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Biografías

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Las hijas de nadie

Las hijas de nadie

La Pregunta Bibiana Huanqui-Barrero

Esperó hasta el final para hacerlo, hasta el último minuto. Cada día se repetía como un mantra: “Sólo un poco más de tiempo, tal vez mañana; sí, lo haré mañana”. Pero llegaba mañana y el secreto seguía oculto. Las cosas ocultas tienden a crecer como una sombra que sabes que está ahí pero intentas no mirar con la esperanza de que así desaparezca, pero no lo hace. Esa sombra crece y crece y va tragándose la luz por donde pasa y tú te mueves para que no te alcance, hasta que te arrincona y al final te traga y no queda más que tinieblas. “Para que las cosas ocultas no crezcan es mejor mirarlas aunque lo que vaya a ver me aterrorice” -pensó. Recordó la vez que se raspó las rodillas, codos y el hombro derecho cuando se cayó patinando. ¿De dónde sacaría fuerzas para mirar las heridas? Vería sangre y un poco de las diminutas pepitas grises del asfalto, como granos de arena pegados a la carne viva y adheridos por la humedad de la raspadura que exhibe muchos tonos de rojo, allí más escarlata, aquí más vino-tinto. Algunas veces, si miras de cerca las heridas ni siquiera son tan asustadoras. Pero si no las miraba, no podría limpiarlas. “Okay, mirar es el primer paso”, -se dijo- “luego limpiar”... tendría que restregar la herida para sacar los restos de asfalto... más dolor. Lo que menos quería después del trauma inicial era tener que sentir más dolor, pero había que limpiar y sólo entonces aplicaría un poco de ungüento para aliviarse. ¿Qué seguía después? No las podía tapar, había que dejarlas al aire libre para que sanaran... aprendería a moverse con ellas.

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Ya no apoyaría el codo así, no doblaría tanto la rodilla al caminar y la transformación comenzaría: la cicatrización. No muy estético, cierto, pero donde la piel estaba en carne viva habría ahora una coraza. Y luego se volvería cada vez más pequeña, y después rascarían un poco, sería su piel avisando que ya no las necesitaba y un día cualquiera, se caerían. Habría nacido piel nueva, otra vez sana, otra vez bella, otra vez vulnerable. Pero quizás la próxima vez que patinara llevaría rodilleras, coderas y casco. Sin embargo, esto era diferente. Lo que sentía no era exactamente miedo de mirar, sino de lo que pasaría después; tenía la certeza de que cuando se revelara el último secreto, moriría.

Todo comenzó muchos años atrás cuando Noelia era solo una niña. Miraba desde la ventana de su habitación en un quinto piso la finca que se encontraba justo al frente. Veía pastizales, una casa borrosa al fondo, varias vacas, gallinas, tal vez un perro, ahora no recordaba los detalles excepto por Ana Lucía, su vecina. Una viejecita con cara de uva pasa feliz. Siempre llevaba vestidos largos cubiertos por un delantal que alguna vez fue blanco y botas pantaneras. Su cuerpo de alambre encorvado no hacía juego con la vitalidad de sus movimientos. La anciana había rechazado todas las ofertas de compra de su finca con la misma fuerza que estaba levantada ordeñando desde las cinco de la mañana. Esa era la época en que la ciudad comenzaba a expandirse y construían edificios rodeados de potreros.

Esa simbiosis entre campo y ciudad ya rara vez se ve. Cada mañana, la niña y su madre cruzaban la calle para comprar una cantina de leche fresca. Tras el intercambio, la viejecita miraba a Noelia, metía su mano en el bolsillo del delantal, sacaba un puño que luego giraba y abría revelando en el centro de la palma de su mano, una fragante panelita: un cuadrado color caramelo hecho de panela, leche, canela y moscovado; se la ofrecía mientras guiñaba un ojo y Noelia la tomaba deprisa y sonreía antes de comérsela de un bocado. En una ocasión, vio a lo lejos a la anciana parada en la mitad del terreno, el resto de la escena era el verde del pasto como en baja resolución y sólo la figura de alambre nítida, esperando por ella; La única diferencia era que ahora su delantal aparecía blanquísimo. Intentó caminar hacia ella pero su pie estaba atorado en el suelo: miró hacia abajo y vio que llevaba unas botas de caucho y que estaban hundiéndose en el barrizal pegajoso. Parecía querer tragárselas. Quedó inmóvil un momento... si levantaba la rodilla de sopetón, sacaría su pie pero la bota se quedaría enterrada y tendría que atravesar en medias. Le horrorizó pensar en la sensación del barro tibio y húmedo metiéndose entre la tela y en la tierra comiéndose sus medias. Tendría que atravesar a pie limpio hundiéndose en el barro a cada paso. Respiró profundo y lo intentó una, dos, hasta tres veces, despacio y de distintas maneras.

Finalmente, encontró el sistema que mejor le funcionaba para caminar sin perder sus botas: levantaba el empeine primero y luego el talón, empeine-talón, empeine-talón y en menos de lo que notó sus pasos la habían puesto al frente de la viejecita. De repente le pareció que todo en torno a ellas desaparecía y quedaban solo las dos, englobando a la humanidad, a la vida entera; dos caras de la misma moneda, la infancia y la vejez. Miró al rededor: cayó en cuenta de que su madre no estaba con ella, aunque sentía su presencia. Tampoco estaba la cantina de leche.

- ¿Para qué estoy aquí? Preguntó Noelia confundida. Ana Lucía no abrió su boca sino que metió su mano en el delantal y luego puso su puño frente a ella, lo giró y lo abrió: en vez de una panelita, tenía una piedra pequeña, lisa y ovalada como jade color perla con una inscripción. Noelia la tomó curiosa y aunque no sabía leer, pudo entender perfectamente lo que decía: “Estás aquí para aprender”. Sintió que había recibido un tesoro, un secreto solemne. Sin saber bien dónde guardarla, la apretó en su puño y... abrió los ojos; estaba acostada en su cama con su mano aún apretada. La abrió, estaba vacía. Cuando eres pequeño es difícil diferenciar lo que pasa durante la vigilia de lo que sucede en las fantasías nocturnas.

Todo parece una misma cosa, un estado de existencia onírica con los bordes entre un mundo y otro interpolados

como olas que se mueven entre ambas realidades. Por primera vez entendió que había sido un sueño. Aunque tuvo la sensación de que, de alguna manera, la piedrecita seguía en su mano. Algún tiempo después, Noelia y su madre se mudaron a otra zona de la ciudad. Ya no tomaba leche, se había hecho vegetariana, tendría unos 17 años cuando una noche cualquiera ahí estaba la visión tan clara como la primera vez: un fondo verde en baja resolución y Ana lucia parada al fondo esperando por ella. Esta vez las botas no se adherían al barro o tal vez su técnica de caminado permanecía intacta, sea como fuera, parecía más fácil. Iba a mitad de camino cuando notó algo diferente en el paisaje: a su lado había un ternero café, del mismo color de las panelitas, pequeño y tembloroso. Tuvo piedad al verlo. Al mirar sus ojos grandes de agujero negro, supo que estaba perdido.

No había vacas por allí. Lo acarició gentilmente y cuidando que sus patas no se enterraran en el barro, lo llevó hasta la anciana quien sabría qué hacer con él. Observó el entorno, esta vez tampoco había cantinas de leche y ya no sentía la presencia de su madre.

- ¿Para qué estoy aquí? Preguntó de nuevo. Ana Lucía buscó en su delantal, puso su puño frente a ella, lo giró y lo abrió: tenía otra piedrecita lisa y ovalada como jade color verde con una inscripción. La joven la tomó curiosa y leyó:

“Estás aquí para ayudar”. Sin saber bien dónde guardarla, la metió entre su pecho y su camisa, cerca a su corazón. Cuando despertó esta vez no tuvo que verificar si la piedra estaba allí, podía sentirla.

Más años transcurrieron. Noelia ya era adulta; andaba muy ocupada con su trabajo y sus facturas por pagar, casi había olvidado los dos sueños, cuando tuvo la visión por tercera vez: el potrero verde en baja resolución, el ternero a su lado -esta vez parecía tranquilo- y Ana Lucía esperándolos al fondo. La alegría de encontrarse de nuevo en ese terreno, se apoderó de ella; puso su mano sobre el morrillo del ternero y le dijo: ¡vamos! Esta vez puso atención al sonido que producían sus botas al pisar el lodazal y le pareció gracioso hacerlas sonar rítmicamente mientras caminaba. Puso más atención: había unas florecitas amarillas diminutas que sobresalían entre el barro y algunas abejas revoloteando cerca. Olía a campo, a grama mojada por la lluvia. Había olvidado ese olor. También había algunas piedras esparcidas a lo largo del trayecto, suficientemente grandes para pararse en ellas así que imaginó que el lodo era lava y se fue brincando de piedra en piedra. En poco llegaron. Estando frente a frente, se miraron, Noelia sintió algo diferente. Un halo de tristeza la cubrió de repente y supo que sería el último encuentro entre las dos:

- ¿Para qué estoy aquí?- Preguntó sin estar segura si quería

saber la respuesta. Ana lucía sonrió nostálgica, puso su puño frente a ella, lo giró y lo abrió: tenía otra piedrecita lisa y ovalada como jade, pero con los colores del arcoíris y una inscripción en letras doradas.

Noelia la tomó, pero en vez de leerla, la puso en su bolsillo, pensando que quizás, si no la leía, Ana Lucía tendría que seguir apareciendo en sus sueños. El escenario se desvaneció lentamente y despertó.

Después de eso cada noche, adormecida, evocaba a voluntad el escenario, a ver si aparecía la figura al fondo, pero no. Metía la mano en su bolsillo, sentía la piedra y pasaba sus dedos por la inscripción, sin leerla. Parecía que las letras cada vez estaban más borrosas. Sabía que si no las leía pronto, se borrarían del todo y ya no podría saber el mensaje.

Esperó cuanto pudo, hasta el último minuto, con la esperanza de que si no revelaba ese secreto, su fantasía no moriría, pero Ana Lucía no volvió a aparecer así que finalmente decidió mirar: demasiado tarde, las letras estaban ilegibles. Un dolor profundo se apoderó de su pecho, pensó en el dolor de aquellos raspones que se hizo patinando. ¡No! ¡No podía perder el último mensaje! Cerró sus ojos y con todo su corazón preguntó por última vez: - ¿Para qué estoy aquí? Repentinamente, las letras

recobraron su brillo dorado y pudo leer con claridad la inscripción: “Estás aquí para disfrutar”. Mientras aún miraba la piedra, ésta comenzó a desaparecer de su mano. No intentó retenerla. un sentimiento de paz y plenitud llenó todo su ser. Abrió los ojos... y sonrió.

FIN

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Arlet Galvan Soler

Profesora de español en China Instagram: @arletgaso Página web: eleconarlet.com

Bibiana Huanqui-Barrero

Psicóloga Máster en Intervención en el Desarrollo y la Educación con más de 10 años de experiencia pedagógica en idiomas, diseño y desarrollo curricular. Nacida en Bogotá, Colombia con padres de Barranquilla. Ha visitado más de 30 países y la lista continúa. Residente en China desde el 2018. También ha trabajado en varios proyectos audiovisuales prestando su voz y actuación al desarrollo de contenido digital de enseñanza. Entre sus intereses están las Ciencias sociales, Artes y Humanidades

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