EL RECITAL

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El Recital


GOBIERNO DEL ESTADO DE MICHOACÁN DE OCAMPO Salvador Jara Guerrero Gobernador de Michoacán Marco Antonio Aguilar Cortés Secretario de Cultura Paula Cristina Silva Torres Secretaria Técnica María Catalina Patricia Díaz Vega Delegada Administrativa Raúl Olmos Torres Director de Promoción y Fomento Cultural Argelia Martínez Gutiérrez Directora de Vinculación e Integración Cultural Eréndira Herrejón Rentería Directora de Formación y Educación Jaime Bravo Déctor Director de Producción Artística y Desarrollo Cultural Héctor García Moreno Director de Patrimonio, Protección y Conservación de Monumentos y Sitios Históricos Miguel Salmon Del Real Director Artístico de la Orquesta Sinfónica de Michoacán Héctor Borges Palacios Jefe del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura Bismarck Izquierdo Rodríguez Secretario Particular


El Recital Ricardo Iriarte Méndez

ITCA Mención honorífica en el 1er Concurso Nacional de Novela Corta de Humor.

Gobierno del Estado de Michoacán Secretaría de Cultura


El Recital Primera edición, 2014 © Ricardo Iriarte Méndez dr © Secretaría de Cultura de Michoacán Isidro Huarte 545, Col. Cuauhtémoc, C.P. 58020, Morelia, Michoacán Tels. (443) 322-89-00 www.cultura.michoacan.gob.mx

Coordinación editorial: Héctor Borges Palacios Diseño de portada y editorial: Jorge Arriola Padilla ISBN:En trámite

Impreso y hecho en México


Índice Conceptos iniciales

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Llorando con Beethoven

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Un día feliz

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La venganza

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¡Eureka!

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Anatolio

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14 de septiembre

53

Anahí

65

La confesión

73

La entrada

83

El recital

89

La salida

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Conceptos iniciales La política editorial trazada en la Secretaría de Cultura (2012-2015) ha sido de apertura, inclusión, y estímulo, cuidando la esencia estética y el fondo conceptual. Sobre esas bases se edita esta novela de la autoría del reconocido escritor Ricardo Iriarte Méndez, la que de manera redonda, de fácil lectura, con especial sentido de humor, describiendo sentimientos muy humanos, va desde su primera parte: "Llorando con Beethoven", hasta su última capitulación: "La salida". Todo eso en torno a un recital de piano que forma parte de un concurso, en donde se compite por el primer lugar; lo que genera una compleja y a la vez clara interconexión de sentimientos y valores, desembocando en un simpático cambio de actividad artística. ¡Ah!, qué complaciente y humorístico camino es el que une al piano con el teatro. Aquí me detengo, y te cedo el paso, amable lector, para que tu vista prosiga línea a línea la gratificante prosa de un definido literato. Marco Antonio Aguilar Cortés Morelia, Michoacán. Verano del 2015.

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Llorando con Beethoven Fueron muchos los preparativos para participar en aquel recital de piano. No era cualquier recital, se trataba del concurso Valores Musicales. Algunos, o tal vez todos, queríamos lucir al máximo nuestro talento y, por supuesto, ser premiados con la distinción del primer lugar. Pienso que yo, más que nadie, deseaba cautivar al público, atraer su admiración y ver coronada mi sensibilidad recibiendo un alud de aplausos. Al pensar en la grandiosa ovación no pude evitar imaginarme el murmullo que se escucha cuando rompen en la playa las olas del mar. Más de un mes con ese adagio de Beethoven. Me entregué con entusiasmo al estudio de la nostálgica melodía, habría que poner el corazón en cada nota. Los días desfilaban uno tras otro con más rapidez de lo que hubiese deseado. Cada día mi corazón latía más emocionado entre una mezcla de júbilo y 11


pavor. Todo debería de salir perfecto. Las indicaciones de mi maestro retumbaban en mis oídos, sobre todo cuando trataba de conciliar el sueño. —Susana, escúchame bien: has elegido una melodía preciosa, muy bonita, muy bonita, ahora depende de ti sacarle el mayor provecho. Ya sé que anhelabas el rondó que interpreta Rocío. Desde luego hay diferencia entre Beethoven y Mozart, pero uno no es mejor que el otro, sólo son distintos. Tienes razón al decir que una melodía es alegre y la otra triste. Sin embargo, si al interpretarla la sabes sentir y la tocas con el recogimiento que la pieza merece, entonces pondrás a reflexionar al público o a meditar o, más bien dicho, harás que los asistentes se pongan en contacto con la parte triste del ser humano, la parte mística, eso es, sí, la parte mística. Tenle confianza a tu melodía. Y recuerda: Sentirla es lo importante. Pondrás a reflexionar al público o a meditar, eso me decía mi maestro. Reflexionar acerca de qué, meditar de qué manera. Las palabras de mi instructor no produjeron en mí el efecto que él deseaba, pues al principio no pensé en el público, mis pensamientos prefirieron dirigirse de manera instantánea a una iglesia, donde aprecié a varias beatas, unas de pie y otras hincadas, pero todas con unos rebozos viejos y oscuros del siglo pasado, mujeres con caras viejas y deprimidas, las veía concentradas meditando y sólo Dios sabe las causas de sus sufrimientos, porque de que sufrían, sufrían, eso es innegable, parecían pedir ser adoptadas por el párroco para evitar ser atrapadas por Satanás. Luego, mis volátiles pensamientos me pusieron a visualizar a un tibetano semidesnudo emitiendo el mantra 12


sagrado ooommm. Hice un esfuerzo y logré desengancharme de las beatas y del gurú para, finalmente, pensar en los melómanos asistentes al teatro, muchos de ellos estaban sentados y cabizbajos poniendo el dedo pulgar en el pómulo, mientras los tres dedos centrales de la mano hacían contacto con la frente y el meñique rosaba la parte superior de la nariz. Toda esta detallada posición tenía como objetivo una sola finalidad: desentrañar el mágico paroxismo que había yo alcanzado al tocar aquellas notas dirigidas al cielo y que de rebote caían a los acogedores oídos de mis escuchas. Ya una vez en sus oídos las notas producían, en los oyentes, fantásticos cambios en su ánimo: meditaban, reflexionaban; algunos ojos no podían resistir más, entonces dejaban escapar gruesas y tristísimas lágrimas, también se podía detectar algún lamento romántico, algunos ayes de placer y por supuesto no habría de faltar algún maleducado que, ignorando la genialidad de Beethoven y mi orgiástica interpretación, se había quedado dormido como cualquier borracho indecente. No debí haber hecho caso a mi papacito, me hubiese venido mejor una pieza más de acuerdo con mi edad y mi temperamento festivo. Cada día, al estudiar, tenía en consideración las indicaciones de mi maestro. También me había pedido que me esforzara y tuviera paciencia, dado que se trataba de un material musical un poco más elevado con respecto a mi nivel académico, no sería tan sencillo dominarla. Me afané en su estudio y, a medida que iba avanzando, no dejé de considerar la observación que en más de dos ocasiones me 13


hizo el instructor: “No lo olvides, Susana, hay que sentirla, sentir cada nota en el alma”. Y en esto último trabajé bastante, al grado de poner un espejo en el atril del piano y ver qué tanta nostalgia revelaba mi semblante al ejecutar cada uno de los motivos musicales. Faltaban ocho días para la audición, se llevaría a cabo en un importante teatro de la ciudad. Mis avances eran sorprendentes: podía ver al espejo mis lágrimas fluyendo como dos vivos arroyos y pude notar detalles en los que jamás habría reparado de no habérseme ocurrido la idea de observar mis facciones al espejo, ¿cuándo habría pensando en que mi ojo izquierdo vertía más lágrimas que el derecho? Concebí la idea de que alguno de mis lagrimales funcionaba mal, incluso pensé en decírselo a mi mamá para que me llevara al oculista, pero no, ¿cómo podría explicarle la manera como había llegado a semejante diagnóstico? Definitivamente me daría pena. Bueno, pero eso no era problema, lo esencial era posesionarme de mi papel. Habría que mostrar un rostro conmovido al interpretar a Ludwig. Empezar de una manera adusta y poco a poco ir mudando mi semblante hasta casi llegar a las lágrimas. Si bien en los ensayos en casa he llorado, no me gustaría hacerlo en vivo delante del público. Puse atención en todo, incluso en la manera de presentarme al público y también en la forma de terminar la última cadencia: levantar las manos como si fuesen dos palomas blancas que se elevan al cielo; después pararme del banco, caminar con parsimonia para dar mi cara al público, permanecer el tiempo necesario hasta que los aplausos aminoraran y al final lanzar una mirada lacónica a los 14


asistentes para trasmitir mi estado de ánimo que aún permanecería inundado de una severa nostalgia tras de mi magistral interpretación romántica. Llegó el día tan esperado. Por la mañana acudí a los ensayos en el teatro, participaríamos quince alumnos interpretando cada uno de nosotros una selección musical. Me correspondió mi turno y decidí ejecutarla de una manera mecánica. Decidí no mostrar toda la efervescencia de mis sentimientos y, más que todo, dejar que mis contrincantes se confiaran. Lo bueno sería por la noche, cuando el recinto estuviera atestado de melómanos. Luego tocó el turno de ensayar a la vanidosa de Rocío, se sentía soñada sacudiendo su larga cabellera rubia de un hombro al otro, en su rostro se veía claro que su sonrisa era fingida, una actriz, pues. Ya veríamos en la noche quién podría más, si la sonrisa hipócrita o la autenticidad de los sentimientos. Por un momento pensé que bien pudiese llorar, pero no, no llegaría a esos extremos. Terminó el ensayo y mi papá pasó por mí al teatro. Di dos o tres zancadas para eludir un charco, llegar a nuestro viejo auto y ocupar el sitio del copiloto —Qué me cuenta mi gran artista —me preguntó mi papá abriendo los ojos tanto como pudo, como si quisiera más bien ver que oír. Le respondí como de costumbre: nada, todo igual, papá. Y también como de costumbre él insistió: Cómo todo igual. Minuto a minuto todo cambia, segundo a segundo, eso tú lo sabes, la naturaleza, hija, pero olvidemos la naturaleza… Platícame hija, a ver dime, cómo te fue en el ensayo. 15


Como siempre él se salió con la suya y me fue imposible permanecer callada. Empecé a platicarle de la envidia de Rocío hacía mí, de su hipocresía. Nada tiene de artista, papá, le dije. Luego seguí: es una hipócrita, no tiene corazón, no transmite emociones, es un robot. E iba a seguir enumerando los defectos de esa falsa artista pero él me interrumpió. Hija, me dijo, los verdaderos artistas no requieren de poses. Ya me has dicho que te pone fuera de quicio el hecho de que la tal Rocío sacuda su melena moviendo el cuello como si estuviese haciendo ejercicios para aliviar la tortícolis. Eso, hija mía, no influye en un buen jurado. Ten confianza, el jurado no se dejará llevar por ese fatuo exhibicionismo. Lo que mueve al público es la electricidad, sí hija, así como lo oyes, la elec-tri-cidad. Todo en el mundo es electricidad, sí señor, todo, absolutamente todo. Ya verás que el jurado quedará irremediablemente electrizado y tú serás la campeona de este año. Ya verás, bueno, mejor dicho, ya lo escucharás del maestro de ceremonias, hasta parece que lo estoy oyendo: Distinguido público, ha llegado el momento de dar los resultados: Susana Miraflores, de tan sólo diecisiete, años ha ganado el primer lugar. Obvio, la gente, al enterarse de tu edad, pensará en las labregonas y labregones derrotados. Es doble mérito, mi amor. No es lo mismo competir en un concurso infantil o juvenil que en uno abierto en el que participan de todas las edades. A la chiquirruca de minifalda de cuarenta y cinco años ni tomarla en cuenta, sólo hará el ridículo porque… En ese momento ya no presté atención a lo que siguió diciendo mi papacito, sólo pensaba en el apuesto maestro de 16


ceremonias, vestido de negro con el micrófono en la mano y dando los resultados favorables para mí. Volví mi atención a sus palabras cuando remarcó: —Ya escucharás al maestro de ceremonias dando a conocer los resultados. Las lágrimas casi afloraban a los ojos de mi papacito. Al utilizar el diminutivo quiero quede claro el gran cariño que sentí por él. Pensé: me quiere tanto, quiere estar orgulloso de su pequeña Susana. Tanto espera de mí. Tanto espera de mí, me repetí varias veces. Entonces, con decisión, apreté los dientes y juré en mi pensamiento poner en su lugar a mis engreídos contrincantes, en especial a Rocío, ella y su pinche Mozart irían a tiznar a su madre. Sí, los dos a tiznar a su madre, par de hipócritas. Y yo interpretaría ese adagio de Beethoven como nadie entre los mortales lo ha hecho. De los poros de mi piel emanaría esa electricidad de la que habla mi padre. Sin embargo me controlaría para no llorar, no lloraré ante el público, los verdaderos artistas debemos de ser recatados. De otro modo, si las lágrimas me vencen, los integrantes del jurado van a pensar que lloro para que me den el trofeo, y eso sí que no, la dignidad ante todo, la dignidad. Amo mucho a mis padres y, cuando se presentan certámenes de este tipo, creo que amo más a mi papacito, me apoya tanto. Pero cambiando un poquito de tema, quiero comentar que él es muy despistado, de tal modo que llegan a pasarle tantas cosas que, bueno, para qué les cuento, pero mejor si les cuento. Después de darle vueltas y más vueltas al tema de la audición que se verificaría en unas cuantas 17


horas, mi papá me platicó con minucia sobre su principal experiencia del día. Traté de no interrumpirlo, cuando hace uso de la palabra, para referirse a un tema que a él le parece importante, sólo puedo asentir moviendo la cabeza como pájaro cucú. Cerré la boca, abrí los oídos y mientras nos dirigimos a casa sus palabras encontraron en mí a su fiel y paciente escucha.

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Un día feliz Susana, relataré cómo me fue en el día, pero hijita, por lo que más quieras, no me interrumpas, sabes que cuando hablo, el silencio ha de ser ocupado por mis palabras. —¿Ya no hablo? —Ni una palabra ni una sílaba, calla y préstame atención. El día de hoy me levanté de la cama con un ánimo optimista. Fue uno de esos días en que bendecimos el estar vivos. Me metí bajo la regadera y mientras el agua caía sobre mi espalda canté con entusiasmo, de momento no recuerdo si fue algo de Rossini o de Giuseppe Verdi, ahorita la tonada se me escapa, pero el caso es que canté como pocas veces lo he hecho. Enseguida desayuné unos ricos chilaquiles que tu madre preparó como sólo ella sabe hacerlo. De los chilaquiles nada sabes, pues fuiste la primera que salió de casa y te conformaste con tu jugo de naranja, debes de cuidar tu alimentación. Las prisas nada dejan… 19


—Pero papá… —Silencio, Susana. Me quitas la inspiración. Escucha con atención: elogié pródigamente los deliciosos chilaquiles y los consideré un gran regalo de la vida. Me dirigí al espejo para contemplar mi porte y me satisfizo sobremanera. Me sentí orgulloso de mi traje color café y de la llamativa corbata verde anudada con minucia a mi cuello; tomé mi maleta y, después de besar a Selena en la frente, salí de casa y me dirigí al banco a hacer un depósito. Hacía mucho tiempo que no me despedía de tu madre con un beso, me sentí ruin por no hacerlo todos los días. Agradecí a Dios el hecho de que el banco estuviese situado a sólo media cuadra de nuestro domicilio y además con poca gente. Voltee al cielo y lo aprecié despejado, azul, un azul hermoso, bueno, ya sabemos que más tarde se vino un chaparrón, pero eso fue después. La mañana, decía, hermosa, una hermosa mañana con su cielo azul; los hombres, las mujeres y los niños me regalaban jubilosas sonrisas, sus dientes brillaban de contento, los taxistas manejaban con precaución, los accesos para discapacitados eran respetados; en cuanto a la política, pensé en los candidatos a puestos de elección popular y me dije: muy posiblemente serán honestos. Me acordé de Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Entonces pense, tengo suerte, vivo en una gran ciudad. Luego, al caminar con saludable energía, casi a la entrada del banco y a pocos metros de mí pude identificar a un hombre con la cabeza a rapa, de esas cabezas que se ven lisas y relucientes, como si les hubiesen aplicado un lubricante y luego con una franela las hubieran boleado como si fueran zapatos de charol. De momento no 20


recordé su nombre. Pensé que había cambiado su presentación. Eso fue lo que pensé. Algunas personas cambian de hábitos en la presentación, los que usualmente lucían su cabello largo de un día para otro deciden dejárselo corto y viceversa, e incluso otros pocos, como mi amigo, deciden podarlo al ras. Fue una mañana especial. Me sentía feliz y el prójimo despertaba en mí un sentimiento de fraternidad y, cediendo a ese impulso filial, contra mi costumbre, me dirigí a él con gran afecto para abrazarlo y estrechar con euforia su mano. Me correspondió de igual manera: una gran sonrisa iluminaba su rostro. Fui yo quien abrió la plática: —Gran amigo mío, qué te habías hecho. Mira nada más, el tiempo no pasa por ti y he de decirte que te ves muy bien a rapa. —¿De veras? —me contestó halagado. —Por supuesto. Platícame, caro amigo, qué has hecho de nuevo, cómo está tu familia. Háblame de ti, ¡tanto tiempo sin vernos! ¿Todavía conservas a tu perro? Advertí que se llevó su mano derecha a la cabeza y acarició, ufano, su cuero cabelludo tal vez motivado por los elogios que a su calva dirigí y luego, con una euforia semejante a la mía, me dijo que su familia estaba bien, muy bien y que su perro aún vivía, no obstante que había cumplido quince años. A lo que respondí en tono de broma que si le había hecho fiesta o le habían regalado un viaje a París. Sin duda mi chiste le gustó, porque pegó una carcajada y me dijo: Como siempre, contigo nunca se puede hablar en serio, siempre sacando puntadas, tal vez si fuese perra, al sexo femenino se le festeja más. Respondí de igual manera 21


con otra carcajada, pero más estridente. Lo cierto es que ambos queríamos reír. A su vez inquirió sobre el bienestar de mi familia y le contesté en términos semejantes. En resumidas cuentas: todos estábamos bien. Después hablamos de política y nuestros criterios al respecto coincidieron ampliamente. Luego, en una parte de la plática, aproveché para platicarle de ti. Tengo una hijita de diecisiete años, le dije, luego seguí: diecisiete años, sólo diecisiete, un ángel y, aparte de ángel, es una artista. Sí, caro amigo, una auténtica artista. Y, amigo mío, sería para mí un placer, que digo un placer, un gran honor puedas tú asistir a un concurso de piano en el cual ella participará y sin duda alguna habrá de salir airosa. Ya habrás escuchado la frase: lo importante no es ganar sino competir. No, gran amigo mío. Eso es una falacia. Esa frase, seguramente, la diseñó alguien que nunca pudo ganar. Mi hija, Susana Miraflores, va a triunfar y triunfará porque yo soy su maestro, sí señor, y no de música sino de la vida. ¿Qué es la vida? No me contestes. La vida es electricidad, fuerza, mucha fuerza, toda ella distribuida en la mente y en el corazón. Grandes sentimientos e inteligencia son los dos ingredientes necesarios para lograr el éxito en la vida. Esos dos componentes fusionados producen electricidad. Sin eso no hay artista. Competirán varios jóvenes, pero no conocen el secreto para seducir a un público; y te diré que no es cosa sólo de corrientes eléctricas, aparte hay que llevarlo en los genes y mi pequeña desciende del gran Jacinto Miraflores. Desde luego, sobran los engreídos. Hay una muchachita de la cual me habla Susanita, mi hija. No olvides su nombre: Susana. Susana obtendrá el primer lugar 22


del concurso de piano Valores Musicales. Pero volviendo a la muchachita que tanto menciona mi hija. Escucha, gran amigo mío: es una vedete, ni más ni menos, Susana me ha dicho que para llamar la atención mueve más el cuello que las manos. Es concurso de piano, no de garzas. Y por lo que me ha comentado Susi acerca de esa muchachita y, además, basándome en un perfil psicológico que de ella he elaborado, puedo afirmar, sin lugar a equívocos, que la intérprete de Mozart, no obstante su corta edad, es una casquivana en potencia. Y no se requiere ser Aristóteles o el filósofo de tu gusto para llegar a la contundente conclusión de que el arte y las casquivanas no tienen entre sí relación alguna. —No te mediste, papá. —Calla y déjame hablar con plena libertad. —Ya pues. —Mis amigos bien me conocen y saben que no tengo pelos en la lengua. Pues bien, en ese punto mi amigo dijo: —Ten la seguridad de que ahí estaré en primera fila. Pero dime, cómo te ha ido en tu chamba en el banco. Hube de confesarle la verdad, la cual, desde el inicio de nuestra plática tanto él como yo habíamos sospechado: no nos conocíamos. Yo nunca había trabajado en un banco y él no era el supuesto abogado que yo al principio creí. Con respecto a su perro de quince años había sido una coincidencia, ¿quién no tiene un perro? Si le hubiera preguntado por su gato el resultado habría sido muy similar, aunque al parecer viven un poco menos tiempo los gatos. Decidí acortar la farsa. Viendo con fijeza su cabeza en forma de bola de billar, como si todavía quisiera reconocerlo, le dije: 23


—Amigo mío, y permíteme llamarte amigo, créeme que al verte creí conocerte y mientras platicábamos pensaba al mismo tiempo en dónde nos habíamos conocido, pero ahora, con tu pregunta sobre mi trabajo en el banco, he llegado a la evidente conclusión de que tú y yo estamos confundidos: jamás he trabajado en un banco, tú y yo nunca hemos sido amigos. —Igual yo, dijo. También me confundí. Y he de confesarte, ya sin máscaras, que pensé en un amigo, quien acostumbra andar pidiendo dinero prestado y se vale para esto de la más vulgar zalamería. Sin embargo, ha sido un placer charlar contigo y disculpa hablarte de tú, lo hago porque, repito, ha sido un placer compartir tan amena charla. Los dos nos pusimos rojos y para no ser juzgado de voluble reiteré la invitación que momentos antes le hiciera. El haberme confundido con un tipo que anda echando sablazos me causó cierto resentimiento y pensé responderle: te confundí con un abogado corrupto, pero me aguanté las ganas. Fue lo mejor, qué tal si me sale bravo el tipo y arremete físicamente contra mí. Bonitos nos veríamos: dos personas desconocidas que por una equivocación se abrazan y estrechan emocionados las manos para después liarse a golpes, pues no, no queda. Mi vista clavada en aquella bola de billar por fin cambió de objetivo para dirigirse a sus ojos de chino, y tratando de ser lo más amable que pude le reiteré la invitación. —Bien, te espero el día de hoy a las siete y media de la noche en el Teatro Stela Inda para presumirte a mi hija Susana. Soy Eliseo Miraflores y trabajo como visitador médico o agente de medicina. Puedes llamarme Cheo. 24


Él hizo lo propio. —Anatolio Enríquez, tu seguro servidor, antes vendedor de autos, actualmente vendedor de seguros de vida y mañana no sé de qué, de hoy en adelante considérame un amigo más. Nos despedimos no ya con un abrazo y, por un momento, sí pensé abrazarlo, pero la prudencia me detuvo, dadas las circunstancias me podría catalogar como maricón. Simplemente nos estrechamos las manos y cada cual emprendió su camino, yo hacia el interior del banco a hacer fila y realizar el depósito y él, que supongo iba de salida, se perdió al oriente de la Avenida Lázaro Cárdenas. Pensé en lo acaecido esa mañana. Al principio me sentí ridículo, pero me alivió pensar que Anatolio Enríquez, muy posiblemente, habría sentido lo mismo.

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La venganza Al estacionarse junto a la casa, mi padre dio por terminado su relato. Sólo me atreví a decir: qué cosas te pasan, él calló al llevarse la mano derecha a la cabeza y rascarla como si todavía tratase de acordarse dónde había conocido al pelón Anatolio Enríquez. Volvía a lloviznar y al parecer el agua de las nubes negras amenazaba con venirse encima con mayor fuerza. Del auto a la casa son pocos metros, no obstante, cuando bajamos del auto, mi padre llevó la palma de su mano para ponerla sobre mi cabeza tratando de protegerla de aquellas impertinentes gotas de lluvia. Obvio, el resultado sería el mismo; ese ademán, más que una precaución lo consideré como una muestra de afecto. ¡Cuánto me quiere mi papacito! Y cuánto me agradó que le dijera casquivana a la puta de Rocío. Mis pensamientos son altisonantes, mas no mis palabras, ellas 27


tienen la precaución de salir cuando las mentadas de madre se han ido a dormir. Además, cómo se escucharía a una jovencita de mi edad profiriendo tamañas palabrotas. Rocío sí las dice, es una malhablada, no se amarra la lengua para nada, desde luego, delante de los maestros y de sus padres es una perita en dulce, tan dulce que empalaga. He dicho: mi papacito me quiere mucho y yo debo de corresponderle, ganaré el gran premio en el concurso de piano. Si he de ser sincera, sí me preocupan las sacudidas de la melena rubia de la casquivana (por no decir la otra palabreja, debo de pulir mi léxico). Mi cabellera es negra, brillante, pero mi melodía no se presta para ponerla en movimiento. Un adagio no es para sacudir la melena. ¡Ay, Dios mío!, cómo han cambiado las cosas desde la convocatoria. Qué ternura la de mi papá, ha llegado al extremo de comprar un cuadro de Santa Cecilia y encenderle veladoras, ya tiene quince días prendiendo veladoras a la santa patrona de los músicos. En ese concurso siente que se va a jugar la vida y yo también empiezo a sentirlo. Creo que el verdadero culpable es mi abuelo. Él sí dedicó su vida a la música, por eso fue pobre y pienso sinceramente que no debe de haber sido bueno. Mi papá dice que fue notable y como ejemplo cita a una señora de cuyo nombre no quiero acordarme (por favor no se me acuse de plagio, Cervantes escribe: en un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme… y yo estoy hablando de una señora). Pues bien, no quiero acordarme del nombre de esa incierta señora, aunque traigo el nombrecillo en la punta de la lengua. Pues bien, la susodicha, al escuchar tocar el piano a mi abuelo Jacinto al interior de 28


la iglesia, no pudo contener el llanto, se le soltaron las lágrimas como cascadas o, más bien, como cataratas, después se puso lívida de la emoción y, sin poder resistir más, se abalanzó sobre el abuelo y como muestra de reconocimiento besó a mi abuelo Jacinto en la boca. Hasta ahí, podría decirse, no había ocurrido nada del otro mundo, lo inusitado estuvo cuando ella lo besó, qué digo lo besó, más bien lo lamió. Así es, le metió la lengua en el oído izquierdo y empezó a moverla como una viborilla caliente. Todo esto se lo he escuchado a mi papacito, quien sostiene la hipótesis de que la susodicha bien sabía que la música se aprende en primer lugar por el oído, de ahí los sonidos viajan al cerebro, sitio en que se procesan, luego las neuronas encargadas de esta función mandan un mensaje a las extremidades superiores hasta llegar a los dedos y, después de este viaje, las puntas de las falanges se ponen en movimiento; luego entonces, se trataba de un merecido reconocimiento al extraordinario sentido del oído del abuelo. Mi madre ya no contradice a mi papacito, antes sí lo hacía. Mira, Cheo, le decía mi mamá: déjate de cuentos, bien sabes que esa admiradora de tu padre no era otra sino Josefina la loca, aquella que lucía largos listones rojos, verdes y blancos amarrados a las greñas de su cabeza, tan largos que casi rasaban el suelo y su vestimenta también lucía los tres colores de la bandera, para ella el año sólo tenía un mes, el de septiembre, vivía en septiembre, festejaba a septiembre despreciando a los otros once meses. Los habitantes de la ciudad bien la conocían y no desaprovechaban cualquier oportunidad para burlarse de ella, pobre loquita. Los bromistas, fuese el mes que fuere, le decían en 29


tono militar: ¡Viva Hidalgo!, y ella contestaba: ¡Viva!, luego agregaba: ¡Y todos los hombres que nos dieron Patria! Cierto bromista se pasó de listo y le dijo a su cara ¡Viva yo!, ella contestó: ¡Tú chinga a tu madre! Eso es lo que dice mi mamita que contestó Josefina, si fuera una loca educada le habría dicho: tú no eres ningún héroe de la patria. Mi papacito desmentía a mi madre diciendo: Eso no es cierto, Selena, la mujer conmovida no era Josefina la loca sino una melómana conocedora del arte musical, mi padre fue notable como músico. Pero hagamos a un lado a Josefina, en todo caso se trataría de un evento aislado y raro. Fue un ejército de mujeres, aunque no lo creas, Selena, quienes llegaron a llorar ante los incomparables acordes que vestían a aquellas hermosas melodías y la prueba está en que hubo ocasiones, muy pocas, en que él llegaba desanimado a casa diciendo: Ando bajo de electricidad, no hubo eco, no hice llorar ni siquiera a una mujer menopáusica. Ese abatimiento le duraba poco, porque enseguida tomaba aire y corría al piano para estudiar. También cantaba, pero sólo lo hacía en casa y si como pianista fue notable, como cantante fue pésimo y muy probablemente por esa razón las paredes del estudio las cubrió con caucho y otros materiales aislantes del sonido. Cosas que tiene la vida, Dios no lo da todo. De todas maneras no fue posible aislar el sonido en su totalidad y del interior del cuarto de estudio salían aquellas notas agudas, estridentes; cualquiera podría pensar que aquellos sonidos chillones pudiesen provenir de una mujer histérica poseída por el demonio, pero en términos generales, mi padre fue notable. 30


Todo eso platicaba mi padre acerca de mi abuelo. A raíz de la convocatoria al concurso todo ha cambiado en casa. Definitivamente el culpable es el abuelo Jacinto y también yo por haberle mostrado la convocatoria a mi mamá, ella de inmediato lo hizo del conocimiento de mi papacito, quien emocionado afirmó: Con el adagio Claro de Luna ganas con la mano en la cintura, fue la pieza favorita del abuelo, él la tocaba todos los domingos a las cinco de la mañana, después de la interpretación se paraba del banco del piano y sacaba de la bolsa de su saco un blanco pañuelo para limpiar las gruesas lágrimas que había vertido tras de tan conmovedora ejecución diciendo: H¶oy me salió mejor. Acto seguido se volvía a sentar con solemne parsimonia para, enseguida, tocar el jarabe tapatío y finalmente, una vez habiendo acariciado con su corazón la tristeza y la alegría, retornaba a la cama para dormir hasta las doce del día, desde luego, después de haber desayunado unos chilaquiles bien picosos acompañados de una copa de tequila El Zorro. Soy chica de edad, tan solo diecisiete primaveras, es cierto, pero no soy pendeja y lo que veo en todo esto es que estoy involucrada en un asunto que atañe a cuestiones familiares. Mi papacito se queja con una tristeza inenarrable al recordar que el abuelo, en toda su larga vida, no ganó un concurso de piano, tampoco de trompeta ni de guitarra (según él también tocaba la trompeta y la guitarra). En el fondo no desea que yo gane el premio Valores Musicales, que sea yo la triunfadora, él quiere reivindicar al abuelo y sólo se vale de mí para conseguirlo. Además no doy por descontado que, después de obtener el triunfo, haya de ir 31


toda la familia al panteón para llevar el trofeo y colocarlo sobre la tumba del abuelo y llevar al padre Magdaleno para oficiar una misa. Así las cosas, quienes participan en esta querella son: Beethoven, el pinche Mozart, mi difunto abuelo, mi papacito; en menor grado, mi madre y yo y, por supuesto, se me estaba pasando, mi mortal enemiga Rocío. Es como si mi papacito hubiese esperado toda la vida este concurso. Cuántos padres intentan, a veces en vano, verse realizados en los logros de sus hijos. Es mucha la presión ejercida sobre mí, pero al mismo tiempo es un motivo de orgullo, el destino me ha señalado para poner en su sitio a la vanidosa de Rocío, es de quien debo de cuidarme, los demás no representan ni el más mínimo peligro. Todo saldrá bien, el honor musical de los Miraflores quedará a salvo, pero después de esto me olvido completamente de todo ¿y si se presenta otro concurso?, entonces que sea mi papá o mi mamá quienes participen en el recital o que manden a Lupe, la trabajadora doméstica. Analizando a fondo, es vil chantaje, me tienen agarrada, ni modo de mandar a todos a la chingada incluido el cuadro de Santa Cecilia con todo y veladoras. Sin embargo, me siento liberada cuando ensayo y las lágrimas vertidas ante el espejo colocado sobre el atril del piano parecen quitarme una carga, una carga que tal parece he llevado sobre la espalda durante toda mi vida. La verdad, para mí es fácil llorar, cualquiera podría pensar que son las notas del adagio de Beethoven, preferido por el abuelo, las que me llevan al éxtasis o que lloro lamentando la sordera sufrida por Beethoven hace más de dos siglos, nada más falso; en cierta forma es el deseo de halagar a 32


mi padre y salvar el apellido de la bancarrota musical y de pasadita tener contenta a mi mamita, pero seré clara: lo que más desencadena ese mar de lágrimas ante el espejo, es la felicidad que me embarga al pensar en la decisión del jurado, sólo de pensar en la cara que va a poner Rocío cuando pronuncien mi nombre y me pidan acudir al centro del proscenio, es suficiente para sentir una gran felicidad en mi joven corazón, tan feliz como una monja que llora con fervor al recibir una propuesta nada santa del padre superior o, en su defecto, de un apuesto sacristán. Después de llorar me pongo a reír, imagino sus ojos mirando el piso y los míos centelleantes de alegría. Al principio, como he dejado claro, lo juzgué un vulgar chantaje por parte de mi papacito pero, poco a poco, para mí todo este concurso o pleito musical se ha convertido en la oportunidad de ejercer contra esa casquivana la más sutil de las venganzas, por eso debo de aplicarme más en sentir la melodía y lograr lo que no he logrado: auténticas lágrimas artísticas y no las que resultan del rencor que le guardo a Rocío. Desde el principio debo de sentir las notas, sentir en el fondo de mi alma ese primer acorde en do sostenido menor para que sublime mis sentimientos y viaje ese monumento musical, toda esa arquitectura etérea creada por Ludwig, hacia los oídos de la buscona de Rocío para romperle la madre. Esa será la más sutil de las venganzas; se arrepentirá de haberme quitado a mi novio.

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¡Eureka! Mi mamá ha seguido al pie de la letra las instrucciones de mi papacito. En este punto me remonto varios días atrás, cuando me decidí a participar en el recital. —Selena —le decía mi padre a mi mamita con una cara de preocupación, como si le hubieran diagnosticado diabetes o algo peor—, debes de cuidar con esmero la alimentación de nuestra artista para que esté en óptimas condiciones físicas para estudiar. Hace tres meses padeció otitis, no sea que regrese la inflamación. Para la vista son muy buenas las zanahorias, ricas en vitamina A, para el oído no sé qué sea bueno, ahora que vayas a ver al homeópata le preguntas. El adagio indudablemente es bonito, pero me hubiese gustado hacer la elección por mí misma, en lo personal habría elegido interpretar a los Beatles, pero de que mi papá 35


dice, dice y no hay poder sobre la tierra que lo haga cambiar de opinión. Todo sea por el abuelo Jacinto. Mi papacito fue el de la idea del espejo, las lágrimas fueron idea mía y procuro verterlas cuando nadie me ve. Lo del espejo empezó cuando él observó que al tocar apretaba la boca como si estuviese cargando una enorme piedra, él le dio gran importancia, entonces me ordenó: el remedio es un espejo, Susana, coloca el del baño sobre el atril y estudia tu gesticulación, el hecho de que aprietes y en ocasiones tuerzas la boca te puede costar el concurso. Al principio estuve vigilando mi boca y tratando de no apretarla. Mi papacito tenía razón, los apretaba de tal forma que desaparecían mis labios, entonces me dije: ¿Y la sensualidad de tus labios dónde queda? Y no es que sea presumida, pero un amigo me ha dicho: Susana qué bonita boca tienes, a ver cuándo me das un beso. Le dije que mejor le pidiera un beso a su gato. El muy cabrón me respondió: me gustan más las gatas. Olvido la comparación con la gata y me quedo con Susana qué bonita boca tienes. Pero una golondrina no hace la primavera, ese único comentario no habría bastado para saber que tengo una boca muy sexy, me lo han dicho otros amigos e incluso un maestro de mi escuela, también mi instructor musical, pero ya he dicho que no soy pendeja, lo que quieren ellos es un beso y lo que de éste se deriva: cuello, pecho y lo que sigue, pero ya no detallo para no ser tachada de pornográfica. Todo esto sería insuficiente para tener la certeza de la belleza y sensualidad de mis labios rojos; sólo considero la opinión de mi mamita: Susana, la naturaleza te ha dado muchos atributos, entre ellos tu boca y más de algún aprovechado tratará de besarte, es lo más 36


normal del mundo, pero ten cuidado porque de la boca a la cama sólo hay un salto de rana. Esa vez, cuando mi mamita pronunció la palabra cama se me puso la piel chinita, no sé si de emoción o de pavor, igual me pasa al pensar en el mentado recital. Mi mamita es muy sabia y espero que la frase de la boca a la cama sólo hay un salto de rana no se la vaya a plagiar algún filósofo pirata. Soy desobediente, permití a mi primer novio besarme, también al segundo y, al parecer, fue el quinto quien me hizo la funesta proposición, más o menos recuerdo las palabras que utilizó para tratar de convencerme y de inmediato deduje que hacía un esfuerzo por hacerse pasar por poeta, intento vano, pues yo sabía la definición del término cacofonía, me dijo así: Susana ama a quien te ama/ aunque no tenga lana/ a la cama Susana/ vamos dando un brinco de rana/. No que presuma mi memoria pero me grabé bien el concepto. Cacofonía, de acuerdo al diccionario de la lengua española, significa: Disonancia que resulta de la inarmónica combinación de los elementos acústicos de la palabra. Nada de poeta había en Jaime. Así que no accedí a sus pretensiones, detesto a los simuladores de poeta, de esos hay uno bajo cada piedra, abundan. De los auténticos poetas si hay que tener mucho cuidado, en un dos por tres pueden bajarte los calzones, aunque los más peligrosos de todos son los hijos de los ricachones y los abuelos ricachones, éstos, aun sin dientes, se sienten muy duchos. Bueno, corrijo, más bien los chimuelos habrán de incluirse en los abuelos pobres que no tienen dinero para dientes postizos y por ende son inofensivos. Otra categoría la conforman los jóvenes pobres, ellos son de poco cuidado a no ser que sean 37


poetas auténticos. Yo, por precaución, debo de cuidarme de todos y también de los del tipo de Jaime, que de poeta nada tienen y no dejan de ser unos mamones. Creo que me estoy vulgarizando demasiado, mejor volvamos al Claro de Luna. Cuando empecé a estudiarla no podía evitar pensar en su creador y en la sordera que padeció y desde luego en mi otitis, de la cual ya estoy curada, en su etapa aguda me produjo problemas en la audición. He estudiado de lunes a sábado, el domingo muy temprano, mi papacito, emulando al instructor musical del personaje central (un pianista australiano que termina en el manicomio) del filme Claro Oscuro, me lleva al parque a caminar y luego a trotar, él se sienta en una banca de cemento y disfruta observándome. Al desprenderse de mi frente las primeras gotas de sudor me siento una boxeadora y Rocky me queda chico. El ejercicio es, según dice mi papacito, para que descansen los músculos, pero en la caminata nunca he logrado descansar la mente, ella está ocupada por las notas del adagio, no puedo despegármelas, de tal modo que al caminar, al principio de manera lenta, un paso equivale a un tiempo y en éste menciono las notas melódicas correspondientes; después, cuando empiezo a trotar, cuatro pasos equivalen a un tiempo y de igual forma repaso mentalmente las notas, aunque en ocasiones sin poder evitarlo empiezo a cantarlas, es entonces cuando otros deportistas interrumpen sus movimientos para escucharme, qué van a saber estos ignorantes de la buena música, se conformarían con La cucaracha; a veces temo terminar en un manicomio como el pianista de Claro Oscuro. Mi papacito ha hecho migas con algunos de los asistentes al parque 38


y, ni tardo ni perezoso, aprovecha para invitarlos al recital, sólo falta que invite a los perros. Su proceder me incomoda pero debo de aceptar su manera de ser. Él está dispuesto a mandar a hacer unos banderines rojos, en el centro tendrán grabada la letra S de Susana en color amarillo. Le dije que en ningún momento he pensado en integrar una porra, voy a interpretar una melodía, no a jugar volibol. Al principio él pensaba poner completo Susana, pero un día regresó a casa entusiasmado exclamando ¡Eureka!, como Arquímedes cuando descubre la ley de la Hidrostática al meterse a la bañera, para después correr desnudo a palacio y comunicárselo al rey Hierón en Siracusa. Así estaba mi papacito, feliz como una lombriz, sólo le faltaba estar encuerado. El Eureka (¡lo he encontrado!) de mi papi se refería a la mentada letra S de Susana. Él fue a un centro comercial y al estacionar el auto lo recibió un grupo de jóvenes en campaña política, agitando los banderines y dos o tres hacían sonar las matracas. Entonces, Susana, me dijo mi padre, fue que se me prendió el foco al igual que a Arquímedes y exclamé: Eureka. Ya sé, hija, que es un plagio pero la idea es buena, al menos a mí sí me movió. Se me acercó una simpática muchacha de tez morena y ampulosa de pechos y, desplegando el banderín con las dos manos me lo mostró diciendo: PE (es decir la fonetización de la P grabada en el banderín, la letra inicial del nombre del candidato a la Gubernatura del Estado), luego fue reforzada por otras jovencitas, no menos hermosas, y empezaron a articular la misma letra. Al fusionarse las voces entonaban una nota en la tesitura del contralto. Luego llegaron los varones, se formaron frente 39


a ellas y completaron la palabra. Es decir, un grupo, el de las mujeres cantaba la sílaba PE, y luego el otro, el de los varones completaba con DRO, esta última sílaba parecía estar afinada en la tesitura del tenor, finalmente, al juntar las sílabas una después de la otra sonaba todo junto: PEDRO, pero cantadito. Luego al unísono, hombres y mujeres gritaban con tono militar GOBERNADOR, la última sílaba se alargaba no sé por cuántos segundos, más o menos así: DOOOOOOOOOOOOR, hasta que se les acababa el aliento y empezaban a ponerse morados, entonces como colofón empezaban a sonar furiosas las matracas. En esta parte interrumpí a mi papacito, manifestándole que no compartía su opinión. —Tanto pedo para decir Pedro y, si no les alcanzan las neuronas, no vaya a ser que un pendejo les diga que la palabra gobernador la descompongan en sílabas y así, entre seis dirían, PE-DRO-GO-BER-NA-DOR. Y luego, si las entonan, tendrán que formar un sexteto de cantantes o contratarlo. Políticos ridículos, hijos de la chingada, nos tratan como si estuviésemos descerebrados, perdón por el lenguaje, papacito, pero siento tanto coraje que nos den trato de tontos. —Bueno, hijita, con timidez musitó mi papacito, si no quieres una porra bien organizada pues tú verás, pero eso sí, la idea de la S de Susana es buena, en estos tiempos hay que aplicar la mercadotecnia. Le contesté, tratando de ser lo menos grosera que pude, que no quería una porra de tartamudos ni banderines ni matracas, nada. Sólo quería estar tranquila. Él me dijo: Puedes estar tranquila, hijita, ya no te preocupes, ya no 40


voy a hacerte comentarios al respecto, ni una palabra de la porra, déjamelo a mí, yo la organizo, Susana, tú tranquila. Sólo una última recomendación: Observa la luna por las noches, la gran Selene da inspiración a los mortales y aún más a los artistas. Mi papacito influye de manera determinante en mis decisiones, tal vez sea porque lo quiero mucho. Dicen que de las lunas, las de octubre suelen ser más bonitas, desde luego sin hacer a un lado las del Jueves Santo de cada año. Ninguna de esas lunas fueron la fuente de mi inspiración, hube de conformarme con una de septiembre, faltando más o menos unos ochos días para la audición. Una noche salí al jardín bien abrigada, me senté en una de las sillas de herrería del precioso hall blanco con su sombrilla verde que hace tres meses adquirió mi mamita y elevé mis ojos al cielo, bueno no mis ojos, mis ojos quedaron abajo, más bien proyecté mi mirada hacia arriba para localizar la Luna. Sólo se mostraba una parte. Pensé que habría de esperar al siguiente día, pero para mi sorpresa la nube que la tapaba empezó a moverse y fue así que la pude apreciar en su totalidad. Entonces me dije: la nubecilla ha sido cortés contigo y se ha echado a un lado para que tú, Susana, puedas relajarte admirándola. Sentí una dicha indecible, años sin voltear al cielo, y pensar que hay quienes espían continuamente el cielo tratando de localizar OVNIS y algunos de estos “investigadores” hasta tienen su programa en la tele. Me concentré en el magno astro y empecé a platicarle. Antes de hacerlo no pude evitar tararear una canción romántica viejita que dice: Luna que asoma a tu ventana, no 41


sé si enamorada, etcétera. Me olvidé de la canción y de una manera humilde le pedí a la Luna me diera la inspiración necesaria para interpretar como nadie lo ha hecho Claro de Luna y darle en la madre a la vanidosa de Rocío. El reparto de protagonistas en este pleito musical iba de menos a más, un crescendo, ni más ni menos. Beethoven, el abuelo Jacinto, mi mamita, mi papacito, la Luna y yo vs Rocío y Mozart con su Rondó Alla Turca. No sé cuánto tiempo estuve en el jardín. Me quedé dormida. Sólo recuerdo las palabras angustiadas de mis padres. Mi mamita me consolaba: Ya, hijita, tranquilízate, todo ha sido una pesadilla, los hombres que te persiguen no existen, has tenido un mal sueño. Mi papá, con mucha dulzura, me dijo: Ten calma campeona, no ha pasado nada, ahorita regreso, voy a prepararte un té de pasiflora, digo pasiflora y no, como el vulgo, pasiflorina. Pasiflora significa flor de la pasión, aparte de tranquilizar tus nervios aumentará tu pasión en el arte. —Corre, ve y prepara el té y déjate de impartir clases de botánica —le ordenó mi mamita. Había sufrido una pesadilla tan escalofriante como ninguna, no se las quise platicar a mis padres, en primer lugar para no angustiarlos, y en segundo para no ser juzgada de loca. En mi sueño me vi apacible caminando en el parque, para entonces ya era bien conocida por los deportistas habituales, todos me saludaban en medio de pródigas sonrisas, eso creí en un momento, después denoté en sus semblantes una risa burlona, eso fue cuando, al trotar, de mi boca escaparon algunas notas del adagio. Hasta ahí nada fuera de lo habitual. De pronto se oscureció el sol y, no obstante 42


que era de día, se hizo repentinamente presente la noche, al darme cuenta de esto dejé mi ejercicio y me senté en una banca de cemento y aproveché la oportunidad para dirigir mi vista a la Luna, una luna tan grande y brillante como jamás, en mi corta vida, he visto. Me concentré para captar su esplendorosa belleza. Y, cuando me sentía inundada de una mística paz, fue que me di cuenta de siniestros cambios en mis antebrazos; se habían empezado a tupir de horrendos pelos negros y duros como púas. Me toqué la barbilla e igual sentí esos pelos, me sobresalté sobremanera, yo, la grácil Susana, ostentando una espesa barba como filósofo o intelectual barbón o como un hippie importamadrista de la década de los sesenta del siglo pasado. Pero mi terror traspasó el límite cuando llevé mi mano al resto de mi cara, toda estaba invadida de pelambre. Mi tórax también sufrió drásticos cambios, se expandió haciendo saltar los botones dorados de mi linda blusa azul que mi mami me había comprado la semana pasada y que hasta ahora estaba estrenando e igualmente me cercioré, pasmada, de que mi pecho estaba lleno de abundante vello. Y, cuando llena de angustia y terror me puse de pie y empecé a correr como enajenada, fue que escuché aquel intimidante grito: ¡Atrapen a ese puto lobo que se escapó del zoológico! No sé cómo intuí que mis perseguidores eran integrantes de una brigada de la perrera municipal. Pero así son las pesadillas, yo sabía perfectamente que los había enviado el H. Ayuntamiento de la ciudad. Corrí lo más rápido que pude mientras mis perseguidores se acercaban cada vez más a mí. Entonces, desesperada, grité. Más bien eso fue lo que intenté, lo cierto 43


es que de mi garganta salieron desesperados aullidos. Una vez vuelta a la realidad me enteré por mis papacitos que no había aullado, ellos escucharon angustiosos gritos que decían: me persiguen muchos hombres con redes e intentan atraparme para llevarme a la perrera municipal. Así son los sueños de incongruentes ¿por qué habrían de llevarme a la perrera municipal y no al zoológico? ¿Y por qué llamarme lobo y no loba? Lo de puto así lo dejamos. Y a ningún estúpido se le ocurrió que se trataba de una linda jovencita hechizada por la Luna, bajo cuyo efecto se había convertido en un ente sobrenatural. Ya no me quedaron ganas de acudir por las noches al jardín a observar la Luna.

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Anatolio Cuando salí del banco, un hombre alto de ralo bigote y tez oscura, vestido de traje café, se acercó a mí de manera intempestiva. Temí ser secuestrado, pensé en un levantón, después de abrazarme y extender su mano para saludarme me empecé a tranquilizar. Cuando aún no me recuperaba del tremendo susto me preguntó: ¿Qué te habías hecho, amigo mío? Traté de reconocerlo pero fue en vano. Durante los primeros minutos estuve a la defensiva, bien pudiese tratarse de un estafador e incluso pensé en un homosexual, pues su trato era sumamente fino y halagador. El tipo no dejaba de elogiar mi cabeza a rapa. Todo quería saber, me preguntó sobre mi familia, le contesté que gozaba de bienestar y las cosas iban bien en casa, por supuesto, por educación le correspondí de igual manera preguntándole por su familia, a la que no conocía ni tenía interés en conocer. 45


Después me preguntó por mi perro Nerón, aunque no se refirió a él por su nombre. Fue cuando pensé que en realidad pudiésemos conocernos, esto me dio confianza pero, no sé por qué razón, en ese momento me dio pena preguntarle su nombre. Poco a poco fui desechando la idea de que se tratase de un maleante, pero aún seguía pensando en su posible homosexualidad, pues cuando me estrechó la mano tardó demasiado en soltármela, me la dejó sudada, además palmoteó repetidamente mi espalda y me pareció que establecía un ritmo: tantan taaan, repartido en dos tiempos, como si mi dorso fuera un tambor. También pensé en un viejo conocido, quien gozaba de mala fama por andar pidiendo dinero prestado, préstamos de Santa Anna; de ésos que cuando dos o más los ven, uno dice: ¡cuidado, no te vaya a transar! Pero no, sus facciones pronto desmintieron mi suposición. Es de esas personas que acostumbran hablar muy de cerca, de tal forma que pude percibir en su aliento un olor a chilaquiles. Di un paso hacia atrás, él se aproximó un paso hacia mí, y así de esta manera seguimos dialogando, él dando un paso hacia mí y yo alejándome un paso de él, de tal manera que la plática terminó a ocho metros de donde inició. En conclusión, no pude cortarle la plática. No faltan los imprevistos, en verdad me quitó demasiado tiempo, y esto, aunado al congestionamiento del tráfico, alteró mis planes de trabajo y llegué tarde a casa. Al llegar, mi esposa, alterada, me inquirió: —Por qué llegas tan tarde, Anatolio —Contratiempos, Julia, muchos contratiempos. Hay días en los que las cosas no salen como las planeamos. Me 46


entretuve en el banco. Me encontré a un loco de atar. Supe ser prudente. Le seguí la corriente. De momento sí me asusté, pensé que se trataba de un levantón, la fantasía tiene alas, me visualicé amordazado al interior de la cajuela de un auto y atado de manos. En unos cuantos segundos me di cuenta de la importancia de la familia. Pensé al mismo tiempo en ti, Julia, y en Sigfrido, nuestro hijo. Créemelo, fue lo primero que se me vino a la mente: un levantón. Pero gracias a Dios sólo se trataba de un loco con ganas de platicar. Pasaron muchos pensamientos por mi cabeza; en primer lugar, el secuestro, en segundo lugar pensé que el tipo era homosexual y, finalmente, me incliné a considerar que el Fulano está mal de la azotea. —De tus cuentos ya estoy cansada, dime quién es ella. —¿Ella? Dirás, él. Ten confianza en mí, no hay otra mujer en mi vida, él se llama Eliseo Miraflores. Me entretuvo más de cuarenta minutos, luego fui a visitar clientes a ese triste pueblito que ahorita ya ni quiero mencionar su nombre, me retrasé en el trabajo y no vendí ni un seguro de vida, por eso llego tarde y, por cierto, con mucha hambre, aunque, por tus celos infundados, ya se me está quitando. —Así que ahora tratas de echarle la culpa a un maricón con tal de mantener oculto tu secreto. —Definitivamente, ya se me fue el hambre. Si quieres creerme o no es asunto tuyo. Por cierto, Eliseo Miraflores me ha invitado a un recital de piano. He ahí la oportunidad para que confirmes que cuanto digo es cierto; si quieres vamos al recital. —No me vayas a decir que se trata del concurso de piano 47


Valores Musicales. —Sí, así es, imposible olvidarlo, Eliseo Miraflores lo mencionó dándole tanta importancia como si se tratase de las Olimpiadas y, dime, tú cómo sabes de ese recital. —Sigfrido me invitó. Una de las participantes es amiga suya, aunque más bien pienso que es su novia, pero no me lo quiere confiar. Trata de quedar bien conmigo, desea una nueva laptop, dizque la que tiene ya está chafeando. Paulatinamente, de súbito Julia se olvidó de sus celos y empezó a entusiasmarse con el recital de piano. Me pondré mis botas negras, dijo con una sonrisa de oreja a oreja, una minifalda negra y para hacer contraste una playera roja, El Atlas es mi equipo favorito. No le quise decir que un recital y un partido de futbol no tienen relación entre sí y que más bien luciría como huelguista. Sólo la escuché, es muy susceptible y no quise correr el riesgo de despertar a la fiera. Me sirvió de comer y con una tierna mirada me perdonó las posibles andanzas donjuanescas en las que, según ella, estoy involucrado. Mientras comía le platiqué sobre la hija de Eliseo Miraflores y también sobre su contrincante, una muchacha que movía de manera exagerada su cuello para sacudir su larga cabellera rubia, la cual seguramente le llega a la cintura. Se me fue la lengua, en ningún momento consideré ir a la audición, todo sea por tener contenta a Julia. Ella se dirigió al baño para darse una ducha, enseguida también yo haría lo mismo, es lo mejor después de regresar de esos pueblos llenos de polvo, ¡y cómo había de moscas! Enjambres. Algunas son tan grandes que, incluso, se puede diferenciar la 48


cara, entonces uno no piensa en una cara de mosca sino en una cara humana; moscas que parecen abrir la boca y mostrar los dientes, esbozando una sonrisa sarcástica. En el pueblo, mientras esperaba a un cliente en el mostrador de una tienda de ropa, empezó a ladrar un perro de raza chihuahua, perros falderos con aspecto de canguros, éste pertenecía a los de la variedad de mayor tamaño, peló los dientes y, dirigiendo su perra mirada hacia mí, se empezó a acercar a mi humanidad. Traté de estar tranquilo para no segregar adrenalina y, de esta forma, evitar aumentar su ira, pero fue inútil, mientras más quería hacerme su amigo dirigiéndole melosas palabras, más me odiaba el can y hacía una espantosa alharaca con sus chillones ladridos. Y del dueño ni sus luces. Asomaba yo la cabeza a la trastienda, diciendo: buenos días, nadie respondía. Lo intenté varias veces de la manera más amable que me fue posible, incluso alargando las sílabas para que mi saludo saliera cantadito: buenos díaasss. Y nada que se aparecía el propietario. De plano, perdí el control y empecé a hablarle a mi fiero enemigo. Eso era un disparate, ni modo que el can entendiera español, pero perdí los estribos cuando el perro enano hendió sus dientes en la parte baja de mi pantalón y empezó a jalar con toda la fuerza que le fue posible. Entonces le dije: ¡Maldito perro!, dime a quién se le habrá ocurrido ponerte al frente de la tienda, tu dueño está loco de remate, mira nada más que haber puesto a cargo de los negocios a un animal neurótico para correr a sus clientes, ¡falta de cerebro! De que los hay, los hay. Entonces decidí actuar en legítima defensa, al tiempo que le daba una patada a medio hocico 49


le dije: Si tantas ganas tienes de morder, ve y muerde al imbécil de tu dueño. El perrito me hizo caso y se fue chillando hacia su dueño, quien estaba a medio metro tras de mí. Ya no intenté venderle un seguro de vida, simplemente me despedí al decir: con permiso, lo siento mucho, perdí el control. Al retirarme a toda prisa, casi corriendo, alcancé a esquivar un puñetazo que mi prospecto, con furia, dirigió hacia mi rostro. He oído que en pueblo chico, chisme grande. Ese señor hablaría mal de mí en todo el polvoso pueblo, así que no he de volver. Fue el último cliente a quien debí de intentar venderle un seguro; después del incidente cerré mi jornada laboral, además ya era tarde y de un momento a otro se vendría un aguacero. En el viaje de vuelta del pueblo a la ciudad reflexioné sobre mi conducta. Lo más prudente hubiese sido salir del establecimiento y regresar cuando el propietario —un hombre de más de cien kilos e igual de calvo que yo y a quien ya había visitado en el viaje anterior— hubiese regresado. Cómo pueden cambiar las relaciones entre las personas. Cuando en el viaje pasado lo conocí me agradeció que me hubiera tomado la molestia de visitarlo y que sin duda tomaría el seguro, una dama, eso era el simpático gordo: una dama, una dama obesa (permítaseme la analogía). Qué gentileza, en aquella ocasión me acercó un sillón negro giratorio de piel para que tomara asiento, me sirvió un café de Chiapas en una fina taza sobre un platito grabado con flores, me ofreció un puro a la vez que me obsequiaba una enorme sonrisa. En resumidas cuentas: me mimó como si fuese un inversionista árabe o un joven hijo que hubiese regresado de la guerra y ahora se 50


despedía de mí a chingadazos y el fregado perro no cesaba de ladrar, como si sus ladridos fueran porras. Qué voluble es el ser humano. En tanto Julia se duchaba, me llamó la atención ver sobre el sofá una manta blanca doblada, la desdoblé, estaba grabada con grandes letras azules en cursiva y leí la frase: Rocío Campeona del concurso de piano Valores Musicales. En esos momentos Sigfrido, al bajar por la escalera, con la vista mostró su contrariedad, como diciendo: eso es propiedad privada. Me retiré del sofá aparentando silbar. Así que la participante era Rocío, la amiga o novia de mi hijo, según me acababa de comentar Julia. Recordé lo que me dijo Eliseo Miraflores: Susana, no lo olvides, el nombre de mi hija es Susana. Qué cosas tiene la vida, ahora habría de apoyar no a Susana sino a Rocío.

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14 de septiembre Faltaban pocas horas para el concurso. Sería mi primera participación ante un público. Mi papacito me recomendó que comiera ligero. Ha sugerido no coma frijoles para evitar incómodas flatulencias. Después de comer me llamó a la sala y me dijo: siéntate, Susana, en el sofá. Así lo hice, luego él se sentó en su sillón favorito frente a mí pidiéndome que me relajara. Respira profundo Susana, nada de nervios, el primer lugar es tuyo. Luego me ordenó que cerrara los ojos y me visualizara a mí misma en el proscenio saludando al público con la mejor de mis sonrisas y después de la primera reverencia hiciera otra para recibir más aplausos y según se presentaran las cosas, es decir, si continuaba la ovación hiciera una tercera caravana y en eso me concentraba cuando de pronto cambió de idea. Mejor, primero, escúchame hijita, quiero platicarte algo de la historia del abuelo Jacinto. No 53


sé qué diablos tiene que ver el abuelo en el recital, pensé, pero, conociendo a mi papacito como lo conozco, preferí no hacer objeciones. Él empezó a hablar: Tu abuelo dejó esta vida cuando tú frisabas sólo tres años de edad, para entonces él era ya un ancianito. Te quiso tanto, eras para él la luz de su vida. Te adoró sin condiciones, no obstante que tú eras una niña berrinchuda, más voluntariosa aun de lo que actualmente eres. Te quiso muchísimo. Eso ya lo he mencionado en incontables ocasiones, pero vayamos a su pasado. Cuando el abuelo era un bebé de dos años se inició en el estudio musical. Como es de suponerse no contó con un maestro que lo orientara, fue de cuna humilde, qué digo humilde, misérrima, duele decirlo pero es la cruda realidad, tu abuelo provenía de una cuna miserable. En esta parte mi papacito estuvo a punto de suspender el relato y temí que empezara a llorar. Sólo en dos ocasiones lo he visto llorar, y las dos por la misma razón: por la pobreza del abuelo Jacinto y por su propia pobreza. Mi papacito fue paupérrimo hasta los quince años, edad en la que decide trabajar para un hombre rico. Hubo de hacerlo —no le quedaba otra alternativa, de lo contrario hubiese tenido que robar— a pesar de que odiaba con toda su alma a los ricos. Todo esto lo supe por mi papacito, quien afirmaba que el abuelo Jacinto también pudiese haberse convertido en ladrón a la misma edad, pero lo salvó la Revolución en la cual se enganchó para tocar la guitarra y acompañar corridos de aquella época. Un día llegó mi papacito a casa pasado de copas y confesó ante todos los presentes, en medio de un torrente de lágrimas, que no odiaba a los ricos y que más bien los envidiaba. Al 54


menos hubiese habido menos gente, pero ese día era su cumpleaños, todos lo esperábamos para felicitarlo y él llega en estado inconveniente. La mera verdad, las lágrimas de mi papacito me avergonzaron, me imaginaba que mi padre lloraría como los hombres, con una tesitura de bajo o barítono, pero no, resulta que mi padre cuando llora emite sonidos como de gato o, peor aún, suenan como los de una mujer histérica. Ojalá y Dios no me castigue, lo cierto es que cuando lo escuché no pude pensar más que en uno de esos tipos raros. Mi mamita no se extrañó, pero el padre Magdaleno, quien era uno de nuestros principales invitados, sí. Mis tres tías por parte de mi madre intentaron no reír, pero aunque no rieron se las veía felices. Luego el padre Magdaleno le recriminó el hecho de que semejante pecado no se lo hubiera mencionado en la confesión. Enseguida, el padrecito, empezó un largo discurso para hablarnos del odio y de la envidia. Se metió en tales vericuetos filosóficos que yo ya no supe cual era la diferencia de esos dos degradantes pecados. Al otro día mi mamita, en varias ocasiones, lo llamó envidioso, tras lo cual mi papacito la rebatía diciendo que lo confesado ante todos los invitados carecía de veracidad, pues lo había dicho bajo la influencia del alcohol y de inmediato empezó a dar un discurso sobre Marx. Pues bien, decía que mi papacito, cuando mencionó su miserable cuna, amenazaba con llorar. Yo, por dentro, imaginando sus sollozos de mujer menopáusica, le decía en mi pensamiento: no chingues papacito, no vayas a echarme a perder el recital. Quiero aclarar que amo mucho a mi papacito, no quiero que se me mal interprete, el hecho de que 55


emita, cuando llora, maullidos de gato en celo no tiene que ver con mis más nobles sentimientos hacia él. Sentí un alivio cuando él reafirmó su voz y evitó se quebrara, luego siguió con la historia del abuelo Jacinto. Su padre, tu bisabuelo Susana, no tardó en detectar su innata inclinación hacía la música, esto acaeció cuando en cierta mañana lo sorprendió sentadito en el banco del viejo piano y tocando, escuchaste bien, tú abuelo estaba tocando la melodía de Estrellita. Bueno, no exageraré, sólo tocó cuatro notas de la melodía: dos veces el do sostenido y dos veces el sol sostenido. Me dirás que muchas melodías podrían empezar con esas cuatro notas, pero no, atención, Susana. En el atril del piano estaba la partitura de Estrellita, esa melodía que tú cantabas tan bonito, y por si fuera poco la partitura estaba de cabeza, lo cual aumentaba en grado superlativo el grado de dificultad. Además tocó esas notas dándoles la duración exacta, sólo que en vez de tocar teclas blancas, como ya dejé claro, él, El Gran Jacinto Miraflores tocó la melodía en teclas negras, luego entonces, estaba cambiándola de tonalidad y todo eso a la edad de dos años o tal vez menos. Ahora me dirás por qué saco a relucir la historia de tu abuelo. Y he de contestarte que no es ninguna casualidad que también tú te hayas sentido atraída por la música… —Yo nada diré. —Bueno, bueno, al menos lo pensarás. Cuando tú eras muy pequeñita él observó tus manecitas y luego examinó el iris de tus ojos, el abuelo poseía esa gran destreza: practicaba la Iridología. Y a esta ciencia le sacó mucho partido, 56


aparte de diagnosticar enfermedades, él podía ver cualidades e incluso se adelantaba mucho a los hechos y, además, deducía la calidad moral de las personas, su inteligencia o estupidez, sus vicios, sus virtudes y muchas otras cosas. Entonces, cuando examinó el iris de tus ojos, le brillaron los suyos, seguramente de la emoción, poco le faltó para llorar y fue que profetizó: mi nietecita pondrá en alto la dinastía musical de los Miraflores. Luego agregó: Mi pequeña Susana ganará un concurso muy importante. —Y qué te dijo de Rocío. —Tu abuelo era iridólogo, no vidente. —Tú dijiste que se adelantaba a los hechos, y yo que ya estaba imaginándolo como a un Nostradamus mexicano. Lo que no entiendo, papacito, es por qué si tenía tanto talento, por qué estuvo en la ruina económica hasta los quince años, edad en la cual decidió enrolarse en la Revolución para no convertirse en ladrón. —Bueno, hija, acepto que son exageraciones mías, un Miraflores jamás robaría. Sólo es una manera de pintar el grado de pobreza extrema en la que se encontraba tu abuelo. Y tienes razón, él jamás debió de pasar por ese via crucis de la miseria, yo pienso que le hizo falta un promotor. No contó con la suerte de Mozart, a quien su padre Leopold le enseñó todo cuanto sabía y luego lo dio a conocer como un niño prodigio en toda Europa. Al mencionar mi padre a mi enemigo Mozart, no pude evitar pensar en Rocío con su larga cabellera rubia sacudiéndola a diestra y siniestra y fingiendo una gran felicidad como si estuviese alcanzando un orgasmo. Me pregunté 57


cómo podría contrarrestar aquello y llegué a la misma respuesta a la que había llegado tantas veces al hacerme esa pregunta: bien puesta al piano e inclinándome al teclado tanto como fuere conveniente, de tal suerte que más que tocarlo diera la impresión de que lo estaba besando o lamiendo, tal como muchos pianistas famosos lo hacen, sobre todo los japoneses. No me quedaba otro remedio que imitar, en parte, a todos esos mamones. Obviamente la gesticulación de mi rostro, previamente entrenada ante el espejo, irradiaría una electricidad mística, haces místicos esplendorosos antes jamás producidos que inundarían el interior del recinto y rebotarían en todas direcciones. No me inclinaría más de la cuenta al teclado para no esconder la cabeza y quedar hecha nudo como esos que salen en la tele. Mi papacito siguió platicando la historia del abuelo. Mientras él hablaba yo me preguntaba por qué la mentada historia comprendía tantos capítulos. Cada vez que la narraba mencionaba algo que yo desconocía. No puede ser que una historia no tenga fin. Ahora me lo pintaba como mago y guitarrista acompañante de los coristas de la Revolución, cantores con largos bigotes, largas barbas y con sombreros de ala ancha y sin tener tiempo o sin contar con agua para bañarse, pero sí con aguardiente para afinar la garganta, y todo por andar peleando. En otras ocasiones hablaba de su mala suerte con las mujeres, mi papacito provenía de la tercera mujer de mi abuelo. Así que mi papacito tenía medios hermanos por todas partes pero ninguno de ellos tocaba el piano, amaban más al dinero que al arte: bola de traidores, decía mi padre acusadoramente y era entonces que, si estaba sentado, 58


se paraba violentamente, se ponía rojo, no sé si de emoción o de coraje y alzaba la voz diciendo: aquí en este humilde pero acrisolado hogar ha prendido la mecha que ha de mantener vigente el fuego de la dinastía musical de los Miraflores, luego me señalaba con el índice, como si yo hubiese roto un platón chino, y pronunciaba con tono elegíaco: Tú, Susana Miraflores, has de llevar el estandarte que mantenga viva esta gran tradición musical. Eso me lo había dicho muchas veces, antes sí lo creía y llegué a sentirme como una abanderada que desfila el 16 de septiembre por la avenida principal de mi ciudad, yo sujetando el estandarte —con una clave de sol impresa al centro— por el lado izquierdo y mi papacito sosteniendo el asta de madera barnizada por el derecho, y tal vez mi mamita en uno de los flancos tocando la corneta. De pequeña tanto lo llegué a creer, que escuché el redoble de los tambores que marchaban detrás de nosotros y también imaginé el confeti multicolor que caía sobre nuestros cuerpos como una ofrenda del pueblo para que mi papacito, mi mamita y yo lucháramos por el honor de no dejar morir lo que posiblemente no era más que un mito. Esto del mito lo pensé ya más grandecita, cuando reflexioné sobre la personalidad multifacética del abuelo. En fin, el tiempo corría y poco a poco nos acercábamos a la hora de la verdad o la hora de la verdad se acercaba a nosotros. La audición se verificaría el 14 de septiembre a las 7.30 de la noche, y fue ese dato el que iluminó la creatividad de mi papacito, en el siguiente párrafo quedará explicado. Él terminó de hablar de Leopold Mozart, el violinista y de su 59


hijo Wolfgang. Ya me tenía mareada con las analogías que hacía entre Mozart hijo y el abuelo Jacinto, por qué el primero había alcanzado el éxito y por qué mi pobre abuelo no había logrado ni siquiera ganar un concurso modesto de piano. Le echó la culpa a las mujeres con las que vivió, exceptuando a mi abuela, y por si fuera poco, el abuelo, decía mi papacito, era muy tímido y modesto; de muy pocas palabras, salvo cuando cantaba, y lo más factible es que las mujeres con las que vivió se enamoraron de él más por su manera de tocar el piano que por su físico. No había otra explicación, era alto, con cara de forma hexagonal presentando un lunar en cada uno de los vértices y lucía una enorme nariz que chocaba contra sus labios. Tu abuelo, continuó mi papacito, era hosco pero genial a diferencia del risueño Mozart. Mi papacito no dejaba de compararlos; la única coincidencia entre ambos era su debilidad por las mujeres. Desde luego, Mozart opacaba en todo a mi pobre abuelo, a quien todas las mujeres lo abandonaron, excepto mi abuela y eso porque ella murió primero. Luego desarrolló de tal modo su disertación, dándole tantas vueltas y utilizando una retórica tan enredosa, que llegó a la conclusión que Wolfgang Amadeus Mozart había sido —aunque había vivido en una época diferente— mortal enemigo de mi abuelo. Por todo esto, mi papacito decía que en un rato más yo habría de eliminar a Rocío con su trillado Rondó Alla Turca, y de esta forma aseguraría un triunfo para mí y dirimir un viejo pleito entre Mozart y Jacinto Miraflores, duelo que se habría de resolver venciendo a la casquivana de Rocío. Ahora sí aclaro lo que dije que aclararía con respecto al dato que iluminó la imaginación de mi papacito. 60


—14 de septiembre, no te dice algo, Susana —me preguntó mi papacito como si me planteara una adivinanza, le contesté que no. —Bueno, Susana, hagamos a un lado el 14, dime qué te dice septiembre. —No sé. Luego tú, cuando estamos en este mes, dices que es el mes de sietehambres porque no hay dinero. Ya, deja de jugar a los sortilegios y explícate mejor. —Septiembre, mes de la mexicanidad —dijo mi padre en tono rimbombante. Septiembre, mes de la Patria. Mes en que los mexicanos nos ponemos sombrero de charro. Tú, Susana, en el teatro, debes de lucir un precioso sombrero de charro y ya te lo he comprado, no creo que haya problemas con la medida, puesto que has heredado la forma hexagonal de mi cabeza y además nuestros cráneos son del mismo tamaño. Me lo probé y me quedó que ni mandado a hacer. No lo quise contradecir, él de que dice, dice, ya me las ingeniaría para no usar el costoso sombrero de charro que compró, sólo faltaba que, en vez de transportarnos en nuestro viejo auto me consiguiera un caballo negro o, peor aún, un camello; muchas veces ha dicho que por nuestras venas corre sangre árabe, pero eso no lo creo, por lo general los árabes son ricos o por lo menos tienen mucho petróleo, aunque después se los roben. Luego cambia de idea y emparenta a la familia con un teniente francés, muy bien portado, integrante del ejército invasor de Maximiliano o, que si no era francés, mínimo belga, aunque sus hipótesis finales sobre nuestra genealogía apuntan a que descendemos de los vascos y es por ello que a los Miraflores, cuando pasan los 61


treinta años de edad, se les empieza a colgar la nariz apuntando hacia los labios e inclinándose a la izquierda. “Pero si fuera eso todo, no tendría la más mínima importancia — dice mi papacito como quien narra una tragedia—, lo malo es la rinitis que sufrimos los Miraflores poco después de la caída y cambio de dirección de la nariz”. Cuando él toca ese tema mi mamita le dice que más bien su nariz le está creciendo y, mientras más grandota, el pájaro se le está haciendo más chiquito. Pero yo no estoy para pájaros. Así es él, ni caso le hago. En cierta ocasión, valiéndose de no sé qué conjeturas, llegó a la extraordinaria conclusión de que provenimos por vía paterna de un ruso, quien radicó en Alaska y se dedicaba a la caza de osos. Eso sí, en septiembre es tan mexicano como el que más. Después de que me propuso lo del sombrero habló del desfile del 16, de la quema del castillo pirotécnico y fuegos de artificio, de serpentinas, confeti, globos, corundas, tamales, mole, atole de zarzamora, atapacua o guiso de indio, buñuelos, mariachis y remató reafirmando que lo del sombrero había sido una gran idea, dicha idea, él me lo confesó, se la pirateó a una edecán que hacía publicidad en un centro comercial a una empresa de telefonía celular. Aparte del sombrero negro su pantalón era también negro e igual sus botas y su chaqueta corta, todo de negro menos su blusa blanca, además llevaba una banda azul ceñida a la cintura. Bueno, para darme a entender de mejor manera, la edecán estaba vestida de charra, de charra negra. Por suerte, mi pobre papacito en pleno mes de septiembre sigue con la cuesta económica de enero, le ha ido muy mal en las ventas y recibe poco de comisiones, y digo 62


por suerte, porque si hubiese tenido dinero me compra el traje completo bordado con lentejuelas de plata o imitación plata. Él carece de empatía. A ver, ¿qué haría si la compañía donde trabaja lo mandase a visitar médicos vestido de charro negro? Si tuviese dinero, hasta la reata me habría comprado para hacer suertes en el proscenio del teatro. Ya me imagino vestida de charra negra lazando chivos delante del público. ¡No se mide! Cómo me vería tocando Claro de Luna con sombrero de charro, obvio que llamaría la atención, pero más que admiración serviría de bufón ni que fuera a tocar El jarabe tapatío o el Son de la negra. Extravagancias de mi papacito, yo con sombrero y Rocío con su minifalda negra y sus botas negras y su playera roja o verde, casi estoy segura que así irá vestida, me la tengo bien estudiadita. No usaré el sombrero de charro. Al principio, cuando me preguntó: qué te dice septiembre, aparte de la falta de dinero en ese mes recordé a la loquita que menciona mi mamita, Josefina la loca, quien vivió toda su vida en septiembre y de sus greñas colgaban listones de los colores de la bandera. Aquella que al interior de una iglesia metió su lasciva lengua en la oreja de mi abuelo tras haberlo besado en la boca, seguramente también ha de haber sido un beso de lengua. Luego sonó el timbre y dejamos la plática cuando mi papacito se dirigió a la puerta de la casa y, desde allí, gritó entusiasmado: ¡Ya llegaron los banderines! No cabe duda que el rojo es el mejor color.

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Anahí Mi hija se ve preciosa interpretando a Mozart, su cabellera rubia está para dar envidia, igualita a la mía cuando yo tenía su edad, toda una princesa. Ya le prometí a la virgen que, si gana, voy a ir a llevarle flores a la Villa de Guadalupe. Octavio se sentirá orgulloso de su hija. Después de la audición ofreceré una gran cena. Con tres botellas de vino tinto es suficiente, nada de tequila, luego el festejo degenera en una borrachera. Seguro que ganará, es impensable que la tal Susana pueda superarla. —No creo que los miembros del jurado se fijen en ella —es lo que me ha dicho Rocío. Si vieras, ma´, la cara de borrego ahorcado que pone Susana cuando está tocando, si la vieras te morirías de risa, pone la cara de mártir, sólo le falta llorar, o sea, ¿no?, haz de cuenta una bruja condenada a la hoguera, o sea, ¿no?, no sé si me explique, o sea, ¿no? 65


Luego se inclina sobre el teclado como si se le hubiera perdido algo y lo anduviera buscando. Nada tiene qué hacer en el concurso, ma´. Y la chiquirruca de cuarenta y cinco años igual, ma´. No cabe duda que este tipo de eventos la mantienen ocupada a una, no deja de ser emocionante. Tan emocionante que me he olvidado de las elecciones para gobernador, no me interesa si gana Pedro o Juan o Lupe. Durante casi un mes Octavio me insiste: Anahí, no es necesario que vayas a la Villa de Guadalupe, con que vayas a misa es suficiente, no sé de dónde te está saliendo lo beata. Promete a la virgen dos o tres misas en la parroquia del padre Magdaleno y con eso basta. Octavio no cree en los concursos sino en las relaciones. Por fortuna, dice él, el triunfo ya está amarrado, puesto que conoce a uno de los miembros del jurado, el cual influirá de manera determinante en los otros dos, eso es lo que dice Octavio, pero yo pienso que Rocío no necesita de esos enjuagues, ganará con o sin palancas. De cualquier manera admito que lo que dice Octavio me tranquiliza: No te preocupes, Anahí, tenemos de nuestra parte a Mozart, a mi amigo del jurado, a tu Virgen de Guadalupe y lo más importante: a nuestra linda princesita Rocío con su larga cabellera rubia y sus traviesos ojos contra la tal Susana, quien presume de pertenecer a una rancia generación de músicos, entre los cuales, según dice Rocío, no deja de mencionar a su fallecido abuelo Jacinto, un músico que anduvo en la Revolución y a la edad de dos años tocaba en pañales el piano con los ojos cerrados. A Octavio esto le da risa y no deja de comparar el concurso de Valores Musicales con las elecciones, en las cuales 66


también intervienen los muertos, y no sería nada raro que el mentado abuelo Jacinto se parara de la tumba para votar. —Tú deja a los Miraflores con el espíritu del abuelo Jacinto —me dijo Octavio sin poder contener su característica risa burlona. El abuelo Jacinto bien muerto está y nosotros, Anahí, contamos con los vivos, y mi amigo del jurado es bien vivillo. —Una ayudadita a nadie le viene mal, pero estaría en desacuerdo si nuestra hija no fuera tan talentosa y aún así ganara, entonces no nos diferenciaríamos de los políticos que llegan al poder por la vía del fraude. —Debí de haberme callado y no mencionarte nada de mi amigo. De un vaso de agua estás haciendo un maremoto, ahora necesitamos a un filósofo para que nos hable de Ética. Se trata sólo de relaciones. Te lo voy a poner más claro, a ver, imaginemos que el papá o la mamá de Susana o ambos sostienen una estrecha amistad con dos miembros del jurado. A ver dime qué pasaría. —Depende del jurado. Si son derechos se impone la legitimidad. —Por supuesto. Y a ver, ahora dime, Anahí, por quiénes debe de estar conformado un jurado. De hecho te estoy haciendo una pregunta que ya respondiste, aunque no de manera muy exacta, pero quiero que quedes bien concientizada. ¿Entonces? —Por personas honestas. —Caliente, caliente, casi lo adivinas, Anahí. Un jurado debe de estar conformado por personas honorables. Por eso, cuando de este tipo de eventos se trata, siempre dicen: Los honorables miembros del jurado… 67


—Entonces para qué necesitas a tu amigo. Dudas de la honorabilidad del jurado o dudas del talento de Rocío. Octavio se quedó callado. Por mi parte no quiero saber absolutamente nada de su amigo. En realidad, ya no quiero saber nada de nada, lo único que deseo es que ya termine todo y que no me falle la virgen de Guadalupe ni Mozart ni Rocío. No hay fecha que no llegue ni plazo que no se cumpla, más vale ir con tiempo que andar a las carreras, debo urgir a Rocío. —Rocío, ya métete a bañar, el tiempo no se detiene, luego de arreglarte aún debes de darle una pasadita a tu pieza y no dejes de recordarle a tu amigo Sigfrido que no vaya a olvidar la manta. ¿Me oíste? —Ya, ma´, ya oí. Más vale que apremie a Rocío, ya la conozco, se pasa una eternidad en el espejo. Este concurso no es como cualquier otro. Rocío me ha dicho que Susana se está muriendo de celos y de envidia porque Sigfrido ya no la pela. Él le ha declarado su amor a Rocío, de esto nada sabe Octavio. No anda nada perdido el muchachito, de que tiene buen gusto, lo tiene. Esto se va a poner bueno, de esta querella musical van a salir chispas. Por lo que me ha platicado Rocío, concluyo que ese muchacho no le conviene, pero por el momento está bien, le sigo la corriente y le digo que es buen muchacho. Me he cuidado de no decirle que conozco a su padre. Mi hija y Sigfrido fueron compañeros en la primaria, y lo más natural es que algunos de los padres de los escolares lleguen a conocerse entre sí. Pero cuando digo que conozco a su padre 68


no me estoy remontando a esa etapa escolar, cierto que lo vi a la entrada del colegio en tres o cuatro ocasiones y desde la primera vez me cayó el veinte, sin embargo nunca nos saludamos, tal vez él, a la fecha, no me recuerde. Esa primera vez que lo observé llevándose las manos de la frente a la nuca, como si quisiera alisar su cabello inexistente, me pregunté: ¿De dónde conozco yo a este viejo pelón? Fue así que mi memoria empezó a viajar en el pasado retrocediendo varios años, tal vez una década. Fungía, entonces, al igual que yo como testigo de los novios en una boda al civil. Yo por parte del novio, un primo mío de nombre Javier y él, Anatolio, por parte de la novia de quien he olvidado su nombre; de los otros testigos ya no recuerdo ni sus caras. Pero la de Anatolio es inconfundible, además lucía su cuero cabelludo afeitado meticulosamente y, no obstante su juventud, sus orejas las tenía llenas de pelos enmarañados. Pero más que de su fisonomía, lo que nunca podré olvidar son los eventos que se dieron después de la boda al civil. Luego de firmar en el Registro Civil nos dirigimos a una casa vieja propiedad, al parecer, de un pariente de Anatolio. Fue algo muy modesto, los invitados no pasábamos de quince entre los cuales figuraba un notario. Nos concentramos en una sala de espacio bastante amplio y empezaron a circular las bebidas y las botanas. El padre de Sigfrido, el pelón Enríquez, (en ese entonces es posible que Sigfrido no hubiese nacido), ofrecía solícito las bebidas a los asistentes; quienes lo conocían más de cerca lo llamaban Ana, y alcancé a escuchar a un joven de unos veintitantos años que también le llamó Ana, pero en masculino. Todos aceptaban las bebidas 69


de buen grado menos yo, que soy y espero seguir siendo abstemia. Después de las primeras copas el aire festivo de la reunión se potencializó y empezó a reinar un barullo, como si estuviésemos al interior de un panal de abejas. Al llegar el vino las risas se incrementaron; algunas me parecieron sumamente molestas. Capté varios diálogos entrecruzados y me dio la impresión que nadie escuchaba a nadie. Anatolio ocupaba un asiento a la izquierda de la novia. Es decir, la novia en el centro, Javier, el novio inmolado, a la derecha y Anatolio, como ya quedó dicho, a la izquierda. El caos aumentó cuando a alguien se le ocurrió subir el volumen a la música, por cierto de muy mal gusto: letras masoquistas de enamorados que ardían en el infierno, un infierno de celos, desdenes y traiciones. Así el ambiente, los circunstantes hubieron de alzar más sus voces. A los cuarenta y cinco minutos, a lo sumo, Anatolio daba muestras de una clara embriaguez y diré por qué: empezó a ofrecer una gran fiesta en honor a los novios, no terminaba el convivio y él ya estaba planeando otro, hablaba de un guajolote o varios que había engordado y que estaban a punto para darles mastuerzo y preparar un rico mole, un mole al estilo de Uruapan, dijo. No podría recordar cuánto comentó del o los guajolotes destinados al sacrificio, pero abundó tanto en el tema que se le fueron veinte minutos hablando de los gallináceos. Después, como suele ocurrir en las fiestas, algunos abandonaron sus sitios ya sea para ir al baño o para platicar más de cerca con otros de los asistentes. Fue cuando noté que Anatolio permanecía inmóvil en su sitio con la mirada fija al suelo, su último interlocutor 70


ya no estaba cerca de él pero Anatolio seguía la disertación guajolotera. “Un mole de peluche”, le decía al piso. Del piso ni el eco. Anatolio Enríquez improvisaba un simpático soliloquio dedicado a un fantasma que sólo él veía, con él hablaba de meseros, manteles rosas, finos vinos, ramos de flores, regalos y por supuesto del guajolote. No cabía la menor duda: Anatolio Enríquez estaba fumigado como araña. El festejo siguió su curso, platiqué poco y con pocos. Me había olvidado de Anatolio y repasaba mentalmente lo que tenía por hacer en lo que quedaba de la tarde que ya agonizaba. Luego pensé: cinco minutos más y me retiro. Y pasando esos cinco minutos o tal vez más decidí marcharme, voltee en todas direcciones y no vi a la novia y tampoco a Anatolio, éste tal vez se hubiese aburrido de platicar con el piso o el piso con él. No me importaba despedirme de todos los festejantes, sólo me bastaría reiterarles mis parabienes a los novios. Javier, mi pobre primo, sí estaba al interior de la sala y como la mayoría también se veía alumbrado. Me despedí de él dándole un cariñoso y sincero abrazo. Luego me dirigí al baño y al salir de él me encaminé por un pequeño pasillo que daba a una larga terraza. Ahí estaba Anatolio Enríquez besándose con la novia y ésta con una mano dentro del pantalón del pelón. Quedé estupefacta. Busqué a los demás testigos y sobre todo al notario para que diera fe de este acto insensato. El notario se había marchado. Dejé las cosas así y fue lo mejor, porque bien es sabido que cuando una se mete en estos asuntos, finalmente es acusada de intrigante. Enseguida, por mera curiosidad, acudí de nueva cuenta al lugar de los hechos: Anatolio y la novia se habían 71


separado y aquél —alcancé a escuchar con nitidez— le prometía a la novia como regalo de bodas un gran guajolote negro con la cola esponjada con un blandiente moco. Es por esto que Sigfrido no me inspira ni la más mínima confianza; de tal palo, tal astilla. Todo esto he rememorado y Rocío no está lista, tan sólo falta una hora y media para la audición.

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La confesión —Tu abuelo fue un hombre irrepetible, bueno, dicen que todo ser humano es irrepetible, pero don Jacinto Miraflores traspasaba los límites. —Ya, Cheo, deja de platicarle a Susana sobre el abuelo, ella debe de arreglarse y ponerse bien bonita para el concurso. Luego le sigues platicando del abuelo Jacinto. —Está bien, Selena. Susana, ve a arreglarte, con calma hija, todavía quiero que repases una vez más el adagio. Lo que te puede ayudar mucho, antes de que lo toques, es sentarte, respirar profundo y decir unas cuatro veces ooommm, no es necesario que lo hagas en posición de flor de loto, eso dará mayor serenidad a tu espíritu y relajara tus músculos. Serenidad, campeona. Ya, Susana, ve y primero medita. —Pero primero reza, cinco minutos, con devoción. —Sí mamita. 73


—Yo digo que los rezos salen sobrando, pero respeto tu opinión, Selena. Si supieras cuánto sufrió mi padre con la religión. Ahora que Susana se fue a dar una mano de gato permíteme platicarte un poco acerca de la historia sexual del abuelo Jacinto, mi padre, pero me referiré a él como el abuelo Jacinto, suena mejor. El hecho de decir mi padre remueve muchos sentimientos encontrados en lo más subyacente de mi alma. —Está bien, Cheo, pero sintetiza, no vayas a narrarme una novela. —Bien, como ya es de tu conocimiento, el abuelo Jacinto fue muy pobre, de tal modo que acudía a una paupérrima escuela de gobierno. Los maestros de esa escuela también eran pobres y alumnos y maestros eran casi ateos o ateos completos. Entonces la madre del abuelo, dándose cuenta de esa carencia y sabedora de la importancia de la fe cristiana, decidió enviarlo al catecismo. Para ello el abuelo Jacinto hubo de acudir por las tarde de todos los sábados a un colegio de religiosos. Entretanto su madre se quedaba rogando, entre rezos, a Dios para que el catequizado fuera tocado por el dedo divino, abrazara la fe y se convirtiera con el tiempo en un opulento religioso. Ahora escucha la confesión del abuelo. Confesión que escribió en una libreta verde y que yo encontré poco después de que él partiera de este mundo, está decolorada por el paso del tiempo pero se entiende. Aquí la traigo, pensaba leer lo escrito en ella a Susana pero me detuve, hay algunos términos que sonarían fuertes a sus castos oídos. El escrito está fechado de manera incompleta, sólo dice: Jacinto Miraflores 74


a 18 de septiembre. Falta el año. Escucha y entérate de la incipiente historia sexual del abuelo Jacinto. Cuán útiles fueron, por algún tiempo, las enseñanzas que recibí en este centro educacional. Cuán útil es Dios cuando se cree en Él. Durante algunos años no estuve solo: mis padres, mi familia y a mi lado Dios me ayudaron a hacer las tareas para sacar buenas calificaciones, nunca tuve la necesidad de copiar al compañero de pupitre. El primer obstáculo con el que me topé fue el relacionado con la sexualidad. Ésta y Dios, de acuerdo a las enseñanzas de mis catequistas, eran antagónicos. Hube de divorciarme del Creador para sucumbir ante el pecado de la carne. Satanás, cual flautista domador de serpientes, producía en mi adormilado pájaro tórridas y pecaminosas erecciones. —Esa parte del cuerpo se utilizará, llegado el momento, con santos fines reproductivos aprobados por el sagrado sacramento del matrimonio. No se trata de ningún juguetito —predicaban varios de mis guías, afirmando uno de ellos que era menester esperar para llegar puros con la mujer que el Señor nos eligiera y con el ímpetu de un brioso caballo y no como un burro cansado. Hube de luchar contra el juguetito, pero en la pubertad fui derrotado. Después del juego me hincaba al pie de mi cama para pedir, desbordado en un mar lagrimoso, perdón al Señor, para transcurrido un tiempo traicionarlo hasta que me cansé de este repetitivo juego de perdones y traiciones. Por último claudiqué y me convertí en esclavo del Señor de los Avernos. Pronto mis guías, a quienes visitaba todas las tardes de los sábados, me hicieron saber que a 75


quienes caían en este ominoso pecado se les conocía con el apelativo de chaqueteros. —Bueno, Eliseo, sabemos que, en la vida diaria, el significado de tal palabra se relaciona con los traidores. Muy usada en la política. Los que a ésta se dedican de continuo chaquetean, se cambian de un partido a otro convirtiéndose en amigos de sus antiguos opositores; los capitalistas acordes con la globalización se hacen socialistas (sólo de ideas) y viceversa. Dentro de la política mexicana esto ya es visto con naturalidad por los electores. —De acuerdo, pero volvamos al primer contexto, dentro del cual la palabra chaquetero es sinónimo de fornicador y que es el significado que le da el abuelo. Sigo leyendo: Me convertí ni más ni menos que en un deleznable fornicador solitario; es decir, un violador del sexto mandamiento de la ley de Dios, suficiente por sí solo para mandar a sus infractores directo al Infierno, esto en caso de morir y no alcanzar a ir corriendo a decirle a mi confesor que había jugado con el tiliche. En las primeras confesiones ante el cura no se presentaron problemas, era yo tan inocente que inventaba pecadillos para no quedarme callado. Confesaba haberle sacado la lengua a mi madre. El confesor, un clérigo anciano, con ojos de rana y olor a cebolla, riendo socarronamente dijo: Mientras no haya sido con pinzas, no es de gravedad. Pasando el tiempo las confesiones eran diferentes. Ya no sabía cómo empezar, finalmente me decidí por ser claro, nada de rodeos, así cuando llegó el momento confesé a aquel santo varón, representante de Dios en la Tierra: Señor cura, me acuso de que jugué con el tiliche. El 76


confesor contestó con tono severo: Te refieres, hijo mío, a la corneta. Le dije que lo mío era más grave, yo no era integrante de la banda de guerra. La verdad, quería pintar mis pecados de color azul. Entonces por fin me decidí. Me costó trabajó pero me decidí. Con lágrimas en los ojos le dije con valor: Señor cura he jugado con el pito. Tampoco le quedó claro. Con el tiempo comprendí que esa fingida ignorancia era para divertirse a mis costillas, pinche cura. Es ilógico que no me hubiese podido explicar. Al decir la palabra prohibida, pito, él contestó: ¿Tocas la flauta? No, padre, yo no toco la flauta. La última vez que fui con un confesor fue por mandato de quienes se preocupan por el lavado y purificación de las sucias almas: mis guías religiosos reforzados por mi santa madre. Obedecí, pues en ese entonces aún creía en el Demonio. Pero esa vez no quise dejar nada confuso, así que le dije a aquel religioso, que era el mismo de antes, que había jugado con aquel instrumento apodado de muchas maneras: la corneta —en mi caso el cornetín —, el fierro, el pirrín, la pirinola, la pistola, pito o silbato; el chile, el arma, mosquete, látigo, reata, camote, chorizo, longaniza, miembro, macana, plátano, espada, pájaro, falo, garrote, sable etcétera. Finalmente me referí a aquel duendecillo de un solo ojo con pies de bola y sádico martirizador de conciencias por su nombre científico: pene, (del lat. penís) responsable de que mi sucia y atormentada alma pene… —Por fin terminaste, Eliseo. —Todavía no, pero ahí le dejamos. Ni se te ocurra leérselo al padre Magdaleno. Él es otra 77


cosa: un sacerdote en toda la extensión de la palabra. No es justo que todos paguen por uno. —No te preocupes. Bueno, ha llegado la hora cero. ¡Ya! Todos listos con rumbo al teatro Estella Inda. Pero antes voy a pedirle a Susana que haga un último ensayo. Llamé a Susana para que le diera la última pasada a la pieza. No lo creyó necesario, tampoco Selena, pero yo insistí. Susana atropelladamente se dirigió al piano, colocado en la parte lateral izquierda de la sala. Desde ahí estás mal, le dije. No, Susana, debes de imaginar que ya estás en el teatro, haz de cuenta que ya tienes al público frente a ti, todas las miradas observándote, cientos de ojos atentos sobre ti. Todo tiene que ver, Susana, repite la entrada como debe de ser y no como caballo desbocado. Es posible que el voto del público cuente un punto, si entras de esa manera pierdes ese punto. Aléjate unos cuantos metros y vuelve a pasar. No tan rápido, un poco más lento y derechita para que no parezcas signo de interrogación. Ahora regala al público una gran sonrisa, haz de cuenta que donde estoy yo ahí está el público. No, Susana, no aprietes la boca. No tengas miedo, recuerda: tú puedes hacer del público tu enemigo o tu aliado. Desde el principio debes de echártelo a la bolsa. Dirige una mirada feliz a donde yo me encuentro, una gran mirada feliz, ahora una sonrisa entreabriendo la boca para que luzcas tus dientes perfectos. Tienes que enseñar los dientes, presumirlos… —Sólo falta que digas que los pele y ladre. —Olvida las bromas. Aléjate otra vez y vuelve a presentarte en el proscenio, pero estábamos olvidando un detalle 78


de suma importancia, primero ve por el sombrero para que te lo pongas y luego te presentas ante el público. El sombrero vale casi medio punto. Al entrar y ya estando en el centro del escenario te quitas el sombrero con elegancia y haces una reverencia a la vez, y cuidado, no lo vayas a tirar al suelo. No creo que sea necesario aventarlo al público como hacen los toreros cuando brindan la muerte de un toro a algún aficionado adinerado. Te lo vuelves a poner enseguida con fina parsimonia. Susana torció la boca y con ese gesto me di por entendido, de momento no quería ponerse el sombrero de charro negro; no insistí más. Tampoco consideré que en el simulacro que estábamos llevando a cabo se fuera tanto tiempo. Mi corazón se aceleró violentamente cuando vi el reloj de pared junto al piano, faltaban cuarenta y cinco minutos para que el recital diera inicio. De prisa fui por la caja de cartón con los banderines rojos, me puse el sombrero y urgí a Selena y a Susana para que abordáramos de inmediato nuestro viejo auto. Bendije al cielo cuando, al encender el switch, el motor encendió a la primera. Antes de echar a andar el auto me persigné. Al hacer alto en uno de los semáforos de la avenida que seguimos para llegar al teatro, se acercó a la ventanilla un agente de tránsito para levantarme una infracción por no traer puesto el cinturón de seguridad, además mi licencia de conducir había caducado. Dejó clara su posición, habría de ir a pagar la doble infracción a las oficinas de tránsito o bien él, por ser muy buena onda, nos podría resolver todo de inmediato. Él mismo puso el costo a la mordida: seiscientos pesos. Traté de sensibilizarlo, le expliqué la urgencia que teníamos de llegar al teatro, le hablé 79


de Susana. Ponderé las cualidades de mi hija, que indudablemente ella ganaría el primer lugar en el concurso Valores Musicales. La angustia reflejada en mi rostro no logró mover ni un ápice el corazón de piedra del sujeto. Le puse en la mano doscientos pesos, era todo cuanto traía, y enseguida le obsequié un banderín diciéndole al mismo tiempo: Está usted cordialmente invitado, y desde luego esta invitación es extensiva para toda su familia. “Y yo pa´qué quiero un banderín. Mis hijos tienen un chingo de banderolas de todos los partidos políticos, y en especial unos que tienen impresa la letra P, GOBERNADOR y por ondearlas en los cruceros les dan buenos pesos”. Me resigné a la infracción, pagaría lo que me cobraran. Mataría dos pájaros de un tiro, me quito a este tipo de encima y combato la corrupción. Me vio decidido, pensé que se conformaría con los doscientos pesos y el banderín o levantaría la infracción, pero cuando todo parecía solucionarse fue que sacó el comodín bajo la manga y entonces me dijo: “Sabrá Dios qué traigo hoy en la cabeza, ando medio precipitoso, se me olvidó pedirle su tarjeta de circulación”. Se me heló la sangre, recordé que por la noche la bajé de la guantera del auto. Esta medida precautoria la llevo a cabo de vez en vez cuando pienso en la posibilidad de que me lleguen a robar el auto —pues lo dejo en la calle por las noches— junto con la tarjeta de circulación. La angustia, seguramente, se reflejo al máximo en mi cara, estuve a punto de pedirle piedad. No lo hice, era un tipo inconmovible. Entonces propuso: Deme los doscientos (me los había regresado), quédese con su banderín, pero aparte de los doscientos págueme con su sombrero de charro, a mí 80


me gustan un chingo los jaripeos, y pos nos hay nada mejor que ir a un jaripeo con un buen sombrero de charro. Usté tiene la palabra, si no pos el auto se va pal corralón, ándele decídase, si llamo a la grúa ya no hay nada que hacer. Dáselo papacito, me dijo sonriendo Susana, como si el sombrero le valiera un comino. Ya, Eliseo, dáselo, reforzó Selena. No había otra solución, se lo di. Antes de arrancar me habló de la importancia de llevar puesto el cinturón de seguridad, de revalidar la licencia y no olvidar la tarjeta de circulación. Al avanzar los primeros metros y fuera del alcance de su nefasta presencia, mi familia se solidarizó conmigo y juntos, en memoria del abuelo Jacinto, los Miraflores, al unísono, le mentamos la madre al mordelón.

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La entrada La verdad es que no alcancé a organizar la porra tal como me hubiese gustado. Susana y Selena entraron al interior del teatro, Selena a apartar dos o tres buenos lugares, le dije que de preferencia en el centro y a unas ocho hileras del escenario, y Susana a integrase en los camerinos con los demás competidores. Me quedé en la entrada para repartir selectivamente los banderines, la mitad ya se los había entregado a varios de mis parientes y amigos. Y así, después de analizar el semblante de quienes iban entrando y a los que juzgaba que pudiesen simpatizar con Susana les obsequiaba una enorme sonrisa junto con un banderín. Esto para mí no representó ningún inconveniente, pues en mi trabajo, sin una buena disposición del ánimo, es imposible lograr resultados. Así pues, por ejemplo, cuando visito a un médico, antes de saludarlo con la mano lo hago con 83


la sonrisa. Algunos no dan la mano, un dermatólogo sólo ofrece el antebrazo. Pero a todo se acostumbra uno. Claro está que el saludo debe de iniciar con algún adjetivo zalamero: Buen día, distinguido médico. Y con el tiempo ese adjetivo lo he ido alternando, de otra forma parecería disco rayado, en vez de distinguido uso: ínclito médico o ilustre o estimable. Con algunos hay más confianza y les llamo por su nombre. Los he ido conociendo de tal forma que sé quienes prefieren escuchar sobre futbol, pues de la medicina ya están hasta la madre. Otros permiten sólo pocas palabras. En fin, la sonrisa es imprescindible. Lo difícil a la entrada del teatro era detectar quiénes eran neutrales en el concurso, pues la mayoría se inclinaban ya a uno u otro de los participantes. Sentí una furia terrible cuando vi llegar a Anatolio Enríquez y a un joven con una gran manta desplegada que decía: Rocío Campeona de Valores Musicales, inmediatamente detrás les seguía una señora, de quien presumí era su esposa, quien al parecer se sentía orgullosa de sus piernas, pues usaba una minifalda negra minúscula. Escuché decir al pelón Anatolio Enríquez: — Julia, no te quedes atrás. Me hice el distraído y esperé a que pasaran para seguir entregando mis banderines rojos con la llamativa letra amarilla S en el centro. Al transcurrir el tiempo la gente que iba llegando caminaba con mayor celeridad, faltaban algunos minutos para la hora de la verdad. Con facilidad pude identificar a quienes venían en familia. Una de éstas llamó mi atención, pues reconocí de inmediato al hombre con el que confundí, a la 84


entrada del banco, con Anatolio: aquel abogado corrupto a quien tenía años sin ver. Anatolio, por la mañana, me dijo: te confundí con un tipo que siempre andaba pidiendo dinero prestado, y yo me aguanté de replicar: y yo a ti con un abogado corrupto. Una luz se hizo en mi memoria y recordé en un instante su nombre: Octavio; también vino a mi mente su apodo: El grillo. Esta confusión, sin duda, se debió al extraordinario parecido de los ojos de chino de Anatolio con los de Octavio; por lo demás no existían características de comparación, excepto la ausencia de cabello en la parte central de la cabeza de Octavio y su regular estatura. Lo difícil hubiese sido que me reconociera, habían pasado muchos años sin vernos, y además nunca nos consideramos amigos. Lo acompañaba una mujer con el cabello teñido casi de rojo, quien lo tomaba del brazo derecho; del lado izquierdo entrelazaba su mano con la de Rocío, a quien ya conocía de vista. Octavio, de pronto, se separó de sus acompañantes y alcancé a escuchar que dijo en voz baja: —Anahí, ve a apartar dos buenos lugares en las hileras centrales y tú, Rocío, reúnete con los demás participantes. — Ya voy, pa´ — contestó Rocío. Después de marcharse Rocío moviendo su cabellera rubia a diestra y siniestra, Octavio se acercó más a Anahí para decirle a manera de confidencia: — Voy a echar un vistazo adentro para ver si localizo a mi amigo del jurado, pasa tú primero y yo después. —Es más efectiva la virgen —Contestó Anahí, quien vestía un llamativo traje regional multicolor, luego agregó: “Espero que Sigfrido haya traído la manta”. 85


Por fin se dispersaron. Sostuve con la mano temblorosa el último banderín rojo que quedó y me dirigí al interior a buscar a Selena. Reflexioné sobre el comentario que hizo Octavio sobre su amigo del jurado; entonces me tembló aún más la mano derecha que sostenía el banderín, sentí miedo, coraje e impotencia y cuando mi espíritu se desplomaba invoqué con fervor el recuerdo de don Jacinto Miraflores. Con Jacinto Miraflores somos invencibles, me lo repetí tres veces e hice un esfuerzo por frenar las lágrimas que amenazaban con salir de mis ojos. Cosas que tiene el destino, el azar se convirtió en coincidencia. Por desgracia quedamos acomodados en los asientos de izquierda a derecha en el siguiente orden: Selena en el primer asiento que inicia la octava fila del centro con referencia al escenario del teatro, yo a su derecha, luego Anatolio, después su esposa Julia, quien jalaba inútilmente su minifalda negra como para cubrir sus desnudas piernas; al lado de Julia, Sigfrido, a la derecha de éste Octavio, el Grillo y por último Anahí. Fue inevitable saludar a Anatolio, sólo le pude decir, con la voz apagada, buenas noches. Ya no quedaba abrazarlo con la euforia con que lo hice en la mañana ni estrecharle la mano ni decirle que mi hija era Susana, una gran artista, y que su principal antagonista era una casquivana exhibicionista. Él correspondió de manera semejante, con una voz apagada seguida de una mueca canina. Con discreción pedí a Selena intercambiáramos los asientos, pues me sentía muy incómodo al lado del vendedor de seguros. Nunca pensé que pudiera sentir tanto rencor hacia el tipo pelón que conocí por la mañana. A un lado 86


de la mamá de Rocío, se encontraban ocupando las butacas cuatro muchachos más o menos de la edad de Sigfrido, sosteniendo la manta blanca con la frase estampada en letras azules: Rocío Campeona Valores musicales. Selena, desde el principio, se había negado a ondear el banderín rojo y me dijo que lo dejó en casa para guardarlo como recuerdo. Me sentí ruborizado y el único banderín que quedaba lo hice rollo y lo metí en una bolsa de mi saco; al interior del teatro no vi a ninguno de nuestros parientes… pinches traidores. Luego hubo un reacomodo, de tal modo que Sigfrido se unió a aquellos jóvenes: tres muchachos, incluyendo a Sigfrido y dos muchachas con las mejillas pintadas con rayas de color verde, blanco y rojo para estar acordes a las fiestas septembrinas y, seguramente, también con la intención de festejar, como si de futbol se tratase, la supuesta victoria de Rocío. Un entusiasta bullicio reinaba al interior del teatro. Con rapidez, las butacas tapizadas con un tipo de paño rojo, fueron ocupadas prácticamente en su totalidad, aprecié que en la hilera delantera estaban desocupados tres asientos, los cuales se veían bien delimitados por una gruesa cinta adhesiva, en ésta pude leer bien claro aquellas letras separadas que decían: M I E M B R O S D E L J U R A D O. El maestro de ceremonias, un hombre con traje blanco, corbata rosa, piel sonrosada, barba de chivo y ojos de ratón hizo sonar su voz al micrófono diciendo: —Primera llamada, primera llamada. El bullicio disminuyó notablemente. Mi corazón latió en forma precipitada y dije en mi pensamiento: es ahora o nunca, Jacinto Miraflores apoya a tu nieta. Enseguida llegaron 87


los tres integrantes del jurado: primero se desplazó entre los asientos un hombre de baja estatura, cabello largo, lentes de mucha graduación; pensé que se trataba de un músico de prestigio y lo juzgué de erudito; luego le siguió una joven mujer de tez morena quien irradiaba una gran simpatía, llevaba una bolsa negra al hombro, también de lentes con una playera azul verde y pantalón blanco de tela suave; finalmente se aproximó un hombre alto y robusto, con el rostro moreno un poco picado y mirada maliciosa de zorro. Y, cuando el hombre corpulento se disponía a ocupar su lugar, Octavio se paró de manera precipitada de su butaca y, sin decir palabra, le rindió una rastrera caravana y torció sensualmente los labios como cualquier mujerzuela barata, sólo faltó que se los pintara de color carmesí. —Segunda llamada, segunda llamada —se escuchó de nuevo la voz abaritonada del maestro de ceremonias. Al escuchar la segunda llamada me sobresalté aún más; volví a evocar al abuelo Jacinto. No me recuperaba del sobresalto de la segunda llamada, cuando el maestro de ceremonias dio el aviso de la tercera. Se hizo un silencio absoluto, únicamente se escuchó el llanto de un niño, varios de los asistentes voltearon a ver a la madre con el niño en brazos. La madre —que bien pudiese tratarse no de ella, sino de la tía o la trabajadora doméstica— pronto se lo llevó a donde no diera lata. Sentí como si rugiera un cañón cuando el conductor dijo con voz emocionada: Iniciamos.

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El recital La introducción que hizo el conductor del evento no fue nada especial. Utilizó toda esa jerga de palabras de adulación y diplomacia que en tales acontecimientos suele utilizarse. Ensalzó hasta el cansancio a los organizadores y a los participantes del espectáculo y en general a todos los que habían tenido que ver con la realización del magno concurso. De una manera especial, al mencionar a los integrantes del jurado, hizo énfasis en sus respectivos currículums, el más extenso era el del hombre con lentes de excesiva graduación, quien había estudiado en no menos de cuatro países aparte de México. Después de terminar de hablar acerca de los miembros del jurado, el conductor hizo una arenga general: todos eran dignos de encomio, incluso quienes habían cargado el piano ya que el teatro, por alguna razón, no contaba con dicho instrumento para este tipo de espectáculos. Ya para cerrar 89


su parrafada elevó la voz casi llegando al grito para decir: Bienvenidos sean todos ustedes para presenciar el gran concurso de Valores Musicales. Tras sus palabras de bienvenida jaló con el dedo índice y pulgar de su mano derecha su barba de chivo como felicitándose a sí mismo. Luego, con voz misteriosa, enunció el nombre del primer participante, un niño de cinco años vestido de frac y moño negros, quien daba el aspecto de un simpático pingüino, éste, decía el conductor, pondría lo mejor de su parte para halagar al público tocando una melodía de su propia autoría. Después de ejecutar aquellas notas que no guardaban ningún orden en la línea melódica, sentí lástima por el pequeño y me pregunté: ¿Quién le habría compuesto aquella supuesta melodía que nadie pudo entender? De haberlo intentado él los resultados no hubiesen sido tan caóticos. Cualquier gato vagabundo, al poner sus patas sobre el teclado, lo hubiese hecho mejor. Lo compadecí más al recordar a don Jacinto Miraflores, quien tocaba en pañales la melodía de Estrellita, leyendo la partitura de cabeza cuando aún no frisaba los dos años de edad. De cualquier modo, el magnánimo público aplaudió con fuerza la interpretación del pequeño cuando terminó a los 25 segundos. —Corresponde ahora su turno —anunció el maestro de ceremonias— a un pequeño de tan sólo seis años de edad. Luego dijo su nombre y enunció el título de la melodía: Estrellita. Pasó el pequeño al proscenio saludando con gran simpatía al público. Antes de dirigirse al piano besó la palma de su mano para luego soplar y de esta manera enviar un 90


beso volador a los asistentes. Con esto se echó al público a la bolsa, un nutrido aplauso se hizo notar con mayúscula intensidad al interior del recinto. Por un momento, considerando su corta edad y su enorme simpatía, lo consideré un peligroso contrincante para Susana. Me tranquilicé cuando con un movimiento torpe de la mano izquierda se echó la tapa del piano sobre la derecha y abandonó el escenario pegando sendos alaridos de dolor. Después me recriminaría haber concebido tan negro sentimiento. Instantes después del accidente entre el público se escuchó, lo que sin lugar a dudas era, el grito aterrador de su madre: — ¡Mi hijo! ¡Pronto, un médico, un médico! Del lugar de donde había provenido aquel agudo grito —la tercera hilera del frente— llamó la atención la figura de una señora obesa de pelo rizado que se abría paso entre quienes a sus lados estaban sentados. El conductor pidió calma y lamentó con una gesticulación de intenso dolor el lamentable percance. También dijo: Deseo con toda mi alma que el pequeño artista se restablezca y pueda, en unos minutos más, participar. Con seguridad, enfatizó con optimismo, en unos momentos estará en condiciones de hacerlo. Después de la interrupción se reanudó la audición. Fueron pasando uno a uno los demás participantes. La calidad en las interpretaciones iba en aumento. El número catorce del programa lo ocupaba Rocío, y a mi hija Susana le había tocado el décimo quinto y último número. Antes de Rocío la Chiquirruca, una mujer de cuarenta y cinco años que vestía como de veinte, pasó al proscenio a interpretar su melodía. Su actuación fue limpia, no pude 91


objetarle nada, salvo su edad y el mínimo grado de dificultad de la pieza. El público aplaudió con entusiasmo. Yo consideré que aquella ovación querría decir en realidad: Haces bien en participar, la edad no es obstáculo alguno y vale la pena arriesgarse para demostrar que el paso del tiempo es tan sólo una ilusión. En el momento en que fue llamada Rocío al escenario, Sigfrido y sus amigos se pusieron de pie estirando la manta de Rocío campeona. Al mismo tiempo empezaron a corear: Ro-cí-o, Ro-cí-o, Ro-cí-o, y así hasta donde los límites de la prudencia lo permitieron. Rocío, antes de empezar su interpretación, sacudió dos veces su cabellera como si quisiera acomodarla, luego sacó de la bolsa de su pantalón un pañuelo azul y se limpió las manos, regresó el pañuelo a su lugar, inclinó la cabeza y empezó a tocar. En los primeros compases sólo un sordo pudo haber pasado por alto una nota falsa, a ésta le siguieron dos más que deformaron aún más la melodía. Dirigí, con discreción, mi mirada hacia Octavio y Anahí; estaban lívidos. Siguió tocando de una manera mecánica, sin dejar de sacudir su cabellera hasta finalizar. Los miembros del jurado, en la hilera de adelante, juntaron sus cabezas y fue que pude oír del hombre corpulento: — Detalles sin importancia. Al finalizar, sus amigos del público se volvieron a poner de pie para exhibir la manta y gritar a todo pulmón: Ro-cí-o, Ro-cí-o, Ro-cí-o. Uno de ellos hizo resonar una matraca que traía para tal propósito. —Nuestra siguiente participante —dijo el hombre de 92


traje blanco y barba de chivo— es Susana Miraflores. No pude dominar mi emoción, me paré de mi asiento, saqué mi pequeño banderín de la bolsa del saco, lo ondeé con entusiasmo y grité desaforado: ¡Viva Jacinto Miraflores! ¡Arriba Susana! ¡Bravooooo! Varios integrantes del público se olvidaron del hombre del traje blanco y dirigieron hacia mí sus curiosas miradas. Selena me jalaba del saco diciéndome: “Es suficiente, Eliseo”. Después de que dije lo que había de decir le hice caso y me senté.

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La salida Escuché mi nombre como en un sueño, lo percibí lejano. Mis compañeros me empujaron diciéndome: te toca. Por un momento concebí la idea de no pasar. Realmente me puse nerviosísima y sentí que la cara me hormigueaba. Me di fuerzas al pensar en mi papacito, en mi mamita y en el pobre abuelo Jacinto que no obstante ser un gran músico de la Revolución nunca pudo ganar ni un triste concurso de piano o de guitarra o de trompeta. Por mi mente desfilaron todos los acontecimientos previos a este decisivo momento. Tras bambalinas y a través de un hueco de la cortina había podido ver al traidor de Sigfrido aclamando a Rocío, también había visto a mi papacito sacudiendo con furia el banderín azul. Mi primera impresión hacia Sigfrido fue de resentimiento, pero por arte de magia dejé de guardarle rencor, también perdoné a Rocío y a Mozart. Algo había cambiado 95


en mi interior, sólo me interesaba que terminara todo de una vez por todas. Con pasos titubeantes me dirigí al centro del escenario, saludé al público con una caravana, después vi a mi papacito pararse de nueva cuenta de su butaca para ondear el banderín con la S de Susana. Se volvió a sentar o, más bien, mi mamita le ha de haber pedido que se sentara. Me esmeré en dirigir al público una mirada llena de alegría, no sé si lo logré. Volvieron a aplaudir y, por mi parte, hice una nueva reverencia. Disminuyeron los aplausos hasta extinguirse, entonces caminé hacia el piano, sentía mis piernas pesadas, parecían de plomo. Me senté al piano, mis pies empezaron a temblar, traté de evitarlo pero no pude. Intenté tocar pero mis manos no obedecían, estaban engarrotadas. Respiré profundo para darme valor y hacer otro intento pero fue inútil. Entonces con voz muy queda y concentrándome al máximo dije: ooommm; tampoco resultó. Mi mente se había quedado en blanco, no obstante, como un zombi pude ejecutar los primeros tres compases, pero de ahí no pasaba, de tal forma que hube de volver a tocarlos en más de cuatro ocasiones. No podía seguir con tanto sufrimiento, de manera resuelta me paré del banco del piano, me dirigí a donde estaba el maestro de ceremonias, le pedí el micrófono y empecé a hablar: Apreciable público, quiero pedirles la más sincera de las disculpas. No saben cuánto me hubiera gustado halagarles tocando el piano, pero no pude. No pude, estimable público, y para demostrarles que realmente deseo compartir con ustedes lo que he estudiado con dedicación quiero pedirles otra oportunidad. 96


En toda mi vida he visto y oído que a alguien se le aplauda con tanta entrega. Me sentí tan querida por parte de los asistentes, sentí una compasión tan grande que, en esos minutos mientras duró la ovación, valoré en toda su magnitud la misericordia del ser humano. Por supuesto pude ver a mi papacito que con lágrimas en los ojos ondeaba el banderín azul a la vez que gritaba: ¡Viva Jacinto Miraflores! ¡Susana, campeona Valores Musicales! Al caminar de nuevo hacia el piano las lágrimas empezaron a salir de mis ojos, me senté al piano. Seguí llorando a la vez que tocaba con fervor, todo iba bien, en mi ejecución no dejaba de evocar a la Luna, un Claro de Luna brillante y apacible, conmovedor y que incita a la meditación. Dejé de pensar en el magno astro, temí quedarme dormida y que aquellos hombres de la terrible pesadilla que sufrí en el jardín me persiguiesen. Y tanto me preocupaba lo que debía o no pensar que me distraje faltando los últimos compases. Dejé inconclusa la pieza, me paré de nueva cuenta para dirigirme al pódium, el conductor del evento, sin que yo se lo pidiera, puso en mis manos el micrófono, se lo agradecí con la mirada. Antes de empezar a hablar, dirigí una mirada lacónica a los melómanos. “No hay mucho qué hablar”, pronuncié esta frase con una voz quebrada por la emoción, luego agregué: Me esforcé, pero por desgracia las cosas, en ocasiones, no salen como uno las planea. Sin embargo estoy orgullosa de ustedes, de su comprensión y de la paciencia que me han brindado. Gracias, muchas gracias por su apoyo. Rocé con los dedos mis labios y mis manos se distanciaron de mi boca como dos palomas blancas que van al cielo 97


y, así, de manera semejante al pequeño que había sufrido el percance con la tapa del piano, mandé un beso al público. Regresé a los camerinos para reunirme con mis compañeros. La primera que me abrazó fue la Chiquirruca diciéndome palabras de aliento, que lo había hecho bien y que de haber concluido la ejecución, sin duda, sería una fuerte candidata a ganar el premio, además me felicitó por el aplomo con que hablé. También me abrazó Rocío con una risa burlona que no pudo o no quiso ocultar. Recibí abrazos de todos. Algunos los interpreté como francas muestras de simpatía y otros como si fueran para darme el pésame por la muerte de un familiar. Enseguida, el maestro de ceremonias anunció que el recital aún no concluía, pues el pequeño accidentado, a pesar de estar lesionado, quería participar. Pasó el chiquillo con una venda en la mano derecha y tocó su melodía. Finalizando su actuación el público aplaudió emocionado. Si de algo había de jactarme es de que fui la que más expectación causó y la que más aplausos cosechó del público. Concluida la participación de todos, el maestro de ceremonias anunció que pasaría al pódium uno de los integrantes del jurado para dar los resultados. Transcurridos algunos segundos, quien pasó a dar el veredicto fue la joven que irradiaba simpatía. Primero dio a conocer las menciones honoríficas, argumentando que para llegar a tal resolución se habían considerado algunos aspectos entre los cuales mencionó la actitud y la determinación para sobreponerse a ciertos factores adversos. En seguida pronunció el nombre del niño de la venda. Luego la joven del jurado también mencionó a Rocío y, para mi sorpresa, pronunció 98


luego mi nombre. Ni yo me la creía. Pasamos al frente entre el aplauso generalizado de los asistentes. El primer lugar se declaró desierto. En los días subsiguientes el tema siguió siendo el del recital. Agradecí en silencio que mi papacito no me reprochara no haber redimido la tradición musical de los Miraflores. Durante los primeros días me enteré que sí habían acudido algunos familiares, entre ellos algunos tíos por parte de mi papacito y mis tías por parte de mi mamita. Varios de ellos me felicitaron por haber hablado con tanta seguridad ante tanta gente. Tal vez por prudencia o misericordia nadie mencionó mis lágrimas ni los errores cometidos al interpretar el adagio. Al parecer mi papacito influyó en el abuelo y en Mozart para que hicieran las paces, pues a ocho días del recital tiene nuevos planes para mí, quiere que a la voz de ya me ponga a estudiar una conocida sonata de Mozart. Me he negado a ello y entre broma y en serio le dije que pusiera a estudiar a Lupe, la trabajadora doméstica. Le he dado a conocer mis nuevos planes: quiero estudiar teatro.

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El Recital Se terminó de imprimir en diciembre de 2014 en los talleres gráficos de Impresora Gospa ubicados en Jesús Romero Flores no.1063, colonia Oviedo Mota, C.P.58060 en Morelia, Michoacán, México. La edición consta de 1,000 ejemplares y estuvo al cuidado del Departamento de Literatura y fomento a la Lectura.



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