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Historias Mínimas
Textos: Susana Gómez Redondo Fotografías: José Antonio Díaz
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Texto: Susana Gómez Redondo Fotografía: José Antonio Díaz
1.
AUTOPISTAS DE SILENCIO EN EL PUEBLO, cerca y lejos de las noticias del parte y las televisiones digitales, me cruzo en las mañanas de buen tiempo (el invierno les asusta, no vaya a ser que un mal catarro los deje en cama varias semanas), con la sombra de los pobladores pródigos (esos que volvieron al cumplir los 65 con marcas nuevas bajo el ojo y la memoria). Reconozco desde lejos su plúmbea lentitud, el gesto ufano al mirar el cielo liso (sin protección posible), el perfil vencido de quien camina con el paso quedo y la cháchara pronta. Se demora la sequía, y mientras entre brumas y veras pienso que tendríamos que sacar el santo, nos enredamos (cardos y cellisca) en el ritual de siempre: el tiempo y la familia, el invierno que llega, la falta de agua en la fuente y el canal (ése por donde discurre sin un mal reguero el escaso uso del regadío subvencionado). Es así cómo pasa la vida desde este veril de cereal y matojo (rodeados como estamos de silencios y banda ancha rural), así como se espía el mundo en los rincones yermos, las soledades y el TDT. Y una vez más (lo sé) me hablará del frío, del hielo y la pensión, del achaque de siempre (o tal vez uno nuevo engordando el sumando de las dolencias), de la jubilación que le trajo el regreso (a él, que tenía aires de labrador y tuvo que hacerse camionero en el País Vasco). Era la época de las decauves y la tele en blanco y negro, el tiempo de la migración de los colonos domésticos, el dorado del garbanzo. Le escucho rápido (al cabo siempre nos encontramos enfermos de tiempo o de destiempo), me deslizo como puedo por la salida de una emergencia: en la mesa me esperan otros secretos, las redes de los pobladores nuevos, el cielo que nos brinda Iberbanda y sus milagros. Y allí, esperando en la promesa de hotmail, aguardando en el adjunto oculto, Josean me envía su imagen. La abro, la exploro. Me conquista. Casi me dan ganas de volver. Preguntarle cómo era antes de que todos (casi) se fueran. …Eso fue mucho antes de que llegáramos nosotros. Afuera, la luz dibuja (baldíamente) su mapamundi cotidiano. Con sus paréntesis a cuestas, el texto y la vida atraviesan como pueden las redes. Una fotografía circula por las autopistas del silencio. #
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Texto: Susana Gómez Redondo Fotografía: José Antonio Díaz
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2.
AL SOL, ASÍ EN LOS LUNES COMO EN LOS MARTES
MAR AL FONDO. O mejor un trigal. Y un lunes al sol. O quizá un martes. Viernes de cuaresma o jueves de carnaval sin ruido… Otro día, en fin, para (no) laborar frente al pegujal con vocación oceánica o latifundista. Domingos desorientados (con esto de no ir a misa ya apenas oímos, aunque toquen, las campanas) y para qué cambiarse el traje de faena. Y para que ponérselo… Pero remanguémonos, a pesar de todo. Y vigilemos. Concentración (esta vez parcelaria) con hombre mirando al horizonte. Hay columnas de cieno como las de la aurora neoyorquina (de Lorca) y un poema para los empleados castellanos (y los que no). Labradores y obreros sin vocación de mirada en infinito. Pero ojos (y tiempos) obligan. Que no quiero escribirla (hoy salí lorquiana). La vaca del Viejo Mundo tiene la palabra. Y el labrador, el obrero, el tendero y el político. Todos la repiten como si de catarsis, exorcismo o simplemente hastío, se tratara. ¿Quién dijo miedo? ¿Y quién nos cambió aquella recesión por estas otras dos sílabas? El miedo vende tijeras. Y yo me la llevé a la boca pensando que… Pero tenía desamor. Mas hagamos líneas con tendencia al infinito. La poesía es un arma cargada de futuro. La red también. Y ella nos lleva a Copenhague para hablar de sirenas. El hombre remangado convertido en símbolo de ciudades nórdicas y esa otra Europa menos vieja, menos bovina... ¿Quién dijo tijera? ¿Quién arado? ¿Quién tierra? ¿Quién pueblo? La escultura de Eriksen (otra vez que tuve que tirar de wikipedia), la sirenita y su anhelo (también en infinito). Solo intento comparaciones más amables (ya puedo ver el escepticismo en algunos ojos). Intersección de dos mundos. Mar, tierra… y servicios sociales bien subvencionados. Y nosotros en el hombre. Nosotros junto al hombre. Nosotros en el fondo y los pegujales. En el océano de los lunes al sol. Pero remanguémonos, a pesar de todo. Ya lo dijo Lorca (era otro tiempo, pero qué poco hemos cambiado): es hora de “dejar el ramo de azucenas y meterse en el fango hasta la cintura para ayudar a los que buscan las azucenas”. Así que sigamos remangándonos, sea lunes o no. Porque el sol sigue siendo nuestro. #
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Texto: Susana Gómez Redondo Fotografía: José Antonio Díaz
3.
CONTRA LAS CUERDAS
SERÁ PORQUE el piano descansa como un retrato antiguo que me acuerdo del salón y el ángulo oscuro, de la lira de Bécquer durmiendo como pájaro en rama, de ese tiempo detenido como la última nota de un concierto náufrago o un hombre contra la pared o las cuerdas. Será por eso, o porque apenas hay viento en la imagen, o porque el día y las cosas están como plomizas, o vaya usted a saber por qué y por dónde nos nacen y se nos cuelan las reflexiones, los adagios y los fantasmas… que me pongo a pensar acerca de la fragilidad del tiempo sobre el espacio, de la supervivencia de los objetos por encima de la fugacidad que nos habita, de esta superposición de seres y vidas e historias sobre sillas, mesas y paredes que al fin somos. Y cómo no desembocar desde ahí en la desazonadora (in)quietud que nos reverbera en el vientre cuando menos lo esperamos. Cómo no poner de fondo el tic tac sobrevolándolo todo, esa suerte de inexorabilidad a la que el cine sumó sonido de reloj (de péndulo, a poder ser), reiterada reiteración (doble eco) de serenata en larguissimo. El diapasón como minutero, el tempo de silencios (como si la fotografía ya los llevara implícitos entre sus pliegues digitales) el ritmo a dos tiempos del se-nos/va. Será, digo, porque las teclas (blancanegrablancanegrablancanegra, tic tac, tic tac, 0 y 1 o cuadratura digital de sistemas binarios y en red)… serán las teclas, digo, del instrumento que espera (la mano de nieve, apuntará Gustavo Adolfo) las que hacen más denso el silencio, su espeso resplandor de sonata mezclada con humo de cigarro puro, definitivo como una tarde de hotel cinematográfico o casino o balneario o juego de cartas con anís y olor a violetas en el aire. Será por eso, o porque hay tendencia a la melancolía en las imágenes en sepia, en las teclas de los pianos, en la languidez de algunos pentagramas en clave de nostalgia, en las letras sobre el papel y sus grafías de insecto extravagante, en el respaldo (también binario) de las sillas y los mármoles, en una y sus cosas, en sus cosas y una... Cara o cruz, blanco o negro, fichas de dominó y tic tac, piano con y contra la pared. Y claves en sol o en lunas, nocturno y serenata. Y Bécquer y el cine. Y Kubrick y la lira. Y el celuloide y la celulosa. Y un pentagrama (red y punto). Un son o un .es. Y el t(i)empo (ritardado, pianissimo) contra las cuerdas. #
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Texto: Susana Gómez Redondo Fotografía: José Antonio Díaz
4.
(Y LA CABEZA A PÁJAROS) ¿CÓMO NO ofrecerle las manos, los hombros, el cuerpo todo, a este pedazo de aire que cada nueva migración cierne paréntesis (de vida y uves) sobre nuestras cabezas y nos procura tesoros (promesas) nuevos? ¿Cómo no agradecerle al cielo la ilusión de que aún es posible construir imágenes (imaginadas, sí), paisajes de geografías lejanas, misterios sin desvelo que nos permitan (aún) viajes a ojos cerrados? ¿Cómo no seguir intentando dibujar rutas de maravilla (y seda) a pesar de los aviones, a pesar de las telecomunicaciones y las tres uves (dobles). A pesar de todo? Y volver la cabeza hacia el paréntesis (celeste), paladear hasta lo desconocido la palabra ignoto, la idea antigua (libros y maravillas) del vuelo con o sin
retorno, el pasaje sin boleto y sin gepeese, el Marco sin glosario, el Polo sin índice, la exploración de mundos (otros) no consumados ni consumibles. Y pensar (no importa si lo inventamos o nos engañamos) que es posible un itinerario propio, ser autores de nuestros guiones, trazarlos sin que una mala o buena guía se empeñe en destriparnos los secretos (a santo de qué, tanto afán por masticarnos el descubrimiento, como si la cartografía y la vida hubieran de permanecer por fuerza vueltas panza arriba en la mesa de la operación turística). ¿Cómo no irse, en fin, tras ellos, rogar con la mirada puesta en sus alas de constelación de cruz (la del norte o la del sur, tanto da, pues desconocen el prejuicio de lo cardinal y lo político), la nariz
vuelta al viento, el sueño detenido y montado sobre sus alas de grandes aves migratorias? Y preguntarse: ¿qué verán los cormoranes con sus ojos aéreos, con su envidiable mirada (de pájaro) que nos está vedada (pues lo más que podemos vislumbrar son los mares de nubes desde la ventanilla de los aviones o, pobre sustituto, el veril de los aeropuertos y sus luces de mecano acercándose en el aterrizaje (paréntesis sin tiempo ni espacio) de la air line de turno)? ¿Cómo no envidiarle a las aves sus dúctiles uves, sus alas de nómadas, el misterio de sus migraciones y los polos (también los marcos) magnéticos que las despiertan cada año, la promesa de mapas e islas y atalayas y nubes y misterios, la llegada a texturas y epidermis (te-
rrestres) sobre las que no habrán de posarse nuestros ojos, por mucho que nos estiremos, por mucho que adelgacemos la pupila hasta hacerla electrónicamente felina, por mucho que fantaseemos con la vista de águila que nos procura el google earth? Seguiremos soñando con ser cormoranes o grullas o ánades (reales o no), aves migrantes que se alejan y (nos) dejan la tierra, plantados como raíces. Y mientras nos consuela un ¿a-santo-de-qué-cambiar-de-señas? continuaremos espiando el mundo desde abajo, mimetizados con los cardos y sus puntiagudas estrellas de tierra, entre la hierba y las vergazas, sobre los charcos, la escarcha y la amapola: los pies en el suelo (y la cabeza a pájaros). #
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Texto: Susana Gómez Redondo Fotografía: José Antonio Díaz
5.
BESO EN EL CONGRESO ¿ME BESAS? Me besas. Bésame en los labios y frente al Congreso. Bésame bajo la mirada nocturna de los leones y la luz mórbida de las farolas. ¿Te beso? Te beso. Hace frío esta noche en la acera y las cosas. Acércate más. Prosigue el viaje que has iniciado. Te beso sin exclusas. ¿Me besas sin excusas? El mapa de los rostros se despliega mejor a brevísima distancia. ¿Me besas? Te beso. Averigüemos la topografía de nuestros poros. No hay mejor promesa que la de explorar al otro. No hay mayor aventura que un descubrimiento a flor (de piel). Me besas y te beso. Hoy no entiendo otra cartogra-
fía que la epidermis. La sutil membrana de una boca entreabriéndose. Piel transparente o mejor translúcida. Piel vitrina o piel relieve. Alas de mariposa o crisálida. Bocas como tela (de araña). Labios que secuestran. ¿Te beso? Me besas. Hagámoslo despacio. Utilicemos el tiempo como una rebelión. El beso como una resistencia. Hubo un día en que nos golpearon (no sé si a ti y a mí, pero estábamos todos). Descargaron sus porras sobre nuestros cuerpos. Nuestra piel amoratada. Nuestro cuerpo dolorido. Y el hueso y el músculo y la sangre y la rabia. Fue en esta misma acera. El mismo escenario pero con luz menos cinematográfica. Luz día para los vio-
lentos y los violentados. Alevosía a favor de los cobardes. Y leyes contra nosotros, que solo queríamos decir. Me besas y te beso. Llenaron nuestra piel de rozaduras. Nos abrieron los poros bajo su violencia con ruido. Querían prendernos miedo y grito en la garganta. Así que bésame con y sin contienda. Bésame en silencio. Como una caricia. Como una protesta. Como un regalo y una rebelión. Dame un beso callado aquí, frente al Congreso. Y cambiemos a Munch por Klimt.
El grito por el beso. El golpe por el be(r)so. Porque podrán llenarnos la piel de moratones, pero nunca podrán hacernos sentir esto. Y golpearán nuestro cuerpo pero no tendrán las alas, ni las crisálidas ni los besos. Así que besémonos y derrotémoslos. Porque esta será (siempre) nuestra victoria. #
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Texto: Susana Gómez Redondo Fotografía: José Antonio Díaz
6.
TUERTAS Y REINAS EL ESCAPARATE era un país de ciegos… Que nadie piense que yo era feliz allí, en el escaparate digo, muda y sorda y más sola que la luna, invidente e (in)visible tras el cristal (ojo-luna) manchado por los dedos de los niños, el rastro del vaho que deja la visita y el mirón. Intuía el cielo y las fachadas reflejándose entre los visillos, balcones y jirones de nube sobre mis hombros desnudos (ay de mi inútil belleza, tan tersa y bronceada como el mejor de los plásticos) y un alumbramiento en el escote y una luz cambiante sobre mi rostro de muñeca bien vestida. El tul guardaba mi gesto, lo preservaba idéntico, perfectamente medido, tan ajustado que bien podría ser olvidado y hasta borrado, pues no era el arrebol-de-nuestras-mejillas lo que importaba, ni los dientes-de-perla, ni los ojos-de-azabache o de azul-ultramar, ni las orejas-diminutas-como-caracolas o las cabelleras-doradas-comoel-sol-de-agosto. Todo era eclipsado por el relumbrón del
vestido blanco (tan bonito), por las sedas y los oros y el humo de los altares, por nuestra imagen de vírgenes purísimas bajo el velo nupcial y sin danza que dedicarle a nuestros pies faltos de zapatos y uñas que cortar. Ningún rostro que desviar la atención. Ninguna mirada. Ninguna palabra. A qué santo, digo, poner cabeza al asunto… Nos quedaba, eso sí, imaginar el vals enredado en el borde de la enagua, la música como un presagio lejano, un anhelo que se derrama en pentagramas de azar y azahares, una intuición tan solo, pues somos sordas de nacimiento y desconocemos la armonía de las notas y las claves, la magia de las esferas (ay la luna, de miel o de cristales). Y nosotras sin poder movernos de aquí, pegadas al suelo de fieltro sin un mal pedazo de tarta que llevarnos a la boca inexistente: no peligran nuestras caderas recién adelgazadas (el traje nos sienta tan bien…). A qué labios, digo, acercarnos el beso, a qué manos la alianza, a qué
ojos las fotografías o el arroz fecundo y la abundancia futura, el video del día más feliz (¿te acuerdas, cielo, de mi recogido sin cabeza?). Cómo pronunciar el sí de las mujeres o las niñas, si somos mudas y sordas y más solas que la luna. Cómo hacérselo entender a ellas, las otras, las que se pasean o se detienen sobre sus piernas envidiables, las que nos escrutan con sus ojos que no disimulan, como si nosotras (pobres novias sin cabeza y sin abrazo; tristes doncellas sin gesto; muchachas sirena sin voz y sin arras y sin alma y sin medias y sin liga), como si nosotras, digo, no sintiéramos ni padeciéramos ni deseáramos un balcón con visillos tras esta luna de vidrio transparente que nos exhibe y encarcela. Dicen que solo servimos para perder la cabeza y vestir de blanco, que nos puede el deseo de escuchar el sonido de la gasa al rozar la alfombra, la luz del flash, el ramo que tiramos con la esperanza de que nunca caiga y que así se detenga el tiempo, para
hacer eterno este sábado de limusinas y coche antiguo, esta mañana de amigas con vestido de noche, la tarde de asado y cubiertos, la madrugada de cava, habitación de cortesía y baile nupcial. Que nadie crea, repito, que somos felices en este escaparate de ciegas, en esta luna de hieles en la que estamos más solas que las unas (ay, de las otras); alzadas sobre la acera por un azaroso azar (sin hache) desde donde reconocer, sin ver, el mundo y sus cosas… Dicen que las novias sin cabeza perdimos el norte. Tal vez algún día ganemos el sur y viajemos a la cara oculta de esta luna-escaparate. Tal vez nosotras, digo, maniquíes sin alma, muñecas sin muñeca, perfiles de piel tersa y con vestido (tan bonito) nos arremanguemos una mañana la enagua, dejemos de ser la trampa y el cartón y abandonemos esta luna. Y con las piernas y los brazos que no nos conocéis nos quitaremos los velos y, tuertas, reinas o como sea… nos veréis al fin. #
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Texto: Susana Gómez Redondo Fotografía: José Antonio Díaz
7.
¿DAMAS O AJEDREZ?
¿TENDRÁ sed el agua y por eso parece mirar desde el fondo con ojos de querer (regresar) a la orilla? ¿Tendrá sed de escrutar la tierra, de acariciarla o arañarla o lamerla, de llevársela lejos, mar adentro, para confundirla y borrarla y hacerse una, horizonte profundo y sin límites, confín sin frontera, lejanía sin roca ni camino ni aristas? ¿Tendrá sed la sal, el coral y sus voces, el paisaje lleno de espuma y vacío de la tarde norteña? ¿Tendrá sed el mar? Y en el invierno silente, ¿tendrá sed la playa del verano y sus cosas? Y en la mansedumbre de este instante callado ¿tendrán anhelos los días breves sin un alma, las noches largas sin un cuerpo, la mesa sin comensal ni jugador que decir: ¿otra partidita? La revancha y nos vamos…? ¿Tendrá el mar deseos de caracolas y de huellas en la arena, nostalgia de sombrillas, ansia de toallas y agudas voces, de sombras que se alargan al caer la tarde? ¿Tendrá sed el agua? Y en esta sed y esta tarde ¿tendrá la imagen líquida piedad de nosotros, los mirones sin agua, los paseantes sin pasos, los jugadores sin ficha al otro lado de la fotografía, voyeurs desde la pantalla-orilla sin viento, ni olor, ni luces-que-cambian, ni olas-que-cantan? ¿Tendrá sed el agua retratada? Y en la quietud de este otro lado ¿Albergaremos nosotros el valor para seguir mirándola de frente si sobreviene la tormenta, si de pronto cobra vida el fotograma y sube la marea y un aroma irreprimible a sal y a corales se impone, y hay una embestida en la computadora y arrecia la tormenta, en la red un canto de sirenas, fuerte marejada en el enlace, viento que barre arrastrando el antivirus? Invitación al vértigo, mensajes que convocan al abismo: mirar y nadar hasta el punto exacto en el que el mar ya no es mar sino cielo (y al revés), desplazarse a esa coordenada donde la luz se hace lejana como el fin de la tierra y ya no hay agua ni aire, solo una línea confusa donde todo parece ser lo mismo, una hermosa desorientación en la imagen que se mueve, en el ordenador que se hace puerta y nos llama: entra, juega: ¿Damas o ajedrez? ¿Nadar o guardar la ropa? Sigue mirando… #
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Texto: Susana Gómez Redondo Fotografía: José Antonio Díaz
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8.
ABRO MUCHO LOS OJOS. Lo suelo hacer en ese preciso instante que antecede a cerrarlos. Máxima apertura del iris (diafragma, pupila) antes de entrar en esa, mi más íntima oscuridad... En los párpados, otro parpadeo (éste de ángeles o de cartel de neón). Imaginario cinematográfico o bíblico, me pregunto. Me quedo con el primero (creo). El nombre de la ciudad no me remite a la geografía sino a la filmografía. Desde el cuarto del motel asoma el escenario (mítico. Urbano): Los Ángeles habitan paraísos de celuloide. ¿Policiaco, ciencia ficción, asesinato, romance...? Vuelvo a elegir la opción primera: el género... negro claro. En el intermedio corrijo y escribo: “negro, claro” (ya lo dicen los lingüistas y los tipógrafos: una coma puede cambiarlo todo). Le quito el color en ése, mi menú más íntimo... Convierto la imagen en fotograma.
Imaginarios Blanco y negro, claro. Ábrete. Muévete... digo y entro. Travelling estilo Welles. Cine clásico (claro otra vez). La cámara ahora en plano subjetivo. Tras la ventana, la ciudad parpadea sobre mis párpados. (Qué dirán las luces con sus lenguas en código morse). Yo pido perdón por tanta reiteración, tanta intermitencia (me mata la óptica, el objetivo, el ojo, la persistencia retiniana, la sintaxis, el imaginario). Abro mucho los ojos. Duermen los ángeles en la habitación (cerrada como mis párpados) de una pensión de buena muerte. Pasen y vean (ya se me coló el -otro- imaginario). Tienen las alas plegadas. El sueño de los justos (ajustados antiguos desvaídos) colores. Los Ángeles. Las Camas. Y la nostalgia del paraíso. ¿Pensión o motel? El tiempo se repliega frente a la estación del ave. ¿Las alas? Cierro mucho los ojos. #
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Texto: Susana Gómez Redondo Fotografía: José Antonio Díaz
9.
SOL Y SOMBRA EL PERRO la delata. Existe o no. Luces, sombras. Copio, pego. Campo de Criptana. Luz de Otoño. Blanco o negro. Un sí o un no. Imposible un tal vez. Inadmisible un quizás. Jamás un puede. El llano y sus llamas se agigantan (inmisericordes) bajo el cielo sin amparo. Crudas están las luces y sus máculas. Cómo interrogar grises en el espejo en negativo, las sombras como metáfora, las siluetas de lo inverso y lo rotundo. A fuego rápido no se cocinan bien los matices. Pero no siempre son necesarios: el espectro de hoy no quiere grises.
Un fulgor embiste y el ojo del fotógrafo entra al ruedo de la tarde. Cal, cemento y un recuerdo de sangre y arena contra el paredón níveo. Sol y sombra. Matar o a morir. Morir o matar. Viejas, jóvenes. Siempre. Nunca. Blanco. Negro. Envida el ojo y es todo o nada. Órdago de luces y de sombras en la tarde luminiscente. Una apuesta de siluetas como de tinta espesa sobre la pared blanquísima. La oscuridad es densa como nata (inversa). El ojo detecta la ausencia de grises y el fotógrafo olvida por un instante los conos de su retina. Los reduce hasta anularlos en
la tarde fosforescente. Me pregunto si es el cerebro el que lo dicta o es el ojo-visor quien ordena y decide. Diafragma. Foco. Fogonazo. Las células receptoras se inmolan en la tarde sin colores. Sacrificados los conos, toda pigmentación es aniquilada. El fotógrafo fuerza aún más la dureza de la luz, la persigue, la busca. Morir o matar los grises. Implacables los bastones, contundente su iris, el ojo y el visor lanzan su órdago a la tarde. Un disparo y un homicidio cromático. Un asesinato de grises. Un atentado de matices. Más tarde en-
viará un correo. Su imagen sin color junto a un breve mensaje: “El perro la delata. Existe. O no. Luces, sombras. Copio, pego. Campo de Criptana. Tarde de Otoño, luz de Otoño, blanco o negro. Te gusta o te disgusta. Un beso”. Yo nunca lo diré mejor. Todo o nada. Letras sobre fondo blanco. Escribo sobre el papel blanquísimo. Copio y pego. No siempre son necesarios los matices. Blanco. Negro. Sol y sombra. Campos de Castilla en la tarde de verano. Fotografía con luz de otoño. Rotundamente me gusta. Un beso. #
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Texto: Susana Gómez Redondo Fotografía: José Antonio Díaz
10.
ROMANCE DEL CIERVO EL CIERVO la mira sin pestañear con sus grandes ojos de infancia, las pupilas espías, casi policiales, de un tiempo de siestas a persiana bajada, veranos largos, pantalones cortos, postillas eternas. Farolillos de fiesta para hacer verbena con el tocadiscos de los del segundo derecha. Geranios en las ventanas, sillas a la puerta, restos de aceite con azúcar en la comisura de los labios. El barrio aún estaba sin asfaltar ¿Orien o Ladrones y ministros? Churro, media manga, mangotero. Tres navíos en el mar. El ciervo la mira mira. ¿Qué será? Y otros tres en busca van. El ciervo la está mirando. En la tibia penumbra del cuarto de estar (había que hacer la digestión antes de bajar al río) el rostro de un animal soberbio y solitario la aguarda imperturbable en el tapiz. Dice y no dice. Mira y no mira. Acaricia y todo lo contrario. Ella no sabe cómo se puede ser todo a la vez. Cómo resumir el tapiz que trajo el tío de Canarias para presidir el comedor (pequeño, obrero, siempre limpísi-
mo) en el que la niña juega a ser mirada mientras se agazapa tras el sofá de skai. Quiere escapar (y no), desprenderse y no, corretear y quedarse quieta, perderse y no entre veras y brumas y recuerdos. La niña-crisálida está divertida y asustada, incierta aún bajo los ojos de las inquietudes híbridas. En las pupilas de animal solitario vislumbra el reflejo vítreo de las emociones sin definir, la sensación acuosa del tiempo, la vigilancia de unos ojos que, más que ser ojos porque la ven, son ojos porque los ve. Es así cómo va adivinando la inquietud de las aristas, la incertidumbre de lo inclasificable, la extrañeza de un mundo que irá alejándose de lo confortable de las lineas divisorias, para abandonar la segura planicie que dan las fronteras ilusoriamente empeñadas en delimitar lo bueno y lo malo. Es así cómo le va naciendo en el pecho una intuición mamífera: la vida como una promesa de vértigos de centauro, la vida entre las luces y las som-
bras, la vida hermosa y difícil como la mirada animal de unos ojos que se han adueñado del cuarto de estar y el sofá de skai. El ciervo le vigila la siesta que no duerme, como si estuviera allí solo para mirarla, para escrutar cada movimiento y hablarle de un mundo sin huidas, para contarle que ya es hora de abandonar el amparo de las fronteras y las líneas sin aristas. Y ella abre fuego y quiere (y no) escapar, huir y no de esa piel tibia de tapiz demasiado grande para el cuarto pequeño, esconderse y no de los vértigos y las tentaciones, comer del árbol, ser expulsada de los paraíso llanos y sin matices. La niña no sabe que, años después, un tapiz parecido, extrañamente descontextualizado, más absurdo aún bajo el emparrado andaluz de otra historia mínima, le devolverá aquel destello de las intuiciones, el trance iniciático de las inquietudes vislumbradas en unos ojos, los tímidos interrogantes esbozados por aquellas pupilas
que, sin ella saberlo aún, no eran sino la antesala de más filos y más miradas, hermosas, duras, difíciles de definir. Los ojos que dan miedo y atrapan a la vez, las pieles de las que una quiere huir y no, las desazones y las tentaciones, la vida y sus vértigos. Mientras le sonríe a los ojos de ese otro ciervo, la mujer escucha la historia de la fotografía, el viaje a Jaén, la sorpresa y la cámara, el gitano pidiendo los doscientos euros que el artista dice que cuesta. ¿Tu sofá era de cuero o de skai?, pregunta el fotógrafo. De skai, le dice, mientras piensa que en aquel tiempo no era sofá sino tresillo. Y desde su crisálida se le ocurre, o más bien recuerda, que aquella palabra antigua de asiento modesto en el que la piel se quedaba pegada en las siestas de verano, suena como un cielo inglés. Y desde su tresillo de cielo, ella vuelve a esconderse y no de esos ojos que traen de regreso, sin pestañear, las pupilas espías de la infancia. El ciervo la mira mira. El ciervo la está mirando. #
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Texto: Susana Gómez Redondo Fotografía: José Antonio Díaz
11.
FIN DE TEMPORADA COMO LAGARTIJA al sol, la imagen toma cuerpo en una hilera de fin de temporada. La plástica de los maniquíes (blancos y sin extremos) se cuela entre los párpados, mientras los ojos rebuscan la oferta como quien traspasa un umbral de descuentos: ¿porcentaje de grasa corporal? ¿operación bikini? ¿un bañador barato que nos engañe el bolsillo y la figura?... Puede que la crisis tenga su lado luminiscente. La dieta del ahorro y el fin de mes es menos sofisticada, pero va aguantando la caída libre de los mercadillos. A los feriantes se les nota el curso
de escaparatismo en los zapatos delicadamente cruzados, el diseño de la mercancía sobre las mesas bien colocadas, la percha y la prenda de marca destacando sobre el mostrador alineado. Casi se acabó el montón, María, ahora aquí nos organizamos como en las tiendas y puedes ver lo que traigo esta semana como quien va a unos grandes almacenes del mejor centro comercial. Algo había que hacer, si vamos gritando menos aquello de “estoy que lo tiro”, “que se está acabando, señora” “un poco más y lo regalo”, “dos por uno, dos por uno, vamos que nos vamos”...
Y qué me dices de este género sobre la piel de los maniquíes en hilera, de las ofertas que toman cuerpo con la contundencia del plástico más blanco, de un fin de temporada sobre homogéneas siluetas (como la moda manda) sin rostro y sin extremos... La ropa interior no se descambia y solo trabajamos con género de primera. Ya verás como no te destiñe. Que te lo digo yo. En agua fría. Y qué tipo que te va a hacer. Ya quisiera yo. No vayas a quejarte... Toma una bolsa, mujer, que eso no cuesta. ¿La Bolsa con mayúscula? Vaya usté a saber cómo funcio-
na guol strit. ¡Total, para lo que nos va a servir! Siempre ganan los de siempre. María-llévateotro-par-mujer. Por ese precio. Mira que no lo vas a encontrar más barato. Como decía el del anuncio: Busca, compara y si encuentras algo mejor... Te devolvemos el dinero. Que sí mujer. ¿La piel? ¿La Bolsa? Ellos no distinguen. Plástico y maniquíes no más. Sin extremos. No vaya a ser que nos nazcan caras y brazos y piernas. ¿Y qué vamos a hacer con eso, si en la Bolsa no existe la epidermis? Créeme María, estamos que lo tiramos. #
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Texto: Susana Gómez Redondo Fotografía: José Antonio Díaz
12.
TU HIJA, QUE TE QUIERE
AL OTRO lado de la mesa, pertrechado detrás de la habitual taza de café solo, el fotógrafo carraspea y desvía, casi imperceptiblemente, la mirada. Ella piensa en la timidez de aquellos que no lo suelen parecer, y sonríe para sus adentros bendiciendo los temblores que la edad nos conserva. Sabe que sobreviene uno de esos momentos en los que el fotógrafo empleará la delicadeza de las cosas que sabe importantes, por eso se prepara para disfrutar de un lujo cocido a fuego lento (hace tiempo que el tiempo les regaló amistades además de proyectos). Va hacer un año de historias mínimas, se decide... He pensado que... esta vez... la foto sea la tuya... Ella abre los ojos ¿La tengo que hacer yo? dice con un rastro de vértigo en la voz. No, tu foto, tu retrato (y ella aún no sabe si aliviarse o ponerse más nerviosa). Una de las que te hice en tu casa... ¿Sabes? Esa sesión le hubiera gustado a tu padre, elige una y cuéntale cómo van aquí las cosas... No sé, dime si quieres, dime si puedes... ¿es una historia mínima, no crees? A este lado de la mesa, tras el vaso de zumo bebido con la avidez acostumbrada, ella cierra, casi imperceptiblemente, los ojos. Quizá el fotógrafo sonría para sus adentros bendiciendo los temblores que la edad nos conserva. No desvía la vista ante las pupilas húmedas de ella (sabe que no es necesario), así que se prepara para disfrutar de un lujo cocido a fuego lento. Ella respira hondo. Calla un instante. Se decide: vale... Lo intento... Va a ser difícil ¿sabes, no? Pero lo intento... Gracias, Josean. Muchas gracias... Y ambos saben que lo dice de verdad.
eA este lado de la mesa, con un temblor en los dedos y un abismo en la boca del estómago, ella se yergue en la silla (le gusta escribir en la cocina) frente al otoño reciente. Casi imperceptiblemente, desvía la mirada hacia la pared que sirvió de fondo a las fotografías. Allí donde esté tu padre, le había dicho, seguro que hay internet ¿no? Respira hondo. Se detiene un instante. No sabe si sonreír o echarse a llorar, así que se decide por hacer las dos cosas a la vez (para eso se le han venido ambas a la boca y los párpados). Me encan-
taría escribir una de esas cartas antiguas que acaban con aquello de “tu hija, que te quiere”, piensa. O tal vez una dedicatoria en la parte de atrás de la foto: “Siempre tuya”... Terrones oscuros y un cielo de nimbos se extienden frente a la ventana. Te gustaría esta casa, dice en alto, y dos sílabas infantiles se le vienen a los labios y las nostalgias.
eSabe que padre es más literario, pero ella siempre lo llamó papá, así que paladea la palabra y juega a repetirla y borrarla en la pantalla. Por aquí todo bien. Se te echa de menos... las cuatro, pero sobre todo ella, ya sabes... Aunque ya la conoces, a sus más de setenta sigue siendo mucho más fuerte de lo que parece... Los nietos bien, creciendo... preguntan por ti... Yo ya pude poner tu fotografía en la repisa (me costó, no creas) para que no se le olvide tu risa. ¿Sabes? a veces me despierto en un sueño donde apareces muy joven, los dientes muy blancos. ¿La crisis? Sí claro, también fuerte. Han aprendido bien las técnicas del miedo. El otro día leí que son las mismas que se emplean en las torturas blandas. Sí, una suerte de amenaza perpetua atenazándonos para que nos quedemos tan quietos como insectos que se hacen los muertos. Que sí, ya sé, que ya lo decías tú... las vacas flacas. Yo me las imaginaba con la piel pegada a los huesos mientras trataban de pastar sobre un prado yermo y triste. No, aquí ya no hay vacas. Así no las vemos... Doy gracias a la cuota láctea y otros misterios europeos: gracias a su intercesión no vemos estampa tan tercermundista... ¿Derechos laborales? Qué te voy a decir … ¿sanidad, educación, esperanza?... mejor te cuento otras cosas... Mañana haremos tomate frito. No, menos kilos... la vena exagerada apenas la heredé yo... Con cebolla, sal, azúcar y el tacto de tus manos grandes sobre la manivela de la trituradora. Sigue, por favor. Me gusta mucho escuchar cuando te ríes. ¿Esta carta? La maquetará Lola. Sí, es una historia mínima... La nuestra... Porque para eso hemos cumplido un año... ¿La de la foto? Pues quién va a ser... Tu hija, que te quiere. #
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Texto: Susana Gómez Redondo Fotografía: José Antonio Díaz
13.
CINE SON FUE EN ESE CINE ¿te acuerdas? James Dean no tiraba piedras y yo ni siquiera recuerdo qué número de la saga estrenaban, pero todavía puedo oler tu aroma de domingo en la sala de butacas aterciopeladas y cortinajes a juego. Las linternas de los acomodadores dibujaban filigranas lentas y yo contenía la respiración, más por el secuestro de mi pulso que por el de aquella princesa espacial con imagen de diosa griega y rímel de largometraje. Más expectante que espectadora, la veía mover sus labios de celuloide (los míos, de papel) sin oírla, los ojos muy abiertos en la tarde de invierno y disimulo, toda oídos al eco de tu cuerpo en la batalla (timidez y deseo) en la que nos peleábamos sin banderas pero en el mismo bando. Cómo olvidarme de tus dedos
rozándome la muñeca como por descuido, el espacio en negro entre cada fotograma al cerrar los párpados (detener el vértigo, encadenado en abismo, detalle de epidermis, plano y contraplano), el vendaval en la boca del estómago (nunca como entonces aquel travelling abriéndome en canal)... Ya sé que lo cerraron (el cine, digo), no quiero jugar a adivinar lo que pusieron en su lugar (el tópico capitalista me aguaría el recuerdo y la nostalgia), solo contar que volvíamos a casa riendo entre sonidos guturales de naves espaciales y guerras galácticas, la boca llena de aquella banda sonora que aprendimos a maltocar en la flauta (a ver si así no se nos notaban las ganas de los otros labios), tus manos hidrófugas entrelazándose a cámara lenta (congelar la
imagen, pasarnos la vida en esta escena sin diálogo). Un fundido más y te beso. Un fundido más y nos venzo. Fue en ese cine ¿te acuerdas? Da igual que hoy hayan puesto un banco (ya lo dije). Que en aquella sala de butacas aterciopeladas y cortinajes a juego no se proyecte ya ni un mal corto en el que anudarse un instante los dedos y los anhelos. Que los minicines nos la hayan jugado (a nosotros, que no nos pidió un triste inspector nuestros carnés y que llegamos tarde a los cine estudio, pero que aún pudimos amar a Lawrence de Arabia en una pantalla de la Gran Vía o patalear cuando Bergman). Que los centros comerciales sean el espacio en el que malviven la palomita, el refresco y el 3D... El caso es que en estos días de cortos (¿besos cortos, amores
largos, viceversas?), me he vuelto a arrebujar entre las butacas como quien asiste a un misterio. Y he repetido el ritual de las sombras y las filigranas. Y he cerrado los párpados en la tarde de invierno. Y se han encendido las luces. Y se han acabado los cortos. Y yo me he puesto de largo para sacarle una entrada a aquellas sesiones (24 imágenes por segundo, una historia mínima al contraluz del proyector y la memoria). Plano General Largo. Rapto de nostalgia. Cualquier parecido con la realidad es... Picado y contrapicado. Fin del flash back. No hay títulos de crédito. Ya lo dijo Calderón o tal vez Aute o puede que fuera en Matrix o Platón o Descartes o Chuan-tzu... Que toda la vida es cine y los sueños.. cine son. O algo pero que muy parecido. #
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14.
Y SIN EMBARGO HERMOSA
¿Es increíble: pero todo esto que hoy es tierra dormida bajo el frío, será mañana, bajo el viento, trigo. Y rojas amapolas. Y sarmientos... Sin esperanza: la tierra de Castilla está esperando (…) Ángel González
Texto: Susana Gómez Redondo Fotografía: José Antonio Díaz
Y SE HIZO la luz silencio y el cielo pájaros muertos, soledad la tarde, mudez el vuelo... Se volvió intacto el tiempo de las noches largas y oscuras que despiertan en blanco, el aire lechoso y reciente de otro día naciendo, la tarde que declina (serenamente enfurecida, velozmente lenta) hacia las lunas juntas, los soles cortos. ¿Cómo puede ser tan inmóvil el frenesí del viento, la tiritona de una imagen que nace congelada, la voz callada que modula el suelo, el aire, los deseos? ¿Cómo tan desoladora ¿Cómo tan hermosa? Un cierzo inmutable le levanta las faldas a los cerros. Los molinos dibujan gigantes contraluces y le hacen aspavientos al mundo, moviéndose inmóviles sobre la vertical del horizonte... Es el letargo y la vigilia de una tierra que espera y desespera, el temblor de Perséfone husmeando en los infiernos (qué extraña cercanía fonética la de algunas palabras, sus efes y sus uves), el capricho de un griego que inventó el rapto de una muchacha sagrada para contar de solsticios y equinoccios, hibernadas y despertares. ¿Cómo no caer en el tópico de los ciclos y las vidas y las muertes, de lo yermo y la cosecha, del renacer y los ritos, de las Saturnales, de la Luz, de los portales donde nacen y renacen las leyendas y los dioses? Ella es la diosa negra y brillante que alimenta agonías y fertilidades, la que duerme promesas bajo las sábanas de escarcha y los mantos blandos, la que mata y da a luz a los trigos y las lagartijas, los almendros desnudos, las flores que crecen en los días por-venir. Se va haciendo la luz, y la tierra se asoma al borde del solsticio como quien asiste a un funeral y a un bautismo a cada instante. La fecundidad sueña con muertes y resurrecciones, un juramento de futuro bajo la dura costra (mañana será amapola y sarmiento)... La tierra de Castilla está esperando, se hace nieve la tarde, vuelo mortal el salto, precipicio estacional la piel gélida, la nube y la niebla, el vaho y el charco. La tierra de Castilla tiene la carne hendida de grietas y sabañones. La vida espera y desespera. Se nos acaba el año y otro nuevo le empuja en las encías (en los surcos y los calendarios, en este tiempo nuevo donde estrenar vértigos y esperanzas), así que levanto mi desafío, le lanzo un brindis al solsticio y apuro el trago ante la imagen congelada en movimiento: siempre por ti, perra hermosísima. Que el temblor del camino sea largo. #
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Texto: Susana Gómez Redondo Fotografía: José Antonio Díaz
15.
¿QUIÉN VIVE EN ESA CASA? DESDE la carretera, un edificio de ladrillos pintados llama la atención del niño. Por el espejo retrovisor, ella le ve alzar mucho los párpados, mientras se preparara para un interrogante más en la tarde de viaje. —¿Quién vive en esa casa de colores?, dispara. Ella respira despacio. ¿Cómo no iban a atraer a esos ojos siempre abiertos la pared rosa, el verde brillante, la brecha y el relámpago en medio del páramo seco? Hay un breve silencio, un tributo necesario a la preservación de la mirada infantil. —¿Has visto lo que pone en el letrero?, pregunta. Y mientras escruta rápidamente el destello que asoma bajo la tarde gris, baja el volumen
para escuchar cómo deletrea (lenta, torpe, deliciosamente) unas sílabas que parecen nacerle de entre los dientes. —Ca-li-fa, ve salir de esa boca tan parecida a la suya... —Érase una vez... comienza. Y entonces ella inventa un cuento extraño y amable, una historia donde reinan princesas con la piel de ébano, emperatrices de ojos rasgados y cuerpos cimbreantes, mujeres con la piel nevada y los cabellos como un sol del norte, damas exóticas y sensuales, valientes amazonas procedentes de países desconocidos... Hay muchachas que tienen el acento dulce de las tierras lejanas, mujeres misteriosas que danzan con el vientre y la cadera, rostros de ojos grandes y oscuros como noches
sin luna, epidermis casi vítreas, mujeres consuelo, mujeres imán... El niño escucha atento desde el asiento de atrás, y ella se pregunta cómo imaginará ese harén con olor a almizcle, miel y especias. Con la voz teje para él cortinas de seda tan fina que apenas se sienten cuando te rozan el rostro, hermosos cojines de delicadas plumas, vestidos de telas y colores impronunciables, fuentes de leche (—¿condensada?, pregunta —cómo si no, sonríe), perfumes, enigmas... Y es así como la tarde y el coche se inundan de flores de otros mundos, de esposas con nombre de mujer, de velos y pieles y ajorcas... El niño permanece atento a las inflexiones de la voz, las
pausas de la historia, el decorado de un cuento con vocación de niebla pintada sobre mil y una noches. —¿Todo eso cabe ahí?, vuelve a preguntar. —Eso... y muchas más cosas. Nubes plomizas van acompañando el viaje. —Mamá —¿Sí? —Y... ¿esclavas? ¿hay esclavas en tu cuento? Comienza la lluvia y, con ella, el sonido rítmico de los limpiaparabrisas borrándola. El niño persigue con el dedo una gota tras el cristal de la ventanilla. (...) —Claro, amor... sin esclavas... no hay harenes. #
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16.
FUERA DE CAMPO Texto: Susana Gómez Redondo Fotografía: José Antonio Díaz
EL VIOLINISTA se sienta en la grada. Cada tarde. Cada domingo durante un partido que apenas nadie ve. En el mismo sitio. A la misma hora. Llega cuando el partido ya ha comenzado y se va unos minutos antes de acabar. Siempre igual. Siempre sin enterarse del resultado. Quizá no le interese el fútbol. Quizá no sepa o tenga a dónde ir. Quizá solo le pille de paso, y simplemente se tome unos instantes para observar a otros correr... Puede que así le sepa mejor el descanso, por comparación o por despecho. Nunca se sabe... Ellos han dejado de preguntarse por qué hace más de un año que un violinista envuelto en abrigo y mudez se acerca a ver el partido. Nunca a los dos tiempos. Qué es el fútbol si te marchas sin saber cómo queda el marcador... Por eso alguna vez le han gritado desde la defensa cómo acabaron el domingo anterior. Por si quería saber... Pero él no dice nada. No hace nada. No pregunta. No habla. Ni siquiera se mueve. Ni toca ni desenfunda su violín. Solo lo deja a un lado. Delicadamente. Como si fuera
de cristal. Así que los de la oficina ya se han acostumbrado a él. Hace más de un año que, cada tarde de domingo, los jugadores (los de ventas contra los de administración) le ven llegar. Ninguno sabe de él durante el resto de la semana, ninguno se lo ha cruzado al recoger a los niños del colegio o al tomar el metro o el autobús o el ascensor. Solo lo ven aparecer el día del partido, una figura delgada agazapada dentro de un gabán que le viene un poco grande. Como su silencio. Apenas les resulta visible ya. Alguno, entre bromas y entre veras, le ha brindado un gol desde la banda. Él no ha reaccionado al chiste o al homenaje. Como si no se hubiera dado cuenta. En realidad, el violinista solo parece mirar hacia las gradas. Tiene la vista fija en algún punto que no es el campo de juego. En la tarde de niebla, una mujer llega al empezar el segundo tiempo. Se sienta en la grada. Justo en el lugar donde el violinista clava la mirada cada tarde de domingo. Nadie la ha visto llegar. Tampoco se han fijado en que el hombre ha desenfundado el violín. Fuera de campo, la tarde se convierte en un temblor de corcheas y semicorcheas. Con una larga melodía, el violinista traspasa la niebla. El delantero de ventas piensa en Vivaldi. Las cuatro estaciones, se dice aguzando el oído. Y se detiene, porque se ha parado el mundo en esta tarde de niebla y humedades en la que las cuerdas cuentan el frío, el castañeteo de los dientes, la tiritona de los cuerpos, la tempestad y un pataleo de negras y silencios; parece tratar de combatir el frío de tanta tarde de partido inmóvil en la grada. El invierno, vuelve a pensar el delantero. Y los de ventas y los de administración se giran, detenidos, fuera de juego, mientras el violinista desentumece cada vez más los dedos ateridos. Un pizzicato para evocar la lluvia. Un allegro es ahora la tarde. Un largo. Unos dedos ágiles y un hielo agrietándose. Los campesinos de Vivaldi corren a refugiarse a sus casas. Por las hendiduras de las puertas y ventanas se cuela el viento fuerte. Silba, araña, rasga, empuja, casi hiere... La música asciende y desciende en la tarde detenida. Un violinista en las gradas le dedica a una mujer su mejor concierto. A pesar del frío, el invierno nos deja profundas alegrías. El violinista y la mujer se miran en la tarde de niebla. Los jugadores los observan desde el campo: dos figuras anónimas a punto de saltar sin red a no se sabe qué vértigos. Qué historia tendrán, qué marcador, se pregunta el delantero centro. Los de ventas y los de administración tienen la vista fija en las gradas. A un lado, a otro. El partido de hoy está fuera de campo. En qué minuto del tiempo estamos, se pregunta el delantero. Qué pasado, vuelve a interrogarse el defensa. El violinista acaba sus cuatro tiempos. La mujer se acerca a él, no se sabe si cargada de lluvia, de presente o de futuro. Hoy también se van a quedar sin saber los resultados. Se alejan, sin acabar de ver el segundo tiempo. Sin red. Los de ventas y administración nunca sabrán cómo queda el marcador. #
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Texto: Susana Gómez Redondo Fotografía: José Antonio Díaz
17.
LOS OJOS DE LOS CAPUCHONES
CONFIESO que no me gustaban. Zapatos de charol brillante y calcetines de ganchillo de los que luego dejaban en la piel caminitos de labores. Un rastro de puntos y zigzag. La viva imagen de un patrón desplegable sobre la mesa y los ovillos. Flores diminutas, círculos concéntricos, triángulos isósceles. En el tobillo garabateado, la espinilla de las heridas se hendía de encajes y delicadas huellas de cadeneta y punto bajo. Así parecíamos más niñas de domingo y menos de los resbaladizos del castillo. Las rodillas cuidadosamente lavadas, ni rastro del verdín bajo los concienzudos nudillos maternos (el jabón Lagarto es lo que mejor lo saca, decían mientras frotaban la piel las tardes de sábado y baño). Lo difícil eran los restos de la zarzamora, la caza de las luciérnagas, las manzanas ácidas del huerto del Pelegrín. Ni una caja entera de Nivea hubiera podido con tanto trajín de arañazo y postilla, el amor blanco de los espinos, el rojo de los rosales silvestres. Las cajas repiqueteaban y contábamos los pies descalzos para combatir aquel tedio de las procesiones del día del amor fraterno. Las Magdalenas ocultaban los rostros como pobres Cenicientas maltratadas, y mientras intentábamos aflojar los lazos de nuestras coletas nos preguntábamos qué ocultarían tras aquella maraña de cabellos flotando en la tarde… Yo me las imaginaba tristes y hermosas, como princesas o esclavas caídas en una desgracia impronunciable. Las veía caminar trémulas, arrastrando sus cadenas ante nuestros ojos hipnotizados por aquel espectáculo místico, sobrecogedor y extraño. Un día vi un cuadro de Lady Godiva, y supe cómo era el rostro de aquellas mujeres de hábitos oscuros y tobillos blanquísimos. La mano grande de mi padre me salvaba de caer en el abismo de aquel temblor. Yo la apretaba muy fuerte cuando llegaban los tambores. El peso de la maza cayendo sin piedad en aquella piel tensa a la altura de nuestros ojos y oídos. Me asustaban sobre todo los vientres abultados bajo las correas y el raso brillante de los cofrades. Entonces el corazón latía de un modo raro, desobedeciendo el miedo aquel compás de ritmos ensayados en las tardes tibias de la primavera. Aquellos días los íbamos a ver antes del estreno, sin saber si queríamos o no desacralizar el ritual. A veces nos sonreía el chico de la caja, mientras nos tapábamos la boca para que no se nos escapara aquella risa loca que nos entraba cada vez que nos miraba. Parecía mentira que fuera el mismo que luego caminaba a cara tapada y paso solemne sobre las baldosas frías de la Pasión. Lo sabíamos porque un día nos miraron en aquel paroxismo de zapatos de charol, grilletes y calcetines, Magdalenas-Godiva y pies descalzos. Entonces descubrimos, bajo la forma irrepetible de aquellos agujeros que le deformaban los párpados, que los capuchones también sabían guiñar el ojo. #
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Texto: Susana Gómez Redondo Fotografía: José Antonio Díaz
18.
LA HAMACA DEL CORONEL PICOTEA la grava el gallo del hijo muerto. La imagen suena afilada, arañada por una tos de mujer. Seca, ronca, asmática. El coronel no tiene quien le escriba en esta tierra roja que se vino a derrumbar en medio de la ciudad. Un agujero en el muro y, junto a la cuesta asfaltada, se descubre un día una hamaca de Márquez. “¿Has visto el boquete? Casi en pleno centro....” Quién diría que Soria puede ser Colombia... Realismo mágico en pleno páramo (ya lo dijo Ortega, “sentida como irrealidad visual, Castilla es una de las cosas más bellas del universo”). Diáfano el paisaje, fantasmal, intangible (no ser o ser dos veces...). Y el otoño va pasando y las tripas del coronel componen uno de los libros más bellos del universo litera-
rio (hispanoamericano y no). Gabo mira desde algún lugar lejano, irreal (de cuyo nombre no podría acordarme aunque quisiera): hay un azul que aplasta, un cielo desfondado sobre la costa atlántica colombiana (identica, pero más fria, la nitidez que se recorta contra la ciudad castellana y su muro recién quebrado). Espera el coronel quince años tras la Guerra de los Mil Días... Mañana a mañana (más cortos y cansados sus pasos cada vez) en busca de una promesa que les mate el hambre y las miserias. Tesón, dientes apretados. Nos comemos el gallo del hijo muerto o nos quitamos la comida de la boca por ver si gana la pelea en la gallera. En aquel tiempo y aquella geografía no había que
coger número para hablar con el busto de los empleados de correos. Los periódicos se acumulaban tras el mostrador y una carta (y una paga) que nunca llega haciéndose presente cada día. El coronel no tiene quien le escriba... Quién diría que medio siglo más tarde correrían sus noticias de veterano de guerra sin subsidio por las autopistas de la información y la wikipedia... No hay mal que cien años dure (a no ser que de soledad se trate). La ciudad enseña tras un muro de adobe (rojo por exceso de óxido de hierro, llamarada por exceso de soles en las tardes azules, despejadas) los secretos de un tiempo que se nos fue (raro es que la especulación y las constructoras no nos privaran del misterio... ahora,
con la crisis, está a salvo la hamaca, la memoria, la imagen de un coronel sin noticia tras el muro caído). Picotea la grava el gallo del hijo muerto. “¿Has visto la imagen tras el boquete? Habían enterrado a Gabo ese mismo día... Confieso que he vivido, había dicho años antes en su libro de memorias. Corrieron ríos de tinta y elegías en los periódicos, las cartas, la red que nunca cesa. Y vimos aquella hamaca tras el muro caído, un escenario de novela a techo descubierto, como si de un homenaje extraño, descontextualizado, se tratara... Y recordamos que nunca nadie dijo con tanta dignidad esa palabra. Aquel “mierda” de un coronel hambriento, sin espera ni esperanza. Definitivamente liberado. #
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Texto: Susana Gómez Redondo Fotografía: José Antonio Díaz
1 9.
PIZZICATO ES UN Pizzicato, le dijo. Y con sus dedos de músico simuló pellizcar las cuerdas de un violín sobre las falanges de ella. La mano ha de estar bien armada, le explicó mientras subía hasta su hombro y lo convertía en voluta, el brazo en mango y diapasón. El violín, le aclaró, es un instrumento de cuerda frotada. Luego volvió a tamborilear y ella pensó en alto: – Oxímoron... así que tuvo que contarle aquello de los dos conceptos opuestos en una misma expresión. – ¿Podría ser “este instante eterno”? – preguntó haciéndose el inocente, y ella sonrió apuntando otro ejemplo: – Un “tímido descarado”, murmuró... Los dedos de él bailaron un claqué y el hueso se volvió blando bajo la piel. Ella pensó cómo sería un pizzicato sobre una columna vertebral, y él tarareó una canción en la que cinco minutos eran eternos. Tenía la sonrisa ancha de quien sabe que algunos oxímoron son posibles. De vez en cuando, él alzaba los ojos y ella le contaba palabras: veril, cellisca, pegujal, un pizzicato de sílabas... Luego conocieron ese lugar común de las historias de amor. Él se quedó atrapado entre nolugares de estaciones e intercambiadores, y ella regresó a su país del norte, conociendo ya el ritmo de trémolos, vibratos y glissandos sobre su espinazo. Él tarareaba una canción de Bob Dylan mientras armaba su mano sobre el diapasón como si fuera un brazo. “Si estás viajando a la feria del país del norte,/ donde los vientos golpean fuerte en la frontera,/ dale recuerdos de mi parte a una chica que vive allí... Si vas cuando las tormentas de nieve, cuando el río se hiela y el verano acaba, por favor mira si lleva un abrigo caliente que la proteja de los vientos aulladores”. Sobre el teléfono, a veces andante, a veces allegro o prestissimo, se tocaban desde lejos con adagios y oxímoron: estaban “juntos, separados como amantes”. Una vez más, ella sonríe al leer el estado de su perfil: “Festina lente” – ¿Cómo apresurarse lentamente?, piensa... Y el hielo abrasador de Quevedo, el fuego helado, la herida que duele y no se siente... es la que hace sonar el teléfono a cada instante eterno. El día entero andan tratando de hacer cerca el lejos: inventan viejos pizzicatos de amor sobre el whatsapp #
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Texto: Susana Gómez Redondo Fotografía: José Antonio Díaz
20.
ANUNCIACIÓN HACÍA viento y era otoño. Un aire casi teñido de gris en el que dejarse ir por la pendiente por la que caen las hojas. Hacía tiempo que los vencejos ya se habían marchado, y las tardes empezaron a parecerse otra vez a meandros sin salida, brazos de agua detenida que no saben a dónde ir. Entonces recordó las cicatrices quietas de los árboles. Su vello-rama encrespado. La luz que atere. Intuyó el frío de otro invierno habitando las horas largas, los días escasos, las noches oscuras del cuerpo. Y le sobrevino otra vez el escalofrío de cada septiembre. La tarde que se hace breve, los vellos-rama erizándose como una anunciación: vendrá el invierno y desnudará los árboles. Entonces ella le convenció para que alzara la vista: más allá de las copas le dijo. Por encima de cada poda, cada herida, cada garza sola y fría. Imaginó el cielo detrás de sus muñones. Recortándose. Con los ojos les recorrió los pies, el tronco, la cabeza... Usó los dedos para dibujarles un cielo de invierno. Cambió la hora y la luz. Resbalaba la tarde. Mientras pronunciaban sus nombres, sintió las nubes y las garzas vistiéndose de un plomo metálico, casi brillante. Olía a humedad y mundo bien lavado. A tierra. A humus. A otoño revelado. –De poder elegir, dijo ella, solicito una geografía con alma de equinoccio. El azul volvía densos los contornos. Entonces tuvo ganas de encender una hoguera en la que invernar. Construir bajo las sábanas un iglú para dos. Desnudarse… Y sintió el vello erizado: vendrá el invierno y seremos árboles. #