero eso sí, con la estaca en la mano de Benji. En el momento en que azotamos y Benji levantó la estaca en señal de triunfo, sin tan siquiera ponernos de pie (o puesto de patas, mejor dicho), comenzó otro terremoto. El pobre ratón corría y brincaba sin detenerse, y nosotros nuevamente a montar como vaqueros. A lo lejos escuchamos a mi tío: —¡Tontos. Ustedes no aprenden con nada! —¡Ahora sí van a ver! ¡Dejen que se calme el ratón y van a ver! —Gritó mi papá. —¡Auuuuuuxilioooooooo! —Repetían mi mamá y mi tía. El ratón no paraba de correr, pensé que nunca iba a detenerse, aparte del dolor que le provocamos había otra razón: un gato lo estaba persiguiendo; supongo que por todos los movimientos que hizo para aliviar su molestia tuvo que salir de su escondite, donde se la pasaba todo el día, y así, el felino pudo verlo. Mientras el ratón aceleraba hacia donde su instinto y miedo lo llevaban, su piel comenzó a calentarse, a humedecerse. Yo luchaba por
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no caer de mi hogar. Miré a mi hermano y a mis primos, tenían una cara de horror y angustia. Nos costaba mucho respirar; la piel del ratón parecía que iba a incendiarse, nos proporcionaba un aire caliente imposible de inhalar. Como si el roedor hubiera estudiado en la escuela de microbuseros, de repente paró tan bruscamente que provocó estampar nuestras caras en su piel. El gato lo tenía acorralado; yo, desde la punta del pelo que me sostenía, pude ver cómo intentaba arañarlo; y no sólo arañar, creo que lo quería matar, no por malvado, sino por la naturaleza del felino (aunque tiempo después vi perros conviviendo con gatos, y hasta un presidente que a veces estrechaba la mano de los campesinos; entonces eso de “la naturaleza” quién sabe si sea cierto). Después de ver los ojos del gato y cómo estaba decidido a terminar con el ratón, les grité a todos que se sostuvieran con más fuerzas y, que estuvieran alerta de sus afiladas uñas y mortíferos colmillos. Fue una pelea salvaje, las uñas del minino pasaban entre nosotros, hacían que de la piel del roedor saliera sangre, en otro momento eso hubiera sido un festín para nosotros. Pude sentir cómo
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al principio el ratón oponía resistencia, pero después de un par de minutos estaba siendo arrastrado por el gato. Para cuando el felino pudo proclamarse como vencedor de la pelea, ya estábamos todos juntos: mis papás y mis tíos arriesgaron sus vidas más de una vez, pasando entre los arañazos del gato para llegar donde estábamos los más chicos. Seguíamos tratando de sobrevivir al ataque del gato, un par de veces pudimos sentir su respiración mientras mordisqueaba al roedor. De pronto la situación cambió: Parecía que el felino quería que nuestro hogar se levantara, que se pusiera en pie, o en patas; como si intentara ayudarlo con sus dedos y las uñas envainadas, y su boca para que el ratón se levantara, pero éste no respondía. Mi papá de repente gritó: -¡Vámonos al gato! ¡Rápido, trépense por sus bigotes cuando se acerque! A pesar de la angustia que vivíamos, mi papá analizó que si nos quedábamos ahí, estaríamos condenados a morir de hambre cuando la naturaleza hiciera su trabajo y el ratón se convirtiera en polvo, o también que podríamos ser tragados en ese mismo instante por el minino, que a nosotros ya nos parecía un fiero león.
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Mi tío estuvo de acuerdo, nos pidió llegar con mucho cuidado justo donde el gato acercaba su cabeza. Yo dudé como nunca: —¡¿Están seguros?! No vamos a llegar. —¡Claro que sí! ¡Todos podemos! Entonces, sin pensarlo más, primero nos mandaron a mis primos, a mi hermano y a mí; fue muy arriesgado hacer eso, pues cuando el gato se agachó a mover con su hocico al ratón, los cuatro al mismo tiempo saltamos, cada uno se aferró a un bigote del felino. Afortunadamente las pulgas casi no pesamos (por más que comemos), aunque tener cuatro pulgas en los bigotes, hacía posible que el felino se rascara y nos tirara, o que se lamiera y nos llevara a su boca. Pero pudimos llegar a su pelaje. A toda velocidad, los cuatro nos dirigimos a la cabeza del gato, nos resguardamos entre sus orejas y, desde ahí vimos cómo ahora los adultos intentaban dejar al roedor y pasar hacia el felino. —¡Primero las damas!—, gritó mi tía, mientras quitaba del camino a mi tío de un empujón; después saltó mi mamá, y justo detrás, como si estuviera pegado a ella, voló mi papá. Ya sólo faltaba mi tío, él se las daba de muy macho aunque solía espantarse cuando el ratón hacía un movimiento brusco; valiente-
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mente cerró los ojos, dio unos cuantos pasos hacia atrás, y se encarreró: ¡¡¡Jeróóóóónimoooooo!!! (de no ser el gato, no había un Jerónimo ahí). Pero mientras mi tío hacía su acto temerario nunca abrió los ojos ¿cómo iba a saber en qué momento dejar de correr para saltar? Entonces resbaló; se fue dando marometas desde la panza del ratón hasta el suelo, y ya en el suelo lo detuvo la pata del gato, así que adolorido, mareado, y supongo que apenado, se subió como pudo entre las uñas del felino. Nuestro antiguo hogar parecía que iba a dormir, se le dificultaba respirar. Lo empapaba un color rojo. El gato se fue caminando a una enorme casa, muy limpia, donde al llegar, unos humanos lo consentían; recuerdo que en plena caricia el gato hizo un sonido muy extraño: gggrrrrrrr gggrrrrrrr, más o menos; ese sonido provocaba una vibración muy graciosa en todo el cuerpo del minino, que ahora sí parecía un tierno gatito, con sus gggrrrrrrs. Después de recibir sus mimos, el gato se recostó en un cojín enorme, o tal vez no era tan enorme para él. Afortunadamente para nosotros, sólo se recostó, no se lamió ni hizo algo que nos pusiera
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en peligro. Dicen que los gatos son perezosos, no sé si sea cierto, pero éste sí lo era, apenas puso su cara en el cojín y enseguida estaba roncando. Mientras el felino dormía, todos nosotros aprovechamos para reunirnos, mi tío fue el último en llegar. Ya que no faltaba nadie, lo primero que hicieron mis tíos fue preguntarnos que si todos estábamos bien; con una cara de susto pero también de cierta calma, les dijimos que no se preocuparan; yo pensé que mi papá iba a hacer lo mismo, pero no, nos gritó: —¡Parece que les dijimos: Vayan y molesten más al ratón, vayan y entiérrenle lo que quieran! Dejamos que mi papá se desahogara a gusto. Mientras nos decía todo lo que se le ocurría, la verdad es que yo estaba imaginándome lo que podíamos encontrar en nuestro nuevo hogar. Cuando papá por fin terminó de darnos una regañiza más, decidimos ir a buscar en dónde construiríamos nuestras casas; el mejor lugar para vivir era el lomo del animal, o por lo menos así era cuando vivíamos en el ratón. Caminando de las orejas del gato hacia su espalda, todos íbamos callados, atentos, no con miedo pero con mucha precaución. Por fin decidimos el lugar para construir nuestros nuevos hogares. Para ese momento ya estábamos muy cansados, esa vez nos tendríamos que dormir sólo entre los pelos del gato, y aunque no era tan fría su piel como la del ratón, la verdad es que yo hubiera preferido mi antigua cama. Mejor me quedé callado, no quería darle más motivos a mi papá para otro arranque de sermones. Todos nos recostamos sobre la piel del gato, por cierto, era muy divertido sentir cómo subía y bajaba a causa de su respiración. Mis tíos y mis papás a los pocos minutos ya estaban roncando, mis primos cuchicheaban entre ellos, y Michs intentaba hacer algo parecido a una almohada con unos pelos del gato; de pronto, comencé a escuchar algo muy extraño: -“…gggsss gggsss gggsss”. Pero nadie en el mundo podría emitir eso tan metálico, tan sin vida. Puse toda mi atención para descubrir de dónde venía aquel sonido. De la nada salieron tres pulgas que doblaban el tamaño de mi papá, estaban vestidos de negro y con lentes oscuros. Las pulgas aquellas, hablaban con una cajita que llevaban en la mano, antes y después de dirigirse al objeto, se escuchaba aquel “gggsss”:
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—Gggsss. Sí, pareja, ya arribamos. Cambio. —Gggsss ¿Y no hay peligro para el jefe, pareja? Cambio. —Gggsss. Negativo del verbo nel, pareja; sólo veo cuatro adultos de apariencia mayor, y cuatro jóvenes de apariencia menor a la que tienen los mayores. Cambio. —Gggsss. Confirmativo, el jefe ya subió para arriba y llegará arribando en segundos. Cambio y fuera, pareja. Di un ligero chiflido, todos me pusieron atención casi al mismo tiempo, les señalé a esos extraños. Cuando esperábamos que se acercaran los que vestían de negro, salió otra pulga detrás de ellos; era demasiado obeso, al caminar sufría cada paso y respiraba con dificultad; en su cuello tenía cosas que brillaban y se veían muy pesadas, sonrió por un segundo y su boca también brilló; pensé que era muy elegante esa cosa; mi papá me dijo que era oro, un metal muy costoso. Seguramente esa pulga obesa trabajaba demasiado si llevaba tanto oro en él. La brillosa pulga comenzó a hablar: —Pulgas que acaban de llegar a nuestro hogar, les decimos: sean bienvenidos al gato Yoko; por cierto, yo koordino este lugar—. Sonrió un poco y las pulgas de negro festejaron su comentario, yo no sabía si reírme o ayudarle en su chiste. Siguió hablando la misma pulga: —Aquí vivimos muy a gusto y en paz; y eso es porque aprendimos a ayudarnos unos a otros y unas a otras, siempre y cuando, las otras no sean de otros ni los otros resulten unos de otras. Hasta ese momento yo no estaba entendiendo nada; pero aquella pulga siguió hablando: —El principal motivo para venir a verlos, es comunicarles que para poder vivir aquí, tendrán que hacer unas aportaciones voluntarias en beneficio de todos los habitantes de este lugar; es decir, van a tener que pagar cincuenta ronchos cada semana (los ronchos son monedas para comprar cosas, yo lo supe hasta ese momento). Mi papá hizo una pregunta: —Disculpe usted; pero de dónde vamos a tener cincuenta ronchos cada semana, si en donde vivíamos antes no los necesitábamos; sobrevivíamos gracias al ratón, y el trabajo que hacíamos era únicamente para mejorar nuestro hogar.
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—Usted no se preocupe, aquí sobran los trabajos; ahora mismo hay tareas para construir un lugar donde estas pulgas que ve conmigo y yo, nos reuniremos a planear cosas que nos beneficien a todos. Mi tío le respondió que estaba de acuerdo, que no tenían ningún problema en trabajar y aportar los cincuenta ronchos que pedía; pero también le preguntó cuál sería el trabajo específico que tendría que hacer junto con mi papá. La pulga gordota y brillosa, no brillante; le respondió que no sólo trabajarían ellos dos, que también lo tendríamos que hacer mi mamá, mi tía, mis primos, mi hermano y yo; que no lo tomáramos a mal, pero la paga de los cincuenta ronchos era por cada familia; entonces, de nosotros ocho, tendrían que recibir cien ronchos semanales, y eso sin contar las cuotas por el espacio que ocuparíamos, que según él, era el más caro, pues la espalda del gato era el mejor lugar para vivir; además de que había que pagar por el lugar donde comiéramos, por las cosas con las que construiríamos nuestras casas, y hasta había cuotas para mantener nuestro trabajo, porque de otra forma podían quitarnos el empleo, y entonces con qué pagaríamos esos cien ronchos obligatorios. Después de aquella explicación de los pagos nos inundó un silencio. La pulga que hasta en los dientes traía oro, se despidió: —Creo que eso era todo lo que tenía que decirles; mañana comenzarán a trabajar, lleguen justo donde nace la cola del gato, a las siete; ahí se reúnen todos los obreros, ellos los bajarán al estomago del felino por unas cuerdas; si no son puntuales tendrán que caminar y llegarán tarde, y por ese motivo su paga disminuye; y hablando de la paga... mejor de eso hablamos mañana. Que descansen. Decidimos comer un poco aunque no pagáramos la cuota de la comida aún. Al poco rato todos nos volvimos a recostar en la intemperie y nos quedamos dormidos Al día siguiente fuimos a trabajar, excepto mi mamá y mi tía; ellas se quedarían a recolectar lo que utilizaríamos para construir las casas, por ejemplo: algunos pelos del gato lo suficientemente fuertes para sostener las paredes, basuritas que tuviera el felino en la piel y sirvieran de techo, o algo para construir las camas (que en realidad sólo eran pelos y pelusas apretujadas, en forma de colchón). Fuimos los primeros en llegar donde comenzaba la cola del gato, no vimos ninguna cuerda, esperamos un poco. Nos recostamos, pero
Carlos Wenceslao Torres
después de unos cinco o diez minutos, llegaron unas pulgas extremadamente flacas, ojerosas y con sus ropas desgarradas; les dijimos que éramos nuevos en ese lugar, que trabajaríamos con ellos. No eran tantas pulgas como pensé; la pulga brillosa que nos habló de los pagos y el trabajo, mencionaba la palabra “comunidad”; yo me imaginaba una multitud de pulgas; pensé que quizá los demás trabajadores vivían más lejos, en la punta de la cola por ejemplo. Pero esa vez sólo llegaron diez pulgas, eran tres adultos como de la edad de mi papá, tres más como de mi edad, y cuatro mujeres. De las diez pulgas que llegaron, solamente uno habló, los demás preparaban las cuerdas para bajar al trabajo. Entonces, la pulga aquel nos dio la bienvenida, que más bien se sintió como malvenida. Nos preguntó por qué motivo llegamos a ese lugar si vivíamos en otra parte; dijo que ellos estaban pensando en mudarse pero no era tan fácil como podríamos creer. Después nos dijo de lo que se trataba el trabajo que íbamos a desempeñar. Teníamos que construir el sitio donde se reunían las pulgas líderes, quienes nos fueron a buscar el día anterior. Yo me imaginaba que ayudaríamos a construir unas oficinas, unos despachos o algo parecido, pero era un castillo. Y cuando digo castillo, no es en sentido figurado, no estoy exagerando. Eso de verdad iba a ser un castillo; con torres, con un puente que en vez de levadizo podrían llamarle bajadizo, porque el castillo iba a estar en la panza del gato ¡Era un castillo en el viento! Por fin comenzamos a trabajar. Cada una de las pulgas con las que bajamos ya tenía sus tareas bien definidas; a nosotros nos pusieron de ayudantes de todo, trayendo y llevando cosas, cargando, empujando o jalando; así pasamos unas seis horas; y de repente ¡Riiingg riiinngg!: la hora de la comida. Las pulgas líderes, muy generosas, nos daban diez minutos para comer, para descansar, o para lo que fuera; después, de vuelta al trabajo; y de nueva cuenta, tan generosas, ya sólo trabajábamos otras cuatro horas; después, de vuelta a nuestras casas. Pagaban cada fin de semana; mientras, todo lo proporcionaba el gato. La pulga líder decía: -Tendrán lo necesario: la comida, el desayuno, la cena, el almuerzo, la merienda; siempre estará a su disposición, sólo paguen y será suyo-. Las vestimentas no debían ser tan necesarias, ¿qué había de malo si me veían encueradito?; tam-
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poco lo eran las casas, ¿que otros me vieran haciendo “chis” tenía algo de malo? Terminamos la semana, era día de paga; ¿se imaginan cuánto dineral deberíamos recibir los seis? Seguro que a partir de ese momento, nos esperaba un futuro lleno de comodidades; no de lujos, pero sí de bienestar. Fuimos muy entusiasmados por nuestro sueldo: sólo cien ronchos. Pero quizás había un error; tal vez nos dieron el pago que debíamos hacer nosotros a la comunidad, y no la paga de la comunidad a nosotros. Fuimos con la pulga líder pero estaba en una junta importante; nos atendió la que se ocupaba de los pagos y los cobros, le decían Lolita. Lolita nos explicó que no había error en nuestra paga; según ella, ya nos habían hecho el favor de descontarnos las cuotas que debían hacerse, así nos facilitaban el tener que ir a pagar en cada establecimiento, pues ese era su trabajo; es decir, los cien ronchos eran totalmente nuestros, podíamos hacer lo que fuera con ellos, cincuenta para la familia de mi tío, cincuenta para nosotros; éramos libres de gastarlos en lo que nos diera la gana; y pues claro, nos vino en gana cubrirnos con ropa, tener un techo, comer… en fin, simplemente nos vino en gana gastarlo todo y aún así endeudarnos. Y así pasamos un par de meses: construyendo aquel castillo; el concepto de familia se fue arruinando, sólo llegábamos a dormir; mi mamá se esforzaba por juntarnos a todos el día de descanso, pero le era imposible, al final ella lo entendía (o decía que lo entendía); era de suponer que en nuestro día libre lo único que queríamos era descansar, nada de paseos largos ni convivir con otras pulgas; además, cuando salimos, resultó que gastamos lo poco que cada quien guardaba de su pago, nuestros paseos eran sinónimo de más deudas. Un día que parecía común y corriente en el trabajo, todos dejaron por un momento lo que estaban haciendo; tiraron algunas cosas, empujaron otras; unos corrieron, otros trotaron, y todas las pulgas se dirigían al mismo lugar: el costado izquierdo del gato. Esa vez yo estaba a un lado de Michs, nos miramos fijamente un par de segundos, y pues como a la tierra que fueres haz lo que vieres, dejamos todo y seguimos a los demás. Mi hermano y yo llegamos al argüende, ahí ya estaban mi papá y mi tío platicando con un anciano; pude escuchar que mi papá le pre-
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guntó por “eso”, se refería a un perro que estaba cerca del gato; el anciano le dijo a mi papá que de vez en cuando ese perro llegaba a robar la comida del felino, que éste siempre intentaba defenderla, pero terminaba por ceder cuando el perro comenzaba a ladrar y se le paraban los pelos de punta. Segundos después, el gato dirigió dos zarpazos al aire y huyó, pudimos ver cómo el perro se acercaba con toda calma al plato del minino, tomó el alimento y se fue moviendo el rabo de pura felicidad. Cuando el perro se perdió de vista todos regresamos al trabajo; el anciano que estaba con mi papá, mientras volvíamos a tomar las herramientas, se dio una pausa y comenzó a hablar: —Dicen que ese perro no tiene dueño, que puede vivir en un basurero una semana, y a la siguiente puede estar echado en un cojín forrado de seda; puede no comer un día, y al siguiente empacharse de la carne más jugosa que existe; y desde que nació sólo se ha bañado una vez ¿se imaginan el paraíso que debe ser vivir ahí? Yo comencé a soñar con el paraíso que nos contaba aquel anciano: quizá los pelos del can estaban tan enmarañados que nada podía atravesarlos, o tal vez cuando el perro se rascaba una lluvia de piel se desataba, y para alimentarnos sólo teníamos que alzar la cabeza. El anciano siguió hablando: —Hubo pulgas que decidieron mudarse a él, pero a ninguno lo volvimos ver; algunos dicen que es imposible llegar, otros dicen que quienes logran subirse, a los pocos días el perro los mata, porque se rasca o se muerde, nadie lo sabe; pero un día una pulga logró enviar una nota aquí, a Yoko; y nos decía que todos deberíamos intentarlo, que la forma en la que se vivía encima del perro no tenía nada qué ver con lo que sufrimos aquí. Sólo eso decía la nota—. Pensé que alguien pudo jugarles una broma y escribir esa nota sólo para ilusionarlos. Seguimos trabajando. Pasaron las mil horas de labor y por fin salimos. Mientras regresábamos a casa, mi papá le recordaba a mi tío lo que había dicho el anciano; los más chicos recordábamos la fiereza del perro cuando le robó la comida a Yoko. Nuestra rutina era impresionante, éramos como pulgas robot (ustedes, dirían que como oficinistas), no pasaba nada interesante en el trabajo, todos lo odiábamos; la jerarquía de cada quien nunca cambiaba a menos que fuera amigo de alguna pulga líder. Con lo que
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ganábamos no nos alcanzaba más que para medio vivir, nos cobraban por todo, no nos daban la oportunidad de que nosotros administráramos nuestros gastos, ellos lo hacían por nosotros, y también nos cobraban por esa administración que nadie pidió. Los primeros días de trabajo estábamos conformes, o más bien, no habíamos contemplado el tiempo que llevaría pagar la piel gatuna para que de verdad nuestro hogar nos perteneciera, y no a los líderes. Creo que a ese paso, la deuda la seguirían pagando mis tatataranietos, y quizá todavía no sería patrimonio familiar. Pero ahora ya teníamos el suficiente tiempo viviendo en el gato, para concluir que necesitábamos una solución inmediata. Pagos, hambre, cansancio y más hambre, otra vez pagos, otra vez hambre, sólo eso había en nuestras cabezas, porque en nuestras panzas casi nada. Ni siquiera podíamos pensar en hacer una vida cada quien por su lado, eso significaba más cuotas, ¿y cómo lograrlo si apenas sobrevivíamos juntando el dinero de todos? Un buen día, Michs me dijo que él estaba dispuesto a saltar hacia el perro; no le importaban esas historias de desaparecidos ni tampoco creía en aquel mensaje de la única pulga que supuestamente había llegado. Una semana más de trabajo en el castillo, bastó para que le dijera a mi hermano que yo quería acompañarlo en el salto. Los dos estábamos dispuestos a brincar en un par de días, lo único que medio nos detenía era la incertidumbre que nos ocasionaba el dejar a nuestros padres ahí, solos y con todas las deudas por delante. Michs habló con mis primos, les dijo que estábamos decididos a subirnos al perro y también pidió su apoyo; les recordó la forma en la que vivíamos en el ratón, cuando todo era nuestro; es decir, todo era de todos, no había dueños de nada; también les pidió disculpas por haber ocasionado el primer traslado, o sea, cuando llegamos al gato por culpa de sus estacas; les prometió que si de verdad era mejor estar en el perro, él mismo regresaría por todos. Ahora el problema era decirles a nuestros padres; Michs, quiso tomar el control: —Jefes, Tuluso y yo queremos decirles algo: este… pues… No pudo, de repente no tuvo palabras qué decirle a mis papás. Fue mi turno: —Michs y yo vamos a saltar hacia el perro que te contó el an-
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ciano, apá; no se preocupen, las historias de que es muy arriesgado no son ciertas; lo más peligroso es llegar a él, y ya que estemos encima del perro será más fácil, nos comunicaremos con ustedes cada vez que el perro venga para robarse la comida del gato, de hecho así brincaremos a él; después vendremos por ustedes. En el peor de los casos, si no está mejor, regresaremos y como si nada hubiese pasado. Al día siguiente, Michs y yo llevábamos una mochila cada quien, con las cosas que podríamos ocupar, las dejamos en un rincón de una habitación del castillo a la que todavía le faltaba demasiado por construir, estuvimos siempre atentos por si acaso el perro se acercaba otra vez. Terminamos de trabajar y ese día el perro no llegó; al siguiente día laboramos y al mismo tiempo esperábamos a que el perro apareciera… pero nada. Pasaron un par de días más; otras pulgas ya sabían de nuestros planes, pues en los descansos nos preguntaban qué era lo que teníamos en esas mochilas que siempre llevábamos. Un par de pulgas de nuestra misma edad decidieron saltar junto con nosotros, ya tenían sus cosas preparadas; todos trabajábamos como siempre, pero nosotros estábamos más atentos a ver si el perro venía; lo curioso es que a esas dos pulgas no les hablábamos antes de que decidieran ir con nosotros; también ellos eran hermanos; no éramos los mejores amigos, pero si los cuatro íbamos a saltar, nos convenía llevarnos bien, pues necesitaríamos ayuda unos de otros. Debo decir que en esos días, mi mamá tenía una mirada de tristeza que nunca antes le había visto; mi papá se hacía el fuerte, bromeaba de otras cosas mientras trabajábamos, nos recordaba las tonterías que hicimos cuando éramos más chicos; y mis primos siempre nos confirmaron su apoyo, nos prometieron una y otra vez que mis papá estarían bien, que ellos los cuidarían como si ahora tuvieran cuatro padres. Así que por fin, en un descanso bien ganado en el trabajo, a media comida, se escuchó a lo lejos que el perro estaba ahí de nuevo. Era el momento de saltar. El can llegó a donde el gato tenía su comida; se le acercó, gruñó, ladró; el gato tiró un arañazo al aire, se arqueó (como esponjándose), creo que también gruñó. En ese momento Michs ya traía las
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dos mochilas, yo me despedía de papá, por primera vez, que yo recuerde, me besó. Michs sacó una cuerda, por un extremo la atoró en una torre del castillo, el otro extremo lo dejó caer por la pata del gato. El plan era demasiado simple: tan sólo nos columpiaríamos; tenía que ser rápido porque las peleas entre el can y el felino terminaban en unos cuantos segundos; siempre huía el gato después de que el perro lanzaba una mordida y mostraba sus imponentes colmillos. Entonces, para columpiarnos y saltar, a lo mucho teníamos unos cinco segundos cada quien, tal vez menos. Las otras dos pulgas que también se arriesgarían al salto hacían lo mismo, creo que parecíamos espejo; mientras yo bajé por una cuerda, en la otra cuerda lo hizo uno de ellos; mientras Michs bajaba, la segunda pulga también, con el mismo ritmo, con los mismos titubeos, con el mismo miedo; en fin, si lo hubiésemos ensayado no hubiera salido tan parejito. Tomamos impulso empujando contra la pata del felino, los movimientos que hizo el gato nos ayudaron, yo fui el primero en saltar; afortunadamente aquel perro tenía mucho pelo, le colgaba por la
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panza, llegué a esa parte. Michs aún se columpiaba; las otras dos pulgas saltaron casi juntas, y ambas llegaron a donde yo esperaba a mi hermano. Michs logró saltar por fin. El gato dio un brinco para alejarse del perro al mismo tiempo que mi hermano saltó. Salió proyectado con muchísima más fuerza que yo, sólo lo vi volar por encima de nosotros, supuse que caería en la espalda del can, así que a toda velocidad subí y las otras dos pulgas me siguieron. Desde el gato se escuchaban gritos, pero ninguno claro, ya no pude ver a mi papá a lo lejos. Sólo esperaba que Michs estuviera bien; no sé cuánto tardamos en llegar a donde aterrizó, pero otras pulgas ya lo rodeaban, lo levantaban pero lo sometían al mismo tiempo. Mi hermano nos gritó que corriéramos lejos de ahí; las pulgas que saltaron con nosotros de inmediato lo hicieron, dieron media vuelta y, más tardé yo en voltear a verlos que ellos en abrirse paso entre los pelos y bajar por el pecho del can, por el mismo camino donde habíamos subido en busca de mi hermano.
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Me petrifiqué viendo cómo tres pulgas que estaban forcejeando con Michs ahora se acercaban a mí, a toda velocidad y con una cara de odio que no comprendía. Sin hacer preguntas me tiraron, me sometieron igual que a mi hermano, los tres estaban encima de mí; aunque hubiese querido decir algo, no podía, apenas me dejaban respirar. Después de unos ligeros golpes, para que yo no intentara algo que pusiera en peligro su seguridad, me dijeron lo que estaba sucediendo: —¡¿Qué se creen ustedes eh?! ¡¿Piensan que pueden llegar aquí, así porque sí, mugrosos?! ¡Dan asco! Michs parecía de trapo; aquellas pulgas se turnaban para golpearlo a placer. A mí también me golpeaban, pero conmigo sólo
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estaban tres pulgas, con Michs en cambio había siete, tal vez una más, tal vez menos. Yo repetía una y otra vez que lo dejaran en paz, sólo lo hicieron cuando mi hermano ya no respondía ni siquiera para reclamar piedad. No pude hacer nada, al primer arrebato que tuve me controlaron con golpes. Michs se quedó allí, a mí me llevaron a un lugar donde había más pulgas que en otro momento también habían saltado hacia el perro, estaban echas un guiñapo, trabajaban como esclavos. A mí, por ser nuevo, me llevaron con un tal Sam. Justo cuando estaba frente a Sam y él a punto de hablarme, el perro comenzó a esponjarse, pudimos ver que otro perro de más tamaño estaba gruñéndole al que ahora me servía de hogar.
LA ACERA DE ENFRENTE El Ángelus Elena Poniatowska En el crepúsculo, a la hora del Ángelus, la ciudad se cierra sobre sus moradores. El Ángelus aún se da en los talán-talán de los campanarios pueblerinos y las campanas suenan entonces tan solitarias, tan desamparadas y tan hambrientas como los hombres. Muchos niños cantan el Ángelus para dar las gracias y dormir en paz, porque Ángelus significa dar luz sobre el espíritu del que descansa. Con su imagen de siglos, el Ángel se retrata en iglesias, pórticos, estatuas y va cambiando con la arquitectura, pero nunca en el sentimiento de los hombres. A la hora del Ángelus, si uno afina bien el oído puede percibir un rumor de alas; legiones y legiones celestiales que van cubriendo el cielo del atardecer, y si ustedes se descuidan, señoras y señores, podrán toparse con su Ángel de la Guarda, a la vuelta de cualquier encuentro, en la acera de esta Angelópolis, un ángel de carne y hueso y un pedazo de pescuezo, en esta ciudad que no nos permite amar como quisiéramos, para saciar nuestra hambre. Se necesita el estado de gracia para amar por encima de los cláxons, los pleitos, las angustias, el esmog, la violencia, el moverse a todos lados y en ninguna dirección y, antes de ser ángeles amorosos, nos llega el edicto y la condena. Entonces, volvemos a repetir junto al Ángel en potencia, aunque se haya disfrazado de zopilote negro: Ángel de mi guarda dulce compañía no me desampares ni de noche ni de día De Ángeles de la Ciudad
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Los dos perros iniciaron una pelea. A un costado de nosotros se clavaron los colmillos del perro extraño; al nuestro le comenzaba a salir sangre de la piel; sentí cómo el perro que había clavado los colmillos tenía en el suelo al nuestro, pero de inmediato dio un par de giros y logró incorporarse nuevamente para seguir la pelea. Algunas pulgas que me habían capturado comenzaron a caer, otras fueron al rescate de Sam, arriesgaban su integridad con tal de que él estuviera seguro. Sin duda, Sam era la pulga más importante en ese lugar. Segundos después, nuestro perro estaba empapado de sangre, los colmillos del otro can pasaban a un costado de nosotros una y otra vez; aunque era nuestro perro el que sangraba, por un instante logró someter al rival mordiéndolo del cuello, obligándolo a estar en el suelo. Parecía que la contienda había terminado, el perro extraño no podía librarse. Sin darnos cuenta, un palo gigantesco pasó zumbando por el lomo de nuestro can, salpicó la sangre que brotaba de su piel; de inmediato, el mismo palo ahora sí golpeaba al perro una vez en el lomo, otra en la panza, de nuevo en el lomo y hasta en la cabeza; aplastó a un par de pulgas que estaban muy cerca de mí; un golpe más certero derribó al perro. Un ser humano encorvado y de pelo gris lo golpeaba. Era el amo del otro can. Las pulgas que tenían como esclavos en ese lugar, aprovecharon el momento para derribar a cuantos protectores de Sam se atravesaban. De la nada se armaron con trozos de madera, y piedras que servían para herir a las pulgas que dominaban junto con Sam. Fue un momento de verdadero descontrol, yo sólo quería ir a buscar a mi hermano; pero la verdad es que con el desmán de la rebelión, la pelea de los perros, y los trancazos del hombre a nuestro can, tuve que preocuparme también por no caerme de nuestro sabueso. Cuando los esclavos parecían vencedores de aquella pelea, aparecían a lo lejos más opresores, fue como si en la cola del can fabricaran partidarios de Sam; vestían uniformados, cada uno llevaba un arma que lanzaba piedras a tal velocidad que, si golpeaba a cualquiera de las pulgas rebeldes, les destrozaba la parte del cuerpo con la que hiciera contacto.
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Mientras la pelea entre defensores de Sam y pulgas rebeldes seguía, el perro donde estábamos, intentaba huir, cojeando por los últimos palazos y mordidas. Ahora las pulgas que luchaban en contra de las rebeldes, las fabricadas en el rabo del can, estaban ganando la batalla, se podía notar su adiestramiento en el delicado arte de golpear por golpear, siempre y cuando sea a las pulgas esclavo; tampoco tenían reparos en arrojar fuera del perro a los rebeldes capturados. Finalmente, decidí aventurarme a buscar a mi hermano, pero tendría que librar primero aquella contienda. Cuando estaba a unos cuantos pasos de salir por completo del lugar de la batalla, dos pulgas de Sam se dirigieron a mí; en ese momento decidí correr tan rápido como pude, pero una de las pulgas uniformadas apuntó su arma hacia donde yo corría, me derribó. Tuve suerte porque no fue un tiro certero al cien por ciento, pero logró que me quedara tendido sin poder seguir. Me rendí. Me di por muerto. Simplemente esperaría a que llegaran las pulgas represoras y me liquidaran a golpes, tal vez me rematarían arrojándome del perro. En ese momento se despejó de mi vista todo el pelaje del can, pude ver hacia arriba. El viejo que le ayudaba al otro perro, iba a asestarle al nuestro lo que quizá sería el golpe final. Vi cómo el anciano levantaba el palo por encima de su cabeza, con la mano que tenía libre agarró a nuestro can del cuello; sin quererlo, el viejo aplastó fatalmente a pulgas rebeldes y opresoras por igual. Nuestro perro intentó morderlo o zafarse, no lo sé bien. Los ojos del hombre parecían llenos de odio; seguro que el tremendo golpe que daría heriría al perro de muerte y mataría a muchas pulgas, que por cierto seguían la batalla. El anciano tomó más vuelo, echó el palo atrás; yo cerré los ojos, recordé a mis padres, recé por mi hermano. Y el palo fue un poco más atrás. Tanto lo levantó el viejo, que derribó un comedero de aves que colgaba de un árbol, no sin antes provocar un disturbio de los pocos plumíferos que se habían quedado a observar. El comedero de aves cayó encima de nuestro can, mató a más pulgas represoras que rebeldes. El comedero rodó por la piel del
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perro, yo hice lo mismo. Mientras iba a mi muerte, nuestro perro también se desplomó, así que como él ya estaba tirado, mi suicidio se convirtió en huída, más rápida y menos dolorosa que si me hubieran derribado con el perro de pie y desde su lomo. Seguí rodando y llegué al piso, al duro, empapado de sangre y caliente piso; me resguardé entre las semillas que comen los pájaros. Instantes después el viejo y el perro extraño se fueron de ahí. Acto seguido, una mujer levantó al perro donde seguía mi hermano; ya no pude incorporarme y alcanzarlo; le grité a Michs, pero de nada sirvió. No podía andar, estaba herido, el piso quemaba y la sangre que había no me dejaba mover. Me quedé ahí. Momentos después me rodeaban unos cinco gorriones, lanzaban picotazos muy cerca de mí, devoraban las semillas que el viejo del palo había tirado. Ya había aceptado mi suerte, esperé a que me aplastara o atravesara algún pico. Tenía los ojos cerrados, no vería mi destino directo a los ojos.
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Pero recordé que tenía que regresar por mis padres, y para eso tenía que ir primero por mi hermano. Les había prometido que todo estaría bien, no sólo para mi hermano y para mí, sino también para ellos. A rastras, llegué hasta la pata de un gorrión; él estaba preocupado por la comida, así que ni notó mi presencia. Fui trepando hasta llegar a su plumaje, trepé más y me resguardé debajo de su ala. Y me aferré. Los gorriones terminaron de comer y volaron; aterrizaron en el techo de la casa más cercana, era de la mujer que había cargado con nuestro perro; estaba curando al animal donde seguía mi hermano, le limpiaba la sangre; era imposible ver desde ahí a las pulgas sobrevivientes. Seguro que la contienda había terminado. Le volví a gritar a Michs, pero volvió a ser inútil. La mujer volteó hacia arriba y el gorrión donde estoy sin más ni más emprendió un largo vuelo.
Carlos Wenceslao Torres. Egresado de la licenciatura de Creación Literaria en la UACM; su proyecto de titulación es una novela picaresca contemporánea. CULTURA URBANA 115
Librario
Alejandra García SOCIOLOGÍA
FILOSOFÍA
HISTORIA
Viviana A. Zelizer, El significado social del dinero. Traducción de María Rosa de Ruschi; revisión de la traducción de Mariana Luzzi. Fondo de Cultura Económica, Argentina, 2011, 274 pp. (Colección Sociología).
Bernard Williams, La filosofía como una disciplina humanística. Selección, coordinación e introducción de A. W. Moore. Traducción de Adolfo García de la Sienra. Fondo de Cultura Económica, México, 2011, 250 pp. (Sección de Obras de Filosofía).
Alfredo López Austin y Leonardo López Luján, El pasado indígena. Fondo de Cultura Económica / El Colegio de México / Fideicomiso de las Américas, México, 2011, 332 pp. (Sección de Obras de Historia / Fideicomiso de las Américas / Hacia una nueva historia de México).
El dinero no es nada más lo que parece. Su sentido no es sólo el del valor de intercambio, un valor utilitario que está en el centro del desquiciamiento de las sociedades capitalistas. Analiza al dinero también en relación con su valor no pecuniario, como fuente y puente en las relaciones cotidianas, en función de uso doméstico y uso plenamente social, como medio para dar regalos o contribuir en obras de beneficencia. El célebre economista John Kenneth Galbraith ha calificado al libro de Zelizer de “revelador” y subraya que al estudiar el dinero la autora va mucho más allá de “las teorías económicas y sus formidables ecuaciones”.
La filosofía, como la ciencia, aspira al conocimiento. Pero la filosofía no es una ciencia. Tiene sus axiomas, sus principios, sus métodos pero sus objetos de estudio son imperceptibles por los sentidos. Su campo es la reflexión, sus problemas son conceptuales y sus conclusiones no son obvias. La filosofía es una disciplina humanística, orientada a conocer los modos del conocimiento, las manifestaciones del Ser y los valores de la ética. Este libro provocará enorme interés entre los estudiantes y profesores de la disciplina en virtud de su ánimo fresco, su escritura veloz, sus transparentes razonamientos.
De enorme valor es la perspectiva historiográfica de los autores de este libro integral, omniabarcante de la historia indígena mexicana, hasta el momento de la invasión conquistadora. Este volumen de la serie que coordina Alicia Hernández Chávez, no nada más expone lo sucedido en todos los ámbitos (el cultural, el político, el religioso, el económico, el militar) de la cultura mesoamericana sino que realiza con similar profundidad la misma tarea en los casos —escasamente estudiados hasta ahora— de las culturas florecientes en Aridamérica y Oasisamérica.
CRÍTICA LITERARIA
MATEMÁTICAS
HISTORIA
Mijail M. Bajtin, Problemas de la poética de Dostoievski. Traducción e índice de Tatiana Bubnova; introducción, bibliografía, cronología y revisión de Tatiana Bubnova y Jorge Alcázar. Fondo de Cultura Económica, México, 2012, 542 pp. (Breviarios, 417).
Ricardo Berlanga, Carlos Bosch y Juan José Rivaud, Las matemáticas, perejil de todas las salsas. Fondo de Cultura Económica / Secretaría de Educación Pública / Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, México, 2009, 118 pp. (La Ciencia para Todos, 163).
Isidore Löwenstern, edición, traducción y prólogo de Margarita Pierini. Fondo de Cultura Económica, México, 2012, 248 pp. (Sección de Obras de Historia).
Bajtin es uno de los críticos literarios fundamentales de nuestro tiempo. Se enfrentó con especial lucidez a las tendencias formalistas y sociologistas que imperaban en su tiempo y circunstancia acudiendo a la fuerza espiritual que subyacía en los textos de sus estudios. La obra genial de Fedor Dostoievski, que pone a circular valores a menudo en conflicto y siempre bien enraizados en el corazón y la razón de los seres humanos, fue material idóneo de sus análisis. Los lectores de Los hermanos Karamazov o Crimen y castigo o El idiota o cualquier otra novela de Dostievski tienen en la mirada de Bajtin un muy enriquecedor material de apoyo para sus reflexiones propias.
Para los lectores de cualquier edad de este libro claro, entretenido e instructivo, las matemáticas deberán de ser su “coco”. Los autores muestran, a base de ejemplos concretos, de problemas cuyas respuestas explican pormenorizadamente y con toda transparencia, que las matemáticas —campo del conocimiento tan viejo como las primeras grandes civilizaciones— no lo han alcanzado todo, que si bien —aunque no siempre— 2 más 2 siguen siendo 4 esta ciencia está en constante desarrollo, avanza con el mismo ritmo con que adelantan sus aplicaciones.
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Curiosos, asombrados, voraces no pocas ocasiones, muchos viajeros a tierra mexicana durante el siglo XIX tuvieron el impulso de dejar registro escrito de lo que percibieron. El vienés Löwenstern dio su versión del México del siglo XIX con un no disimulado interés en pintar al país y a sus habitantes como una nación en ruinas y unas mujeres y hombres holgazanes e ingratos (para resumir aquí). El libro es de este modo una lectura entretenida y aleccionadora: presente la mirada del intervencionista (la corona francesa), la mirada del colonizador que, para justificar sus afanes y sus apetitos, inventa una realidad que sólo él podría arreglar, merced a una suerte de mano salvadora.
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Juan P. del テ]gel Gustavo Rivera (Mテゥxico)