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Las hijas de nadie

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Biografías

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Hijas de nadie

ARLET GALVAN SOLER

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Hijas de nadie

ARLET GALVAN SOLER

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Hijas de nadie Arlet galvan soler

Silvia se sentaba en una silla de color caoba alineada hacia la ventana y no hacia sus dos hijas que jugaban dentro de una cuna en medio del salón. Tenía los labios pintados de un color carmín demasiado fuerte para las tres de la tarde, vestía un vestido de tela negra con topos blancos, no era demasiado corto ni escotado, pero el escote en forma de corazón dejaba ver sus voluptuosos pechos, sabía que llamaría la atención en su barrio de mujeres ricas mojigatas, pero ya no tenía nada que perder.

Alternaba su vista entre los coches que pasaban por la calle y el reloj dorado que había en la pared, todavía faltaba media hora.

Estaba nerviosa, había hecho eso muchas veces, pero esta vez era distinto. Miró otra vez el reloj y se preguntó si recordaría aquel 17 de mayo de 1973 o sería capaz de eliminarlo de su memoria para siempre. Los gritos de la más pequeña de sus hijas hicieron que fijara su vista hacia ellas, no se levantó de la silla.

Después de unos minutos contempló como la mayor de sus hijas con tan solo tres años arropaba y consolaba a la menor de uno.

A su hija mayor le había puesto su nombre, el día en que descubrió que estaba embarazada fue uno de los días más

felices de su vida, había cumplido su deber como mujer. Era innegable había heredado la belleza de su madre, aunque su tez blanca y su pelo claro podrían haber sido herencia tanto de ella como de su marido, su nariz y sus ojos eran de ella.

Su hija pequeña era muy diferente, tenia la tez más oscura y el pelo de color negro azabache, no se parecía a nadie de la familia. Había llegado en un momento en el que no la esperaba y solo Dios sabe los nervios que había pasado durante ese embarazo, así que había decidido ponerle el nombre de su abuela paterna para que todos estuvieran contentos y había funcionado.

Con su primera hija su cuerpo había cambiado, pero entonces no le importó tanto porque ya estaba casada. Pero con su segunda hija le dolió más, solo ella sabía las buenas oportunidades que había perdido por culpa de ese embarazo, pero esta vez era la definitiva.

La pequeña ya no lloraba, eso la alivió, hoy no tendría migrañas. No se sentía mal al verlas, no tenía nada por lo que sentirse mal. Esas niñas habían nacido en uno de los mejores barrios de Barcelona. Ella no había tenido nada de eso, lo único que se había llevado de su infancia eran unos recuerdos borrosos.

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Recordaba vagamente una casa oscura llena de cajas y sábanas en el suelo, en las que dormían sus hermanos y ella, no recordaba bien cuántos hermanos tenía, pero calculaba que unos cinco o seis. En esa casa no había padres, solo señores que vestían trajes elegantes y pasaban algunas horas en la habitación de su madre, no recordaba el rostro de su madre, pero estaba segura de que debía ser una mujer muy bella porque se lo escuchaba decir a todos los hombres que venían a visitarla a casa.

Al recordar aquellos hombres pensó en su marido y se preguntó si alguna niña también lo habría visto entrar en la habitación de su mamá. Su esposo llegaba siempre tarde a casa, todos sabían de sus vicios con las mujeres y la nieve, pero en una familia religiosa de bien, esos temas se ignoraban, las mujeres no tenían voz y los hombres mayores pensaban que eran cosas de la juventud y que todo tenía arreglo.

Silvia estaba segura de que no los habían echado de ese edificio gracias a ella, no había nadie en la vecindad que no la adorara, la llamaban Silvita y con su dulce rostro en forma de corazón y esa vocecilla que parecía que nunca había roto un plato, había conseguido engatusar a todos esos estúpidos.

Cuando llegaba un nuevo vecino subía a saludarlos con

una tarta, cuando alguna de sus amigas se enfermaba le llevaba sopa, y siempre tenía sus puertas abiertas para que los vecinos vinieran a cenar. Si algo había aprendido en el Orfanato en el que se crio, es el poder y la importancia de la comida.

Cuando llegó al orfanato pasó mucha hambre, más de la que podía recordar. Las niñas que iban allí eran más corpulentas y toscas que ella. Así que con facilidad le robaban la comida, la ropa e incluso los trapos que usaba para su periodo menstrual.

Intentó pedir ayuda, pero ese no era un lugar en que nadie ayudara por mucho que estuviera lleno de monjas que se hacían llamar sirvientas de Dios. En momentos pensó que moriría.

Decidió que esperaría en la puerta de la cocina todos los días hasta que necesitaran un par de manos extras, ser ayudante de cocina te garantizaba un plato de comida caliente y el respeto de las estudiantes, por eso era un puesto tan difícil de conseguir.

Estuvo tres semanas delante de la puerta ofreciendo su ayuda a todo el que entraba y salía, pero nadie le hizo caso. Su suerte cambió cuando una de las cocineras resbaló accidentalmente y tuvo que ausentarse, todos se

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lamentaban de la mala suerte de la pobre Lola, solo Silvia sabía que la suerte no tenía anda que ver en ese accidente. Las niñas habían parado de jugar. La pequeña Silvia mecía a su hermanita para hacerla dormir. Era una niña muy lista y responsable para su edad. Se acordó de ese día en el que llegó a casa después de ausentarse unas horas y se encontró con todo el suelo lleno de bolitas de mercurio de un termómetro que había roto, cuando le preguntó qué es lo que había pasado ella le había contestado que su hermana lloraba mucho y que estaba enferma. Las dos hermanas estaban muy unidas.

Ella no recordaba a sus hermanos, pero sí recordaba a Maca, una chica que había crecido en el mismo orfanato y que también ayudaba en la cocina. Maca se convirtió en su mejor amiga, ella le enseñó y le explicó muchas cosas que en ese lugar no se hablaban. No fue casualidad que los sábados por la mañana Silvia se paseara todas las semanas por las mismas calles de Barcelona y se sentara en el mismo banco de la plaza central con sus mejores ropas, esperando a encontrar la oportunidad que necesitaba, le faltaba un año para cumplir los dieciocho, después no tendría a donde ir. Sus compañeras en cambio gastaban los dos duros que recibían en un buen desayuno en el bar del barrio, pero ella prefería gastarlos en el autobús de una hora y media hasta el centro de Barcelona. Estuvo un año haciendo lo mismo hasta que conoció a su marido.

Empezaron un noviazgo y entonces además de pasearse por las mejores calles de Barcelona también se sentaba en sus cafeterías a tomar chocolate caliente. Sus compañeras de orfanato siempre le decían que los chicos como él no se casan con chicas como ella, pero su amiga Maca le había explicado muy bien cuáles son aquellos beneficios de los que gozan los maridos y no los novios. Ella sabía que no era su belleza lo que la había salvado, sino su inteligencia. Su vida de casada era todo lo que podría haber soñado, sus suegros les habían pagado la boda y comprado un piso en uno de los mejores barrios del centro de Barcelona. Cuando se casó pensó que el sueldo de su marido era exageradamente elevado, pero ahora le parecía más bien poco contando en los altos gastos de las actividades extras de su esposo. Ella le había dado una hija, pero los viajes, las joyas y la ropa que le había prometido no llegaban y a estas alturas sabía que no llegarían.

Hoy se había puesto una pulsera de diamantes que, por supuesto, no le había comprado su marido, pronto tendría más como esa, sonrió.

Sus pensamientos desaparecieron con el pitido de una bocina de un seat 128 de color mostaza. Silvia se levantó por primera vez de la silla, agarró dos maletas cuadradas de piel y se dirigió hacia la cuna, besó a la mayor de sus hijas sin pena ni remordimiento y se fue.

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Mientras bajaba las escaleras escuchó como su hija mayor empezaba a llorar y la menor la acompañaba. Se habían quedado sin madre y sabía que tampoco tendrían padre, serían unas hijas de nadie como lo había sido ella.

Era la primera vez que el coche paraba delante de su casa, entró dentro, besó apasionadamente al conductor y se perdieron en el horizonte.

FIN

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