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Revista de Humanidades
Ars Medica Ars Medica Revista de Humanidades
Volumen 7
Número 2
Noviembre 2008
Editorial Coste de oportunidad José Luis Puerta
Artículos Psicología de la afición taurina Cecilio Paniagua
¿Es posible que tengamos un exceso de atención sanitaria? John N. Lavis y Gregory L. Stoddart
Sobre la bilis negra o mal de Saturno Rafael Núñez Florencio
La antropología médica de Pedro Laín Entralgo: historia y teoría Nelson R. Orringer
Sobre los clásicos modernos de la Medicina Interna Assumpta Mauri y José Luis Puerta Noviembre 2008
Artículo especial ¿Puede la evolución explicar la ética? Ernst Mayr (†)
Vol. 7
Página literaria Jack London (1876-1916). Nota de la Redacción Koolau, el leproso
N.º 2
Jack London (†)
Págs. 137-290
Doce artículos para recordar Crítica Marlene Dietrich Juan Tejero
Miscelánea Arthur C. Clarke, entre la técnica y la mística José Luis González Quirós
Semblanza de Pedro Laín Entralgo (1908-2001) Nelson R. Orringer
El profeta y los comisarios Nina L. Khrushcheva
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Revista de Humanidades
Ars Medica
Ars Medica. Revista de Humanidades es una publicación semestral (junio y noviembre) que patrocina la Fundación Pfizer y publica Grupo Ars XXI de Comunicación, S.L. El primer número apareció en junio de 2002. La revista tiene como objetivos recuperar la tradición humanística que siempre ha rodeado la práctica de la medicina y contribuir a que se entienda mejor el nuevo paradigma que se está fraguando dentro de la medicina. Consecuentemente, estas páginas pretenden favorecer la interacción de esa larga lista de materias que inciden hoy en la práctica clínica: economía, derecho, administración, ética, sociología, tecnología, ecología, etcétera. Asimismo, esta publicación desea analizar y promover los valores humanos que deben siempre estar presentes en la relación médico-paciente. Ars Medica. Revista de Humanidades is a biannual publication (June and November) sponsored by the Pfizer Foundation (Spain) and published by Grupo Ars XXI de Comunicación, S.L. The first issue appeared in June 2002. The journal aims to restore the humanistic tradition that has always surrounded medical practice, and to contribute to a better understanding of the new paradigm that is operating within medicine. Accordingly, in these pages we try to promote the interaction of the long list of disciplines which shape clinical practice today: economy, law, administration, ethics, sociology, technology, ecology, etc. Likewise, this publication wishes to analyse and foster the human values that should always be present in the physician-patient relationship.
Redacción Director: José Luis Puerta López-Cózar Redactor Jefe: Santiago Prieto Rodríguez Ilustraciones: Ángel Caño y Fernando Fueyo
Consejo Editorial Juan Luis Arsuaga Ferreras, Enrique Baca Baldomero, Francisco José García Pascual, Julián García Vargas, José Luis González Quirós, Maite Hernández Presas, Miguel Isla Rodríguez, José Lázaro Sánchez, Juan José López-Ibor Aliño, Alfonso Moreno González, Pedro Núñez Morgades, Juan Rodés Teixidor, Julián Ruiz Ferrán
Periodicidad: 2 números al año Secretaría científica: Grupo Ars XXI de Comunicación, S.L. • Passeig de Gràcia 84, 1.a pl. • 08008 Barcelona Correo electrónico: rhum@ArsXXI.com www.ArsXXI.com/HUMAN
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2008 Grupo Ars XXI de Comunicación, S.L. ©LosCopyright contenidos de la revista expresan exclusivamente los puntos de vista y las opiniones pesonales de sus autores. Publicación que cumple los requisitos de soporte válido ISSN: 1579-8607 Composición y compaginación: A. Parras • Av. Meridiana 93-95 • 08026 Barcelona Depósito Legal: B. 28.676-2002 Impresión: Gráficas y Estampaciones, SL. • Eduardo Torroja 18, nave 3 • 28820 Coslada (Madrid) Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita del editor, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción parcial o total de esta publicación por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
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Ars Medica
sumario / contents
Volumen 7
Número 2
Noviembre 2008
Editorial | Editorial 137
Coste de oportunidad Opportunity cost José Luis Puerta
Artículos | Articles 140
Psicología de la afición taurina Psychology of the public in bullfighting Cecilio Paniagua
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¿Es posible que tengamos un exceso de atención sanitaria? Can we have too much health care? John N. Lavis y Gregory L. Stoddart
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Sobre la bilis negra o mal de saturno On the black bile or Saturn’s spell Rafael Núñez Florencio
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La antropología médica de Pedro Laín Entralgo: historia y teoría The medical anthropology of Pedro Laín Entralgo: history and theory Nelson R. Orringer
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Sobre los clásicos modernos de la Medicina Interna On modern classics of Internal Medicine Assumpta Mauri y José Luis Puerta
Artículo especial | Special Article 222
¿Puede la evolución explicar la ética? Can evolution explain ethics? Ernst Mayr (†)
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Revista de Humanidades
Ars Medica
sumario / contents
Volumen 7
Número 2
Página literaria | Literary Page 241
Jack London (1876-1916). Nota de la Redacción Jack London (1876-1916). Editors’ note
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Koolau, el leproso Koolau the Leper Jack London (†)
259 Doce artículos para recordar | Twelve Articles to Remember Crítica | Critic 265
Marlene Dietrich Marlene Dietrich Juan Tejero
Miscelánea | Miscellaneous 273
Arthur C. Clarke, entre la técnica y la mística Arthur C. Clarke: between technology and mystique José Luis González Quirós
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Semblanza de Pedro Laín Entralgo (1908-2001) Pedro Laín Entralgo (1908-2001): biographical sketch Nelson R. Orringer
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El profeta y los comisarios The prophet and the commissars Nina L. Khrushcheva
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Editorial
Coste de oportunidad Opportunity cost I En este número publicamos un “viejo” artículo, tiene ya 15 años, escrito por John N. Lavis y Gregory L. Stoddart, ambos profesores del Department of Clinical Epidemiology and Biostatistics de la McMaster University (Ontario, Canadá), en el que se trata de dar respuesta una pregunta muy interesante (¿Es posible que tengamos un exceso de atención sanitaria?), pero a la que no es fácil contestar de manera inequívoca. Como ocurre en nuestro país desde hace ya algunos lustros, la atención sanitaria da cuenta de una estimable porción de los recursos públicos. Entre 2000 y 2004, el gasto en sanidad dentro del conjunto del PIB en España aumentó a un ritmo medio anual del 3,1%. De continuar esta tendencia, en el año 2012 podría representar más del 10% del PIB (en 2004 dicho gasto supuso el 8,1%). A principios de los años ochenta la rúbrica sanidad en España se situaba en el 5,4% de nuestro PIB, y a comienzos de los noventa en el 6,6%; crecimientos como éste también se han registrado en otros países de nuestro entorno en las últimas décadas. Así, con estos o parecidos aumentos, los gobiernos han estado (y seguirán estando) sujetos a tensiones económicas y políticas para asegurar el funcionamiento de los sistemas sanitarios, independientemente de la relación pública-privada que exista en cada nación con relación a la financiación y provisión de la atención sanitaria a los ciudadanos. Los autores también nos recuerdan que “la atención sanitaria es tan sólo uno de los diversos determinantes de la salud. Y la salud es únicamente uno de los numerosos determinantes del bienestar”. En otras palabras, las políticas, programas o servicios en sectores distintos al de la sanidad pueden tener también efectos beneficiosos sobre la salud y el bienestar. Los subsidios para vivienda y guarderías, o la legislación y los programas nacionales sobre medio ambiente y seguridad laboral constituyen ejemplos de políticas públicas que pueden tener importantes consecuencias sobre la salud. Pero estos programas gubernamentales compiten con la sanidad por los recursos; lo que debe hacernos caer en la cuenta de que la atención sanitaria, como todas las actividades que tienen que financiarse con fondos públicos (o privados), tiene “costes de oportunidad”. Este interesante concepto que se debe al economista y sociólogo austriaco, Friedrich F. von Wieser (1851-1926), y que expuso en su obra Teoría de la Economía Social (1914), nos enseña que los individuos agrupados en sociedades, forzosamente tienen que enfrentarse a distintos Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:137-139
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Coste de oportunidad
dilemas. Mediante la conocida disyuntiva entre “cañones y mantequilla” se explica muy bien que cuanto más gastemos en defensa nacional (cañones) para protegernos de los agresores extranjeros, menos podremos dedicar a aquellos bienes (mantequilla) que mejoren nuestro bienestar. El coste de oportunidad más palmario en la España de hoy es el derivado de la disyuntiva que supone respetar nuestro paisaje y medio ambiente frente a la riqueza que emana de la construcción enloquecida de viviendas. Desde esta perspectiva, cuando se toma la decisión de construir un hospital (hoy cada barrio quiere tener el suyo, además de una universidad) en un predio de titularidad pública, el coste de oportunidad sería el valor de los beneficios que reportaría haber optado por otra alternativa. Al construirse un hospital, la ciudad pierde la oportunidad de hacer viviendas protegidas, o de crear un centro para la tercera edad o, sencillamente, de venderlo para aminorar su deuda. El verdadero coste de oportunidad nunca podrá conocerse con toda exactitud y por eso lo más atrayente de este concepto es la enseñanza que encierra: cuando optamos por una alternativa, siempre debemos preguntarnos a qué otros servicios de parecido interés público vamos a renunciar. Y esto es lo que nos plantean Lavis y Stoddart en su artículo: hasta qué punto tanta inversión en sanidad (en los países desarrollados) nos está privando de disfrutar de otros servicios que también son necesarios para nuestra salud y bienestar. Por otro lado, para poner todo en su justo término, los grandes avances acaecidos en la práctica clínica durante las últimas décadas son hechura de la irrupción de la alta tecnología en la medicina. Una vez que las enfermedades infecciosas fueron controladas y eliminadas, los ulteriores progresos terapéuticos y diagnósticos dependieron (y siguen dependiendo) de la tecnología, lo que encarece cada vez más el acto médico o de enfermería (pensemos, por ejemplo, la extensa gama de agujas para las distintas intervenciones que existe hoy, o la generalización del uso del pulsioxímetro). Dicho de otra manera, los servicios sanitarios se han ido haciendo más complejos y, por ende, son mucho más onerosos; ello explica (junto con otros factores concomitantes que no son anecdóticos) la rampante avidez de la sanidad por los recursos económicos. El “inevitable” crecimiento anual del porcentaje del PIB dedicado a la salud hace que los costes de oportunidad se vean también incrementados, de suerte que otras necesidades apremiantes se quedan sin recibir el adecuado financiamiento (la entronización de la salud es responsable de que los presupuestos no alcancen para atender decentemente otros sectores también críticos para el bienestar). Por eso empieza a ser hora ya de revisar tanta gratuidad para todo lo médico (o aparentemente médico) y plantearse abordar de manera más efectiva la atención a otras exigencias (por ejemplo, una educación de la población más acorde con un país que se jacta de ser la octava potencia económica mundial). Pues, como nos recuerdan Lavis y Stoddart, la sabiduría popular y los políticos yerran al enjuiciar la importancia de la atención sanitaria con tanta es138
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trechez de miras. No adivinan el gravoso coste de oportunidad que supone tanto uso (y con frecuencia abuso) del sistema sanitario. * * * Al igual que siempre, los que hacemos esta Revista de Humanidades agradecemos a los amables lectores sus comentarios y a nuestra benefactora, la Fundación Pfizer, el apoyo incondicional con el que nos distingue. Hasta el próximo mes de junio. José Luis Puerta
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Artículos
Psicología de la afición taurina Psychology of the public in bullfighting I Cecilio Paniagua
Resumen Se estudia desde una perspectiva psicoanalítica la evolución sociohistórica de la tauromaquia. Se comenta sobre el encauzamiento psicológico del sadismo, el narcisismo, el erotismo y las identificaciones de la afición, concluyéndose que la tauromaquia constituye una compleja transacción cultural entre pulsiones inconscientes y la cambiante sensibilidad social a la crueldad, expresada por medios estéticos tradicionalmente sancionados.
Palabras clave Afición taurina. Sadismo. Narcisismo.
Abstract From a psychoanalytic perspective the socio-historical evolution of bullfighting is reviewed. The psychological channelling of sadism, narcissism, eroticism, and identifications in the corrida-goers is commented upon, concluding that bullfighting constitutes a complex cultural compromise formation between unconscious drives and the changing social sensitivity to cruelty expressed through traditionally sanctioned aesthetic means.
Keywords Bullfighting. Sadism. Narcissism.
I Apunte histórico-cultural La tauromaquia estuvo prohibida durante distintos períodos de nuestra historia, quizás el más notorio durante los reinados de Carlos III y Carlos IV. A mediados del El autor es doctor en Medicina y Miembro Titular de la Asociación Psicoanalítica Internacional. Este escrito está parcialmente basado en el capítulo ‘La tauromaquia’ del libro del autor Visiones de España: Reflexiones de un psicoanalista. Madrid: Biblioteca Nueva, 2004. Agradezco al Dr. Óscar Garnés su asistencia en la investigación periodística de datos taurinos y al Excmo. Sr. D. José Paniagua Gil su asesoramiento en materias histórico-jurídicas. 140
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José Tomás en la plaza (Fernando Fueyo).
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Psicología de la afición taurina
siglo XVI , el Papa Pío V condenó los festejos taurinos —agitatio taurorum— bajo pena de excomunión. El rey Felipe II encareció al Papa sucesor, Gregorio XIII, que levantase dicha prohibición, a lo que éste accedió. La petición de Felipe II no estaba basada en su gusto por la tauromaquia, sino en el hecho de que, a pesar de la prohibición, continuaban celebrándose fiestas con toros. A ellas acudía un gran número de ciudadanos —entre los que se contaban no pocos eclesiásticos disfrazados— despreciando el riesgo de excomunión. El rey arguyó en su carta que prohibir dicho espectáculo sería hacer “gran violencia” a su pueblo. Más tarde, Roma intentó condenar la lidia de los toros, pero nunca se consiguió erradicar la pasión de los españoles por su fiesta nacional. Es significativo que ni siquiera la Inquisición, de habitual tan intransigente, interfiriese en la celebración de los espectáculos taurinos (Chaunu, 1976). En la España del siglo XVIII la lidia taurina sufrió una modificación revolucionaria cuando los toros pasaron de ser lidiados por caballeros con rejón a caballo, a ser toreados a pie por toreros de las clases populares. La nueva preferencia por el toreo a pie fue reflejo de los cambios sociales de la época. En su monumental obra Los Toros, Cossío (1982) versó elocuentemente sobre las vicisitudes históricas y sociológicas de la transformación de la lidia de un ejercicio caballeresco en uno popular. También es bien conocida la tesis de que la institucionalización de la fiesta de los toros a comienzos del siglo XIX constituyó una reacción a la invasión francesa y a las costumbres clasistas supuestas por la Ilustración. Sin duda, la lidia de los toros ha proporcionado una base muy importante de identidad cultural y de reafirmación del casticismo. “Dejaría de ser madrileño / Ni tampoco sería español, / Si esta tarde de sol y de toros / No me fuera a un tendido de sol”, reza una estrofa de la zarzuela La Chulapona (Romero y Fernández Shaw). Varios pensadores españoles han coincidido en que, a lo largo de la accidentada historia del país, la “fiesta nacional” ha resultado ser el fenómeno social que mayor continuidad ha dado al carácter hispano, la manifestación tradicional que ha proporcionado una mayor cohesión e identidad cultural a lo español. Ortega y Gasset afirmaba que no era posible comprender en profundidad el devenir de España sin conocer la historia de la tauromaquia, preguntándose por qué la intelectualidad del país se había resistido a reflexionar y teorizar seriamente sobre la fiesta que más regocijo había proporcionado al hombre hispano durante siglos. Unamuno decía que en la afición a los toros había algo trágico que permitía penetrar hasta las más recónditas honduras de nuestro pueblo. Américo Castro estimaba que la tauromaquia era el “rito solemne del auténtico hispano” y Pérez Galdós opinaba que el “apetito” por la fiesta de los toros se hallaba en el fondo mismo del carácter nacional (cf. Amorós, 1988). Sin embargo, otros pensadores españoles han sostenido que la tradición de los toros no constituye parte esencial de nuestra identidad cultural y que, además, ha contribuido a nuestro relativo retraso con respecto a otras sociedades europeas, si no a co142
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sas peores, como a nuestro supuesto espíritu sanguinario. Esta división de opiniones se ha mantenido vigente hasta la actualidad. Blasco Ibáñez (1908) escribió con ironía: “Los hijos de los que asistían con religioso y concentrado entusiasmo al achicharramiento de herejes y judaizantes se dedicaron a presenciar con ruidosa algazara la lucha del hombre con el toro, en la que sólo de tarde en tarde llega la muerte para el lidiador. ¿No es esto un progreso?”, añadiendo, “La única bestia en la plaza es la gente”. A finales del siglo XVIII, Jovellanos (1790) declaró que la lidia de toros era una “diversión sangrienta y bárbara”, sosteniendo que cuando el gobierno aboliese el espectáculo de los toros “sería muy acreedor a la estimación y a los elogios de los buenos y sensatos patricios”. En estas palabras se percibe claramente cuál era la tónica de las clases sociales con respecto a la afición a los toros. Aquí también resultaba aplicable aquello de “las dos Españas”. Sin embargo, los toros acabaron interesando asimismo a un sector de la aristocracia. Varios monarcas, entre ellos Isabel la Católica, expresaron horror a la tauromaquia, pero otros, como algunos Borbones, han mostrado afición proverbial por la fiesta nacional. En efecto, de los “patricios”, sólo algunos se opusieron a los espectáculos taurinos. Fernando VII los promovió, al tiempo que mandaba cerrar universidades por temor a que los jóvenes secundasen ideas jacobinas. De aquí que en otra conocida zarzuela, Pan y toros, del maestro Barbieri, un corregidor cantara el ramplón, “¡Pan y toros!, ¡pan y toros!, / Al pueblo y la aristocracia, / Y en vez de universidades / Escuelas de tauromaquia”. Hoy día, la falta de distingos clasistas en lo referente a la afición a los toros es exponente de la evolución de nuestra sociedad. La realidad es que la mayor parte de los pensadores, literatos y artistas españoles han ensalzado los valores psicológicos y estéticos de la fiesta de los toros. García Lorca (1936) llegó a decir: “El toreo es, probablemente, la riqueza poética y vital mayor de España. Creo que los toros es la fiesta más culta que hay hoy en el mundo”. La admiración por la tauromaquia ha abarcado amplísimos sectores de la vida intelectual y artística española, desde Moratín a Pérez de Ayala, desde Miguel Hernández a Gerardo Diego, desde Américo Castro a Salvador de Madariaga o desde Antonio Gala a Fernando Savater. Este último dijo: “Si fuera dictador eliminaría las corridas de toros, pero como no lo soy ¡no me pierdo ni una!”. Esta actitud parece representativa del sentir de un gran número de intelectuales españoles. La historia de la tauromaquia proporciona un buen campo para el estudio de las transacciones psicológicas relativas a la tolerancia y la crueldad. La evolución del reglamento de nuestra fiesta nacional refleja el intento de llegar a distintos compromisos entre las inclinaciones sádicas de la afición (en el sentido de su fascinación por el riesgo corrido por el torero y el sacrificio del toro) y la cambiante sensibilidad de la sociedad con respecto a los espectáculos sangrientos. El debate en la Comunidad Europea sobre el tema es exponente de dicho relativismo. Por una parte se defiende esta manifestación cultural arraigada secularmente en las aficiones populares de nuestro país. Por otra, los activistas pro-derechos de los animaArs Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:140-157
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les abogan por la prohibición del cruel sacrificio de reses en los cosos taurinos. Por un lado se aduce que se celebran espectáculos taurinos en el setenta por ciento de los pueblos y ciudades de España, contribuyendo a mantener un ecosistema único en el mundo, a pagar muchos jornales y a financiar más de mil empresas ganaderas (Laplazareal, 2007). Por otro, se señala como altamente significativo que el Parlamento Europeo haya decidido suprimir el subsidio para los animales criados con el fin de morir en el ruedo (NPR, 2008). Por una parte se convocan en Bruselas actos de homenaje a nuestra fiesta como “patrimonio nacional” (Navarro, 2008). Por otra, militantes antitaurinos saltan al ruedo de las Ventas ante el consentimiento de la policía (Burladero.com, 2008). Por un lado, se proclama Miembro de la Real Academia de Córdoba al torero Enrique Ponce. Por otro, se produce una manifestación contra la fiesta de los toros en la misma ciudad. Y tanto una postura como la otra buscan legítimo amparo dentro del marco jurídico.
Perspectiva social Se calcula que unos sesenta millones de personas en todo el mundo son espectadores de festejos taurinos. La afición a la tauromaquia es debida a que proporciona un marco único para el desahogo y la proyección de pulsiones instintivas reprimidas. Claramente, su atractivo central es el de la gratificación inconsciente de las pulsiones sádicas. El dolor y la muerte del toro se dan por supuestos. En la mente de toda la afición está el hecho de que pueden correr la misma suerte los caballos y, por supuesto, los toreros. Por lo que respecta a los caballos recordemos que, en la dictadura de Primo de Rivera, se aprobó la disposición de que salieran a la plaza con peto protector y evitar así que fueran destripados con excesiva frecuencia por los toros. Un sector de la afición opinó entonces que la fiesta había perdido parte importante de su sabor. La fiesta gira en torno a la muerte del cornúpeta tras unas series artísticas ritualizadas de tortura. Los nombres mismos de los oficios ‘matador’, ‘picador’, ‘banderillero’, ‘puntillero’ no pueden ser más gráficos. Si el torero ha cumplido bien puede llevarse a cabo, además, la mutilación post mortem del toro que, en la actualidad, suele limitarse a las orejas. La profesión del toreo constituye una encrucijada fascinante de peligro y gloria, de miedo y arrojo, de exhibicionismo o humillación, de inmortalidad u olvido, de azar y cálculo, de valor y experiencia, de belleza y de carnicería. Pocas situaciones hay más imponentes que el conjunto de circunstancias que ha de arrostrar un matador en el coso taurino. De él, Pablo Neruda (1961) escribió, “En la plaza infinita de ojos sacerdotales / Un condenado a muerte que viste en esta cita / Su propio escalofrío de turquesa, / Un traje de arco iris y una pequeña espada”. La afición exige al matador que se arrime al toro, es decir, que se juegue la vida. Un dicho popular afirma que es el público quien da las cornadas. El diestro Silvela decía 144
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Torero muerto, 1864 (Edouard Manet).
perceptivamente: “Estoy deseando tomar una corná pa complacer cuanto antes a la afición” (López Pinillos, 1987). Es muy conocida la anécdota de Valle-Inclán, en que tras alabar a Belmonte, le apostilló: “¡Juanito, no te falta más que morir en la plaza!”; a lo que éste respondió: “¡Se hará lo que se pueda, don Ramón!” (Chaves Nogales, 1935). El ritual de la corrida, establecido rigurosamente por Paquiro, pretende precisamente proporcionar un continente al sadismo. Para comprobar lo que era el sadismo menos disfrazado de otrora bastará ojear la Carta histórica sobre el origen y progreso de las fiestas de toros en España de Moratín (1776), o contemplar los grabados de Goya sobre la Tauromaquia. En Viajes por España, un libro bastante popular escrito por un autor holandés anónimo a comienzos del siglo XVIII, puede leerse lo siguiente: “El deseo que muestra esa nación de matar a los toros es increíble. Si por azar el pobre animal pasa cerca de los tendidos, lo atraviesan con mil golpes de sus espadas, y cuando lo derriban quieren apoderarse de su cola o sus partes vergonzosas, que se llevan en sus pañuelos como señal de alguna victoria” (M., 1700). Hasta 1904 se organizaron peleas de toros contra otras fieras. A los toros mansos se les echaba perros de presa, costumbre que fue sustituida por la más benigna de las banderillas de fuego. En su origen, las banderillas fueron arpones que tanto los toreros como los espectadores arrojaban al toro. El desjarrete del animal y su matanza multitudinaria fue diversión muy celebrada. Para ampliar más la idea de lo sanguinario de dichas fiestas, recordaremos este relato de Eugenio Noel (1924), escritor de estampas costumbristas: “Se ponen a la salida del toril, en dos filas, los mozos armados de pinchos y rejones, y el toro no llega nunca a los últimos, por lo que los mozos se pelean por no estar en los últimos puestos”. FueArs Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:140-157
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ra de los cosos también podían contemplarse otras manifestaciones de virilidad cerril, supuestamente enaltecedora del sex appeal ante las mujeres. El mismo autor cuenta cómo en un pueblo manchego, “Por San Pantaleón [los mozos] ofrecen a las novias matar al toro de un estacazo. Pero de un estacazo sólo, no vaya a imaginarse de bulto que el toro necesita dos”. Fue popular el despeño de los toros y el embolado de sus astas con pelotas de resina ardiendo, costumbre que en algunos pueblos se ha abandonado recientemente, no tanto por compasión hacia el animal como por evitar incendios. El sadismo de la tauromaquia actual, pues, resulta pálido al lado de las prácticas taurinas de antaño. Aunque en algunas comarcas aún persisten costumbres como las descritas, la fiesta se ha “humanizado”.
Perspectiva psicoanalítica En la plaza de toros, los ánimos del público fluctúan mucho. La afición ovaciona y vitupera, aplaude y abuchea, se entusiasma y se indigna. A veces, el objeto de este dispar tratamiento es un solo torero en una sola faena. Una característica de la mente en conflicto —que es la vertiente del psiquismo estudiada por la ciencia psicoanalítica— es la ambivalencia interpersonal y quizá sea esta ambivalencia lo que, de forma hipertrofiada, defina mejor los sentimientos del público de una plaza hacia el torero. Belmonte decía resignadamente, “La gente llenaba las plazas esperando o temiendo que me matase un toro” (Chaves Nogales, 1935). Habría sido más astuto decir que la afición acudía a la plaza esperando y temiendo verlo morir. En efecto, cada vez que un toro se arranca, el aficionado experimenta dos deseos en conflicto: que el torero sea cogido y que el lance no tenga consecuencias sangrientas. Sólo el último suele ser consciente. Estos deseos contrapuestos satisfacen en el espectador dos instancias psíquicas diferentes: el Ello de los instintos y el Superyó de la conciencia. En efecto, el torero es objeto de la proyección de instintos y deseos contrapuestos. Los condicionamientos históricos de esta ambivalencia dictan las preferencias con respecto a las prácticas taurinas. El público que asiste a una corrida pide al torero que se acerque a los cuernos mortíferos del animal, pero, simultáneamente —no en vez de, como suele pensarse— no quiere presenciar una desgracia (Paniagua, 1992). Observó Robert Waelder (1965), “El psicoanálisis, ciertamente, es consciente de la crueldad implícita en la pasión de las corridas de toros, pero las faenas son más que un espectáculo sádico. En la corrida de toros contrasta dramáticamente la furia incontrolada de la bestia con la fuerza del hombre originalmente mucho menor, pero superior por su control cerebral. David vence a Goliat”. Ciertamente, la cara y cruz de lo humano contra lo animal, de la inteligencia contra el instinto, de la vida contra la muerte deben resultar interesantes para el psicoanálisis. Sin embargo, existen muy pocos trabajos publicados sobre la tauromaquia en la literatura psicoanalítica. En uno de ellos, de Winslow Hunt (1955), se puede leer: “Es sor146
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© Biblioteca Nacional. Madrid.
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Caída de un picador de su caballo debajo del toro, 1815-1816 (Francisco de Goya).
prendente que una institución tan dramática y anacrónica no haya despertado más el interés de los psicoanalistas”. La escasa atención prestada por el psicoanálisis a esta espectacular manifestación cultural ha sido atribuida a la influencia del prejuicio. El psicoanalista Martin Grotjahn (1959) sostenía: “Los aspectos horribles de la tauromaquia anulan el interés que posee la simbolización inherente a su ritual. Quizás esto explique la escasez de los intentos analíticos de interpretación de la fiesta”. En algunos de los artículos psicoanalíticos sobre la tauromaquia, la fiesta ha sido interpretada como la representación de un drama edípico: el hijo derrota al padre; la cuadrilla del matador sería lo que en Tótem y tabú, Sigmund Freud conceptuó como “horda fraterna”. Las normas y estipulaciones rituales por las que se rigen las corridas podrían ser interpretadas como estrategias psicológicas defensivas contra la culpabilidad inherente al parricidio simbólico. Los imperativos categóricos condenatorios de la conciencia del propio matador se ven contrapesados por la aprobación social del medio —en la medida en que el Superyó individual continúa siendo permeable a la influencia externa—. En este contexto parece pertinente la idea freudiana de la “fiesta conmemorativa [que] convierte en un deber la reproducción del parricidio en el sacrificio del animal totémico” (1912-13). Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:140-157
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Freud había escrito en 1901: “Zeus parece haber sido primitivamente un toro, y también nuestro viejo Dios habría sido adorado primero como toro” (Freud, 1950). Abundante experiencia psicoanalítica ha revelado que la idea de Dios procede de fantasías relativas a la percepción por parte del niño de la figura paterna como omnipotente. Por tanto, el sacrificio del toro-Dios ha de representar una continuación o, siquiera, un eco del impulso original —reprimido luego— hacia el parricidio (Desmonde, 1952). En este sentido, puede juzgarse como una intuición genial que García Lorca (1933) hablase de “la liturgia de los toros, auténtico drama religioso donde, de la misma manera que en la misa, se adora y sacrifica a un Dios”. Es cierto que, para la afición, el torero también puede ser depositario de los deseos parricidas —asimismo infantiles e inconscientes— si se le conceptúa, no como un ser débil, sino como uno fuerte que se burla de un animal estúpido; pero es más común tomar a la bestia como objeto de proyecciones parricidas, puesto que en nuestra niñez olvidada casi todos hemos experimentado la figura paterna como grande y amenazante. Tanto en el caso de los toreros como en el de los espectadores, la lidia y muerte del poderoso toro satisfaría entonces el deseo edípico reprimido de vencer y eliminar al rival paterno. Por cierto que, al ser el daño genital el peligro que, a manos del padre, paradigmáticamente más teme el niño en la edad edípica, quizá sea revelador el riesgo real de castración que corren los toreros en el ruedo. También parece significativo que el cambio de suertes en la corrida, que incluye el permiso para matar al toro, sea dictado, no por los toreros ni por el público, sino por el presidente de la plaza, una figura parental. Ello hace que la representación paterna se escinda en el toro, el torero y el presidente, lo que contribuye a que la culpa se desplace y comparta entre distintas figuras (Paniagua, 1994).
Justificaciones y relativismo del sadismo La mayoría de los espectadores de una corrida de toros rechazaría la idea de que van a los toros con fines cruentos. Tampoco aceptarían que su propósito era contemplar el sufrimiento y la muerte de los animales. Blasco Ibáñez escribió sagazmente en Sangre y Arena (1908): “Todos gritaban con vehemente ternura por el dolor de la bestia, como si no hubiesen pagado para presenciar su muerte”. Psicológicamente, el torero recurre también a la justificación (o racionalización) de que por medio de su oficio está matando a una peligrosa bestia salvaje, o, como dijera Pepe-Illo, “a una fiera, acaso la más feroz burlada por los hombres” (Delgado, 1796). La conclusión exculpatoria es la de que el toro es un agresor al que el torero intenta eliminar. Puede convencerse de que lo mata en defensa propia. Más aún repugnaría a los espectadores la idea de que habían acudido para presenciar una cogida y estarían parcialmente en lo cierto, porque, desde luego, no es ésta su única motivación. Aducirían argumentos conscientes y más presentables al Superyó, 148
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como el estético. La mayor parte de los aficionados argüiría sencillamente, y con razón, que la tauromaquia es una fiesta sin par en el mundo, un espectáculo emocionante y hermoso en el que se demuestra la bizarría, el arte y la inteligencia de un hombre ante una bestia brava. Aunque comprensible, toda esta argumentación es adicional y no sustitutiva del sadismo inherente a la tauromaquia. Cuando los asistentes a una corrida dicen que padecen con el sufrimiento y se alarman si el diestro resulta herido por el toro, no son conscientes de que estos sentimientos son reactivos a sus ocultos deseos sádicos. Puede uno recordar aquí el dieciochesco romance Fiesta de toros en Madrid, de Moratín, que concluye, “La popular alegría / Muchas heridas costó”. En efecto, al público le agrada secretamente la idea de lamentar tragedias, llorar a las víctimas y horrorizarse por los sucesos sangrientos. Además, la excitación ante el peligro del prójimo puede ser placentera. El torero Manuel Suárez decía: “Er público zuerta la mozca pa que le tenga usté sin rezoyá de puro azustao” (López Pinillos, 1987). Esta experiencia está emparentada con la atracción que despiertan las representaciones terroríficas. Éstas nos permiten proyectar sobre figuras externas temores y dramas internos, evadiendo la propia sensación de peligro. Respecto a este tipo de siniestra atracción, Freud (1919) conjeturó: “Lo siniestro en las vivencias se da cuando complejos infantiles reprimidos son reanimados por una impresión exterior, o cuando convicciones primitivas superadas parecen hallar una nueva confirmación”. Según esta formulación, podría decirse que la afición se siente atraída por lo siniestro de las corridas debido a que éstas constituyen un escenario apropiado para la representación proyectiva de dramas sádicos inconscientes del pasado infantil. Puede insistirse en la belleza y el arte como argumento central en la atracción a los festejos taurinos, pero ¿cómo explicarnos entonces, por ejemplo, la enorme popularidad de nuestros célebres, aunque poco “artísticos”, encierros? Existen ingeniosas racionalizaciones para justificar el cruel espectáculo de la tauromaquia. Por ejemplo, se recuerda que el toro intenta matar al torero, como si el animal hubiese elegido ir a la plaza con esa intención. José Ortega y Gasset (1929) escribió: “¿Es de mejor ética que el toro bravo desaparezca como especie y que muera en el prado sin que muestre su gloriosa bravura?”. Atribuyendo al animal sentimientos humanos, Enrique Tierno Galván (1951) opinó que, “El toro vive en el ruedo una gloriosa aventura coronada por la mayor concesión que el hombre pueda hacer con el animal: la lucha franca e igualada”. Llega a pensarse incluso que el destino natural del toro de lidia es ser muerto en la plaza, que, como escribió Miguel Hernández en Corrida real, “Ya en el tambor de arena el drama bate / Mas no: que por ser fiel a su destino, / El toro está queriendo que él lo mate”. Junto con estas justificaciones racionalizadas entra en juego la defensa psicológica del aislamiento del afecto. Ésta nos permite mantener disociada la emoción displacentera que correspondería a la contemplación de un espectáculo cruento. Esta defensa inconsciente también se halla mediada culturalmente. Así, a una persona que se haya criado en un medio en que no existe la tauromaquia le resultará más difícil que a un Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:140-157
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hispano asistir desensibilizada a una corrida. Durante la invasión napoleónica, en España los oficiales franceses —los mismos que ordenaban los fusilamientos públicos— se horrorizaban ante los espectáculos taurinos. Théofile Gautier (1845), en su libro Viaje por España, comentaba sorprendido: “La costumbre lo es todo, y el aspecto sangriento de las corridas (lo que más impresiona a los extranjeros) es el que menos preocupa a los españoles, atentos al mérito de los lances y a la destreza desplegada por los toreros”. El novelista francés Henry de Montherlant (1926) cuenta en un interesante relato cómo un torero es increpado por un pescador por su sádico oficio y aquél le responde que lo que a él le repugnaría sería sacar peces del agua y “tener al lado un cestito como ése lleno de agonías”. También ocurre que un extranjero puede superar su repulsión inicial y convertirse en un ferviente aficionado. Es como si el gusto por el espectáculo del público de alrededor diese luz verde al sadismo reprimido. Prosper Merimée (1830-53) escribió en una carta a un amigo: “Es cierto que no hay nada más cruel ni salvaje que las corridas. Fui a una por curiosidad, sólo para ver todo lo que hay que ver en esta vida y, ¡bueno!, ahora experimento un placer inefable viendo picar al toro, el destripamiento del caballo, la cogida de un torero. Uno se implica emocionalmente con un toro, con un caballo, con un hombre, diez veces, mil veces más que con ningún personaje de tragedia”. También Alexandre Dumas (1847) exclamó: “¡Cómo va uno a escribir dramas después de contemplar esto!”. Una pregunta clave en todo este asunto es: ¿fomenta la tauromaquia el sadismo de la afición, o más bien lo canaliza dentro de un marco estético? La cuestión a dilucidar sería la de si la aceptación social del espectáculo de los toros promueve la expresión sádica de unos instintos agresivos que podían haberse sublimado por derroteros socialmente más útiles; o si, por el contrario, neutraliza su potencial destructivo por medio de la descarga parcial de dichos instintos. Después de todo, hoy día el aficionado se limita a tener fantasías asesinas, a vociferar y, como mucho, a tirar almohadillas. La respuesta a esta pregunta es, con toda seguridad, que la fiesta de los toros lleva a cabo ambos cometidos psicológicamente contradictorios en el espectador. Para una respuesta cabal al planteamiento de disposiciones prácticas respecto a la conveniencia social de la pervivencia de la fiesta de los toros serían necesarios estudios multidisciplinarios serios, pero se trata de una manifestación muy enraizada en nuestras tradiciones y, por tanto, difícil de examinar desapasionadamente. Señalemos, no obstante, que en lo referente al sadismo, otros países han llegado a diferentes transacciones psicológicas colectivas en sus costumbres, deportes, espectáculos, etcétera, y que difícilmente podría hallarse una que fuera estética y psicológicamente más completa que la tauromaquia. Además, recordemos que, a lo largo de la historia, el inevitable sadismo del ser humano se ha visto sancionado en decisiones culturalmente aceptables que no han implicado derramamiento visible de sangre. Es fácil pensar en naciones que se han permitido un considerable grado de sadismo en sus medidas políticas y económicas. Teniendo en cuenta esto, quizá cobre más sentido la antes mencionada frase de García Lorca: “Los toros es la fiesta más culta que hay hoy en el mundo”. 150
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Identificaciones y narcisismo Los espectadores experimentan fuertes sentimientos no sólo hacia el torero, sino también hacia el toro. En efecto, podemos identificarnos con el animal antropomorfizado. Miguel Hernández (1934-35) reconoce una similitud con éste en los versos: “Como el toro he nacido para el luto / Y el dolor, como el toro estoy marcado... / Como el toro te sigo y te persigo, / Y dejas mi deseo en una espada, / Como el toro burlado, como el toro”. El Superyó del aficionado pone objeciones, conscientes o no, a la tortura y el sacrificio del animal. Esto crea un conflicto intrapsíquico, porque el espectador se pone también, claro está, de parte del torero. Si el toro es visto inconscientemente como la encarnación de pulsiones inaceptables, de los propios impulsos “bestiales”, la afición aprobará la agresión contra el animal. De hecho, suele hablarse de “castigar” al toro. Pero si el espectador percibe al torero como merecedor de represalias por su conducta sádica de sesgo parricida, su Superyó puede formar en la fantasía una alianza con el potencial homicida del animal. Claramente, el toro puede verse, al igual que el torero, como agresor y como víctima. El público reacciona conforme a la oscilación de sus identificaciones. Para la afición es importante saber que el toro tiene una oportunidad de matar a su matador, que no se trata de una caza. El igualamiento de las fuerzas posibilitado por el toreo a pie que, en su día, hizo de la lidia un oficio popular al facilitar las identificaciones de la mayoría con el torero, añadió un atractivo crucial a la tauromaquia. Si el lidiador arriesga poco, el equilibrio se rompe. En su Viaje a España (1830-1853), Prosper Mérimée escribió: “En cuanto desaparece el peligro, ya no se ve sino mozos de carnicería que martirizan a un pobre animal [...] Sólo el peligro hace olvidar la asquerosidad de la sangre y de las entrañas desparramadas”. Cuando el picador se ensaña con el animal o cuando el espada mata torpemente, la afición se enfada. Lo que se percibe como abuso del animal despierta sentimientos de culpabilidad asociados a fantasías sádicas reprimidas. Un protagonista de Sangre y Arena de Vicente Blasco Ibáñez (1908), grita: “¡Martirizar así a un bicho que valía más que él!”. También se indigna la afición si piensa que el toro sale al ruedo afeitado de pitones. Una vez más, se altera el equilibrio preciso, aunque cambiante con las épocas, en la lucha entre el hombre y la bestia. De todos es conocido que, tanto las dimensiones de la puya en la suerte de varas, como la integridad de las astas de las reses de lidia han sido objeto de estricta reglamentación (Portaltaurino.doc, 2006 y 2008). Existe también la identificación con la actitud exhibicionista del diestro. En efecto, una de las dinámicas más importantes en la organización mental del torero es la de la gratificación narcisista. Es el deseo de “desvanecerse inundado de luz, fulgir como una estrella, alzar tempestades de palmadas”, que dijera Bombita (López Pinillos, 1987). Indudablemente, el colorido de las corridas, el atuendo de los toreros, las diversas suertes, la misma plaza, proporcionan un escenario especialmente apropiado para el despliegue y la gratificación del exhibicionismo narcisista. Recordemos a modo Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:140-157
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de testimonio la confesión de Manuel Machado: “Antes que un tal poeta, mi deseo primero / Hubiera sido ser un buen banderillero”. Los momentos de gloria suelen resultar magnéticos. El placer, de origen infantil, de despertar gran admiración puede compensar muchas penalidades. Este afán por causar pasmo es el que expresaba Larita cuando decía: “Er público horrorisao —que es como debe está—, me hasía una ovasión y me desía ¡salvaje!” (López Pinillos, 1987). Los sueños de esplendor e inmortalidad sirven, a su vez, para contrarrestar sentimientos pretéritos de inferioridad. Cuando el torero se siente muy apremiado a obtener una sensación de grandiosidad en el ruedo, o cuando necesita la aclamación de la afición a cualquier precio, se verá impulsado a poner su vida en un peligro mayor de lo que le aconsejaría su sentido común. Ciertamente, la afición admira el valor y el arte del torero. En la ovación a las buenas faenas el público empatiza con el diestro y se identifica con su gloria heroica. Adriano del Valle escribió el poema Dedicación a Manolete, que resulta instructivo al respecto. Unos de sus versos dicen así: “Cuando saliste a la plaza / Como un sol en su apogeo, / Siendo cumbre del toreo / Lo eras también de tu raza” (en Olano, 1988). Cuando la plaza vibra con el matador, participa por unos instantes de esa exaltación egocéntrica que constituye, en realidad, la regresión al gozoso sentimiento de la omnipotencia exhibicionista de la infancia. Pero esa reacción emocional tiene poco que ver con un afecto verdadero hacia el torero. Éste sabe, o la experiencia le hace aprenderlo pronto, que el fervor de la afición de una tarde puede trocarse en animadversión a la siguiente o, peor aún, en indiferencia. Muchas figuras del toreo han temido más al ocaso de su popularidad que a las mismas cornadas. El torero, desconocido personalmente para la mayoría, no es más que depositario de las pasiones de la afición; éstas pueden transferirse sin transición a otro torero, objeto de proyecciones similares. Lo de menos es el protagonista, lo que más pesa es el contenido que inconscientemente se proyecta sobre él.
Rivalidad, envidia y erotismo Para los espectadores, la fiesta taurina ofrece otras pantallas importantes de proyección de conflictos inconscientes. Una de ellas es la de la rivalidad fraterna implícita en la competitividad de los toreros. En la historia de la tauromaquia hay una larga lista de famosas parejas rivales: Pedro Romero y Pepe-Illo, Cúchares y Chiclanero, Lagartijo y Frascuelo, Joselito y Belmonte... Vienen a la mente los versos lorquianos del Café de Chinitas, donde “Dijo Paquiro a su hermano: / Soy más valiente que tú, / Más torero y más gitano”. Cuando uno de los toreros es cogido, el público puede encarecer cautela al rival, como, según cuenta Belmonte, ocurrió tras la muerte de Joselito. Se trató de un caso de generalización del remordimiento por el grado de arrojo exigido previamente a los 152
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matadores. Sin embargo, en otros casos, como en el de la también famosa pareja Dominguín-Manolete, la reacción del público tras la muerte de este último fue muy distinta. Dominguín contó cómo después de la tragedia comenzó a recibir insultos atroces cada vez que salía al ruedo. Esto se debía a que parte de la afición pensaba que había contribuido a la muerte de Manolete por su indecisión en el momento de hacerle al toro el oportuno quite. El público lo encontraba responsable de la tragedia, mitigando así el peso de su propia culpa por el fatal cumplimiento de sus deseos homicidas inconscientes. La posición privilegiada del torero de cartel —dinero y fama en la juventud— inspira admiración, pero también envidia, inevitable cara de la misma moneda. Es común que el espectador intente compensar este doloroso sentimiento, que denota inferioridad y, además, es censurable para la conciencia, por medio del de superioridad. Así, se erige en juez de lo que pasa en el ruedo, hace exigencias al torero y se arroga la prerrogativa de la aprobación o el insulto. Encontramos un ilustrativo ejemplo de este comportamiento en un comentario de Belmonte. Afirmaba éste que, como Joselito y él torearon muchas corridas sin percance, “el espectador llegó a tener la impresión de que le estábamos estafando, de que habíamos eliminado el riesgo de la lidia y nos enriquecíamos impunemente” (Chaves Nogales, 1935). ¡Impunemente! Belmonte percibió claramente la dinámica de la envidia del público: una desgracia “punitiva” habría hecho que éste se sintiese menos envidioso. Existe otra fuente de envidia del torero, que es la referente a la imagen de la masculinidad. A este respecto el torero parece superior por su valor superlativo. En el folclore español hay numerosas canciones y dichos sobre esto. Enrique Tierno Galván (1951), lo resumió así: “Todos y cada uno de los que contemplan la lidia están haciendo pública confesión de lo que en otro caso es inconfesable: que en hombría el torero vale más”. El torero, cuyos ingresos y éxito dependen de la aceptación del público, ha de amoldarse, a su vez, a los deseos de la afición. Seguramente es sintomático que tantos toreros hayan adoptado —o aceptado— sobrenombres infantilizadores, como Manolete, Machaquito, Paquirri, Joselito, Chicuelo, Morenito, el Niño de..., o sobrenombres que tienen más de ridiculizante que de cariñoso, como Lagartijo, Cagancho, Platanito, Bombita, Gordito, Cara-ancha, etc. Suele resultar condescendiente y despectivo llamar a un hombre por su diminutivo o su alias, pero el uso de éstos puede contribuir a “perdonarles” el éxito. Las prácticas taurinas pueden tener, además, una dimensión erótica para la afición. Tierno Galván (1951) adujo numerosos ejemplos del léxico de la tauromaquia que se emplean con significado sexual, haciendo la siguiente afirmación machista: “En lo que afecta a las relaciones eróticas, la mujer se ve como una entidad rebelde y bravía a la que hay que domeñar por los mismos medios y técnica que se emplean en la brega taurina” (!). En cuanto a simbología sexual, atendamos a este fragmento de la zarzuela La zapaterita (libreto de J.L. Mañes), en que una protagonista canta: “Caballero cortesano, / Caballero de mi amor, / En la suerte de rejones / El que clava más alto el reArs Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:140-157
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jón [...] / Con su caballo bayo / Clava rejones, / Y clava de las hembras / Los corazones”. A ningún lector se le escapará la equivalencia libidinosa de estas metáforas. No es ajeno a la torería tampoco el fenómeno que los psicoanalistas conocemos como la erotización del peligro, en el que se funden las respuestas psicofisiológicas ante el miedo con la excitación sexual. Usemos un ejemplo de la biografía de Belmonte en el que el “maestro de Triana” dijo: “Me atrevería a esbozar una teoría sexual del arte de torear [...]. Esa emoción que le hace a uno acercarse al toro con un nudo en la garganta tiene, a mi juicio, un origen y una condición tan inaprehensible como los del amor” (Chaves Nogales, 1935). Además de las obvias implicaciones heterosexuales de estos testimonios, hay que tener en cuenta que, a un nivel más profundo, la tauromaquia puede tener significados homosexuales inconscientes. Después de todo, los protagonistas en la arena son machos flagrantes, salvo en los pocos casos de mujeres toreras. Hay un escalofriante pasaje de la novela de ese gran aficionado que fue Ernest Hemingway (1960), The Dangerous Summer, en que se narra una cogida de Ordóñez. El relato del percance evoca un coito sádico homosexual: “Al recibir al toro por detrás [...] el cuerno derecho se clavó en la nalga izquierda de Antonio. No hay un sitio menos romántico ni más peligroso para ser cogido [...] Vi cómo se introducía el cuerno en Antonio, levantándolo [...], la herida en el glúteo tenía seis pulgadas. El cuerno le había penetrado junto al recto rasgándole los músculos”. En tono menos dramático podemos recapacitar sobre el hecho de que el toro vigoroso puede verse como representante de la virilidad, mientras que la fragilidad del hombre puede interpretarse como femenina (Frank, 1926). En realidad, el precioso y ajustado traje de luces, la coleta, los andares retrecheros y la actitud de exhibición han sido, en nuestra cultura, más propios de la mujer. Viene a la memoria la letra de otra zarzuela cómica, La corría de toros de Antonio Paso, en que se comenta de un torero: “Miré usté qué hechuras. / Mi’usté qué posturas. / Mire usté qué facha de perfil. / Un torero más bonito y más plantao / No lo encuentro ni buscao / Con un candil. / Mire usté qué tufos, / Mi’usté qué coleta, / Mire usté qué glúteo tan marcao...”.
Masoquismo y angustia ante la muerte Es evidente que el oficio toreril sirve para la expresión de tendencias masoquistas y, naturalmente, la afición reacciona ante la conducta potencialmente suicida de los diestros. Es común que a veces los toreros no parezcan darse cuenta de que ciertos pases son especialmente arriesgados con algunos toros, mientras que los espectadores lo perciben claramente. Como suele decir la afición, “los toros avisan”. El psiquiatra Fernando Claramunt (1989) ha escrito sobre la psicogénesis y la psicopatología de las cogidas. En algunas ocasiones los toreros expresan abiertamente en la conducta, e incluso verbalmente, sus tendencias autodestructivas. El toreo de Belmonte fue considera154
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do suicida por gran parte de la afición. Mucha gente iba a verle creyendo que serían testigos de su última corrida. Durante años Belmonte pensó obsesivamente en el suicidio y de viejo se quitó la vida. En algunas cogidas autoinducidas o semiprovocadas puede discernirse también la dinámica de la venganza contra una afición —parental— sádica. El sacrificio masoquista del torero tendría como finalidad punitiva causar o fomentar en aquélla la culpabilidad. A este respecto, en un artículo con el título El placer de ser cogido, D. Harlap (1990) explicó elocuentemente la existencia de esta motivación en el caso de Manolete. Además de todo esto, la tauromaquia constituye una forma culturalmente sintónica de enfrentarse a la angustia de la finitud, al miedo a la muerte que todo ser humano experimenta. Existen varias maniobras psicológicas contra esta angustia universal, como su soterramiento en lo inconsciente —que es lo que el término represión significa en el vocabulario psicoanalítico—. Se desarrollan también formaciones reactivas, que consiguen que el sujeto se autoconvenza de que la idea de la muerte no es espantosa, sino todo lo contrario: bella y deseable. Las defensas maníacas exaltan de forma compensatoria la vitalidad de las corridas y la falsa convicción de invulnerabilidad. Hay un mecanismo defensivo adicional: la vuelta de lo pasivo en activo, que hace en este caso que se mire a la muerte a la cara, por decirlo de forma gráfica, intentando dominarla contrafóbicamente. El psicoanalista español Emilio Valdivielso (1977), hablando de Ignacio Sánchez Mejías, expuso la tesis de que, “Cuando el torero está toreando, torea y burla a la muerte que él mismo lleva dentro; y cuando mata al toro, está matando a su propia muerte”. Dijo García Lorca (1933): “España es el único país donde la muerte es el espectáculo nacional, donde la muerte toca largos clarines a la llegada de la primavera”. La actitud recordatoria de la muerte es muy característica de la cultura española. Se constata en fenómenos como nuestra tradición mística o nuestra pintura tenebrista. La importancia de la muerte en nuestro arte y literatura es algo que llama poderosamente la atención de los extranjeros, y la tauromaquia debe considerarse como un caso típico de esta transacción psicológica cultural. La lidia de los toros supone un enfrentamiento a la muerte, a la que se esquiva y somete por los cauces del arte. El poeta Manuel Torres la calificó de “Divisoria de la vida / Para el torero y el toro, / Que a la muerte se convidan / El uno enfrente del otro” (en González Climent, 1961). Uno de los premios, generalmente inconsciente, en este singular convite es la sensación de haber vencido al horror de la muerte. Rafael Alberti escribió del toro: “Y burla burlando quiero / Mirar cómo se divierte / Del picador, del torero / Y hasta de la misma muerte” (1960, en Olano, 1988). Y Raphael E. Pollock (1974) hizo la aguda observación de que “quizá el drama de que a la muerte del toro le sigan otros toros y otras corridas es una ‘prueba’ de que la muerte no es el fin de todo”. Concluiremos diciendo que la fiesta de los toros representa una compleja transacción psicológica, resultado de compromisos entre los gustos sádicos de la afición y su camArs Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:140-157
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biante sensibilidad a la crueldad y a la muerte. En la actualidad, si se contempla demasiada sangre, si se hace sufrir al animal “excesivamente” o si el hombre corre muchísimo peligro, se herirá la sensibilidad de una mayoría. Si, por el contrario, estos alicientes son escasos, desaparece el atractivo de la fiesta. Ésta constituye un marco único para la proyección de pulsiones instintuales y para la representación de simbolismos inconscientes, vehiculizado todo ello por medios altamente estéticos y tradicionalmente sancionados. No es de extrañar que la tauromaquia sea, como a menudo se dice, “un espectáculo inexcusable, pero irresistible”.
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Artículos
¿Es posible que tengamos un exceso de atención sanitaria? Can we have too much health care? I John N. Lavis y Gregory L. Stoddart
Resumen La provisión de la atención sanitaria consume una enorme cantidad de recursos en los países industrializados. Sin embargo, la atención sanitaria es solo un factor contribuyente a la salud de las poblaciones, y ésta es uno más entre los factores que determinan el bienestar de las naciones. La posibilidad de reorientar los recursos sanitarios, por ejemplo, hacia la educación, el empleo o unas mejores infraestructuras puede tener un efecto más profundo en la salud y el bienestar de los individuos.
Palabras clave Atención sanitaria. Salud. Bienestar. Determinantes de la salud.
Abstract The health care consumes a huge amount of resources in industrialized nations. But health care is only one of several determinants of health; and health is only one of many determinants of wellbeing of nations. The possibility of redirecting resources, e.g., from the health care sector to education, employment or better infrastructures may have a more profound impact on the health and wellbeing of individuals.
Key words Health care. Health. Wellbeing. Determinants of health. John N. Lavis trabaja como investigador en el Centre for Health Economics and Policy Analysis y en el Departamento de Epidemiología Clínica y Bioestadística de la Universidad McMaster, Canadá, y es investigador colaborador del Institute for Clinical Evaluative Sciences en Toronto, Canadá. Gregory L. Stoddart es catedrático de Economía de la Salud en el Centre for Health Economics and Policy Analysis y en el Departamento de Epidemiología Clínica y Bioestadística de la Universidad McMaster, Canadá. El presente texto es una traducción autorizada del artículo: Lavis JM, Stoddart GL. Can we have too much health care? Daedalus, 1994;123(4):43-60. © 1994, American Academy of Arts and Sciences. La traducción es de Assumpta Mauri Mas. 158
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I La atención sanitaria utiliza recursos. En la mayor parte de las naciones industrializadas tal uso es de gran magnitud y, en muchas naciones, los gastos debidos a la atención sanitaria han aumentado a una velocidad superior a las tasas de crecimiento económico en los últimos tiempos. Ello ha propiciado tensiones económicas y políticas en los gobiernos, preocupados por mantener sus sistemas sanitarios, independientemente de la relación pública/privada en la financiación y provisión de atención sanitaria [1]. Estas tensiones han ido empeorando debido a la importante expansión interna, una característica universal de la “industria” de la atención sanitaria. Esta expansión, a su vez, es sustentada por varios factores, incluyendo la actitud de sus proveedores, quienes con frecuencia “dan por sentado que su trabajo es más importante que cualquier otra actividad a la que la sociedad pueda dedicar sus recursos” [2]. Otro factor importante, pese a las evidencias acumuladas —y que se siguen acumulando— en sentido contrario, es el punto de vista de que la atención sanitaria juega un papel fundamental en la salud [3]. La figura 1 representa un esquema simplificado de este popular punto de vista. En este modelo, denominado sistema de calefacción, los individuos enferman o se lesionan por diversas razones externas y no especificadas. Entonces acuden al sistema sanitario, el cual interpreta sus necesidades de asistencia desde un punto de vista profesional y responde suministrando los servicios “necesarios” dentro de las vías institucionales de acceso y pago existentes, quedando así, merced a los programas o servicios sanitarios, reducida la carga de la enfermedad en estos individuos. El sistema de atención sanitaria puede ser considerado como un sistema compuesto por un termostato y un calentador: la respuesta a las temperaturas más frías (más enfermedad) sería aumentar la producción de calor (proporcionar más atención sanitaria), de modo que la política sanitaria se convierte en la realidad en política de atención sanitaria. Un marco conceptual más adecuado para tener en cuenta los determinantes de la salud resulta, a la vez, más complejo y más sutil. En la figura 2 se presenta un marco de este tipo, en el que se considera que tanto el ambiente social y físico, la dotación geNecesidad, acceso
Otros factores
Enfermedad
Atención sanitaria
Asistencia, curación Figura 1. Una visión (demasiado) simple de los determinantes de la salud. De Evans RG, Stoddart GL. Producing health, consuming health care. Social Science & Medicine 1990;31(12):1350.
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¿Es posible que tengamos un exceso de atención sanitaria?
Ambiente social
Ambiente social
Dotación genética
Enfermedad
Atención sanitaria
Respuesta individual – Biología de la conducta Salud y funcionamiento
Bienestar
Prosperidad
Figura 2. Un marco conceptual más amplio de los determinantes de la salud. De Evans RG, Stoddart GL. Producing health, consuming health care. Social Science & Medicine 1990;31(12):1359.
nética de un individuo y la atención sanitaria constituyen determinantes generales de la salud. Los efectos de estos determinantes, sean positivos o negativos, tienen lugar gracias a las respuestas biológicas y conductuales de los individuos. Por ejemplo, la red social de un individuo (familia, amigos y colaboradores) puede tener un efecto positivo sobre la salud a través de mecanismos biológicos que hoy sólo son comprendidos en parte por los científicos. Esta misma red social puede tener también un efecto negativo sobre la salud si contribuye a la aparición o persistencia del hábito de fumar. En este modelo se distingue entre la enfermedad, tal como el sistema de atención sanitaria la reconoce y responde a ella; y entre salud y funcionamiento, tal como son experimentados por el individuo. Frecuentemente, la salud y el funcionamiento percibidos por uno mismo pueden ser más importantes para la actividad social y el bienestar del propio individuo. El modelo también asume la existencia de un orden objetivo superior, a saber, el bienestar, a su vez influenciado por muchos factores. En este marco hay que señalar dos características importantes. En primer lugar, la atención sanitaria es tan sólo uno de los diversos determinantes de la salud. Y, en segundo lugar, la salud es únicamente uno de los numerosos determinantes del bienestar. Cuando la atención sanitaria y la salud se contemplan en este contexto más amplio, queda claro que las políticas, programas o servicios dirigidos a grupos sociales o a toda una población pueden ser tan importantes como los dirigidos a individuos, que son el objetivo habitual de los programas o de los servicios de atención sanitaria. Además, las políticas, programas o servicios en sectores distintos al de la sanidad pueden tener efectos sobre la salud y el bienestar (bien como objetivo o bien como consecuencia). 160
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Los programas de seguridad industrial y las regulaciones en política ambiental constituyen dos ejemplos de líneas de actuación pública que tienen objetivos específicos en cuanto a la salud. Estas políticas están claramente dirigidas a los trabajadores de la industria y el público en general, respectivamente. Los subsidios para vivienda y guarderías constituyen ejemplos de líneas de actuación pública elaboradas por razones distintas a la salud y que, sin embargo, pueden tener importantes consecuencias sobre la misma. Estas líneas o programas compiten con la atención sanitaria en cuanto a los recursos. Así, por ejemplo, con el aumento presupuestario de 350 millones de dólares canadienses para los hospitales de la provincia de Ontario en el año fiscal 1990-1991 se podrían haber creado 70.000 viviendas más con un alquiler proporcionado a los ingresos, o subvencionar guarderías para 547.000 niños [4]. La figura 2 se elaboró “con el fin de proporcionar categorías significativas en las cuales introducir los diversos tipos de fenómenos que están surgiendo como diferentes determinantes de la salud” [5]. La forma de encuadrar el problema es importante porque determina qué tipos de certezas se consideran relevantes y cuáles se ignoran o descartan, y también el elenco de temas digno —o que probablemente lo sea— de ser discutido. A este respecto, la progresión desde el punto de vista del sistema de calefacción de los determinantes de salud en la figura 1, hasta el punto de vista más amplio de la figura 2, con sus complejas interacciones e intercambios, plantea una cuestión de creciente importancia: ¿Es posible que tengamos un exceso de atención sanitaria? Resulta fácil tildar esta pregunta de revolucionaria. Sin embargo, este ensayo no trata de negar la significativa contribución de la atención sanitaria a la salud ni menospreciar la entrega de sus proveedores. La discusión que aquí se plantea trata más bien de proporcionar equilibrio y perspectiva —una pequeña “voz del otro lado”— sobre el afán insaciable que aparentemente tienen los sistemas sanitarios por conseguir más recursos, lo que nos recuerda que la atención sanitaria, como todas las actividades que utilizan recursos, tiene costes de oportunidad. La forma en que se ha planteado este posible problema constituye un campo minado para ulteriores cuestiones, definiciones y juicios de valor. Entre las más importantes se pueden señalar: ¿Qué es lo que se está produciendo (atención sanitaria, salud o bienestar)?; y, ¿con qué vara de medir se juzga que hay un exceso, y quién lo juzga así? La “atención sanitaria” es interpretada, de forma bastante tradicional (y puede que algunos consideren que con estrechez de miras), como el conjunto de servicios proporcionados con el objetivo principal de restablecer, mantener o mejorar la salud. Ésta se define como la ausencia de circunstancias biológicas adversas asociadas a la enfermedad o a la incapacidad. La definición de la Organización Mundial de la Salud (OMS) como un “estado de completo bienestar físico, mental y social” es tan amplia como para hacer que toda actividad humana esté en relación con la salud y que toda política sea de naturaleza sanitaria. Por consiguiente, en este artículo, en lugar de utilizar la definición de salud de la OMS, utilizaremos el término bienestar (well-being). Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:158-173
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La vara de medir con que se va a juzgar la producción en este escrito es la de la eficiencia (efficiency), incluyendo el valor o precio. Los tres criterios a utilizar corresponden a los tres niveles de eficiencia de la teoría económica: la eficiencia técnica (technical efficiency), el coste-efectividad (cost-effectiveness) y la eficiencia de la distribución (allocative efficiency). La producción es técnicamente ineficiente o con una baja relación costeefectividad si puede conseguirse el mismo output con menos inputs1, o con insumos que resulten menos caros, respectivamente. La producción es ineficiente en relación a la asignación económica si es posible conseguir un mismo nivel de servicios, o una combinación de los mismos con el mismo valor, pero utilizando menos recursos. En la figura 3 se esquematiza una posible clasificación de los distintos modos de tener demasiada atención sanitaria. La clasificación se define (horizontalmente) por lo que se está produciendo (atención sanitaria, salud o bienestar) y (verticalmente) por la eficien-
¿Qué es lo que se está produciendo?
Atención sanitaria
Salud
Individual
¿Es eficiente la producción?
Técnicamente ineficiente
Población
Individual
Población
1 2
Costeinefectiva Distribución ineficiente
Bienestar
6 3
4
5
Figura 3. Clasificación de posibilidades de dedicar demasiados recursos a la atención sanitaria. 1, una atención sanitaria que no resulta efectiva; 2, una atención sanitaria efectiva que resulta más costosa de lo necesario; 3, la salud es más costosa de lo necesario; 4, la atención sanitaria se valora menos que su coste; 5, la salud se valora menos que su coste; 6, el bienestar es más costoso de lo necesario.
1
N. de la T. La palabra inglesa output, aunque muy empleada en la literatura económica en español, se ha traducido, según el contexto, como “producto”, “bien” o “servicio”; e input como “insumo”. 162
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cia de la producción. Dado que la producción de salud o bienestar puede recibir distintos enfoques según que el acento se ponga en el individuo o en el grupo, las columnas se subdividen de acuerdo con este criterio. Aunque la clasificación pueda resultar muy útil como mecanismo conceptual, hay que tener cuidado de no hacer distinciones excesivamente finas. Según cambia la naturaleza del “producto” (atención sanitaria, salud o bienestar), puede cambiar la denominación de la celdilla, pero el problema económico fundamental (cómo distribuir los recursos escasos) no va a verse afectado. Además, muchas de estas celdillas pueden evaluarse mejor cuando se consideran en conjunto. Ello nos deja seis modos de tener demasiada atención sanitaria (es decir, de dedicarle demasiados recursos) si nuestro objetivo primario es el de la salud o el bienestar. I. Una atención sanitaria que no resulta efectiva. Si la atención sanitaria no está cumpliendo la función que se le supone (es decir, restablecer, mantener o mejorar la salud de un individuo o de una población), los recursos dedicados a ella se están malgastando [6]. En términos económicos, no se ha elaborado un “producto final” (la salud) aunque se haya originado un “producto intermedio” (la atención sanitaria). El fracaso de los programas o los servicios de atención sanitaria en la consecución de sus tareas puede aparecer de diferentes formas y por distintas razones. En realidad, algunos programas o servicios pueden poner en peligro a los pacientes, o hacer más mal que bien, y otros pueden resultar inefectivos. También puede darse el caso de que una prestación por lo demás efectiva deje de serlo porque es aplicada en circunstancias clínicas “inadecuadas” (es decir, cuando no esté médicamente justificada). En el estudio de Harvard sobre efectos adversos, donde se definen como lesiones causadas por el tratamiento médico, aparecieron efectos “yatrogénicos” en el 3,7% de las hospitalizaciones; efectos que dieron lugar a lesiones permanentes en un 2,6% de los casos y ocasionaron la muerte en el 13,6% de los afectados [7]. Iván Illich ha llevado la discusión sobre estos efectos más allá de la yatrogenia clínica al entender que los efectos perjudiciales de la atención sanitaria repercuten sobre la sociedad. Este autor describe la yatrogenia social como el efecto de expropiación de salud por la organización social de la medicina. Y ve en la medicalización de la prevención un síntoma de la yatrogenia, pues la responsabilidad que tiene un individuo en relación a su futuro es asumida por una agencia. Asimismo, Illich describió la yatrogenia cultural, a la que definió como la transformación de lo que el dolor, la decrepitud y la muerte tienen de desafío personal, en un problema técnico que requiere soluciones técnicas por parte del sistema sanitario [8]. El punto de vista de Illich, aunque no es ampliamente aceptado, subraya la necesidad de comprender de una manera más amplia los efectos potencialmente perjudiciales de la asistencia sanitaria. Al igual que sucede con la yatrogenia clínica, la provisión de una atención sanitaria inefectiva rara vez es intencional. Con frecuencia falta la información relativa a la efectividad, o bien los proveedores de la misma no pueden acceder a dicha información fácilmente (o, en los casos en que se dispone de ella, no es interpretada adecuadamente). Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:158-173
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¿Es posible que tengamos un exceso de atención sanitaria?
Un compendio sobre asistencia en el embarazo y en el parto publicado recientemente sugiere que, de las 282 formas de asistencia evaluadas, 125 precisan de ulterior evaluación y 60 han de ser abandonadas a la vista de las pruebas de que se dispone [9]. No se han emprendido revisiones sistemáticas sobre la certidumbre existente en relación a la efectividad de las prestaciones clínicas (o bien no han sido completadas en el caso de que se hayan emprendido) para otras especialidades clínicas. Sin embargo, incluso en los casos en que se dispone de la información, la forma en que ésta es presentada a los médicos puede afectar a la toma de decisiones terapéuticas. Por ejemplo, se ha demostrado que es más probable que los médicos traten a los pacientes con hipertensión cuando los beneficios se expresan como un cambio “relativo” del riesgo de muerte (20,3%), en lugar de como un cambio absoluto “equivalente” (desde el 7,8% hasta el 6,3%) [10]. También pueden tener influencia sobre las decisiones relativas al tratamiento factores distintos a la información sobre la efectividad (como el miedo a una denuncia o el método de reembolso). Por ejemplo, los investigadores han demostrado que hay una asociación positiva entre el riesgo de que se produzca una reclamación por mala práctica y la tasa de partos por cesárea [11]. También puede considerarse la efectividad de la atención sanitaria a nivel de toda una población. Los estudios que asocian los servicios de atención sanitaria y sus resultados sobre la salud arrojan pocas dudas acerca de la efectividad de los servicios de atención sanitaria en su conjunto [12]. Resulta inadecuado proporcionar asistencia sanitaria a un paciente que no satisfaga las indicaciones para las que una intervención específica ha demostrado ser eficaz. Lo que se ha podido constatar, por ejemplo, entre el 4 y el 27% de las angiografías coronarias realizadas; entre el 2 y el 16% de los bypass coronarios; entre el 13 y el 32% de las endarterectomías carotídeas, y entre el 11 y el 24% de las endoscopias digestivas [13]. De ahí que pueda afirmarse que se proporciona una cantidad no despreciable de servicios que, aunque son eficaces, van dirigidos a pacientes que no van a beneficiarse de ellos. II. Una atención sanitaria efectiva que resulta más costosa de lo necesario. La atención sanitaria resulta “costosa” cuando es posible obtener la misma cantidad de servicios consumiendo menos insumos, ya sea mediante otros recursos técnicos o menos recursos físicos (personal, servicios, instalaciones, o conocimientos y habilidades). Por la misma razón, una forma de utilización distinta, o una combinación de los recursos que ya se hayan destinado a la atención sanitaria, podría proporcionar un producto superior (es decir, más servicios) con la misma cantidad de insumos. Por ejemplo, debido a la duplicación de departamentos administrativos y de personal, los costes administrativos en EE UU equivalen a más del doble de los de Canadá [14]. Además, los hospitales pueden tener una baja tasa de ocupación y los laboratorios pueden tener prolongados períodos de escasa actividad. Las reformas de la política sanitaria que reducen los costes de la burocracia o que recortan el exceso de capacidad pueden significar un ahorro importante (o bien permitir un mayor nivel de servicios). Lo “costoso” puede definirse también en términos monetarios, teniendo en cuenta los precios de los insumos dedicados a atención sanitaria. En este caso, la salud es consi164
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derada costosa si puede obtenerse la misma cantidad de servicios con un menor gasto. En otras palabras, aunque los servicios puedan ser efectivos, no son coste-efectivos. Así, la provisión de atención sanitaria es más costosa de lo que debiera ser si los mismos servicios pueden ser proporcionados por un proveedor menos caro pero igualmente eficaz. Se ha calculado que si se aprovechara todo el potencial de las enfermeras en el sistema de salud canadiense (dada la certidumbre que hay sobre lo seguro y efectivo que es su trabajo), se produciría un ahorro del 10 al 15% en los servicios médicos en general y del 16 al 24% en los servicios ambulatorios [15]. La provisión de atención sanitaria también puede ser más costosa de lo necesario si es proporcionada en un contexto que absorba más capital del necesario. Los cálculos relativos al número de días de hospitalización innecesarios para cuidados no agudos oscilan entre el 20-48% para los adultos y el 5-21% para los niños [16]. Los cuidados asistenciales durante ese superávit de jornadas de hospitalización podrían haberse proporcionado en residencias geriátricas, ambulatorios u otras instancias que consuman menos recursos. III. La salud es más costosa de lo necesario. La atención sanitaria es únicamente un producto intermedio. La razón por la que se le dedican recursos es por su capacidad de contribuir a otro proceso de producción: un bien que es la salud. Al igual que puede proporcionarse una atención sanitaria más o menos costosa (tanto en sentido técnico como en sentido monetario), también es posible producir salud de forma más costosa de lo necesario. Una vez que se acepta que la atención sanitaria es uno de los determinantes de la salud, resulta evidente que el concepto “demasiados recursos dedicados a la atención sanitaria” también puede referirse al hecho de que es posible alcanzar un nivel específico de salud reduciendo gastos en ciertos tipos de atención sanitaria frente a otros, o bien gastando menos en asistencia sanitaria y más en otros factores contribuyentes a la salud. Consideremos, por ejemplo, que disponemos de un presupuesto fijo de un millón de dólares y los años de vida que pueden comprarse con ese dinero. Gastándolo en controlar a pacientes de bajo riesgo en unidades de asistencia coronaria podrían comprarse tres años; prescribiendo propranolol a los que tengan una tensión arterial media o alta podrían comprarse 73 años; y llevando a cabo intervenciones de bypass en varones de mediana edad con afectación de la arteria coronaria izquierda podrían ganarse 134 años [17]. Es posible realizar una práctica similar mediante medidas de salud, como la mejora del estado funcional o la de la calidad de vida. Sin embargo, es importante tener en cuenta quién recibe estos años o a quién va dirigida la mejora del estado funcional y de la calidad de vida porque este tipo de análisis no tiene en cuenta este aspecto [18]. Incluso en los casos en que la atención sanitaria tiene una buena relación costeefectividad puede considerarse que compite por recursos que podrían dedicarse a otras actividades que también contribuyen a la salud [19]. Entre los pocos ejemplos que pueden aportarse de investigaciones empíricas que comparan la asistencia sanitaria con otras estrategias encaminadas a producir salud fuera del sistema de atención sanitaria, uno llamativo es el de comparar el índice coste-eficacia de seis métodos para reducir la Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:158-173
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mortalidad infantil: la planificación familiar en adolescentes; un programa de suplementos nutritivos para mujeres, lactantes y niños; la existencia de centros de salud en la comunidad que tengan proyectos de atención materno-infantil; el aborto; los cuidados prenatales, y los cuidados intensivos neonatales. Así, se vio que iniciar precozmente los cuidados prenatales era el método que tenía un mayor índice coste-efectividad; que los cuidados neonatales eran de los que poseían un menor índice coste-efectividad; y que los programas de suplementos nutritivos entraban sistemáticamente entre los de mayor coste-efectividad [20]. La necesidad de seguir desarrollando estrategias que produzcan salud más allá del sistema formal de atención sanitaria viene dada por comparaciones internacionales sobre el desembolso total en salud y los indicadores de salud de la población. Por ejemplo, en 1991, Japón, Canadá y EE UU dedicaron el 6,8, 10,0 y 13,2%, respectivamente, de su producto interior bruto (PIB) al sector sanitario [21], con un patrón de tasas de mortalidad inverso a lo que cabría esperar a tenor de sus desembolsos: la mortalidad fue, respectivamente, de 4,6, 6,8 y 9,1 por cada 1.000 nacidos vivos en Japón, Canadá y EE UU. Si bien estos indicios distan de tener un carácter definitivo, algunos países (como Japón) parecen producir “más” salud aportando menos recursos al sistema sanitario. IV. La atención sanitaria se valora menos que su coste. Hasta ahora, las interpretaciones que se han hecho a la posibilidad de tener “demasiada” atención sanitaria se han basado únicamente en consideraciones relativas a la producción (desde la perspectiva de la oferta). Por una u otra razón, la producción de atención sanitaria, o la salud obtenida en conjunción con otros determinantes, ha sido más costosa de lo necesario. Pero tanto el coste como la oferta tan sólo constituyen un aspecto de una visión económica más global. El que algo se consiga o pueda conseguirse con una buena relación coste-efectividad, no significa que deba ser producido de manera absoluta o con un determinado nivel de producción. El enjuiciamiento sobre su conveniencia depende de una evaluación de los beneficios, así como de los costes (es decir, del “valor”) y las oportunas consideraciones relativas al consumo (por parte de la demanda). En otras palabras, los beneficios relativos a la atención sanitaria han de ser evaluados en relación a sus costes. Este proceso de evaluación resulta mucho más difícil en el caso de la atención sanitaria que en el de otros bienes o servicios. Es característico el hecho de que los precios, que normalmente relacionan el coste de los recursos utilizados en producir un bien o servicio con su valor para los consumidores, no existen en los mercados de la atención sanitaria debido a los seguros o a una amplia financiación pública. Además, los criterios utilizados para juzgar si distintas asignaciones de recursos para la atención sanitaria son “mejores” o “peores” son complejos y resultan controvertidos [22]. Pese a estas dificultades de índole práctica, no parece errado pensar que si los que la reciben o la pagan perciben que los beneficios de tales asignaciones son inferiores a sus costes [23] (dejando a un lado otras cuestiones), se está produciendo y consumiendo “demasiada” 166
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asistencia. Lo que puede significar que se dedican demasiados recursos a la sanidad en su conjunto; o bien —con mayor probabilidad— que se dedican demasiados recursos a ciertos servicios médicos, o que el mix de bienes producidos en la atención sanitaria es incorrecto. A nivel individual, las evaluaciones acerca de los beneficios con relación a los costes varían según se mire desde la óptica de los pacientes o los proveedores. Además, las valoraciones de los propios pacientes pueden cambiar de acuerdo con la forma en la que se les presente la información. Por ejemplo, la percepción que tienen los varones acerca de las molestias provocadas por la hipertrofia prostática benigna y su inclinación a someterse al riesgo de una intervención parecen diferir de las de sus médicos. Los resultados preliminares han mostrado que, entre los pacientes que utilizaron vídeos interactivos que explican las opciones de tratamiento y los riesgos asociados, un 25% de los que preferían la extirpación quirúrgica de la próstata, tras tratar el tema con su médico cambiaron de opinión y optaron por “esperar y ver” [24]. Los estudios llevados a cabo acerca de las preferencias de los pacientes sobre las terapéuticas para el cáncer de pulmón han demostrado que el atractivo de la cirugía frente a la radioterapia era claramente superior, cuando el problema se planteaba en términos de cuál era la probabilidad de sobrevivir frente a la de fallecer [25]. Los beneficios de la atención sanitaria también pueden considerarse inferiores a su coste cuando hay distintos grupos afectados. El esfuerzo que hizo el estado de Oregón de ampliar la cobertura sanitaria, en el marco de un presupuesto limitado, es un ejemplo de cómo se solicita a los ciudadanos que expresen cuáles son sus valores y, consecuentemente, asignar prioridades [26]. El resultado de este proceso fue recomendar la supresión de algunos servicios sanitarios incluidos en la cobertura que proporcionaba el seguro. V. La salud se valora menos que su coste. Tanto el beneficio primario de la atención sanitaria como la razón por la que ésta se valora descansan en su contribución a la salud. Aunque la percepción de ésta también está sujeta al “valor” que se le dé. Es posible que la salud producida por la atención sanitaria y por otros determinantes de ella —que consumen recursos— no se valore tanto como otros bienes que podrían haberse conseguido con dichos recursos. En otras palabras, sería posible mejorar el mix de las prestaciones sanitarias frente a otros servicios (como bienes de consumo, educación, seguridad y justicia), o bien el mix de los distintos servicios de salud. Las voluntades anticipadas constituyen un destacado ejemplo de la evaluación de la salud en relación a su coste. Tales voluntades especifican la asistencia médica que desea recibir (o que no desea recibir) un individuo cuando ya no es capaz de decidir por sí mismo. Una revisión sobre pacientes ambulatorios de las consultas de médicos de atención primaria demostró que la mayor parte de los pacientes deseaba tomar tales decisiones, y que rechazarían tratamientos de soporte vital si se encontraran en estado vegetativo permanente o con una demencia en el seno de una enfermedad terminal [27]. Estas situaciones son menos valoradas que los costes (no monetarios) del tratamiento de soporte vital. Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:158-173
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Podemos ver otros ejemplos habitualmente menos llamativos sobre el valor de la salud a la hora de tomar decisiones en el sector público. Así, cuando los gobiernos locales, regionales o nacionales deciden, por ejemplo, mejorar la calidad de la educación aumentando el índice de profesores por alumno en lugar de reducir la carga que llevan consigo las enfermedades contagiosas mediante un programa de inmunización universal, implícitamente —y también explícitamente— están valorando más la mejora de la educación que la de la salud. VI. El bienestar es más costoso de lo necesario. Al igual que puede decirse que la atención sanitaria no es más que un determinante de la salud, también puede afirmarse que ésta es únicamente un determinante del bienestar [28]. Por consiguiente, en principio es posible producir bienestar con más o menos coste, dependiendo del nivel de salud y de otros insumos utilizados, y los costes asociados a cada cosa. Puede considerarse que se dedican demasiados recursos a la atención sanitaria si el nivel de salud resultante es excesivamente elevado; en otras palabras, si un menor nivel de salud o un mayor nivel de otros factores contribuyentes pudieran aumentar el bienestar. Este último es el objetivo hacia el que finalmente contribuyen tanto la salud como aquellos factores que compiten con ella por los recursos. Y frente a este bienestar se juzga el valor de aquello que contribuye a su consecución. En realidad, esta máxima jerarquía es la “meta final” porque probablemente: ¡no es posible disponer de un bienestar excesivo! Además, hay que tener en cuenta que en los debates sobre política sanitaria que han tenido lugar en las últimas décadas en los países industrializados, la “meta final” ha sido la atención sanitaria; de ahí que el debate se haya centrado en los medios y el coste de su producción. El amplio espectro de determinantes de la salud presentado en la figura 2 permite estudiar en este escrito una cuestión muy distinta. Se definió que la meta final era la salud (como insumo para lograr el bienestar) o el propio bienestar; de ahí que nuestras pesquisas vayan orientadas a los medios y al coste de su producción. Evidentemente, la cuestión de si es “posible” que dediquemos demasiados recursos a la atención sanitaria es completamente distinta de la de si “realmente” se los dedicamos. La clasificación y los ejemplos utilizados en este ensayo han demostrado que es posible llegar a tener un exceso de atención sanitaria. Pero si “realmente” le dedicamos o no demasiados recursos de hecho depende de la valoración social acerca de qué es el bienestar, de la equidad de las redistribuciones de recursos que comportaría un menor nivel de atención sanitaria, y del peso de las pruebas relevantes que existen con relación a cualquier celdilla concreta representada en la figura 3. Ciertas medidas de la “salud” como la esperanza de vida son bien conocidas y podemos utilizarlas rutinariamente. La medida del bienestar depende del enjuiciamiento social acerca de cuáles son sus componentes. Así, con frecuencia, los economistas consideran el PIB per cápita de un país como medida de “satisfacción”, un concepto análogo al de bienestar. Pero un índice de producción es una medida muy pobre, ya que existen otras características claramente prominentes en relación al bienestar social: la esperanza de vida 168
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[29], la alfabetización, la igualdad en cuanto a los ingresos y la seguridad personal, por nombrar solo algunos. La relativa contribución de estos determinantes del bienestar puede variar a lo largo del tiempo y entre los grupos sociales. Sin embargo, es necesario emitir un juicio social acerca de qué es lo que constituye el bienestar si éste es uno de los objetivos frente a los que se pondera el desembolso en atención sanitaria. La justicia —denominada con frecuencia “equidad” por los analistas políticos— de las distribuciones de recursos alternativos también precisa de la valoración social. La clasificación de la figura 3 enmascara estas cuestiones complejas respecto a la equidad de la distribución de los beneficios y de los costes vinculados a la atención sanitaria, y a otras iniciativas. No es fácil referirse a una población en su conjunto, ni en la teoría ni en la práctica, porque los individuos no tienen los mismos recursos, necesidades o preferencias. Las políticas que pueden “mejorar” el rendimiento, en el sentido de eliminar las ineficiencias en algunas de las celdillas de la figura 3 o en todas ellas, no son inequívocamente “mejores”, pues tal juicio está en manos de la sociedad. Incluso disponiendo de juicios sociales acerca de los elementos constituyentes del bienestar y la equidad de las distribuciones de la atención sanitaria, las respuestas a la cuestión de si “realmente” dedicamos demasiados recursos a la atención sanitaria se ven limitadas por la falta de información con relación a la producción de salud y de bienestar. La disponibilidad de pruebas necesarias para documentar este debate y el peso de las mismas varía ampliamente entre las celdillas de la figura 3. Una bibliografía empírica razonablemente amplia, indica que realmente dedicamos demasiados recursos a ciertos aspectos de la atención sanitaria (como en el caso de una asistencia sanitaria inefectiva o de una que, aunque sea efectiva, resulte más costosa de lo necesario). Pero existen pocos estudios empíricos sobre los complejos intercambios entre distintas combinaciones de insumos que comportan menos cantidad de atención sanitaria y más de “otros factores” que también contribuyen a la salud; o menos cantidad de salud y más de “otros factores” contribuyentes al bienestar. El coste de oportunidad asociado al gasto en atención sanitaria equivale al valor de las “otras cosas” que podrían haberse adquirido con los recursos disponibles. Las oportunidades perdidas debido al gasto en atención sanitaria incluyen iniciativas en otros sectores que (ya sea como objetivo o como consecuencia) pueden tener efectos sobre la salud y el bienestar. Tal vez la oportunidad perdida que resulta más chocante es la de haber dedicado más recursos a actividades que favorezcan el crecimiento económico, el cual, a su vez, aumentaría la capacidad de la economía para mantener los gastos sanitarios en el futuro y aumentaría la salud y el bienestar (actuando directa o indirectamente sobre ambos al mejorar la salud). La cuestión sobre cómo los gastos en atención sanitaria afectan al crecimiento económico tiene más preguntas que respuestas. Puede aducirse que el gasto en atención sanitaria representa una “inversión” en salud que aumenta la capacidad de los individuos para producir bienes y servicios. No obstante, la concentración cada vez mayor de atención sanitaria en personas que ya no son trabajadores, como los enfermos crónicos o las personas de edad muy avanzada, hace Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:158-173
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que éste sea un argumento débil [30]. A veces se afirma que otro efecto positivo del gasto en asistencia sanitaria es que crea empleo. Pero muchos afirmarían que si los empleos que se crean son los que tradicionalmente van asociados al sector de la atención sanitaria —como los proveedores de la misma y su personal de apoyo—, tal gasto representa más bien una redistribución que un crecimiento. Sin embargo, también puede afirmarse que “otras iniciativas”, tales como el ahorro y la inversión, que pueden haberse visto reducidas debido al gasto en atención sanitaria, podrían haber desembocado en el sistema de I+D o en otras acciones que contribuyeran al crecimiento económico. Además, el sector de la atención sanitaria emplea a muchos individuos con talento que podrían haber hecho importantes contribuciones a estas actividades. Desde este punto de vista, el gasto en atención sanitaria tiene un elevado coste de oportunidad porque amenaza el mecanismo de crecimiento que en el futuro proporcionará la capacidad de sostener la infraestructura social (incluyendo el sistema de asistencia sanitaria) esencial para la salud y el bienestar. Incluso el World Competitiveness Report2, elaborado por el World Economic Forum, ha ido cambiando de opinión en respuesta a la cuestión de si los gastos en salud tienen un efecto neto positivo o negativo sobre la competitividad (y, por consiguiente, sobre el crecimiento económico). Ésta es una publicación muy citada que trata de determinar anualmente hasta qué punto “el entorno nacional beneficioso o perjudicial para la competitividad doméstica y global de las empresas que operan en un determinado país”. En 1991, Canadá fue el país mejor puntuado en cuanto a la atención sanitaria por su calidad y disponibilidad para los trabajadores por cuenta ajena y sus familias. El punto de vista adoptado por el informe fue que “un gran gasto conduce a la competitividad mientras mantenga sanos y productivos al conjunto de trabajadores” [31]. Sin embargo, en 1992, Canadá ocupó el decimoctavo puesto en cuanto a los siguientes criterios relacionados con la salud: desembolso en salud por parte del gobierno central, población por médico y población por enfermera [32]. No se dio ninguna explicación para esta repentina reevaluación, pero sí puede afirmarse que el punto de vista del Forum relativo al gasto en asistencia sanitaria había cambiado. La relación entre el gasto en asistencia sanitaria y el crecimiento económico tan solo constituye un ejemplo de intercambio que conlleva una menor cantidad de atención sanitaria y una mayor cantidad de “otros factores” contribuyentes a la salud o el bienestar. Para evaluar las estrategias productoras de salud más allá del sistema formal de atención sanitaria hay que desarrollar y aplicar métodos de evaluación económica intersectorial. Ello permitiría comparar los costes de las estrategias alternativas 2
N. del T. Informe anual que evalúa la eficiencia de los gobiernos en función de varios indicadores económicos y financieros nacionales, y elabora un ranking de los mismos. En el último informe disponible (2008-2009), España ocupaba el puesto número 29 en competitividad mundial, precedida, además de los consabidos, por países como Malasia, Corea, Chile o Arabia Saudita (véase: www.weforum.org). 170
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(como el de volver a formar a los parados para que consigan un empleo frente al coste del tratamiento farmacológico para la depresión) con una medida común de los efectos (como las mejoras conseguidas en cuanto a la calidad y la esperanza de vida en relación con la salud). Estos intercambios o equilibrios raramente explicitan si la asistencia sanitaria constituye el objetivo principal y si la política sanitaria sigue siendo fundamentalmente una política de atención sanitaria. Por ejemplo, se presta poco interés a la posibilidad de redirigir los recursos desde el sector de la atención sanitaria al de las guarderías subvencionadas o a inversiones destinadas a lograr crecimiento económico; sin embargo, estos cambios pueden tener un efecto más profundo sobre la salud y el bienestar de los individuos de lo que es posible conseguir gracias al sistema de atención sanitaria. La sabiduría popular yerra cuando enjuicia la importancia de los sistemas de salud con estrechez de miras. De modo que podemos afirmar que es posible llegar a tener algo bueno en exceso.
Agradecimientos Queremos agradecer a Jeremiah Hurley, Jonathan Lomas, el Polinomics Group de la Universidad y a los participantes en el Honda Foundation Discoveries Symposium sus estimulantes comentarios a una versión anterior de este artículo, y asumimos la responsabilidad por los errores u omisiones que pudieran persistir en la versión publicada.
Bibliografía y notas 1. No existe en ninguna parte del mundo industrializado un sistema de atención sanitaria exclusivamente privado, aunque sí hay modelos con financiación pública y —en gran parte— privada (como el sistema canadiense). El porcentaje de financiación pública presenta considerables variaciones: desde el 36% y el 42% de Turquía y Estados Unidos, respectivamente, hasta el 90% o más de Suecia, Luxemburgo y Noruega en 1990. Canadá y Japón, con el 73% y 72%, respectivamente, se encuentran en la parte media de las mediciones realizadas por la OCDE. Véase: Schieber GJ, Poullier JP, Greenwald LM. U.S. Health Expenditure Performance: An International Comparison and Data Update. Health Care Financ Rev. 1992 Summer;13(4):1. 2. Evans RG. Health Care Reform: ‘The Issue from Hell’. Policy Options. 1993, Jul-Aug:38. 3. Evans RG, Stoddart GL. Producing Health, Consuming Health Care. Soc Sci Med. 1990;31(12):1347-1363. 4. Labonte R. Health Care Spending as a Risk to Health. Can J Public Health. 1992;81:251-252. 5. Evans RG, Stoddart GL. Producing Health, Consuming Health Care. Soc Sci Med. 1990;31(12):1349. 6. Véase una tipificación del despilfarro que incorpora algunos elementos de la clasificación desarrollada en este artículo en: Blustein J, Marmor TR. Cutting Waste by Making Rules: Promises, Pitfalls, and Realistic Prospects. Univ PA Law Review. 1992 May; 140(5):1543-1572. Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:158-173
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7. Brennan et al. Incidence of Adverse Events and Negligence in Hospitalized Patients. N Engl J Med. 1991;324:370-376. 8. Illich I. Limits to Medicine. London: Penguin Books. 1976. 9. Chalmers I, Enkin MW, Keirse MJNC (eds.). 1st ed. Effective Care in Pregnancy and Childbirth. Oxford: Oxford University Press. 1989. 10. Forrow L, Taylor WC, Arnold RM. Absolutely Relative: How Research Results Are Summarized Can Affect Treatment Decisions. Am J Med. 1992; 92:121-124. 11. Localio AR et al. Relationship Between Malpractice Claims and Cesarean Delivery. JAMA. 1993;269:366-373. 12. Véanse como ejemplos de estudios sobre la efectividad de la atención sanitaria a la población: McKinlay JB, McKinlay SM, Beaglehole R. A Review of the Evidence Concerning the Impact of Medical Measures on Recent Mortality and Morbidity in the United States. Int J Health Serv. 1989;19(2):181-208; y Neutze JM, White HD. What Contribution Has Cardiac Surgery Made to the Decline in Mortality from Coronary Heart Disease? Br Med J (Clin Res Ed). 1987;294:405409. 13. Véase un resumen de la literatura respecto a este tema en: Lavis JN, Anderson GN. Inappropriate Hospital Use in Canada: Definition, Measurement, Determinants and Policy Implications. Ottawa: University of Ottawa; 1993. 14. Woolhandler S, Himmelstein DU, Lewontin JP. Administrative Costs in U.S. Hospitals. N Engl J Med. 1993;329:400-403. 15. Denton FT, Gafni A, Spencer BG, Stoddard GL. Potential Savings from the Adoption of Nurse Practitioner Technology in the Canadian Health Care System. Socioecon Plann Sci. 1983;17(4):199-209. 16. Lavis JN, Anderson GN. o.c. 17. Russell LB. Opportunity Costs in Modern Medicine. Health Aff (Millwood). 1992 Summer;11(2):164. 18. Véase una discusión sobre algunas de las dificultades asociadas al empleo de “tablas de clasificación” del coste-efectividad de intervenciones alternativas en: Drummond M. Torrance G, Mason J. Cost-Effectiveness League Tables: More Harm Than Good? Soc Sci Med. 1993 Jul;37(1):33-40. 19. Obviamente, si –como se ha visto anteriormente- la atención sanitaria no es efectiva, tampoco puede ser coste-efectiva, y el coste-efectividad en la producción de la atención sanitaria no es más que un paso en el camino de la producción coste-efectiva de salud. 20. Joyce T, Corman H, Grossman M. A Cost-Effectiveness Analysis of Strategies to Reduce Infant Mortality. Med Care. 1988 Apr;26(4):348-360. 21. Schieber GJ, Poullier JP, Greenwald LM. Health Spending, Delivery, and Outcomes in OECD Countries. Health Aff (Millwood). 1993 Summer;12(2):120-129. 22. Véanse: Anthony J. Culyer, The Normative Economics of Health Care Finance and Provision. Oxford Rev Econ Policy 5(1):34-58 y Reinhardt UE. Reflections on the Meaning of Efficiency: Can Efficiency Be Separated from Equity. Yale Law Policy Rev. 1992;10(2):302-315. 23. Podría tenerse esta percepción si los receptores/pagadores hubieran recibido una información completa. Otra forma de contemplar esta “eficiencia en la asignación de los recursos” sería imaginar lo que individuos o sociedades completamente informados pudieran desear “gastar” en atención sanitaria y compararlo con el modelo actual. 24. Wennberg JE. Better Policy to Promote the Evaluative Clinical Sciences. Qual Assur Health Care. 1990;2(1):21-9. Brooke J. Educational Videodiscs Give Patients Information to Make the Right Choice. Medical Post, 16 Mar 1993. Si bien distintos estudios indican que pacientes que han re172
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cibido una información completa escogerían recibir menos atención sanitaria, no queda claro si el hecho dar mayor relevancia al papel de los pacientes en la toma de decisiones tendría como resultado una menor atención sanitaria en todos los casos. Véase, por ejemplo, el artículo de: Levine MN, Gafni A, Markham B, MacFarlane D. A Bedside Decision Instrument to Elicit a Patient’s Preference Concerning Adjuvant Chemotherapy for Breast Cancer. Ann Intern Med. 1992;117:53-58. McNeil BJ, Pauker SG, Sox HC Jr, Tversky A. On the Elicitation of Preferences for Alternative Therapies. N Engl J Med. 1982 May 27;306(21):1259-62. Se ha demostrado que la participación de los pacientes en la toma de decisiones relativas a su atención sanitaria, además de asegurar que los beneficios de ésta son percibidos por los que la reciben como superiores a los costes, mejora su pronóstico. Greenfield S, Kaplan S, Ware JE Jr. Expanding Patient Involvement in Care: Effects on Patient Outcomes. Ann Intern Med. 1985;102:520-528. Para una descripción del proceso utilizado, véase: Fox DM, Leichter HM. Rationing Care in Oregon: The New Accountability. Health Aff (Millwood). 1991 Summer;10(2):21. Emanuel LL, Barry MJ, Stoeckle JD, Ettelson LM, Emanuel EJ. Advance Directives for Medical Care-A Case for Greater Use. N Engl J Med. 1991;324:889-895. Jonathan Lomas, en sus aportaciones como ponente en el Honda Foundation Discoveries Symposium, observó que la atención sanitaria puede constituir un determinante del bienestar sin que afecte a la salud. “A nivel individual… el efecto placebo se basa en producir una percepción de beneficio en ausencia de una mejora demostrable de la salud…”. A nivel de un grupo social más amplio, como es una comunidad, “los intentos de cerrar un hospital [comunitario] al considerarlo “innecesario” para mantener la salud tropiezan con una fuerte resistencia por parte de la propia comunidad, que lo considera importante y necesario para la cohesión social, la identidad local y, curiosamente, para su capacidad de crecimiento económico al tener la capacidad de atraer nuevas empresas. Es probable que estos últimos factores constituyan importantes aportaciones al bienestar. Sen A. The Economics of Life and Death. Sci Am. 1993 May;268(5):40-47. Evans RG, Stoddart GL. o.c, 1359. No obstante, ello no significa que no haya que proporcionar atención sanitaria a estos grupos. Lo que en realidad sucede, tal como destacan los autores, es que “hay que buscar sus beneficios en la mejoría resultante de la salud, y no en algún tipo de mejora adicional de la productividad”. World Economic Forum 1991, World Competitiveness Report 1991. Genève: World Economic Forum; 1991. pp. 8, 39 y 206. World Economic Forum 1992, World Competitiveness Report 1992. Genève: World Economic Forum 1992. pp. 45, 652-654.
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Sobre la bilis negra o mal de Saturno On the black bile or Saturn’s spell I Rafael Núñez Florencio Aunque vivieras tres mil años y otras tantas veces diez mil, no obstante recuerda que nadie pierde otra vida que la que vive, ni vive otra que la que pierde Marco Aurelio. Meditaciones1
Resumen Se propone en este texto una reflexión sobre las múltiples formas que ha adoptado en nuestra civilización el llamado “mal de Saturno” a partir de una pregunta desconcertante: ¿puede haber una epidemia de melancolía? Según la famosa teoría de los humores, el predominio de la bilis negra hace a los hombres depresivos pero, al mismo tiempo, en clásica formulación aristotélica, el genio nace de esa condición. Esta dualidad se mantiene a lo largo de los siglos: por un lado, la melancolía se considera resultado de la lucidez y de una concepción trágica de la existencia, pero por otra se emparenta con actitudes más superficiales, como el spleen. Dejando al margen los aspectos clínicos de la cuestión, se trata de establecer una sencilla aproximación a la historia cultural de la melancolía.
Palabras clave Melancolía. Bilis negra. Mal de Saturno. Tristeza. Pesadumbre. Taciturno. Tedio. Decadencia. Muerte.
Abstract This article offers a reflection on the diverse shapes that our civilization gives to Saturn’s Spell. Therefore, a disconcerting question is going to be suggested: could there be an epidemic of melancholy? According to the well-known Humors theory, the predominance of black bile makes people depressive. Notwithstanding this, from what Aristotelian philosophy says, genius emerges from melancholy. This duality has continued throughout centuries: on the one hand, melancholy is considered the result of lucidity and tragic conception of existence. On the other it is El autor es doctor en Historia y profesor de Filosofía. 1 Marco Aurelio. Op. cit.; p. 64. 174
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bound to more superficial attitudes, such as spleen. Leaving medical aspects aside, this article intends to set a simple approach to melancholy cultural history.
Key words Melancholy. Black Bile. Saturn’s Spell. Sadness. Sorrow. Taciturn. Tedium. Decadence. Death. I ¿Puede haber una epidemia de melancolía? ¿Es contagioso el llamado “mal de Saturno”? ¿A qué causas obedece su propagación? No, no estamos hablando en broma, aunque también es cierto —y obvio— que no estamos en coordenadas estrictamente biológicas sino simbólicas, como cuando se habla de ordenadores infectados y de los virus de la informática. “Una epidemia de melancolía” es el epígrafe del capítulo séptimo de una interesante obra de Barbara Ehrenreich, paradójicamente dedicada a establecer una historia cultural del sentimiento opuesto. Permítanme que cite sus primeras líneas: “Empezando con Inglaterra en el siglo XVII, el mundo europeo se vio afectado por lo que parece, en términos actuales, una epidemia de depresión. La enfermedad atacó a jóvenes y ancianos, sumiéndolos en meses o años de mórbida apatía e incesantes terrores”2. Para los ingleses, sigue diciendo la autora, la enfermedad era el “mal inglés” que aparece en el Tratado de melancolía de Timothie Bright (fines del siglo XVI) y que en el siglo siguiente —concretamente en 1621— sería exhaustivamente analizado por Robert Burton en su archiclásica Anatomía de la melancolía. (No me resisto a señalar de paso que resulta curiosa la relación entre este sentimiento y el carácter nacional, pues según Andrew Salomon la melancolía es un mal originariamente italiano, pero el italiano Giovanni Botero decía en 1603 que era una enfermedad específicamente española. Más tarde, en el siglo XVIII, quizás por la influencia de la obra de Durero, se afirmaba que la melancolía era un mal del alma alemana.) ¿Queremos decir —o, más exactamente quiere decir la autora— que la melancolía está sujeta a las apreciaciones subjetivas, a las formas culturales, a las modas, por expresarlo con un término rotundo? Sí y no. Desde el punto de vista clínico o individual, la melancolía ha existido desde siempre, porque siempre han existido personas depresivas o propensas a ello. Pero no es menos cierto que, aunque no haya un incremento real de la enfermedad en términos absolutos, sí puede hablarse en términos relativos de tendencias, actitudes o poses que ganan adeptos en determinados momentos históricos. Nos referimos además a adeptos que tienen una cierta influencia sobre el conjunto social. Para entendernos, piénsese en la relación, comúnmente admitida, entre el romanticismo decimonónico y la prevalencia del suicidio. Pues del mismo modo puede hablarse, por paradójico que resulte, de los placeres de la melancolía. De hecho, exactamente así, se titula una famosa obra de Thomas Warton, de 1747, muy se2
Ehrenreich B. Op. cit.; p. 131.
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La melancolía (o Melancolía I ), realizado en 1514, es uno de los grabados más conocidos del pintor alemán Alberto Durero (Albrecht Dürer, 1471-1528). Representa la esfera intelectual dominada por el planeta Saturno, que según la astrología tradicional está ligado a la melancolía. Y de acuerdo con esta concepción (mucho se ha escrito al respecto), se pueden explicar los elementos que aparecen en el grabado. Por ejemplo, el reloj de arena y la escala son dos símbolos de Saturno, y sirven para medir y pesar la vida; o la figura alada que está coronada con verbena, planta usada para disipar o prevenir las enfermedades, en especial la locura.
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mejante en su espíritu a la también muy conocida “Oda a la melancolía” de Elizabeth Carter (1739). Entre nosotros, para no poner más ejemplos extranjeros, la melancolía estuvo de moda en distintos momentos históricos, desde el Barroco hasta nuestros días. Es casi un lugar común calificar de melancólico el espíritu o fondo de la propia obra cumbre de Cervantes: lejos de la superficie risible, el Caballero de la Triste Figura vendría a ser para muchos analistas el prototipo del hombre apesadumbrado —el héroe vencido— de la modernidad3. Más claramente aún, por lo que se refiere a movimientos culturales, el modernismo de comienzos del siglo XX, tanto en su vertiente poética —los Machado, Juan Ramón o Villaespesa— como en otras formas literarias —las Sonatas de Valle-Inclán, por ejemplo— se solazaron en todos los elementos materiales y psicológicos relacionados con una concepción triste del mundo: ruinas, jardines abanCubierta de Anatomy of Melancholy de Robert donados, lluvia mansa, crepúsculo, naBurton. turaleza otoñal, soledad, aflicción, desamparo, apatía, amor no correspondido... Si se fijan, no son actitudes cercanas a la desesperación, sino todo lo contrario: dentro de la tristeza, pudiera decirse que son más bien sentimientos dulces, tibios, casi agradables... Volvemos, pues, al arriba aludido placer de la melancolía. Esa melancolía, en efecto, no hace sufrir realmente, no es auténtica pesadumbre, no nos sumerge en la depresión inconsolable, sino más bien todo lo contrario, es un estado de cierta delectación, une rêverie agréable. Por decirlo con una certera acuñación de Víctor Hugo, recogida por Marina y López Penas en su Diccionario de los sentimientos, “es la dicha de ser desdichado”4. Estos autores hacen hincapié además en que lo característico del estado melancólico es el desconocimiento por parte del sujeto de la causa que lo provoca, y citan en este sentido unos versos de No hay cosa como callar, de Calderón: 3 4
García Gibert J. Op. cit. Marina JA y López Penas M. Op. cit.; p. 276.
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Toda melancolía nace sin ocasión, y así es la mía que aquesta distinción naturaleza dio a la melancolía y la tristeza5. Inmediatamente después insisten en que la mayoría de los tratadistas están de acuerdo en trazar esa línea de separación entre melancolía y tristeza. Desde mi punto de vista, la distinción es básicamente correcta, pero no despeja, ni mucho menos, las ambigüedades o imprecisiones del primer término, que es el que nos interesa. Fíjense, por ejemplo, en la sutil apreciación que introduce Carlos Gurméndez al abordar el mismo asunto: “cuando la tristeza no se manifiesta en sollozos y se interioriza es melancolía, es decir, su meditación reflexiva. El verdadero melancólico se concentra y preocupa por saber el origen de su tristeza”6. En este aspecto estoy completamente de acuerdo con László Földényi, cuando establece de forma tajante que el primer problema que nos encontramos es la propia dificultad de precisar qué queremos decir con el concepto de melancolía: “sorprende de entrada la “imprecisión” del término, que las épocas posteriores tampoco lograron paliar. No existe una definición inequívoca y exacta. La historia de la melancolía es también la historia interminable del intento de precisar el concepto. De ahí, pues, la duda: al hablar de la melancolía tal vez no la estemos estudiando, sino tratando de encontrar nuestra propia posición con la ayuda de los conceptos acuñados sobre ella”7. La vaguedad y polisemia del término, que es sin duda un escollo para la reflexión filosófica o psicológica, puede convertirse empero en un interesante punto de partida para la historia cultural. A lo largo de las épocas, sobre un fondo común de tristeza, pesimismo o desencanto, se han ido construyendo y perfilando una serie de manifestaciones artísticas y literarias que trataban de expresar la maldad del ser humano, la aspereza del mundo, el destino trágico del hombre o su desorientación vital. En las páginas que siguen, dentro de los estrechos límites de una reflexión de estas características, vamos a dar una especie de paseo por esas expresiones.
Genio y melancolía Nuestra historia cultural siempre nos remite al mismo sitio, el mundo griego, el ámbito en el que nace la investigación, la especulación racional y el conocimiento sobre el hombre y el Universo tal y como lo hemos entendido en Occidente a lo largo de veinticinco siglos. De los antiguos griegos viene la teoría de los humores corporales que fue 5
Marina JA y López Penas M. Op. cit.; p. 274. Gurméndez C. Op. cit.; p. 33. 7 Földényi L. Op. cit.; p. 12. 6
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sistematizada por Galeno a partir de planteamientos anteriores de los pitagóricos, Empédocles de Agrigento y otros autores8. Según dicha teoría, la salud consiste en el equilibrio de los elementos que integran el compuesto humano, entre ellos los fluidos o humores. Con la fascinación numérica tan característica de nuestra cultura, se establecía una equivalencia entre dichos humores —cuatro: bilis negra, bilis amarilla, sangre y flema— y otras entidades marcadas por el mismo cardinal, desde las estaciones del año a las edades del hombre, pasando naturalmente por los consabidos cuatro elementos constituyentes del mundo. La cosmovisión de Galeno se prolongó durante muchos siglos, poco menos que como un dogma incuestionable9. El predominio de uno de tales humores en cada ser humano daría como resultado su temperamento característico: sanguíneo, colérico, flemático o melancólico. Este último, que es el que nos interesa, se asociaba a la tierra (uno de los cuatro elementos constituyentes del mundo), al otoño (una de las cuatro estaciones) y a la madurez (una de las edades del hombre). Si la salud era el equilibrio, la enfermedad era el desarreglo o predominio de un determinado componente en detrimento de los demás. Según ese planteamiento, el melancólico en situación prolongada, permanente o morbosa padecería de una alteración de la bilis (kholé) negra (melas), de donde procede el término melancolía. El mencionado desarreglo humoral estaría provocado por un mal funcionamiento del bazo, ya que en la cultura antigua se consideraba que ese órgano ejercía una labor de limpieza o purificación de elementos nocivos. En cierta manera, esta enfermedad venía a ser una especie de envenenamiento de la sangre o los fluidos corporales. En este caso dicha afección se manifestaba en una disposición anímica y fisiológica de desgana, cansancio y lasitud. Estaríamos por tanto, claramente, ante una perturbación con efectos palpablemente desagradables para quien la sufre: de ahí que se la asocie al hastío, a la postración, a la pesadumbre y hasta al carácter agrio (acidia). Junto a esa evaluación negativa de la melancolía —como trastorno corporal— surge pronto una estimación opuesta, que suele atribuirse a Aristóteles y que aparece originalmente expresada en forma de pregunta: “¿por qué razón todos los hombres excepcionales en el terreno de la filosofía, la ciencia del Estado, la poesía o las artes son manifiestamente melancólicos?” Como han puesto de relieve destacados especialistas, la formulación parece que no procede exactamente del estagirita, sino de su discípulo Teofrasto10. Para lo que aquí nos importa, es una cuestión menor porque en cualquier caso, como dice Jackie Pigeaud en el estudio previo de la obra, “nos hallamos inmersos en un universo de pensamiento aristotélico” y el texto en cuestión respondería plenamente “a preocupaciones auténticamente peripatéticas”11. 8
Klibansky R et al. Op. cit.; pp. 29-39. Velázquez A. Op. cit.; pp. 79-88. 10 Klibansky R. Op. cit.; p. 99. 11 Aristóteles. Op. cit.; pp. 55 y 58. 9
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La asociación entre el genio y la melancolía es casi desde entonces uno de los grandes lugares comunes de nuestra cultura. No pretendo impugnar tal vínculo, sino simplemente llamar la atención sobre el hecho de que, como toda afirmación de carácter universal, tiene mucho de simplificación abusiva. Además, no se olvide que si la vinculación puede funcionar en un sentido —demos por bueno que la mayoría de los genios son melancólicos—, lo que está claro es que no resulta cierta en sentido contrario: el melancólico, por el simple hecho de serlo, no se convierte en genio. Por otra parte, la agrupación de ambos elementos, melancolía y genialidad, es claramente tributaria de un concepto romántico de esta última que no tiene por qué ser tachado de falso, pero que sí es manifiestamente restrictivo. Para entendernos, estaríamos hablando del pintor o escritor —por utilizar los estereotipos más comunes— que tiene línea directa con las musas, que crea en situación casi de sonambulismo, como iluminado, en estado de trance. Hoy sabemos y admitimos que un filósofo que use fríamente la razón, o un científico que trabaje ocho horas diarias en un laboratorio pueden ser tan geniales y creativos como aquellos otros que buscan febrilmente la inspiración. Pero volvamos al genio individualista, romántico, excéntrico, que es el tipo que sigue operando en las pautas culturales y en las inevitables simplificaciones de nuestra civilización. Es el que ha nacido “bajo el signo de Saturno”. Hay una obra clásica de Rudolf y Margot Wittkower que se llama así, y que lleva como subtítulo explicativo: “Genio y temperamento de los artistas desde la Antigüedad hasta la Revolución Francesa”. En las páginas iniciales se explica así el título del libro: “Mercurio es el arquetipo de los hombres de acción, alegres y enérgicos. Según la tradición antigua, los artesanos, entre otros, nacen bajo su signo. Saturno es el planeta de los melancólicos, y los filósofos renacentistas descubrieron que los artistas emancipados de su tiempo mostraban las características del temperamento saturnino: eran contemplativos, meditabundos, recelosos, solitarios, creativos. En aquel crítico momento histórico nació la nueva imagen del artista alienado”12. Lo que puede ser una simplificación discutible, pero sobre una base firme y con una sólida documentación bien utilizada —caso del libro citado—, se convierte en otras ocasiones en una ingenua relación de causa-efecto entre trastornos mentales y creatividad, como en el volumen de Kay Redfield Jamison: Marcados con fuego. La enfermedad maníaco-depresiva y el temperamento artístico. La concepción del artista como una especie de sagrado enfermo mental, tan cara al pensamiento primitivo, resurge así con fuerza.
Tácito, taciturno Me interesa destacar un rasgo de lo que acabo de exponer y tirar de ese hilo para arribar a otra dimensión del asunto. Veamos: el genio despierta admiración y quizás hasta 12
Wittkower M y Wittkower R. Op. cit.; p. 12.
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envidia en los demás pero, a tenor de lo dicho, es indudable que estar bajo la égida de Saturno parece más maldición que amparo. Saturno —el Cronos griego— es el dios que devora a sus hijos. Los melancólicos no necesitan enemigos externos: se bastan y sobran consigo mismos, pues, por lo general, son personas de una alta exigencia; al final, esa imperiosa conciencia moral termina siendo un demonio interior, fuente de una ansiedad que, por nunca satisfecha, se hace crónica, hasta llegar a un perpetuo sinsabor. Los saturninos saben por ello que no hay esperanza. La melancolía en este contexto puede ser simplemente el resultado de la lucidez. El pesimismo no sería tanto una opción como un destino: la constatación de los límites de la condición humana13. Cuando ninguna ilusión es posible, cuando no nos creemos las mentiras piadosas, cuando nos sabemos condenados al fracaso por el mero hecho de ser hombres y de estar arrojados a una vida sin sentido, ¿qué nos puede quedar?; ¿cuál es nuestro refugio? Sólo el recogimiento en uno mismo —el ensimismamiento— y el silencio. Volviendo a la Antigüedad, no olvidemos que silencio en latín se dice taciturnitas: se supone que el mutismo —tan propio del melancólico— es expresión de tristeza o desconsuelo. De ahí —por seguir con la lengua latina— a hundirse en un insondable taedium vitae hay un ligero y casi inevitable paso. En nuestro idioma también puede seguirse un parecido hilo conductor. En castellano antiguo existía la palabra tazer, proveniente de tacere, que ha dado la forma actual de tácito (callado), de la que deriva taciturno. Para no cargar las tintas en la pesadumbre, podríamos también desde esta perspectiva retomar la vinculación entre el temperamento taciturno y la excelencia: la melancolía, encuadrada en la edad madura, es un estado de ánimo que suele expresarse mediante el recogimiento y la meditación y, por ello, de modo natural, se asocia a las personas sobresalientes (artistas, escritores, filósofos), por cuanto aquellas cualidades son consideradas indispensables para la reflexión intelectual y la capacidad de innovación. Se produce aquí un equívoco semejante al que detectábamos en la relación entre genio y melancolía. Del mismo modo que decíamos que, como mucho, puede aceptarse que el primero tiende a la segunda, pero que la relación no funciona en sentido inverso, ahora tendríamos que precisar que esos sujetos egregios pueden distinguirse a menudo por su mutismo, pero eso no autoriza bajo ningún concepto a considerar el silencio per se síntoma de inteligencia o lucidez. Sin embargo, como cualquiera puede comprobar a su alrededor, el silencio goza de un prestigio desmesurado, porque se le asocia casi siempre —no hace falta subrayar que abusivamente— con el talento, la profundidad o una rica vida interior. Es curioso constatar en este sentido que tendemos a ver la vida y juzgar a las personas con una implícita carga dramática: el melancólico goza de más consideración que otros temperamentos, del mismo modo que el silencioso es intelectualmente más apreciado que el locuaz o, ya en un terreno más amplio, el pesimismo —que pasa por ser casi sinónimo de clarividencia y penetración— tiene más
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Diego R y Vázquez L eds. Op. cit.; pp. 15-30.
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entidad y peso específico que el optimismo, que suele ser tildado de ingenuidad o inocencia en sentido peyorativo. Merece la pena reflexionar un momento sobre el porqué de esas tendencias. La idea de que el mundo es malo es vieja como la Humanidad, en el sentido de que surge casi espontáneamente desde el momento en que el hombre hace uso de su facultad distintiva, la razón. Muchos encuentran explicación, consuelo y sentido en la religión, con el convencimiento de que existirá otra oportunidad, en forma de existencia posterior. Pero para otros la vida aparece como el fruto perverso de un dios malévolo o simplemente como algo irracional, insensato. Por ello, si el ser está abocado a la nada, si la vida desemboca indefectiblemente en la muerte, ¿no habría sido mejor desde el principio no-ser, no-vivir? No hace falta cargar las tintas ni recalar en actitudes extremas: ¿quién puede negar que hay algo de trágico en el destino humano? No hablo ahora de grandes calamidades de tipo natural o catástrofes provocadas por el hombre, sino del lento discurrir hacia la muerte inevitable. ¿Qué es en última instancia la gran tragedia griega sino una recreación de las diversas formas del lamento humano ante su destino? Algunos de los más famosos moralistas clásicos glosaron el sueño eterno como algo dulce, el reposo supremo, por oposición a los sinsabores y ansiedades de la vida. Una imponente vena pesimista recorre la filosofía antigua, desde el escepticismo radical de la segunda Sofística al estoicismo senequista. Hasta en el Viejo Testamento los elegidos de Yavhé se alzan a veces contra su triste sino, aunque ello suponga en ocasiones rebelarse —inútilmente— contra los designios del Todopoderoso. La historia sigue su curso y vienen luego situaciones más o menos propicias para una visión amarga del mundo y de la existencia humana. Quien quiera ejemplos, los tiene a decenas en una sugestiva obra de Tom Lutz: El llanto. Historia cultural de las lágrimas. Hay movimientos, como el Barroco, que no pueden entenderse disociados de esa visión abisalmente negativa del universo. En este lapso se acentúa una veta lóbrega y depresiva que, no obstante, antes y después está también presente, incluso en los momentos teóricamente exultantes. Al fin y al cabo la noción que puede simbolizarse con el proverbio Vanitas vanitatis et omnia vanitas permea nuestra cultura (aunque no sólo ella) como una de las enseñanzas o fórmulas más repetidas por teólogos, pensadores y poetas. Como ya he dicho, no es mi intención defender ni justificar esas actitudes ni, en última instancia, tomar partido en un sentido u otro en lo relativo al balance final de la presencia humana en este mundo. Me limito a dejar constancia de algo que han dicho antes y mejor miles de moralistas y pensadores. La propensión a mirar las cosas negativamente reside en última instancia en la certeza de la muerte o, lo que es lo mismo, en la constatación de la fugacidad de la vida. “Hasta en el interior de la risa hay tristeza”, dice un viejo proverbio recogido por Robert Burton en uno de los libros clásicos sobre esta materia. Más aún, sigue diciendo el erudito inglés, podemos intentar divertirnos o simplemente distraernos, pero en el fondo siempre late lo que todos sabemos y no podemos evitar: “Incluso en el medio de todas nuestras fiestas y nuestras alegrías (…) hay 182
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pena y descontento”14. En fin, no hay nada que hacer: vale más someterse al destino o a los designios divinos. La paz interior es ante todo conformidad, resignación. Por eso, el sabio calla y medita aunque, como es consciente de la vaciedad y pequeñez de todo, no pueda evitar caer en la melancolía.
Pesadumbre y dimensión colectiva Ya que aludimos antes a etimologías significativas, fijémonos en una palabra que ha aparecido en más de una ocasión y que ahora, a estas alturas, puede revelarnos su misterio: pesadumbre. El concepto viene definido por la RAE primordialmente en su sentido de pesado o pesadez física, y sólo en su cuarta acepción se habla claramente de desazón o padecimiento moral, que es lo que aquí más nos concierne. Pero conviene retener esas primeras acepciones relativas al peso material, porque nos vamos a encontrar un asombroso paralelismo en este aspecto entre la dimensión física o corporal por un lado, y espiritual o psicológica, por otro. No por casualidad se habla de pesadumbre como sufrimiento moral. Resulta curioso observar la iconografía del carácter melancólico, es decir, las diversas representaciones que a lo largo de las épocas han realizado los pintores, escultores, grabadores y otros artistas de los hombres y mujeres en estado de postración. Fijémosnos en las poses y actitudes que aparecen retratadas. La primera impresión es que no pueden con su cuerpo: necesitan sostener la cabeza con la mano, están tumbados o caídos, se apoyan en lo primero que pueden con un gesto de cansancio. Es evidente que lo que el artista quiere plasmar es lo contrario de la ligereza (de hecho, el concepto de gravedad tiene también ese doble sentido físico y moral al que nos estamos refiriendo). Podría decirse sin excesiva metáfora que la melancolía pesa: es como una cadena que arrastramos, como un fardo, o un lastre que nos arquea las espaldas, o que nos oprime el pecho hasta hacernos difícil la respiración. Hablamos de una constante que se mantiene a lo largo de los siglos, sin que los diversos y a menudo contrapuestos movimientos artísticos cambien en lo esencial la plasmación de esa figura humana que suponemos grávida, recogida en sí, probablemente atormentada. En nuestro ámbito cultural, la referencia inexcusable, la que todos recuerdan, es la famosísima Melancolía I, ese grabado de Durero (fechado concretamente en 1514) que por sí solo compendia todo lo que estamos exponiendo. Pero antes de esa fecha ya hay múltiples ejemplos de actitudes melancólicas, con la pose característica del cuerpo arqueado, vencido o tumbado, y la mano a la altura de la sien, como si la cabeza no pudiera sostenerse por sí sola sobre los hombros. Todos —ángeles, santos, guerreros o escritores— parecen reflejar de ese modo el peso de la vida en sus distin-
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Burton R. Op. cit.; pp. 66-67.
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tos grados, desde la mera contrariedad a la amargura, angustia o desesperación. En el entorno cultural que nos resulta más próximo, el ejemplo arquetípico podía ser el lienzo que pintó Goya del más alto representante de la Ilustración española, Gaspar Melchor de Jovellanos, un retrato que trasciende la dimensión individual, con ser importante, para convertirse en símbolo de un estado de cosas: el ensimismamiento del retratado expresa también sutilmente el desencanto y la melancolía de un momento histórico. Obsérvese la relevancia de esa última expresión. La melancolía, podíamos decir con otras palabras, la sufre el individuo pero, como sentimiento, trasciende la dimensión individual. Es innegable que la melancolía puede ser causada por un suceso puntual, pero tiene que ser muy grave y excepcional para que produzca por sí sólo los efectos persistentes que aquí tratamos, los que logran moldear una forma de ser y caracterizar toda una vida. Del mismo modo, puede hablarse de un carácter melancólico como resultado de una suma de experiencias exclusivamente privadas, pero tampoco el ámbito individual suele ser tan determinante en este aspecto. El hombre, en definitiva, no vive aislado, es un ser social, necesita a los demás, y su concepción de la vida y del mundo no puede disociarse de su tiempo y su comunidad. Más allá de pesadumbres coyunturales, consustanciales al hombre por el hecho de serlo, la melancolía que estamos tratando constituye una actitud ante la realidad que tiene en cuenta al yo, indudablemente, pero integrándolo en una dimensión suprapersonal. Si atendemos al devenir del pensamiento contemporáneo se entenderá mejor lo que quiero decir. Desde hace más de dos siglos, tras el optimismo ilustrado y su confianza absoluta en la Razón, tras el positivismo luego y su ingenua confianza en el progreso científico, la filosofía más influyente se ha despeñado por un abismo tenebroso, implicando al hombre en un sino fatal, más infausto aún que el que dibujaba la tragedia griega. El hombre es un ser arrojado al mundo y perdido en él. De ahí, ante todo, una profunda desolación, porque ya no hay nadie a quien acudir, no hay altar ante el que propiciar favores, no hay reducto donde refugiarse. Por no haber, no hay ni expiación ni redención, ni las lágrimas tienen sentido, ni el llanto cura. Nietzsche predica la muerte de Dios y el hombre queda a merced de sí mismo en un desierto inescrutable, condenado a morir sin gloria, sin grandeza y, por supuesto, sin esperanza alguna. Un ambiente asfixiante, el tétrico horizonte del nihilismo: ¡cómo echamos de menos la ingenuidad de creer cuando ya no podemos creer en nada! Podríamos dibujar una estela que, partiendo de Kierkegaard, Schopenhauer o Nietzsche, desembocara en Marcuse, pasando previamente por Spengler o Heidegger, sólo por citar nombres señeros. En todos estos autores, con distintas modulaciones, y en otras influyentes tendencias coetáneas se impone un negativismo radical, según el cual el mundo desarrollado, lejos de dirigirse hacia un progreso ilimitado, como sostenía el positivismo decimonónico, está condenado a un “proceso de deterioro, agotamiento y colapso inevitable”. Por tanto, por decirlo con palabras de Arthur Herman, el hombre moderno “vive en un mundo que se despeña en el abismo de la desesperación, hasta 184
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que surja un orden totalmente nuevo y redentor”15. Quizás hubo un momento en que aún fue posible la esperanza, con el secreto deseo de que esos planteamientos no fueran más que alucinaciones de profetas desnortados. Después, tras la experiencia de las catástrofes del siglo XX, no cabe ya negar la evidencia. Desgraciadamente, el negativismo del pensamiento contemporáneo no era un juego de agoreros sino el aviso premonitorio que no se tuvo en cuenta. A estas alturas, con esa experiencia a sus espaldas, el hombre que piensa sobre sí y sus semejantes, sobre la vida y el mundo, ¿puede hacer tabula rasa de todo ello?
De las diversas actitudes ante la muerte No pretendo decir que estemos abocados a la melancolía. El hombre tiene múltiples recursos. Puede ser, por otra parte, que estemos viviendo malos tiempos para el pensamiento positivo. Con suerte, un autor de un par de siglos más adelante dirá de nosotros lo que al principio de este artículo señalaba B. Ehrenreich con respecto al Barroco: ¡pobrecillos, vivieron en una época en que hubo una epidemia de melancolía! Quizás les parezca un tanto frívolo el tono que acabo de emplear. Lo he hecho deliberadamente, por contraste con el cariz depresivo de la filosofía contemporánea antes esbozado. No sería justo, ni exacto, decir que la melancolía se nutre exclusivamente de ese pesimismo intelectual. No hay una relación tan simple de causa-efecto. Las cosas, siempre, son más complejas. Dependiendo de las épocas y de las personas, las desgracias pueden ser motivo de arrebato y desesperación, y generar de ese modo sentimientos depresivos; pero pueden también propiciar una actitud resignada, una conformidad que incluso puede dejar su hueco a una recreación —no necesariamente morbosa— que lleva a la catarsis y a la paz interior. El mal, el dolor o el sufrimiento generan en los seres humanos reacciones extrañas, casi nunca unívocas: a menudo, desde luego, rechazo u horror, pero también una singular curiosidad con tintes atrayentes que puede convertirse en franca seducción. A veces esos sentimientos contradictorios están tan inextricablemente unidos que la empatía, que lleva a la compasión, es paradójicamente compatible con una cierta delectación en la desdicha de nuestros semejantes. La irrupción de la muerte —la negra Señora—, por más que sea el destino sabido, tiene con frecuencia ribetes desconcertantes. No, no quiero acudir a Freud, ni a Eros o Thanatos, porque, como habrá podido comprobar quien me haya seguido hasta aquí, he orillado sistemáticamente la dimensión clínica del asunto para centrarme en otra vertiente, la de la historia social y cultural. Lo que me importa destacar es que esa fascinación hacia el mal, esa atracción de lo negativo, desemboca en una cierta complacencia o deleite en la desgracia, sea ésta 15
Herman A. Op. cit.; pp. 17-18.
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la que fuere, y perfila así una actitud característica que, mirada desde la distancia, se parece mucho a un masoquismo intelectual. Una vez más, recurriré a algunos casos concretos. Ahora, quiero perfilar brevemente un escenario que nos es relativamente cercano, el del movimiento regeneracionista que estuvo vigente en España a finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX. En dicho momento histórico los pensadores con una cierta capacidad de influjo social —desde entonces se les llama precisamente “intelectuales”— entendían que su papel era sacudir a la sociedad con una crítica inmisericorde, y adoptaban por ello una actitud displicente, descreída, cuando no abiertamente catastrofista. Muy pronto, el intelectual regeneracionista se encontraba ya a priori prisionero en cierto modo de ese rol, encasillado malgré lui, a su pesar, en el cometido de profeta tronante, hasta un poco arisco en las formas. El autor del libro que inaugura este tipo de literatura —Lucas Mallada en Los males de la patria, obra de 1890— dice sin ambages en la página inicial que, mientras unos lo ven todo de color de rosa, otros —entre los cuales se incluye, naturalmente— “sólo podemos mirar a través de vidrios ahumados, vemos todas las cosas con tintes sombríos; hasta los pájaros y las flores se nos figuran de siniestros contornos; a cada instante vemos un peligro y en todo objeto una señal de espantosas catástrofes”16. Algo después, un autor que se mueve en la misma línea, Gustavo La Iglesia, en una obra que pretendía desentrañar nada menos que el “alma nacional”, hacía estas reflexiones: “Dícese comúnmente que la vida es triste, que la tierra es un valle de lágrimas, que la historia de la humanidad viene a ser una especie de historia del dolor. Nada más cierto”. En vez de paliar ese sufrimiento, nos gusta hacer lo contrario, aumentar “nuestras penas con nuestra torpe manera de vivir”: “somos artistas del dolor”, tenemos la “voluptuosidad satánica del suplicio y del llanto”17. Esa melancolía vital no es, por supuesto, una prerrogativa española. Hay, por ejemplo, un tópico muy extendido que identifica el “alma rusa” y, sobre todo, sus intérpretes geniales —Pushkin, Chéjov, Tolstoi, etc.— con la actitud melancólica, como si fueran un concepto y su definición. Otros pueblos, épocas e incluso ciudades han presumido también de halo decadente. Venecia, por seguir el tópico más manido, es la que todo el mundo identifica en esos términos, pero hay otras muchas, como Brujas, que se pusieron de moda a finales del siglo XIX con el marchamo de “ciudades muertas”. Aunque es menos conocido, hasta el Estambul actual tiene, en palabras de Orham Pamuk, su aire lánguido, melancólico, decadente, que se expresa con un término específico, intraducible, el hüzün: una mezcla de añoranza por un grandioso pasado que ya no regresará y lamento por un presente de ruina y desorientación. En una obra que se ha convertido en un clásico de la literatura culta de viajes, El Danubio, dice el triestino Claudio Magris bajo el revelador epígrafe de “Tristemente magiar” que la literatura hún-
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Mallada L. Op. cit.; p. 23. La Iglesia y García G. Op. cit.; pp. 7-11.
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gara es una densa antología de heridas abiertas por una historia de derrotas encadenadas. Tanto es así que se habla de la condición de “permanente agonía” de dicha literatura18. Ninguna colectividad —ciudad, país, civilización— puede tener la patente melancólica en exclusiva, porque el abatimiento, la desesperanza o cualquiera de las expresiones asimilables constituyen una dimensión indefectible de la vida humana. George Steiner nos recuerda que “Schelling, entre otros, atribuye a la existencia humana una tristeza fundamental, ineludible”. Ello es así por una razón muy sencilla, porque el hombre es un ser racional y la actividad de la razón, el pensamiento, es inseparable de una “profunda e indestructible melancolía”. Pensar, desde esta perspectiva, vendría a ser cargar, por así decirlo, con “un legado de culpa”19. Pero, como he tenido que hacer varias veces a lo largo de esta reflexión, llegados a este punto, conviene desdramatizar, porque la melancolía tiene también una dimensión más pedestre. A veces esta pose pesimista ni siquiera deriva de una concepción trágica de la existencia más o menos impostada, sino de algo más elemental: el aburrimiento. Ya lo dijo P. Bourget en una formulación que ha sido repetida con leves variantes: “El hombre moderno es un animal que se aburre”. En efecto, del aburrimiento puro y simple, del dolce far niente, de la vida muelle propiciada por el progreso y los avances tecnológicos, viene una parte nada despreciable de los males vitales que aquejan al hombre contemporáneo. La sensación de fracaso y decepción en una sociedad cualquiera no viene dada por una percepción objetiva de las condiciones de vida o por un frío análisis de las expectativas. En una obra clásica, La buena sociedad y sus descontentos, Robert Samuelson señala que la inmensa mejora en las condiciones materiales de vida de los norteamericanos durante el período contemporáneo no ha llevado a un estado de optimismo generalizado, sino más bien a todo lo contrario. El pesimismo cultural está en el ambiente que respiramos y no siempre es fácil concretar razones objetivas. En este sentido, un analista apunta un rasgo enormemente significativo: “Las cosas que la sociedad moderna hace mejor —brindar creciente opulencia económica, igualdad de oportunidades y movilidad geográfica y social— son sistemáticamente atacadas y despreciadas por sus beneficiarios”20. El aburrimiento es primo hermano de la pereza y de la apatía. ¿Para qué moverse, para qué hacer nada? Una buena coartada la proporciona el desencanto, el descreimiento, el hecho de estar de vuelta de todo. ¿Acaso puede entusiasmarse ya con algo el hombre inteligente? ¿No son incompatibles la ilusión y la lucidez? Mejor abandonarse a la nada, así, directamente, puesto que nada somos en el fondo. Es la enfermedad que se pone de moda en el tramo final del XIX, una elaboración más radicalizada de la melancolía romántica, y que adopta unas formas sutiles —siempre el prestigio cultu18
Magris C. Op. cit.; pp. 236-237. Steiner G. Op. cit.; pp. 10-12. 20 Herman A. Op. cit.; p. 440. 19
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ral del pesimismo— según los países: Langeweile (Alemania), spleen (Gran Bretaña), ennui (Francia). En español diríamos hastío, tedio o abulia, siempre con ese matiz de suficiencia, de superioridad mental de quien no siente pasión por cosa alguna porque ya lo ha experimentado todo. Aunque está escrito para un contexto muy diferente, también aquí sería de aplicación el famoso dictamen de Ortega y Gasset sobre el esfuerzo inútil que conduce a la melancolía. No quiero terminar sin hacer una referencia intemporal (casi universal, me siento tentado a decir). En estas líneas hemos procurado contextualizar la melancolía desde varias perspectivas, pero casi siempre contando con el entorno social y cultural, es decir, teniendo siempre en cuenta las coordenadas espacio-temporales del llamado “mal de Saturno” y sus diversas variantes. Pero la reflexión melancólica tiene un sustrato más primario, enraizado en la esencia de la condición humana, y que podría expresarse así: hagamos lo que hagamos, seamos como seamos, todo al cabo es brutalmente efímero. Todos tenemos marcada nuestra fecha de caducidad, queramos o no atender a ella. Cuando empezamos a ser conscientes de ello vamos ya experimentando en nosotros mismos el declive que presagia el fin. Como han dicho muchos analistas, quizás la noción misma de decadencia, presente en todas las culturas, tenga su origen en la experiencia individual, la percepción del conjunto de cambios corporales que van del vigor de la juventud al inevitable quebranto físico y mental que acarrea el paso de los años. Dicho en términos rotundos, tendemos a confundir el mundo y nuestro mundo, a creer que todo declina porque nosotros vamos consumiéndonos. Vivir es morir cada día un poco. Y la conciencia de ello no puede por menos que reflejarse en nuestra manera de mirar las cosas. La poesía última de Ángel González tiene los tintes negros de quien, abocado al fin, sabe que ya nada tiene sentido. No hay esperanza sino espera... de la muerte. En “Nada grave”, su último libro de poemas, escribe: Tanto la he llamado, tanto he suplicado su asistencia, que ahora, cuando apenas tengo ya voz para llamarla casi lo que más temo es que al fin venga. No me vuelva a dar la vida.
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La antropología médica de Pedro Laín Entralgo: historia y teoría The medical anthropology of Pedro Laín Entralgo: history and theory I Nelson R. Orringer
Resumen Esta introducción a la antropología médica de Laín sigue su método cognoscitivo de anteponer la historia a la teoría de un problema médico: primero, contextualiza su antropología médica en la crisis de fundamentos científicos de principios del siglo XX; después, expone las doctrinas principales de esa antropología: el ser humano es inquietud existencial, la salud una empresa, la enfermedad un proyecto del enfermo, y la relación médico-enfermo una coautoría amistosa de un estilo de vida que sana.
Palabras clave Antropología médica. Medicina psicosomática. Pedro Laín Entralgo.
Abstract This introduction to Laín’s medical anthropology is divided into its historical contextualization and the synthetic exposition of its essential theories, in accordance with the pattern followed in his main works. His medical anthropology, based on a vision of man as existential restlessness, emerges from the early twentiethcentury crisis of scientific bases, views health as an enterprise, sickness as a project of the patient, and the doctor-patient relationship as a friendly co-authorship of a healing lifestyle. El autor es catedrático emérito de la Universidad de Connecticut (EE UU) donde ha dirigido el programa doctoral de Letras Hispánicas. Ha sido dos veces becario Fulbright en España y es miembro de numerosos comités editoriales. Su actividad académica está centrada en filosofía contemporánea comparada, teología comparada y en historia de la medicina actual. Entre sus publicaciones destacan: Ortega y sus fuentes germánicas (1979); Nuevas fuentes germánicas de ¿Qué es la filosofía?, de Ortega (1984); Unamuno y los protestantes liberales (1985); La aventura de curar: la antropologia médica de Pedro Laín Entralgo (1997); Angel Ganivet: la inteligencia escindida (1998); Hermann Cohen: filosofar como fundamentar (2000), así como ediciones comentadas de F. Ayala, A. Ganivet y M. de Unamuno. 190
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Key words Medical Anthropology. Psychosomatic Medicine. Pedro Laín Entralgo.
I En este centenario de Pedro Laín Entralgo (1908-2001), el examen de su antropología médica constituye un homenaje digno de sus labores científicas y hasta necesario para la conservación de su pensamiento. Entre las cuatro disciplinas que ha cultivado con asiduidad —antropología filosófica, antropología médica, historia de la medicina, historia de la cultura española—, Laín estima su antropología médica como su empresa intelectual más alta (DC 497). Considera que la medicina no cura sin una doctrina científica de la esencia del ser humano en su totalidad (HRF 344). Con todo, a fines de la década de 1980, múltiples ejemplares de su obra culminante, Antropología médica para clínicos (1984; 2.a ed., 1985; 3.a ed., 1986), desaparecieron en un incendio de los almacenes de la barcelonesa Editorial Salvat, que la había publicado. Al intentar recuperar esta antropología médica, pues, contribuimos a salvar a Laín dentro de la historia de la medicina. Pronto en su carrera profesional renuncia a la práctica médica para dedicarse a la investigación y docencia universitaria de la historia y de la consecuente filosofía de la medicina. Cree que sin la teoría antropológica, carece de base la medicina como práctica, sujeta al capricho del practicante. Aquí examinamos la historia de la antropología médica en Laín y la doctrina misma, que pretende ser actual en la medicina de su época.
I. Historia Pedro Laín Entralgo, c. 1945 (cortesía de la familia LaínMartínez).
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científico y metafísico del hombre “en tanto que sujeto sano, enfermable, enfermo, sanable y mortal” (AMC XXXI). La ciencia alude a la ciencia humana y natural que vertebra esa antropología; y la metafísica, a la filosofía de la realidad (humana) que la fundamenta. En cuanto científica, la antropología médica de Laín emerge de una concreta coyuntura histórica de la ciencia. En medicina, el positivismo naturalista de la segunda mitad del siglo XIX estudiaba la enfermedad humana desde presupuestos y métodos utilizados en el laboratorio y en el análisis de la materia cósmica (HC II, 684). Laín reconoce los progresos que el naturalismo logró en la lucha contra la enfermedad, pero encuentra que tal postura científica dio lugar en la década de 1890 a una rebelión de los enfermos europeos. Durante la Revolución Industrial, el estrés social se intensificó hasta un grado insoportable para el individuo, incapaz —piensa Laín— de tolerar la tensión de todos los días a causa de una crisis histórica que le había privado de un sistema de creencias firmes (RME 220–21; MA 158–59). Surgió la necesidad de humanizar la medicina. La presión sobre el paciente aumenta con la Primera Guerra Mundial (1914–18), producida por la crisis de las creencias. En Austria y Alemania, filósofos y médicos aplican la antropología filosófica a la medicina. El cuidado de los heridos en la guerra conciencia a varias escuelas de médicos de la necesidad de reformar la medicina de raíz. Percátanse del excesivo naturalismo que ha angostado el horizonte de la medicina positivista decimonónica porque reconocen la necesidad de responder no sólo a los desórdenes fisiológicos del enfermo, sino también a sus exigencias personales. Así, bajo el rótulo antropología médica surge una forma holística de la medicina en la Europa central una década antes del nacimiento en Estados Unidos del movimiento mejor conocido de la medicina psicosomática. El antropólogo médico Laín se encuentra expuesto a ambas corrientes. Su antropología médica, fruto de una crisis en las ciencias, queda siempre referida a ella. En sus Investigaciones lógicas (1900–01), el lógico, matemático y filósofo Edmund Husserl (1859–1938) analiza las bases tradicionales de la lógica, fundamento de las demás ciencias. En 1905 Albert Einstein, con su teoría de la relatividad especial, cuestiona las premisas más firmes de la física de Newton. Ningún camino de la lógica lleva por necesidad a los principios de una teoría, sino que muchas valen por igual y sólo consideraciones prácticas justifican la hegemonía de una con respecto a las otras. Por ende, si a finales del siglo XIX las matemáticas se encontraban subordinadas a la lógica tradicional, L. E. J. Brouwer sostenía la imposibilidad de aplicar la vieja ley lógica tertium exclusum a los objetos de las matemáticas. Las matemáticas, pues, se autonomizaron e independizaron de la lógica, inventando sus propias leyes (Weyl 155, 528, nota 1). Las teorías de los reflejos propuestas por Pavlov y las doctrinas de Hering sobre la percepción lumínica mantienen la independencia de la fisiología ante la física (Ortega, VII: 305-06). Y los médicos de comienzos del siglo XX declaran la independencia de la clínica frente al laboratorio. En medicina Laín recalca cuatro grandes tendencias de la época contemporánea, que para él se extiende de 1918 hasta la fecha: la extrema tecnificación de los instrumentos 192
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médicos, la colectivización del cuidado médico en casi todo el mundo, la medicina preventiva y —lo que más concierne a su propia evolución intelectual— la incursión del personalismo en la patología (La medicina actual: MA 35). En los años 1920, la bibliografía médica publicada en alemán muestra una clara oposición a la impersonalidad del positivismo dominante en la segunda mitad del siglo XIX (Gracia 1974: 298). Los títulos de libros y artículos médicos aluden a la crisis de fundamentos presente en todas las ciencias. Identificada la crisis, los autores proponen nuevas ciencias médicas o paramédicas para remediarla, y entre ellas la sociología médica, la introducción a la medicina y la antropología médica. Esta última ciencia arranca de un libro titulado sencillamente Medizinische Anthropologie (1929), del urólogo vienés Oswald Schwarz, apodado el “urósofo” por sus colegas por su introducción a menudo forzada de la filosofía en la medicina (HC II: 609). Con todo, en un ejemplar de su libro muy manejado por Laín, Schwarz parte de la inseguridad de muchos médicos de su tiempo frente a la crisis de los fundamentos en todas las ciencias. En física el determinismo ha cedido ante el probabilismo. En biología la
Urrea de Gaén (Teruel), casa natal de Pedro Laín.
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irracionalidad se ha infiltrado en las leyes básicas. Los investigadores, pues, estudian la forma de vida más elevada, la existencia humana (Schwarz XI–XVII). Este cambio de enfoque parece a Schwarz exigir una medicina científica, sistemática, sobre la esencia humana. Desde tal perspectiva surge la posibilidad de deducir la esencia del enfermar. La ciencia básica del ser humano es lo que entiende Schwarz por antropología. Su estructura vendría determinada por la propia del ser humano, su objeto, con toda su contradictoriedad —vislumbrada por Hegel, Nietzsche y Simmel—, de naturaleza y espíritu, de realidad y valor, de contenido y forma. La nueva ciencia se dirigiría a la esencia del evento que supone el enfermar humano (Schwarz XVIII). Schwarz, pese a su eclecticismo, indica a Laín el camino a seguir en su voluntad de sistema, fundado en la idea del hombre como individuo. Pero, como antropólogo filosófico, Schwarz no escribe aislado en la Viena de su época, sino que forma parte de un proceso histórico en que se integra la evolución intelectual del mismo Laín. Éste divide la historia de la patología contemporánea en cuatro estadios principales con su punto final en la consideración del enfermo como persona. La primera etapa la preside Freud, fundador vienés del psicoanálisis. En la segunda etapa entra el Círculo de Viena formado por Schwarz, admirador de Freud. La tercera comprende la época inicial de los estudiantes más distinguidos del internista y fisiopatólogo de Heidelberg Ludwig von Krehl (1861–1937). Y, finalmente, Laín concibe la cuarta etapa como la madurez de la Escuela de Heidelberg, creación de Von Krehl, y el concurrente desarrollo de la medicina psicosomática en Estados Unidos (HRF II, 583). Examinemos brevemente estos cuatro estadios. Tras la Primera Guerra Mundial abundaron los neuróticos en las clínicas más prestigiosas de Europa, constituyendo en el primer lustro de los 1920 entre el 25 y el 35% de todos los enfermos allí atendidos (HRF II: 608). La Guerra había hecho mella en la salud mental europea y el psicoanálisis había comenzado a ser tomado en serio, sensibilizando a los clínicos sobre la aparición de las neurosis. Freud se le antoja a Laín como un antropólogo médico a su pesar, pues, dejando aparte su biologismo y su énfasis en la sexualidad inconsciente, en la clínica enfoca la medicina en la persona como individuo enfermo. Añade el escuchar y su interpretación a la patología, previamente sólo visual y táctil. Sistematiza el uso de la psicoterapia verbal en la medicina. Investiga la interacción entre la psique y las funciones vegetativas del cuerpo. En suma, presenta la enfermedad como un suceso dentro del contexto biográfico del enfermo (ESH 60-61). Entre 1918 y 1922, el psicoanálisis de Freud y de sus estudiantes Grodeck, Ferenczi y Deutsch influye en la formación de una mentalidad denominada “antropopatológica” por Laín, porque aplica técnicas psicoanalíticas a casos antes vistos como estrictamente orgánicos (MA 175-179). En la Viena de Freud y Adler, el urósofo Schwarz organiza un grupo de médicos de múltiples especialidades para publicar un libro Psicogénesis y psicoterapia de los síntomas físicos (1925). Aquí Schwarz elogia a Freud por ini194
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ciar el examen de las neurosis orgánicas en cuanto símbolo de la persona como un todo con un problema íntimo. Pero a la vez exige Schwarz una disciplina mental omnímoda, que sintetice diversas tendencias nuevas de conocimiento: la fenomenología de los signos y de la comprensión propuesta por Husserl; la psicobiología de Hans Driesch, la psicología Gestalt (Gestaltpsychologie) y la fisiopatología de Ludolf von Krehl. Tal síntesis de teorías ayudaría a independizar y autonomizar la medicina frente a las demás ciencias (HC II, 525). Pero Laín entrevé los límites del Círculo de Viena, que, afectado por Freud, enfoca sólo a las neurosis orgánicas. Resta a la Escuela de Heidelberg, a juicio de Laín, extender la “mentalidad antropopatológica” a todas las enfermedades. El prestigioso catedrático de Patología y Terapia Especial, Ludolf von Krehl (1861-1937) de Heidelberg, poco a poco evoluciona desde la fisiopatología a la medicina de la persona individual. En su célebre conferencia de Leipzig de 1928, Forma de enfermedad y personalidad, influyente en Laín, dice seguir basando su pensamiento en el fundamento de sus maestros, la ciencia natural. Pero se cree obligado a ponerse al día en medicina, definiendo la nueva tendencia como “la incursión de la personalidad del enfermo en la problemática del médico como objeto de estudio y valoración” (1926, 6). Con Schwarz, anhela una ciencia médica autónoma con el problema del individuo hecho objeto de estudio. Mas, siendo un pensador en crisis, no avanza resuelto en el sentido que indica, sino que vacila entre su viejo exclusivismo naturalista y la previsión asistemática de un personalismo futuro (Kütemeyer 33 y 35). Laín le ve como a un Moisés de la medicina, capaz de avistar a su vejez la tierra prometida desde lejos, pero no de entrar en ella (HC II 534). Los discípulos más destacados de Von Krehl, Richard Siebeck (1883–1965) y Viktor von Weizsäcker (1886–1957), integran con Von Krehl la Escuela de Heidelberg, que se mueve hacia la medicina antropológica. Siebeck, sucesor de Von Krehl en la cátedra, avanza más allá del maestro hacia esa medicina, mientras que Von Weizsäcker entra de lleno en ella con audacia y empaque intelectual (HR II: 624-27). Como Von Krehl, Siebeck acentúa la sensación de vivir en la crisis cultural de Occidente, y encuentra que lo mismo que las demás ciencias modernas, la medicina tiene que arrostrar cuestiones de urgencia. Médicos prestigiosos sienten aversión y a veces hostilidad hacia la medicina exclusivamente naturalista. Aumenta la charlatanería en medicina. Todo apunta a la imposibilidad de ver al enfermo sólo a través de las leyes de la física y de la química, y a la necesidad de percibirle como a un organismo vivo con una constitución particular, con cuerpo y espíritu, con personalidad sumida en un ambiente concreto y con relaciones sociales, a veces, conflictivas (Siebeck 1936: 2). Siebeck sigue a Von Krehl en su idea de que los descubrimientos psiquiátricos de Freud podrían ayudar a curar en el ámbito de la medicina interna. Equipara la historia clínica del enfermo a la historia de una vida. Los síntomas pueden adquirir sentido dentro de un marco biográfico (Siebeck 1949: 37-38). Impresiona a Laín la idea de Siebeck de que el enfermo no sólo tiene su enfermedad; él y su destino personal la hacen. La historia clínica, pues, no debe aspirar a diagnosticar la enfermedad, sino Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:190-205
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a hacer posible el juicio de cómo ha cambiado su vida a través de su enfermedad (HC II: 627). Más afín a la sensibilidad médica de Laín que a la de Siebeck, religiosamente solemne, es Von Weizsäcker, con su agilidad mental. Filosofa en medicina con mayor profundidad y gracia que Schwarz. Médico de batallón durante la Primera Guerra Mundial, el conflicto le produce “la convulsión más honda del alma”, y ve la vocación médica con una nueva luz y con otras bases. Ya no le satisfacen sólo las exactas ciencias naturales. En el hospital de campaña la práctica médica, a su modo de ver, desvela lo que importa a una vida y lo que no. Incluso una apendicitis de apariencia trivial puede exigir evitar una intervención agresiva. No sólo necesita el médico operar, recetar medicamentos y ordenar el régimen de vida del enfermo, sino también disponer el traslado del mismo, organizar la ropa de la cama y reparar en la calefacción y en la alimentación del paciente (Von Weizsäcker 1954: 52-54). Hijo de pastores luteranos, Von Weizsäcker ha sentido que una medicina sólo materialista habría roto con la tradición familiar espiritualista. Por eso, se orienta hacia la filosofía ya en sus primeros años de estudiante y en la época prebélica, y conserva esta tendencia toda su vida (Kütemeyer 57). En Heidelberg prima en Filosofía la Escuela Neokantiana del Sudoeste Alemán, y Von Weizsäcker estudia con Wilhelm Windelband y con Heinrich Rickert, que influye mucho
Urrea de Gaén (Teruel), vistas desde la ermita de Santa Bárbara.
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en su antropología médica (Gracia 1972: 168-69). Rickert le hace ver la medicina no sólo como una ciencia natural, sino también como una ciencia cultural. En cuanto natural, es óntica o “cosoide”; en cuanto cultural, es pática o referida a la existencia desde dentro. El médico que pregunta: ¿qué es la enfermedad?, formula una pregunta óntica, con la que se percibe la enfermedad como un hecho u objeto. El que interroga, ¿cómo te encuentras?, busca un juicio de valor sobre el espíritu dentro del contexto de la cultura en que viven médico y enfermo. Pero el enfermo es para Von Weizsäcker un ser no sólo introvertido, sino también orientado hacia fuera, hacia la sociedad. De ahí la importancia para él de la relación médico–enfermo. En la antropología médica de Von Weizsäcker se plantean también el problema de las causas finales y el misterio de la muerte (Gracia 1974: 303-04; Gracia 1972: 177-78). Al encarar estos últimos problemas, Von Weizsäcker escribe influido por el fenomenólogo Max Scheler (1874–1928), padre de la antropología filosófica contemporánea. Scheler, a quien Von Weizsäcker ha conocido en persona, acomete en la última época de su vida el “proyecto monumental de una antropología filosófica que no llegó a escribir” (Pintor Ramos 71). En su ensayo Hombre e historia (1926), Scheler presenta el problema de la antropología filosófica como el más urgente de su tiempo. Concibe esa disciplina como “una ciencia fundamental de la esencia y la estructura esencial del hombre, de su relación con los reinos de la naturaleza (inorgánico, vegetal, animal) y con el fundamento de todas las cosas; de su origen metafísico y de su comienzo físico, psíquico y espiritual en el mundo; […]; de las direcciones y leyes fundamentales de su evolución biológica, psíquica, histórico-espiritual y social, y lo mismo de sus posibilidades esenciales que de sus realidades. En esta ciencia se halla contenido el problema psicofísico del cuerpo y del alma” (Scheler, 1976: 62; Pintor Ramos 71). De acuerdo con esto, la antropología filosófica presta una base rigurosa a toda ciencia cuyo objeto es el hombre, desde la arqueología y la historia hasta la psicología, la biología humana y la medicina. Scheler, leído directamente por Laín y absorbido por él de modo indirecto en las páginas de Von Weizsäcker, ha influido en el punto de partida de ambos antropólogos médicos. Para Scheler, la antropología filosófica fundamenta la realidad esencial del ser humano. Y esta realidad se da como un mundo interpersonal y comunitario, en el cual se presenta la esfera del tú y del yo previo incluso a toda la naturaleza, sea orgánica o inorgánica (Scheler, 1973: 245). Por eso Von Weizsäcker parte en su antropología médica de la relación médico-enfermo: el médico, a su modo de ver, no trata al paciente como a un objeto de la naturaleza, según la práctica de fines del siglo XIX, sino como a un tú con una enfermedad que él comparte de modo virtual. “El proceso de la enfermedad, real en el enfermo —comenta Von Weizsäcker en 1927 (58)— está prolongado de una manera existencial en el médico. La patología teórica y la reflexión diagnóstica y terapéutica no son, pues, sino la repetición y expansión, sólo pensada, del proceso en el médico”. Éste y el enfermo tienen que experimentar la enfermedad como un nosotros. El yo de este nosotros pertenece al enfermo, no al médico; el objeto del mismo es la individualidad (doliente) del enfermo, no la del médico. Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:190-205
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En la concepción que Von Weizsäcker brinda a Laín de la comprensión médico-enfermo, cada uno de los dos conserva su identidad. Pero nace entre uno y otro una camaradería (Weggenossenschaft) parecida a la que surge entre compañeros de viaje, que hacen su inquieto camino por la vida (Von Weizsäcker, 1927: 136, 146). Laín, insatisfecho de la frialdad afectiva de esta doctrina, le ha prestado un calor “católico”, para decirlo con palabras suyas, introduciendo en ella el amor netamente cristiano, “agapético”. Desde su primer libro médico Medicina e Historia (1941) hasta su obra capital, Antropología médica para clínicos (1984), atribuye a la relación médico-enfermo los rasgos del amor: del amor concebido como éros, el anhelo de perfección del mundo y del yo; del amor visto como agápe, amor efusivo y cristiano hacia alguien capaz de perfeccionarse; y del amor vivido como filía, afecto fraternal (RME 373-74). En suma, influido por Scheler y por Von Weizsäcker, Laín como antropólogo médico puede etiquetarse como personalista cristiano. Su discípulo Diego Gracia apunta que Laín se ve instalado en “la tradición metafísica personalista cristiana, enriquecida con una línea de pensamiento que, desde Dilthey, y a través de Scheler, Heidegger y Ortega, alcanza su más lograda síntesis en la obra de Xavier Zubiri”, entrañable amigo y maestro de Laín (Gracia 1975: 117). ¿Cómo contextualizar su aspiración a una antropología médica en su biografía? En su obra de confesión Descargo de conciencia (14-15), explica que se percató de la crisis científica de Occidente a través de sus estudios —de la macrofísica, de la microfísica y de la medicina informada de filosofía—; y cómo se volvió agria esta concienciación a partir de 1936, cuando estalló la Guerra Civil Española, que tendió su sombra sobre la filosofía médica que Laín elaboraba a la sazón. Como buscaba soluciones al problema de la patria en la historia, decidió recurrir a un análisis histórico, además, como primer paso para solucionar los grandes problemas de la medicina. Según Laín (HC I: 11-12), la medicina en cuanto tal es un sistema de problemas, y la antropología médica su solución. Por eso entre 1945 y 50, acomete el ambicioso proyecto de escribir una serie de libros sobre los problemas médicos más importantes —el morfológico, el fisiológico, el nosológico, el terapéutico y el médico-social— como preparación para su tratado sistemático de antropología médica. La visión de la medicina como sistema de problemas puede rastrearse, en última instancia, en el sentimiento de la ciencia en crisis. Como estudiante de química en Zaragoza en 1923, se inició Laín en la crisis de fundamentos científicos al aprender la teoría de la relatividad de Einstein. Después, al comenzar sus estudios de Medicina en la Universidad de Valencia (1924), se informó de la crisis de la física atómica generada por Heisenberg, Schrödringer, Broglie, Dirac, y se entregó a la lectura de las revistas de vanguardia de medicina y de la filosofía con que ella interaccionaba. Entre las revistas más influyentes en el joven Laín destacaban en medicina las alemanas, Deutsche Medizinische Wochenschrift y Klinische Wochenschrift, y las francesas La Presse Médicale y Paris Médical (Gracia 1983: 21-22); y en ciencia teórica y filosofía contemporánea, contaba con la Revista de Occidente de Ortega, y los libros publicados por la editorial homónima. 198
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Sobre la crisis en las ciencias aplicada a la medicina, la Deutsche Medizinische Wochenschrift ofreció a Laín las nociones más fecundas. Su futuro mentor en Historia de la Medicina, Paul Diepgen, arguyó en esa revista (1927) que los fundamentos de la medicina decimonónica habían entrado en crisis, y en la misma revista (1929) Ludolf von Krehl, fundador de la Escuela de Heidelberg, polemizó con la medicina de fines del siglo XIX por su orientación exclusivamente científico-natural, que excluía la personalidad del enfermo. Entre los filósofos que publicaron en la Revista de Occidente, conscientes todos de la crisis de fundamentos científicos y de su relevancia filosófica, Ortega y Zubiri influyeron más en la antropología médica de Laín. En Ortega descubrió exposiciones de ideas de filósofos alemanes como Dilthey y Scheler, decisivo este último en el desarrollo intelectual de Von Weizsäcker. Confiesa Laín: “Max Scheler influyó poderosamente en mí. Y aunque la antropología filosófica de Zubiri —ulterior experiencia mía— supere tan clara y fundamentalmente la que Scheler no terminó de elaborar, todavía influye” (Gracia 1983: 2). Scheler había mantenido —recordémoslo— que la antropología filosófica era una ciencia capaz de fundamentar todas las ciencias humanas, incluida la medicina. Laín seguía esta lección puntualmente en todas sus publicaciones de antropología médica, si bien con formas diversas. Al principio, se aproxima a la antropología médica como psiquiatra y, después, como historiador de la medicina. Entre 1927 y 1930, mientras persigue la licenciatura en Medicina en Valencia, sus profesores le enseñan psiquiatría con envergadura universal y antropológica (Albarracín 35). La lectura de Psicogénesis, libro editado por Schwarz, le convence de que toda enfermedad humana, aun la más aparentemente fisiológica, proviene de un proceso tanto psíquico como somático (DC 112). En el Instituto Psiquiátrico Provincial de Valencia, donde hace prácticas entre 1934 y 1936, absorbe artículos de la Escuela de Heidelberg en el Compendio de enfermedades mentales editado por O. Bumke (DC 132), teniendo como consecuencia la publicación de un artículo suyo en 1935. Ahí Laín exterioriza por vez primera su inclinación hacia la antropología médica: “Médicos como Kraus, Krehl y Von Weizsäcker, cirujanos como Bier, Sauerbruch y Lériche, toman parte en la cruzada en pro de la humanización de la Medicina que ahora comienza” (DC 137). Descubre, empero, la antropología médica en vísperas de la Guerra Civil española (1936-39), factor que explica la historización de la variedad de antropología médica cultivada por él. En adelante, ha de someter todo problema antropológico-médico a un análisis histórico. Porque la temible realidad de la guerra agudiza su conciencia histórica. Busca las causas de la conflagración que se está desplegando e intenta esclarecer en un sentido histórico lo que experimenta. En la primavera de 1938, a punto de finalizar el conflicto, decide dedicarse a la Historia de la Medicina esperando alcanzar a través de ella la antropología médica deseada (DC 43). En 1942 oposita con éxito a una cátedra de Historia de la Medicina en la Universidad Central madrileña, pero nunca abandona la meta antropológica de esa disciplina. En un prólogo de 1965 a sus propias obras (OB XIV), define la teoría y la historia de la medicina como el tema principal de Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:190-205
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sus investigaciones desde 1940. Teoría quiere decir doctrina de antropología. Se repite el binomio de teoría e historia en los títulos de múltiples libros suyos: Medicina e Historia (1941), la reelaboración de la tesis doctoral; Estudios de Historia de la Medicina y Antropología Médica (1943); La historia clínica, subtitulada, Historia y teoría del relato patográfico (1950); Introducción histórica al estudio de la patología psicosomática (1950), condensación de toda la historia de la medicina con su finalidad en la antropología médica, y librito después reeditado con el título antropológico-médico Enfermedad y pecado (1961). El acoplamiento de historia y teoría en la arquitectura de los textos médicos de Laín continúa hasta el fin de los años 80, cuando se publica El cuerpo humano. Teoría actual (1989), síntesis histórica y antropológica de los paradigmas científicos de nuestro cuerpo, forjados por médicos desde la Antigüedad clásica (Galeno) hasta la actualidad (A. Benninghoff, H. Braus). Narrada la historia de la antropología médica de Laín, entremos ahora en la teoría que la compone.
II. Teoría Toda la historiografía médica de Laín desemboca en su antropología médica, síntesis teórica de las principales filosofías de la medicina de Occidente. Su obra capital, Antropología médica para clínicos, recapitula las partes teóricas de todos sus textos médicos escritos a partir de 1941. La estructura del libro se explica en función de sus ideas ya expuestas. Como antropólogos médicos filosóficos de todos los tiempos, pretende humanizar la medicina. De ahí la estructura tripartita de la Antropología médica para clínicos, con una primera parte dedicada a la realidad del hombre; una segunda, a salud y enfermedad, binomio analizado como una problemática de antropología filosófica, y, por último, una tercera parte, el acto médico y sus horizontes, una consideración antropológica de la relación médico-enfermo. El punto de partida en la persona humana, realidad del hombre, se remonta a Scheler, que fundamenta toda la medicina en la antropología filosófica, y a la Escuela de Heidelberg, que, orientada por Scheler y los médicos vieneses posfreudianos, redacta historias clínicas fundadas en la biografía personal del enfermo. Al pasar de la meditación de la persona a la consideración de la persona sana y de la enferma, Laín imita a Von Weizsäcker, que ha sostenido que “la salud tiene algo que ver con la verdad, la enfermedad algo que ver con la no verdad” (1935: 24). Menos sibilino, Laín mantiene que el médico persigue la verdad del enfermo, con la recuperación vista como la vuelta de éste a ser el individuo que realmente es: o el proyecto de vida en que tomó parte antes de enfermar, o el programa vital que le permiten practicar la enfermedad crónica o la neurosis (HC II, 613-14). En rigor, la tercera parte del libro principal de Laín es consecuente con las dos anteriores. Si Von Krehl negó la existencia de las enfermedades para afirmar la de los enfermos, Laín recalca con Von Weizsäcker la relación médico-enfermo en sus dimensiones afectivas, cognoscitivas, operativas, éticas y sociales. Sin embargo, Laín busca actualizar su antropología médica. Sigue por ello a Zubiri en 200
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su curso Estructura dinámica de la realidad (1964) al examinar en las primeras dos subdivisiones de Antropología médica para clínicos (AMC) la estructura y la dinámica de la realidad humana. Zubiri (58-59) concibe toda realidad, incluido el ser humano, como una sustantividad, un sistema cíclico y cerrado de componentes esenciales. Toda sustantividad constituye una estructura y el proceso de ser la estructura, que uno es significa su dar-de-sí, su donación al mundo de todos sus componentes (Zubiri 62). Laín pregunta por los múltiples modos de autodonación humana y determina que la vida humana es un hecho-evento psicoorgánico, referido a sí mismo, al mundo y a un primer principio fundador, y obligado siempre a trascender su propia historicidad. Descubre la inquietud existencial en las emociones humanas más creadoras: el afán de novedades, la insatisfacción frente a lo inmóvil, la propensión a ser cada vez más. El ser humano, pues, es Homo viator, siempre en marcha. Es un bipedestante que camina (Galeno), capaz de discurso (Aristóteles), sexuado (J. Marías), perteneciente a una raza y biotipo, dotado de una constitución individual, una edad biográfica y una época histórica, y sujeto al cambio a través de muchas etapas sucesivas (Dilthey) (AMC 73). En la idea de la realidad humana como una estructura dinámica se basa la Antropología médica para clínicos, el más sistemático de todos los libros de Laín. En cuanto a las estructuras específicas que componen la estructura dinámica humana, Laín las divide en operativas (morfogenéticas, sustentativas, ejecutivas); impulsivas (las rectoras de la energía fisicoquímica, las directrices de la energía instintiva); signitivas (conciencia psicológica, la percepción espacial y corporal, la temporal, la identidad, la conciencia moral, la percepción del estar, la emoción, el dolor, los sueños, los símbolos); cognitivas; expresivas; pretensivas (fines últimos, medios mediatos); posesivas, y psicoorgánicas y pertenecientes a la vida personal (AMC XIII-XV). De las estructuras de la realidad humana pasa el zubiriano Laín a la dinámica que las rige. Para conocer la dinámica humana, recomienda tomar nota de los actos característicos del individuo, relacionándolos con su experiencia previa, conjeturando en general sobre la intimidad de su persona y viendo si la conjetura explica todos sus actos. Colige que el ser humano, en su dinámica, es un hecho-evento, estudiable desde sus vivencias concretas o desde la totalidad de las mismas. El curso de una vida biografiada dimana de una serie de fases, pertenecientes a dos órdenes temporales, uno biológico (la edad), el otro biográfico (vidas sucesivas o complementarias) (AMC 72-76). Afanoso de actualidad, Laín incluye en su Antropología médica para clínicos una sección sobre el cuerpo humano. Según él, la medicina de la primera posguerra mundial ensalzó la cultura del cuerpo humano. Por ello, en La medicina actual (1973), breve historia de la medicina de 1918 a 1973, Laín enumera seis modos en que el cuerpo humano, vivido desde dentro, se integra en la vida personal: como 1) conjunto de instrumentos, 2) fuente de impulsos, 3) causa de sentimientos, 4) carne expresiva, 5) apariencia simbólica, 6) hacedor de mundo, límite y peso (MA 184-210). En AMC (139), escribe que, si el cuerpo humano se nos descubre en estas seis manifestaciones, es porque nuestro cuerpo es “el lugar morfológico y funcional de todas las estructuras psicoArs Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:190-205
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orgánicas […] que integran la realidad del hombre”, entendiendo por tales estructuras las operativas, las impulsivas, las signitivas, etcétera, ya enumeradas. La segunda división de la Antropología médica para clínicos se centra en definiciones sintéticas de salud y enfermedad. Deseoso de estar científicamente al día, Laín rechaza por utópica la concepción de la salud propuesta en la Constitución de 1946 de la Organización Mundial de la Salud (estado de perfecto bienestar físico, mental y social, y no sólo la ausencia de enfermedad), y la sustituye por la suya: la salud, meta del enfermo y del médico, es “la capacidad de ordenado centramiento de una persona tras haberse entregado al máximo descentramiento psicoorgánico que exija la realización de la vida, cuando esa persona se propone alcanzar la cima de sus propias posibilidades: esfuerzos intelectuales, artísticos y deportivos, actos geniales o heroicos” (DM 282). ¿Qué impide gozar de la salud? Evidentemente, la enfermedad, pero entendida de un modo personalista: toda enfermedad humana, según Laín, tiene un componente, por trivial que sea, de plan o proyecto. Es una “cuasi-creación”: cuasi- porque sólo la creación divina es creación verdadera (Zubiri); y creación sólo relativa, porque toda enfermedad está impuesta hasta cierto punto por el azar o la situación (HC 2: 71-70). Luego, el personalista Laín concibe la enfermedad como un “modo aflictivo y anómalo del vivir personal, reactivo a una alteración del cuerpo psicoorgánicamente determinada; alteración por obra de la cual padecen las funciones y acciones vitales del individuo […] y reacción en cuya virtud el enfermo vuelve al estado de salud […], muere, o queda en deficiencia vital permanente” (AMC 224). Si la enfermedad constituye un modo de vivir personal, creación del enfermo, la relación médico-enfermo, en el caso óptimo, consiste en una coautoría, una dualidad coauxiliar, encaminada hacia la recuperación de la salud psicoorgánica (AMC 350). El médico muestra creatividad al intentar co-ejecutar con el enfermo sus estados psíquicos y por medio de un tratamiento que invente posibilidades para un futuro productivo; y el enfermo crea mediante la apropiación de su condición, la personalización libre de su enfermedad. En esta colaboración, médico y enfermo devienen coautores del hecho-evento que es la enfermedad. Concebida la antropología médica como la ciencia del ser humano en cuanto sano, enfermable, enfermo, curable y mortal, la medicina siempre ha intentado disminuir la zona de la enfermabilidad, y convertir lo que fue el rígido límite de la muerte en elástico horizonte. De ahí la definición más vigorosa que nos ofrece Laín de la medicina: es el “arte de ir ganando terreno a la muerte” (AMC 465). Aboga por la humanización de la muerte con la razón antropológica-médica, favoreciendo la adaptación del médico a la actitud particular de cada paciente ante su mortalidad. También celebra la mejora médica de la naturaleza humana, previniendo la enfermedad y aumentando el potencial biológico del individuo. La actualidad médica, que tanto ha preocupado a Laín, incluye la prevención general o específica de la enfermedad, la eugenesia y la eufenesia, la cirugía correctiva prenatal y la ingeniería genética (AMC 455). En rigor, todo el esfuerzo antropológico de Laín se debe a una voluntad de actuali202
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dad científica. Ya queda dicho que su deseo de humanizar la medicina ha respondido a una de las propensiones de la medicina actual, la de personalizar la patología. El camino antropológico elegido corresponde a su respuesta a la filosofía, para él la más actual (Scheler, Ortega, Zubiri), y a la medicina teórica afectada por ella (Von Weizsäcker). La modulación historiográfica dada por Laín a su antropología médica viene impuesta por el trauma de la Guerra Civil Española, pero sólo demuestra lo que Laín ha sostenido siempre, y es que nuestra actualidad histórica entera se caracteriza por su habituación a vivir la vida como crisis (TM 326-335). La crisis hecha hábito mental forma el punto de partida, el marco de referencia repetido, el armazón estructural y la conclusión de esta antropología médica. Parte de la visión del ser humano como inquietud, Homo viator, y afirma la noción del hombre como “una realidad corpórea, siempre en camino, siempre itinerante” (AMC 9). El fin de la Antropología médica para clínicos coincide con su principio, pues la obra termina con la inquietud del médico actual como un inconformista frente al hambre, la guerra, la enfermedad, la contaminación y la injusticia social.
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• Pintor Ramos, Antonio. El humanismo de Max Scheler. Estudio de su antropología filosófica. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1978. • Scheler, Max. Mensch und Geschichte, en Philosophische Weltanschauung, Späte Schriften, en Gesammelte Werke, vol. 9, Berna y Munich: Francke Verlag, 1976; pp. 15-41. — Wesen und Formen der Sympathie, en Gesammelte Werke, vol. VII. Berna: A. C. Francke Verlag, 1973; pp. 7-258. • Schwarz, Oswald. Medizinische Anthropologie. Leipzig: S. Hirzel, 1929. — (ed.). Psychogenese und Psychotherapie körperlicher Symptome. Viena: Julius Springer, 1925. • Siebeck, Richard. Introducción, en Tratado de patología médica, vol. II. Barcelona, Madrid, Buenos Aires, Río de Janeiro: Labor, 1936; pp. 1-51. — Medizin in Bewegung. Klinische Erkenntnis und ärztliche Aufgabe. Stuttgart: Thieme, 1949. • Weizsäcker, Viktor von. Ärtzliche Fragen. Vorlesungen üer allgemeinen Theorie, 2.ª ed. Leipzig: Georg Thieme, 1935. — Natur und Geist. Erinnerungen eines Arztes. Gotinga: Vandenhoeck & Ruprecht, 1954. — Stücke einer medizinische Anthropologie (1927), Arzt und Kranker, 2.ª ed., vol. I. Leipzig: Koehler & Amerlang, 1941; pp. 62-148. • Weyl, Hermann. Gesammelte Abhandlungen, vol. II. Berlín, Heidelberg, Nueva York: Springer Verlag, 1955. • Zubiri, Xavier. Estructura dinámica de la realidad. Madrid: Alianza Editorial, Fundación Xavier Zubiri, 1989.
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Carta inédita de Laín Entralgo. Con varios proyectos científicos en marcha, el último Laín se esfuerza por vencer la inercia, consciente de haber realizado ya mucho. De hecho, no clausura en 1995 sus meditaciones sobre el cuerpo humano como autor, agente y actor de la propia conducta. Tal visión, iniciada con El cuerpo humano. Teoría actual (1989), genera toda una serie de monografías sobre la somatología antes y después de Alma, cuerpo, persona (1995), cuyo “monismo dinamicista” se explica por el abandono del dualismo cristiano alma-cuerpo del Laín anterior a 1989, y también por la superación del monismo materialista con ayuda de la metafísica dinámica de Zubiri. De acuerdo con esta concepción, el hombre es su cuerpo, una estructura dinámica que siente, intelige y quiere por sí misma, y que es nueva y única en la evolución cósmica. Laín escribe contra los “hilemorfistas” (=el neotomismo corriente) y John Eckles, dualista a pesar suyo, y contra orteguianos (Marías y los orteguianos ortodoxos). El Ortega de Laín es precursor del “dinamicista” Zubiri y de su propia somatología. Laín termina la carta mencionando algunos proyectos que llevará a cabo y otros que no. Su curso como profesor emérito (“Teatro y vida”) programado para el primer trimestre de 1995, generará un libro ese mismo año. Pero dejará en el tintero libros sobre las visiones del cuerpo humano en el Renacimiento, la Ilustración, el romanticismo y el positivismo, aunque se pueden encontrar esbozos de los mismos en obras suyas publicadas.
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Sobre los clásicos modernos de la Medicina Interna On modern classics of Internal Medicine I Assumpta Mauri y José Luis Puerta —Ahora digo —dijo a esta sazón don Quijote— que el que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho. (Don Quijote, II, XXV)
Resumen Tras una introducción sobre el papel de los repertorios bibliográficos médicos, los autores describen la historia de los nuevos libros canónicos de la Medicina Interna que son usados actualmente en los países de habla española e inglesa.
Palabras clave Obras de Medicina Interna. Bibliografías médicas.
Abstract Following an introduction about the relevance of medical bibliographies, the authors describe the history of the new canonical books of Internal Medicine used nowadays in Spanish and English speaking countries.
Key words Internal Medicine Books. Medical Bibliography indexes.
I Tan importante como la redacción de un buen texto es su difusión para llegar a hacerse un hueco en el mundo de los libros. Éste ha sido tradicionalmente el cometido de las bibliotecas y sus bibliotecarios: discernir qué documentos son dignos de ocupar un lugar, en un espacio siempre limitado, de una manera ordenada. La autora es médico y Máster en Información y Documentación. El autor es médico. 206
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Como es bien sabido, a partir del siglo XVII la publicación de libros alcanzó una magnitud considerable y las instituciones basadas en el conocimiento, especialmente las educativas y científicas, comenzaron a expandirse. Así, surgió una nueva necesidad: contar con antologías o repertorios bibliográficos más o menos formales u oficiales que asegurasen a las instituciones antiguas o de nueva planta —ya fuesen facultades, bibliotecas o, más modernamente, hospitales— la información necesaria para disponer de los libros y documentos considerados imprescindible para realizar su cometido. A dar respuesta a esta necesidad se han dedicado frecuentemente personas anónimas, aunque decisivas para que el conocimiento no se estanque. Tal fue el caso de Alfred N. Brandon (19221996), bibliotecario médico y compilador del índice de materias de la List of Journals Indexed in Index Medicus, quien, en 1965, cuando era el director de la Welch Medical Library en la John Hopkins University, dedicó parte de sus esfuerzos a crear una colección actualizada de la literatura médica “que a la vez sirviera como ayuda para seleccionar los textos que debía procurarse un hospital, sociedad médica, clínica u organización similar” (1). Para ello elaboró una lista de las obras que había seleccionado y la publicó como repertorio de libros y revistas de referencia (Selected List of Books and Journals for the Small Medical Library). Al resultar de gran ayuda a los encargados de las adquisiciones en las bibliotecas de los hospitales (y facultades de medicina), la lista se popularizó inmediatamente y sus sucesivas ediciones (en las que contó con la ayuda de otros colaboradores) lograron la aceptación nacional e internacional. Su éxito se vio favorecido por el hecho de que, al incluir los precios de las obras recogidas en su relación, facilitaba a los bibliotecarios la tarea de informar a los gerentes sobre el coste de la compra. En aquellos años el catálogo más actualizado era el VA List (editado por la US Veterans Administration) (2), pero como estaba dirigido a las bibliotecas de los hospitales de veteranos su contenido era limitado y no abarcaba especialidades importantes, como obstetricia o pediatría. Tampoco podemos olvidar que, hasta aquellas fechas, el repertorio de bibliografía médica más útil había sido el publicado esporádicamente entre 1940 y 1959 por la American Medical Association (AMA) (3), aunque se encontraba desfasado a mediados de la década de 1960 y la AMA no tenía intención de actualizarlo. Algo más tardío en su aparición y también de gran ayuda fue el recurso bibliográfico A Library of Internists, publicado entre 1973 y 1997, cada tres años, por el American College of Physicians (4). En 1979 Alfred N. Brandon pasó a ocupar el puesto de director de la Levi Library del Mount Sinai Hospital de Nueva York, donde la bibliotecaria encargada de las adquisiciones, Dorothy Hill, se unió al proyecto. La lista —que llegó a ser conocida como la Brandon/Hill Selected List of Print Books and Journals for the Small Medical Library— fue recomendada por la influyente Joint Commission on Healthcare Organizations en 1994 y publicada bianualmente en el Bulletin of the Medical Library Association hasta 2001 (la correspondiente a 2003 apareció solamente en Internet). Su primera versión (5) contenía 358 libros y 123 revistas clasificados por temas, de acuerdo con las entradas de la Biblioteca del Congreso de EE UU; y la última, dedicada exclusivamente Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:206-221
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a la literatura médica (6), tras haberse escindido los títulos de las publicaciones de enfermería (en 1979) y de las profesiones asociadas a la salud (en 1984), contenía 672 libros (de los que los autores considerarían imprescindibles 81) y 141 revistas. Con la jubilación de Dorothy Hill en 2004, la lista dejó de actualizarse tras alcanzar su vigésima edición. Como la necesidad de una guía para desarrollar una colección de textos imprescindibles en las bibliotecas médicas seguía vigente, Doody Enterprises (www.doodyenterprises.com), empresa especializada en la elaboración de revisiones de libros médicos publicados en lengua inglesa, decidió recoger el testigo del proyecto iniciado por Brandon 40 años antes. Y, a finales de 2004, comenzó a publicar en la Web una colección anual elaborada por bibliotecarios médicos que incluye una “puntuación” para cada título, que se basa en el prestigio reconocido del (los) autor(es)/editor(es) en su disciplina, el alcance de la materia estudiada, la calidad del contenido, su utilidad y el precio (7). Actualmente la 5.a edición (2008) de los Doody’s Core Titles in the Health Sciences contiene los títulos recomendados para 121 especialidades de Medicina clínica, ciencias básicas, enfermería, medicina alternativa y profesiones sanitarias. Al otro lado del Atlántico, en el Reino Unido, desde 1992, se viene editando también una lista de literatura médica en lengua inglesa, alternativa a la de Brandon/Hill, que es más amplia y está elaborada con una perspectiva más internacional, ya que incluye podología, cuidados paliativos, medicina alternativa y otros temas —como terapia ocupacional, fisioterapia y logoterapia— que en las listas de Brandon-Hill estaban recogidos dentro del apartado de las profesiones asociadas a la salud. Se trata de A Core Collection of Medical Books and Journals compilada por Howard Hague (8) del Imperial College of Science, Technology and Medicine en sus tres primeras ediciones y al que más tarde se sumarían otros compiladores. En la 5.a y última edición (2006) ha participado la compañía Tomlinsons Booksellers, que se ha encargado de su impresión y distribución (9). Este elenco de obras médicas es utilizado por algunos bibliotecarios médicos en la preparación de los petitorios de adquisiciones de libros y también por las comisiones de acreditación de los centros hospitalarios británicos con facultad para formar especialistas. En España, entre los requisitos mínimos para la acreditación de hospitales establecidos por las comisiones nacionales de las distintas especialidades médicas se encuentran los repertorios de libros y publicaciones periódicas con las que debe contar la biblioteca del centro con capacidad docente (10). Este artículo no pretende presentar al lector una recopilación exhaustiva de los repertorios bibliográficos médicos ni de los libros de texto que en ellos se recogen, aunque haya sido necesaria esta somera introducción para llamar su atención sobre cómo se organiza la información científica y técnica —aunque nos hayamos referido a una disciplina como la medicina— en los países donde se valoran estas contribuciones y la importancia que se le da a semejante labor. En realidad, el objetivo que aquí se persigue es contar una pequeña historia acerca de las obras fundamentales de la Medicina Interna, especialmente de habla inglesa y castellana, más utilizadas en España. 208
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Las grandes obras Entre los textos generales de Medicina Interna actualmente utilizados, el libro anglosajón más antiguo es The Principles and Practice of Medicine, cuya 17.a edición fue publicada en 1968 por Abner McGehee Harvey (1911-1998), director del departamento de Medicina de la Johns Hopkins University School of Medicine, junto con cinco colaboradores. Resucitaba así, tras 21 años de ausencia en las librerías, el texto editado por primera vez en Nueva York en 1892 bajo el mismo título por el clínico canadiense Sir William Osler (1949-1919), profesor de Medicina en la McGill University, la University of Pennsylvania y la Johns Hopkins Medical School, y Profesor regio de Medicina en la Universidad de Oxford. Así, los doctores A. M. Harvey y George McDermott, y la editorial Appleton Century Crofts, que publicó por primera vez la obra magna de Osler, hacían realidad el sueño de su fundador (11): que la Johns Hopkins tuviese su propio tratado de Medicina. De esta obra han ido apareciendo sucesivas ediciones, la última en 2001 (24.a ed, Appleton-Century-Crofts)1. La traducción al español más reciente que se ha podido localizar es de la 22.a edición de 1988, bajo el título: Tratado de Medicina Interna (Ed. Interamericana-McGraw Hill, 1994). La séptima edición de The Principles and Practice of Medicine, publicada en 1909, fue la última que Osler preparó solo y llevaba como subtítulo Designed for the Use of Practitiones and Students. La obra siguió siendo, en palabras de H. Cushing, “el libro más utilizado y más útil en Medicina” durante décadas. Su primera traducción al español se hizo a partir de la 8.a edición y fue publicada en Barcelona en 1915, y todavía se publicaría una 2.a traducción de la 14.a edición en Buenos Aires en una fecha tan tardía como 1949 (12). También tiene interés recordar que Osler introdujo en su obra un sistema para la descripción de las enfermedades que, desde entonces, ha sido imitado en casi todos los tratados de Medicina Interna. Cada enfermedad comenzaba con una definición, seguida de una nota histórica, para continuar con la etiología, modo de transmisión (en el caso de enfermedades infecciosas), anatomía patológica, síntomas, diagnóstico y tratamiento (13). En Inglaterra, el libro de texto con un origen más remoto es el Oxford Textbook of Clinical Medicine, editado por primera vez en 1922 bajo el título Textbook of the Practice of Medicine por el cardiólogo Frederick W. Price (1873-1927), consultor del Royal Northern Hospital de Londres. Entre 1922 y 1950 aparecieron ocho ediciones de la obra, que se publicaría con el título Price’s Textbook of the Practice of Medicine a lo largo de cuatro ediciones más, hasta 1978. A principios de la década de 1980 se hicieron cargo de ella varios popes de la medicina británica con el fin de convertirlo en un texto más moderno. Uno de ellos, David Warrell, muy conocido por sus estudios prospectivos sobre morde1
A lo largo de todo el artículo se incluirá la última edición de los libros, junto con su editorial y fecha de edición, entre paréntesis, salvo en el caso de la obra clásica de A. Cochrane Effectivity and Efficiency: random reflections on the health services, que ha permanecido inalterada en sucesivas reimpresiones, por lo que tan solo se hará mención de la primera edición y sus traducciones al español. Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:206-221
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duras de serpiente en países tropicales, es el editor principal de la actual edición (4.a ed., Oxford University Press, 2003), incluida en los Doody’s Core Titles. Se trata de una obra no escrita en exclusiva para el “primer mundo” —no en vano el profesor Warrell es el fundador del Oxford Centre of Tropical Medicine— y que, por ende, tiene como objetivo ayudar a los médicos que trabajan en distintos contextos clínicos. Además de los contenidos habituales en un texto de Medicina Interna, incluye revisiones generales de otros campos, como psiquiatría, dermatología u oftalmología; las descripciones nosológicas que aporta no están basadas únicamente en lo que hoy conocemos en la literatura médica, por una inadecuada traducción del inglés, como “evidencias”, sino que también se fundamentan en la experiencia de sus autores, figuras indiscutibles en sus respectivas especialidades. Además, el abordaje clínico que propone no siempre descansa en costosas pruebas de imagen y laboratorio. Su único inconveniente es lo abultada que resulta la edición en papel en tres tomos, aunque también existe en soporte digital (CD-ROM). Hay una versión reducida: el Concise Oxford Textbook of Medicine (1.a ed. Oxford University Press, 2000), también incluida en los Doody’s Core Titles. Actualmente está en preparación la 5.a edición de la versión no abreviada. Otro texto clásico en lengua inglesa es el Cecil Textbook of Medicine. Incluido ya en la 1.a edición de la lista de Brandon/Hill, fue editado por primera vez en 1927 por Rusell LaFayette Cecil (1881-1965), profesor de medicina y precursor del desarrollo y la implementación de ensayos clínicos en la Cornell Medical School de Nueva York. Pese a la admiración que sentía por la obra osleriana The Principles and Practice of Medicine, el doctor Cecil asumió que en la nueva era de la especialización médica ya no era posible que una sola persona abarcase todo el campo de la Medicina Interna e invitó a 130 especialistas a colaborar en su libro. Las ediciones aparecidas entre 1951 y 1959 fueron publicadas en cooperación con con Robert F. Loeb (1895-1973), profesor de Medicina en la Columbia University de Nueva York (14), cuyo nombre dejaría de aparecer en la 16.a edición. Obra dedicada fundamentalmente a médicos clínicos, desde su anterior edición de 2004 incluye un capítulo sobre farmacología clínica y ha ampliado su sección sobre oncología. La edición más reciente, contenida en los Doody’s Core Titles, ha sido dirigida por Lee Goldman (1948), actual vicepresidente de la Columbia University y decano de su Facultad de Medicina, y lleva por título Cecil Medicine (23.a ed., Saunders-Elsevier Science, 2007). Las recomendaciones de tratamiento recogidas en la obra están basadas en “evidencias” médicas; y sus algoritmos e ilustraciones pueden descargarse para hacer presentaciones electrónicas. Además incorpora 1.000 preguntas y respuestas para evaluar los conocimientos adquiridos. Su contenido completo está disponible en Internet a través de la página Web de Elsevier Science y se actualiza regularmente2. La vigé-
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Los accesos online que se comentan en este artículo son aquellos que pueden conseguirse a título individual con la adquisición de las obras, no los que son susceptibles de contratación por parte de las bibliotecas. 210
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simo segunda edición de la obra (2004) también está disponible en CD-ROM y en una versión que se puede descargar en la PDA (Personal Digital Assistant). La última traducción al castellano que existe es de la 21.a edición (McGraw Hill, 2002) con el título Cecil. Tratado de Medicina Interna. En el mercado hay dos versiones reducidas del Cecil Textbook of Medicine. Una de ellas, incluida en la edición de 2003 de la lista de Brandon/Hill y en los Doody’s Core Titles, se ha publicado desde 1986 en un formato intermedio entre el libro de texto y el compendio con el título Andreoli and Carpenter’s Cecil Essentials of Medicine y está dirigida por Thomas E. Andreoli, jefe del departamento de Medicina Interna del University of Arkansas College of Medicine. Su última edición (7.a ed., Saunders-Elsevier Science, 2007) incorpora como novedad las bases de biología molecular de las enfermedades. La edición online, accesible a través de la página Web de Elsevier Science, incluye enlaces adicionales a fotos, imágenes radiológicas y presentaciones multimedia (de audio, vídeo e incluso algunas estructuras moleculares en movimiento). Asimismo, en formato de bolsillo se halla el Pocket companion to Cecil Textbook of Medicine (21.a ed., Saunders, 2002), cuya vigésimo segunda edición electrónica, el Cecil Clinical Companion CD-ROM PDA Software admite descargas a una PDA. Esta edición está disponible en castellano bajo el título Cecil. Manual de Medicina Interna (21.a ed., McGraw Hill, 2002). También existe un libro con 1.300 preguntas de respuesta múltiple referidas a la 22.a edición del libro de texto, el Cecil Review Textbook of Medicine (8.a ed., Elsevier Science, 2004). A estas alturas, ya habrá notado el lector el grado de complejidad que han alcanzado ciertos textos médicos al combinar, por un lado, ediciones en papel con otras en formato electrónico; y, por otro, la publicación simultánea de manuales abreviados y libros orientados a la autoevaluación. Hoy día, el libro de texto anglosajón de Medicina Interna por excelencia —ya recomendado en la primera lista elaborada por Alfred N. Brandon en 1965, entonces con un precio de 19,50 dólares la edición en un único volumen y de 27,50 dólares en dos volúmenes (15)— es el Harrison’s Principles of Internal Medicine, publicado en EE UU desde 1950. Sus primeras cinco ediciones fueron dirigidas por Tinsley Randolph Harrison (1900-1978), impulsor de numerosas investigaciones sobre el sistema cardiovascular, tanto a nivel básico como clínico, y profesor de Medicina Interna y decano en varias universidades de EE UU. Aunque T. R. Harrison no llegó a conocer a W. Osler, que falleció cuando cursaba su segundo año de carrera, recibió su influencia a través de su padre, W. G. Harrison, también médico y discípulo de Osler. Está documentado que éste le comentó a W. G. Harrison cuando su hijo tan sólo tenía 3 años: “Tienes que hacer de él un profesor de Medicina” (16). Tras la muerte del doctor Harrison, la obra siguió siendo publicada por sus colaboradores. El puesto de editor principal de la última edición (17.a ed, McGraw-Hill, 2008) ha recaído sobre Anthony S. Fauci (1940), jefe del Laboratorio de inmunorregulación de los National Institutes of Health en Bethesda (EE UU) y uno de los inmunólogos más conspicuos de la actualidad. Este texto clásico que no necesita presentación, recogido Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:206-221
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en los Doody’s Core Titles, contiene los últimos desarrollos habidos en el ámbito de la biomedicina. Editado en uno o dos tomos y en cuatricromía, lo que facilita la consulta rápida al estar enriquecido con cientos de ilustraciones —e incluso atlas completos— que no se encontraban en ediciones previas. Incluye un DVD con el texto y las imágenes. La 16.a edición de este libro de texto canónico está vertida al castellano desde 2006 y acaba de salir a las librerías la traducción de la 17.a edición. Su edición más reciente viene acompañada de un libro con 1.000 preguntas de elección múltiple referidas al libro de texto, titulado Harrison’s Principles of Internal Medicine, self-assesment and board review (17.a ed, McGraw-Hill, 2008). Igualmente, hay un manual de la Dr. Tinsley R. Harrison (1900-1978). 16.a edición, el Harrison’s Manual of Medicine (16.a ed. McGraw-Hill, 2005), cuya versión electrónica permite descargar a la PDA tablas, diagramas y texto. La obra está también publicada en español bajo el título Manual de Medicina Harrison (16.a ed., McGraw-Hill, 2005). Una obra más breve que las anteriores —su última edición contiene 1.392 páginas— es Davidson’s Principles and Practice of Medicine, publicada por primera vez en 1952 por Stanley Davidson (1894-1981) en un volumen de tamaño reducido, que se centraba en patologías comunes y problemas médicos habituales, junto con una explicación de la anatomía y la fisiología relacionada con la enfermedad. El profesor Davidson, uno de los investigadores más destacados de Gran Bretaña, que recibiría en 1956 el título de Sir por sus méritos científicos y académicos (17) (Osler recibiría el de baronet en 1911 de manos de Jorge V [18]), fue catedrático de Medicina en la facultad de Edimburgo durante 21 años y presidente del Royal College of Psysicians en dicha ciudad. Es oportuno señalar la importancia y tradición de la Universidad de Edimburgo, una de las más antiguas de Gran Bretaña, que fue fundada en 1582. Su facultad de Medicina se crearía 212
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formalmente en 1726, en un intento de atraer a estudiantes extranjeros y de mantener en Escocia a los escoceses. En el siglo XVIII se convirtió en una de las luminarias de la Ilustración europea. En la actualidad se encuentra entre las cien universidades más importantes de todo el mundo (19). En 1964 el doctor Davidson, que había alcanzado ya la edad de 70 años, confió a John G. McLeod (1915-2006), por entonces médico consultor del Western General Hospital de Edimburgo, la coordinación de su obra en la que colaboraría a lo largo de seis ediciones. El director de la edición más reciente (20.a ed., Elsevier Health Sciences, 2006) es Nicholas A. Boon, cardiólogo y lector honorario de la Universidad de Edimburgo. Dirigido a estudiantes y médicos residentes, es un texto de medicina general (e interna) internacionalmente afamado —en 2007 consiguió el premio de la Royal Society of Medicine a “una nueva edición de un libro de texto médico ya publicado”— y es conocido por relacionar la patogenia de la enfermedad con la práctica de la Medicina clínica. Está organizado en dos secciones: Principles of Medical Practice and System-Based Diseases (donde se abordan los principios generales de la enfermedad), y Practice of Medicine (dedicada a la clínica y el tratamiento). La última edición incluye capítulos nuevos sobre buenas prácticas clínicas, mecanismos moleculares de la enfermedad y factores inmunológicos patogénicos, y ha actualizado sus capítulos sobre enfermedades infecciosas, punto débil de la edición anterior. Contiene tablas e imágenes y, con el fin de abarcar a lectores de todo el mundo, utiliza tanto las unidades del Sistema Internacional (SI) como las no SI. La versión electrónica, accesible a través de la página Web de su editorial, posee una autoevaluación de 750 preguntas con enlace al texto online. Recientemente se ha publicado una obra complementaria, titulada Davidson’s Clinical Cases (1.a ed., Elsevier Health Science, 2008), que describe los pasos a dar para llegar al diagnóstico de 90 casos clínicos. Por otra parte, un texto bien organizado y fácil de leer es el Internal Medicine: Diagnosis and Therapy —incluido en la lista de Brandon/Hill de 2003—, fue editado por primera vez en 1983 por Jay H. Stein, nefrólogo y director del University of Texas Health Science Center en San Antonio. Actualmente es vicepresidente y decano del Baylor College of Medicine en Houston (Texas, EE UU). Su 6.a edición se titula Core Textbook of Internal Medicine (6.a ed., Mosby, 2002), y aborda ciertas disciplinas complementarias de la medicina clínica, como son informática médica, gestión sanitaria e implementación de guías de práctica clínica, si bien se echan de menos unos capítulos introductorios amplios como los contenidos en los textos de Harrison y Cecil. Existe una versión en CD-ROM de la 5.a edición (1998) y la última traducción al español es de 1995: Medicina Interna. Diagnóstico y Tratamiento (3.a ed., Salvat Editores S.A., 1995). Una obra muy adecuada para realizar consultas rápidas es el Kelley’s Textbook of Internal Medicine, publicado por primera vez en 1989 por William N. Kelley (1939), un internista autor de las tres primeras ediciones de la obra y que por entonces era el decano de la University of Pennsilvania School of Medicine en Filadelfia. Investigador de la enfermedad de Lesh-Nyhan y pionero de la terapia génica in vivo, posee una patente para la transducción de la hipoxantina-guanina-fosforribosil transferasa. (En la actuaArs Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:206-221
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lidad es director de GenVec [www.genvec.com], una empresa de biotecnología.) La última edición (4.a ed., Lippincott, Williams and Wilkins, 2000), incluida en la lista de Brandon/Hill de 2003 y en los Doody’s Core Titles, ha sido dirigida por H. D. Humes, nefrólogo y profesor de Medicina Interna en la University of Michigan Medical School en Ann Arbor. Cada sección del libro contiene una serie de capítulos sobre el enfoque general de los pacientes e incluye indicaciones para su traslado u hospitalización, de gran interés para el clínico. La obra contiene unos 120 algoritmos basados en “evidencias” para el manejo de los grandes síndromes, de los cuales se ha publicado un compendio de bolsillo para la toma de decisiones a la cabecera del paciente, el Clinical Decision Manual: companion to Kelley’s (1.a ed, Lippincott, Williams & Wilkins, 2000). También existe una versión condensada de la obra, el Kelley’s Essentials of Internal Medicine (2.a ed., Lippincott, Williams & Wilkins 2001) y un libro que contiene 1.100 preguntas de elección múltiple con respuestas referidas a la 4.a edición del Textbook, titulado Review of Internal Medicine (2.a ed., Lippincott, Williams & Wilkins, 2000). Tan solo se echa de menos una edición más reciente de este didáctico libro de texto. Su 2.a edición está traducida al español (2.a ed., Ed. Médica Panamericana, 1993). Aunque este artículo trata de los textos de Medicina Interna, no se puede olvidar que en la base del aprendizaje de las disciplinas clínicas está la fisiología. Por este motivo, y por su indiscutible hegemonía entre los libros médicos de hoy, sería imperdonable no recordar a Arthur C. Guyton (1919-2003) y su obra. Devenido fisiólogo y pionero de la investigación del sistema cardiovascular, tras ver truncada su residencia en cirugía al haber contraído la polio, el profesor Guyton ocupó desde 1948 el puesto de director del Departamento de Fisiología y Biofísica de la University of Mississipi School of Medicine en Jackson. En 1956 publicó por primera vez su Textbook of Medical Physiology, tras la petición que le hizo John Dusseau, editor médico de Saunders, de revisar y publicar las notas que hasta entonces había elaborado para sus alumnos con el fin de que éstos escuchasen en clase en lugar de estar tomando apuntes. Mediante una laboriosa recopilación reunió los distintos sistemas orgánicos en un solo texto, poniendo el énfasis en la homeostasis y en la interacción entre los mismos. Desde entonces ha oficiado —a Dr. Arthur C. Guyton (1919-2003). través de su conocidísimo libro de texto, 214
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conferencias y publicaciones— de mentor de la fisiología de varias generaciones de médicos de todo el Mundo. Las ocho primeras ediciones del Textbook —incluido en la lista de Brandon/Hill— fueron escritas íntegramente por él a lo largo de un período de 40 años (20), y la 9.a y 10.a en colaboración con John E. Hall (1946). Este último, profesor del departamento dirigido por Guyton y director del mismo desde 1989, se ha hecho cargo en solitario3 de la publicación de la obra (11.a ed. Elsevier, 2005) tras el desventurado fallecimiento del doctor Guyton en accidente de automóvil en 2003. El contenido de la nueva edición —incluida en los Doody’s Core Titles y accesible en Internet— presenta pocos cambios respecto a la anterior, de 2000, aunque resulta patente que se ha hecho un intento por limitar la extensión del texto en sus dos últimas ediciones. Sus mejores secciones siguen siendo las dedicadas a la fisiología cardiovascular y renal, puntos fuertes de las investigaciones de Guyton y Hall. Circunstancia por la que no puede dejarse de señalar que aquel fuera invitado por el Royal College of Physicians de Londres en 1978 para impartir una conferencia con motivo de cumplirse el IV centenario del nacimiento de William Harvey (1578-1657) (21). También en la última edición de “el Guyton” —como se ha denominado siempre coloquialmente en nuestro medio a este magnífico libro de texto—, entre sus novedades más importantes, destacan las ilustraciones en color y la selección de referencias bibliográficas procedentes de revistas publicadas recientemente, a cuyo texto completo es posible acceder gratuitamente a través de la página electrónica de PubMed. El profesor Hall es además autor de un libro que contiene 1.000 preguntas con respuesta de elección múltiple, titulado Guyton & Hall Physiology Review (1.a ed., Elsevier Science, 2005), y de la actual versión de bolsillo de la obra, el Pocket companion to Guyton & Hall Textbook of Medical Physiology (11.a ed., Elsevier Science, 2006). El Textbook fue vertido por primera vez al castellano en 1963 y su traducción más reciente se ha hecho a partir de la 11.a edición en inglés, con el título Guyton & Hall. Tratado de Fisiología médica (11.a ed., Elsevier España, 2006), cuya adquisición permite el acceso en Internet a la versión original. También está traducida al español la versión reducida de su última edición, titulada Guyton & Hall. Compendio de Fisiología médica (11.a ed., Elsevier, 2007). Pero volvamos a la Medicina Interna y, en concreto, a las obras creadas en España. El texto clásico más conocido es Medicina Interna. Farreras-Rozman, sucesor de la versión en castellano de la obra publicada en 1923 por Alexander von Domarus (1881-1945), a la sazón jefe del servicio de Medicina Interna del Hospital municipal de Berlin-Weissensee, y editada en un único tomo en Berlín por la editorial Springer con el título Grundriss der Inneren Medizin. Sería Pere Farreras Sampera (1876-1955), médico y veterinario, presidente del Colegio de veterinarios de Barcelona entre 1928 y 1930, y traductor de importantes obras de medicina veterinaria, el encargado de traducir al español la 3.a edición de 1928,
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A este respecto véase: Mazana J S. Arthur Guyton (1919-2003): Un gigante de la Fisiología. Ars Medica. Revista de Humanidades. 2003;2(1):302-306. Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:206-221
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que vio la luz con el título de Manual práctico de Medicina Interna4 en 1929. Desde la 5.a edición en castellano, el texto se reescribiría y publicaría con el título Medicina Interna: compendio práctico de patología médica por su hijo, Pedro (Pere) Farreras Valentí (1916-1968), hematólogo y catedrático de Medicina Interna en la Universidad de Barcelona. En 1955 se uniría Ciril Rozman (1929), Catedrático de Patología y Clínica Médicas, y actualmente profesor emérito de la Universidad de Barcelona. Tras el fallecimiento de P. Farreras Valentí, C. Rozman asumiría su dirección, a partir de la 8.a edición de 1972, y el título de la obra quedaría reducido al de Medicina Interna. Se trata de una obra clásica en dos volúmenes que ha ido creciendo e incorporando cada vez más colaboradores hasta llegar a los 676 de su última edición (16.a ed., Elsevier España, 2008), tamDr. Pere Farreras Valentí (1916-1968). bién accesible en Internet, en la que se ha hecho un enorme esfuerzo de síntesis para que el tratado no creciera excesivamente en extensión. Debe subrayarse la inclusión de un capítulo relativo al manejo de las fuentes bibliográficas, en un intento de dotar al lector de recursos para mantener actualizados sus conocimientos. 4
La tradición de la publicación de manuales —actualmente tan bien conocidos por los médicos residentes en su edición anillada de tapa blanda— procede fundamentalmente de Alemania donde, antes de la segunda Guerra Mundial, gran parte de las obras se publicaban bajo esa denominación. Pese a la simplificación que su nombre pueda sugerir, estos manuales consistían en revisiones de la literatura llevadas a cabo por autores de renombre, en ocasiones en varios volúmenes. Algunos han seguido apareciendo, aunque en época más reciente gran parte ha adoptado el inglés para su publicación. Recordemos que el viraje del alemán al inglés como lengua vehicular de la comunicación científica se produjo tras la segunda Guerra Mundial. 216
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En sus últimas cinco ediciones se ha publicado acompañado de una autoevaluación —impresa o electrónica— y en las tres más recientes de un CD-ROM, que en la última contiene más de 3.000 preguntas referidas al libro de texto. Desde su decimotercera edición, el profesor Rozman ha elaborado una versión reducida: Compendio de Medicina Interna (3.a ed., Elsevier España, 2005). De aparición más reciente —salió de la imprenta en 1997— es el tratado Medicina Interna editado por Juan Rodés (1938), hepatólogo y catedrático de Medicina de la Universidad de Barcelona, y actualmente director del Instituto de Investigaciones Sanitarias del Hospital Clínic- IDIBAPS en la misma ciudad, y por Jaume Guardia, internista y catedrático Dr. Juan Rodés Teixidor (1938). de Medicina de la Universidad Autónoma de Barcelona. Su edición actual (2.a ed., Masson, 2004), en la que han colaborado más de 600 autores, incluye una introducción que explica el cambio de paradigma habido en la práctica médica y, además de los temas contenidos en cualquier tratado de esta disciplina, aborda cuestiones de gran actualidad sobre los avances recientes, como ética médica, Medicina basada en la “evidencia”, biología molecular, farmacogenómica y terapia génica, intoxicaciones por armas químicas, geriatría, economía de la salud y aplicación de la informática a la Medicina. Contiene una amplia sección sobre farmacología clínica y otra sobre pruebas de laboratorio. Bien estructurado y con profusión de tablas e imágenes, su único inconveniente reside en lo abultado de sus dos tomos. Incluye un CD-ROM con exámenes MIR simulados.
Compendios y ediciones de bolsillo Además del Concise Oxford Textbook of Medicine y su versión americana, y de los textos abreviados de Harrison, Cecil, Kelley, Farreras-Rozman y Guyton, a los cuales ya se ha hecho referencia, resultan muy recomendables los dos libros siguientes: Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:206-221
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El Oxford Handbook of Clinical Medicine (7.a ed., Oxford University Press, 2007), incluido en los Doody Core Titles y ampliamente utilizado por estudiantes y médicos residentes, nació en 1985 a partir de los apuntes tomados por dos médicos de Oxford, Tony Hope y Murray Longmore, cuando pasaban visita. Este último, actualmente médico general en Sussex, es el director de la última edición. Ésta tiene sobre ediciones anteriores la ventaja de presentar información sobre consentimiento informado y habilidades clínicas, y contiene capítulos sobre radiología, cirugía, oncología, cuidados paliativos y medicina de urgencias. Además, la obra está dotada de reglas mnemotécnicas y algoritmos para la resolución de problemas. La edición actual ha sido premiada por la British Medical Association en su celebración de 2007 de la Medical book competition, certamen que pretende incentivar la excelencia en las publicaciones médicas. Existe una versión electrónica para descargar en la PDA: el Oxford Handbook of Clinical Medicine for PDAs (7.a ed., Oxford University Press, 2008), editada en formato CD-ROM. Recientemente se ha publicado una versión americana en la que han colaborado fundamentalmente autores estadounidenses, el Oxford american Handbook of Clinical Medicine book and PDA Bundle (1.a, Oxford University Press USA, 2008), uno de cuyos editores es también M. Longmore; está disponible en versión electrónica. El Oxford Handbook of Clinical Medicine fue traducido al español en 1990, editado por el Ministerio de Sanidad y Consumo bajo el título Manual Oxford de Medicina General. La última traducción al español es de 2000. Un compendio de estructura clara es el Herold: Innere Medizin, editado desde 1982 por Gerd Herold (1945), internista y especialista en Medicina del Trabajo. En este momento dirige los servicios médicos de Ford-Werke AG en Colonia (Alemania). Actualizado anualmente —cada otoño aparece una nueva edición publicada por la editorial creada por el propio G. Herold— es extraordinariamente popular entre los estudiantes alemanes para la preparación de su Examen de Estado con el que obtienen la licenciatura en Medicina. Particularmente estimable es el hecho de que recoge los códigos de la clasificación internacional de enfermedades CIE-10 de la OMS en el texto y en el índice. Su único inconveniente es su impresión a una tinta, que resulta algo monótona y anticuada, así como el papel tan fino en el que se imprime. Existe en formato electrónico para PC Windows y PDA, y dispone de un sistema de navegación interna. La edición alemana de 2005 se tradujo al castellano con el título Medicina Interna (2.a ed. Amolca, 2005).
Textos para el aprendizaje de la medicina basada en la “evidencia” En relación a la Medicina basada en la “evidencia” (MBE), la obra clásica seminal es Effectivity and Efficiency: random reflections on the health services (1.a ed., Nuffield Provincial Hospitals Trust, 1972) del epidemiólogo británico pionero en estudios de campo sobre enfermedades pulmonares entre mineros del carbón Archibald L. (“Archie”) 218
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Cochrane (1909-1988). Se trata de un libro extraordinariamente ameno que ha tenido una profunda influencia en la práctica de la Medicina y la evaluación de las intervenciones médicas en todo el mundo. Por deseo expreso del profesor Cochrane, su monografía publicada en 1972 permaneció inalterada en sus sucesivas reimpresiones. En español existe una traducción de la edición de 1999 (1.a ed., Salvat, 1985) y otra posterior de la Asociación Colaboración Cochrane Española (1.a ed., AECC, 2000) que incluye unas breves reflexiones acerca de la monografía redactadas por él mismo unos dos años después de su publicación, así como su necrológica, redactada por el propio autor antes de su muerte. Con el objeto de animar a su imprescindible lectura puede ser útil exponer su opinión allí vertida acerca del Sistema Nacional de Salud británico: “Una vez pregunté a un empleado de un crematorio, que tenía cara de estar contento, qué era lo que encontraba tan satisfactorio en su trabajo. Me contestó que lo que le fascinaba era cómo entraba tanta cantidad y salía tan poca. Pensé en recomendarle un trabajo en el National Health Service, pues eso podía haber aumentado su satisfacción laboral” (22). Para el aprendizaje de la MBE es muy recomendable el libro Evidence-based Medicine: how to practice and teach EBM (3.a ed., Churchill Livingstone, 2005). Su autor principal es David L. Sackett (1934), médico canadiense que fundó el primer departamento de epidemiología clínica en la Universidad McMaster en Hamilton (Ontario), cuna del movimiento de la MBE. La versión en español del libro es traducción de la 1.a edición inglesa de 1997 (2.a ed., Harcourt, 2001). Otra obra de gran interés es la realizada por la bibliotecaria experta en informática sanitaria K. Ann McKibbon, también canadiense y profesora en la Universidad McMaster, escrita junto con dos colaboradoras y denominada PDQ Evidence-based Principles and Practice (1.a ed., B. C. Decker Inc., 1999). Incluye un CD-ROM con ejemplos concretos para llevar a cabo las búsquedas bibliográficas sugeridas al final de cada capítulo. Existe una traducción española de la edición original en inglés (1.a ed., Medical Trends S.L., 2000) que también se acompaña de un CD-ROM con ejercicios de búsquedas bibliográficas. Para terminar, y dirigidas a cualquier médico que desee comprender la literatura y usarla de la forma más eficaz, no pueden quedarse sin mencionar las User’s Guides to the Medical Literature: a Manual for Evidence-Based Clinical Practice (1.a ed., AMA Press, 2002), recopiladas a partir de una serie de artículos aparecidos en el Journal of the American Medical Association (JAMA) entre 1993 y 2000 y editadas por Gordon H. Guyatt (1953) y Drummond Rennie. G. H. Guyatt, profesor de epidemiología clínica y bioestadística en la Universidad McMaster, fue quien acuñó el término Evidence-based Medicine en 1990 para definir lo que consideraba medicina científica (23); a su vez, D. Rennie, nefrólogo, es profesor en el Institute for Health Policy Studies de la Universidad de California. Acérrimo defensor de la integridad en las publicaciones científicas, ha sido Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:206-221
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Sobre los clásicos modernos de la Medicina Interna
editor científico del New England of Medicine y del JAMA. Las User’s Guides han sido traducidas al español con el título: Guías para usuarios de la literatura médica. Manual para la práctica clínica basada en la evidencia (1.a ed., Ars Medica, 2004).
Epílogo Deseamos finalizar este artículo con las palabras que, parafraseando al historiador James Fitzjames Stephen, pronunció John Shaw Billings (1838-1913), por entonces director de la Library of the Surgeon’s General Office y que andando el tiempo llegaría a ser la National Library of Medicine de EE UU, en una conferencia titulada Nuestra literatura médica en el VII Congreso médico internacional que tuvo lugar en Londres en agosto de 1881: “Por encima de todo lo demás, [está] la biblioteca del Museo Británico. Ésta constituye el resultado neto de una lucha infinitamente prolongada entre las fuerzas de los hombres… [frente a otras fuerzas]” (24). Estas palabras de Stephen, que Billings hizo suyas ante una audiencia donde se hallaban figuras como Wirchow, Volkman o Pasteur, muestran la opinión sustentada por ambos acerca de la fuerza cohesiva y la influencia civilizadora de la palabra escrita. Los autores de este artículo somos del mismo parecer.
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Artículo especial
¿Puede la evolución explicar la ética? Can evolution explain ethics? I Ernst Mayr (1904-2005) I Posiblemente ningún otro campo de interés humano se vio sacudido tan drásticamente por la revolución darwinista de 1859 como la teoría de la moralidad humana. Antes de Darwin, la respuesta tradicional a la pregunta: “¿cuál es el origen de la moralidad humana?” era que se trataba de un don de Dios. Es cierto que algunos grandes filósofos, desde Aristóteles hasta Spinoza y Kant, se habían planteado también otras preguntas paralelas, como “¿cuál es la naturaleza de la moralidad?” y “¿qué moralidad es más adecuada para la humanidad?”. Darwin no puso en duda sus conclusiones acerca de estas profundas cuestiones. Lo que hizo fue invalidar la aseveración de que la moralidad era un don divino. Para ello utilizó dos argumentos. En primer lugar, su teoría de la ascendencia común privaba al hombre del puesto privilegiado en la naturaleza que le habían atribuido no sólo las religiones monoteístas, sino también los filósofos. No obstante, Darwin estaba de acuerdo en que, en lo referente a la moralidad, existe una diferencia fundamental entre los humanos y los animales. “Suscribo plenamente la opinión de los autores que sostienen que, entre todas las diferencias entre el hombre y los animales inferiores, la más importante, es, con mucho, el sentido moral o conciencia” (1). El autor, nacido en Alemania y médico de formación, dedicó su vida académica a la zoología y se jubiló como profesor emérito de la cátedra Alexander Agassiz de Zoología de la Universidad de Harvard (a la que se incorporó en 1953). Considerado en los ambientes científicos como el biólogo evolucionista más importante después de Darwin, ha dejado escritos substanciales ensayos sobre biología y evolución. Entre sus obras destacan: The growth of biological thought (1982) y One Long Argument: Charles Darwin and the Genesis of Modern Evolutionary Thought (1991), ganadora del Premio Phi Beta Kappa al mejor libro científico. Destacado articulista y conferenciante, miembro de numerosas academias y asociaciones científicas, el profesor Mayr recibió varios premios por su labor docente e investigadora, entre ellos la Medalla Nacional de Ciencia y el Premio Balzan. Aunque no recibió el Nobel, fue distinguido con el Premio Crafoord (1999). (Véase: Arsuaga JL. Ernst Mayr. Ars Medica. Revista de Humanidades 2005;4(1):178-180.) El presente artículo es una transcripción del capítulo 12 de su obra Así es la biología (pp. 269-289) publicada en España por Editorial Debate, (Colección Pensamiento, Madrid, 2005). La traducción es de Juan Manuel Ibeas Delgado. El texto se reproduce con las oportunas autorizaciones. 222
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Sin embargo, dado que los humanos descienden de antepasados animales, esta diferencia tenía que explicarse ahora en términos evolutivos. Admitir una diferencia discontinua entre humanos y animales habría significado aceptar una saltación, y Darwin se negaba rotundamente a aceptar semejante proceso. Como paladín de la gradualidad, insistía en que todo, incluso la moralidad humana, tenía que haber evolucionado gradualmente. Evidentemente, Darwin se daba cuenta de que había transcurrido mucho tiempo (ahora se calcula que por lo menos cinco millones de años) desde que el linaje humano se escindió del de los antropoides, y este intervalo dejaba tiempo suficiente para que los humanos pasaran gradualmente por todas las fases intermedias del desarrollo ético. En segundo lugar, su teoría de la selección natural negaba toda intervención de las fuerzas sobrenaturales en el funcionamiento de la naturaleza, y refutaba implícitamente la suposición de la teología natural, según la cual todo lo que existe en el universo, incluyendo la moralidad humana, ha sido diseñado por Dios y se rige por Sus leyes. Después de Darwin, los filósofos tuvieron que afrontar la formidable tarea de sustituir la explicación sobrenatural de la moralidad humana por una explicación naturalista. Durante los últimos ciento treinta años, gran parte de la literatura que versa sobre la relación entre ética y evolución se ha dedicado a buscar una “ética naturalista”, y cada año aparecen varios volúmenes sobre el tema, aunque han transcurrido ciento veinticinco años desde que Darwin planteó por primera vez el problema en 1871. Algunos de estos autores han llegado al extremo de manifestar su esperanza de que el estudio de la evolución no sólo nos permita conocer los orígenes de la moralidad humana, sino que también nos proporcione un conjunto fijo de normas éticas. Los evolucionistas más destacados han adoptado la actitud más modesta de suponer que la selección natural, dirigida al objetivo adecuado, podría acabar por dar forma a una ética humana en la que el altruismo y el interés por el bien común desempeñen un papel importante. Los expertos en ética insisten, con mucha razón, en que la ciencia en general, y la biología evolutiva en particular, no están capacitadas para proporcionar un conjunto fiable de normas éticas específicas. Pero es importante añadir que una ética genuinamente biológica, que tenga en cuenta la evolución cultural humana y el programa genético humano, tendría mucha más consistencia interna que los sistemas éticos que no tienen en cuenta estos factores. Un sistema así, biológicamente informado, no sería producto de la evolución, pero sería inherente a ella. Tradicionalmente, la ética ha sido un campo de conflicto entre la ciencia y la filosofía. La ética implica valores, y los científicos —según aseguran casi todos los filósofos— deben ceñirse a los hechos y dejar para la filosofía el establecimiento y análisis de valores. Pero los científicos alegan que los nuevos conocimientos científicos acerca de las consecuencias últimas de los actos humanos conducen inevitablemente a consideraciones de tipo ético. Los actuales problemas de la explosión demográfica, el aumento del dióxido de carbono en la atmósfera y la destrucción de los bosques Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:222-240
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tropicales son sólo algunos ejemplos. Los científicos consideran que tienen el deber de llamar la atención hacia este tipo de situaciones y proponer medidas para corregirlas. Esto, inevitablemente, implica juicios de valor. Muy a menudo, nuestros conocimientos sobre el proceso de evolución y otros datos científicos nos permiten tomar la decisión más adecuada desde el punto de vista ético cuando existen varias opciones posibles.
El origen de la ética humana Si la selección natural sólo premia el interés individual, y por lo tanto el egocentrismo de cada individuo, ¿cómo se puede desarrollar una ética basada en el altruismo y en el sentido de responsabilidad por el bienestar de la comunidad en conjunto? El ensayo de T. H. Huxley Evolución y ética (1893) generó mucha confusión en este aspecto. Huxley, que creía en las causas finales, rechazó la selección natural y no representaba en modo alguno el auténtico pensamiento darwinista. Tal como él la concebía, la selección natural actúa sólo sobre el individuo, y esto le llevó a conclusiones que, según él, negaban toda contribución constructiva de la selección natural al bien general. Teniendo en cuenta la confusión que sufría Huxley, resulta lamentable que su ensayo se siga citando todavía como si se tratara de una autoridad. Pero Huxley acertó al percibir vagamente que los intereses del individuo estaban de algún modo en conflicto con el bienestar de la sociedad. El principal problema de la ética humana naturalista consiste en resolver el enigma de la existencia de conductas altruistas en individuos básicamente egoístas. Para un darwinista, el problema más peliagudo está en determinar cómo pudo la selección natural contribuir al altruismo. ¿Acaso la selección no premia siempre a individuos completamente egoístas? El largo y acalorado debate de los últimos treinta años ha revelado que, muy a menudo, los autores utilizan el término “altruista” con significados diferentes. Evidentemente, siempre indica ayudar a otro. Pero un acto semejante, ¿tiene siempre que resultar perjudicial para el altruista? Si un animal emite sonidos de alarma para avisar a los miembros de su grupo de que se aproxima un depredador, está claro que corre el peligro de llamar la atención del depredador. Se suele definir el acto altruista como “un acto que beneficia a otro organismo a costa del autor, definiendo el beneficio y el perjuicio en términos de éxito reproductivo” (2). Pero tal como se utiliza la palabra en el lenguaje cotidiano, el altruismo no siempre tiene que representar un peligro u otro tipo de desventaja. El filósofo Auguste Comte acuñó el término, con el significado de “interés por el bienestar de otros”. Por ejemplo, si yendo de paseo ayudo a una anciana que se ha caído, realizo un acto altruista sin correr ningún peligro personal. Lo peor que me puede pasar es que pierda un minuto de mi tiempo. Todos conocemos personas amables y generosas, que gozan haciendo toda clase de buenas obras. ¿Son también altruistas las buenas obras que no nos perjudi224
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can en nada? ¿Debe considerarse un “perjuicio” significativo el pequeño esfuerzo dedicado a realizar una buena acción? Yo sostengo que el significado habitual de la palabra “altruismo” no está restringido únicamente a casos que implican un peligro o perjuicio potencial para el altruista. Cuando se trata de determinar cómo pudo la selección natural favorecer la aparición del altruismo, es importante establecer una distinción entre estos varios tipos de conducta. Darwin encontró en parte la respuesta, pero sólo en tiempos recientes se ha llegado a comprender plenamente que una persona es blanco de la selección en tres contextos diferentes: como individuo, como miembro de una familia (o más correctamente, como reproductor) y como miembro de un grupo social. En el caso del individuo como blanco, la selección sólo premia las tendencias egoístas, tal como Huxley intuía. Pero en los otros dos contextos, la selección puede favorecer también la conducta en favor de otros miembros del grupo, es decir, el altruismo. Es imposible entender los problemas éticos, tan frecuentes en la conducta humana, sin tener en cuenta este triple contexto.
Altruismo de eficacia inclusiva Una forma concreta de altruismo muy extendida entre los animales, y sobre todo en las especies que dependen del cuidado parental o en las que forman grupos sociales compuestos principalmente por familias extensas, es el llamado altruismo de eficacia inclusiva. Incluye la defensa de la prole por la madre —y a veces por el padre—, la tendencia a proteger o avisar del peligro a los parientes cercanos, la disposición a compartir alimentos con ellos, y otros tipos de conducta que son evidentemente beneficiosos para el receptor, pero nocivos (al menos, potencialmente) para el autor. Tal como han indicado Haldane, Hamilton y numerosos sociobiólogos, estos comportamientos suelen ser favorecidos por la selección natural porque aumentan la eficacia reproductiva del genotipo compartido por el altruista y los beneficiarios de su conducta, que son sus hijos y sus parientes próximos. Se dice que este tipo de conducta aumenta la eficacia reproductiva inclusiva del altruista. Cuando el fondo génico de la siguiente generación se ve afectado de este modo por las contribuciones de algunos animales a la supervivencia de sus parientes próximos, el proceso se denomina selección de parentesco. El cuidado parental es el ejemplo más llamativo de este tipo de altruismo que aumenta la eficacia reproductiva inclusiva. Si la conducta da como resultado un beneficio general para el genotipo del altruista, en términos estrictos se trataría de una conducta egoísta, no altruista. Los textos de sociobiología contienen cientos de casos de actos aparentemente altruistas que, en realidad, aumentan la eficacia reproductiva inclusiva y, por lo tanto, en el fondo son egoístas desde el “punto de vista” del genotipo. El altruismo de eficacia inclusiva es una de las principales fuentes de discordia en la literatura evolutiva actual. Algunos autores parecen pensar que toda la ética humana se reduce más o menos a puro altruismo de eficacia inclusiva. Otros creen que la auArs Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:222-240
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téntica ética humana evolucionó hasta sustituir por completo al altruismo de eficacia inclusiva. Mi postura personal está a mitad del camino. Observo en la conducta de los humanos muchos residuos de altruismo de eficacia inclusiva, como el amor instintivo de una madre por sus hijos y la diferente actitud moral que adoptamos cuando tratamos con extraños o con miembros de nuestro propio grupo. Casi todas las normas morales impuestas en el Antiguo Testamento son características de esta herencia. Sin embargo, me parece que el altruismo de eficacia inclusiva constituye únicamente una pequeña parte de la ética humana actual, y que se manifiesta básicamente en el amor de los padres a los hijos. Darwin era plenamente consciente de la existencia de la eficacia reproductiva inclusiva. Hablando del sacrificio ceremonial de hombres con facultades superiores en una tribu humana, declaró: “Si estos hombres dejaban hijos que hubieran heredado su superioridad mental, la probabilidad de que nacieran miembros aún más ingeniosos sería algo mayor, y en una tribu muy pequeña, decididamente mayor. Incluso si no dejaban hijos, la tribu todavía contaría con sus parientes próximos” (3), que, como explicaba Darwin, tenían una dotación genética similar. Las presiones selectivas que conducen a la difusión del altruismo de eficacia inclusiva no sólo se dan en pueblos primitivos, sino en todos los animales sociales en los que las familias extensas forman el núcleo de los grupos sociales. Darwin insistió una y otra vez en que los animales sociales poseen una notable capacidad para reconocer y ayudar a sus parientes: “Los instintos sociales nunca se extienden a todos los individuos de la misma especie” (4). Pat Bateson (5) ha presentado excelentes pruebas experimentales de lo bien desarrollado que está este sentido del parentesco en ciertos animales.
Altruismo recíproco Los animales solitarios, como los leopardos, tienen menos posibilidades que los sociales de adquirir altruismo de eficacia inclusiva. En los animales solitarios, este altruismo suele limitarse a la conducta de la madre para con sus hijos. La única excepción aparente a la conclusión de que los animales solitarios no son altruistas más que con sus hijos es el llamado altruismo recíproco, una interacción con beneficio mutuo entre individuos no emparentados. Un ejemplo típico son los peces limpiadores que libran de parásitos externos a los grandes peces depredadores. Otro ejemplo es la alianza entre dos individuos para combatir a un tercero. En realidad, aquí estamos usando la palabra altruismo en un sentido más amplio, porque el presunto altruista siempre sale beneficiado de inmediato o espera obtener un beneficio a largo plazo. Estas interacciones recíprocas, sobre todo entre los primates, siempre implican una especie de razonamiento: “Si ayudo a este individuo en su pelea, él me ayudará cuando yo tenga que pelear”. En otras palabras, este tipo de conducta es, básicamente, más egoísta que altruista. El altruismo recíproco consiste simplemente en un intercambio de favores en beneficio mutuo. Sin embargo, estos beneficios son a veces muy sutiles, como 226
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cuando un filántropo recibe la admiración y el respeto de sus conciudadanos a cambio de sus donaciones caritativas, o cuando un científico recibe un premio Nobel. Así, en el caso de Balzan, Japan, Crafoord o Wolff por sus notables contribuciones a su campo de estudio. Recompensar los logros individuales que a largo plazo benefician al grupo es muy importante para el progreso de nuestra sociedad. Es una cosa que se da por sentada en los deportes: sólo los atletas más sobresalientes reciben medallas olímpicas. Pero hay que recordar que todos los grandes logros de la humanidad han sido obra de una minúscula fracción (mucho menos del 1 por 100) del total de la población humana. Si no se premiaran o reconocieran los grandes logros individuales, nuestra sociedad no tardaría en desintegrarse, como sucedió con las sociedades marxistas organizadas sobre el principio de igual compensación para todos. Pero no todas las conductas altruistas se ven recompensadas. Todos conocemos casos de actos altruistas cuyo autor no esperaba, y de hecho ni siquiera deseaba, ningún tipo de recompensa. Se ha dicho que el altruismo recíproco, si se practica de manera habitual, puede facilitar actos de altruismo puro, en los que no se espera ninguna compensación para el altruista ni para sus parientes próximos. Así pues, el altruismo recíproco de nuestros antepasados prehumanos puede ser una de las raíces de la moralidad humana.
La aparición del auténtico altruismo Aparte del altruismo de eficacia inclusiva y del altruismo recíproco, que evolucionaron por presión selectiva sobre el individuo, hay otra fuente de origen de la ética humana mucho más importante, consistente en las normas y comportamientos éticos que han evolucionado por presión selectiva sobre grupos culturales humanos. Durante toda la historia de los homínidos se ha dado una fuerte selección de grupo, como bien sabía Darwin1. A diferencia de la selección individual, la selección de grupo puede premiar el auténtico altruismo y cualquier otra virtud que fortalezca al grupo, incluso a costa del individuo. Tal como ha demostrado una y otra vez la historia, estas formas de comportamiento se conservan, y las normas de conducta que más tiempo duran son las que más contribuyen al bienestar del grupo cultural en conjunto. En otras palabras, en los seres humanos la conducta ética es adaptativa2. 1
“Todo lo que sabemos… [demuestra] que desde los tiempos más remotos, las tribus prósperas han desplazado a otras tribus” (Darwin C. The descent of man... O.c., p. 160). 2 En los animales sociales, el altruismo no implica necesariamente una desventaja para el altruista. Darwin lo expresó perfectamente: “Hemos comprobado que los salvajes, y probablemente también el hombre primitivo, consideran que las acciones son buenas o malas exclusivamente por cómo afectan de manera obvia al bienestar de la tribu” (Darwin C. The descent of man... O.c., p. 96). Darwin expresó la estrecha relación entre sociabilidad y normas éticas del siguiente modo: “el llamado sentido moral deriva originariamente de los instintos sociales” (Darwin C. The descent of man... O.c., p. 97). Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:222-240
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Las asociaciones (grupos) animales no son casi nunca blanco de la selección. Las excepciones son los llamados animales sociales, en los que se observa cooperación. Por supuesto, no todos los agrupamientos de animales son grupos sociales. Por ejemplo, los bancos de peces o las grandes manadas de ungulados migratorios africanos no constituyen grupos sociales. La especie humana es el ejemplo por excelencia de animal social. Los primitivos grupos de homínidos —ampliaciones de la familia original— no eran más que una continuación de la estructura de tropa que existe en los primates sociales. Es probable que las hembras jóvenes o los machos jóvenes abandonen la tropa para unirse a otra, pero, por lo demás, la conducta del grupo refleja un altruismo de eficacia inclusiva. Para que una familia extensa o una pequeña tropa evolucionen hasta convertirse en una sociedad mayor y más abierta, el altruismo que antes se reservaba para los parientes próximos debe extenderse a los no parientes. Se han encontrado rudimentos de esta conducta auténticamente altruista en otros grupos de primates —por ejemplo, los babuinos—, en los que se dan intercambios entre individuos no emparentados (6). Durante el proceso de la evolución humana, algunos homínidos individuales descubrieron que un grupo grande tenía más probabilidad de salir victorioso en un enfrentamiento con otra tropa que un grupo pequeño, formado simplemente por una familia extensa. Es posible que una tropa que hubiera tomado posesión de una cueva confortable, de un pozo o de un territorio de caza, atrajera a otros individuos o grupos deseosos de beneficiarse de esas ventajas. Para la tropa, tendría ventaja selectiva reforzarse con estas incorporaciones, aunque el agrandamiento del grupo exigiera interesarse también por el bienestar de los parientes lejanos o de los no parientes; es decir, extender el altruismo más allá de los límites de la eficacia reproductiva inclusiva. Con el tiempo se fueron estableciendo normas culturales de conducta para con los no parientes, para así contrarrestar las tendencias egoístas básicas de los individuos de la tropa e imponerles un altruismo que beneficiara directamente al grupo en su totalidad. En última instancia, esto beneficia a casi todos los individuos cuyo bienestar está estrechamente relacionado con el del grupo, aunque, desde luego, algunos no salen beneficiados (como sucede con los muertos en una guerra). Para poder aplicar adecuadamente normas colectivas era precisa la capacidad de razonamiento del cerebro humano. La coevolución de un cerebro más grande y de un grupo social más grande hizo posibles dos nuevos aspectos del comportamiento ético: 1) la selección natural, actuando como selección de grupo, podía premiar ciertas características de comportamiento que beneficiaran al grupo, aunque resultaran perjudiciales para un cierto individuo; y 2) los humanos con su nueva capacidad de razonamiento, podían optar deliberadamente por un comportamiento ético en lugar de actuar egoístamente, sin limitarse a obedecer un puro instinto de eficacia inclusiva. El comportamiento ético se basa en el pensamiento consciente, que lleva a tomar decisiones deliberadas. La conducta altruista de un ave que ha sido madre no se basa en la elección: es instintiva, no ética. Simpson describió así esta situación: “El hombre es el único or228
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ganismo ético en el sentido estricto de la palabra, y no existe más ética relevante que la ética humana” (7). La transición adaptativa desde el altruismo instintivo basado en la eficacia inclusiva a una ética de grupo basada en la toma de decisiones fue, probablemente, el paso más importante de la humanización. De acuerdo con Simpson (8), para que se pueda considerar ética, una conducta tiene que cumplir las siguientes condiciones: 1) que existan cursos de acción alternativos; 2) que la persona sea capaz de juzgar las alternativas en términos éticos, y 3) que la persona sea libre para elegir lo que considere mejor en el sentido ético. Así pues, la conducta ética depende claramente de la capacidad del individuo para predecir los resultados de sus acciones, y su disposición a aceptar la responsabilidad personal de los resultados. Esta es la base del origen y funcionamiento del sentido moral. Ayala (9) expresó más o menos la misma idea cuando dijo que los humanos manifiestan comportamientos éticos porque su constitución biológica determina la presencia de las tres condiciones necesarias (y suficientes en conjunto) para la conducta ética. Dichas condiciones son: 1) la capacidad de anticipar las consecuencias de los propios actos; 2) la capacidad de hacer juicios de valor, y 3) la capacidad de elegir entre cursos de acción alternativos. La diferencia entre un animal, que actúa por instinto, y un ser humano, que tiene la capacidad de tomar decisiones, constituye la línea de demarcación de la ética. Los sentimientos de culpa, mala conciencia, remordimiento, miedo, o bien de simpatía y gratificación, que generalmente acompañan a la realización de actos sometidos a valoración ética, demuestran la naturaleza consciente de la conducta humana ética o antiética. Así pues, la capacidad de comportamiento ético se corresponde estrechamente con la evolución de otras características humanas, como la gran duración del período de infancia y juventud (y por lo tanto, de cuidado parental), la tendencia al agrandamiento de la tropa de homínidos más allá de la familia extensa, y el desarrollo de tradiciones y culturas tribales. En general, en estos procesos correlacionados resulta imposible determinar cuáles son causas y cuáles efectos.
¿Cómo adquiere un grupo cultural sus normas éticas particulares? Esta cuestión ha sido debatida por los filósofos, desde Aristóteles, Spinoza y Kant hasta los tiempos modernos. Antes de Darwin, las dos respuestas más adoptadas eran que las normas morales estaban dictadas por Dios o que eran producto exclusivo de la razón humana (que a su vez eran un don de Dios). El propio Darwin se preguntaba si sólo deberían llamarse morales o éticas las acciones que son el resultado de cuidadosa deliberación —es decir, de la razón—, o si también deberían considerarse morales los actos valerosos o caritativos realizados impulsiva o “instintivamente”. Tendía a considerar que la deliberación era un aspecto importante de la moralidad; y así, definía un ser moral como “aquel que es capaz de compaArs Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:222-240
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rar sus actos o motivos pasados y futuros, y aprobarlos o desaprobarlos”. Sin embargo, también consideraba que los actos éticos son una respuesta casi instintiva de un “instinto social” existente en todos los animales sociales. Esta solución no hacía más que remitir a la siguiente pregunta: ¿cómo y por qué evolucionó este instinto social? Bertrand Russell tenía una idea similar, pero la articuló de manera más concisa. Consideraba “objetivamente correcto” aquello “que mejor sirve a los intereses del grupo”. La comparación de las normas éticas en todo el mundo demuestra que los grupos con más éxito son aquéllos en los que el interés del individuo está subordinado, al menos en cierta medida, al bienestar de la comunidad”. La definición de Russell resulta algo más satisfactoria que la de Darwin, porque se refiere al éxito relativo de diferentes grupos culturales humanos. Algunos tenían normas morales que aumentaban las probabilidades de éxito —es decir, la longevidad— del grupo; otros tenían normas morales poco adaptativas, que conducían a una rápida extinción. Es fácil imaginar una situación en la que el sistema de valores particular de un grupo cultural le permita prosperar y aumentar en número; y esto podría, a su vez, inducir a guerras genocidas contra sus vecinos, apoderándose el vencedor del territorio de los derrotados. En semejante situación, la selección premiaría con el tiempo el altruismo dentro del grupo y cualquier otra conducta que reforzara al grupo en relación con otros grupos; en cambio, las tendencias que dividieran al grupo lo debilitarían y, con el tiempo, conducirían a su extinción. Así pues, el sistema ético de cada grupo social o tribu se iría modificando continuamente por tanteo y error, éxito y fracaso, así como por la ocasional influencia modificadora de algunos líderes. Qué es moral y qué es mejor para el grupo puede depender de circunstancias temporales. Wilson (10) nos recuerda las modificaciones introducidas en el sistema de valores de los irlandeses durante el “hambre de patatas” (1846-1848) y en el de los japoneses durante la ocupación estadounidense después de la Segunda Guerra Mundial. Las grandes diferencias entre tribus en materias como el infanticidio, la licencia sexual, los derechos de la propiedad y la agresividad demuestran la plasticidad de las normas éticas culturales. De hecho, podría ser perjudicial que todas las sociedades humanas siguieran las mismas normas. Procurar una elevada tasa de natalidad puede ser ético en una tribu primitiva con mucha mortalidad infantil; en cambio, restringir la natalidad a uno o dos hijos resulta muy beneficioso en un país superpoblado, no sólo para el grupo, en general, sino también para la familia individual. En una sociedad rural, lo más conveniente puede ser que toda la familia extensa viva junta, pero en condiciones urbanas esto podría provocar interminables disputas debido al hacinamiento. Además, la importancia de una norma ética varía de una cultura a otra, según las circunstancias. Un ejemplo es la baja consideración de los derechos humanos por parte del actual gobierno chino. Nuestros negociadores estadounidenses, que parecen dar por sentado que el mundo entero tiene una única escala de normas éticas, son incapaces de entender la actitud china. Parte del adoctrinamiento moral de los jóvenes consiste en enseñarles la escala de normas de su cultura particular. 230
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Los filósofos occidentales han intentado superar esta aparente relatividad ética proponiendo diversos criterios para medir la importancia de los valores. Una de dichas varas de medir es la Regla de Oro. Otra es el criterio utilitario de que las normas deben juzgarse por la medida en que contribuyen al mayor bien para el mayor número de personas. La veracidad se ha aceptado durante mucho tiempo como un valor de gran importancia, y la justicia es sin duda una norma ética de primer grado en Occidente, aunque parezca que nunca estamos de acuerdo acerca de lo que es justo y lo que no. En tiempos recientes se ha dicho que deben valorarse de manera especial todas aquellas actitudes que den sentido a la vida del individuo. Gran parte de lo que se considera moral depende del tamaño del grupo con el que uno está asociado. En las sociedades primitivas parece existir un tamaño óptimo para el grupo social. Cuando se hace demasiado grande, los dirigentes parecen perder el control sobre el grupo, y éste se fracciona. Esto se observado en tribus de indios suramericanos y en algunos animales sociales. Por otra parte, si el grupo es demasiado pequeño, es vulnerable a los ataques de sus competidores. La invención de la agricultura hace 10.000 o 15.000 años favoreció el aumento del tamaño del grupo, por encima del de las tribus primitivas: la existencia de un buen suministro de alimentos permitía que la población creciera, y un grupo grande podía protegerse mejor contra los merodeadores. Pero al aumentar el tamaño del grupo surgieron nuevos conflictos éticos. Era inevitable un cambio de valores: por ejemplo, se empezó a dar más importancia a los derechos de propiedad. A medida que aumentaba el tamaño de los grupos culturales humanos, sobre todo después de la urbanización y del origen de los Estados, se formaron diferentes estratos sociales dentro de una misma sociedad, cada uno con un conjunto algo diferente de ideas éticas. Se puede debatir hasta qué punto es esto inevitable y, tal vez, incluso deseable. Cuando daba lugar a desigualdades sangrantes, como ocurría en la mayoría de las sociedades feudales, tarde o temprano desembocaba en una revolución. La lucha por la democracia y por el principio de igualdad en Occidente fue una reacción contra las desigualdades sociales de la época anterior. En algunas sociedades, los valores de los individuos son homogéneos en todo el grupo; en otras, los subgrupos difieren en sus normas morales. Las discrepancias acerca del aborto, los derechos de los homosexuales, los derechos de los enfermos terminales y la pena de muerte, son ejemplos de la gran disensión existente en la moderna sociedad estadounidense, que presenta una gran diversidad ética.
¿Razón o supervivencia por azar? ¿A qué conclusión podemos llegar acerca del modo en que cada cultura adquiere sus normas morales particulares? ¿Son producto de la razón humana, o simple resultado de la supervivencia casual de los grupos con sistemas éticos más adaptativos? La enorme variedad de normas morales en las tribus humanas primitivas parece indicar que muchas de las diferencias se deben al simple azar. Pero cuando comparamos las Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:222-240
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grandes religiones y filosofías, incluyendo las de China e India, descubrimos que sus códigos éticos son notablemente similares, a pesar de que sus historias son bastante independientes. Esto parece indicar que los filósofos, profetas o legisladores responsables de dichos códigos habían estudiado cuidadosamente sus sociedades y, aplicando su capacidad de razonar sobre la base de sus observaciones, decidieron qué normas eran beneficiosas y cuáles no lo eran. Sin duda, las normas propuestas por Moisés o por Jesús en el Sermón de la Montaña eran, en gran medida, producto de la razón. Una vez adoptadas, estas normas pasaron a formar parte de la tradición cultural y se heredaron culturalmente de generación en generación. Según algunos autores, todo acto ético de una persona es consecuencia exclusiva de un análisis racional de costes y beneficios. Según otros, es una respuesta a la disposición casi instintiva que Darwin llamaba “instinto social”. En mi opinión, la respuesta correcta está en un punto intermedio. Es evidente que no desarrollamos racionalmente una norma moral especial para cada dilema ético. En la mayoría de los casos, tomamos nuestra decisión aplicando automáticamente las normas tradicionales de nuestra cultura. Sólo emprendemos un análisis racional cuando existe un conflicto entre varias normas. Pero ¿cómo adquiere estas normas tradicionales un individuo perteneciente a una cultura? ¿Cuáles son las influencias respectivas de la “herencia” y la “crianza” en el desarrollo del sentido moral?
¿Cómo adquieren moralidad los individuos? Tras el auge de la genética en este siglo, la pregunta “¿es innato o adquirido el sentido moral?” fue adquiriendo cada vez más prominencia. Los conductistas y sus seguidores creían que nacemos con la mente en blanco, por decirlo de algún modo, y que todo nuestro comportamiento es consecuencia del aprendizaje. En cambio, los etólogos y sobre todo los sociobiólogos tienden a creer que existen muchos comportamientos programados genéticamente. ¿Qué pruebas puede aportar cada parte para respaldar sus afirmaciones? Los conductistas pueden señalar la abrumadora evidencia que indica que gran parte de la disposición ética de la humanidad no es innata. Dicha evidencia es variadísima, e incluye: 1) las drásticas diferencias en los tipos de moralidad de diferentes grupos étnicos y tribus; 2) la degradación total de la moralidad en ciertos regímenes políticos o después de desastres económicos; 3) la conducta cruel y amoral practicada a menudo contra las minorías, y en especial contra los esclavos; 4) la conducta despiadada en la guerra: por ejemplo, el bombardeo sin contemplaciones de poblaciones civiles, y 5) el maleamiento del carácter de los niños privados de madre o de sustituto materno durante un período crítico de su infancia, o de los que han sufrido abusos sexuales. 232
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Este tipo de evidencias indujo a los conductistas y sus seguidores a negar la existencia de componentes innatos y a creer que toda conducta moral es consecuencia del razonamiento y se basa en respuestas condicionadas a estímulos del ambiente. Sus adversarios insistían en la existencia de un componente genético apreciable. Toda la evidencia acumulada en las últimas décadas indica que los valores asumidos por los individuos humanos son resultado de la combinación de tendencias innatas y aprendizaje. La mayor parte, con gran diferencia, se adquiere por observación y adoctrinamiento por parte de otros miembros del grupo cultural. Pero parece que los individuos varían mucho en su capacidad de asimilar las normas morales de su grupo. Esta capacidad innata para adquirir normas éticas y adoptar conductas éticas es la contribución crucial de la herencia. Cuanto mayor sea esta capacidad en un individuo, más preparado está para adoptar un segundo conjunto de normas éticas que complementen (y en parte sustituyan) las normas biológicamente heredadas, basadas en el egoísmo y en la eficacia reproductiva inclusiva. Algunos individuos parecen ser desagradables, crueles, egoístas, mentirosos, etcétera, desde su más tierna infancia. Otros parecen angelitos desde el principio: amables, generosos, siempre dispuestos a cooperar, sinceros hasta la médula. Los modernos estudios sobre gemelos e hijos adoptados demuestran que existe un considerable componente genético en estas diferentes tendencias. También las investigaciones de los psicólogos infantiles han revelado la existencia de variación en los rasgos de personalidad de los recién nacidos y de los niños muy pequeños. La mayor parte de estos rasgos no cambia durante la adolescencia3. Por lo general, suele ser muy difícil demostrar la herencia de un rasgo de personalidad. Curiosamente, parece más fácil demostrarla para las malas tendencias que para las buenas. Darwin citaba la recurrencia de casos de cleptomanía en varias generaciones de familias muy ricas, como evidencia de la estricta herencia de ciertas conductas no éticas. También se puede inferir una predisposición genética en muchos casos de psicopatías. Por otra parte, la universalidad de la agresividad en todos los animales territoriales y en casi todos los primates (con la posible excepción del gorila) deja pocas dudas de que los humanos tienen una tendencia innata a la agresividad. La espantosa frecuencia de asesinatos, abusos domésticos y otros actos de violencia entre humanos es una triste confirmación de esta herencia. Sin embargo, como bien decía Darwin, “si las malas tendencias se heredan, es probable que también se hereden las buenas” (11). Pero la herencia no lo es todo. Los análisis del efecto del orden de nacimiento han demostrado lo flexibles que son otros rasgos de carácter, como las dotes de mando, la creatividad, las tendencias conservadoras, etcétera (12). Aún se necesitan mucho más 3
James Q. Wilson en su obra The Moral Sense (New York: The Free Press, 1993) nos ofrece una excelente presentación de las pruebas a favor de la existencia de sentido moral en la humanidad. Véase También: Bradie M. The Secret Chain: Evolution and Ethics. Albany: SUNY Press. 1994. Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:222-240
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estudios para poder clasificar los rasgos “morales” humanos en básicamente innatos y adquiridos después del nacimiento.
Un programa abierto de conducta Para que un niño aprenda a respetar el sistema ético de su cultura son necesarias dos cosas: una predisposición ética innata a adquirir las normas de una cultura (la contribución de la “herencia”) y la exposición a un sistema de normas éticas (la contribución de la “crianza”). Numerosos estudios han llegado a la conclusión de que las normas éticas se adquieren principalmente durante la infancia y la juventud. Estoy bastante convencido de la validez de la tesis de Waddington (13), que afirma que aquí interviene un tipo muy especial de aprendizaje, similar al troquelado de los animales, que los etólogos han descrito poniendo como ejemplo la fijación de los patitos a su madre. Los humanos se distinguen de todos los demás animales por el grado de apertura de su programa de conducta. Con esto quiero decir que muchos de los objetos de conducta y de las reacciones a dichos objetos no son instintivos; es decir, no forman parte de un programa cerrado, sino que se adquieren a lo largo de la vida. Así como la Gestalt de la madre oca se imprime en el programa de conducta de sus polluelos después de la eclosión, las normas y valores éticos de los humanos se imprimen en el programa abierto de conducta del niño. El agrandamiento del cerebro y su capacidad de almacenamiento permitieron que un número limitado de reacciones fijas al ambiente fuera sustituido por la capacidad de asimilar un gran número de normas de conductas aprendidas. Esto proporciona mucha más flexibilidad y permite matizaciones más precisas. Tal como sugería Waddington, “el niño humano nace probablemente con cierta capacidad innata para adquirir creencias éticas, pero sin ninguna creencia concreta en particular” (14). Darwin era plenamente consciente del poder de la fijación en la juventud: “Vale la pena señalar que una creencia inculcada de manera constante durante los primeros años de vida, cuando el cerebro es impresionable, parece adquirir casi la naturaleza de un instinto”. Según Darwin, este poder de adoctrinamiento no sólo conduce a la adopción de normas éticas, sino también a la aceptación sin reparos de ciertas “normas absurdas de conducta” observadas en muchas culturas humanas (15). Los psicólogos que estudian el aprendizaje han demostrado que ciertas cosas se aprenden con mucha más facilidad que otras. Un animal olfativo aprende los olores mucho más fácilmente que un animal visual, y viceversa. Es muy posible que la contribución de algunas normas morales al potencial de supervivencia de ciertos grupos durante la historia de los homínidos, favoreciera la selección de una estructura en el programa abierto que facilitara el almacenamiento de dichas normas de conducta. Todavía se ignora en qué parte del cerebro se almacena esta información y cómo se recupera cuando se dan las circunstancias adecuadas. Todo psicólogo infantil sabe lo ansiosos que están los niños por recibir nueva información, incluyendo reglas y normas, y lo dispuestos que están en general a aceptarlas (16). El sistema de valores de una persona está controlado en gran medida por lo que incor234
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poró durante su infancia y juventud a su programa abierto de conducta. La enorme capacidad de este programa abierto es lo que hace posible la ética. Y en circunstancias normales, las bases establecidas durante la infancia duran toda la vida. Si la tesis de Waddington es correcta, la educación ética en la infancia tiene una importancia suprema. Hemos pasado por un período en el que se exageró la importancia de la llamada libertad del niño, que le permitiría desarrollar su propia bondad. Nos hemos reído de los libros infantiles moralizantes y hemos tendido a eliminar en los colegios casi toda la educación moral. Esto puede que cause pocos problemas cuando los padres realizan adecuadamente sus funciones, pero puede suponer un desastre si los padres no hacen bien su trabajo. Ahora que conocemos mejor el origen de la moralidad del individuo, ¿no va siendo hora de volver a insistir en la educación moral? Es especialmente importante que dicha educación comience lo antes posible. Los niños pequeños están más dispuestos a aceptar la autoridad y resulta más fácil imprimirles normas. Media hora de educación ética al día en los colegios tendría un efecto decisivo. Es mucho más eficaz que ofrecer cursos de ética en la universidad, como ha propuesto hace poco un rector. Vivimos en una época de valores cambiantes, y muchos miembros de la generación más vieja se lamentan de la degradación moral. Si alguien alegara que esta degradación se debe en gran medida a la defectuosa instrucción ética de nuestros jóvenes, resultaría muy difícil refutar su argumento. Una buena educación ética refuerza la conciencia de que uno es responsable de sus actos y enseña a las personas a plantearse desde la infancia si su conducta se ajusta a los criterios más elevados de la sociedad. Se suele llamar “conciencia” a las fuertes restricciones impuestas por este autoexamen. Gran parte de la literatura ética que se escribe en estos tiempos es pesimista, e incluso desesperada. Los deterministas genéticos están tan impresionados por la herencia agresiva y maligna de los humanos que no tienen esperanzas de que llegue una época en la que la buena herencia de la humanidad domine de nuevo sobre das sogenannte Böse (“lo que llamamos el Mal”), como lo expresaba Lorenz. En el otro bando, los psicólogos y educadores que creen en la predominancia de las influencias ambientales sobre la herencia se sienten frustrados por el hecho de que no se adquiera una buena ética por muy racionalmente que se presente el tema. Pero es que no tienen en cuenta la teoría de Waddington, según la cual las normas éticas se deben adquirir desde la primera infancia por un proceso similar al del troquelado, y que dicha instrucción debe ser incesante. Los buenos resultados de la educación moral quedan demostrados por la baja tasa de criminalidad en muchas comunidades religiosas, como los mormones, los mennonitas, los adventistas del Séptimo Día y otros. Lo único que hay que hacer para mejorar drásticamente la situación es aumentar la instrucción ética y comenzar a la edad más temprana posible. Algunos lectores sonreirán al leer un consejo tan aparentemente anticuado. ¿Es esto lo mejor que puede aportar la ciencia?, dirán. Quiero dejar claro que hablo muy en serio. He consultado los libros escolares, he leído cuentos infantiles y he visto un buen número de programas de televisión. Casi todos están pensados para divertir y —puesArs Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:222-240
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to que son educativos— para transmitir información de la manera menos dolorosa. ¿Encontramos en ellos instrucción moral? De vez en cuando en emisiones públicas, pero muy raramente. ¿Por qué? Se nos dirá que porque lavarles el cerebro a los niños es interferir en su libertad personal, o que moralizar no es divertido y por lo tanto no se vende. Personalmente, no sé cómo se puede alcanzar un alto nivel de conducta ética en una cultura si no existe la voluntad de hacerlo.
¿Qué sistema moral es más adecuado para la humanidad? Los principales problemas que la humanidad ha afrontado tradicionalmente, como las guerras, las enfermedades y la escasez de alimentos, se van abordando cada vez con más éxito a medida que nos acercamos al cambio de milenio. En cambio, hay otra serie de problemas cuya importancia va en aumento, problemas que en último término tienen que ver con los valores. Entre ellos figuran la descomposición de la familia, el problema de las drogas, los malos tratos en el hogar y otros actos de violencia, el declive de la auténtica alfabetización (junto con la creciente adicción a la televisión, los videojuegos y los deportes profesionales), la reproducción sin inhibiciones, el despilfarro y el agotamiento de los recursos naturales, y la destrucción del ambiente natural. ¿Pueden ayudarnos las normas éticas tradicionales del mundo occidental a resolver estos problemas presentes y futuros? Las normas éticas tradicionales de la cultura occidental son las de la tradición judeocristiana; es decir, se basan en los diversos mandamientos y reglas formulados en el Antiguo y Nuevo Testamento. Tal como se formulan en los textos sagrados, estos mandamientos parecen absolutos y no admiten desviación alguna. “No matarás”, por ejemplo, tiene una validez absoluta. Sin embargo, retirar la maquinaria de soporte vital a un enfermo terminal que sufre intensamente es un acto de misericordia. Y en el caso del aborto debería aplicarse una flexibilidad similar. Cuando un hijo no deseado va a tener que sufrir una vida de miseria y abandono, o cuando su madre se va a ver sumida en la más profunda desesperación, el aborto parece sin duda la opción más ética. Y no tiene sentido sacar a colación el argumento de la vida, porque como biólogo sé que todo óvulo y todo espermatozoide tienen vida también. Las normas tradicionales de Occidente ya no resultan adecuadas, por dos razones. La primera es su rigidez. El meollo mismo de la ética humana es la posibilidad de tomar decisiones y de evaluar los factores en conflicto para tomar la decisión más acertada. Aunque las normas éticas forman parte de nuestra cultura, la responsabilidad de aplicarlas recae sobre el individuo; si las normas son demasiado rígidas, el individuo puede tomar la decisión de no cumplirlas. También es importante recordar que la esencia del proceso evolutivo es la variabilidad y el cambio; así pues, las normas éticas deben ser suficientemente versátiles como para poder adaptarse a un cambio de condiciones. En muchos casos, las decisiones éticas dependen del contexto. Las normas absolutas 236
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rara vez resuelven problemas éticos, y en algunas circunstancias seguirlas inflexiblemente puede ser totalmente antiético. Es más, dependiendo de las circunstancias, suele haber un pluralismo de posibles soluciones, y a veces hay que combinar varias diferentes para obtener el mejor resultado. La segunda razón es que la humanidad ha experimentado un cambio de condiciones verdaderamente drástico y acelerado. Las normas éticas adoptadas hace más de tres mil años por un pueblo de pastores de Oriente Medio están demostrando ser inadecuadas para la moderna sociedad urbana de masas en un mundo excesivamente superpoblado. El conjunto de criterios morales que resultaba más beneficioso para un pueblo de pastores, estrictamente territorial, es muy diferente del sistema que resultaría más adaptativo en los enormes centros urbanos de la actualidad. Como bien ha dicho Simpson: “Todos los sistemas éticos que se originaron en condiciones tribales, pastoriles u otras condiciones primitivas son ya, en mayor o menor grado, no adaptativos en las condiciones sociales y ambientales, radicalmente diferentes, de nuestro tiempo” (17). En mi opinión, hay al menos tres grandes problemas éticos del mundo moderno a los que no se les puede aplicar las normas éticas tradicionales de Occidente. El primero es lo que Singer llamaba “el problema del círculo en expansión” (18). No sólo en las sociedades primitivas, sino también en el Antiguo Testamento, en la Grecia clásica, e incluso entre los europeos de los siglos XVIII y XIX instalados en África y Australia, se aplicaban éticas completamente diferentes para los extranjeros y para los miembros del propio grupo. En Estados Unidos, hasta hace unas pocas décadas, los blancos se comportaban de este modo con los negros, sobre todo en los estados del sur; y el apartheid en Sudáfrica era un vestigio contemporáneo de este egoísmo de grupo. Incluso en sociedades étnicamente homogéneas, como la Inglaterra de inicios del siglo XX, existen o han existido diferencias en lo referente a virtudes menores, lealtades y códigos entre grupos religiosos, partidos políticos, colectivos profesionales, clases sociales, etcétera. Estas diferencias provocan tensiones y conflictos. Cuando más se nota es cuando las clases superiores, más organizadas, imponen sus códigos étnicos, que hasta cierto punto pueden entrar en conflicto con la moralidad de los estratos socioeconómicos más bajos. La rebelión de los primeros cristianos contra la moralidad del decadente Imperio romano es buen ejemplo de esta situación. Cuando el círculo del grupo propio se expande y se van fusionando grupos con diferentes sistemas éticos, inevitablemente surgen conflictos, porque cada grupo está convencido de la superioridad de sus propios valores morales. Para apreciar este problema no hay más que pensar en las diferentes actitudes morales de un estadounidense moderno y un fundamentalista islámico respecto a los derechos de las mujeres; o, en nuestro propio país, en las diferentes actitudes adoptadas ante el aborto por ciertos grupos religiosos y por las organizaciones feministas. A pesar de las dificultades, la ética del futuro deberá aportar el dilema de cómo actuar cuando los valores propios chocan con los de otro grupo. Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:222-240
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El segundo gran problema ético de nuestro tiempo es el excesivo egocentrismo y la excesiva atención a los derechos del individuo. La “expansión del círculo” en nuestra sociedad ha dado lugar a una legítima lucha por la igualdad, sobre todo por parte de las minorías y de las mujeres, pero esto ha tenido también algunos efectos secundarios indeseables. Martin Luther King ha sido, probablemente, el único luchador por la libertad que recordaba a sus seguidores que todos los derechos van acompañados por obligaciones. Nuestro excesivo narcisismo tiene muchas raíces: la sociedad de masas, las enseñanzas de Freud, la reacción contra el anterior desprecio de los derechos del individuo, un sistema político que depende de lo atractivo que le resulte el político al votante individual, y la insistencia de las religiones monoteístas en la ética individual. Casi invariablemente, surgen tremendos problemas cuando hay que elegir entre la ética individual y la ética social o comunitaria. Esto se puede comprobar en las controversias sobre el control de la natalidad, los impuestos para mejorar nuestro entorno y la ayuda humanitaria a los países pobres y superpoblados. El tercer gran problema ético de nuestros tiempos es el que plantea el descubrimiento de nuestra responsabilidad hacia la naturaleza en su totalidad. El crecimiento, tanto económico como demográfico, estaba muy bien considerado en nuestro sistema occidental de valores. Aunque algunos personajes influyentes, como el difunto economista y premio Nobel F. Hayek y el Papa Juan Pablo II, se hayan mostrado incapaces de apreciar los peligros de la superpoblación, en mi opinión está claro que no se los puede seguir pasando por alto. Algunas de nuestras sociedades, como China y Singapur, han afrontado valerosamente este problema reformando sus valores éticos, a pesar de la consiguiente pérdida de ciertos derechos individuales que muchos humanitarios occidentales han deplorado. Cuanto antes sigan el ejemplo de China y Singapur otros países superpoblados, mejor será para ellos, para toda nuestra especie y para el planeta en que vivimos. El dilema que afrontamos es el conflicto entre los valores tradicionales y los nuevos. El derecho a la reproducción ilimitada y a la explotación del mundo natural choca con las necesidades de la posteridad humana y con el derecho a la existencia de millones de especies de animales y plantas en peligro de extinción. ¿Dónde está el punto de equilibrio entre la libertad humana y el bienestar del mundo natural? La idea de que la humanidad tiene una responsabilidad ante el conjunto de la naturaleza es un concepto ético que parece haber surgido sorprendentemente tarde. Resulta curiosa su ausencia en la mayoría de las religiones y otros códigos éticos. En tiempos recientes, Aldo Leopold, Rachel Carson, Paul Ehrlich y Garrett Hardin han encabezado en Estados Unidos una campaña de conservación o ética ambiental. Pero mucho de lo que estos modernos estadounidenses consideran ético se opone al beneficio inmediato de ciertos individuos particulares, y por lo tanto encuentra resistencia. Sin embargo, si queremos que exista un futuro para la especie humana y para la naturaleza en general, debemos reducir las tendencias egoístas de nuestro actual sistema de valores y mostrar más consideración hacia la comunidad y el conjunto de la creación. Esto exige rechazar el ideal del crecimiento continuo, sustituyéndolo por el ideal de una eco238
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nomía estacionaria, aunque esto acarree una reducción de nuestro nivel de vida. La transición de una sociedad pastoril o agrícola a una sociedad urbana de masas exige considerables modificaciones en nuestros valores, y lo mismo ocurre con la transición de un mundo poco poblado al mundo industrial moderno, con sus ciudades gigantes y su tremenda superpoblación. Si queremos seguir siendo una especie adaptativa, las normas éticas del futuro tendrán que ser suficientemente flexibles como para evolucionar a medida que surjan estos problemas. La premisa básica de la nueva ética ambiental es que nunca hay que hacerle nada al ambiente (en el sentido más amplio de la palabra) que dificulte más la vida a las futuras generaciones. Esto incluye la explotación desconsiderada de recursos no renovables, la destrucción de hábitats naturales y la reproducción por encima de la tasa de sustitución. Se trata de un principio muy difícil de imponer, porque entra inevitablemente en conflicto con las consideraciones egoístas. Para que se asimile esta ética ambiental, se necesitará un largo período de educación de toda la humanidad. Dicha educación debe comenzar por los niños, aprovechando su interés, aparentemente natural, por los animales, su comportamiento y su hábitat, para reforzar los valores ambientales. ¿Existe alguna ética concreta que deba adoptar un evolucionista? La ética es una cuestión muy privada, una elección personal. Mis propios valores son muy parecidos al humanismo evolutivo de Julian Huxley. “Es fe en la humanidad, solidaridad con la humanidad y lealtad a la humanidad. El hombre es el resultad de millones de años de evolución, y nuestro principio ético más básico debe ser hacer todo lo posible por mejorar el futuro de la humanidad. Todas las demás normas éticas derivan de esta base”. El humanismo evolutivo es una ética muy exigente, porque le dice a cada individuo que es en parte responsable del futuro de nuestra especie, y que esta responsabilidad hacia el grupo debe formar parte de nuestra ética cultural, en la misma medida que el interés por el individuo. Cada generación es responsable en su momento, no sólo del fondo génico humano, sino también de toda la naturaleza que vive en nuestro frágil globo. La evolución no nos proporciona un conjunto codificado de normas éticas similar a los Diez Mandamientos. Sin embargo, nos da la capacidad de ver más allá de nuestras necesidades individuales para tener en cuenta las del grupo. Y el conocimiento de la evolución puede aportarnos una visión del mundo que sirva de base a un sistema ético sólido; un sistema ético capaz de mantener una sociedad humana saludable y de garantizar un futuro al mundo, protegido por la humanidad convertida en su guardián4. 4
El tema de la evolución y de la ética ha generado una enorme cantidad de publicaciones en los últimos veinte años, a lo que contribuyó en gran medida la obra de E. O. Wilson Sociobiología (1975). Además de Wilson, otros autores que han aportado importantes contribuciones al tema son R. D. Alexander, A. Gewirth, R. J. Richards, M. Ruse y G. C. Williams. En la obra Evolutionary Ethics de Nitecki y Nitecki (1993) se recogen sus opiniones, junto con bibliografías de sus escritos, varios ensayos clásicos (T. H. Huxley y J. Dewey) y diez ensayos de otros autores. Este volumen constituye una introducción utilísima a la literatura sobre ética evolutiva. Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:222-240
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Jack London (1876-1916) Nota de la Redacción Jack London (1876-1916). Editors’ note I Marinero, contrabandista, boxeador aficionado, lector voraz, buscador de oro, agitador político, corresponsal de guerra, autodidacta, vagabundo, mujeriego, individualista, fugaz estudiante en Berkeley, conocedor de todas las privaciones, idealista, contradictorio, prolífico autor de artículos, ensayos, cuentos y novelas, rico por sus escritos, con un final origen de más de un mito... Todo es cierto en los apenas cuarenta años que componen la densa biografía de este escritor necesario en cualquier biblioteca que se precie. Una biografía que echa a andar a orillas del Pacífico... Hijo de Flora Wellman, profesora de música y espiritista aficionada, y William Chaney, periodista y astrólogo itinerante, John Griffith London nace en San Francisco el 12 de enero de 1876. Su padre no le reconoce y abandona el hogar a los pocos meses. Su madre se casa ese mismo año con John London, un lisiado veterano de la Guerra de Secesión que aporta dos hijas de un primer matrimonio y da su apellido al niño. No quedarán documentos de ello, destruidos en el terremoto y el incendio que asolan la ciudad en 1906. La familia pasa estrecheces y cambia varias veces de domicilio hasta recalar en Oackland. John aprende muy pronto a leer y lee y relee hasta gastar sus hojas los Cuentos de la Alhambra, de Washington Irving, y los dos tomos de La edad de los vikingos, de Paul Belloni du Chaillou, que una de sus tías le regala a los ocho años. Va al colegio hasta los 14, pero cada día ha de levantarse de madrugada para vender los periódicos de la mañana y, a la vuelta, trabajar hasta la medianoche barriendo salones. Logra lo que hoy llamamos título de graduado escolar y cuando deja la Cole Grammar School de West Oackland se enrola como aprendiz de marinero en barcos de bajura que se dedican a la pesca furtiva y el contrabando en la bahía de San Francisco. Incluso adquiere un viejo balandro con el que llega a ser conocido como “príncipe de los piratas de ostras”. En el puerto de Oackland conoce un egregio muestrario de tipos en el filo o fuera de la ley y toma contacto con el alcohol, con el que peleará cíclicamente a lo largo de su vida. Pero también visita la Oackland Public Library, donde tiene la fortuna de conocer a la bibliotecaria Ina Coolbrith, que años más tarde será reconocida poeta y que le descubre a Herman Melville y Rudyard Kipling. Comprende el riesgo que conlleva el dinero fácil y cambia de bando para incorporarse a una patrullera de la policía pesquera de California. Madura deprisa, aprende a boxear y poco después, a los 17, le vemos como marinero en la goleta Sophie SutherArs Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:241-247
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land, con la que alcanza las costas de Japón y el Mar de Bering. Cuando retorna se emplea en un molino de yute y envía un cuento, Tifón en las costas del Japón, al concurso que patrocina el San Francisco Morning Call. Lo firma como Jack London. El jurado lo considera “el mejor relato descriptivo”, le concede un premio de 25 dólares y lo publica en noviembre de 1893. Pero ello no le saca de palear carbón en el ferrocarril y ser engañado, ya que hace el trabajo de dos hombres por el sueldo de uno. Por entonces se produce la primera gran crisis de la economía norteamericana. Las estructuras económicas se desploman de manera estrepitosa; las condiciones laborales de muchos trabajadores son inhumanas; la industria se colapsa, las huelgas se multiplican, miles de fábricas cierran y el paro se convierte en un inmenso drama social. London pierde su trabajo y como un paria más se incorpora en abril de 1894 al “ejército de Kelly”, una legión de cien mil desempleados que marchan hacia Washington desde el Pacífico. El camino es una experiencia de cuatro meses de privaciones entre las que no falta incluso el riesgo para su vida cuando, en la fría primavera de 1894 y viajando sobre el techo de un tren de mercancías, al pasar por un túnel una chispa de la locomotora prende en su chaqueta y quema casi todo lo que lleva puesto. Alcanza Missouri y se desvía para visitar Hannibal, cuna de su admirado Twain. Vagabundea por Boston y Baltimore y llega al Estado de Nueva York. Un atardecer, la visión de las cataratas del Niágara le causa tal impresión que pasa la noche al raso para contemplarlas al alba. Pero su ropa le delata y la policía le detiene por vagabundo. El juicio es una parodia en la que ni puede abrir la boca y es condenado a pasar un mes en la Erie County Penitentiary, en Búfalo. Lo que vive allí le hará escribir más tarde: “El trato dado a los hombres es uno de los indescriptibles horrores de aquella cárcel. Digo indescriptibles y en justicia debería decir inimaginables...”. Pero ese camino también es una fuente inagotable de impresiones, ideas y argumentos. Vuelve a San Francisco y se matricula en la Oackland High School, en la que permanece 18 meses. Ansía ir a la Universidad, se prepara a conciencia y supera las pruebas de acceso en Berkeley en el otoño de 1896. Sólo puede estudiar filosofía, arte, poesía y economía durante un semestre porque su bolsillo no da para más, pero conoce al poeta George Sterling y queda deslumbrado con las obras de Nietzsche, Marx, Stevenson, Wells y Darwin. Un conjunto heterogéneo de textos que impacta en un espíritu que ha visto de cerca cuánta humillación hay en el desempleo de miles de hombres. Nada más lógico en un idealista como él que afiliarse al Partido Socialista de los Trabajadores, ser miembro activo y, con 20 años, llegar a dar un vibrante mitin público. Con la frase “Nací en la clase trabajadora”, comenzará años después uno de sus ensayos. Trabaja en una lavandería y vive a salto de mata. A finales de 1896 se descubre oro en el Klondike, en Alaska. La “fiebre del oro” es contagiosa y London parte hacia allí en julio del año siguiente en busca de fortuna. No hallará filones de oro, pero sí de algo más valioso: argumentos. Sufre un cuadro de hemorragias gingivales, cutáneas, musculares y articulares, quizá por la deletérea suma de escorbuto y alcohol, y su vida llega a peligrar. En Dawson, ciudad donde confluyen el Klondike y el Yukón, el sacerdote Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:241-247
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jesuita William Judge le atiende en un remedo de hospital en el que hace de médico, enfermero y cocinero, y puede recuperarse. Cuando en julio de 1898 vuelve a Oackland su padrastro ha muerto y él ya ha decidido ser escritor. Lo que ha vivido a sus 22 años basta para un espíritu como el suyo y en las páginas de The Overland Monthly, The Black Cat Magazine, Youth´s Companion y The Saturday Evening Post, aparecen sus primeros relatos cortos basados en la vida en Alaska: Un millar de muertos, Silencio blanco, En un lejano país, En los bosques del Norte y el sobrecogedor Hacer fuego. En ese momento juegan a su favor, por un lado, el imparable despegue económico de los EE UU y, por otro, los avances técnicos aplicados a las rotativas de diarios y revistas que les permite grandes tiradas y remunerar con holgura a un autor pronto apreciado por el público. En 1900 se casa con Bess Maddern, amiga desde los tiempos del instituto, notable mujer que le enseña gramática y corrige sus textos. Tienen dos hijas: Joan, nacida al año siguiente, y Bessie, en 1902, aunque Jack cultiva cada vez más los placeres báquicos y los amores furtivos. Este año va a Londres como corresponsal de la American Press Association camino de la guerra de los boers en Sudáfrica, y allí le llega la noticia del final de la contienda. No pierde el tiempo y durante seis semanas se sumerge en los barrios marginales londinenses, obteniendo información de primera mano para una novela social de la que siempre se sentirá orgulloso: Gente del abismo (1903). En ese período publica tres obras maestras: El hijo del lobo, un compendio de relatos de Alaska (1900), La llamada de lo salvaje (1903) y El lobo de mar (1904). Ha creado personajes que serán eternos. Logra el éxito. Pero Bess no acepta convivir con quien teme le transmita una enfermedad venérea y, a la vuelta de su viaje a Japón, Corea y Manchuria como corresponsal de los diarios de Randolph Hearst en la guerra ruso-japonesa de 1904, se divorcian. En 1905 contrae nupcias con Charmian Kittredge, mujer vitalista con la que terminan sus devaneos extraconyugales. Escribe sin pausa y, junto a artículos en periódicos y textos políticos (Guerra de clases), en ese año ven la luz sus espléndidos Cuentos de la patrulla pesquera y El juego. Además, adquiere por entonces las primeras tierras del Beauty Ranch en el Valle de la Luna, Glen Ellen, (norte de California), proyecta una mansión y desarrolla una idea de agricultura ecológica inspirada en lo que ha visto en Japón. Esa hacienda crecerá paso a paso y de ella dirá: “Todo lo que necesitaba entonces era un lugar tranquilo en el campo, donde escribir y pasear... Después de mi vida, es lo que más quiero en el mundo... Escribo cada libro sólo para añadir trescientos o cuatrocientos acres a mi rancho, la más bella y primitiva tierra que puede hallarse en California”. 1906 es el año del terremoto e incendio de San Francisco, acontecimientos de los que da cuenta en artículos periodísticos. Pero saca tiempo para publicar Cara de luna y la inolvidable Colmillo blanco. Además diseña los planos de una goleta, la Snark, en la que navegará en compañía de Charmian por el Pacífico Sur durante casi dos años. Puede mantener una tripulación y, a pesar del alcohol y el tentador entorno, escribe cada día su “dosis” de mil palabras mientras recorre los archipiélagos de las Salomón, Sa244
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moa, Fiji, Nuevas Hébridas, las Marquesas, Hawai y Australia. Un largo periplo en el que sufre el paludismo y los primeros cólicos nefríticos, y en el que rinde un emocionado homenaje a su querido Robert Louis Stevenson al visitar su tumba en la cumbre del monte Vaea, en la isla de Apia, Samoa Occidental. Justo antes de partir, en 1907, la editorial MacMillan & Co. publica en Nueva York Amor a la vida y El camino, obra ésta en la que relata su odisea desde San Francisco hacia Washington. Y, a la vuelta del Pacífico, la misma empresa edita en 1908 El talón de hierro (texto descarnado en el que anticipa los fascismos y que influirá en Orwell y su 1984) y Martin Eden (1909), novela en muchos puntos autobiográfica, escrita a bordo de la Snark. En junio de 1910 Charmian da a luz una niña que muere a los dos días, pero ello no altera su vida y publica Cegadora luz del día, obra en la que vuelve al Klondike, y Revolución, cuyo título resume el argumento. Viajan sin parar por la América profunda y son tiempos en los que apenas pasa seis meses al año en su Beauty Ranch, convertido más en hucha que fuente de ingresos. Cuando Dios ríe, Chinago, Sólo carne y los espléndidos Cuentos de los mares del Sur, entre los que figura ese conmovedor canto a la libertad que es Koolau, el leproso, ven la luz en 1911. Y al año siguiente, Jack y Charmian se embarcan cuatro meses para viajar desde Baltimore hasta Seattle pasando por el Cabo de Hornos y da a la imprenta: Un hijo del sol, Cuentos de Hawai y La casa del orgullo. Su capacidad de trabajo es sorprendente, más si se tiene en cuenta su nomadismo, sus problemas de salud y los frecuentes deslices con el bourbon. Precisamente en 1913, además de El valle de la luna y Crucero en el Snark, publica un texto autobiográfico, John Barleycorn (grano de cebada y, por extensión, cerveza), en el que el protagonista relata sus combates con el alcohol, saldados siempre con derrotas. En 1914 viaja a Veracruz para escribir crónicas sobre la revolución mejicana. Sufre disentería y cólicos nefríticos, pero puede escribir El motín del Elsinore y La energía de los fuertes. Las crisis renoureterales se repiten y ha de recurrir cada vez con más frecuencia a la morfina. Es diagnosticado de insuficiencia renal... mas en febrero y diciembre de 1915 aún vuelve a viajar a Hawai. Ese año publica Tortugas de Tasmania y El vagabundo de las estrellas, novela basada en la vida de un expresidiario de San Quintín que por sí sola bastaría para incluirle en la gavilla de escritores inmortales. A principios de 1916 deja el partido político en el que siempre militó. Harto de hipocresía no acepta el adocenamiento de sus jerarcas ni que quieran utilizarle como un peón en el tablero de sus componendas. Vuelve a su Beauty Ranch, ya para no abandonarlo. Muere al anochecer del 22 de noviembre de ese año. En su habitación hay una jarra con agua, tabaco, algunas ampollas vacías de sulfato de morfina, un vial de atropina y los gastados tomos de La edad de los vikingos, que ha conservado desde niño. El certificado de defunción es firmado por cuatro médicos y en él, con excelente caligrafía, puede leerse como causa de la muerte: “Uraemia following renal colic. Contributor: Chronic Interstitial Nephritis. Duration: 3 years”. Sin embargo, el que más de un personaje de sus obras pusiera fin a su vida ha llevado a muchos de sus críticos y biógrafos a asegurar un idéntico final para su autor. El 246
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mismo Borges escribió asumiendo su suicidio: “London agotó hasta las heces la vida del cuerpo y del espíritu. Ninguna le satisfizo del todo y buscó en la muerte el tétrico esplendor de la nada”. Pero, tal vez lo más prudente sea no juzgar conciencias ni intenciones, asumir la duda y reconocer las conjeturas como tales y no como hechos. * * * London fue una fuerza de la Naturaleza. Su vida fue un no parar en busca de vivencias y aventuras, y su obra, escrita en apenas veinte años y aquí sólo apuntada, abarca más de cien espléndidos relatos cortos, media docena de novelas inolvidables, una legión de artículos en periódicos y notables ensayos políticos manados desde su biografía, autodidactismo y convicciones. Amó la libertad, vivió en ella y nunca renunció a su ideario. Precisamente, la veta político-social de su obra, escrita desde la perspectiva del éxito y la riqueza, junto con el punto “incómodo” de algunos de sus textos (habló del “peligro amarillo”, describió la indolencia de los habitantes de la Polinesia y asumió la supremacía de la raza blanca) constituye algo intolerable para el delicado paladar de los ortodoxos de lo políticamente correcto, y han llevado a que tanto él como su obra literaria sean juzgados con remilgos. Afortunadamente no escribió pensando en los críticos de entonces ni en los de hoy. Así, ofende que London sea reducido a “un escritor de aventuras”, y causa hilaridad que una ciudad en los territorios del Yukón cambiara en 1996 el nombre del Jack London Boulevard por el de Two-mile Hill por su hoy heterodoxo punto de vista sobre las razas. Sin embargo, conviene tener presente que los juicios a cien años vista permiten tanto ganar como perder la adecuada perspectiva; que la naturaleza humana es la que es en todas las latitudes y que con frecuencia hallamos en ella tanta energía y coherencia ayer como lo que hoy puede interpretarse como heterodoxia o contradicción. Y es que no pudo ser fácil para Jack London intentar conjugar a Nietzsche con Marx, las estrecheces de la infancia con la opulencia de la madurez, conceptos como individualismo y gregarismo, o ideales con intereses. London tuvo afán de aventuras y de vida y sus argumentos fueron brillante fruto de ello. Fue escritor de ideas y vivió con pasión lo que escribió; y ese aire vital da a su obra un espíritu que nos deslumbra y atenaza. Su estilo, basado en un lenguaje crudo y sin edulcoraciones, es directo y nos muestra un dominio de la acción, el tiempo y los personajes sencillamente magistral. London no sólo creó una gran obra: creó lectores. Porque, cuando el lector se acerca a sus relatos breves o a sus novelas, queda prendido desde la primera hasta la última página, en muchas ocasiones con el aliento contenido. No se sale incólume de sus libros. Y en cuanto a sus personajes, sólo como ejemplo recordemos lo que con tanto acierto observó respecto al protagonista de El lobo de mar el tantas veces cáustico Ambrose Bierce: “Lo más grande —y lo es entre las más grandes ideas— es la enorme creación del capitán Wolf Larsen... El tallado de esa figura es una obra que justifica toda una vida...”. Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:241-247
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I —Nos quitan la libertad porque estamos enfermos. Hemos respetado la ley. No hemos hecho nada malo. Y, sin embargo, quieren encarcelarnos. Molokai es una prisión. Lo sabéis. Ahí tenéis a Niuli, cuya hermana fue enviada a Molokai hace siete años. No la ha visto desde entonces y nunca volverá a verla. Allí estará hasta que muera. No por su voluntad, ni por la de Niuli, sino por la de los hombres blancos que gobiernan la tierra. Y, ¿quiénes son esos hombres blancos? Lo sabemos por nuestros padres y los padres de nuestros padres. Llegaron como corderos, hablando con dulzura. Sólo podían tener buenas palabras porque nosotros éramos muchos y fuertes, y todas las islas eran nuestras. Como digo, tenían buenas palabras. Eran de dos tipos. Unos nos pidieron permiso, nuestro gracioso permiso, para predicar la palabra de Dios. Otros nos solicitaron autorización, nuestra graciosa autorización, para comerciar con nosotros. Así empezó. Hoy, todas las islas, todas las tierras, todos los rebaños, son suyos. Los que predicaban la palabra de Dios y los que predicaban la palabra del ron se han unido y convertido en grandes jefes. Viven como reyes en casas con muchas habitaciones y multitud de criados a su servicio. Quienes nada tenían lo tienen todo; y, si vosotros, o yo, o cualquier canaco tiene hambre, arrugan el ceño y dicen: “Bien, ¿por qué no trabajas? Ahí están las plantaciones”. Koolau hizo un alto. Alzó una mano y con dedos nudosos y deformes levantó la guirnalda de hibiscos que coronaba su negro pelo. La luz de la luna bañaba de plata la escena. Era una noche de paz, aunque los que escuchándole se sentaban a su alrededor, parecían restos de un naufragio. Sus facies eran leoninas. Aquí, donde antes hubo una nariz, ahora veíase un agujero; y allí, en el lugar de una mano había un muñón. Eran treinta en total, hombres y mujeres, marginados porque llevaban el estigma de la bestia. Sentados en una noche luminosa y perfumada, adornados con guirnaldas de flores, sus labios emitían sonidos guturales y sus roncas gargantas aprobaban las palabras de Koolau. Eran criaturas que una vez fueron hombres y mujeres, pero que ya no lo eran.
Relato publicado en diciembre de 1909 en The Pacific Monthly. Traducción de Amparo Pérez-Gutiérrez. 248
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Eran monstruos, grotescas caricaturas del cuerpo y rostro de un ser humano. Espantosamente mutilados y deformes, parecían criaturas torturadas por milenios de infierno. Si tenían manos, semejaban garras de arpías. Sus caras eran absurdas equivocaciones, rasgos golpeados y aplastados por un dios loco a cargo de la maquinaria de la vida. Aquí y allí podían adivinarse rasgos que ese dios casi había borrado, y una mujer vertía lágrimas ardientes por los horribles hoyos que ayer ocuparon sus ojos. Algunos sufrían dolores y de su pecho salían ruidos roncos. Otros tosían con una crepitación que recordaba el rasgado de una tela. Dos eran idiotas, como simios grandes desfigurados desde su concepción y hasta un mono hubiera parecido un ángel a su lado. Gesticulaban y farfullaban a la luz de la luna, bajo coronas de flores doradas que ya empezaban a marchitarse. Uno de ellos, cuyo hinchado lóbulo caía como un abanico sobre su hombro, arrancó una hermosa flor escarlata y naranja y se adornó la enorme oreja que aleteaba con cada movimiento. Koolau reinaba sobre esos seres. Y éste era su reino: un desfiladero ahíto de flores, sembrado de peñas y riscos, del que salían balidos de cabras salvajes. Tres de sus caras eran lúgubres paredes festoneadas de ricas cortinas de vegetación tropical y horadadas por las entradas a las cuevas que constituían las rocosas guaridas de los súbditos de Koolau. En su otra cara, el terreno se abría a un profundo abismo y allí abajo se veían los salientes de los picos y peñascos en cuya base tronaban y espumeaban las olas del Pacífico. Con buen tiempo un barco podía alcanzar la rocosa playa que indicaba la entrada al Valle de Kalalau, pero sólo si el tiempo era muy bueno. Y un montañero experto podía trepar desde la playa hasta el fondo del valle, hasta la hondonada entre los picos donde reinaba Koolau; pero debería tener la cabeza muy fría y conocer muy bien los caminos de las cabras salvajes. Era sorprendente que los desechos humanos que formaban la gente de Koolau hubieran podido arrastrar sus indefensas miserias por caminos de vértigo hasta este lugar inaccesible. —Hermanos... —empezó Koolau. Pero una de aquellas quejumbrosas parodias simiescas emitió una salvaje risa de locura, y Koolau esperó hasta que la estridente carcajada y su eco se hubieron perdido a lo lejos en la calmada noche. —Hermanos, ¿no es extraño? Las tierras eran nuestras y he aquí que no nos pertenecen. Los que predicaban la palabra de Dios y la palabra del ron, ¿qué nos dieron por ellas? ¿Cualquiera de vosotros ha recibido un dólar, un solo dólar, por la tierra? Sin embargo, es suya; y a cambio nos dicen que podemos ir a trabajar la tierra, su tierra, y que será suyo lo que produzcamos con nuestro esfuerzo. Mas, en los viejos tiempos no teníamos que trabajar. Y, cuando estamos enfermos, nos quitan la libertad. —¿Quién trajo la enfermedad?, Koolau —preguntó Kiloliana, un hombre flaco y nervudo de faz tan parecida a la de un fauno riéndose que esperaríase ver unas pezuñas hendidas bajo él. Y, ciertamente, estaban hendidas pero por grandes y lívidas úlceras putrefactas. Éste era Kiloliana, el trepador más osado de todos ellos; el hombre que conocía cada sendero y había llevado a Koolau y sus miserables seguidores hasta los recovecos de Kalalau. Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:248-258
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—¡Ay! Buena pregunta —contestó Koolau—. Como no queríamos trabajar los campos de caña de azúcar donde un día pastaron nuestros caballos, trajeron esclavos chinos de allende el mar. Y con ellos vino la enfermedad china que sufrimos y por la que nos encarcelan en Molokai. Nacimos en Kauai. Hemos ido a otras islas, aquí y allí, a Oahu, Maui, Hawai, Honolulu. Pero siempre volvimos a Kauai. ¿Por qué? Debe haber alguna razón. Porque amamos Kauai. Aquí nacimos. Aquí hemos vivido. Y aquí moriremos, salvo... salvo que entre nosotros haya corazones débiles. A ésos no los queremos. Molokai es para ellos. Y si es así, no deben seguir entre nosotros. Mañana desembarcarán los soldados. Dejemos que los débiles de corazón bajen hacia ellos. Serán enviados a Molokai. Nosotros nos quedaremos y lucharemos. Pero sabed que no vamos a morir. Tenemos fusiles. Conocéis los estrechos senderos por los que deben trepar de uno en uno. Yo solo, Koolau, que una vez fui vaquero en Niihau, puedo defender el camino frente a mil hombres. Aquí está Kapahei, ayer juez sobre los hombres y un hombre de honor, pero que ahora es una rata acosada, como vosotros y como yo. Escuchémosle. Es sabio. Kapahei se levantó. Una vez había sido juez. Había ido al instituto en Punahou. Se había sentado a la mesa con caballeros, jefes y altos representantes de las potencias extranjeras que protegían los intereses de comerciantes y misioneros. Ése había sido Kapahei. Pero ahora, como había dicho Koolau, era una rata acosada; un ser fuera de la ley, tan hundido en el fango del horror humano que a la vez estaba por encima y debajo de ella. Su rostro carecía de rasgos, excepto unos orificios y los ojos sin párpados que ardían bajo unas cejas peladas. —No busquemos el enfrentamiento —empezó—. Les hemos pedido que nos dejen en paz. Si no lo hacen, suyos serán la culpa y el castigo. Como veis, no tengo dedos —levantó los muñones de sus manos para que todos pudieran verlos—. Pero aún me queda un vestigio de pulgar que puede apretar el gatillo con la misma fuerza con que ayer lo hacía su desaparecido vecino. Amamos Kauai. Vivamos o muramos aquí, pero no vayamos nunca a la cárcel de Molokai. La enfermedad no es nuestra. No hemos pecado. Los que predicaban la palabra de Dios y los que predicaban la palabra del ron, la trajeron con los esclavos coolies que trabajan las tierras robadas. He sido juez. Conozco la ley y la justicia y os digo que es injusto robarle la tierra a un hombre, hacerle enfermar con el mal chino y meterle en prisión el resto de su vida. —La vida es corta, y los días están llenos de dolor —dijo Koolau—. Bebamos, bailemos y seamos cuan felices podamos. De unos huecos en la roca sacaron calabazas y las hicieron correr entre todos. Estaban llenas del ardiente destilado de la raíz de la planta del ti; y, a medida que el fuego líquido circulaba por ellos y alcanzaba su cerebro, olvidaban que habían dejado de ser hombres y mujeres, porque volvían a serlo otra vez. La mujer que lloraba lágrimas ardientes por los hoyos abiertos en el lugar de sus ojos, volvía a vibrar llena de vida y rasgaba las cuerdas de un ukulele y elevaba su voz en una bárbara llamada de amor, como la que debió brotar de las profundidades del bosque en el alba de la humanidad. El aire se estremecía con su llanto dulcemente imperioso y seductor. Kiloliana bailaba 250
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sobre una estera al ritmo de la canción de la mujer. Era inconfundible. El amor bailaba en todos sus movimientos y enseguida le acompañó en su danza sobre la estera una mujer de anchas caderas y pechos generosos, negados por su cara corrompida por la enfermedad. Era la danza de la muerte en vida porque en sus cuerpos en desintegración la vida aún amaba y anhelaba. La mujer cuyos ojos ciegos lloraban lágrimas hirvientes prosiguió cantando su lamento de amor; los bailarines continuaron su danza en la noche templada, y las calabazas circularon hasta que a sus cerebros llegaron los gusanos de la memoria y el deseo. Y a la mujer que bailaba sobre la estera se unió una esbelta doncella de bello y virginal rostro, pero cuyos sarmentosos brazos al subir y bajar mostraban los estragos de la enfermedad. Y los dos idiotas, farfullando y articulando extraños sonidos, bailaban aparte; grotescos, fantásticos, parodiando el amor como ellos habían sido caricaturizados por la vida. Pero el lamento de amor de la mujer se quebró a mitad de camino, las calabazas bajaron y los bailarines pararon; todos miraron al abismo sobre el mar, donde una bengala llameaba como un pálido fantasma a través del aire iluminado por la luna. —Son los soldados —dijo Koolau—. Mañana habrá lucha. Debemos dormir y prepararnos. Los leprosos obedecieron y gatearon hacia sus guaridas sobre el acantilado, hasta que Koolau quedó solo, sentado inmóvil a la luz de la luna, con su fusil cruzado sobre las rodillas, mirando hacia abajo a los barcos que a lo lejos llegaban a la playa. El fondo del Valle de Koolau era un refugio bien elegido. Salvo Kiloliana, que conocía hasta las más estrechas sendas en las escarpadas laderas, ningún hombre podía acceder al valle si no era avanzando por una cresta que era como el filo de un cuchillo. El paso medía unas cien yardas de largo y doce pulgadas de ancho como máximo. A cada lado se abría el abismo. Un mínimo desliz y el que pretendiera cruzarlo caería a derecha o a izquierda hacia la muerte. Pero una vez pasado estaría en un paraíso terrenal. Un mar de vegetación bañaba el paisaje, derramando sus verdes olas de un extremo a otro del valle, goteando grandes masas de vides desde los bordes de los acantilados, y enviando a las múltiples grietas una lluvia de helechos y líquenes. En los muchos meses del reinado de Koolau, él y los suyos habían luchado contra este mar vegetal. La asfixiante selva con su profusión de flores había sido mantenida alejada de los bananos, naranjos y mangos silvestres. En pequeños claros crecía la mandioca silvestre; en las terrazas de piedra, rellenas con tierra, había sembrados de taro y melones; y en los espacios abiertos, allí donde penetraba la luz del sol, los árboles de papaya estaban cargados de su dorada fruta. Koolau había sido empujado a este refugio desde el valle próximo a la playa. Y si tenía que abandonarlo aún conocía gargantas entre el sinfín de picos del refugio interior donde podía llevar a sus seguidores y vivir. Y ahora yacía con su fusil al lado, vigilando a través de una cortina de follaje a los soldados en la playa. Observó que tenían grandes cañones en cuya superficie se reflejaba el sol como en un espejo. Ante él se hallaba el paso, estrecho como el filo de una navaja. Podía ver hombres que como puntos neArs Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:248-258
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gros trepaban por el sendero que llevaba hasta él. Sabía que no eran soldados, sino policías. Cuando ellos fracasaran entrarían en juego los soldados. Con su retorcida mano acarició con mimo el cañón del fusil y comprobó que los puntos de mira estaban limpios. Había aprendido a disparar cuando cazaba ganado salvaje en Niihau y su habilidad como tirador no había sido olvidada en la isla. A medida que los puntos negros se aproximaban, calculó la distancia, la desviación producida por el viento que soplaba en ángulo recto sobre la línea de fuego, y valoró la posibilidad de disparar por encima de las manchas que se hallaban por debajo de su nivel. Pero no disparó. No daría a conocer su presencia hasta que alcanzaran el comienzo del paso. No se mostró, sino que habló a través de la espesura. —¿Qué queréis? —preguntó. —Queremos a Koolau, el leproso —contestó el hombre que dirigía a los policías nativos, un americano de ojos azules. —Dad la vuelta —dijo Koolau. Conocía a aquel hombre, el comisario local, porque era quien le había echado de Niihau, a través de Kauai, hasta el Valle de Kalalau y desde el valle hasta el desfiladero. —¿Quién eres? —preguntó el comisario. —Soy Koolau, el leproso —fue la contestación. —Entonces, sal. Venimos a por ti. Hay mil dólares por tu cabeza, vivo o muerto. No puedes escapar. Koolau soltó una carcajada desde la espesura. —¡Sal! —ordenó el comisario; pero sólo le contestó el silencio. Habló con los policías y comprendió que se preparaban para atacarle. —Koolau —gritó el sheriff—. Voy a cruzar para atraparte. —Entonces mira antes a tu alrededor, el mar, el sol y el cielo, porque será la última vez que los contemples. —Está bien, Koolau —dijo el sheriff en tono tranquilizador—. Sé que posees un disparo mortal. Pero no quieres dispararme. Nunca te he causado ningún mal. Koolau gruñó en el matorral. —Te digo, y lo sabes, que nunca te hice nada malo, ¿no es cierto? —insistió. —Me haces mal cuando intentas encarcelarme —fue la respuesta—. Y eres injusto conmigo cuando pretendes los mil dólares que ofrecen por mi cabeza. Si quieres vivir, quédate donde estás. —Tengo que cruzar el paso y detenerte. Lo siento, pero es mi deber. —Antes de cruzarlo morirás. El sheriff no era un cobarde. Pero dudaba. Miró abajo, al golfo del otro lado y recorrió con la mirada el filo que debía atravesar. Entonces se decidió. —¡Koolau! —llamó. Pero la espesura siguió en silencio. —Koolau, no dispares. Voy hacia ahí. 252
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Se dio la vuelta; ordenó algo a los policías e inició su peligroso camino. Avanzaba despacio. Era como andar en la cuerda floja; sólo podía apoyarse en el aire; el suelo de lava se desmigajaba bajo sus pies y los pedazos de roca caían al abismo a cada lado. El sol ardía sobre su cabeza y su rostro estaba húmedo por el sudor. Siguió avanzando hasta un punto a la mitad del paso. —¡Alto! —ordenó Koolau desde los matorrales—. Un paso más y disparo. El comisario se tambaleó hasta que quedó inmóvil sobre el vacío. Estaba pálido, pero en sus ojos había decisión. Se humedeció los secos labios antes de hablar. — Koolau, no deseas dispararme. Sé que no quieres hacerlo. Reinició la marcha. La bala le hizo darse la vuelta. En su rostro había una expresión de quejumbrosa sorpresa mientras se balanceaba antes de caer. Intentó salvarse lanzándose a través del paso, pero en ese instante conoció la muerte. Un momento después el sendero estaba vacío. Entonces empezó el ataque; cinco policías, uno tras otro, corrieron con espléndido equilibrio por el afilado paso. A la vez, el resto abrió fuego sobre la espesura. Fue la locura. Cinco veces apretó Koolau el gatillo, tan deprisa que sus disparos parecieron uno solo. Variando su posición y arrastrándose bajo las balas que mordían y silbaban a través de los matorrales, se asomó. Cuatro de los policías habían seguido al sheriff. El quinto, caído atravesado en el paso, aún vivía. El resto de policías seguía al otro lado, sin disparar. Allí, sobre la roca desnuda, no tenían ninguna esperanza. Antes de que hubieran podido descender, Koolau habría podido acabar, uno a uno, con todos. Pero no disparó y uno de los policías, tras conferenciar, sacó una camiseta blanca y la ondeó como una bandera. Seguido por otro avanzó por el filo hasta el compañero herido. Koolau no dio señales de vida, pero les vio alejarse lentamente hasta convertirse en puntitos a medida que descendían hacia el valle. Dos horas después, tras otro matorral, Koolau, observó cómo otro grupo de policías intentaba ascender por el lado opuesto del valle. Vio cómo las cabras salvajes huían delante de ellos a medida que iban subiendo; dudó de su cordura y llamó a Kiloliana, que, trepando, llegó junto a él. —No. No hay paso —dijo Kiloliana. —¿Y las cabras? —preguntó Koolau. —Vienen desde el valle de al lado, pero no pueden pasar a éste. No hay camino. Ellos no son más sabios que las cabras. Pueden caer hacia su muerte. Veámoslos. —Son hombres valientes —dijo Koolau—. Observémoslos. Codo con codo permanecieron tendidos en el suelo, entre las campanillas y una lluvia de flores amarillas de hau cayendo sobre sus cabezas. Veían los puntos que eran hombres trepando ladera arriba, hasta que pasó lo que tenía que pasar y tres de ellos, resbalando, rodando, deslizándose por el borde del barranco, se despeñaron desde mil pies. Kiloliana rió en silencio. —Ya no volverán a molestarnos —dijo. —Tienen cañones —respondió Koolau—. Aún no han hablado los soldados. Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:248-258
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En la somnolienta tarde, la mayoría de los leprosos dormía en sus guaridas en la roca. Koolau dormitaba a la entrada de la suya con el fusil, limpio y listo sobre las rodillas. La muchacha de brazos retorcidos vigilaba abajo, entre los matorrales, el afilado paso. De repente, Koolau se sobresaltó por el ruido de una explosión en la playa. Un instante después un estruendo desgarró increíblemente la atmósfera. El terrible ruido le asustó. Era como si todos los dioses hubieran tomado la bóveda celestial en sus manos y la estuvieran desgarrando como una mujer rasga una sábana de algodón. Pero era un desgarrar inmenso, que se acrecentaba con rapidez. Koolau, levantó la mirada con aprensión, como si temiera ver las consecuencias. Entonces, con una columna de humo negro, la granada estalló en el pico que había sobre sus cabezas. La roca se hizo añicos y los pedazos cayeron hacia la base del precipicio. Koolau se pasó la mano por su frente sudorosa. Estaba muy alterado. No había visto un bombardeo y éste era más terrible de lo que hubiera podido imaginar. —Una —dijo Kapahei, dedicado enseguida a llevar la cuenta. Una segunda y una tercera pasaron rugiendo sobre la muralla, estallando lejos de su vista. Kapahei llevaba la cuenta ordenadamente. Los leprosos se apiñaron en el claro que había ante las cuevas. Al principio estaban aterrados, pero, como las granadas seguían volando sobres sus cabezas, se calmaron y empezaron a admirar el espectáculo. Los dos tontos chillaban de placer y hacían payasadas con cada una que cruzaba sobre ellos torturando el aire. Koolau empezó a recobrar la confianza. No les estaban haciendo daño. Evidentemente, desde tan larga distancia los proyectiles no podían lanzarse con la precisión de un fusil. Pero la situación cambió. Los obuses empezaron a caer cortos. Uno estalló bajo los matorrales cercanos al paso. Koolau recordó a la muchacha que se hallaba allí vigilando, y bajó deprisa para ver qué había sucedido. El humo todavía salía de los arbustos cuando él se arrastraba entre ellos. Quedó atónito. Las ramas estaban rotas y astilladas. Donde había estado la muchacha había un agujero en el suelo. Estaba despedazada. El obús había explotado justo sobre ella. Tras asomarse para comprobar que los soldados no intentaban cruzar, Koolau echó a correr hacia las cuevas. Sin pausa, los proyectiles continuaban silbando, aullando, chillando, y el valle retumbaba y reverberaba con las explosiones. Cuando estaba cerca de las cuevas vio a los idiotas brincando, cogiéndose las manos con los muñones de los dedos. Aún corría cuando una columna de humo negro brotó del suelo, cerca de ellos. La explosión los lanzó en sentidos opuestos. Uno quedó inmóvil, pero el otro se arrastraba con las manos hacia la cueva. Tras sí, tiraba de sus piernas inútiles mientras la sangre brotaba de su cuerpo. Bañado en sangre, al reptar gemía como un perrillo. Los demás, salvo Kapahei, habían huido hacia las cuevas. —Diecisiete —dijo Kapahei. —Dieciocho —añadió. La última granada había penetrado en una de las cuevas. Con la explosión se vaciaron todas. Pero de aquélla no salió nadie. Koolau se adentró en ella arrastrándose a través del acre y picante humo. Terriblemente mutilados, cuatro cuerpos yacían en el in254
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terior. Uno era el de la mujer ciega cuyas lágrimas no habían cesado hasta ese momento. Fuera, Koolau halló a su gente presa del pánico y empezando a trepar por el sendero de cabras que llevaba al exterior de la garganta y al revoltijo de crestas y simas. El idiota herido intentaba seguirlos gimiendo débilmente y reptando con la ayuda de sus manos. Pero al llegar a la primera cuesta le pudo la impotencia y cayó hacia atrás. —Sería mejor matarle —dijo Koolau a Kapahei, que permanecía sentado en el mismo sitio. —Veintidós —contestó Kapahei. —Sí; sería lo mejor. Veintitrés… Veinticuatro. El idiota soltó un quejido agudo al ver el fusil apuntándole. Koolau dudó y bajó el arma. —Es duro hacerlo —dijo. —Eres un tonto; veintiséis, veintisiete —dijo Kapahei. —Déjame enseñarte. Se levantó y con una pesada piedra en la mano se acercó al herido. Cuando levantaba el brazo para golpear, una granada explotó de lleno sobre él, evitándole la necesidad de hacerlo y, a la vez, dando fin a su cómputo. Koolau estaba solo en la garganta. Vio a los últimos de los suyos arrastrar sus mutilados cuerpos sobre la cresta de un alto y desaparecer. Entonces dio la vuelta y bajó hasta los matorrales donde habían matado a la mujer. El bombardeo continuaba, pero se quedó allí; allá abajo, a lo lejos, podía ver trepar a los soldados. Una granada estalló a veinte pasos de donde estaba. Pegado a la tierra oyó volar fragmentos por encima de su cuerpo. Una lluvia de flores de hau cayó sobre él. Levantó la cabeza para mirar hacia el paso y suspiró. Tenía mucho miedo. Las balas no le asustaban, pero este bombardeo era abominable. Con cada granada que pasaba cerca de él, se estremecía y agazapaba; pero una y otra vez se incorporaba para vigilar el sendero. Por fin, cesó el bombardeo. Debía ser, razonó, porque los soldados se acercaban. Trepaban por el camino en fila india y trató de contarlos hasta que perdió la cuenta. En cualquier caso eran unos cien, todos tras Koolau, el leproso. Sintió una punzada de orgullo. Policías y soldados venían a por él con cañones y fusiles; por él, un hombre solo y, además, una piltrafa. Ofrecían mil dólares por él, vivo o muerto. En toda su vida nunca había tenido tanto dinero. Fue un pensamiento amargo. Kapahei estaba en lo cierto. Él, Koolau, no había hecho nada malo. Como los haoles necesitaban mano de obra para trabajar las tierras robadas, habían traído a los coolies chinos, y con ellos había venido la enfermedad. Y por haberla contraído ahora valía mil dólares; pero no por sí mismo. Era su cuerpo sin valor, podrido por el mal, o muerto por la explosión de una bomba, el que valía ese dinero. Cuando los soldados alcanzaron el afilado paso estuvo a punto de advertirles. Pero su mirada dio con el cuerpo de la mujer asesinada y permaneció en silencio. Cuando ya se habían aventurado seis por el sendero, abrió fuego. No paró hasta que quedó desierto. Vació la recámara; la recargó y la vació de nuevo. Siguió disparando. Todos los agravios sufridos ardían en su cerebro y estaba furioso de venganza. A lo largo del camino de caArs Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:248-258
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bras los soldados disparaban y, aunque permanecían cuerpo a tierra e intentaban ocultarse tras sus poco profundas irregularidades, estaban a descubierto. Las balas silbaban y golpeaban con un ruido sordo a su alrededor y a veces alguna rebotaba y cruzaba el aire con un agudo silbido. Una abrió un fino surco en su cuero cabelludo y una segunda le quemó la paletilla sin llegar a romperle la piel. Fue una masacre causada por un hombre solo. Los soldados iniciaron la retirada llevándose a sus heridos. Mientras disparaba, Koolau percibió olor a carne quemada. Miró alrededor y descubrió que procedía de sus manos y, aunque su carne se quemaba y percibía su olor, no sentía dolor. Se mantuvo tumbado entre los matorrales, sonriendo, hasta que recordó los cañones. Sin duda, volverían a abrir fuego contra él y ahora las bombas caerían en la espesura desde donde había disparado. Nada más desplazarse a un recoveco tras un recodo en el que había observado que no caían los obuses, se reanudó el bombardeo. Los contó. Cayeron sesenta en la garganta antes de que callaran los cañones. La pequeña superficie quedó tan picada por las explosiones que parecía imposible la supervivencia de cualquier criatura. Eso debieron pensar los soldados y volvieron a trepar por el estrecho camino bajo el ardiente sol de la tarde. Y el estrecho sendero fue disputado otra vez y nuevamente hubieron de retirarse hasta la playa. Durante dos días más Koolau defendió el paso, a pesar de que los soldados se conformaban con lanzar bombas sobre su refugio. Entonces, Pahau, un adolescente leproso, subió hasta un pico a espaldas de la garganta y le gritó que Kiloliana había muerto en una caída cazando cabras para comer, y que las mujeres estaban asustadas y no sabían qué hacer. Koolau le mandó bajar y le cedió un fusil para guardar el paso. Halló a su gente desalentada. La mayoría era incapaz de procurarse alimento en tan duras circunstancias y ayunaba. Eligió a dos mujeres y uno de los hombres menos dañados por la enfermedad y los envió tras la garganta para que subieran comida y esteras. Animó y consoló a los demás, hasta que los más débiles pudieron echar una mano para construir unos refugios sencillos. Pero los enviados por comida no volvían y fue hacia la garganta. Al llegar a la cima restallaron media docena de fusiles. Una bala le atravesó la carne del hombro y una segunda, al rebotar contra la roca, desprendió una lasca que le cortó la mejilla. En ese momento, al retroceder de un salto, vio que el desfiladero estaba lleno de soldados. Su propia gente le había traicionado. El último bombardeo había sido demasiado terrible y habían preferido la prisión de Molokai. Volvió atrás y se despojó de una de las pesadas cartucheras. Echado entre las rocas esperó a que la cabeza y los hombros del primer soldado fueran bien visibles antes de disparar. Lo hizo dos veces y después, tras una pausa, en vez de una cabeza y unos hombros, una bandera blanca fue empujada por encima de la cresta. —¿Qué queréis? —preguntó. —Si eres Koolau el leproso, te queremos a ti —llegó la respuesta. 256
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Koolau se olvidó de todo y de donde estaba; echado en el suelo, maravillado por la rara insistencia de estos haoles dispuestos a imponer su voluntad aunque el cielo cayera sobre ellos. Sí; impondrían su voluntad sobre todos los hombres y todas las cosas, aunque en ello les fuera la vida. Estaba convencido de lo imposible de su lucha. No era posible resistir a la terrible voluntad de los haoles. Aunque matara a mil, se levantarían tantos como las arenas del mar y cada vez vendrían más por él. Nunca se daban cuenta de cuándo estaban vencidos. Tal era su defecto y su virtud. Y ahí era donde fracasaban los de su raza. Ahora entendía cómo un puñado de predicadores de Dios y de predicadores del ron había conquistado la tierra. Era porque… —Bien, ¿qué tienes que decir? ¿Vendrás conmigo? Era la voz del hombre invisible bajo la bandera blanca. Allí estaba, como todos los haoles, empeñado en un objetivo concreto. —Hablemos —dijo Koolau. La cabeza y los hombros aparecieron sobre la roca y después el cuerpo entero. Era un joven de veinticinco años, de rostro lampiño, ojos azules, estilizado y elegante con su uniforme de capitán. Avanzó hasta que Koolau le mandó parar y se sentó a doce pasos de él. —Eres un hombre valiente —dijo Koolau con asombro—. Podría matarte como a una mosca. —No; no podrías —respondió. —¿Por qué no? —Porque, Koolau, aunque malo, eres un hombre. Sé tu historia. Matas con justicia. Koolau gruñó, pero se sentía halagado en su interior. —¿Qué habéis hecho con mi gente? Con el muchacho, las dos mujeres y el hombre. —Se entregaron, como vengo a pedirte que tú hagas también. Koolau rió incrédulo. —Soy un hombre libre —proclamó—. Nada malo he hecho. Sólo quiero que me dejéis en paz. He vivido libre y libre voy a morir. Nunca me entregaré. —Tu gente es más prudente que tú —respondió el joven capitán—. Mira, ahí vienen. Koolau se volvió y vio cómo se acercaban los que quedaban. Gimiendo y suspirando en una procesión atroz, arrastraban su miserable pasado. Y aún tuvo que saborear una amargura mayor, porque al acercarse le cubrieron de insultos e imprecaciones; y la bruja jadeante que cerraba la marcha se detuvo a su lado y extendiendo sus descarnadas manos de arpía a la vez que agitaba su enmarañada cabeza de muerte, le maldijo. Uno a uno fueron superando la cresta y se entregaron a los ocultos soldados. —Ya puedes irte —dijo al capitán—. Nunca me rendiré. Es mi última palabra. Adiós. El capitán descendió por la ladera hacia sus soldados. Al momento, y sin bandera de tregua, izó su sombrero con la vaina de la espada y Koolau lo atravesó de un balazo. Aquella tarde le bombardearon desde la playa y perseguido por los soldados hubo de retroceder hasta los picos más inaccesibles. Durante seis semanas le siguieron de refugio en refugio, sobre cimas volcánicas y trochas de cabras. Cuando se escondió en la jungla formaron líneas de batidores y le Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:248-258
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acosaron como a un conejo entre la lantana y los guayabos. Mas cambiaba de dirección, les esquivaba y siempre escapaba. No podían acorralarlo. Cuando se le acercaban demasiado, su certero fusil les hacía retroceder y por angostas veredas debían bajar a sus heridos hasta la playa. Hubo ocasiones en que fueron ellos los que dispararon, como cuando por un momento su tostado cuerpo apareció entre los arbustos. Una vez, cinco soldados le sorprendieron en un sendero descubierto y descargaron sus fusiles sobre él mientras trepaba por un camino de vértigo. Más tarde encontraron allí restos de sangre y supieron que estaba herido. Al cabo de seis semanas abandonaron. Soldados y policías volvieron a Honolulu y el valle de Kalalau volvió a ser suyo, aunque de vez en cuando, y para su desgracia, algún cazador de recompensas se aventuraba tras él. Dos años después, y por última vez, Koolau caminó despacio hasta los matorrales y se tumbó entre hojas de ti y flores de jengibre. Había vivido libre y libre iba a morir. Empezó a caer una fina lluvia y se echó una manta raída sobre los deformes muñones de sus miembros. Llevaba un chaquetón de tela impermeable. Cruzó su fusil Máuser sobre el pecho, deteniéndose un instante en secar con afecto la humedad del cañón. La mano con que lo hizo no tenía dedos para apretar el gatillo. Cerró los ojos, porque con la debilidad de su cuerpo y la borrosa confusión de su cerebro, supo que se acercaba su fin. Como un animal salvaje, se escondía para morir. Semiinconsciente, errante sin rumbo, revivió su prematura madurez en Niihau. A medida que su vida se apagaba y el goteo de la lluvia le llegaba cada vez más débil, le pareció que volvía a estar en medio de la doma de los caballos; sintió cómo los potros indómitos se encabritaban y agitaban debajo de él con los estribos atados sobre la panza; o galopar frenéticamente por el cercado haciendo que los vaqueros saltaran las empalizadas. Al instante, y como lo más natural, se vio persiguiendo toros salvajes por las altas praderas, cazándolos a lazo y llevándolos hacia los valles. El sudor y el polvo del marcado a fuego en el corral le volvieron a picar otra vez en los ojos y a penetrar en la nariz. Toda la fuerza y plenitud de su juventud volvieron a ser suyas, hasta que las agudas punzadas de una inevitable disolución le devolvieron a la realidad. Pero, ¿cómo? ¿Por qué? ¿Por qué su brava juventud se había transformado en esto? Recordó entonces que, otra vez y sólo por un momento, era Koolau, el leproso. Sus párpados temblaron cansados y a sus oídos dejó de llegar el ruido de la lluvia. Un largo temblor recorrió su cuerpo; hasta que también cesó. Levantó un poco la cabeza, pero la dejó caer. Luego, sus ojos se abrieron para no volver a cerrarse. Su último pensamiento fue para su Máuser, que apretó contra su pecho con las manos enlazadas y sin dedos.
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Doce artículos para recordar Twelve Articles to Remember Entre la miríada de artículos publicados en los últimos meses, la Redacción ha seleccionado los doce que siguen. “No están todos los que son”, imprudente sería pretenderlo, pero los aquí recogidos poseen un rasgo de calidad, sencillez, originalidad o sorpresa por el que quizá merezcan quedar en la memoria del amable lector.
Begall S, Cerveny J, Neef J, Vojtech O y Burda H. Magnetic alignment in grazing and resting cattle and deer. Proc Natl Acad Sci. USA, 2008;105:13451-13455. La mayoría del ganado vacuno, los cérvidos y las ovejas al pastar orientan su cuerpo en un mismo sentido. Las vacas y semejantes dirigen su cabeza contra el viento, mientras que las ovejas se disponen de espalda a él. Asimismo, en los días soleados del invierno el ganado vacuno se dispone perpendicularmente al sol, mientras que en los fríos y ventosos orienta su cuerpo en paralelo al viento. Ello no parece sorprendente, pero sí lo es que cuando no hace sol, frío ni viento, esos animales al pastar alineen sus cuerpos en un sentido determinado. Los autores de este artículo, de Essen (Alemania), Breno, Praga y Karsperske Hory (República Checa) comunican su observación, tras su seguimiento mediante satélites, de que esos animales en distintos puntos de la Tierra, en diferentes momentos y bajo distintas condiciones climáticas, incluso en sus lechos mientras duermen o cuando pastan durante la noche, alinean sus cuerpos en dirección Norte-Sur. Más aún, tal orientación es hacia el Polo Norte magnético, no al geográfico, y plantea el interrogante de cuál es la base de tal magnetorrecepción. He ahí algo nuevo a tener en cuenta por los ganaderos y un buen campo de estudio para etólogos, neurocientíficos y biofísicos. 1
Jackevicius CA, Li P y Tu JV. Prevalence, predictors, and outcomes of primary nonadherence after acute myocardial infarction. Circulation, 2008;117:10281036. Junto con las modificaciones en los hábitos de vida y alimentación, los fármacos constituyen la base de la prevención secundaria de las enfermedades cardiovasculares. Pero éstos deben ser tomados por el paciente, algo que con frecuencia no ocurre. Los autores de este artículo, de Toronto y Pomona (California), estudian el cumplimiento del tratamiento y la mortalidad al cabo de un año de un conjunto de 4.591 pacientes que habían sufrido un infarto de miocardio. Comunican que al cabo de 120 días de la prescripción sólo el 74% de los pacientes seguían correctamente el tratamiento farma2
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cológico, y que al año la mortalidad era significativamente mayor entre los que no tomaban ninguno o sólo “algunos fármacos” frente a los que tomaban correctamente “todos los prescritos”. Dado que en general no es fácil seguir los tratamientos crónicos y más si se componen de varios preparados, sólo las explicaciones precisas, el seguimiento de los pacientes y los consejos periódicos permitirán mejorar el cumplimiento de aquéllos y su eficacia. La distancia que hay desde el papel a la realidad suele ser mayor de lo que parece. Brown RH, Soderblom LA, Soderblom JM, Clark RN, Jaumann R, Barnes JW, Sotin C, Buratti B, Baines KH y Nicholson PD. The identification of liquid ethane in Titan´s Ontario Lacus. Nature, 2008;454:607-610. Titán, la gran luna de Saturno, posee un diámetro de 5.150 kilómetros, mayor que el de Mercurio, una temperatura de unos 180 ºC bajo cero en su superficie y una densa atmósfera de 1.000 kilómetros de altura compuesta esencialmente de nitrógeno. Durante años se especuló con la posibilidad de que hubiera grandes océanos de hidrocarburos en su superficie, pero ello no se ha confirmado por los más de 40 vuelos de aproximación que la sonda espacial Cassini ha realizado desde 2005. Sin embargo, Titán sí posee lagos con una curiosa composición. Los autores de este artículo, de diferentes departamentos de Arizona, Colorado, Berlín, Pasadena e Ítaca (Nueva York), comunican los datos obtenidos por el Visual and Infrared Mapping Spectrometer instalado a bordo de la Cassini. Así, el lago Ontario (78º N, 25º O) contiene una mezcla de etano y metano líquidos, junto con nitrógeno e hidrocarburos de bajo peso molecular, lo que apoya la existencia de un ciclo del metano en la geoquímica de Titán semejante al del agua en la Tierra. Y, a pesar de sus bajas temperaturas, los rayos cósmicos de alta energía que alcanzan su superficie bien pueden originar otros compuestos orgánicos que hipotéticamente darían lugar a lo que aquí conocemos como “vida”. No en vano, la Titan/Saturn System Mission, proyecto de colaboración entre la NASA y la Agencia Espacial Europea, deberá aclarar esa hipótesis crucial. 3
Jones W, Carr K y Klin A. Absence of preferential looking to the eyes of approaching adults predicts level of social disability in 2-year-old toddlers with autism spectrum disorder. Arch Gen Psychiatry, 2008;65:946-954. Los recién nacidos ya muestran atención por los ojos de los demás desde la primera semana de vida. Eso también ocurre en otras muchas especies e indicaría que se trata de un rasgo filogenético de desarrollo social precisamente conservado. Sin embargo, como es bien sabido, los niños autistas establecen un contacto visual escaso y aberrante a lo largo de su vida. Los autores de este artículo, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Yale, estudiaron la atención que 15 niños autistas de dos años mostraban por diferentes vídeos en los que varias actrices miraban directamente a la cámara con actitud agradable y la compararon con la de 15 niños normales y otros 15 con retraso intelectual no autista. Los primeros mostraron una mayor atención por la boca pero una fijación por los ojos significativamente menor en comparación con los niños de los otros dos grupos. 4
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Además, en los autistas el grado de menor atención y fijación por la mirada era paralela al grado de autismo: a menor fijación mayor incapacidad social. No andaba descaminado el poeta cuando escribía: “por la mirada entra la vida... mientras busco mi vida en tu mirada”. Danovaro R, Dell´AnnoA, Corinaldesi C, Magagnini M, Noble R, Tamburini C y WeinbauerM. Major viral impact on the functioning of bentic deep-sea ecosystems. Nature, 2008;454:1084-7. Los virus son los organismos vivos más abundantes en todos los océanos y las infecciones que causan en muchas especies marinas, desde las microcópicas hasta el plancton y mamíferos, producen la muerte de un sinfín de organismos, tanto autótrofos como heterótrofos. A su vez, los ecosistemas de las profundidades, en gran parte mediados por organismos procarióticos, desempeñan un papel esencial en la producción de biomasa y en los ciclos biogeológicos a escala global. Los autores de este artículo, de diferentes departamentos de ciencias del mar y oceanografía, de Ancona (Italia), Carolina del Norte, Marsella, Villefranche-sur-Mer (Francia) y París, comunican su observación de que: a) la concentración de virus es muy elevada desde la superficie hasta las profundidades marinas; b) la gran abundancia de virus en los fondos no se debe al “hundimiento” desde capas superiores, sino a su producción in situ, y obedece a su producción en los sedimentos de las profundidades; c) las infecciones víricas causan la muerte del 80% de las especies procariotas marinas y tal mortalidad aumenta a medida que se desciende hacia el fondo, de forma que por debajo de los mil metros casi la totalidad de las especies procariotas heterótrofas es transformada en biomasa y detritus orgánicos. Por lo tanto, los virus son básicos en los ciclos biogeológicos, tanto en el metabolismo de las profundidades como en el funcionamiento del complejo ecosistema de la biosfera. Una vez más, lo aparentemente nimio o elemental, como pudiera parecer un virus, resulta clave en la biología. 5
Purkayastha S, Tilney HS, Darzi AW y Tekkis PP. Meta-analysis of randomized studies evaluating chewing gum to enhance postoperative recovery following colectomy. Arch Surg, 2008;143:788-793. En función del estado previo de los pacientes, el tipo de padecimiento y la clase de intervención, la duración de la estancia en el hospital tras la cirugía colorrectal oscila entre 13 y 26 días. A su vez, la incorporación de la laparoscopia a dicha cirugía, junto con el afán de lograr cuanto antes la recuperación de la motilidad intestinal tras la misma, ha llevado a estudiar muchas y muy diferentes sustancias, muchas de ellas caras o con significativos efectos secundarios. En este artículo, los autores, del Hospital de Santa María (Londres), comunican cómo un grupo de 158 pacientes sometidos a cirugía abdominal con colostomía y que masticaron varias láminas de chicle en el postoperatorio precoz, tuvieron una recuperación del tránsito intestinal más rápida y un ingreso hospitalario más corto, que los que no utilizaron tan sencillo procedimiento. Quizá veamos muy pronto masticar chicle y hacer pompas con denuedo a los intervenidos del abdomen. 6
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Lerant C, Haijszan T, Szigeti-Buck K, Bober J y MacLusky NJ. Bisphenol A prevents the synaptogenic response to estradiol in hippocampus and prefrontal cortex of ovariectomized nonhuman primates. Proc Natl Acad Sci. USA. 2008;105:14187-14191. Desde 1950 se utiliza el bisfenol A en la fabricación de plásticos presentes en multitud de productos, desde biberones y prótesis dentales hasta frascos para conservar alimentos o como sustitutos del cristal. Se calcula que cada año se fabrican en el mundo unos 1.500 millones de toneladas de esa sustancia. Pero el bisfenol A no es “un cualquiera”, ya que posee una estructura semejante a los estrógenos. A su vez, estas hormonas, además de ser básicas en la reproducción, también lo son en el desarrollo de las sinapsis en la médula espinal, tronco del encéfalo, hipocampo y área prefrontal, y por ello resultan esenciales en funciones superiores como el aprendizaje y la memoria. Los autores de este artículo, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Yale y la Facultad de Veterinaria de Guelph (Ontario), estudian el efecto que la administración de bisfenol A (en dosis aceptadas como seguras por la Agencia Americana de Protección Ambiental) posee sobre el desarrollo sináptico en distintas áreas del encéfalo de primates no humanos. Comunican que incluso a dosis bajas, aquella sustancia bloquea la formación de sinapsis en distintos puntos del encéfalo involucrados en la memoria y adquisición de conocimientos. Aunque hay un trecho significativo desde el laboratorio hasta la calle, y algo menor desde los primates no humanos a nosotros, deberemos mirar con cuidado dónde incorporamos ciertos plásticos. El asunto no es baladí. 7
Dienstag JL. Relevance and rigor in premedical education. N Engl J Med. 2008;359:221-224. Uno de los problemas fundamentales de cualquier sociedad organizada es el de la educación a todos los niveles, desde la enseñanza primaria a la superior. Y en el caso concreto de la Medicina, se añade el impacto que supone la incorporación a los principios clásicos disciplinas totalmente nuevas como la biología molecular y la genética. El autor de este enjundioso artículo, decano de la Facultad de Medicina de Harvard, reflexiona sobre el cambio que se ha producido en los conocimientos científicos en las últimas décadas, y cómo esto ha repercutido en la formación de los médicos. Por ello, desde 2006 aquella facultad ha desarrollado lo que denomina un “curriculum integrado”, en el que se potencian los conocimientos previos en biología, química, física y matemáticas, y se estimula el pensamiento analítico aplicado a los complejos sistemas de la biología humana. Recuerda que un enfermo no representa un problema genético, inmunológico, bioquímico o anatómico, pero que la docencia en aspectos como la ética, y métodos de aprendizaje corresponden a la propia facultad más que a los institutos. A estos compete descubrir y fortalecer intelectual y académicamente a los estudiantes, estimulando sus conocimientos de idiomas, literatura, arte y humanidades en general... además de las ciencias. El objetivo es formarlos para la práctica de una medicina anclada en la ciencia, pero deben llegar a la facultad con cultura y un alto nivel de competencia científica. Tal vez debiéramos tomar nota de ello por es8
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tas latitudes, sobre todo cuando los planes educativos europeos en general, y los españoles en particular, parecen ir más por “ablandar” los contenidos de la enseñanza media y la propia licenciatura de medicina. Weber MA, Klein NJ, Hartley JC, Lock PE, Malone M y Sebire NJ. Infection and sudden unexpected death in infancy: a systematic retrospective case review. Lancet, 2008;371:1848-1853. La “muerte de cuna”, definida como el fallecimiento súbito e inesperado de un niño de menos de un año, sigue siendo una causa significativa de muertes en el período post-neonatal. En Inglaterra y Gales se produjeron 268 casos de ella en 2005, lo que representa 0,41 por cada 1000 nacidos vivos. Sus causas son heterogéneas y en muchos casos quedan sin aclarar incluso tras la autopsia. Los autores de este artículo, de departamentos de pediatría y microbiología del University College London, revisan las autopsias de 546 fallecidos por este síndrome entre 1996 y 2005. Comunican que muchos de los cultivos microbiológicos post mortem fueron positivos, en su mayoría por gérmenes no patógenos, pero en el 19% de los fallecidos sin una causa aparente, se demostraron S. aureus y E. coli, gérmenes que pueden causar septicemia sin un foco aparente de infección. Por lo tanto, las infecciones deben ser consideradas en la etiología de un porcentaje significativo de esas muertes. 9
Nader PR, Bradley RH, Houts RM, McRitchie SL y O´Brien M. Moderate-to-vigorous physical activity from ages 9 to 15 years. J Am Med Ass, 2008;300:295-305. El sedentarismo va ligado a la obesidad y enfermedades crónicas en niños y adolescentes. Un notable número de ellos no cumple los 60 minutos diarios de ejercicio físico moderado o vigoroso que se aconsejan como parte de la actividad cotidiana a esas edades. En este artículo, los autores, de diferentes Universidades de California, Arkansas y Carolina del Norte, comunican los resultados de un estudio realizado entre 1991 y 2007 dirigido a cuantificar la actividad física de 1.032 niños entre 9 y 15 años. A los 9 dedican unas tres horas diarias a ejercicios físicos como mínimo moderados, pero ese tiempo disminuye a razón de 41 minutos diarios cada año, de forma que a los 15 sólo dedican 49 minutos al día entre semana y 35 los sábados y domingos. Tal reducción progresiva del ejercicio físico moderado o enérgico es similar en ambos sexos, con la particularidad de que las niñas cruzan la barrera de los 60 minutos diarios a los 13,1 años y los varones a los 14,7. Es probable que un estudio similar en nuestras latitudes no diera resultados muy diferentes. 10
Melamed ML, Michos ED, Post W y Astor B. 25-hydroxyvitamin D levels and the risk of mortality in the general population. Arch Intern Med, 2008;168:1629-1637. Cada vez disponemos de más estudios que relacionan el déficit de vitamina D con enfermedades cardiovasculares, determinadas neoplasias (como la de colon, mama y próstata) e incluso con la mortalidad global. En este excelente artículo, los autores, de la Facultad de Medicina Albert Einstein (Nueva York), y los Departa11
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mentos de Medicina y Epidemiología de la Facultad de Medicina de la Universidad Johns Hopkins (Baltimore), analizan la asociación de bajas concentraciones plasmáticas de 25(OH)D con la mortalidad de 13.331 individuos de más de 20 años de edad incorporados al estudio entre 1988 y 1994, y seguidos hasta 2000. Comunican que la actividad física enérgica y la toma de suplementos de vitamina D están inversamente relacionadas con la mortalidad global por enfermedades médicas, mientras que concentraciones plasmáticas de tal vitamina inferiores a 17 ng/ml lo están directamente con el fallecimiento por neoplasias y enfermedades cardiovasculares. Aunque siempre conviene evitar los planteamientos excesivamente simplificadores, quizá debemos recordar los mecanismos fisiopatológicos en los que interviene esta vitamina y garantizarnos un aporte adecuado de la misma. Por si acaso. Chiu C, Xian W y Moss CF. Flying in silence: ecolocating bats cease vocalizing to avoid sonar jamming. Proc Natl Acad Sci. USA, 2008;105:13116-21. Para orientarse, localizar y precisar los objetos que se cruzan en su vuelo, los murciélagos utilizan el eco del sonido que emiten al chocar con aquéllos. Sin embargo, tales sonidos pueden verse interferidos por los emitidos por sus congéneres. Y cuando parecería que una forma de evitar tal interferencia sería modificar la frecuencia en que los emiten, los autores de este artículo (de la Universidad Washington, San Luis, Missouri) comunican otro sistema sorprendente: el silencio. Así, el murciélago marrón Eptesicus fuscus, cuando vuela en compañía de otro permanece en silencio durante períodos de hasta 200 milisegundos durante el 40% del tiempo si su acompañante se halla a menos de un metro de distancia; pero esa “estrategia silenciosa” para evitar interferencias de sonidos representa sólo el 0,08% cuando vuela en solitario. Basándose en estudios neurofisiológicos sobre el oído medio de estos animales, los autores apuntan la idea de que los sonidos del entorno, incluidas las vocalizaciones de otros murciélagos, activan diferentes grupos de neuronas que les lleva a “hablar” o a callar. El silencio, refugio y, a la vez, método de comunicación. 12
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Crítica
Marlene Dietrich Marlene Dietrich I Juan Tejero I Marlene Dietrich es el símbolo del ideal erótico inalcanzable del siglo XX. Tuvo y retuvo durante muchos años una belleza mágica, increíble, casi etérea, como su irónica sonrisa, su gesto altivo y el misterio insondable de su turbadora mirada. Sus andares felinos y sinuosos, la armonía de sus formas esbeltas —rematadas por las más hermosas piernas de la pantalla—, unido a la dulzura equívoca de su rubia melena, alumbraron los sueños de varias generaciones prendidas en el señuelo de su ronca voz, cálida y sensual. Ambiciosa, inteligente e indestructible, Marlene fue la figura exacta de un mito construido contra su propia realidad, un personaje sorprendente y lleno de contradicciones, una leyenda viva que brilló siempre como una auténtica estrella. No fue nunca una gran actriz, pero llevó a cabo interpretaciones muy brillantes, engendrando una criatura a la vez exótica y terrenal, ambigua y seductora, fuerte y frágil al mismo tiempo. Casi todos los galanes de Hollywood, al menos en la pantalla, la pretendieron y se quedaron prendados de su enigma. Era un animal de deseo frustrado, sexualmente disponible pero siempre inalcanzable, una exquisita y evanescente femme fatale, pozo de deseo y, a veces, de perversión, donde se ahogan voluntariamente los hombres. Su descubridor fue Josef von Sternberg, un genio con talento indomable que al jugar con las luces y las sombras sobre sus mejillas, ojos y piernas incomparables, extrajo de ella todos los acordes que contribuyeron a crear un mito erótico exquisito y la colocó en un pedestal del que todavía no ha descendido. Si su revelación jugó básicamente con el impacto de una sexualidad franca y acaso grosera, su imagen posterior mostraba tal despliegue de elegancia que hacía imposible recordar que existió previamente, en El ángel azul, una mujer de mejillas carnosas y formas redondeadas que obedeció al nombre de Lola-Lola. El autor fundó en 1992 la revista Cinerama, que dirigió durante nueve años, y en 1998 T&B Editores (www.cinemitos.com/tbeditores/Paginas/home.asp). Desde la fundación de T&B compagina la labor de dirección de la editorial con la de escritor, así como la colaboración en diversos programas de radio y televisión. Es autor de numerosos artículos y libros. Recientemente ha publicado: John Wayne. El vaquero que conquistó Hollywood (T&B Editores, 2007). Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:265-272
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Vestida de lamé con boas de avestruz, o con impecable frac negro, Marlene fue una sugestiva Amy Jolly en Marruecos (cortesía del autor).
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Reina del claroscuro, iluminada con una luz cenital que solamente la acariciaba a ella, haciendo resaltar sus rasgos angulosos, y moviéndose con suma cadencia y una gestualidad oníricas, Dietrich fue la feliz encarnación de un auténtico delirio de luces y sombras en genuino blanco y negro. Cuando se rompió el hechizo y el cine ya no le permitió encarnar a seductoras devoradoras de hombres, su leyenda se propagó básicamente desde los escenarios, y durante años iluminó las candilejas con su smoking negro, sus largos cigarrillos y su peculiarísima manera de cantar. Conocida por sus numerosos idilios tanto con hombres como con mujeres, la actriz cultivó su halo de misterio hasta el final. Junto a Greta Garbo, Marlene fue la única estrella de cine que realmente pudo presumir de aura legendaria. Como Greta vio su mito crecer en vida, y como ella se negó a ofrecer al mundo la imagen de su decadencia física. Consciente de que su existencia meramente humana podía enterrar la gloria más inmortal del arte, Dietrich decidió enterrarse en vida para preservar mejor su gloria póstuma, la eternidad mítica. La enigmática heroína de El ángel azul se llevó muchos secretos a la tumba. El principal, para desconcierto de biógrafos y mitómanos, el de su edad. Algunos sitúan su nacimiento en 1898, otros lo trasladan a 1902 y la mayoría se inclina por el 27 de diciembre de 1901. Lo que se sabe con certeza es que de su nombre oficial, Marie Magdalene Dietrich von Losch, el “Losch” pertenece a su padrastro. Nacida en Berlín (Alemania), hija de un aristocrático oficial de caballería prusiano, Louis Otto Dietrich, y de una burguesa adinerada, Elisabeth Josephine Felsing, Marlene se convirtió en huérfana de padre cuando éste murió en el frente ruso, al comienzo de la Primera Guerra Mundial. La pequeña recibió una esmerada educación, con gobernantas francesas e inglesas y lecciones de equitación, danza y violín. Estaba destinada al mundo de la música, pero una lesión de muñeca rompió su incipiente carrera de violinista. Se dedicó entonces a las candilejas. En sus primeros tiempos berlineses alternó sus estudios en la famosa escuela de teatro de Max Reinhardt con pequeños papeles en funciones teatrales y películas mudas. En 1923 se casó con Rudolf Sieber, un ayudante de dirección que le dio una hija (Maria Riva de nombre artístico, durante su carrera como actriz de teatro y televisión, y autora de una despiadada biografía de su madre). Ya se disponía Marlene a abandonar su carrera de actriz para perseguir sus inclinaciones domésticas (según sus propias palabras, «casarse, comprar una granja, criar gallinas y coser para los soldados silbando canciones patrióticas») cuando Josef von Sternberg la descubrió en una mediocre revista musical. El cineasta, que buscaba un auténtico sex symbol para emparejarla con Emil Jannings en El ángel azul (Der blaue Engel, 1930), le dio el papel de Lola Lola, la carnal, despiadada y arrebatadora cabaretera que provoca la perdición de un venerable profesor universitario. Este personaje en general y la escena del cabaré en particular elevaron a Dietrich a la gloria instantánea. La actriz incluso arrebató el protagonismo al propio Jannings, la máxima figura del cine alemán de la época. Éste declaró, fuera de sí: «No es fotogénica, tiene la mirada desenArs Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:265-272
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focada, como las vacas al parir». Cuando al final de la película el profesor se arroja sobre la cantante para estrangularla, no hubo fingimiento. El director tuvo que separarlos y Marlene conservó durante mucho tiempo las marcas de los dedos de Emil sobre su cuello. Sternberg, genio barroco donde los hubiera, hizo de la vulgar Lola Lola un símbolo de la seducción perversa, fabricando en el proceso el “mito Marlene”. Él lo negaba: «Yo no la doté de ninguna personalidad extraña a la suya. No le di nada que no tuviera ya. No hice más que dramatizar sus atributos y sacarlos a la luz». Pero no hay duda: la fascinante criatura andrógina fue creación de este judío vienés: la encarnación de las obsesiones eróticas de un esteta. La película dio la vuelta al mundo, fue todo un escándalo y su éxito condujo a Dietrich a Hollywood, donde la Paramount la contrató para convertirla en rival de Greta Garbo, la estrella de la MGM. Greta era más enigmática, pero más real y más humana. Marlene era tan artificial como ambigua. Con sus aditamentos fetichistas (smoking, chaqué, sombrero de copa), creó una moda que recuerda al período de decadencia del final de la república de Weimar. Sternberg estaba allí, velando por “su” actriz, cerrando el paso a cualquiera que intentara dirigir sus primeros pasos en Hollywood. Para hablar de la relaciones entre ambos, los cronistas suelen mencionar a Pigmalión y Galatea. En realidad se puede decir que el subyugamiento era mutuo. Sternberg supo fotografiar a su musa como nunca nadie más habría de hacerlo, revelar su luz, mágica y embrujadora, en papeles de aventurera y espía que son creaciones poéticas, obras de arte, como lo era la propia Marlene. Pero también explotó sin prejuicios los ambiguos encantos de su musa, obrando el milagro de convertir a una muchacha rubicunda, algo gordita y vulgar, en una lánguida dama, sofisticada y exóticamente sensual. Las siete películas —prodigios de refinamiento extravagante y erotismo barroco— que Dietrich interpretó bajo la batuta de Sternberg no tienen parangón con el resto de su filmografía. En sus fotogramas se almacenan todos los secretos del mito, todas las facetas, misterios y resortes que los demás directores intentarían recuperar después con mayor o menor acierto. En Marruecos (Morocco, 1930), Marlene vende manzanas a los clientes de un tugurio de Mogador mientras canta, y desliza subrepticiamente la llave de su habitación en la mano del bello legionario Gary Cooper, a quien acabará por seguir Sahara adentro como si se paseara por una playa de la Costa Azul. Al año siguiente se convirtió en espía vestida de cuero negro en Fatalidad (Dishonored, 1931), donde sus maquinaciones la llevarían ante un pelotón de ejecución, donde se retoca el maquillaje utilizando como espejo el sable del joven teniente. En La venus rubia (Blonde Venus, 1932), se convirtió en bailarina de cabaré, metida en una piel de gorila de la que emerge para seducir a Cary Grant. Pero sería El expreso de Shanghai (Shanghai Express, 1932) la que establecería de una vez por todas la figura de la mujer inalcanzable, de oscuro pasado, rostro hierático y cuerpo de diosa, sumida en un ambiente exótico de plató de la Paramount. Vestida con estremecedores modelos de pros268
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Marlene Dietrich y Gary Cooper en Deseo (cortesĂa del autor).
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tituta elegante, la actriz reencontró a su gran amor, un oficial británico, en un tren tomado por un rebelde chino. En 1934 fue Catalina la Grande, emperatriz de Rusia, en Capricho imperial (The Scarlet Empress), gran despliegue de decorados y vestuarios fastuosos, la mejor película de la pareja Sternberg-Dietrich, pero también un fracaso rotundo. Por fin, la turbadora española de los vestidos tornasolados de El demonio es una mujer (The Devil is a Woman, 1935), representa la quintaesencia del mito de la mujer fatal. Tras las suntuosas imágenes de carnaval desplegadas en esta última película de la pareja, asoma la relación que realmente unió a Marlene y su director. Sternberg no era nada sin Dietrich, y lo sabía. «Dejé de hacer cine en 1935», declaró, aludiendo al final del ciclo Dietrich (se separaron tras el fracaso relativo de El demonio es una mujer). A partir de entonces, el cineasta mantuvo una trayectoria digna, aunque declinante. La actriz siguió enseñando las piernas en el cine y en los escenarios de music-hall... y también una personalidad independiente, espiritual y cultivada. Cuando la Paramount, al descubrir que su estrella había caído hasta la posición 126 del box-office, decidió cancelar su contrato, Marlene intentó cambiar de estilo, demostrar que era algo más que el producto de la enfermiza obsesión de un amante rechazado. Atemperó su imagen, descendió de su pedestal de inaccesible diosa y aceptó el vulgar papel de una tabernera que muere por culpa de una bala perdida, destinada al héroe de un western de serie B, Arizona (Destry Rides Again, 1939), de George Marshall. En esta película, Marlene reveló unas dotes para la interpretación naturalista y para la comedia que el período Sternberg no le había permitido mostrar. Desde El ángel azul rodó treinta y cuatro películas e interpretó otros tantos personajes glorificadores de la mujer fatal, hecha para la aventura, la pasión y la muerte, ilustradores de un tema más o menos único: la perdición del hombre por la mujer. Aunque su técnica era limitada y su estilo poco expresivo, su voz hacía de la frase más vulgar un murmullo repleto de sobreentendidos turbadores. Como Greta Garbo, su sola presencia daba dimensión y resonancia a la historia más insignificante, al melodrama más convencional. La actitud que mantuvo durante la Segunda Guerra Mundial contribuyó a reforzar su popularidad. Profundamente apegada a su país, pero hostil al régimen de Hitler, Marlene nunca contestó a los reiterados requerimientos de Goebbels para que regresara a Alemania. Fiel a sus principios, solicitó la nacionalidad norteamericana y participó en programas de propaganda antinazi. En marzo de 1943 anunció públicamente su deseo de abandonar momentáneamente su carrera para dedicarse a entretener a las tropas aliadas que estaban luchando contra el III Reich. En las trincheras su mito se volvió más heroico, al tiempo que triunfaba una canción inolvidable, “Lili Marleen”. Un insólito triunfo en los dos bandos. Estados Unidos le concedió en 1947 la medalla de la Libertad y el Gobierno francés el título de Caballero de la Legión de Honor en 1954. Remontado el escalafón del éxito, Dietrich permaneció en el mismo registro semiparódico durante una década, antes de volver a encontrar personajes dignos de ella. En 270
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Marlene regresó al desierto en El jardín de Alá y lo hizo en el perfeccionado proceso de Technicolor. Su belleza se vio acentuada por el blanco de su indumentaria contrastando con los marrones de las localizaciones del desierto (cortesía del autor).
Berlín Occidente (A Foreign Affair, 1948), comedia agridulce ambientada en un Berlín en ruinas, Billy Wilder la convirtió en cantante melancólica y desencantada. Alfred Hitchcock nos la presentó como la encarnación de la mentira y la ilusión del espectáculo en Pánico en la escena (Stage Fright, 1950), donde cantaba “La vie en rose”. En Encubridora (Rancho Notorious, 1952), un western barroco dirigido en 1952 por su compatriota Fritz Lang, resurgió el mito en buena medida. En Testigo de cargo (Witness for the Prosecution, 1957), de nuevo a las órdenes de Wilder, demostró sus posibilidades dramáticas por primera vez en años. Y en 1958, Orson Welles le ofreció un papel de ensueño en Sed de mal (Touch of Evil, 1958): dueña de cabaré, alcahueta y pitonisa entrada en años, pero todavía deseable. En los años cincuenta, Marlene, agotada ya su química con el celuloide, empezó a alejarse paulatinamente del cine en favor de sus giras musicales, donde aparecía en escena en un afán de resucitar a la figura legendaria de los años treinta, luciendo piernas y vestidos ceñidos, abiertos hasta la cadera. Era una cantante de más talento y estilo que recursos, pero singularmente inolvidable. Verla en el escenario era emocionante Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:265-272
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porque sus carencias parecían surgir del fondo de una convicción poderosa e intocable. Su voz, profunda y envolvente, sugerente y acariciadora, con un deje de melancolía bajo su aparente dureza, transmitía el erotismo más sofisticado como voz alguna lo hiciera antes. En 1961, Dietrich consideró su deber figurar en el reparto estelar de ¿Vencedores o vencidos? (Judgment at Nuremberg, 1961), de Stanley Kramer, una reconstrucción didáctica de los juicios de los responsables nazis. Tras este acto cívico, la actriz se despidió del celuloide... hasta un regreso prescindible con Gigolo (Schöner Gigolo, armer Gigolo, 1978), de David Hemmings, donde compartió cartel con el andrógino David Bowie. Punto final decepcionante para una carrera que en realidad había acabado treinta años atrás. Culta, exquisita y refinada, Dietrich cultivó la amistad de artistas e intelectuales. Fue amiga de Edith Piaf, Noel Coward, Orson Welles y Ernest Hemingway, y entre sus grandes amores aparecen los nombres de Jean Gabin, John Wayne, Erich Maria Remarque, Yul Brynner, Mercedes d’Acosta, Burt Bacharach... Su marido fue un enigma que sumar al misterio Marlene. Nunca llegaron a divorciarse, pero vivieron separados la mayor parte del tiempo. Cuando él falleció, en 1976, la actriz no abandonó su refugio parisino de la Avenue Montaigne para asistir al entierro. Sin embargo, sus allegados dicen que Sieber siempre estuvo presente en sus brindis con champán. Hasta el fin, la inolvidable Lola-Lola hizo gala de una lucidez aristocrática ejemplar e implacable, y prefirió sepultarse, en vida, en el lujo ocioso y estéril de la soledad para mejor preservar el arte que le dio la gloria y una existencia no terrenal. Esa férrea reclusión, que duró prácticamente medio siglo, estuvo marcada por una obsesión: no molestar a nadie y no airear sus miserias. La última vez que respondió a un periodista fue para decir: «A los veinte años, yo no era nada. A los ochenta no soy más que una vieja vulgar. Entre medias he sido actriz. No hay nada más que decir». El 6 de mayo de 1992 falleció María Magdalena von Losch, una mujer que nació en Alemania al tiempo que el siglo, pero no murió Marlene Dietrich, la actriz, la diva. Su verdad sigue tan oculta como al principio.
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Arthur C. Clarke, entre la técnica y la mística Arthur C. Clarke: between technology and mystique I José Luis González Quirós I Arthur C. Clarke (1917-2008) pertenece a una rara estirpe de escritores (rarísima entre hispanos, si no es que inexistente, pero también escasa en el ámbito anglosajón), capaces de aunar una fuerte capacidad de fabulación con una importante vocación, digamos, teórica. Si a eso añadimos que fue siempre un hombre mucho más interesado en cuestiones metafísicas y cosmológicas que en escenarios sentimentales, se verá con facilidad que pertenece a una especie anómala de escritores que tan sólo abunda relativamente entre los que han cultivado lo que se suele conocer como ciencia ficción. De cualquier modo, a diferencia, también, de lo común en esa clase específica de narradores, Clarke fue un auténtico científico aficionado, es decir no un académico o un investigador de oficio, pero sí una persona siempre atenta a cuanto pudiera venir de esos medios, alguien que espera alguna clase de iluminación decisiva de las pesquisas de la ciencia. Me parece que esa es su grandeza y que también habrían de residir ahí las limitaciones que se le pudieran imputar. Creo que, en este aspecto, y para encontrar un paralelo entre escritores españoles, nos podríamos referir a Baroja, también un narrador maravilloso y un hombre preocupado por comprender lo que nos pudiera enseñar la ciencia, aunque, a diferencia de Baroja, Clarke profesaba un optimismo de fondo que a Baroja, que nunca se habría perdido entre las estrellas, seguramente le hubiera hecho sonreír. Sir Arthur Charles Clarke, murió el pasado 19 de marzo y había nacido en Inglaterra (Somerset) el 16 de diciembre de 1917. Desde su juventud fue un lector apasionado de los pulp de ciencia ficción que le llegaban de Estados Unidos y frecuentó la lectura de autores como Julio Verne y su compatriota H. G. Wells, cuya anticipación de las posibilidades de una red mundial de información basada en archivos compartidos es mucho menos conocida que los pronósticos de Clarke, aunque también se afirma que un
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relato de 1964 del propio Clarke, Dial F for Frankenstein, le sirvió a Tim Berners-Lee de inspiración para poner en marcha la World Wide Web en 1989. En su juventud, Clarke no se limitaba a leer: a la edad de trece años construyó un telescopio con el que pudo dibujar, por ejemplo, un mapa de la Luna bastante detallado. Entre 1941 y 1945 sirvió en la Royal Air Force como especialista de radar, una tecnología recién nacida y entonces en pleno desarrollo, lo que seguramente estimuló su enorme interés en las posibilidades de las telecomunicaciones. Un escrito suyo de 1945 se suele considerar como una de las primeras apuestas por la posibilidad de usar satélites artificiales como instrumentos en las telecomunicaciones terrestres. En esa misma época escribió y publicó sus primeros relatos de ciencia ficción. Arthur C. Clarke escribió cerca de cien libros y más de mil cuentos y ensayos breves durante sesenta años, lo que da muestra de una enorme fecundidad y de una gran capacidad de trabajo. Los títulos que le han dado mayor fama son 2001, una Odisea espacial (Plaza y Janés, 1974 y numerosas ediciones posteriores), Cita en Rama (Edhasa, 2006), y Las fuentes del Paraíso (Ultramar, 1989). En 1999 (St. Martin’s Press, New York) se publicó Greetings, Charbon based Bipeds! que es una colección de sus principales ensayos desde 1942 hasta 1999. Como a tantos otros autores del siglo pasado, la fama universal le llegó a partir de la pantalla, gracias a 2001, la película de Stanley Kubrick (2001, una Odisea del espacio, según el título con el que se exhibió en España), con quien había escrito el guión, una fama que se acrecentó tras la emisión de una serie de documentales dedicados a la divulgación por la BBC, Arthur Clarke’s Mysterious World. En 1956 se fue a vivir a Ceylán, pues allí podía poner en práctica con mayor facilidad la inmersión en los mundos submarinos que también le interesaron siempre. Siguió residiendo en Ceylán hasta su muerte, aunque conservando siempre la nacionalidad británica. En 1986 le diagnosticaron en un hospital de Londres que las dificultades que estaba experimentando para caminar se debían a un problema neuromotor conocido como enfermedad de Lou Gehrig que apenas le iba a dejar otros cinco años de vida; Clarke volvió a Ceylán decidido a desmentir el diagnóstico y a someterse a una fisioterapia rigurosa que pareció mejorarle; afortunadamente, un año después, los médicos del John Hopkins le diagnosticaron algo más benigno (el síndrome pospolio recientemente descubierto por entonces) que le liberaba del pronóstico mortal y le permitiría vivir veinte años más, aunque, desde los años noventa, tuviese que hacerlo en silla de ruedas. Su obra ha sido muy premiada y bien reconocida; muchas de sus novelas han obtenido una gran variedad de premios y ha sido traducido a numerosísimas lenguas. En 1996 la International Astronomical Union bautizó con el nombre del escritor al asteroide 4923. En 1998 fue nombrado Sir por la reina de Inglaterra y en el año 2003 científicos de la Universidad australiana de Monash pusieron el nombre de Serendipaceratops arthurcclarkei a una nueva especie de dinosaurios. Pocos días antes de morir, Clarke repasó su último manuscrito, un relato de ciencia ficción redactado en colaboración con Frederik Pohl, otro de los grandes del género, titulado The Last Theorem y cuya aparición estaba prevista para finales de 2008. 274
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Aunque ha sido, sobre todo, un gran narrador, su fama más específica le llegó, tal vez, por su notable capacidad de predicción, es decir por su calidad como divulgador científico y por su atrevimiento para sugerir cambios en el futuro, alguno de los cuales se ha hecho realidad en forma más o menos similar a lo previsto por nuestro autor. Clarke era muy consciente de que el oficio de profeta es extremadamente arriesgado (“Pophecy is a dangerous and thankless bussines, frequently fatal for those who practice it”), pero su optimismo en relación con la fecundidad intelectual de la ciencia y de la tecnología le impulsaban a imaginar, entre otras cosas porque esa imaginación puede ser un fecundo catalizador de los avances del saber. Asimov le consideraba el más atinado de los adivinos del futuro y Kubrik, algo más escéptico, escribió que Clarke se las arreglaba para manejar bien el admirable deseo humano de saber cosas que nunca podremos saber. En 1999 se atrevió a escribir una historia resumida del siglo XXI; estos fueron algunos de sus pronósticos hasta la fecha: 2002, el primer reactor nuclear limpio y seguro estará en el mercado; 2003, la industria del automóvil se dará cinco años para prescindir por completo de los combustibles fósiles; 2004, se reconoce públicamente la realización con éxito del primer clon humano; 2006, se cierra la última mina de carbón. Su profecía para 2009 es un tanto peligrosa, pero ciertamente optimista: explotará una bomba atómica en un arsenal de una ciudad del tercer mundo, pero, después de un breve debate en las Naciones Unidas, se aprobará la destrucción completa del arsenal nuclear. Veremos. En cualquier caso, Clarke sabía que su función como escritor no era la profecía, sino, si acaso, lo contrario, poner a los hombres en el camino de evitar algunos de los males que anunciaba, de manera que no puede considerase un fracaso que no dispongamos de un computador como HAL, el coprotagonista del viaje espacial de 2001, una máquina que, descontenta con el rendimiento humano, comunicó a su interlocutor que lo lamentaba, pero en lo sucesivo iba a atenerse a sus propias decisiones. Como dijo en cierta ocasion: “We science-fiction writers never attempt to predict. In fact, it’s the exact opposite. As my friend Ray Bradbury said, ‘we do this not to predict the future but to prevent it’”. No es posible ser un gran novelista sin afrontar cuestiones muy de fondo, quedándose sólo en la peripecia. El gran tema de sus novelas es la búsqueda de un sentido espiritual para la existencia humana y su gran esperanza es que el hombre pueda ir más allá de sí mismo, una evolución difícilmente explicable en términos puramente naturales que Clarke trató de simbolizar en el extraño monolito que Kubrik inmortalizó en imágenes fascinantes montadas sobre la música de Strauss. Clarke basaba su optimismo en el conocimiento y, en este sentido, era un socrático, pero su idea del conocimiento tendía a reducirse de una manera muy estrecha a la tecnología, a la invención. No es que no apreciase la ciencia teórica, pero su consideración era de tipo utilitarista; valoraba, por ejemplo, lo que la matemática podía hacernos mejorar en nuestras capacidades de cálculo y también el placer que nos produce su invención, pero no era partidario de dejarse llevar por filosofías: su reino era de este mun276
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do, concreto, visible, inmediato y, por ello, en ocasiones, un tanto ingenuo y plano. Si se buscan en sus obras referencias a filósofos, de hoy o de ayer, no se encuentran con facilidad, pese a que se asomó a muchos temas que hubiesen requerido algo de contención y algunas dudas de principio. Ciertamente, tampoco era un teórico, pero se enfrentó a cuestiones que habrían requerido matices más de fondo que los aducidos en sus trabajos. Desde el punto de vista teórico, se limitó a ser un empirista totalmente escéptico sobre la posibilidad de que se pueda ir más allá en ciertas cuestiones. Tal vez por eso su posición sobre algunos temas, por ejemplo, sobre la religión, fue bastante endeble, aunArthur C. Clarke en su despacho (2005). que en este asunto, en particular, su decisión personal sobre la forma de celebración de sus funerales fue muy explícita: quiso que fuese estrictamente privado y completamente ajeno a cualquier tipo de connotación religiosa. Freeman J. Dyson, un físico con mayor preparación académica y mayores ambiciones filosóficas que Clarke, y al que nuestro autor estimaba muchísimo, sostiene que en la historia del pensamiento hay dos grandes familias teóricas, los unificadores, que siguen la estela de Descartes; y la de los diversificadores, que se apoyan, más bien, en Bacon, la tradición teórica ateniense y la tradición práctica de los caldereros y artesanos, esto es, de aquellos que con su ingenio mecánico y su capacidad de innovar han sido capaces de impulsar el conocimiento sin complicarse en las grandes cuestiones. Aunque Clarke no pueda ser considerado sin exageración un científico, su espíritu es claramente el de esta segunda progenie, cualidad que se deja ver también en sus relatos, sobrios, llenos de imaginación pero concretos, precisos. Clarke confiaba, por encima de todo, en la capacidad de descubrir de que ha venido dando muestras la especie humana, pero se sentía lleno de dudas cuando, consciente como era de la pequeñez de nuestra especie, de nuestras limitaciones sensoriales, de nuestra soledad aparente en un espacio infinito y en un tiempo incontable, se enfrentaba a preguntas para las que Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:273-279
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no hay respuesta inmediata. Su báculo lo constituía entonces la esperanza, la convicción de que algo se podría saber más o menos de manera inmediata, de que la nueva generación podría llegar a saber cosas que a nosotros se nos ocultan. No cabe duda de que una vida relativamente larga le habrá enseñado que esa clase de respuestas casi siempre llegan más tarde de lo que se espera y que, además, vienen, cuando parece que van a llegar, envueltas en preguntas aún más peliagudas, precisamente porque nos permiten ver con claridad que las viejas preguntas son como inacabables muñecas rusas. Clarke puso esperanzas, por ejemplo, en la psicología de lo paranormal y, poco después de la guerra contra el nazismo, confiaba con la mentalidad de un ilustrado del siglo XVIII en que las ideas morales avanzasen al tiempo que lo hiciesen las ciencias y las tecnologías disponibles. Como, ciertamente, ese no ha sido el caso, dio en pensar que las religiones podrían ser las causantes de ese desfase histórico. Se trata de una idea que hoy día goza de cierto predicamento, aunque no fue demasiado explícito sobre sus razones para sostenerla. Clarke fue, como nos pasa de una u otra manera a todos, relativamente dependiente de posiciones a la moda en muchos asuntos sobre los que no tenía una competencia específica; la relativa claridad y celeridad con la que se resuelven los pleitos, incluso históricos, en la ciencia y en el desarrollo tecnológico no siempre se obtiene en asuntos menos claros como los que tienen que ver con la religión, con la moral o con las pugnas políticas. Su posición con respecto a la religión fue extraordinariamente oscilante. Si se tuviese que hacer un resumen de este asunto tal vez se podría decir que empezó por reconocer a las religiones su valor estético y moral sin concederles nada en el orden intelectual (la teología está, en cualquier caso, en el extremo contrario del espectro respecto a la ciencia ficción, aunque aquí tal vez pudiera decirse aquello de que los extremos se tocan) y terminó por negar también que las religiones tuviesen un balance moral positivo que ofrecer a la humanidad. Una de sus citas que se han hecho famosas, se refiere justamente a este punto: “The greatest tragedy in mankind’s entire history may be the hijacking of morality by religion”. No podemos pedirle a un narrador la consistencia intelectual que se puede demandar a un filósofo o a un académico: su obra narrativa muestra frecuentemente cierto asombro frente a lo absoluto; cierta fascinación por la cercanía que se siente hacia las emociones religiosas cuando se está lejos del mundanal ruido, cuando se contempla el infinito del espacio o el infinito de la complejidad microfísica. Pero el Clarke pensador estuvo siempre poseído por la idea un poco ingenua de que la ciencia desvelaría esos misterios hasta mostrar que, en realidad, no son nada. Hay una frase del filósofo Henri Bergson que dice respecto del universo que es una máquina para hacer dioses, una idea que en Bergson subraya la cercanía mística entre la naturaleza y la divinidad y que podría no estar demasiado lejos de algunas de las cosas que, en determinados pasajes de su obra, parece sugerir Clarke, aunque sus declaraciones al respecto en la introducción a uno de sus últimos episodios de Mysterious World, titulado Cielos extraños, suena algo más frívolamente: “I sometimes think 278
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that the universe is a machine designed for the perpetual astonishment of astronomers.” Me parece que lo mejor del espíritu de Clarke está en su apuesta decidida por la invención y su optimismo sobre los beneficios sociales de los diferentes inventos. Como Dyson, creía que la afición y el entusiasmo es el motor más eficaz del desarrollo tecnológico, de la invención y, también como Dyson, era partidario de que los investigadores pudieran embarcarse en pequeños planes susceptibles de fracaso porque sólo esa libertad les podría garantizar, aunque no siempre, desde luego, el éxito. Clarke defendió los efectos positivos del despliegue universal de las tecnologías de la información denunciando el catastrofismo de quienes se oponen a su desarrollo con razones inspiradas en la desconfianza y el temor a la confusión. Tampoco simpatizaba con los malos augurios de los que pretendían parar el progreso tecnológico con el argumento del calentamiento global. Clarke era muy consciente de que la tecnología podía confundirse con la magia, pero sabía que su fundamento está en el conocimiento, no en la superchería; era consciente de que vivimos en una época en la que a un experto que afirma cualquier cosa siempre se le puede oponer otro igualmente experto para afirmar la contraria; pero no tenía ningún miedo a los efectos de esa dificultad sobreañadida, porque le parecía que la polución informativa siempre sería preferible a la ausencia o a las restricciones y manipulaciones políticas de la información. Frente a las críticas de tantos intelectuales exquisitos, siempre defendió los valores que, por ejemplo, se han podido generalizar gracias a la televisión que, en su opinión, ha hecho más que nadie por la unión de las distintas partes del mundo. Clarke se identificaba como un hombre con varias vidas simultáneas y compatibles: la de escritor, la de explorador del mundo submarino, la de promotor de la exploración y utilización del espacio y la de divulgador científico, pero quería ser recordado, sobre todo, como escritor, como una persona capaz de entretener a sus lectores y, con suerte, de servir de ayuda para que puedan ensanchar su imaginación. Creo que este será, efectivamente, su legado más duradero. Clarke distinguía con toda nitidez la información, el conocimiento y la sabiduría y sabía que la información es el primer paso, pero siempre hace falta ir más allá. Creo que eso es lo que ha querido decirnos con el epitafio que encargó y que expresa su ideal de humanidad: “He never grew up; but he never stopped growing”.
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Semblanza de Pedro Laín Entralgo (1908-2001) Pedro Laín Entralgo (1908-2001): biographical sketch I Nelson R. Orringer I Nacido en Urrea de Gaén (Teruel) y fallecido en Madrid, Pedro Laín Entralgo destaca como humanista, historiador y filósofo de la medicina; catedrático de historia de la medicina, maestro de discípulos distinguidos, historiador de la cultura española, y miembro de la Real Academia Nacional de Medicina, de la Real Academia de la Historia y de la Real Academia Española. De esta última institución fue Director entre 1982 y 1987. Educado en la llamada Edad de plata española (1876-1936), le afecta hondamente la Guerra Civil (1936-39). Reconócesele como el médico escritor más señalado de la época franquista. Tutor del rey, acoge gustoso la transición a la democracia. Cultiva cuatro disciplinas hermanas: antropología filosófica, antropología médica, historia de la medicina e historia de la cultura española. Autor de más de ochenta libros, fue investido Doctor Honoris Causa por universidades de tres continentes. Laín sigue la voluntad paterna de perseguir una carrera médica por razones económicas. Estudia las primeras letras en Urrea de Gaén, donde su padre practica la medicina, y cursa el bachillerato en Soria (1917), Teruel (1919) y Pamplona (1921). Inicia estudios de Química en la Universidad de Zaragoza (1923) y los termina en la Universidad de Valencia (1927), donde se licencia en Medicina en 1930. Sus maestros J. J. Barcia Goyanes y J. Peset le orientan hacia la psiquiatría antropológica, influyente desde entonces en su pensamiento. En 1930 recibe el doble doctorado en Ciencias Químicas y El autor es catedrático emérito de la Universidad de Connecticut (EE UU) donde ha dirigido el programa doctoral de Letras Hispánicas. Ha sido dos veces becario Fulbright en España y es miembro de numerosos comités editoriales. Su actividad académica está centrada en filosofía contemporánea comparada, teología comparada y en historia de la medicina actual. Entre sus publicaciones destacan: Ortega y sus fuentes germánicas (1979); Nuevas fuentes germánicas de ¿Qué es la filosofía?, de Ortega (1984); Unamuno y los protestantes liberales (1985); La aventura de curar: la antropologia médica de Pedro Laín Entralgo (1997); Angel Ganivet: la inteligencia escindida (1998); Hermann Cohen: filosofar como fundamentar (2000), así como ediciones comentadas de F. Ayala, A. Ganivet y M. de Unamuno. 280
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en Medicina en Madrid, donde entra en contacto con la medicina de Jiménez Díaz, Marañón y Madinaveitia. En 1931, como becario de la Junta para Ampliación de Estudios, estudia psiquiatría en Viena en la clínica de Otto Pötz, y se convence del elemento psíquico en toda enfermedad. Teórico sintético y médico casi nunca practicante —no sabe vencer la repugnancia producida por la enfermedad—, en 1932 oposita sin éxito a médico de guardia del Manicomio de Valencia. Sirve, entretanto, como Auxiliar de Ciencias en el Instituto-Escuela de la misma ciudad. Además, ocupa un puesto de médico en la sevillana Mancomunidad Hidrográfica del Guadalquivir. En 1933 trabaja como asistente voluntario en el Manicomio de Miraflores (Sevilla). Aunque sale triunfante en las oposiciones a médico de guardia en el Instituto Psiquiátrico Provincial de Valencia, goza de menos fortuna en su intento de abrir una práctica privada. Teórico por vocación, cultiva pronto la antropología médica entonces en boga en Viena y en Heidelberg. En 1935, funda Norma. Revista de exaltación universitaria, donde expresa su adhesión al movimiento germánico “en pro de la humanización de la Medicina”. Apoyado, además, por la Junta Central de Acción Católica, organiza con Juan José Barcia un curso estival de antropología médica en Santander, pero en 1936 estalla la Guerra Civil Española y se frustra el proyecto. El trienio bélico le desvía de su vocación profesional. En agosto del 36, ingresa en la Falange Española de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (JONS). Colabora en su órgano propagandístico central, Arriba España, y participa en la fundación de Jerarquía, Revista Negra de la Falange (subtítulo mussoliniano). En 1938 traba amistad con Dionisio Ridruejo, poeta y propagandista. Trasládase a Burgos como jefe de la Sección de Publicaciones del Servicio Nacional de Propaganda, a cargo de Ridruejo. En la posguerra, se instala en Madrid y menudean sus colaboraciones falangistas en la Prensa nacional. En 1939 se hace cargo de la dirección de la Editora Nacional, y al año siguiente funda la editorial Escorial con Ridruejo, Luis Rosales y Antonio Marichalar. En la Editora Nacional, publica Los valores morales del nacionalsindicalismo (1941) y —lo que puede resultar chocante— Medicina e Historia (1941). Su vocación de historiador de la medicina nace en 1938, durante la guerra. Angustiado por el problema nacional, busca explicaciones históricas, y este preguntar se adentra también en los grandes problemas de la medicina. Considera la posibilidad de aproximarse a la antropología médica a través de la historia de la medicina. Cartéase con el historiador de la medicina alemán Paul Diepgen para pedirle consejos profesionales. Estudia latín y griego, útil este último para su libro futuro La medicina hipocrática (1970). En 1939 ocupa el puesto de encargado de Psicología Experimental en la Universidad Central de Madrid, y también de auxiliar interino de la Cátedra de Historia de la Medicina de la misma universidad. En 1941 escribe una tesis doctoral, El problema de las relaciones entre la medicina y la historia, publicada como Medicina e historia (1941), de cara a prepararse para opositar a la cátedra de Historia de la medicina de la universidad madrileña. En 1942 gana por oposición esta cátedra, que ocupará 282
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hasta 1978. Cátedra muy fecunda tanto en generar libros como en suscitar vocaciones discipulares. De todas sus publicaciones en ese campo, la que más estimó fue la Historia universal de la medicina, 7 volúmenes (Barcelona, 1972-1975), estructurada y dirigida por él, con la colaboración de 117 investigadores. A Laín se le debe haber fundado la historiografía científica de la medicina en España. Tras la tesis doctoral, publica Estudios de historia de la medicina y antropología médica, con un espléndido estudio de Freud y la historia de la catarsis psicoterápica (1943); esfuerzo intelectual que se puede reconocer en una Pedro Laín estudiando en su casa (cortesía de la familia Laínmonografía publicada Martínez). años más tarde: La curación por la palabra en la Antigüedad clásica (1958). De modo análogo, La anatomía en la obra de fray Luis de Granada, discurso de ingreso en la Real Academia de Medicina (1946), se desarrolla en un libro entero: La antropología en la obra de fray Luis de Granada (1946). Sigue a estos textos su serie de Clásicos de la medicina: Bichat (1946), Claudio Bernard (1947), Harvey (1948), Laennec (1954) y Sydenham (1961). Como manual de historia de la medicina, pocos son de manejo más fácil que su Historia de la medicina moderna y contemporánea (1954). Y, como cifra y compendio de toda su historiografía de la medicina, descuella su Introducción al estudio de la patología psicosomática (1950), republicada y retitulada: Enfermedad y pecado (1961). Pero quizás los libros más profundos e innovadores de nuestro historiador son los que consideran un problema concreto de la medicina, examinan las soluciones que ofrece Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:280-286
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Pedro Laín de joven (cortesía de la familia Laín-Martínez).
cada época histórica y concluyen ofreciendo una solución sintética. Esto es precisamente lo que brindan: La historia clínica. Historia y teoría del relato patográfico (1950), La relación médico-enfermo. Historia y teoría (1964), y El diagnóstico médico. Historia y teoría (1982). La historia lainiana de la medicina produce no sólo numerosos libros, sino también una legión de discípulos. Figuran entre ellos Juan Antonio Paniagua, Luis Sánchez Granjel, Carlos del Valle-Inclán, Silverio Palafox, Luis Martín Santos y Agustín Albarracín. Persuadido por Laín, rector de la Universidad de Madrid entre 1952 y 1956, su íntimo amigo Antonio Tovar, entonces rector de la Universidad de Salamanca, promueve la creación en esa universidad de una cátedra de Historia de la Medicina, que ocupará Granjel durante más de tres décadas. Laín influye en la institucionalización de la historia médica científica no sólo en Madrid y en Salamanca, sino también en Valencia. J. L. López Piñero cambia su vocación de cardiólogo por la de historiador de la Medicina en 1954 al escuchar un cursillo de Laín dado en Santander. Impacta éste en los programas de historia de la medicina ofrecidos en las Universidades de Sevilla, Valladolid, Barcelona y Cádiz. Laín invita a sus estudiantes a ser más europeos que los europeos, y a sobrepasar como investigadores a todo Occidente. Ejemplifica esta supe284
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ración occidental Diego Gracia, sucesor de Laín en la cátedra, y reconocido hoy como uno de los grandes expertos en bioética. En Laín la historia de la medicina preludia su antropología médica. Tras su malogrado curso santanderino sobre ese tema (1936) y la tesis doctoral acerca del problema antropológico de la medicina y la historia (1941), viene su estudio antropológico de la relación entre la enfermedad y el pecado Introducción al estudio de la patología psicosomática (1950), y su trabajo con sesgo teológico Mysterium doloris (1955). Además, Laín espiga teorías antropológicas en sus monografías médicas subtituladas Historia y teoría para su antropología de la enfermedad El estado de enfermedad (1968) y para su libro principal Antropología médica para clínicos (1984). Los temas planteados en su antropología médica terminan por engendrar libros de antropología filosófica. Y sus reflexiones sobre la relación médico-enfermo abocan a la publicación de: La espera y la esperanza (1956), Teoría y realidad del otro (1961) y Sobre la amistad (1972). Mas Laín ha ganado mayor notoriedad internacional como medicus Hispaniæ, sanador de la patria moralmente enferma. Utilizando su antropología médica, aunque sólo en un sentido metafórico, analógico, en ensayos sobre historia de la cultura española, diagnostica y trata la “dolencia” nacional. Esta “curación por la palabra” se despliega en tres etapas: a) un período de fe en el dogma, abierta, sin embargo, a “herejías” y que rinde obras como Sobre la cultura española (1943), Menéndez Pelayo (1944) y el libro más comentado y reeditado: La generación del 98 (1945); b) una época de esperanza desesperada, cuando el ocaso del falangismo lainiano produce Ejercicios de comprensión (1955), y c) un tiempo de amor fraternal, cuando en Laín se combina el patriotismo científico de Cajal con el sentimiento paterno de Marañón hacia la patria para originar la autobiografía confesional Descargo de conciencia (1975). En las dos últimas décadas de su vida, Laín elabora una antropología del cuerpo humano, inacabada a su muerte, y que ha de sintetizar y superar a toda la obra anterior. Como historiador de la medicina y helenista, escribe El cuerpo humano. Oriente y Grecia Antigua (1987), y como antropólogo médico, El cuerpo humano. Teoría actual (1989) y Cuerpo y alma. Estructura dinámica del cuerpo humano (1992). En Alma, cuerpo, persona (1995), intenta reconciliar la ciencia y la fe de un personalista católico, cada año más alejado del catolicismo ortodoxo. Para resumir el sentido de la biografía de Laín, recurramos a su admirado Ortega, que dejó escrito: “La vida debe ser culta, pero la cultura tiene que ser vital”. Laín ha querido prestar rigor científico a la historia de la medicina, pero ha aspirado también a humanizar la ciencia médica. De ahí su afán por introducir técnicas rigurosas en la historiografía médica española, y por colocar la antropología médica en el centro de su pensamiento. La historia de cada problema médico registra las soluciones propias de cada época, y este inventario histórico va siempre encaminado a una ulterior formulación de una solución sintética, que pertenece a la antropología méArs Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:280-286
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dica. Por eso, la vitalidad y la disciplina de Laín se desbordaban, creando una abundancia de publicaciones en cuatro campos científicos (apuntados al principio de este escrito) y una pléyade de estudiantes, que se movían con relativa independencia del maestro, innovando a su propia manera. Si los textos clásicos definen al médico auténtico como un buen hombre perito en dar remedios, vir bonus medendi peritus, Laín añadiría a la pericia técnica del médico un amor a la capacidad creativa y humanizante de la medicina.
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El profeta y los comisarios The prophet and the commissars I Nina L. Khrushcheva I Se dice que los profetas nunca reciben honores en su tierra. Sin embargo, Moscú ha sido testigo de la extraordinaria figura de Alexander Soljenitsin, el disidente que escribió Archipiélago Gulag y Un día en la vida de Ivan Denisovich, que en su momento sufrió el exilio y que ha recibido el equivalente a un funeral de Estado, con el Primer Ministro Vladimir Putin como principal deudo. Así, parece que incluso en la muerte Alexander Soljenitsin seguirá siendo una fuerza que se debe tener en cuenta. ¿Será una fuerza que se mantenga a tono con las visiones liberadoras de sus más grandes obras? Lamentablemente, en Rusia el arte siempre se usa para reforzar el narcisismo en el poder. Soljenitsin fue utilizado de esta manera dos veces. La paradoja es que, en la era soviética, su arte se utilizó brevemente como fuerza de liberación, porque Nikita Kruschev permitió la publicación de Un día en la vida de Ivan Denisovich como una forma de sostener sus empeños antiestalinistas. Sin embargo, en la supuestamente libre y democrática Rusia de hoy, se idealiza a Soljenitsin por su nacionalismo y mesianismo ortodoxo, y su desprecio hacia la supuesta decadencia de Occidente, mensajes todos que el régimen de Putin proclama todos los días a viva voz. La vieja iconografía soviética se ha derrumbado por completo; a pesar de los heroicos esfuerzos, ni siquiera Putin podría reponer a Lenin, Stalin y al viejo panteón soviético. Sin embargo, el Kremlin comprende que se necesita algo para reemplazarlos, a medida que Rusia se adapta a su nueva autocracia alimentada por el petróleo. Parece cierto que Soljenitsin, uno de los más famosos y heroicos disidentes de la era soviética, se convertirá en una figura importante de la iconografía del putinismo. A lo largo de toda su presidencia, Putin ha invocado una y otra vez a Rusia como un estado antiguo, poderoso y creado por voluntad divina, originado hace mil años, una civilización distinta a Occidente, ni comunista ni democracia liberal occidental. En tal La autora es profesora de Política Internacional en The New School de Nueva York (www.newschool.edu) e investigadora senior en el World Policy Institute de Nueva York. Ha publicado: Imagining Nabokov: Russia Between Art and Politics (Yale University Press, 2007). © Project Syndicate. Traducción de David Méndez Tormen. Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:287-290
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Nina L. Khrushcheva
mensaje resuena el famoso discurso de apertura de Soljenitsin en Harvard en 1978: “Toda cultura autónoma con profundas raíces en la historia, especialmente si ocupa una amplia parte de la superficie del planeta, constituye un mundo autónomo, lleno de acertijos y sorpresas para el pensamiento occidental. Durante mil años, Rusia ha pertenecido a esa categoría”. Para Soljenitsin, superviviente del sistema gulag aplicado por la KGB, el deseo de ver a Rusia como una gran nación, con un espíritu eterno superior al vulgar materialismo de Occidente, lo encontró a edad avanzada apoyando a Putin, ex hombre de la KGB y que ve el colapso de la Unión Soviética como la mayor catástrofe geopolítica de los tiempos modernos. A pesar de esto, Soljenitsin pareció aceptar a Putin como un “buen dictador”, cuyo silenciamiento de los críticos mejora el alma de Rusia. Es triste testimonio de la actual mentalidad de Rusia el que se recuerde al Soljenitsin antimoderno, no al que se elevó como un gigantesco enemigo de la barbarie y mendacidad soviéticas. Hoy se considera que sus escritos son soportes del Estado, no de la libertad individual. Obras como la serie de novelas La rueda roja, un tedioso recuento del final de la Rusia Imperial y la creación de la URSS, o su último libro, escrito en 2001 y titulado Doscientos años juntos, acerca de la historia de la coexistencia entre rusos y judíos, parecen retrógrados, preconizantes, conservadores, toscos, por momentos incluso antisemitas, y huelen al propio sombrío antisemitismo de Soljenitsin. Tanto Putin como Kruschev trataron de usar a Soljenitsin para sus propios fines. Putin prometió resucitar la fibra moral de los rusos, su gloria y respeto internacional. Para lograr esta meta buscó restituir la alta cultura como una posición de primacía de la vida rusa, y poner los medios de comunicación de masas en un lugar (políticamente) subordinado. Putin presentó a Soljenitsin como un modelo para quienes buscan hacer realidad el ideal de la Gran Rusia: “un ejemplo de genuina devoción y servicio desinteresado al pueblo, a la madre patria y a los ideales de libertad, justicia y humanismo”. Sin embargo, bajo Kruschev la obra de Soljenitsin se usó para liberar al país de las garras del estalinismo. Al optar por permitir la publicación de Un día en la vida de Ivan Denisovich, Kruschev sabía que estaba socavando toda la era soviética hasta ese momento. No obstante, tras el derrocamiento de Kruschev en 1964, Leonid Brezhnev no perdió tiempo en restaurar la ortodoxia y purgar los libros que amenazaban la reputación del Partido. Soljenitsin fue prohibido, y se le obligó primero a la clandestinidad y luego al exilio. No obstante, Kruschev, aislado y en desgracia, siguió viendo un vínculo entre él y el gran escritor. Como escribiera Soljenitsin en su autobiografía El roble y el cordero: “A fines de 1966, [Kruschev] me envió sus saludos de Año Nuevo, lo que me sorprendió mucho, porque yo estaba a punto de ser arrestado. Tal vez (en su desgracia) no se había enterado”. Una lección de la revolución de 1989 en Europa del Este es el valor de que figuras con mentalidad realmente democrática encabecen el escape del comunismo. Polonia tenía a Lech Walesa y Checoslovaquia a Václav Havel. Ambos mantuvieron en calma a sus países durante muy difíciles transiciones. Ars Medica. Revista de Humanidades 2008; 2:287-290
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El profeta y los comisarios
Desgraciadamente, Rusia no tuvo a nadie con la autoridad moral para aplacar las pasiones de las masas. Sólo Soljenitsin y Andrei Sakharov se parecieron a Walesa y Havel en términos de autoridad moral, pero Sakharov ya había muerto cuando se colapsó el comunismo, y las ideas de Soljenitsin eran demasiado conservadoras, estaban demasiado vinculadas al nacionalismo ruso como para que se convirtiese en símbolo de la democracia en una Unión Soviética multinacional. La tragedia de Soljenitsin es que, aunque desempeñó un gran papel en liberar a Rusia del totalitarismo, no tenía nada que decir a los rusos después de la liberación, excepto para reprenderlos. Sin embargo, tal vez un día los rusos podamos ir más allá de nuestros falsos sueños y, cuando llegue ese día, se nos devolverá al Soljenitsin heroico, el que nunca se rindió ni se dejó corromper. Pero es ahora cuando más lo necesitamos, pues, parafraseando el Paraíso Perdido de Milton en la iluminación del Infierno: “La de Soljenitsin no es luz, sino más bien oscuridad visible”.
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Normas de publicación Remisión de manuscritos Los manuscritos se remitirán al Dr. José Luis Puerta, director de Ars Medica. Revista de Humanidades, Grupo Ars XXI de Comunicación, S.L., Passeig de Gràcia 84, 1.a pl., 08008 Barcelona (España). Teléfono (34) 93 2721750, fax (34) 93 4881193. Todos los trabajos podrán ser remitidos por correo electrónico al director a la siguiente dirección: rhum@ArsXXI.com
Presentación de los manuscritos 1. Los trabajos deberán ser inéditos, no haber sido enviados simultáneamente a otras revistas ni estar aceptados para su publicación. En el caso de que se hayan publicado de forma parcial, deberá hacerse constar en el manuscrito. 2. Los manuscritos se presentarán a doble espacio, acompañados de su correspondiente disquete e indicando el tratamiento de textos utilizado. 3. Los trabajos se podrán remitir en español o en inglés para su publicación; en este último caso serán traducidos al español. 4. Los trabajos se acompañarán de una hoja de presentación dirigida al director, donde se hará constar la conformidad de todos los autores con los contenidos de los mismos. 5. Todas las páginas llevarán una numeración correlativa, comenzando por la página del título e incluyendo tablas y figuras. 6. El manuscrito incluirá el título del trabajo, un resumen que será breve, pero informativo y palabras clave; además se reseñará: nombre, apellidos, señas, título, nombre del departamento e institución donde trabaja el autor. 7. Se recomienda introducir apartados para los manuscritos de formato largo. 8. El autor podrá incluir figuras y tablas, que deben ir acompañadas de los pies correspondientes.
Organización del texto 1. Resumen. Debe tener una extensión que ronde las 100 palabras. 2. Palabras clave. Se incluirán por lo menos 3 palabras clave, ordenadas por orden alfabético, que deben permitir clasificar e identificar los contenidos del manuscrito. Se usarán preferentemente los términos incluidos en la lista del Medical Subject Headline de Index Medicus. 3. Abreviaturas. No deben usarse abreviaturas en el título del trabajo. Puede utilizarse sin definición previa la lista de abreviaturas que aparece en los Uniform Requirements for Manuscripts Submitted to Biomedical Journals (http://www.icmje.org o International Committee of Medical Journal Editors. Uniform Requirements for Manuscripts Submitted to Biomedical Journals. Ann Intern Med 1997; 126:36-47). El resto de abreviaturas usadas por el autor deben ser definidas y descritas en el texto en la primera mención que se haga de las mismas. 4. Referencias. Se identificarán en el texto mediante números arábigos. Se enumerarán correlativamente por orden de aparición en el texto y serán descritas conforme señalan los Uniform Requirements for Manuscripts Submitted to Biomedical Journals. Los títulos de las revistas se abreviarán según las recomendaciones de la List of Journals Indexed in Index Medicus (http://www.nlm.nih.gov/tsd/serials/lji.html). 5. Tablas. Cada tabla se presentará en una hoja independiente indicando claramente su numeración, correlativa según la aparición en el texto, y el pie. Si el autor propone una tabla obtenida de otra publicación debe tener el correspondiente permiso y acompañarlo.
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Normas de publicación
6. Figuras. Todas las fotografías se publican en blanco y negro. No debe escribirse en la parte posterior de las fotografías, ni doblarlas ni rayarlas usando clips. Las figuras se enumerarán correlativamente según la aparición en el texto. Si el autor envía una figura obtenida de otra publicación debe tener el correspondiente permiso y acompañarlo. 7. Artículos. Este apartado recoge manuscritos que no superen los 15 folios a doble espacio, pudiendo incluirse figuras, tablas y referencias bibliográficas, si el autor lo estima oportuno. 8. Artículos breves. En este apartado se publican manuscritos de formato corto, hasta un máximo de tres folios a doble espacio, pudiendo incluirse figuras, tablas y referencias bibliográficas, si el autor lo estima conveniente. Deben acompañarse de un resumen que no supere las 60 palabras. 9. Página literaria. Esta sección está abierta a la publicación de colaboraciones literarias, cuya extensión no supere ocho folios a doble espacio. 10. Crítica. Esta sección está dedicada al comentario de obras dignas de mención por diversos aspectos relacionados, preferiblemente, con las humanidades médicas. 11. Miscelánea. En este apartado se recogen notas, comentarios o reflexiones sobre cualquier tema relacionado con las humanidades médicas. La extensión del manuscrito no debe superar los dos folios a doble espacio. No se contempla la inclusión de figuras, tablas o referencias bibliográficas.
Proceso editorial Los manuscritos son presentados por el Director a la Redacción. En la redacción se inicia el proceso de revisión. 1. Revisión editorial. En la redacción se revisan todos los trabajos y se decide si se remiten a revisores externos. Un trabajo puede ser rechazado simplemente porque no se ajusta al ámbito de la publicación. 2. Revisión externa (“peer review”). Se remitirán para su revisión externa los manuscritos que la redacción juzgue oportuno. 3. Aceptación o rechazo del manuscrito. La redacción establece la decisión de publicar o no el trabajo, pudiendo solicitar a los autores la aclaración de algunos puntos o la modificación de diferentes aspectos del manuscrito. Asimismo, la redacción puede proponer la aceptación del trabajo en un formato distinto al propuesto por los autores. Una vez aceptado el manuscrito, y salvo mejor criterio de la redacción, éste pasa a su revisión de estilo, que los autores comprobarán en la corrección de compaginadas. 4. Compaginadas. La editorial remitirá al autor las pruebas compaginadas del trabajo para su revisión previamente a su publicación. Dicha revisión de errores de imprenta debe realizarse en cinco días como máximo. No son admisibles cambios en la estructura de los trabajos. 5. Separatas. Una vez publicado el trabajo, la Editorial remitirá al autor, por correo electrónico, un archivo en formato pdf con la versión final del artículo, en concepto de separata.
Cesión de derechos 1. Todos los artículos aceptados quedan como propiedad permanente de Ars Medica. Revista de Humanidades y no podrán ser reproducidos total o parcialmente sin permiso de Grupo Ars XXI de Comunicación, S.L. 2. El autor cede, una vez aceptado su trabajo, de forma exclusiva a Grupo Ars XXI de Comunicación, S.L., los derechos de reproducción, distribución, traducción y comunicación pública de su trabajo en todas aquellas modalidades audiovisuales e informáticas, cualquiera que sea su soporte, hoy existentes y que puedan crearse en el futuro.