Oniria para issuu 2016

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1陋 edici贸n: 2004 ISBN 987-43-6731-8 CDD A863


Tomaste el tren al final, cruzaste el pasillo brillante de los pomposos relieves, el espejo de la cafetería ya te vio y te olvidó, y tu huella también se fue de la estación, porque para qué me iba a quedar a un costado saboreando el después de vos, si bien podía fumar toda la tarde en algún otro rincón que no tuviera tus ojos por todas partes. A quién echarle la culpa de que las hojas de nuestro verano hayan muerto, que quien nos vio en sus parques y sus calles, bajo sus cielos, se haya ido y como para no volver, no podemos culpar al otoño ni al tiempo ni a nosotros ni a lo sucedido, ya sabemos que de nada sirve; este dolor habrá que masticarlo o fumarlo sin la piedad de un culpable, porque después de todo eso era lo que andábamos buscando, ¿no fue así desde el principio? Ahora debemos vivir por nuestra cuenta, sostenernos solos, como si nada hubiéramos sabido, y como antes no lo podíamos soportar. ¿Cómo vivíamos en ese antes, aun antes del hastío y de la búsqueda, cómo decidíamos si tomar un café o levantarnos de la cama


o leer una revista o amarnos? ¿Qué clave usábamos, o, ahora que no podemos ni podremos más ocultarnos nuestra suerte, cómo podíamos discernir dos caminos sin una clave? De alguna manera igualmente abandoné la estación. Y creo que en realidad empezó con la muerte de tu hombre pasado, es cierto que ya no estábamos tranquilos ni podíamos dormir o comer o hablar bien, pero el catalizador de tu hartazgo fue ese hecho, sumado a tu odio secreto por él desde que desapareció al quedar embarazada, tu meticulosa maldición en la ausencia, mientras adornábamos la pieza y le comprábamos ropa y juguetes y nos acostábamos en la pieza de al lado dejando la puerta entreabierta, y mientras sonrisas y guardería y viajes y teta y pañales. Hartos de ese caos, y no de Martín que un poco nos estabilizaba y nos dejaba orbitar en torno a algo concreto, hijo, fue cuando quien tanto habías querido ver sufrir luego de haber querido tanto y ahora olvidabas en una tentativa de armonía, murió luego de una tortuosa agonía, que te cansaste de ese no poder asir jamás siquiera algo como el destino, y decidiste comprarlo. Recuerdo bien tus palabras esa noche en casa, en nuestra casa, ya con él sobre la mesa de café donde volvería cada vez, pero ahora me suenan tan vagas como entonces. ¿Qué contacto de un amigo? ¿Qué encuentro casual en una plaza? ¿Qué cuotas, qué


garantías, qué instrucciones? Para mí todo se hacía aún más confuso, pero por esa falta de sentido era mucho más fácil dejarse llevar por algo un poco más sólido que la nada o el tiempo, como lo que traías no sin tu cara ya habitual de angustia sin salida. Escéptico, te dejé tener esa ilusión tan inverosímil para los dos. Esa misma noche lo armamos por primera vez, dubitativamente y demorando mucho por la falta de experiencia, y atendiendo entretanto a Martín, que se ponía insoportable de noche si no nos tenía a la vista. Cómo recuerdo nuestras caras, nuestra cierta impaciencia mezclada al hastío de todos los días, nuestras miradas fugaces, nuestras soledades agazapadas ante un futuro nuevo. Esperamos, como dijiste que había que hacer, cinco minutos, y de pronto todo fue tan claro, tan simple el hecho de que tuviéramos que salir a cenar, dejando el bebé a tu madre, que salieron cabalgando las risas convulsivas en nuestros rostros humedecidos que se acercaban abrazándose y tocándose y mojándose, tan felices de que por lo menos esa noche hubiera que ir a cenar afuera. Yo te abrazaba mientras llevabas a Martín a la casa de tu madre, que no vivía lejos, y luego nos fuimos casi corriendo al primer restorán que apareciera ante nosotros. Llegamos a una parrilla y nos metimos al fondo, bien adentro para respirar su aire y ver todo restorán y estar tan felices, el pecho tan hinchado de euforia, que en cualquier momento estallaría. Vos pediste una


milanesa con puré y yo asado, y los devoramos sin dejar de sonreír, degustando como nunca la comida, y no había obstáculo alguno para nuestro amor, no había nada que nos impidiera amarnos y estar contentos por tenernos al lado. Pedimos postre y café, y nos fuimos sólo cuando nos echaron porque tenían que cerrar el lugar, pero seguimos dando vueltas por las calles, un poco por inercia de la velada, como viviendo un después y no precisamente el andar por las calles, hasta que nos topamos con la puerta que llevaba a nuestro departamento y decidimos entrar dejando a Martín olvidado con tu madre. Qué nos importaba, qué le importaría a ella, qué le importaría al bebé. No nos imaginamos entonces que la angustia podría volver por la mañana, y como en toda primera vez nos asustamos terriblemente al pensar que sería irreversible, que había sido un instante fugaz que nos hundía definitivamente en la tiniebla bajo el sol de la calle. Yo me abalanzaba sobre tu armario para buscarlo y armarlo otra vez, pero vos me detenías con lágrimas en los ojos diciendo que sólo se podía armar una vez cada noche. Lloramos juntos pero con cierta distancia, como si cada uno le recriminara al otro el haber sido testigo de esa felicidad de la noche pasada, felicidad impostora, que nos ahogaba. Cuando al fin llegó la noche lo trajiste otra vez a la mesita y lo armamos con laboriosidad; no sabíamos en realidad lo que estábamos esperando, porque estábamos


convencidos de que esa mañana había sido la peor de todas; pero también como en toda primera vez, teníamos la esperanza de que fuera una especie de error y que la segunda lo remediaría. Durante la espera, una vez que acomodamos la última pieza, nuestra expectativa nos fue recon ciliando un poco en esa suerte que nos unía en el mismo caos, con la misma expectativa. Te tomé el mentón con mis dedos, y sonreíste condescendiente, mientras pensabas en lo mismo que yo, que no era yo mirándote la cara mirándolo funcionar, aguardando esa respuesta. Al fin dio su sentencia y nos fuimos a dormir tranquilos; se había apiadado de nuestro día entero y nos permitiría llegar con rumbo a la próxima noche. Al día siguiente lo llevamos a Martín y le compramos el trajecito azul que había que comprarle, que francamente no me gustaba para nada, y me pareció que a vos tampoco, pero qué nos importaba si el bebé estaba con su trajecito azul y todo estaba en su lugar, el sol en el cielo y el bebé con el trajecito azul. La otra noche nos desvelamos haciendo el amor junto a la puerta de entrada, pobre Martín, que no podía ser atendido, pero qué importaba, si no podía no ser feliz con nosotros haciendo el amor junto a la puerta. Luego tuvimos que juntar ropa para unos chicos que estarían en la estación de trenes por la tarde, y esa tarde vimos con detenimiento los relieves del pasillo, y nos reímos haciendo chistes estúpidos mientras esperábamos que aparecieran los chicos que


no aparecieron. Cuando se hicieron las nueve de la noche dejamos la ropa en un rincón y nos fuimos a buscar a Martín a lo de tu madre para cenar y armarlo otra vez, y volver a preguntarle, a pedirle. Sólo sentí algo raro cuando nos tuvimos que mudar, porque no estaría entonces en el mismo lugar todas las noches, y temí que eso pudiera afectar todas las cosas, pero con tus palabras me tranquilizaste, aunque en realidad estabas más preocupada que yo. Los días, poco a poco y sostenidamente, fueron adquiriendo mayor claridad y nos fuimos liberando de esa enorme bestia que aplastaba nuestros hombros y nuestras nucas, y entonces no era el hecho de que yo empezara a estudiar botánica o a trabajar en un supermercado o que vos juntaras todas las tapitas de gaseosa tiradas en las veredas del centro (cómo nos reímos ese día, descubriéndolas en los rincones, ante las miradas de la gente, siguiendo a alguien que salía del quiosco con la botella en la mano esperando la suerte de la tapita) o que pidiéramos como locos dinero prestado para poder viajar a Angola, y qué feo que era Angola ahora que lo recuerdo pero cómo nos gustó. No, no era nada de eso, era lo otro que sentíamos tan llenos los dos, abrazándonos y siguiendo el camino que nos marcara cada noche. Fueron tiempos felices, más aún con el tiempo que los había antecedido, fueron tiempos en los que pudimos respirar y dormir de corrido, y hacer crucigramas y escuchar música, como cosas de todos


los días. Me duele recordarlo, no creas que no. No nos habíamos quitado todavía la pintura de la cara, teníamos en los bolsillos las monedas juntadas durante la tarde, y fuiste como siempre a tu armario a buscarlo mientras yo cambiaba a Martín que también sonreía, que también parecía feliz con nosotros. Apareciste con la caja y nos miramos con esa cara que era tan conocida por los dos, con ese preludio al placer que era a veces más que el placer mismo; lo sacamos y empezamos con nuestro ritual de todas las noches. Lo hacíamos en silencio porque los chistes ya los habíamos agotado en las primeras noches, y sus repeticiones en las segundas, pero siempre había algo, algún gesto o caricia o Martín o cualquier cosa que nos afirmaba en el presente de preludio. Esperamos los cinco minutos, de los que al principio nos daba miedo hablar, pero luego, con el tiempo, poco a poco, fuimos soltando palabras y comentarios, y al fin acordamos que eran el momento de mayor éxtasis, en que al principio nos echábamos atrás en el sofá y nos besábamos abrazados porque había tiempo, pero pensando en qué vendría después, sin descuidarnos con la espera, y luego, porque alguno de los dos lo señalaba, o por un escalofrío, o por el nudo en el estómago, sabíamos que debíamos inclinarnos hacia él y asomar por el agujero, y yo te ponía la mano en la rodilla o vos me acariciabas el cuello hasta el momento de la revelación, al que si era posible


seguíamos en la cama, hasta que Martín nos absorbiera a su mundo, se ponía tan insoportable por las noches. Hacía tiempo ya que teníamos incorporado el tiempo de espera y no necesitábamos avisarnos para adelantarnos y asomar. Ahora no puedo sentirlo como entonces, porque fue único, pero recuerdo que fue como si un mar cálido se cristalizara de golpe en su interior con un frío punzante, pero sin frío, sin ruido, a media luz como siempre, nos petrificamos, la cara nos ardió y se erizó nuestra piel. El mundo entero en que vivíamos y al que estábamos acostumbrados, que podíamos asir, de pronto se había detenido y era extraño e inconmensurable, y el mismo cristal se fracturó y cayó muy lento ante nuestros ojos secos. Nos miramos, y en nuestras caras cada uno adivinó la respuesta, o al menos la predisposición del otro; entonces te tiraste sobre mí a los gritos con los ojos rojos, diciéndome que era imposible y que estábamos locos, y quisiste hacerlo volar por el aire pero te contuviste, con la fuerza que sobre cualquiera tiene lo sagrado, y rompiste al fin en el llanto que tenía que llenar de una vez ese otro preludio insostenible. Te abracé con fuerza mientras te ahogabas a los gritos y Martín te acompañaba, y también lloré, en silencio, no creas que era mucho más fácil para mí, pero ya habíamos elegido tomar ese caos y no podíamos cambiarnos cuando se nos hiciera difícil. En realidad fue desde que no lo tiraste con mesa y todo que


aceptaste el veredicto, porque significaba que no dejaba de ser sagrado para vos, que seguías orbitando como yo en torno a él. Fueron pasando los minutos, y poco a poco nos fuimos ablandando, pero Martín no tanto. Me deslicé de nuestro abrazo para ir a calmarlo, y eso te hundió otra vez en el dolor; no sé si me hiciste algún comentario por demás inútil, porque yo estaba pensando exactamente lo mismo. Algunas palabras cruzamos mientras Martín se calmaba, pero tampoco hacían falta porque por debajo de ellas fluía el río negro que iba recorriendo el camino por nosotros. Nos fuimos resignando, sin dejar en ningún momento de llorar pero sin alternativa, yo fui a buscar alguna bolsa a la cocina mientras vos muy despacio, como intentando salvarlo con unos minutos de más o de menos, hacías los preparativos para después. Creo que el peor momento fue cuando aparecí por la puerta de la cocina con la bolsita transparente, cubierto el rostro rojo y arrugado de lágrimas. Nos abrazamos entonces por última vez esa noche, desesperadamente tratando de aliviarnos esa herida de la que seguía brotando la desesperación. No quisiste que te diera la bolsa, al principio rehuiste la mirada y te diste vuelta, pero sabíamos que tenías que ser vos y nadie más. Al fin la agarraste de un envión y sin mirarme, aunque yo tampoco te podría haber mirado, y te encaminaste hacia él con las piernas temblando. Yo te seguía muy de cerca, te quería abrazar pero sentía que era imposible, que


habría sido peor, y sólo me quedaba con mi aliento sobre tu hombro. Quedamos los dos frente a él en silencio, Martín ya no lloraba y dormía tranquilo, y los minutos que estuvimos así no fueron agonía sino muerte, la desolación muda luego de la muerte misma. Te moviste al costado para abrazarme pero te arrepentiste, y te apuraste a cumplir mientras no podías aguantar los lamentos ahogados. No creas que no sufría lo mismo que vos mientras te veía hacerlo, que no me estaba rajando el mismo fuego por todo el cuerpo. Cuando terminaste yo me ocupé de deshacerme de él con cuidado, como debía hacer, dejando que te hundieras sola en tu propio infierno. Te fuiste a nuestro cuarto sin mirar a nada, ha brías ido corriendo si te hubieran quedado fuerzas, porque aún tenía sentido ir a llorar a la cama y no quedarse en el sofá, ir corriendo o arrastrándose, eliminarlo parte por parte o entero. Yo también me quedé solo con Martín para cumplir con mi tarea, que no era para nada más inocente que la tuya, y habría sido la peor de habernos cambiado los papeles. Me llevó más de cuatro horas terminar hasta el último detalle, sumando los intervalos en que me quedaba abstraído por completo, luego de que me llegara algún ruido desde la habitación, nuestra habitación. Cuando entré para acompañarte y descansar acabada mi parte, te encontré dormida hecha un ovillo en el centro de la cama, y por miedo a


despertarte volví sobre mis pasos y me acosté en el sofá. Me desperté al mediodía y ya tenías las valijas hechas. Estabas en la cocina, sentada a la mesa, esperando que despertara para despedirme. No nos dijimos una sola palabra mientras yo hacía el mate y vos no lo aceptabas y yo lo tomaba solo y despacio, queriendo retenerte a cada segundo un segundo más, malgastándolos a todos en preocuparme por esas cosas. “Bueno, me voy” dijiste antes de que se terminara el agua, arruinando todos mis intentos; sólo me dejaste llevar una valija, las otras dos te empecinaste en arrastrarlas sola por el pasillo, la calle, la estación. Todo el viaje fue ese silencio de después de muerte, pero en vida, empezar a arrastrar la vida después de haberse muerto. En vano juramos callados no volver a hablar de él ni cruzarnos sin evitarnos en nuestras vidas; nos mirábamos, y ya sabíamos todo. Es cierto, tampoco sabíamos ahora qué seguiría ni por qué, pero ya nos parecía ridículo dejárselo todo a él si podíamos confiar con la misma resignación en algo más grande, más concreto e inabarcable. Cuando dijiste que ya tenías que irte, yo comenté que era una lástima que no hubiéramos tenido tiempo para que te invitara a tomar un café.


knock out

Grandes ideas esperaban con inminencia salir de las tinieblas interiores del escritor hasta plasmarse en la pantalla de su computadora. Incesante, ávido el pulso y el ritmo con que abordaba el ensayo que ya preveía importantísimo en su fama y su carrera, podía por fin rozar los bordes describiendo la silueta del tema que durante tanto tiempo lo había obsesionado desde lo profundo de su identidad (no precisamente desde las mismas tinieblas que le dictaban las ideas y los símbolos, pero de algún ente cercano). Con qué placer veía formarse las palabras frente a sus ojos testimoniando la llegada a los confines de un territorio tan buscado por su vocación filosófica. Habiendo llegado al punto máximo de concentración posible, desligado absolutamente del mundo exterior y habiéndose cerrado casi por completo en sí mismo –a


excepción de lo que veían sus ojos y tocaban sus dedos, de la luz de la habitación, cosas exteriores pero que eran necesarias para dejar testimonio de la experiencia interior–, y habiendo sostenido esa concentración durante largo rato, de pronto todo aquel inconmensurable mundo que había desaparecido y que en ese momento no existía confluyó en un punto desde el que disparó con todo su arsenal de realidad, espacio, tiempo y reglas, zumbándole el moscardón muy, muy cerca de la oreja. Al primer instante trató de fingir que nada había pasado, que seguía en el fondo de su concentración y que podía seguir escribiendo. Pero debió borrar las palabras con que había continuado por inercia al ver que la última frase decía: “Por el contrario, si tomamos en el mismo contexto el vuelo de un moscardón”. No obstante siguió en su afán de continuar con la línea que no intuía aún que se había cortado irremisiblemente. Trató de seguir la frase, “Por el contrario, si tomamos en el mismo contexto la afirmación de que toda premisa es ambigua otra vez el moscardón me voló por la cabeza”. Borró con prisa, como si la suerte de toda la empresa dependiera de retomar esa concentración otra vez el moscardón en el oído. Luego del suspiro, con algo de pena se levantó para dar solución al asunto. “¿Por qué uno se inspirará justo en verano –fue el primero de sus pensamientos que parecía levantar una bandera de rendición ante el perverso mundo, gozoso de haber cumplido con su


miserable plan–, y encima antes de una tormenta, con la ventana del comedor abierta como invitando a pasar a todos los bichos?” Abrió la puerta y vio la luz del pasillo prendida, por lo que pensó que apagando la del estudio saldría el insecto zumbador, que no se explicaba cómo había podido entrar. Apagó la luz y dejó apenas entreabierta la puerta, para que por la veta entrara el mínimo posible de luz quedando concentrada en la delgada y tentadora salida. Permaneció unos instantes quieto en la oscuridad observando la franja de luz, esperando ver la mancha negra que irrumpiera a alguna altura y desapareciera. Al no verla, todavía abrumada su mente por sus largos pensamientos, incapaz de pensar en lo inmediato sino como estrictamente inmediato y no aún como vida cotidiana y rutina, creyó que era mejor dejar de mirar, pues no se obstinaba toda su mente a dejar de vivir cerrada en sí misma y aspiraba a que, sin haber comprobado que el moscardón realmente hubiera salido, pudiera tomar unilateralmente la decisión sobre esa posibilidad. No advertía que su falacia Ad Ignorantiam, osado contraataque al mundo que, celoso de verlo desaparecer lo llamaba violentamente con su servil moscardón, era una solución muy provisoria y arriesgada, y no se planteaba aún estimar la medida de la revancha con ese mundo, que no era otro que el mundo.


Cuando creyó suficiente el tiempo como para que el moscardón viera la luz y fuera hacia ella, primero cerró la puerta (evidentemente ya en la ilusión de que había salido) y luego prendió la luz para verlo inmóvil en la pared, bien visible y desafiante, el mundo otra vez concentrado en el moscardón para dar su mensaje chantajista. Pero aún el hombre no admitía esta lucha con el mundo –lo que significaba que aún no la había perdido; una vez que estuviera luchando con todas sus fuerzas y su atención contra el mundo-moscardón ya habría dejado por completo los confines de su interior, inmerso en su enemigo y en sus reglas de juego. Se resignó a la presencia del bicho, quizás por su momentáneo estado de quietud, haciéndole creer inconscientemente que se quedaría así todo el tiempo, en una forma que no lo molestaba, y así el hombre cae dos veces en la misma red. Se sentó frente a la pantalla y empezó a releer la página que lo ocupaba; hasta llegó a continuar con la idea que había empezado, olvidándose del insecto, concentrado. Previsiblemente (para cualquiera menos para él) sus tímpanos volvieron a sentir las ondas producidas por el rabioso aleteo del intruso. Otra vez trató de continuar con la idea interrumpida, pero ahora había un traidor de su lado, que cuando el zumbido había desaparecido lo repetía incesantemente en su cabeza, cada vez más fuerte conforme a que su mente alzaba la voz para tapar al mundo.


Dejó su trabajo y repitió el procedimiento anterior, pero esta vez esperando más tiempo y sin dejar de mirar hacia la ranura de luz esperando verlo salir. Esperó un minuto, esperó más, decidido a terminar con el problema para seguir con el ensayo que se retorcía de dolor a cada interrupción; esperó tres minutos y cerró la puerta. Prendió la luz y lo buscó de soslayo por las paredes, sin (con) éxito. Volvió a su asiento acolchado, tan cómodo, pero esa comodidad parecía irónica, el asiento parecía estar conteniendo la risa, en ese silencio de luz prendida que había seguido (o prolongaba) a la humillación del hombre indefenso frente al mundo y sus zumbidos. Ya se lo podía ver algo molesto, pero el moscardón no aparecía y había silencio. Con dificultad volvió a su pensamiento, buscando las profundidades en que habían andado, pero éstas, atemorizadas o enfurecidas por tantas irrupciones y corridas abruptas, se mostraban más recelosas y difíciles de conseguir. Pero el hombre no se rendía y estaba dispuesto a seguir sin cansancio buscándolas y habitándolas con sus indagaciones. Diez minutos de paz reinaron en la habitación, y su exposición, quizás algo desviada por el choque de las circunstancias con el desarrollo de la idea (desviada también tal vez), prosiguió algunos párrafos más. El mundo, rojo y ardiente de furia, humillado ahora por quien se le escapaba otra vez, dio el ataque final.


Sin ya ninguna posibilidad de misericordia lanzó al moscardón al vuelo más irritante de la historia de la convivencia entre los hombres y todos los insectos voladores. Aquí y allá el moscardón aparecía y desaparecía a los ojos y a los oídos del hombre que ya se empezaba a molestar por su presencia. Inspiró profundamente y conteniendo el aliento guardó el documento que escribía en la computadora y se levantó con la solemnidad del soldado que va a su batalla. Esta vez no abrió la puerta, esta vez no lo dejaría escapar, dejando cerrado el terreno donde el duelo sería. De encima del escritorio tomó el ejemplar de Segunda Mano y lo dobló al medio obteniendo una palmeta de más o menos dieciocho centímetros de ancho por veintiocho de alto. El intruso seguía revoloteando a la altura de su cabeza de un lado a otro sin tocar las paredes, salvo por excepcionales golpes evidentemente involuntarios, tras los cuales continuaba su vuelo. El hombre se quedó estudiando sus movimientos mientras pensaba que si se ponía a largar golpes a granel y sin estrategia el moscardón subiría hasta el cielorraso donde se haría inalcanzable y lo llevaría a la rendición (“imposible, sencillamente imposible”) o una espera de interminable tortura a manos del mundo. Por eso no le dejaría la oportunidad de retirarse a la trinchera sin que fuera un acto de cobardía del Gran Mundo, no cometería errores y esperaría, lo que fuera necesario. Con el arma en la


mano el hombre miraba con toda su atención (ya había perdido, pero quedaba el orgullo y un hilo por el que aspiraba volver a empezar) a la encarnación de su enemigo que iba trazando círculos zigzagueantes por todo el cuarto; esperaba que permaneciera alrededor de un punto de alguna pared lo suficiente como para que él pudiera acercarse y asestarle el golpe de la victoria, pero no sólo nunca se posaba sino las paredes parecían no gustarle en absoluto: pasaba cerca de ellas, a veces las tocaba, y volvía a su paseo perpetuo. El hombre se situó en el centro de la habitación para poder rotar y controlar el vuelo y a la vez estar a la misma distancia de todos los rincones ante cualquier situación favorable. El moscardón lo hacía girar de lo lindo y volver, siempre a una altura bastante incómoda. En un momento bajó hacia donde los objetos de la pieza contrastaban con el claro de las paredes y se le hizo difícil al hombre seguirlo. Creyó perderlo de vista por donde estaba el sillón hamaca, así que lo movió con un pie y esperó volverlo a ver; salió campante el regordete cuerpo negro con su zumbido fofo y descabellado. El hombre siguió la ansiosa pero paciente vigilancia durante largos minutos en los que creyó alcanzar cierta serenidad mística; cuando el moscardón –después de haber desaparecido varias veces por los rincones detrás de los muebles o por alturas muy bajas en las que se hacía invisible– empezó a subir, pasando la altura de la ventana, se hizo peligroso dejarle ver que ahí podía


estar más tranquilo, sin la gigante figura (como se proyectaba el hombre desde el favorecido cerebro del insecto) siguiéndolo a todas partes, el hombre se subió al escritorio y desde ahí también esperó el reposo del enemigo, por descuido, por cansancio o por cualquiera que pudiera ser la causa por la que una puta mosca se quede de una vez quieta. Pero desde el escritorio tenía la desventaja de cubrir sólo una pared y la mitad de otra. De todas maneras el moscardón lo disuadió de esos debates pasando igualmente por todos lados sin quedarse por tres segundos en un radio de diez centímetros, suficiente como para no lanzar un golpe en vano. Cinco minutos después bajó y lo volvió a seguir, hasta que un atisbo de impaciencia lo hizo adelantarse a buscar un rincón y esperar su paso por él (ya alguna vez se había puesto a pensar “¿qué estoy haciendo acá?” lo que constituía un gran logro para el mundo y una aproximación a una victoria definitiva, pero luego el hombre retomaba la concentración y seguía esperando). A los diez minutos de haber esperado en el rincón de la puerta, mientras veía al moscardón llegar, a la altura de las rodillas, a la esquina de un ropero contra la pared, empezaba a sentir que esa espera, más allá de la causa y del objetivo, siendo sólo su estado circunstancial de espera, lo estaba purificando de manera que podría controlar todo lo que del mundo le viniera con la paciencia que estaba desarrollando cuando sacó un revés contra la pared que hizo desaparecer al


moscardón detrás del cesto de basura. Lo quitó rápidamente y con grandes ojos escrutó el piso de madera donde era más que evidente que el insecto no estaba. A partir de ese momento empezó a sentir un poco de pena, y a concebir que desde afuera se pudiera tener piedad, pero sabía que si alguien no le tendría piedad en ese momento era su enemigo, que se reía de él a sus espaldas y ahora más enérgico que nunca, viendo languidecer su estrategia del único golpe certero y sucumbir el fervor detrás de la paciencia en la pena de su derrota. Aunque el resto de la noche siguió esperando la oportunidad de darle el golpe ya la suerte se había echado y la esperanza de ganar era fingida por aquella esperanza más remota y elemental, la de poder continuar con su vida tal como era antes, la de poder, luego de la guerra, por imposición de victoria o por acuerdo o hasta por castigo de derrota, relacionarse nuevamente con el mundo con cordialidad de manera de seguir existiendo, ya que sin él al fin de cuentas el hombre no duraría mucho, y esto lo sabía tanto él como el mundo; por eso es que el mundo tenía todo el tiempo cuanto había en sí mismo, porque ya había ganado la guerra, moscardón o no, y esto sólo era una diversión perversa, una tortura aleccionadora. En algún momento el hombre se alentó con la idea de que si volvía a plegar el Segunda Mano, tendría un arma más infalible, mucho más dura, pero a costa de una mayor exigencia de precisión, ya que el


ancho se reduciría ahora a diez centímetros, y requeriría mejores reflejos y agilidad que la vez anterior. “La vez anterior” se decía, como una experiencia para tener en cuenta, para aprender de los errores... La declaración final de victoria, cansado el mundo de su tortura, fue cuando el moscardón al fin se posó como lo esperaba el hombre, exactamente encima de su cabeza en el cielorraso. Hacía ya unas horas que éste estaba sentado en sillón hamaca, y ya varias veces, sangrando por la herida, se había distraído absolutamente de la situación, con pensamientos fútiles bien a la moda de su enemigo, con recuerdos de preguerra, con ilusiones futuras o con algún vago pensamiento sobre el ensayo, rápidamente esquivado por el hombre que cerraba los ojos con dolor. Miró el reloj: eran las cinco horas y cuarenta y cuatro minutos, el mundo se había autoproclamado vencedor; por más que siguiera, ese hecho era imborrable en la historia. El hombre, con la misma solemnidad con la que una vez se hubo levantado para declarar la guerra, ahora lo hacía para declarar la rendición final con el mundo. De pie dejó el Segunda Mano sobre el escritorio, apagó la computadora y se dirigió hacia la puerta; ya desde el pasillo, mientras se disponía a apagar por última vez en su vida la luz de esa habitación (de cualquier forma, si fumigaba lo haría a oscuras) vio cómo el moscardón desfilaba por


los territorios conquistados. Cerró la puerta, y mientras se dirigía a su cuarto se maldijo por no haber guardado el ensayo en un disquete. “Botín de guerra” pensó, e imaginó el deleite con que el mundo lo sabía.


la extraña colección

de David Rocaram

El antropólogo David Rocaram fue reconocido por sus amplios hallazgos sobre culturas precolombinas. A lo largo de su vida estudió las formas de sociedad, economía y tecnología de las distintas civilizaciones de Latinoamérica. Fue profesor en la Universidad Nacional de La Plata y dictó seminarios en toda América y Europa. Murió el 13 de abril de 1998, en un viaje a Santo Domingo. Luego de su funeral, me enteré de que en su testamento me había otorgado su biblioteca personal, en la antigua casa que tenía en Luján. Es cierto que nuestra relación había estado marcada por gustos compartidos, pero nuestras conversaciones siempre habían tenido como tema central cuestiones ontológicas, metafísicas, luego misterios y debates existenciales. Me extrañaba por lo


tanto que a mí me dejara sus libros de antropología, pues yo nunca estuve interesado en ese asunto. A la semana de su muerte visité por la tarde el hogar de sus parientes. Cené con la familia y luego tuve acceso a la biblioteca. Ocupaba las dos paredes de un largo y angosto pasillo en el primer piso, que comunicaba, por detrás de un gran salón, la sala donde estudiaba Rocaram con la escalera lateral. La estructura interior del edificio era poco común, y en algunas partes, como ésa, desconcertante. Pero la exótica disposición de los ambientes creaba la idea de que se estaba muy lejos en realidad de donde se estaba, en un lugar tan lejano como desconocido. Cuando registré los estantes comprobé que la naturaleza de esa selección literaria era por completo subjetiva; consistía en una mezcla de libros científicos, de ensayos, de poesía y de ficción. Entre los primeros títulos que ojeé se encontraban Fronteras indígenas de la civilización de Darcy Ribeiro, Conversación en La Catedral de Mario Vargas Llosa, Cosmos de Carl Sagan, Comercialización de Jerome McCarthy, La Divina Comedia de Dante, una antología de poemas de Miguel Hernández, Antropología estructural de Claude LéviStrauss, Canto General de Neruda, La France et ses mensonges de François de Closets, Robo para la corona de Horacio Verbitsky, El agente secreto de Conrad, Discusión de Borges, La vida de las hormigas de Maeterlinck, Poblaciones indígenas de


la Argentina de Canals Frau... Se continuaban uno a otro sin una línea aparente; la disposición parecía al azar, lo que complicaba bastante cualquier tipo de búsqueda. Pero la noción de que esos ejemplares ahora eran míos, el interés por ver mis nuevas pertenencias, me impulsaron a seguir revisando. Tomé el lado derecho y fui de arriba abajo cada metro. El pasillo, a pesar de que parecía estar contra la pared trasera de la casa, no tenía ventanas del lado posterior; esto lo hacía bastante oscuro más allá de las lámparas, haciendo difícil la lectura en ese lugar, pues los ojos se cansaban con la pobre luz. Si no hubiera sido por ese móvil propio, no habría avanzado más de un metro de estantes. Los títulos y los autores siguieron mezclándose invariablemente, ahora con enciclopedias y diccionarios de inglés, francés, ruso, italiano, con libros de biología, de Curtis, de Solomon, de Géneser, ahora de historia contemporánea, antigua, los grandes tomos de El arte y el hombre de René Huyghe. Las agrupaciones las hace mi memoria; no había dos libros próximos que repitieran el tema. Al poco tiempo descubrí el oculto orden de esa heterogénea biblioteca, la regularidad que cumplía cada anaquel rigurosamente: el desorden. Estaban dispuestos en un riguroso desorden, y todos formaban un gran grupo que por ser uno solo encubría el régimen seguido. Sólo cuestionaba mi teoría la aún oculta razón de aquel trabajo. Algo debía significar. Pensé que podría ser una tediosa trampa para quien


fuera allí buscando algo; también podría haber sido un recurso de Rocaram para hacer parecer que la biblioteca era más grande de lo que en realidad era, para que la irregularidad generara una sensación de secuencias infinitas, de un largo camino sin ningún patrón, y así, sin un orden, la biblioteca se multiplicara por las veces en que se quebraba un posible orden. No imaginé otro lugar para encontrar la respuesta que en ese pasillo, así que seguí pacientemente recorriendo los títulos. En la segunda mitad del pasillo, pasadas tres horas y luego de haber visto cerca de ocho mil libros, noté cinco bastante parecidos, ubicados bastante cerca el uno del otro; me alejé lo más que pude, pegándome a la otra estantería y vi que entre ellos formaban una cruz. No recordaba haber visto ningún ejemplar de ese tipo durante la búsqueda, y en una segunda vista comprobé que eran idénticos, de lomo blanco y que decían en letras plateadas El espejo, de manera casi ilegible, confundiéndose con el fondo. No había otra posibilidad que un acto voluntario de Rocaram, luego de tamaña obra. La cruz me hizo recordar los viejos mapas piratas del tesoro, lo cual me hizo vislumbrar la razón para la forma de la biblioteca: ella era un laberinto que en su interior guardaba un tesoro, y ese aparente desorden eran en realidad sus corredores, sus trampas, sus túneles, sus escaleras, que así protegían al escondido cofre de ojos desconocidos. Luego, para el buscador perseverante, el que sabía que detrás de


ese velo había algo, dejó la cruz bien visible, blanca entre libros oscuros, si los ojos aún seguían despabilados al llegar a ese lugar. Quedé satisfecho con el hallazgo y di por concluida la búsqueda. Luego me dediqué a ver en qué consistía aquello a lo que dedicó Rocaram la biblioteca, y que me quiso dejar luego de morir. Los cinco libros no decían más que El espejo en la tapa y en el lomo; el autor me era desconocido, y ha querido mi fantasma que olvidara por completo su nombre. Tomé uno al azar y lo leí. El epígrafe decía: Y fue cuando me miré al espejo que comprendí que ya estaba muerto. La novela en tres grandes capítulos narraba el crecimiento de una niña de familia aristocrática en la Francia prerrevolucionaria hasta su madurez, donde el desenvolvimiento de la trama la llevó al suicidio. Había en su habitación de joven un espejo, su único compañero durante sus llantos en soledad; espejo que la vio como nadie la vio y que la perdió al crecer ella y luego morir. La novela como tal era intrascendente, pero a lo largo de ella fui viendo cosas detrás de las palabras, de manera cada vez más nítida y profunda. No sé de qué manera ni dónde exactamente, si entre sus superficiales escenas o sus extensas descripciones, si en los áridos hechos o en los profusos sentimientos, pero de alguna forma me vi de cuerpo entero en esa novela, ese libro me reflejaba incorruptiblemente, como me veía por fuera, como me enorgullecía y me avergonzaba saber


que era por dentro, y hasta como intuía y temía que era más adentro aún. “Este libro soy yo” me dije en soberbia inocencia, pero luego comprendí de qué se trataba en realidad el espejo. Lo releí de corrido y otra vez me vi, como pretendía ser, como creía ser, como era. Cada capítulo reflejaba un estrato diferente dentro de mí, a los que llegaba con un poder y una claridad incomprensibles y transcribía detrás de una trivial historia para formar en el todo el reflejo absoluto de mí. Era mi reflejo, pero intuí que era el reflejo de cualquiera que lo leyera, que era el reflejo de todos, era todos los seres y ninguno en especial, era un espejo. No faltará quien diga que ese libro era Dios, o que era el infinito, pero todo eso no es inválido: por cada persona que leyera ese libro habría una persona diferente en él, por lo que de alguna forma en ese libro estaba la absoluta naturaleza y potencialidad humana, y dada la innumerable cantidad de hombres posibles, había infinitos libros, infinitos reflejos. Ahora no comprendía el por qué de cinco libros. Imaginé que el poder del libro era único e irrepetible, pero la presencia de otros evidenciaba una edición de imprenta. ¿Dónde estaban los demás entonces? Me inquietó la idea de que había muchos más ejemplares, tan desconocidos como ésos, obrando esos milagros en la oscuridad y el silencio de otras bibliotecas. El impulso de esa inquietud me llevó a tomar otro de los libros y leerlo. La historia era la


misma y volví a sentir el reflejo, pero ahora todo era distinto; ya no sólo me veía en todas mis facetas, sino que me veía viéndome y a ése yo lo veía viéndome, y vi cómo infinitas mutaciones empezaban a crecer desde los rincones de mi reflejo, viendo cada vez distintos libros y distintos lectores, que no paraban de crecer, y quedé atrapado en una sensación de éxtasis exquisito que se multiplicaba hasta que no la pude soportar. Dejé el libro y la sensación desapareció, pero al volver a tomarlo estuvo allí, intacta. El segundo espejo ya se había abierto; la trampa de espejos había funcionado desde la primera palabra, el infinito ya estaba presente, pero a la vez, aunque las palabras parezcan contradictorias, ese infinito a cada paso era más vasto, pues me mostraba cada vez más rincones magnificados y corrompidos infinitamente entre los reflejos; vi un ideal eternizado; vi mi orgullo y mi vergüenza eternizadas y vi mi infinito temor, el fantasma que se ocultaba tras las demás esferas de mi ser se vio y se multiplicó... Fue algo espantoso y estremecedor. No podía soportarlo pero me pedía más. Y al fin me vi eternamente. Me vi en un caudal infinito de reflejos que todo lo purificaban hasta ya no ser yo el reflejo, sino sólo una luz sin cara que crecía y crecía sin cesar. Así terminó la segunda novela. Tomé otra, y sentí al infinito partirse al medio y no sentir nada, y a la vez me vi, como aislado del otro reflejo, siendo yo sin los demás reflejos, y en mí convivieron las dos sensaciones sin tocarse,


pareciendo que iban a quebrar mi cabeza en cualquier momento. El cuarto libro dejó intacto el infinito reflejo pero agregó otro, y dentro de mí hubieron dos eternidades, dos éxtasis infinitos, como subiendo dos escaleras espirales por fuera de una torre circular que se elevaba de la tierra hasta un cielo invisible; pero no subía en un tiempo, al mismo tiempo que salía ya estaba en la absoluta altura, en el cielo. Lo que se multiplicaba eran las torres gigantes, como columnas que apoyadas en la tierra sostenían el cielo inalcanzable. El quinto libro me hizo ver lo mismo que el anterior, pero a la vez me mostró su reflejo infinito desde innumerables ángulos, amplitudes, texturas, como si rebotaran todos los reflejos de los cuatro espejos en uno quinto, esférico, que los encerraba a todos; así vi también la multiplicación constante de reflejos nulos, y el reflejo de esos resultantes reflejos desde todos los rincones posibles, eternizando cada combinación con las infinitas combinaciones de cada uno de los infinitos reflejos siguientes. Y todo eso pasaba en mí como un fulminante rayo en un segundo, al que se sumaban a cada palabra de la tonta historia otros rayos semejantes que entraban por todos los demás reflejos al círculo en el que rebotarían eternamente, por un segundo. Y a la letra siguiente, todo aquello pasaba a ser eternizado infinitas veces, purificado en una luz que crecía, en dos luces, partiéndose en dos, rebotando... Me vi en cinco espejos.


Sólo pude salir de esa blanca eternidad que no paraba de rebotar y multiplicarse desde y hacia lo infinito cuando la viuda de Rocaram me despertó aterrada, habiéndome encontrado por la mañana siguiente sentado en la oficina del doctor, inmóvil, con los ojos clavados en el punto final del libro abierto sobre el escritorio. Me llamó a los gritos y me agitó aterrada, entonces quité mis ojos secos del reflejo final y absoluto, y sentí que mi mente se liberaba de un peso insoportable, pero además que había caído de una altura jamás concebida, de un universo imposible. Una vez que inventé una explicación para calmar a la viuda y que pude quedar solo con los libros, volví a tomar el tercero para ver cómo sería su reflejo luego de que me hubiera visto en los cinco. El resultado fue el mismo que la primera vez. Revisé por todos los rincones de cada una de sus páginas; no había una mínima seña que marcara cuál espejo era cada libro ni orden alguno; todos eran idénticos. Pero ya habían sido dispuestos por mí, y no cambiaría el reflejo que cada uno produjera cuando lo leyera, pues el que yo había leído primero sería para siempre el primer espejo y su reflejo no sería otro que el del primer espejo. Comprobé mi teoría mezclándolos, ojeando sólo una palabra de cualquiera, viendo siempre los cinco que conocía. Abandoné finalmente muy satisfecho cualquier búsqueda y guardé los libros otra vez en la biblioteca.


Jamás se me habría ocurrido un lugar mejor donde dejarlos. Cuando volví dos meses más tarde, los libros ya habían cambiado.


la farsa

Amaneció un día hermoso. Pero no fue la luz lo que lo despertó, sino el frío de la madrugada, antes del alba, sorprendiéndolo desnudo en el árbol (no le molestaba, pero le señalaba la hora de dejar el sueño). Igualmente no bajó hasta que la mañana le permitiera entrar en la vida de la ciudad, cuando empezara su día de trabajo, cuando abrieran las panaderías. A las ocho abandonó el árbol y comenzó a caminar por la calle de la ciudad, pero no fue el reloj quien se lo ordenó, pues en su vida no había “tres y media” ni “nueve en punto”, sólo el exacto momento de cada día para el religioso oficio. El clima era perfecto, por lo que no necesitaba abrigo alguno, y el sol poco a poco calentaría las baldosas de la vereda, aunque le gustaba sentir fresco el suelo bajo sus pies, como si fuera pasto de campo mojado por el rocío nocturno.


En su camino se cruzó con un anciano de quien recibió una mirada muy grande, muy sorprendida, de arriba a abajo, y, sin hacer más que sonreírle a manera de “buen día”, recibió otra mirada, repulsiva, y el rechazo del otro que cruzó la calle y siguió por la otra vereda. No supo cómo interpretar esto, pero no le dedicó importancia, porque tenía mucho hambre, por lo que debería trabajar duramente esa mañana. Hizo dos cuadras más por la misma calle solo, aunque, sintiendo la comezón en su espalda, se dio vuelta una vez y vio desaparecer varias miradas. Ya olvidaba todas esas pistas cuando se pegó a su andar un patrullero de la policía, con la sirena encendida. Asomaba por la ventanilla abierta un sonriente uniformado de testa pelada y gran nariz. –Calor, ¿no? –le dijo con sarcasmo matinal. –No tanto, la verdad, oficial –respondió sonriendo el hombre. –¿Te afanaron la ropa? –mientras el patrullero avanzaba lentamente junto a él. –No, como no hace frío, no me puse nada. Escuchó que dentro del auto su interlocutor le decía al conductor “¿Está loco éste, qué le pasa?” y respondía con el mismo tono discreto su compañero “Está borracho, seguro”. Algo le dijo que se atreviera a responderle para aclarar la discusión, pero no era costumbre suya meterse en asuntos ajenos o en conversaciones privadas, más de lo que sus oídos no


podían evitar. Siguió caminando, pero notando que el auto lo seguiría por un tiempo. –Bueno ya está. O está borracho o se está haciendo el boludo –dijo fuertemente el primer policía, disponiéndose a salir. El hombre escuchó todo pero, ya con un poco de inocencia, creyó que se trataba de una broma. Así fue fácil ponerle las esposas, y para cuando empezó a resistirse ya lo estaban metiendo en el asiento trasero del patrullero. Mientras lo llevaban a la comisaría no paraba de pedirles explicaciones. Primero se burlaron de él, luego lo ignoraron y al fin se impacientaron. En la comisaría siguieron el procedimiento habitual; lo tiraron en la celda, averiguaron los antecedentes, lo revisaron buscando marcas de golpes. Todavía les pedía explicaciones. “¿Qué hice yo de malo? ¿Por qué hacen esto? ¡Tengo que trabajar!”. Llegó un uniformado luego de largos gritos, con una bolsa llena de ropa sucia y rota. –Tomá. Ponete algo de esto y andá –le dijo como quien hace su oficio entre tantos otros. –No quiero ponerme nada. No hace frío. ¿Cuál es su manía con vestirme? –¿Vos estás bien de la cabeza, pibe? –la diferencia de edad era algo grande, aunque el detenido parecía mayor de treinta años. –Yo sí, ¿ustedes? –¿Qué, me estás tomando el pelo? Mirá que no salís más de acá.


–¡No sé ni por qué entré y ahora me dicen que no voy a salir! De poca paciencia se llevó la ropa el policía y lo dejó solo. Al mediodía le dieron algo de comer, pero no le dijeron nada. Lo visitó al tiempo un psiquiatra, que evaluó su estado de salud mental. Le hizo preguntas y todas las respondió el hombre con completa lucidez. Cuando le preguntó por qué estaba desnudo, le respondió “Yo podría preguntarle lo mismo, qué hace vestido. No veo la razón de vestirme si no lo necesito, aunque estas celdas son realmente frescas.” El mismo doctor quedó confundido ante la inteligencia, la coherencia y la desnudez voluntaria de aquel hombre. Al fin le resumió el asunto en pocas palabras: “Mire, no puede andar por la calle así. Es fácil: se viste y se va, no hay vuelta que darle.” “Quién me lo dice” El asunto siguió hasta que se agotó la paciencia del doctor (aunque la del hombre no; él era paciente, inagotable), y se marchó diciéndole que se le abriría una causa por exhibicionismo. Pasó dos días enteros en la comisaría. Allí le obligaron a vestirse, pero esta vez ya no podía salir. Al segundo día lo llevaron a ver a un juez. Lo sentaron frente a él en su despacho, junto a varias personas más que desconocía. El juez empezó a interrogarle. –¿Sabe por qué está acá? –Sí, pero no entiendo por qué estoy acá.


–¿Sabe que está prohibido andar desnudo por la vía pública? –¿Por qué tiene que... –¡¿Sabe o no sabe que está prohibido el nudismo en la vía pública?! –interrumpió violentamente el juez. –Sí. –¿Entonces es consciente de que cometió un delito? –Por supuesto que no cometí ningún delito. Dígame, ¿a quién dañé por eso? –Violó las normas de la sociedad. –¿Así de hipócrita es la sociedad? –¿Cómo dice? –Digo que es algo natural estar desnudo, si hace calor. Los perros andan desnudos por la calle y a ellos no los encierran. –Está loco –le murmuró a las personas que tenía al lado. –Lo que es una locura es ir en contra de la naturaleza y de la libertad del hombre, con leyes superfluas e inservibles. –Así es la sociedad. Puede retirarse. –Pero entonces yo no quiero esta sociedad, que dice que decente es el que se anda ocultando. –Ya terminó la entrevista. Puede irse tranquilamente de esta sociedad. –Ah, ¿en serio puedo vivir fuera de la sociedad? –sacando su lado sarcástico en el momento


de tensión, al tiempo que se miraban del otro lado de la mesa y llamaban a alguien para llevárselo– ¡Fantástico! Muéstreme la salida de la sociedad y con gusto la tomaré. Muéstreme un lugar donde yo pueda vivir solo sin tener que venir aquí. Muéstreme un solo espacio de la tierra que no hayan tomado los que se disfrazan para cercarlo y crear su sociedad, muéstreme un espacio de vida silvestre donde pueda habitar yo y mi familia sin tener que venir aquí a comprar la comida o a tomar el agua o a comprar el abrigo o a trabajar para conseguir la moneda que me comprará todas esas cosas. Con gusto iré al espacio de la Tierra que no haya tomado un país con su sociedad y sus normas para que pueda andar como yo quiera. Muéstreme al mundo antes del hombre, e iré. Llegaron los dos salvadores para tomarlo de los brazos y controlar la resistencia. –¿Qué, ahora me encierran? ¡Usted no es quien como para violar mi libertad, ni usted ni su sistema! ¡No puede venir el sistema a encerrarme si yo no afecté la libertad de nadie! –cerraba la carpeta el juez y se sacaba los anteojos– ¡El sistema no es dueño de mí! ¡Yo nací afuera, entre los árboles, no me pueden mandar a una prisión por no hacer nada! –abrían la puerta para sacarlo y asomaba la gente de afuera– ¡Este mismo sistema me dijo que yo era libre! Llegó al hospital psiquiátrico gritando de la misma forma las mismas cosas, ya a nadie, ya a la


entidad impersonal que se acometía sobre él de manera lógica, metódica, pero inexplicable. En el hospital lo rehabilitaron y lo capacitaron para cumplir su rol en la sociedad, el de fantasma. Mira un haz de sol que entra por la ventana de su celda fría y húmeda, desde su dura cama, en la soledad que lo matará. Ahora, aunque no quiere, aunque tiene frío, también está desnudo, pero esta vez a nadie le importa.


crescendo Miro la estrella, y olvido. Desierto de ambiciones y desgracias. No podré cerrar los ojos mucho tiempo. Los abro y la estrella allá. No puede cerrar los ojos mucho tiempo. Irradiará su luz y llegará a mí (si sigo confiando en azarosas señales estaré perdido y aún creyendo que todo está en mi cabeza; pero están en todas partes, en mi cabeza). Hay un camino entre la estrella y yo, si empiezo a caminar derecho hacia ella caminaré y caminaré, dos, tres eternidades y al fin llegaré a ella, aunque aquí la vea como en un tapiz. Hay un espacio, un enorme espacio entre nosotros, pero ella está, y yo también, yo sé que ella es un lugar en el que se puede estar, y hay quizá cosas en el medio que quedan hechas nada en mí, y yo nada en los que están atrás (yo sé que te pido mucho, pero te doy todo, y sólo me queda sostenerme en tu presencia). Yo sé que vos estás, aunque a veces sospeche que también estás en


mi cabeza y no hay salida para ese maldito círculo, sólo olvidarse, pero cuando estando estás ausente el cuchillo de tu ausencia tiene doble filo, y son terremotos en mi cabeza, en mi cabeza. Guardo la Historia, guardo la Muralla China, guardo ese farol, la estrella, guardo a Ani, y se van conmigo. Todo nació conmigo, y me los llevo a la Nada cuando en mí todo se apaga. No habrá más Historia, ni tiempo, y la estrella morirá y no será ni lugar ni luz ni tapiz, no habrás más aunque habiendo (Dios quiera), pero ya no puedo volver atrás y apagarme, ya arranqué la máquina y ya sé que todo morirá, para siempre, que todo lo que conocí se apagará como yo y no más. Pero sólo habrá una vuelta, una inercia, si sólo habrá una Muralla China, una Ani, una Mercedes... Ya estoy en este mar. (Yo sé que te pido tanto quizás, pero te doy todo lo que tengo, y cuesta mucho sostenerse, y así no me dejás caer). Siempre están a punto de matarme, me olvido, árbol, banco verde, Plaza Moreno, noche, noche que crece, toda la noche, 273, El Morenito, tu cara detrás de la profundidad de tus propios vuelos. Pero desde allá igual, yo quiero que estés acá. Y presiento... presiento que si no me tomás la mano empezarán a maquinarse mil desgracias ahí, en mi insomnio, de aquí hasta que vuelva el mundo con su remolino arrasador que hace olvidar y seguir y aplastar y seguir y no ver y seguir. Yo sé que estás en ese otro camino


que no va a estrella (pero pasan esos tres hombres y van tres Sol, tres murallas chinas, tres faroles, guardados, perdidos, nosotros paisaje fugaz que ya murió aún en su luz), pero no quiero que olvides a veces me voy y la boca dice quizá demasiado porque nunca decís nada y este pozo no sería cielo, este pozo sería dolor, dolor y dolor... y me voy y me fui, presintiendo que el mundo demoraría mucho en venir, y todo se repitió en mi mente y mi angustia y otra vez en un ciclo ensordecedor de miro la estrella, y olvido. Desierto de ambiciones y desgracias (pero peor). No podré cerrar los ojos mucho tiempo y la estrella tampoco puede simular que no me ve, porque no me ve, pero yo estoy y si viene a mí me quemará y estará quemando algo y destruirá todo un universo, el universo en mi cabeza, en mi cabeza. (Si estas señales que siguen y siguen y siguen y siguen... mi cabeza sólo será una señal de que mi cabeza está pensando demasiado). Hay un camino entre la estrella y yo, aunque yo la vea como una chispa celeste prendida en una blanda pared que nunca podrás tocar, ni ser dueña, sólo llenarla de latidos y calor y belleza (pero todo más oscuro y lejano). Si yo camino llegaré, pero demoraré mucho más, siete, trece eternidades (¿será el peso de las cadenas que ató tu silencio sobre mí, el peso de nunca decís nada. Yo sé que te pido mucho, pero soy tuyo.


Sospecha al cuadrado se hace otro remolino en mi cabeza, en mi cabeza. Vos en mi cabeza, y las estrellas y los tres hombres que tienen cada uno el Universo y el reloj de arena esperando la perdición de todo, hasta de nosotros que seguiremos luego de desaparecer, en su cabeza, en mi cabeza. ¿Pero cuántos filos, cuántos filos más tenés guardados para el cuchillo que me acaricia la espalda? ¿Cuántos más? Y vuelvo a guardar la Historia, París, los océanos, cada pájaro que alguna vez voló por algún pedacito de cielo en algún pedacito de tierra que nunca conoció una voz humana, y guardo a Dios y a los infiernos y a la génesis que me guarda y me salva pero yo también me la llevo con cada muerte hacia la Inexistencia, que siempre está comiendo Todo, que no para de nacer. Todo nació cuando se prendió la luz en mí, momentos que yo no recuerdo y nunca recordaré, pero que el mundo funcionaba mientras yo conocía los colores, las texturas, los sonidos, todo daba vueltas y me decía que nada está en mi cabeza, que estoy creciendo en este mundo abismal, sé que todo morirá cuando la luz se apague en mí y se acabe al fin el tiempo que juega conmigo como mi paranoia con mi amor, y la estrella morirá (pero más vacío, más Nada aún que la misma nada, que es una idea, sólo imaginación, que no hace más que llenar vacíos con vacío, que necesitamos llenar porque si no el vacío chupa lo que está alrededor y nuestro hermoso castillo


de nociones se derrumba con el hueco de ¿Dios o no Dios?, de ¿Vacío o algo?, de ¿solos o ciegos?, de ¿Cielo o Infierno?, de ¿más o hasta aquí, o muerte? No puedo volver atrás, no puedo no haber ya arrancado la máquina y abierto los ojos y empezado a vivir (¿y para qué no voy a querer haber nacido si después de esto, desde aquí, no hay nada?) ¿Qué me importa que afuera de esta dimensión de la vida haya otra Existencia en la que esté (u otra forma que no sea ser) mi líquido esencial si vos estás acá, y ya acá no te puedo encontrar, al lado mío, en mi cabeza, sí azarosas señales, en mi cabeza, y allá no sé si estarás cerca o no, o serás yo o seré vos? No habrás más habiendo (No Dios me lo deje) y Ani y El Morenito serán sombra del olvido, en mí, que no seré. Yo sé que te pido tanto quizás, pero estoy en vos y lo que es mío es tuyo, y lo que me das se hace mi creación que vuelve a vos tratando de entrar por donde se filtran mis pulsiones. Te pido tanto porque cuando no encuentro tu corazón muero de hambre, y con tus ojos lejos la sed parece perpetua. Siempre están a punto de matarme (pero más fríos, más indiferentes y bestias y desconocidos), me olvido, árbol, árbol, banco verde, banco verde, Plaza Moreno, Plaza Moreno, noche, noche, noche que crece, noche que crece, toda noche, toda noche, 273, 546, El Morenito, El Morenito, tu cara detrás de la profundidad de tus propios vuelos, tu cara en mi recuerdo más brillante por mi sed pero más opaca


porque nunca decís nada. Y presiento que ya lo viví y otra vez y otra vez, y todo va a estallar de mí pero el remolino no lo notará, y seguirá impasible arrasando todo lo que quede por sufrir. Tu otro camino se hace no sólo mi obsesión, sino la obsesión de mi obsesión, en la cabeza de tres hombres, de Ani, en el remolino, en tu camino. Y todo vuelve y todo se va, pero más abajo, un escalón, y luego todo vuelve y se va, otro escalón, escaleras abajo por mi reflejo de ese otro camino que no va a estrella (pero tres hombres son tres Todo, tres obsesiones, tres tu camino, tres no quiero más), pero no quiero que olvides a veces no sé cómo callar ni cómo decir, y sólo sale lo que no debía decir, porque nunca decís nada. Pero cuando hablás... los soles pasan por mi mundo y cada segundo es un día, y vivo en una palabra tuya, en un gemido, en un amague de decir algo, en un mojarte los labios, lo que sin ellos no puedo encontrar en años, porque lo que sale de tu adentro me hace vivir. y este pozo no podrá ser otra cosa, ya no sé qué es cielo ni condena, sólo recuerdo el dolor, dolor y dolor... y recuerdo que me fui, presintiendo que el mundo demoraría mucho en venir, y todo se repetiría en mi mente y mi angustia como ya tantas veces que pasó, bajando escalones hasta que la rueda me saque del barro... Y cuando volví ya no estabas. Claro. Porque vos también estás viva.


el soldado

El Milagro me dijo que mi suerte ya no era suerte y que ahora de mi alma pendían muchas marionetas. Y yo le creí. Tomé el primer tren que llegó a la estación de Tolosa con destino en Plaza Constitución, muy temprano. Ya tendría tiempo para dormir. De la imagen, si la hubo, no recordaba nada; menos sabía de cualquier mapa. Lo único que recordaba era la sensación, y el impulso que ella movía, en mí, el impulso que me hizo despertar tan temprano, y convencido de algo que no comprendía, el impulso que me subió al tren. Tan apurado iba, como tratando de evitar que se perdiera el mapa trazado en mi mente, pero que no existía, jugando una carrera contra el viento que esfumaba la silueta del camino que no veía, pero que de alguna forma intuía, tan ajeno era el Astro que comandaba desde el Milagro mi cuerpo,


que me había ido de mi casa sin vestirme, sin un centavo y sin reloj. Sólo tenía unos pantaloncitos y una musculosa, que usaba para dormir. Recordé entonces, cuando el tren llegaba a la estación de City Bell, que no había comprado boleto. Algo en mí (mi conciencia, creo) trataba de preocuparse por eso, pero yo estaba demasiado ocupado siguiendo esa línea que, si hubiera intentado señalar con un dedo, se habría perdido para siempre. Mi cuerpo me pedía un poco más de sueño, pero también se lo negó el Astro, el milagro me demandaba entero. Pero sí le permitió juntar esos retazos gratuitos, seguramente para un futuro próximo. Esas palabras incoherentes, salidas de un sueño, ariuts, ulrstugt, snobsnao, ¿de dónde habían salido? Recordé también un sueño de una noche anterior, donde me encontraba solo, en la noche de lluvia, en un campo desierto, acicalando un bloque de piedra con apuro. ¿Cuándo lo había soñado? Llegó el boletero, y yo lo miré sin mirar, con los ojos apuntando a otra parte pero con la atención centrada en ese borroso costado que ocupaba aquel guardián de los senderos. Pero ése, esta vez y sólo esta vez, no era su sendero, ni el mío, por lo que yo nada le debía ni él nada a mí, quizás todavía. Sé que me miró, fue cuando dijo “Boletos” en alto pero hacia mí, e hizo sonar su balanza de la justicia, ésa que siempre le quita algo a uno, y le da algo a cambio. Se quedó quieto unos segundos, con su cara en dirección a mí, pero luego volvió a caminar hacia la otra cabina. Y


fue entonces cuando, con la poca energía que consagraba el astro al pensamiento, empecé a pensar que el Milagro no tenía barreras, que era Supremo, que todos los hombres, fueran quienes fueran e hicieran lo que hicieran seguirían siendo reos de la misma propiedad y jamás podrían escapar a la fuerza de ese fenomenal elemento cósmico, el elemento que gobernaba las almas de los hombres y quizás en otros mundos, las de otros seres perversos y románticos. Supe que todo ese tiempo en que yo creía haber vivido libremente, en mi casual y efímera existencia, no había hecho más que pasear de un lado a otro en el corralito que me había asignado el Milagro, de donde no podía salir, porque yo no era más que una infinitesimal pieza de su rebaño. Y ahora que yo ya no era yo, y que mi existencia toda se desvanecía para mi misión, ahora que no era más que un instrumento para salvar a otros instrumentos y sus triviales grandes sueños, sabía que los demás fantasmas estarían a mi servicio, como los pequeños cómplices de su secreto redentor, abriéndole por lo bajo la puerta, revelándole en la oscuridad la filtrada clave. Supe que nadie más que el Milagro mismo con sus manos podría detenerme en mi inercia hacia el lugar señalado por la Constelación, pues todos los esclavos de Él serían también mis soldados, por unos pocos minutos. Me resultó raro (luego al despertar) que el astro le hubiera concedido a mi mente la comodidad de


reposar, ya que durante un largo tiempo dormí en el tren, y dormí profundamente, con la cabeza apoyada sobre la ventanilla, luego de haber pensado sobre mi nueva y última condición en el Universo, y luego de que se sentara junto a mí un pasajero. Lo pensé cuando desperté, cuando los asientos estaban vacíos y dos multitudes se concentraban de espaldas a mí, en torno a la salida: el tren llegaba a Plaza Constitución. Y consideré también, aunque no me sorprendió, el hecho de despertar justo en el momento en que se detenía la máquina en la estación, como si hubiera estado marcado exactamente el tiempo de mi reposo, hasta el exacto momento en que debía empezar a caminar. Mi viaje estaba perfectamente organizado por la Constelación, allá, donde los astros se reúnen para deliberar sobre su República Universal. Me levanté plenamente lúcido, aunque como siempre, llevado por ese impulso y por el mapa que se mantenía intacto desde el momento en que lo había abandonado, al dormir. Bajé del tren y caminé por el andén con el mismo paso afiebrado e hipnótico de la multitud, yendo pesadamente al embudo, como hormigas. Cuando me tocó mostrar el boleto seguí caminando firme sin dejar de mirar al frente, con un paso sereno, ya esperando que no me llamaran la atención. Y así sucedió. Salí de la estación, y me recibió Buenos Aires. Su cielo me decía que aún no era mediodía, y decidí creerle, ya que no me importaba el retraso. Caminé sin mirar qué calle era la


que tomaba. Caminé y caminé. Creo que el mediodía llegó con su pie para aplastarme desde arriba, y la sed en un momento se hizo escuchar en mí. Sentí que ya tendría tiempo para tomar agua. Sentí que ése era el lugar. Entonces doblé en la primera esquina a la que llegué. Y luego volví a doblar, y lo repetí en diferentes sentidos innumerables veces, como trazando un redundante laberinto. El azar me dictaba simplemente el camino. Cuando llegué a aquel otro edificio, comprendí todas las vueltas, todo el camino intermedio. Había llegado a la estación de Retiro. Y sentí otro impulso que me hizo entrar. Aún no sé por qué quise leer un diario, pero no lo hice, porque pese a mi serenidad la misión no podría esperar; si anochecía, yo fallaba. Hice lo mismo que en los anteriores pasos: me dirigí a la plataforma que llevaría al próximo tren; mucha gente ya estaba esperando en el andén; pasé la barrera sin vacilar y nadie me detuvo, y me quedé luego en el andén a esperar. Llegó el que yo sabía mi tren. Bajaron los pasajeros. Subí y tomé asiento otra vez en la mitad de una cabina, junto a una ventanilla. En la espera poco pensé, y realmente no sé si pensé en algo, pues ya no era mi mente el comandante de mis acciones. Yo casi no era; mi existencia consistía en un puñado de polvo en movimiento. Arrancó la gigante máquina y arranqué yo. Pasaron algunas estaciones serenas en las que dormité saboreando el mausoleo. Pero luego llegó el boletero, y la que yo creía rutina.


Pero no lo fue. Mi cabeza estaba apoyada contra la ventanilla y mis ojos cerrados; mi rostro casi inerte. Sabía que el boletero se había detenido junto a mí en su camino, pero esperé a que continuara su camino. Pasaron unos segundos, él dijo la palabra de siempre como para todo el mundo pero para nadie más que yo, y siguió el silencio y la espera. Pero no siguió su camino. Me miraba fijamente, yo lo sentía, y no me impacientaba, pues creía ciegamente en el Plan. Pero la sorpresa me tocó el hombro con fuerza y me hizo girar la cabeza, abrir los ojos, y hasta asustarme. Le vi por primera vez la cara al boletero (no era como yo lo imaginaba, por más que no fuera muy definida su imagen en mí); como en mi cabeza, me miraba fijamente, y con cierta agresividad, como impacientado, o como mirando a un criminal. Me exigió el boleto, y entonces fue cuando mi mente vio un castillo gigante de naipes que caía desde el cielo. No era yo quien se había asustado, no era mi espíritu, sino mi conciencia que se despertaba sobresaltada en la noche, en el momento que menos esperaba un asalto. Una comezón me cruzaba el pecho, y sentía mi garganta caliente, porque pensaba que la misión que hasta allí me había llevado, que me había despojado de toda pasión y casi todo recuerdo, que se había adueñado de mi vida y de mi muerte, quedaría ahora inconclusa por culpa de una circunstancia tan superflua. Y a causa de ese pensamiento, que revelaba que mi conciencia sabía de qué se trataba todo esto,


vino a mí el primitivo miedo a la perdición del mapa, la figura borrosa que arrastraba mis pasos. Mientras la mente volvía tomar el control de mí, me mantuve inmóvil y sorprendido. Luego, hablé. “No... tengo boleto” “La multa son tres pesos” me contestó con su cara impacientada. “No tengo plata” le dije atemorizado por el destino final de quien ni siquiera era yo. “Entonces se me baja en la próxima estación, ¿me entendió? Que no lo vuelva a agarrar sin boleto, porque le hago pagar la multa en serio. ¿Está claro?” Entonces el miedo se hizo para mi mente una horrorosa convicción: el astro no existía. Era algo imposible de creer, por lo que demostraba que mi mente no sabía tanto al respecto todavía. “Sí, sí, está claro” dije en voz baja, porque al empezar a usar la conciencia, empezaba la noción de la vergüenza, y el temor era que fuera por última vez. El boletero siguió su marcha, y yo me encogí de hombros y empecé a mirar por la ventanilla para disimular mi humillación y para evitar la mirada de los demás pasajeros. No tenía la menor idea de dónde estaba. Cuando el tren llegó a la estación, me levanté. Más fue por la vergüenza que por el deber, porque cuando vi a lo largo del pasillo, el boletero ni siquiera andaba cerca, pues no le importaba para nada el boleto, sólo la intimidación. Pero de todas formas me bajé, cada segundo más alienado, cada segundo más instintivo, cada segundo menos yo, y más instrumento del astro, que volvía a comandar mi cuerpo. Y comprendió mi


mente mientras se marchaba que jamás había dejado de seguir el camino, y que el astro tenía cartas de varios palos en su mano. Era esa estación a la que yo debía llegar. Pero se atemorizó mi mente de pensar demasiado y tomar la próxima bifurcación como una adivinanza consciente y no como debía ser. Pero al instante dejé de oír su voz. Cuando estuve en el andén, vi la boletería, y allá no quería ir. Entonces me di vuelta y crucé el andén. Más allá de los bancos de espera vi un sendero que descendía hasta una calle empedrada, paralela a las vías. Detrás de esa calle, el campo y el cielo. Bajé hasta esa calle, y empecé a caminar por ella hacia la izquierda, hacia lo que yo creía el norte. Escuché del lado izquierdo el motor de una moto, y del lado derecho el canto de los pájaros lejanos, y me conmoví. Ahogué ese experimento tan agridulce y hermosamente animal con una tosca y bruscamente humana risa. Rápidamente el astro se llevó mis emociones por el sonido seco. Entonces ni siquiera sentí pena por ello. Seguí caminando sereno, obnubilado, hipnótico. No escuché nada más. Varios minutos siguió el camino junto a las vías, y yo junto al camino. Luego surgió una curva hacia la derecha, que segundos adelante unía a mi camino con una ruta pavimentada. Yo tomé esa ruta. Había un paisaje adelante, hacia donde mis ojos miraban, pero yo no lo veía, porque mis ojos ya no servían, al menos no en esa parte del camino. Ya había pasado suficiente


tiempo como para que supiera que todo en mí tenía su función para el Plan. Caminé y caminé. En un momento la sed era implacable, y el hambre todavía más. La sed me raspaba seca la garganta por el polvo respirado y el hambre rugía en las paredes del estómago. Los hombros me empezaron a arder un poco por el sol, pero era infinitesimal su molestia. El sol en sí era un gran obstáculo. El calor, la sed, la luz excesiva. Tenía el ceño acalambrado de tanto fruncirse por la luz del sol. Pero todas esas cosas, que en vida me habrían pesado tanto y me habrían desesperado, no me molestaban en lo más mínimo, o sí me molestaban pero no me frenaban, la inercia no les prestaba atención más que la que le permitía la mínima sensación, existente sólo porque era necesaria para que yo pudiera ir hacia mi destino. Pronto la sed sería irresistible, pero hasta entonces yo podría caminar sin inconvenientes. Seguí caminando con los estruendos en mi estómago y con la piedra en mi garganta. Encontré tirada en la ruta una botella de plástico vacía; lo consideré una señal. Junté la botella y me la llevé de su anterior destino eterno y efímero para poder tomar agua si encontrara algún lugar. Pero no usé mis ojos para buscar en el horizonte algún lugar, simplemente esperé a que el futuro me trajera los ríos y las montañas, todo según el Plan. Mi suerte ya no era suerte. Y el Plan proveyó. La ruta dobló a la izquierda y no la seguí, seguí mi camino derecho. Dejó de ser


mi ruta y pasó a ser un recuerdo perdido en vientos ya desde siempre ajenos. Seguí por un campo de yuyos y tierra, con pozos y lomas a lo largo y a lo ancho. ¿Dónde estaba yo? ¿Qué era ese lugar? Sólo en ese instante comprendí la inmensidad absoluta del mundo, de la Argentina, de la Pampa Húmeda, lo inabarcable de ese infinito. No importaba dónde estuviera, era un rincón del mundo, el rincón que rondaba el portal, uno de los portales a la redundante salvación. Y yo me dejaba llevar por esa tierra inhóspita y (causa o consecuencia) libre. Pero el tiempo con cada maldición que pesaba sobre mi cuerpo se hacía más y más grande e inalcanzable. Los minutos nunca llegaban, los segundos pesaban como gotas de sol sobre los ojos. Luego de un tiempo imposible de reconocer, súbitamente mis talones se levantaron con fuerza y quedé en puntas de pie y abriendo los brazos, como atajándome ante un obstáculo inmediato. Entonces mis ojos se posaron delante de mí por primera vez para ver, y encontré el río que no esperaba, pero que sentía. No iba a caer a un precipicio, pero esa reacción fue el paso de la orden de andar a la conexión parcial con la realidad para poder seguir con el siguiente paso. Me agaché, y, posándome sobre mis rodillas, me estiré hasta el arroyo, y con mis manos junté unos sorbos de agua, que, a pesar de ser el elemento que saciaba mi sed, la multiplicaron en forma de ansias y desesperación animal. Me tiré entero al agua y la tomé desde


adentro. No era el sabor al que yo estaba acostumbrado, pues era más natural, más turbia más pura, más agua. Mis tragos eran grandes y frenéticos; era como ahogarse por voluntad, una de las cosas más difíciles para un ser. Una vez satisfecho mi cuerpo, volvió a mí el Plan. ¿Dónde había quedado la botella? Estaba fuera del agua, la había soltado al caer al suelo. Salí del agua, y el frío húmedo no me molestó. Tomé la botella, y, pese a que ya no tenía sed, la llené inconscientemente, quizá para tomar luego, ya que no sabía cuánto duraría el viaje, quizá no. Empecé a caminar en la dirección del arroyo, a la izquierda de mi llegada. Volví a alienarme. Como el arroyo casi no tenía corriente, y esta niña era opuesta a mi camino, el agua no sería mi compañera, el arroyo lo sería. Pero esta vez el tiempo era controlable; la sed se había ido, el calor también, pues me había bañado con agua fresca, y el hambre, aunque no estaba satisfecho, había sido callado por el agua. Algunos minutos, quizá una hora, le concedería a mi cuerpo de tranquilidad. A mí no me importaba. El arroyo zigzagueaba por el campo, como una herida en la tierra, llena de sangre, que brotaba de algún tallo en lo alto y se desangraba por el tajo fluyendo sobre su piel de polvo y pastos, uniéndose y creciendo las venas abiertas hasta llegar al último extremo del cuerpo del herido y caer al eterno campo de sangre, rebalsándose cada día más, cada día menos, cada día más. Era la gran barrera que partía


siempre al mundo en brazos quebrados, estériles sin su savia, la que separaba su piel y regaba su interior. Y junto a él andaba yo buscando mi muerte. Aún no lo sabía mi cabeza, pero como tantas veces atrás, lo sentía. Y, aunque había ya empezado a hipnotizarme, esta vez mis ojos vieron más allá del aire que golpeaba mi cara, pero no fue casualidad. Fue el Plan quien hizo girar mi cabeza repentinamente, primero, y sólo después fueron mis ojos los que vieron aquella figura erguida sobre la llanura. El sol quizá la hacía blanca, pues desde donde la descubrí, la luz que refleja rechazó mi vista. Pero no sería el sol quien me diera órdenes (quizá sólo consejos). Me tiré otra vez al agua y crucé el arroyo, dirigiéndome a aquel (ahora podía verlo bien) bloque gris, alto y rectangular desde allá. Mientras caminaba me debatía si lo estaba haciendo a conciencia o si me estaba dejando llevar, entonces comprendió el astro que debía inyectarme más hipnotismo. Cuando llegué descubrí que era un prisma de piedra, algo más alto que yo, y supuse que era una especie de placa, de homenaje. Busqué en sus caras alguna escritura, y la encontré en el lado opuesto al arroyo. Así quedaba yo, enfrentando esa pared, y detrás el desierto desconocido, sin tiempo y sin nombre para mí, detrás el infinito. Leí la placa que me miraba cara a cara: EN LA MEMORIA DE ARIUTS ULRSTUGT SNOBSNAO,


CUYO LEGADO SE CIERNE SOBRE LA VERDAD DE LOS HOMBRES Y SIGUE NEGADO POR ELLOS, CUYA VIDA SE PERDIÓ EN EL ANONIMATO Y CUYA MUERTE HA CAÍDO EN LA INDIFERENCIA. PERO SU GLORIA ES INFINITA.

La sensación me hacía hermano de la piedra, me hacía padre, me hacía infinitamente hijo anónimo. Mi garganta se cerró bruscamente, mi pecho ardía, mi estómago también, mi cara hervía, mis ojos se secaban muy abiertos. Pero no era pudor lo que sentía, no era miedo, no era pánico, ni paranoia, era ausencia, ausencia eterna, insondable, casi imposible. Lágrimas empezaron a caer de esos ojos recién secos, pero aún faltaría para el quiebre de mi cuerpo, que seguía erizado, que seguía buscando un alma que no estaba. Miraba las palabras, el nombre, el arroyo atrás, y el desierto. Muchas lágrimas eran. Fue cuando todo se quebró en mí y lloré. Lloré y lloré. Me agaché bajo la sombra de mi mausoleo, con mis manos apoyadas en mis rodillas, cerré los ojos fuertemente, y sollocé, hasta los gritos agónicos. Me limpié con la mano derecha la cara, sacándome esos hilos que dividían mi piel en partes estériles sin su savia, y lloré más. Me apoyé con esa mano en mi memoria de piedra, erguida por mi hijo, mi hermano, mi eternamente anónimo padre. Miraba el empapado interior de mis párpados, masticaba el sudor y tocaba el agua todavía fresca que me pegaba la ropa a la piel,


y no sentía nada de eso. ¿Por dónde andaba ya? ¿Acaso me estaba despidiendo? Me erguí de pronto, respirando hondamente y abriendo los ojos con la vista obstruida por la ausencia. Me limpié otra vez con la mano. Y volví a mirar la piedra. Pero me llamó la atención un punto situado a la altura de mi estómago, a la derecha del rectángulo. Era un pedacito de superficie que tenía color celeste brillante, resaltando sobre la piedra gris. Era un color vivo, pero también, aunque liso, como dinámico. Me agaché para verlo de cerca y el color celeste se movió. Pero luego descubrí una pequeña mancha en él; una mancha muy leve, blanca, como de algodón fino. Me levanté rápidamente, y exaltado. ¿Qué había sido? ¿Era mi mano, eran mis lágrimas en ella, o era el agua del arroyo? Miré mi mano izquierda, con la botella con el agua del futuro, el agua del presente. Empecé a arrojar el agua de la botella sobre la cara del bloque, la tiré por todas partes, mientras la superficie adquiría colores distorsionados. Terminé de cubrir la superficie con agua, se acabó el contenido de la botella, cayó la última gota de la piedra que me enfrentaba, y descubrí aquel Milagroso espejo. Me vi mirándome fríamente, aún sin acabar de comprender todos los sentidos del Milagro. Y vi detrás de mí aquel campo, nunca tan ajeno, tan propio, tan ajeno. Pero en mi mano izquierda no tenía una botella, tenía un revólver. Me pregunté quién había construido el mausoleo. Me contesté que había sido mi sucesor. Me


pregunté de quién era el mausoleo que yo había erguido. Me contesté que era de mi antecesor. Me pregunté si serviría de algo al fin todo esto. Me contesté que estábamos salvando a la humanidad. Aunque fuera un círculo cerrado que esquivaba la intervención de todos los demás hombres, aunque fuera a simple vista un ritual de sacrificio por la piedad de los dioses, el sacrificio era por la piedad de los hombres, era la constante búsqueda de la salvación del mundo entero, generación por generación, el padre crea a su hijo que crea a su hijo que crea a su hijo, todos hermanos. Ése es el sentido, pues nuestro ritual no será eternamente vano, pues algún día los hombres del mundo oirán nuestros gritos, verán nuestra obra, algún día un hermano nuestro será escuchado, y ese día el ritual acabará para siempre, y el Milagro se desvanecerá en la sombra de la pirámide, el último mausoleo, el mausoleo del Astro. Me pregunté si era yo aquel Milagro, me contesté que si así fuera, no sería ésa mi ausencia. Mi reflejo sobre la piedra levantó el revólver y se disparó en la sien izquierda. El Milagro me dijo que mi nombre ya no era Ernesto Guevara, que ahora volvía a ser parte de aquel héroe espíritu anónimo (que en mi sueño se llamó Ariuts Ulrstugt Snobsnao), postergado escritor de la Historia.


funeral

Estoy perdido. Bueno, la buena suerte nunca fue una característica mía, pero por una sola locura tener que pagar así... Así es la vida. Y los que se quedan, los que se quedan ahí capaz van a aprender algo nuevo, como aprender que no hay que robar el venado del parque del rey viendo al ladrón en la horca; capaz es una moraleja salvadora para mi conciencia, conciencia... ya nada. Cuánta gente, y mis dos amores. Pobre de la inocencia de mi amor, el engañado. Hay mucha luz ahí afuera, me está dejando ciego; ja, como si tuviera ojos para ver otro día de verdades. No, ahora la única verdad es mi prisión eterna. No lo puedo soportar. ¡Tan sólo verlo ahí, tirado, frío, mi pobre ángel! Esto no puede estar pasándome, si hace tres días nomás, apenas hace tres días estaba tan bien, de salud, de ánimo, no puedo


estar viéndolo yo ahí, con la cara blanca, inexpresiva. Ese hombre no es él. No, te digo que ese hombre no es él. ¡Me quiero morir! ¡Albertito está muerto! ¡Escuchame, Alberto! ¡Escuchame, hijo, ¿que no me escuchás?! ¡Te digo que te levantes ahora mismo! ¡Ya!... ¡Ay, Dios, ayudame! ¡Qué bárbaro! Vivir así, y morir así. Es un misterio tan profundo, tan oscura su profundidad, de la que sólo veo el primer escalón al abismo. Es como un gran, inmenso laberinto cerrado que veo desde afuera, del que veo una pared del contorno, y del que veo la puerta: el veneno. ¡Quién podría imaginar que un chico así, normal al parecer, joven, de acá, de esta ciudad, haya sido envenenado de tal forma! Porque ese veneno no se ingiere por casualidad. ¿Lo sabrá alguien de aquí? No, porque si alguien lo sabe, es cómplice de un homicidio, y por lo tanto, es culpable. No sé cómo decírselo a la madre, que ahí está, tan destruida, tan madre, desconsolada y ciega al laberinto. Pero en algún momento tendrá que saber, porque es su hijo. Va a ser mejor que se lo diga al padre. Además, fue él quien hizo que fuera yo quien revisara a su hijo por desconocer la causa de su muerte. Qué locura, cuántas transas, cuantas vidas, cuantas trampas, cuantas cosas que hay en esta ciudad, en este mundo. Hay tantas redes tendidas sobre los mapas que transitamos día a día, que es imposible no enredarse en alguna de ellas. Pero no puede ser, loco, no, no, yo no quiero


vivir esto. Sacame de acá... ¡Viejo, sacame de acá! Pero si Tito es un pibe bueno, que nunca le hizo mal a nadie, la reputa que los mil parió, él no le hizo nada a nadie, y ahora está ahí tirado, ¡Tito, decime que esto es una mentira! Despertate, hermano, depertate que te necesito. Despertame a mí de este pedazo de eternidad que me acalambra los ojos. Pero estos no son mis ojos, y esta no es mi verdad. Yo me quiero ir, no la acepto. Si vos sos vos, Tito, si vos sos vos, ¿qué te hizo llegar ahí? ¿Fueron esos pibes de Berisso con los que se armó el quilombo esa vez, y esa otra vez, y esa otra vez? ¿Fue por esa boludez, por esa gilada, por eso nada más, cómo fuiste tan tarado, Tito? Ayer me dijiste que ibas a arreglar las cosas a Berisso, que ya no iba a haber más problema, y ahora estás acá. ¡La puta madre, estás acá! Ahora sí que no hay más problemas, Tito, ahora sí que no. Pobre pibe, che, no sé qué me hizo venir acá a hacer esto, si ya estaba todo terminado ya, pero me agarró un noséquécosa, por ahí que era tan pibe, que estaba tan contento cuando lo vi. ¡Qué boludo! Me parece que me estoy arrepintiendo, un poco medio tarde para arrepentirme ya, ¿no? Y qué se le va a hacer. De algo hay que vivir, ¿no? Y si se tiene que vivir de la muerte, se tiene que vivir de la muerte, yo viviré. Pero pobre pibe. Debe ser que iba todas las noches a ese bar, porque si no cómo hizo el tipo para decirme con anticipación que iba a ir ahí de paso nomás a tomarse un cafecito justo a esa hora, y el


mozo lo conocía y todo y se hablaban de lo más bien. Pobre pibe. Mi dulce, mi dulce, ¿dónde estás ahora, mi amor? ¿Dando vueltas por ahí arriba? Ahora que te convertiste en ángel y que estás tanto más cerca de las estrellas que yo, sabrás que hasta allá, hasta la última frontera de aquellos mundos que se iluminen con el último rayo de la última estrella, hasta el último pedazo de Universo que una luz pueda habitar, hasta allá yo te amo, hasta allá yo te extrañaré por siempre, y desde allá laten tus flechas, ésas mismas que me flecharon y que siguen en mí como los tesoros de mi corazón, dentro de mí para siempre, sabrás que para siempre latirá tu corazón en mi corazón. No podés estar en otra parte que no sea en este lugar, amor mío, no podemos estar separados, no podés irte, porque te tengo atado. Nada nos va a poder separar. ¿Por qué tenía que llegar este día en que los soles se volvieran fríos y la luz se hiciera noche? ¿Cómo podés estar ahí acostado si hace tan poco tiempo amabas tan vivamente? ¿De dónde salió esa muerte que te ganó la pulseada tan rápido? No habrá sido el problema ése de Berisso, ¿no? Si ayer estabas tan contento, y me dijiste que estaba todo solucionado. Pero igual, vos estabas raro. No ayer, ayer estabas bien, tu último día, pero anteayer estabas muy raro, como el resto de este último tiempo. ¿Qué te pasaba? Estabas tan incómodo, tan paranoico, de pronto tranquilo, y al fin eternizado.


¿Por qué entre tantas vidas que hay tiene que llegarle a mi hijo la peor de las suertes? Miren cómo yace el niño que ayer andaba en su autito de juguete, que ayer iba por primera vez a la escuela, que ayer tenía yo en mis brazos, a quien tenía que sostener la cabeza con mi mano. Ahí está una fábrica de sueños demolida por quién sabe qué perdición, y la injusticia sigue cobrándole a quien le conviene. Ahí está la novia, sus hermanos, sus tíos, sus primos, su madre, toda una gran familia de muchos cabos cuya unión sale del pecho de aquel joven con los párpados blancos, los labios fríos, la cara rígida. La vida es cruel, la muerte es sólo nuestra última redentora. Así que así termina el juego, quién gana y quién pierde es la suerte de esta moneda, amuleto para infelices. Pagaste, hijo de puta, qué creías que no me iba a dar cuenta. Si ya desde la primera mirada entendí lo que pasaba, en el primer cruce de tensiones hubo una primera intención, y yo la capté, sin que lo imaginaran. Ya ves, no estaba equivocado. A ella le seguí todos los pasos, le tiré todas las trampas que pude, y a vos, enemigo mío, la peor de las basuras, te esperé, te esperé y te esperé hasta que cayeras. Ah, cuando fuiste a Berisso... qué iluso, cómo te descuidaste. Ahí dejaste regalada tu habitación, y tu escritorio, y tu cajón, y tu secreto, y tu derrota. Ahí quedaron tus cartas pobres sobre la mesa, y quedó nada más que mi estocada, para hacerte tragar tu traición, ¡hijo de puta!. Y encima todavía tengo tanta


furia, que no me sirvió de nada. Al pedo te maté así nomás. Es lindo el ataúd que eligieron, es elegante y es el que más encaja con el joven. Lindas son las flores también. ¡Cuántas! Y claro, pobre pibe, muy jovencito se murió. Qué cosa de locos esto de morirse así, es algo tan trágico; con mirar a la madre uno comprende nomás. Cómo llora la madre, y el padre se nota que reprime su tristeza, se la guarda, algo que no hay que hacer, para nada. Y el dolor... Toda esa gente. Estoy podrido de vivir esto tantas veces, de vivir del dolor, del luto, de la desolación. Pensar que estaban todos los sueños delante de sus narices, toda la vida por delante, tantas hojas en blanco, tanta tinta todavía para vivir, y así como durmió murió. Ya es insoportable, creo que estuve lo suficiente ya por acá. No puedo soportar el llanto de la madre, siempre son las que más duelen, cuando las hay. Mirá todos esos jóvenes ahí amontonados, también desconsolados o endurecidos, pero mirá ese otro, cómo lo mira, parece un desquiciado, que los ojos no le caben en las fosas y se quieren salir y comerse al muerto; ¿tendrá tanta furia por la muerte de su amigo? Así serán siempre las cosas, entonces. Pero mi amor, ¿qué te pasó? ¿Qué nos pasó a los dos? Justo cuando estábamos viviendo lo mejor de nosotros, justo cuando yo me estaba empezando a enamorar de vos, si vos lo sabés, si yo te lo conté en esa carta que te di anteayer, anteayer... Nuestro último


día, si hubiera sabido que iba ser nuestra última vez... de todas formas nada hubiera cambiado. ¿Pero por qué estas cosas nos pasan a nosotros, dos granos entre tanta arena? ¿Cómo llegó el diablo de esos desiertos a fijarse justo en esta porción tan pequeña de vida para castigarnos a los dos, si había tanta soledad a nuestro derredor? Vos sabías que yo estaba por dejar a tu primo, y que iba a esperar un tiempo, para después irme con vos a cualquier parte por mucho tiempo. Y pensar que íbamos a ser tan felices, los dos. ¿Por qué no esperaste, por qué apuraste tu huida de este manicomio? Parece que en nuestro pequeño pecado de traición no pudimos salir impunes, y creíamos que ningún guardia nos iba a ver. Por lo menos sabrás que nunca te voy a olvidar, y que esta amargura que tengo hoy en el pecho no se va a ir con otros nuevos sabores, podrá sepultarse, pero cada noche fresca volverá con una brisa malévola y enamorada aún. Mmm, no me siento muy bien. (2001)


comunnocación

Increíble, a veces la suerte te convence de que los engranajes del universo se han ajustado exactamente para vos. Que el hecho sea que el ómnibus aparece exactamente cuando llegaste a la parada, bueno, tal vez la clave esté ahí. Venía del trabajo, y, como los recuerdos me engañan ya que los días se me hacen iguales y se confunden, no sé si traía un sueño de mal y poco dormir que quizás sea motor de hechos, acoplables al universo (después de todo el universo está en mi cabeza, y si tengo sueño el cosmos entero lo padece). El que apareció fue un Punto a Punto, lo que redobló mi sensación de suerte, ya que tiene mejores asientos y llega más rápido que el 273, al que uno ve constantemente parado en la banquina de la ruta con humo saliendo por atrás y la gente esperando el siguiente y seguramente con el conflicto moral:


“tengo una calentura que reviento, así que ni pienso tomarme un 273 si pasa, prefiero esperar otro; pero ¿qué va a pensar el pobre chofer que no tiene la culpa y me llevó (no tan amablemente, ahora que lo pienso) hasta aquí si me ve subiendo a otro micro de otra empresa? ¿No se va a sentir de lo peor? ¿Cómo lo voy a mirar en la cara mientras subo?” Aparte es cierto que los choferes del Punto a Punto te tratan bien, es decir, te saludan sonriendo cuando subís y te levantan en algo el ánimo, y andá a saber su el tipo está con un dolor tremendo, pero en el momento no lo pensás, y además hay veces en que no lo hace. Y encima de todo, como cereza del postre: ¡las frases de los boletos! Esa idea merece un premio a la devoción por la cultura o al marketing. ¿A quién se le iba a ocurrir poner en el boleto de un micro una frase de un hombre célebre, para que el pasajero lea al sentarse? Y pensar las veces que he subido, comprado el boleto y tirádolo al encontrarlo en el bolsillo en mi casa, sin saber el mundo que esperaba ahí abajo, del otro lado de los números y el nombre en azul. Y no lo descubrí yo; recién ocurrió cuando alguno de mis amigos empezó a leer las frases esa vez, esa única vez en que viajé con ellos. Lamento ahora no haber guardado esos boletos, pues ahora sólo recuerdo el que leí esa vez, no la de mis amigos sino la del encuentro, o no, no encuentro, pero cómo llamarlo. Recuerdo que era de Esopo y decía “La injuria que hacemos y la que recibimos no se pesan en la misma balanza” Ahora


revuelvo la basura buscando alguno y hay uno solo, que dice SI ME CONTENTO CON POCO, LO SUFICIENTE SERÁ UN FESTÍN BICKERSTAFFE

Están ahí, en la punta de la lengua, detrás de la neblina de olvido, las frases que leí, y no las alcanzo a descifrar. Sí recuerdo que los autores eran casi todos desconocidos por mí o mis amigos, tanto como Esopo o Bickerstaffe. El único que reconozco concretamente desde aquí, como autor que conocía, es uno que encima ahora no me sale el nombre, uno de ésos de la Revolución Francesa, los Enciclopedistas, Ilustrados, que empezaba con V, y que cuando pienso me sale Voltaire, pero me parece que no era Voltaire, o por ahí sí era, ahora que lo veo escrito me parece que sí, es que lo confundía cruzadamente con Baudelaire, y creía que éste se llamaba como el otro. Sí, era Voltaire. También creo que había una frase de Shakespeare. Me acuerdo de los chistes con mis amigos sobre lo cultos que eran los de esa empresa etcétera. Pero no sé realmente si esa frase era de ese viaje; creo que había sido del último que hice por Punto a Punto que fue ése, el de mi comunicación, o mi rastreo, o mi delirio, ¿cómo llamarlo?


Andá a saber en qué estaba pensando desde mi subida en Plaza San Martín hasta ese momento, que habrá sido por treinta y pico, cuando subió, pero ahí no me fijé, sino cuando se sentó a mi lado. Yo estaba del lado de la ventana a la izquierda, no estaba leyendo nada, ni tampoco traía un pensamiento profundo, típico de esos viajes, del que fuera imposible salir. Podía deberse a un estado de plácida serenidad, que cuando se infunde en mí lo ocupa todo y deja a la mente tomarse un descanso de esa incesante búsqueda de algo que rellene el vacío. Desde el momento en que se sentó junto a mí sentí que había una distancia extraña entre los dos; no como cualquiera de las otras veces, en que uno va sentado con otro y ese otro es como todos los demás pasajeros, parte de lo otro, y cada uno va en lo suyo sin reparar mucho en el que tiene al lado, como algo de lo más circunstancial. No sé a qué pudo deberse, si a la comodidad de los asientos acolchados como en los micros de larga distancia, a la poca separación que sentía al menos en ese viaje con los de adelante, con sus respaldos muy acá-nomás, dejando como demasiado poco aire en la situación como para poder desentenderse del de al lado; no sé si se debía a lo juntos que estábamos, aunque no nos habíamos sentado en los extremos cercanos de cada asiento sino en su centro, lo que hacía raro que de pronto nos halláramos tan juntos, o eso sentía en ese viaje, o sentíamos en ese viaje; no sé si se debía a otra cosa,


más cercana al hecho de que todo lo sintiéramos los dos o a la proyección al mundo de procesos internos que todo lo deforman desde el corazón del mundo en mi cabeza, el único al fin, tortuosamente al fin. Una cosa importante pudo ser la altura de los respaldos, también como en los micros de larga distancia, que sobrepasaba mi cabeza y desconectaba mi campo de visión y por lo tanto de relación con el mundo de lo que había en todo el micro y me acercaba a quien tenía a la vista a mi lado cerrando la escena a ese territorio; puede ser también una trampa de mi recuerdo para ayudar a cerrar esa escena, pero no, dos elementos los prueban: la distancia entre las filas debía ser la misma que en cualquier micro común, en los que es muy reducida también, pero aquí había una altura de los respaldos demasiado grande para esa distancia, y yo durante el viaje elegí como punto para ver uno que estaba un poco arriba de mis ojos, algo a la izquierda, donde se enfocaba el cuero (¿o era tela, o goma espuma?) oscuro. De cualquier forma. Era increíble esa tensión que vibraba en el aire ente los dos, que no podíamos disimular; los dos quietitos, mirando hacia delante o hacia abajo, yo con la ventaja de la ventanilla, que ella no podía usar porque debía para eso cortar con la mirada un hilo infranqueable y girar demasiado la cabeza, lo que desorbitaría la tensión llevándola a consecuencias impredecibles, como, luego de un cruce de miradas o


palabras o besos, el abandono del asiento para tomar otro (lo que encima rompería la privacidad del hecho y traería a la escena un público desconcertado y prejuzgador, señalador-con-el-dedito o chismoso sin mayor interés) o un trágico y fatal descenso del colectivo en la parada siguiente por un pavor insoportable, o quién sabe qué otra cosa. Sin que pudiéramos evitarlo se había instalado esa escena, y en ella un vínculo que nos atraía el uno al otro sin dejarnos escapar, a mí al afuera de la ventanilla, a ella al libro que reposaba sobre su falda entre sus manos. Y ésa era la evidencia máxima de la existencia de esa vibración: ella traía un libro que seguramente venía leyendo y al estar en el micro donde se lee hasta la mayor estupidez que tenga letras y esté a mano, desde EN CASO DE EMERGENCIA USE ESTE MARTILLO, pasando por “Marta te amo. Willy aguante Los Redondos” hasta las reacciones adversas de un remedio o sus precauciones en alemán, aprovechando para creer que así se puede aprender en un minuto algo de alemán, y no tenía nada de eso sino un libro, no lo estaba leyendo, lo tenía en sus manos (señal de que estaba cerca de lo inmediato en su mente) y no lo abría, ni miraba su tapa (lo que habría sido lo mismo que ponerse a leerlo, un insostenible disimulo). De reojo la miraba sin quitar mi vista del punto que había elegido para mis ojos, sobre el oscuro del asiento posterior. Cada vez más se iba concentrando


en el aire la densidad de esa tensión, iba como elevando el volumen hasta hacernos despejarla con pequeños gestos de rechazo (imperceptibles, claro), con la cara, alguna tos, alguna mentira. Mi mente esquivaba también y sin embargo la dedicación total esa escena, pensando en ella pero todavía desde afuera, como desde después, como el relator del pasado, recordando cosas parecidas o paralelas, encuentros tras la pared de las reglas del mundo y la sociedad y la conciencia, o cosas que no fueron también en algún viaje. Recordé esa vez, no mucho tiempo atrás, en que una amiga mía se subió y se sentó en mi fila del otro lado del pasillo, incompletando otro asiento doble, aparentemente sin haberme visto, y estuvimos todo el viaje así, tan cerca, potencialmente tan juntos, pero separados, aunque con la imperfección de que yo hubiera reparado en ella por lo que no se podía hablar de un no-encuentro puro, ya que durante todo el viaje yo estuve asomando desde mi lugar para llamar su vista, pese a la intimidación de la señora detrás de mí del lado del pasillo que me miraba como si fuera el rigor mismo de la sociedad represiva e inhibitoria de “¡No! Vos te quedás ahí y mirás al frente o te vas directamente a sentar al lado de la chica (pero eso sí, ¡en voz muy bajita, eh, que bastante incomoda ya eso!). ¡Nada de juegos de lado a lado, invadiendo con tu privacidad el territorio público, al que todos


tenemos derecho!” Faltaba el “¡Caramba!”, y todo con una cara de lo más discreta, y de lo más incriminatoria, como un todavía no, pero ya vas a ver. Cuando debí bajar del micro, luego de fracasar en todos mis intentos por romper las barreras cuales fueran entre los dos (no sin haber sospechado, gracias a algunos gestos (des)dibujados grotescos en mi olfato, que ella me había visto, pero al no haber reaccionado en la primera (y única) oportunidad había fingido durante todo el viaje no verme para no tener que responder por esa primera omisión, responsabilidad que seguramente se debía hacer cada momento más pesada en ella, pese a que yo por mi parte la hubiera rechazado desde el principio), cuando iba llegando a la parada, me levanté sigilosamente y me escabullí en silencio hacia la puerta trasera (porque DESCIENDA POR ATRÁS) para dejar lo más intacto posible ese no-hecho, ese casi hecho en la Historia; claro que esto lo hice con la precaución de poner una mueca de teatro, exagerando todo para hacerlo bizarro en el caso de que fuera cierto que ella no me había visto (o fuera tramposa y perversa) y me reconociera recién ahí, habiendo detectado el movimiento (aunque yo calculé dejar mi asiento sin cruzar la línea del ángulo entre el punto desde el que ella miraba y el máximo alcance de mis recientes intentos por llamar su atención, por lo que no había posibilidad lógica (pero sí en el azar del caos) de que me detectara, y teniendo en cuenta además el hecho


de que su decisión había sido en todo caso la de no mirar, pese a que en ese momento la responsabilidad abriera una chance de traición para salvar a uno solo de ella, dejándolo mirar recién en ese momento al otro y saludar, sellando para siempre la responsabilidad del no-hecho en el otro, a menos que desplegara virtudes sorprendentes en el arte de la actuación1); por eso mismo, como si no hubiera sido suficiente mi actuación durante el viaje (porque yo también había dejado pasar la primera oportunidad, a costa de eso), ahora sacaba mi arsenal de muecas para deslizarme (y en la cara de la señora sociedad, ¡sí, en su cara!) y poder así excusar mi no ir a saludarla durante el viaje, y –grave de lo grave– mi irme, dejar la escena así de inconclusa, con esa responsabilidad pudriéndose en el aire, para el escándalo de la señora sociedad que protestaría porque para eso hay residuos (pero en los micros no los hay ni para la basura, ni siquiera en el Punto a Punto). De todas formas no hizo falta; el pacto secreto se cumplió de principio a fin y no hubo comunicación alguna (pese a que desde la calle, habiendo cruzado por atrás el micro, la busqué tramposamente aún en la 1

¿Casualidad? : nos habíamos conocido siendo compañeros de un grupo de teatro. A veces parece que el destino es más humorista que otras, y que le gustan esas ironías; después se pone serio y te golpea con la hebilla del cinturón, y no le importa que se le caigan los pantalones mientras tanto.


ventanilla, buscando por la espalda su mirada que buscara, para saber al fin la verdad)2. Pero tampoco podía distraerme demasiado; la situación me llamaba tanto como a ella. ¿De qué se trataba esta tensión? ¿Quién la había puesto ahí? ¿Era algo inevitable, algo que surgía de los dos, en ese momento exacto en ese lugar exacto o en cualquier momento y lugar? Si yo venía pensando en cualquier otra cosa (o quizás con la mente demasiado libre): ¿cómo era posible que ese hecho hubiera aparecido ante los dos y en los dos, irrumpiendo con la fuerza de la realidad, de una mujer que sube al micro y toma un asiento, sin ningún móvil aparente? Sería la refutación al determinismo que demandaba para todo causas y consecuencias. Está bien, todo había ocurrido para que ella llegara ahí y se sentara, ¿pero de dónde salía esa chispa, eso que bañaba todo de un color más brillante, más efervescente? Sin embargo el problema quizás estuviera y sólo estuviera en la responsabilidad de ese hecho, semejante a aquel casi encuentro con mi amiga. La mujer viene y se sienta y de pronto se da cuenta de que está demasiado cerca del que tiene al lado, una distancia que sólo se tiene con alguien íntimo, una 2

Días después, la encontré en la calle y le pregunté por el hecho; su actuación, intachable. Yo, tramposo con la sociedad, pero justiciero a mi modo de ver las cosas, propugnador de la libertad de relación en cualquier circunstancia y sin ningún control o vergüenza.


distancia privada, entonces hay dos desconocidos en una escena privada, como en un reducido cuarto con la puerta y las persianas cerradas. ¿De quién es la culpa? De ninguno de los dos. Alguna entidad intangible puso esa tensión ahí, como pudo habernos puesto a nosotros también ahí para ello. Pero entonces, una vez que los dos hemos notado la situación, ¿qué debemos hacer con esa carga? ¿Cómo la vamos a llevar? ¿La desenvolvemos (en ese caso quién) o la dejamos así hasta que nos bajamos? Ninguno de los dos parecía tener una idea sobre cómo aprovechar la situación (mundo moderno, filosofía empirista, capitalista, pensemos todo desde el beneficio que podemos sacar de cada cosa) “Ya está” me dije. Le voy a hablar. Hacer tantas cosas: preguntarle si realmente a ella también le había estado pasando lo mismo solucionando la cuestión instantáneamente; contarle lo que ocurría de este lado de la escena; comentar luego, ya riéndonos, cada parte del juego, cada manifestación en hechos burdos y ahora tan con-sin-sentido; o seguirle el juego al mundo, o prolongar la tensión sin dejarla estallar hasta el final, o sorprender a ambos de la forma más predecible, saludar, bajarme ahí mismo, ¿qué libro?, ah, muy bueno (no conozco ni al autor), pero una vergüenza opresora ataba mi garganta, y sí, lo sabía, nacía de ese modelo de sociedad que me habían inculcado sin que yo lo pidiera (y la misma rebeldía, ¿me la había inculcado?, ¿sin que yo lo pidiera?). Mas


yo luchaba contra la opresión, ya que, una vez dado el paso decisivo, el que se quita de encima la garra que retiene la pierna, dejada la vergüenza atrás, tirada boca abajo en el suelo, ya todo es de lo más fácil, uno está liviano como para cualquier salto por el campo al fin libre. Al fin. –Es real –y giro de cabeza, contundente, cachetazo de la realidad, frío de la cabeza que me enfrentaba y ella que ahora sí, estaba en una escena conmigo, metamorfosis convulsiva de la tensión y la densidad del ambiente–, ¿no?, ¿esa tensión? ¿Vos también la sentiste? –Sí, no sé cómo, pero algo había –sonriendo–. Ah, ¿a vos también te pasó? No, así no pasó. Tanto no. –¿Qué? –Eso que pasaba acá. ¿No sentiste esa vibración extraña, desde que te sentaste? El silencio tajante como hielo, castigo del mundo entero en un micro contra el rebelde, y ella que no se había unido a mí contra ello en ese oasis de escape. ¿Había sido trampa del mundo, o de mi ilusión que me confundía lo de afuera y lo de adentro? Ahora qué otra cosa sino hacerse el loco, seguir y seguir hablando detallando exactamente cada cosa y matizando lo más emocionante para hacerlo más bizarro, puesto que era lo más extraño, eso que pasaba. Hacerse el loco y seguir hablando, aunque


inútil, ya desde el primer segundo el hormigueo en las mejillas, el calor en la cara y el cuello, la condena. Ninguna de las dos, ni trampa del mundo ni de mi ilusión, o la segunda, porque ella seguía mirando abajo, o hacia el frente o esquivando el respaldo hacia la calle adelante, no lo recuerdo bien. Pero el escape a la vergüenza había sido como un sueño, luego de quedar inconsciente por el golpe de la cabeza al caer alcanzado por los zarpazos de la persecutora vergüenza, que no había caído. La maldecía como al parásito que habita en nuestras entrañas y nos come, sin que podamos quitarlo, porque se esconde en lo más blindado, en el corazón o en los pulmones o en el cerebro, y no queremos escarbar ahí para sacarlo, preferimos dejarlo ahí por un tiempo, un tiempo más, hasta encontrar una solución, ese tiempo que se alarga indefinidamente y se hace el tiempo. El tiempo y las paradas, que pasaban mientras tanto y yo pensaba y temía si de golpe ella se bajaba en una y quedaba ese nudo para siempre en el universo (y sobre todo en mi garganta) ¿Cuánto tiempo tendría? ¿Cuántas paradas? En un momento la vi de reojo asomarse hacia delante y mover los pies, amagando a pararse y tocar el timbre y bajar los escalones y respirar hondo y caminar y abrir la puerta y dejar las llaves y saludar y agarrar al gato y hablarle con vos de hablar gatos y dejarlo y sentarse y ya está,


estoy en casa, el viaje al tacho del olvido, y no me quedé para ver qué pasaba, no me animé a seguir, a pasarme de mi parada, todo por no perder el tiempo que igual lo voy a tirar mirando televisión, pero en el momento no lo pensás, decís que estás muy ocupada (muy ocupada para escapar) o que querés dormir o que ni loca, ya está, me voy. Pero no, bajaba la cabeza otra vez y el viaje seguía y habría por lo menos un par de estaciones más con que contar. ¿Cómo resolver eso si no sabía qué había que resolver? No era una tensión sexual, que trenzarse y listo, descargarse. No era una tensión violenta tampoco, pegarse, apretarse (a lo sumo un rasguño, tirón de pelos, mordida). Tampoco tensión de expectativa por algo que viniera de alguno de los dos, como una confesión, un secreto, una sorpresa (esperada, infinitamente frustrada). Pero expectativa había. Tal vez fuera por algo que no viniera de ninguno sino de los dos o de afuera. O era yo que estaba ansioso por ver qué era eso que capaz que consistía nada más en eso, en ver y dejar correr, y capaz que ella lo sabía, y no había que preguntarle ni me lo podía decir porque también en eso consistía. Más de una vez giré un poco la cabeza, apenas perceptiblemente, tomé y contuve la respiración, abrí un poco la boca, paralicé una mueca de leve sonrisa preparado para largar el balde de agua fría sobre una (¿indefensa?) pasajera de micro que vuelve


invariablemente a algún lugar, y decirlo sonriente, al menos con esa coraza, la de estar seguro de mí mismo y en todo caso pasar por loco, pero loco bueno, loco sano, loco útil, casi necesario (si no con qué se escandalizará la señora). Ahí, ahí nomás, todo preparado, un silencio como del mundo expectante a la boca que iba a soltar la primera palabra que saliera de todas las que había, total eso tanto no importaba si era real lo que buscaba verificar, la cancha entera y vía satélite todo el mundo con el corazón en la garganta porque va a patear el penal, y ni siquiera era un palo, arquero o desviado, la oportunidad se iba desinflando de a poco, pensando demasiado en qué era exactamente lo que iba a decir (porque de pronto era importantísimo) y, como había detectado un movimiento en ella, como presintiendo mis palabras, sobre todo cuando moví apenas la cabeza veloz, como habiendo tomado esa decisión, sentí que el rechazo venía de ella en un parpadeo largo, que no se atrevía a enfrentarse a la tensión. Al fin de cuentas era cierto: ella había esquivado inmediatamente al primer movimiento, a la parálisis que esperaba el impulso final, que en el cerebro se terminaran de firmar unos papeles, se sellara todo y saliera la orden oficial, y eso mostraba su postura frente a la situación: no pensaba hacerse cargo, ni por un segundo. Y peor todavía: si no había sentido la tensión, yo podía ser un cerdo pervertido


cazado un instante antes de largar su aliento mentolado sobre la cara inocente vomitando lugares comunes o iniciándose en el oficio, impulsado por la ocasión. O quién sabe qué otra cosa. Fue entonces que comprendí que ella estaba renegando de su papel obligado, tanto de la sociedad como de la rebeldía, y si bien no boicoteaba la tensión manoseándola y deformándola a nuestro gusto, tampoco se hacía cargo como todo buen ciudadano hecho y derecho de lo que le había tocado, porque, más allá de que no lo quisiera, se le había asignado esa carga, y, así, de lo más “inocente”, con el descaro de mirar adelante y fingir que no sabe nada, la iba dejando deslizarse completamente hacia mí, ayudada encima por mis deseos de tomarla para manipularla y vencerla, hasta que en cualquier momento pudiera irse y dejarme solo con el peso que no habría podido descargar y con la rebeldía ahí, en la punta de la lengua, todavía anidando en la garganta pero ya a punto de estallar, y ahora a pudrirse ahí dentro. En mi furia, en mi recriminación mirando al punto a la izquierda de cuero, me dije que no iba a hacer nada, que ahora yo también iba a fingir que no había pasado nada, y hasta en eso podía meter mis deseos rebeldes, porque lo iba a fingir con el descaro de renegar hasta de los indicios que había dado de una acción concreta. Me iba a distraer, muy tranquilo, y la cosa se iba a quedar ahí, o por lo menos ahora entre los dos, sin dejarla escapar libre, como lo estaba


haciendo, luego de haber mirado adelante, crispado sus manos en el libro, contraídose levemente, tocando el timbre, no, perdoname, esperando, no quise decir eso, bajando, todavía podemos, arrancando. Mientras el micro se alejaba miré la calle por atrás. Su actuación, intachable.


TIEMPO I El contingente que se internó en los Llanos orientales de Colombia en rescate del doctor Hafford encontró al norte de Arauca un pueblo fantasma. Los hombres recorrieron sus calles desiertas buscando un rastro de población, encontrando como única comunicación con el exterior una estación de trenes abandonada. Sobre uno de los dos andenes había pilas de huesos humanos, carcomidos por perros y tiempo. Las hojas halladas dispersas por las vías y más allá en el campo le atribuyeron a Hafford uno de los cadáveres. Cuando ellas llegaron a mí con el fin de ser estudiadas, extraños e inverosímiles hechos me fueron dados a la luz. Constituían un manuscrito, incompleto por la omisión de la mayoría de ellas, que Hafford realizó durante su expedición a aquellas tierras, en búsqueda de las ruinas del perdido país de Gualteca, a


cuyo estudio había dedicado los últimos dos años de su vida, luego de conocer supuestos hechos, ignorados públicamente. Quienes lo trataron durante esos últimos tiempos, antes de su expedición, confiesan haber notado una extraña locura, no delatada por el respeto y la admiración que tenían al gran médico, antropólogo y sociólogo. Lo que sigue es la parte rescatada del manuscrito, que he traducido fielmente del inglés. Queda por decir que el doctor Hafford era de los hombres más ricos en su profesión, y que las hojas parecían haber sido gastadas por el tiempo, sea por la coloración amarillenta, por lo achicharradas o por las líneas borrosas. caguán, Europa, Tamacay, La Esperanza, La Pradera y El Tigre. Luego la carretera se perdía en el norte hasta la frontera colombiano-venezolana. Al salir del poblado tomé el río que cruzaba el camino y marché junto a él hacia la derecha. Luego de veintitrés kilómetros de marcha la altura había bajado unos doscientos metros. De mis estudios había inducido que a unos cincuenta kilómetros siguiendo aquel río de la ciudad de El Tigre podría hallar uno de los pilares de la tierra gualteca. En medio del camino uno de mis ayudantes se afiebró, por lo que tuve que detener la marcha. No pensaba volver un paso atrás habiendo llegado tan lejos, pero dejé que otro lo llevara de nuevo a El Tigre. Mientras tanto mis otros dos ayudantes hicieron un campamento en el que me


dediqué a descansar durante toda la espera, juntando fuerzas para el tramo final de mi búsqueda. Hoy, 14 de Marzo, vuelto mi ayudante proseguí mi marcha. Mientras el río sufría una curvatura en forma de medialuna hacia la izquierda, los árboles en general permanecían invariablemente iguales. Pero luego de cuarenta y seis kilómetros de río, la mayoría era mucho más joven que aquellos grandes y antiguos que a lo largo del río había; la altura en general de la vegetación bajó. Esto me trajo una poderosa y promisoria sospecha. Hubo hombres en esa región. Tiempo atrás una sociedad sedentaria habitó la zona y taló sus antiguos árboles, y luego migró siguiendo al río, o huyendo de él, o se extinguió, o fue arrasada. Me interné en los bosques cercanos al río buscando rastros de algún asentamiento o del paso de alguna caravana. Al anochecer volví al río para continuar con las manos vacías. Tenía en total diez manzanas; ocho situadas alrededor de una plaza y dos detrás al norte. En la que enfrentaba desde el sur la plaza había una pequeña capilla, que me aclaraba que había sido una población cristiana, y por la forma de las casas, no anterior al siglo XIX. La presencia de una estación de tren me indicaba que el pueblo había tenido contacto con el exterior, y además denotaba una importancia económica del lugar, suficiente como para extender una vía por tierras inhóspitas hasta un poblado de diez


manzanas. Pero quizá la importancia no hubiera sido económica, lo que la hacía mucho mayor; podía ser científica, política, militar o histórica, siempre hablando de un tiempo ya inexistente. Busqué en la capilla algún dato sobre el tiempo o las características de la población. Su interior era precario y la humedad lo roía. Fui a la estación buscando algún registro y para ver las herramientas del funcionamiento. No pude llegar a la boletería. Un extrañísimo y macabro descubrimiento me detuvo en el andén: había esqueletos humanos esparcidos por el suelo, quizá los de sus viejos habitantes. Esto profundizaba el misterio sobre la causa de la existencia de aquel pueblo, repito, en la exacta ubicación donde yo había supuesto un asentamiento gualteco. Parecía que hubiera habido una reunión en la estación, donde todos murieron, o fueron asesinados, lo que ya era imposible definir. Pudo haber sido algo que les llamó la atención y los atrajo, pudieron estar persiguiendo a algo o alguien. Las suposiciones eran tan numerosas como inútiles. Tratando de no crear más sospechas, ordené a todos mis ayudantes buscar por los alrededores restos de sangre, pólvora, balas o algún arma, y me dirigí a la boletería. Allá mi extraño que vendieran los boletos arriba del tren, mucho más extraño fue ver que, obviando los seis vagones de carga, sólo uno era para pasajeros, y los otros cuatro conformaban el restaurant a bordo. Eran


las tres de la tarde cuando el tren abandonó el pueblo sin cartel y cuyo nombre desconocía hasta el boletero, en dirección al este. Pasaron horas y no llegó a ninguna estación; de hecho su velocidad se aceleraba gradualmente. En el restaurant vi trabajando a un cocinero, y a un guardia entre las mesas. Quise hablar con alguno de ellos, pero ninguno me respondió, aunque el primero parecía tratar de entenderme; me repetía distintas palabras en idiomas incomprensibles. Me senté en una mesa y el hombre me dio el menú. Era un libro grande y gordo. Tenía carnes, pastas, platos extraños y platos extrañísimos; bebidas, las comunes, como vinos, cerveza, tragos, y otras que nunca había oído nombrar; postres, conocidos y desconocidos, frutas que no sabía que existían. Pero cada uno de los platos, de las ensaladas, las guarniciones, ocupaba una página entera, con la foto en un rincón y lleno de párrafos de una oración, todos con distinto abecedario. Reconocí uno de ellos como español, y pude traducir las palabras, que describían cada plato. Se me ocurrió mirar la tapa, que tenía innumerables líneas con una frase corta; a la altura del español, leí “Menú - Línea A” En todas las líneas se repetía el mismo símbolo, común a todas las lenguas. Pedí al cocinero un plato de lasaña; lo hice en español, deduciendo que los idiomas que se manejaban en esa increíble línea eran sólo los que estaban en el menú (como si fueran pocos). Me entendió perfectamente.


La comida era perfecta, como la de los mejores chefs de Europa. Resultó extraño un No necesito justificarme. Si yo no los mataba ellos me mataban a mí. Yo no sabía si me alcanzaría todo mi dinero para poder sobrevivir ¡y me decían que debía alimentarlos! El hambre rompe todos los contratos, la necesidad de sobrevivir toda la justicia. Pero lo que me sorprendió es que, estando el guardia a bordo (a quien, por cierto, no le cambiaba la cara en nada), no interfirió en el asunto. Sólo apareció en el vagón cuando intenté arrojar un cuerpo por la puerta, impidiéndomelo. La velocidad del tren no tenía límites, y aún así con el tiempo notaba que había acelerado aún más. No se distinguían las cosas de afuera; apenas se veían líneas de colores. Mi reloj daba las diez y siete minutos cuando el guardia me quitó el cadáver y se lo llevó hacia los vagones de carga. No sé para qué seguía teniendo el reloj, si el sol, o las líneas brillantes que interpretaba como el sol, seguía en el mismo lugar que cuando había subido al tren. ¿Las diez eran del día o de la noche? ¿De qué día? Ya había perdido la cuenta de las veces que fui al comedor. Era la peor y más larga pesadilla. En vano volví a gritarle a aquel hombre que nada entendía ni parecía querer entender, que únicamente cumplía con su trabajo. Me puse a plantear otra vez qué podía estar pasando, pero nada más que como un ejercicio mental, para mantener en


forma la mente, para no volverme loco ni morir. Fue una suerte que en el equipaje que me había atrevido a llevar en el tren estuvieran mis herramientas de escritura, para poder continuar las líneas del relato que se extendió casi un mes desde los Llanos colombianos hasta un interminable campo, por enésima vez, increíble. Pero la vista afuera se hace cada vez más blanquecina. Ahora es un gris claro, algo celeste y brillante arriba y verdoso y opaco abajo, pero cada vez menos. Se va agotando el dinero y la paciencia. Ahora es casi imperceptible el temblor en el piso y el sonido agudo antes apenas perceptible empieza a hacerse insoportable; requiere mucho esfuerzo no oírlo, tanto como no enloquecer. Esta mañana aprendí más de la extraña lengua del cocinero. Me es muy difícil ya que no conozco las reglas del lenguaje ni mucho menos; voy, como los primeros hombres que desarrollaron la primera lengua, descubriendo palabra por palabra los límites más delgados de una vastísima y extraordinaria cultura. Yo también le he enseñado lo poco que pude del inglés3, con los mismos objetos con que él me mostraba su dialecto. El avance de mi amistad con aquel hombre es 3

Nótese que Charles Hafford era inglés, por lo que éste era su idioma natal y de uso corriente (N. del T.)


tal que he tenido acceso a una cabina detrás del restaurant, en el último vagón, donde he podido, al parecer, pasar rápidamente el tiempo sin darme cuenta. Consiste simplemente en un cubículo cerrado de cincuenta centímetros de lado, de paredes blancas, sin ninguna seña particular en su interior. Cuando me introdujo en él, el hombre cerró la puerta y yo quedé inconsciente, pues nada recuerdo de lo que sucedió después. Al despertar supe que había pasado mucho tiempo desde mi entrada, por esa sensación que tiene el que despierta que le hace tener noción de las horas que han pasado, aunque no sepa qué ha hecho en ellas. Fue cuando abrió la puerta el cocinero, con la misma sonrisa que había visto por última vez, como si hubiera estado un instante, prolongado por un chozas extremadamente precarias, hechas de madera muy poco trabajada y cubiertas casi por completo con cueros. Rodeando las chozas había una hilera de palos de un poco más de mi altura, haciendo de muro para protegerlos quizás del viento, o de algún peligro. Por los extensos bosques cercanos a la tribu comprendí que no podía ser lo primero; además, las aparentes condiciones de vida me hacían ver las cosas que sus aún jamás vistos habitantes consideraban y que yo jamás en la vida tuve la necesidad de pensar. Pero al salir el primer habitante de la choza, en su vida ordinaria, vi que sus ropas eran medianamente modernas, las de un campesino. Se empezaron a abrir


preguntas y formular respuestas rápidamente en mi cabeza sobre aquel anacronismo. ¿Qué hacía una tribu solitaria de campesinos junto a una estación de tren, separada de ella y del hotel por un gigantesco muro, como aislada, viviendo como en la prehistoria? Pero, por sobre todas esas reacciones, sentí yo el alivio de ver que no iba a morir solo, pues sabía que en el tren habría muerto, pero no tenía idea de lo que vería afuera. El hombre que me vio, de mediana estatura, mestizo, barbudo y de pelo largo, al instante se paralizó y tornó su cara en una alegría desesperada. Corrió hacia mí como con pavor, y me habló en español con súplicas y llantos. Me hablaba de mis ropas y mi aspecto y del tren y del boleto; tan rápido y confuso lo hacía que nada pude entender. Me presenté a él y cuando oyó que hablaba su idioma su cara se iluminó. Llamó a gritos roncos a los demás con euforia, como si yo fuera algo que habían estado buscando mucho tiempo, cuando eran ellos lo que yo esperaba ver con tantas ansias. Aparecieron dos hombres y tres mujeres, dos de ellas con bebés en brazos. Todos de


II

Fragmento de la conversación entre el doctor Hafford y Francisco Cuevas Sinceramente yo no sé pa’ qué noj han traído aquí, porque recién llegábamo’, loj poco’ que quedábamo’, y noj echaron, aquí, a este lugar. Porque aquí noj trajeron, usté sabe. Ni recuerdo cómo apareció allá la estación ni qué no’ dijo ése que estaba en la puerta, mire. Pero recuerdo que atrajo a todito el mundo y noj convenció. Y hablaba igual que nosotros, vea. Llevamo’ todo el dinero que pudimoj, pero se acabó rapidito. Era todo el pueblo ahí dentro, cuánto iba a durar. Imagínese qué pasaba entre nojotro’, cuando el guardia se quedaba ahí parado, el cocinero también. Imagínese loj chico’, impulsivo’ como son, vio, antes que a mí se me ocurriera la idea ya estaban asaltando el vagón de la comida, y ahí sí que se movió el guardia que loj mató a todos. ¡Usté’ no sabe lo que es ver que se lo coman a su hijo! ¡Y después, tener que comerse al hijo de otro! ¡Chico’ que díaj ante’ saludaba en pá’! El hambre no se fue, si todavía muchoj éramo’. Y despué’ fue lógico. Uno se moría de hambre, y ante’ que morirse de hambre trataba de salvarse con un milagro, y terminaba agujereao en el vagón, con el guardia ahí, quietito, y comío por


nojotro’, pero como cada uno sabía que se lo iban a comer si se moría, resistía mucho má’, esperando la comida de un amigo. Se murieron to’o’, toditoj todo’. Yo, como siempre fui gente pacífica, y nunca muy corajúo, nunca ataqué la comida, y por eso no me dijpararon. Pero no’ salvamo’ nojotro’ porque al final, nuejtra’ mujere’ también, ante’ que morirse de hambre, se prostituyeron con el guardia y con el cocinero, y así consiguieron comida, pa’ ella’ y pa’ nojotro’. Y le vuelvo a repetir, viejo’ como hemo’ llegao, aquí en la estación noj echaron a pataas, y no’ cerraron la puerta, como quien dice, y noj hemo’ quedao aquí solo’, cuatro nomá’, y hemo’ tenío que sobrevivir, vio, muy primitivo’, como comenzando una nueva historia de nuevo. Aquí están tuito’ loj animale’ suelto’, ej un peligro, y noj empezamo’ a proteger, con arma’, con ingenio, cazando. E’te mundo é’ riquísimo, como el otro, pero sin maltratar, vio. Y todo lo hacemo’ como lo habrá hecho la primera humanidá’. Allá se quedaron laj casa’, la ropa, laj cuchara’, la iglesia, todo. Y todo porque parece ser que vinieron acá, y como no encontraron nada, siguieron pa’ atrá’, y ahí noj encontraron, pero noj han traído aquí como para pueblar este lugar, no sé pa’ qué. Yo le digo esto porque un hombre vino una vé’ y noj contó, con lo poco que le pudimo’ entender; decía que era intérprete, que recién empezaba a conocer nuejtro idioma y no sé qué má’. Pero usté’ me habla de volver pa’ atrá’. E’te hombre


me ha dicho algo que no recuerdo muy bien, pero que sin boleto no se podía ir para atrá’ porque uno se muere. Igual sin plata qué va a hacer. Con suerte se van a acordar de dejarlo volver a la e’tación, porque, le vuelvo a repetir, a nojotro’ noj han discriminao.

III Todo el mundo ha hablado y opinado durante los últimos tiempos acerca de la mega corporación INTERTIEMPO; ha habido quienes vitorearon entusiasmados los logros científicos y tecnológicos y quienes repudiaron horrorizados las imprudencias de la empresa. Pero ya es hora de que se hable seriamente sobre el tema, y que se dé una crítica objetiva y limpia de intereses para saber qué es realmente lo que importa en este asunto, sin duda un hito histórico de la humanidad. Hace siete años un grupo de científicos descubrió una nueva dimensión, diferente a las conocidas anteriormente, que consiste en distintas ‘líneas’ de tiempo (se estima que son infinitas)


situadas en una hilera que recorre la dimensión temporal, entre las que nosotros constituimos una. Llevan desde entonces avanzando sobre este campo sin poder hallar aún la esencia de esa propiedad del tiempo (si es que es éste quien forma la dimensión). Para continuar sus avances, el grupo se alió a distintas empresas que sustentaron los trabajos, con lo que los científicos acabaron trabajando para ellas, buscando beneficios lucrativos para la nueva corporación. Además, otras empresas formaron su propio grupo de eruditos para competir en una carrera científica, gastando fortunas en aquella investigación. Hace ya cinco años atrás se conoció el proyecto de crear un transporte que permitiera la comunicación entre las distintas líneas de tiempo, con objetivos “experimentales”. Finalmente lograron lo que buscaban, dos años después, poder viajar hacia ‘adelante’ en el tiempo, buscando el próximo lugar. Nadie volvió de la primera expedición, entre los desaparecidos dos de los genios, y se hicieron muchas otras, con mucha más cautela, sin éxito, hasta que el noveno viaje, realizado por Plino Rilaco, tuvo una vuelta con vida. El hombre llegó unos días más tarde, el día 12 del año 34 A II; llegó con hambruna, pues explicó que el viaje había sido muy largo, aunque el tiempo lineal, tal como se conoce, no transcurrió. Describió el otro lugar como una réplica inhóspita de la Tierra, pero lleno de los extintos árboles y con arroyos de agua pura. Gracias a este éxito, comparado


con la llegada de Rual Jaleúlco a la Luna y la de Joshino Welquelevi y su grupo a Marte, se pudieron establecer las normas básicas en la conexión de los eslabones entre sí, y, unidas todas las empresas que competían en una sola megacorporación emprendieron el proyecto más ambicioso de la historia, hoy llevado a la realidad y admirado por toda la República. La red ferroviaria de INTERTIEMPO ha conectado ya a más de veinte líneas de tiempo, conociendo a distintas culturas de hombres y estableciendo relaciones con ellas, y sigue extendiéndose a lo largo de la dimensión. Ahora la cuestión es: ¿es seguro este manejo de una naturaleza que apenas se ha vislumbrado, recorriendo sus estratos más remotos como si se tratara de una simple ruta? Por lo pronto, se puede ver que el transporte de personas no es muy usado, por su altísimo precio, pero sí lo es el de cargas, ya que los trenes mueven de un lado a otro sustancias como metales, tierra, agua pura, vegetales. ¿Es prudente llevarse así la materia de un estadio y agregarla a otro? Es cierto que INTERTIEMPO trata de compensar los cambios en las proporciones de materia, ¿pero es suficiente esto? ¿No podrá traer esta descompensación un cataclismo intertemporal con consecuencias fatales para todas las humanidades? Se sabe que, en los viajes más largos, el tiempo natural que pasa para la persona que viaja puede ser de varios años, lo cual ya indica al hombre que debe


cuidarse y no jugar con lo que desconoce. Fueron creadas cabinas para congelar el paso del tiempo en el hombre, usadas también para mantener los alimentos, pero hace también muy costoso el viaje, y no se sabe si su uso continuado puede producir algún tipo de trastorno o enfermedad. Los empleados que viajan continuamente en el tren, durante todo el viaje entran y salen de la cabina, sin saber que quizás se desgaste su cuerpo con el tiempo. Hay que tener en cuenta que los primeros hombres que viajaron sin la cabina en un viaje largo murieron o se volvieron locos antes de llegar al destino. Además, las normas de seguridad son muy escasas, pues si en algún momento se llegara a un lugar donde por el aire o por la tierra o el agua que se llevan hubiere un virus o alguna sustancia destructiva, se expandiría a lo largo de los tiempos, llegando también a la República, desprevenida e indefensa. Por mi parte, yo no opino en contra del progreso, pues este avance es sin duda uno de los mayores de la historia, pero no corro como loco hacia una puerta desconocida que parece abierta, sin saber absolutamente qué me espera detrás.


IV ¿Quién iba a imaginarse que un día como hoy podríamos estar hablando con un ser humano de otro tiempo? Durante largos siglos fue sueño de escritores, desde Ragaleri hasta Gloesriarj, e ilusión de cineastas de ciencia-ficción, pero, como decía un filósofo clandestino, “no hay nada que no vaya a pasar, ya que los cambios son casi tan ilusorios como el tiempo en que ocurren”*. El increíble invento de los científicos de INTERTIEMPO ha derribado las barreras dimensionales para conquistar los terrenos más remotos del Universo; otro de los espectaculares e inimaginados logros de la República en los últimos tiempos. Esta revolución temporal ha superado sin duda y ampliamente a la vacuna contra la Frangírea, la creación de un embrión haploide, la reconstitución de los genes paternos a partir de un ser humano para su clonación en un embrión haploide, y otros grandes logros de los últimos veinte años; podemos comparar este milagro de la mente humana con la creación de átomos a partir de partículas subprotónicas, o con la Ley de Historia de la Materia, con la cual se ha recompuesto el pasado a partir de la determinación del curso de cada partícula en el mundo a través de los tiempos (aunque ya no podemos hablar inocentemente de ellos).


Hace unos pocos años, todavía nos fascinaba leer aquellas novelas de Gloesriarj en que se cruzaban las civilizaciones y se libraban guerras entre el futuro y el pasado; hoy estamos aprendiendo el lenguaje de una raza de la que nunca hasta hace unas semanas habíamos tenido noticia, y que nunca en realidad había pisado esta tierra, aunque de alguna manera lo hizo siempre, pero invisible a nuestros ojos. Desde la aparición de INTERTIEMPO todo el mundo ha cambiado. Se alborotaron los científicos, la televisión, los esclavos parlantes, hasta las calles. En algunas pirámides de la provincia de Shualmmnn, en el continente Segundo, hubo fiestas de bienvenida a los seres de las nuevas razas, ¡aunque ninguno de ellos estuvo allí! Hasta este punto llega la euforia causada por este avance, que sienta las bases sobre un nuevo estilo de vida y un nuevo mundo entero. Con sus tres líneas, la A que une todos los tiempos, la B que sólo une los tiempos con que nos hemos relacionado y la C que une lugares exóticos, esta red de tiempos ha revolucionado** la cultura del nuestro. La historia pasa a dividirse en el antes y el después de este momento. No se sabe qué pasará de aquí en más con nuestra querida República, pero sólo sabemos que las cosas no podrán ser iguales a como lo fueron hasta aquí. La política globalizadora que lleva la gloriosa Capital desde que se fundó la República, habiendo integrado al mundo entero, parece indicar que también integrará a los demás tiempos en una gran


“Inter República”, cruzándose las culturas y enriqueciéndose las ciencias y las artes, en una ida y vuelta de constante progreso. No sabemos qué será del mundo (o los mundos) de aquí en más, pero sólo sabemos esto: la vida nunca volverá a ser tal como la tuvimos hasta hoy. * La cita al autor clandestino fue autorizada por el Quinto Alto Consejo del Cónsul. ** El uso de esta palabra fue autorizado personalmente por el Inspector de la Academia de la Capital.

V Compañeros del mundo: el evento que habéis presenciado en los últimos tiempos sobre la faz de la Tierra representa el máximo terror que jamás haya caído sobre la humanidad, pero no por la naturaleza, no por la descompensación de la masa en los tiempos paralelos, no por ninguno de los temores que apenas se atreven a pronunciar los serviles de la Capital sobre los peligros de lo desconocido y las demás hipocresías, que son la única voz que se hace oír en todo el Imperio de la República. No, luchadores del


mundo. El terror es la dominación que está empezando a ejercer la Capital sobre las demás civilizaciones de las todas las líneas de tiempo que encuentra, la misma feroz e insoportable invasión que hizo sobre los ya extintos pueblos de nuestro viejo mundo, expandiéndola ahora a territorios ignotos que desconocen por completo los fines de esa invasión. Bajo el velo de una globalización económica, para solucionar la pobreza de todo el mundo en conjunto, bajo el mismo velo con que engatusaron a los que quisieron escuchar y no combatir hasta el fin, exportan ideas sobre la libertad y los derechos e importan agua potable, la misma que ellos aniquilaron en este mundo; oxígeno, el que convirtieron en gases letales irrespirables; vegetales, ¡vegetales!, aquellos seres vivos que alguna vez poblaron este suelo y que los “libres” y “derechos” diezmaron hasta la última semilla sobre el último escombro de sus crisis y sus guerras. A nosotros, que no viajamos en esos trenes porque los han hecho de tal forma que nos sea imposible, nos traen a aquellos hombres de razas fuertes y medianamente evolucionadas, que no pueden competirles tecnológicamente, pero sí militarmente, por lo que se hacen amistosos y no hostiles; nos cuentan sobre aquellas civilizaciones avanzadísimas con las que no se han atrevido a relacionarse por miedo a su propia destrucción a manos de hombres más hábiles que suponen igualmente crueles (o por no traer ideas como las que


aniquilaron aquí hasta la última palabra); nos cuentan también sobre los restos de ciudades desiertas que han encontrado, al llegar por primera vez a algún estadio, sobre alguna especie animal que presenta cambios en su evolución, todo muy simpático; pero lo que no nos traen, ni nos cuentan, ni nos dejan ver, es la opresión que ejercen sobre los pueblos débiles que encuentran, esclavizándolos para su expoliación criminal y salvaje; no nos cuentan sobre las luchas que han librado los pueblos invadidos contra el arma imperialista del Cónsul y de la República, INTERTIEMPO, y del feroz exterminio que el Cónsul decretó en secreto para varios de ellos; no nos cuentan sobre la peor de las torturas que hasta ahora ha efectuado la Capital sobre los hombres, que es quitarlos por la fuerza de su línea de tiempo y llevarlos a otra desierta, expulsándolos luego y aislándolos en ese tiempo de todo posible contacto con el tren, es decir, la vuelta, haciendo que esos desterrados se instalen en ese mundo desierto, formen su medio de vida y se reproduzcan, para que en el futuro los soldados del Cónsul vuelvan a abrir la puerta, pero para obligarlos a servir a la República, llevando los recursos de su nueva tierra al tren que la traerá al mundo que ya han podrido por completo los explotadores. ¡Están incubando más esclavos, no les ha bastado con los de nuestra sangre! Ya la omnipotencia que los habitantes de éste, nuestro mundo, le han regalado al imperio respondería mi


pregunta, pero no puedo dejar de hacerla, por ser humano con conciencia y limitaciones: ¿es que no comprenden aún cuál es la naturaleza, eterna y rígida, de esta República? ¿No ven los hombres de este planeta el corazón de este monstruo gigantesco que ya ha hundido sus tentáculos sobre cada rincón del árido suelo? ¿Han distribuido antes los soldados del Cónsul un veneno que ciega las mentes de los seres humanos antes de lanzar abiertamente su dominación, y somos sólo nosotros, compañeros, los únicos que han escapado de esa jugada y que podemos hoy ver, como nadie ve, los horrores inhumanos de estas serpientes de la Capital? ¿Qué nos queda por hacer? ¡Boicotear inmediatamente a INTERTIEMPO, por cualquier medio y costo, pues ninguno será comparable al de que siga con su expoliación desmedida en el futuro! Ya que hemos comprendido en estos últimos dieciocho años que no podemos apelar a las masas, pues no están sus mentes dormidas, sino muertas, o sedadas de por vida, lo que es lo mismo, debemos librar nosotros solos esta lucha también, como lo hemos hecho todos estos años, pues está en nosotros y sólo en nosotros el derribar a la República desde la Capital. Pensad, compañeros, en los héroes que en este mismo momento están muriendo por su libertad, la que nosotros ya podríamos haber olvidado, y pensad en todos los que aún desconocen su fatal porvenir; pensad luego en lo que darían todos esos hombres por


estar donde nosotros estamos, aquí, en la Capital misma del Imperio, y comprended entonces lo que vale nuestra lucha, quizá la más difícil, es cierto, pero la más definitoria, la primera pieza del dominó imperialista, y sed de hoy en adelante los soldados de aquellos ejércitos, de aquellas milicias de emergencia, de los que ya han caído, sed los protectores y futuros salvadores de las mujeres, los niños, de las humanidades en juego, y no hayan de rendirse nunca en esta lucha, porque a cada minuto el poder del Imperio se multiplica, y sus murallas son más sólidas. ¿Qué es lo que podemos hacer sin las masas? Organizarnos en grupos que saboteen uno a uno puntos estratégicos de la empresa, impidiéndoles primero comunicarse, luego movilizarse; luego seguir investigando y finalmente volver a pensar en hacerlo. Apresuraos, luchadores del mundo, que el tiempo es enemigo.


tramposa, tramposa Ella. Él. Ella. Él.

Debiste verlo. Me quedé paralizado. Cuando apareció por la puerta, a juzgar por su cara parecía que se había recuperado del momento reciente, pero cuando me pidió que le ayudara con el cofre... Algo en mí quiso tocarla; otra parte intentaría quemarla o de alguna forma destruirla. Fui a otro círculo para dejarlo saborear unos minutos las lágrimas y sacar las amargas conclusiones de siempre; para mí el caso estaba terminado. Abrazarla, desesperadamente cuidadoso abrazarla, derrota pero creación, abrazarla pero llorando por lo que sólo ahora, al aparecer, era algo perdido. Y la arena también lo miraba en silencio, pero su existencia callada y burlona era la mayor de las risas, ¿de quién?, quizás de la tentación que sabe la fatalidad y el caos, del final que le mostraba así la trampa. Podía ser una burla, una muy fina, muy despiadada burla preparada de antemano


con demasiado detallismo. Pura arena, debiste verlo, tenía la cara petrificada con los ojos clavados en ella. Pero en mi amargura era sólo la última comprobación de que todo había sido cierto y de que al fin, con el tiempo quizás la arena se convirtiera en el tesoro. Un instante, un flujo, un movimiento, como todo, pero en ese instante yo miré su cara y vi miedo, una vacilación del último paso, o del primero, pero no estaban en ese momento ahí; yo vi ese gesto en su rostro en ese momento, pero en él no estuvo sino hasta después, pasado un tiempo (¿pero cuánto tiempo?). Y pensar que todo había empezado en ese viaje que nos prometía un lugar paradisíaco, quince días de placer, sol y arena, también arena. Dejó caer las herramientas, sudando más que nunca, clavados sus ojos donde los míos, y acercó sus manos a la tapa que no tenía cerrojos ni cadenas, que estaba esperando. Recuerdo el camarote que nos tocó, el número 12, al fondo del pasillo; tan hermoso era estar juntos en esa cama, el piso alfombrado, una ventanilla redonda, todo tan como lo había soñado. Escuché su voz, la frase como si la estuviera diciendo en ese momento, pero yo sabía que en realidad la había dicho antes, que ahora no estaba moviendo los labios, que eso en realidad era un recuerdo que reverberaba en el presente, él quieto, callado y preguntando ¿quién mierda voy a ser cuando despierte? frente al cofre pero no lo estaba diciendo,


lo había dicho mucho antes y era como si yo recién hubiera llegado a la escena, desde ese pasado lejano, oyendo aún la reverberación de algo que ya era muy vago. Toda la estancia en el barco fue en realidad plácida, si nada nos preocupaba y aún no me habían infundido esa torpe ansiedad (no, no torpe ansiedad; torpe yo). Entonces se detuvo y contempló el regalo y también su obra, obra de quién, regalo de quién, sueño de quién. La primera noche nos quedamos en nuestra habitación, era la emoción reservada sólo para los dos, lo nuevo, la excitación de estar juntos y yendo, estando en un paraíso. Así se fue abriendo uno de los lados hundidos del rombo, desde la altura de su pecho hacia abajo, dejando que se viera bien el cofre, que parecía que por fin estaba en el mundo y no en su cabeza, para que no se le perdiera ninguna parte, hasta el piso que lo sostenía, elevado un metro. Me desperté pasado ya el mediodía creo, ella saboreaba lentamente el desayuno americano sobre un carrito junto a la pequeña ventana. Con fuerza descargaba los golpes, como si tuviera una fuente ilimitada de energías, pero a la vez tenía la paciencia del campo minado en la cabeza. Seguimos ese día, como la tarde anterior, encerrados en el cuarto saboreándonos y sabiendo que sentíamos la misma excitación, multiplicándola. Le di la maza y la estaca, y empezó a apuntalar la pared central, un rombo de lados curvos que resultaba de las cuatro paredes que se unían en el centro exacto de la


edificación. Fue esa noche que salimos por primera vez a la “vida del barco”, hambrientos como estábamos y aunque agotados, sin poder seguir tirados en la cama interminablemente. Cerró los ojos largo tiempo, y me pidió la maza y la estaca; a la pregunta respondió gritando “¡la maza y la estaca, decime que ves una maza y una estaca atrás tuyo!” Salimos un rato al cielo de noche cerrada, con estrellas que lejos de la ciudad se veían mucho más grandes, más fuertes, y a falta de luna más numerosas. Ni siquiera pareció desilusionarse cuando llegamos a los cuatro círculos centrales, conectados todos entre sí, iluminados dos de ellos por un sol que subía, colorando la tierra del suelo; no pareció desesperar como yo, que estaba a punto de estallar en la histeria. Había otras personas cerca nuestro, lo que nos devolvía un poco a la sociedad, desilusionados por haber perdido la vaga sensación de estar solos en ese viaje pero indiferentes, o en todo caso dispuestos a ver qué nos traería de nuevo ese mundo, alejados ya de todos los males de la rutina. Yo me habría hartado si no le estuviera viendo la cara, cada vez más ávida, con los ojos cada vez más abiertos y las piernas cada vez más temblorosas. Decidimos emborracharnos, así que no cenamos y fuimos directamente al bar riéndonos de cualquier cosa. Parecía que el edificio en silencio era demasiado grande, y que nunca alcanzaríamos su centro, donde yo deducía que estaba el famoso cofre, mientras seguíamos hacia la derecha


hasta volver un círculo, otra vez a la derecha, avanzar cinco, doblar. El bar debía ser el centro de mayor atención del crucero; todas las mesas estaban ocupadas, parecía que todo el mundo buscaba ahogar la rutina que dejaba en el continente de la misma forma a esa hora, y el alcohol entraba en todos los pasajeros como la ganzúa para abrir fácilmente la puerta, o para cerrar fácilmente la puerta. Doblamos a la derecha, guiados por otro débil rastro de luz, como si el sol nos fuera tendiendo sus migas de pan, el sol de quién. Más densa que el aire, que el mismo bar, era la voz de Billie Holliday muy fuerte, demasiado, entrando así a la fuerza en la mente que no podía sustraerse a la música. Cruzamos dos círculos y llegamos al que tenía el orificio en el centro, y nos dejaba ver que faltaba una puerta, que sólo podíamos movernos hacia los costados o volver: era un laberinto. En el remolino de gente nos quedamos como perdidos; nos imaginé una boya anclada en el mar que especta la tormenta, tan indefensa y silenciosa, balanceándose con las olas y los vientos, quedándose ahí, mientras el huracán pasa. Decididamente (pero no apurado, como yendo en un campo minado mental) él avanzó hacia la puerta que se seguía adentrando en el gran círculo, guiado por la débil luz que se filtraba en alguna de las habitaciones. Nos habíamos quedado quietos sin decir palabra, quizá los dos pensando algo parecido, cuando observé que desde un lugar de la barra donde tres


orientales bebían uno de ellos me hacía señas. Era un círculo de ladrillos con tres puertas que derivaban a otros círculos. Nos mostraba que había lugar libre a su lado y nos invitaba a sentarnos con una sonrisa que aventajaba ligeramente a la de sus compañeros. La primera habitación era necesariamente oscura, su techo no tenía ningún agujero en el centro. Nos acercamos y nos saludó en un inglés no muy masticado de oriental que aparentemente no comió antes de beber ese ron. Entramos. Lo primero fue la doble presentación formal, los nombres (Weng el primero, los de los otros por una u otra razón no los retuve), la procedencia (Corea del Sur), el bocadillo de conocimiento sobre el país (Weng: tango, varios escritores, uno de los otros: Maradona) y lentamente a otras cosas. Mientras nos íbamos acercando a la más cercana, yo veía cómo contrastaba además la oscuridad que se veía dentro de la construcción, apenas interrumpida por rastros de luz de algún orificio interno, perdiéndose hacia el fondo, con el cielo que abría su color límpido, cada vez más fuerte. Nos sentamos y empezaron las rondas de bebida, invitando ellos, invitando yo, otra vez ellos. Y la altura contrastaba con esa impetuosidad de extensión, ya que no pasaba los dos metros y medio, apenas superior al alto de sus puertas (simples aberturas), una en cada círculo. Con el correr de los tragos se fueron


ablandando las lenguas y complicando los lenguajes. La parte que veíamos frente a nosotros ya era enorme; a ambos lados cientos de metros de paredes curvas que a la vez se iban curvando como para formar un gran círculo de círculos, que si era como nos dejaba imaginarlo, no habría bastado una ciudad entera para contenerlo. Como desde el principio, las palabras fueron entre Weng y yo; de vez en cuando intervenían sus dos amigos ahogados por la risa y mientras pudo ella también participó, hasta que debió marcharse para vomitar el resto de la noche. Salió el sol y nosotros seguimos caminando, hasta que, no sé cuánto tiempo después (y realmente, ¿cuánto tiempo?), nos desviamos a la derecha cuando estaba ahí, de pronto como si hubiera estado siempre, la edificación de ladrillos expuestos, esa especie de palacio inexplicable, como una obra a medio hacer. Después terminaron por reírse entre ellos por lo bajo y quedamos los dos, definido ya el inglés para hablar, tomando nuestro propio rumbo en la charla. Ahora yo veía con tanta claridad como él la línea que estábamos siguiendo; el la vería en el camino, o simplemente en la atracción que irradiaba el lugar buscado, yo la veía en sus ojos. A lo largo de las horas intercambiamos gustos, o por lo menos nociones, sobre música, literatura, cine, evitando cuidadosamente los roces con la política. Con tanta seguridad me dijo “Nos dejó algo lejos, tenemos que caminar” que poco a poco fui


contagiándome de nuevo. Creo que esto lo notamos en un momento determinado, porque a la mención de la palabra “Cuba” siguió un silencio de mutua incomodidad que se rompió con nuestra risa. No podíamos saber si nos estaba engañando con el precio, pero tampoco sabíamos dónde estábamos, lo que era un poco más desesperante para mí, que de pronto comprendía que a lo largo del viaje ya no estaba pensando tanto en todo el tema, al contrario de él que parecía más concentrado que nunca, ansioso, extasiado. Era muy difícil encontrar nociones comunes y definidas, por la radical diferencia Occidente-Oriente. Cuando el chofer detuvo el taxi en la banquina y dijo “Hasta aquí llegamos” yo, que no sabía qué pensar, que no tenía el mapa de humo en la cabeza, vi que él retenía el aliento mirando al taxista, como con algo de furia. Gracias a sus estudios había un encuentro con el arte europeo, pero era muy elemental en todo lo que no fuera surrealismo, por lo que estaba realmente interesado (acabado ya el miedo a la política ambos pudimos explayarnos hasta el fondo, que de una u otra forma siempre desemboca en ella). Me devolvió al tema, como los murmullos de afuera al quedar la mente en blanco, su pesada melancolía: “Por eso estaba tan solo”, meneando apenas la cabeza, aseverando lentamente su descubrimiento, que aún siéndolo, no llegaba a cobrar la realidad suficiente como para hacerlo “despertar”, falseando entonces


todo el propósito del viaje y de vivir. Yo le preguntaba, probablemente como un idiota, sobre las filosofías orientales, y él me hablaba y preguntaba por Dalí, André Breton, el compatriota Cortázar. El de ahora era quizás el más impresionante: relieves de un desierto absolutamente desconocido, aunque familiar, cobrando forma y una penumbrosa vista contrastando con la respiración del sol acercándose hasta dejar ver todas las cosas, aún bajo un velo de tenue noche, con colores todavía extraños. En lo demás nos veíamos separados por nuestros propios regionalismos, que hasta ese momento en que vimos el otro lado desconocíamos como tales, creyendo yo antes que tantas cosas eran universales hasta que él me contrapuso ideas y símbolos que jamás habría contemplado en el mismo mundo. Se cruzaban otra vez los patrones de repetición, nuestra escena de silencio, modificada por el chofer, y el paisaje. Inocentemente me remontaba a Aristóteles, hasta Homero, buscando la raíz común, hasta que comprendí que todo había comenzado de dos formas distintas, y que recién esos mundos se estaban uniendo por las ramas altas del último tiempo, surrealismo, siglo veinte, desde los troncos distantes. Bastante imprudente era mostrar todo el dinero a un completo desconocido de un país desconocido con una posición de poder como la que tenía ese hombre, pero de todas formas nada ocurrió y nos llevó por una ruta que ninguno de los dos tenía la menor idea de


adónde llevaba. ¿Cómo habremos llegado desde ese punto de partida hasta la apuesta? La única indicación que le dio al chofer fue llévenos al oeste, lo más lejos que pueda llegar con esto mostrándole el puñado de billetes en la mano; luego de pensar un poco sacó la mitad a la vista del chofer. Comprender eso es comprender por qué la ganó. Salimos sospechosamente rápido del aeropuerto tomando un simétrico taxi para alejarnos de la ciudad bajo el alba. Como yo desconocía por completo la filosofía oriental y él no parecía con muchas ganas de hablar de ella, sólo podíamos abordar el tema de su interés y mi conocimiento, pero siempre de la misma forma: seminario en inglés con acento coreano. No pude ni nunca podré saber si desde el principio íbamos a Lima o si se le cruzó por la cabeza en el momento, por algún pánico de “¡se me está yendo, no lo dejemos escapar!”, nunca lo sabré porque cuando le hablé de esperar por los bolsos creo que ni me respondió, que siguió de largo, ya casi corriendo, parando en cada puesto burocrático sin contestar a las preguntas que yo ya no le hacía. Hablaba de esos nombres que habían aparecido, y también de otros, Freud y Nietzsche. Cuando la voz del avión avisó que llegábamos a Lima él levantó la cabeza y “vamos”. Y pensar que entonces no entendí por qué desde esos lugares había saltado a la apuesta (y pensar que creía que había dado un salto, de una cosa a


cualquier otra). La única frase que alguno de los dos articuló fue la que dijo como para sí (todo como para sí) bajando la cabeza, tomándose la nuca con las manos, “¿Tan solo estaba entonces?”. Cuando me lo dijo yo estaba tan borracho que me hubiera dado lo mismo si se ponía a cantar la Marsellesa o a comentar la última Copa América de fútbol. Ya te imaginarás algunas de todas las cosas que habremos pensado. Creo recordar bien sus palabras, algo así como “No hay diferencias: sueño, vida. El resto del viaje fueron apenas palabras cortando el remolino silencioso que por separado nos llevaba a los dos, palabras suyas o mías, un “todo, todo...” o un “nada”, “cómo”, “pero”, etcétera. Te apuesto una cena a que el barco se demorará tres días en llegar al próximo puerto, y que nadie se dará cuenta salvo nosotros.” Al principio el viaje fue distracción: la ciudad, el alejarse, el suelo oscuro y sus luces, el cielo, hasta que dijo: “Entonces, si yo estoy soñando esto, siempre estuve hablando solo, encontrándome conmigo mismo, odiándome, amándome a mí mismo” y me dejó sumirme en su oscuridad. ¿Una cena? pensé (o dije), estupendo; le sacamos una cena a un borracho. Yo le dije: “bueno, todo lo que quieras con tu viaje y tu tesoro, pero a la ventana voy yo” así que me senté primero y descubrí la ventanilla para poder distraerme durante el viaje, o para encontrar un marco más concreto sobre el cual


enfocar mi propia tiniebla. Espero que después se acuerde de pagar. Subimos a la clase turista de un avión no tan lleno de gente. Eso se lo debí haber dicho, porque escribió la apuesta en dos servilletas y me dio una, para jurar de una manera menos ridícula. En un momento pareció que estuviera por decir algo; retuvo la respiración, tensó los labios, trajo sus ojos de vuelta desde el más allá, pero luego se volvió a sumergir en esa tiniebla y soltó el aire. Y aunque se estaba riendo, lo estaba haciendo seriamente, la risa era circunstancial. Había una vibración que revelaba nuestros nervios ante la puerta de embarque, que no era otra cosa sino eso, la puerta de embarque. El resto de esa noche se me perdió, hundiéndome más y más hasta el fondo de una embriaguez compartida con cierta alegría, no efusiva, sino casi decorosa. Ahora se hacía inevitable pensar en el encuentro definitorio con el destino, en el saber de una vez de qué se trataba todo esto, y lo sabíamos tanto él como yo. Con ese desconocido amigo distante, no recuerdo exactamente los momentos ni las charlas ni las frases, pero siento que fuimos llegando a un contacto muy directo, aunque desde la distancia infranqueable para dos desconocidos en una sola noche, un contacto depurado por el alcohol o por eso que nos había hecho quedar solos en el bar, esas pulsiones enmascaradas, traducidas en gustos compartidos o en alegría decorosa.


Era al revés de lo que se hubiera podido esperar: la escena, desde afuera, podía verse como la misma a simple vista, repetida invariablemente, pero era la esencia la que cambiaba y generaba la idea de temporalidad en esos silencios. Francamente no sé cuál recuerdo del final es el verdadero, si la llegada sonámbula al cuarto iluminado por un sol de casi mediodía, encontrándola en la cama con pequeños vómitos junto a ella y en el piso, y oliendo inmediatamente el repugnante hedor, o quedarme dormido en la cubierta con el sol en la cara luego de haber tarareado incoherencias y reído de nada abrazado a Weng, o las dos cosas. “Vamos”. En los días que siguieron a bordo todo volvió a la normalidad y descubrí que había sido esa noche el intervalo onírico del viaje apacible que buscaba con ella, y no un caos del que no hay vuelta atrás como se cree por momentos en esas noches, vistas las cosas de la forma en que lo han sido. Se dio vuelta y me encaró, y ni siquiera atravesaba mi cuerpo con su mirada para ir más allá, se quedaba en un más allá más acá, cercano, entre él y yo, en un infinito espacio (que no era barrera, sino lo contrario) que se cerraba en nuestros ojos. Pasábamos el día juntos bajo el cielo límpido, la noche también. Entendí, tal vez erróneamente, que debía quedarme ahí, en el medio de la galería, y lo vi de perfil acercarse veloz a la mesada y hablar, monosilábica y entrecejadamente, sacar la tarjeta y recibir esos boletos, esos imposibles,


inauditos boletos. Cuando nos cruzábamos con los coreanos era un saludo cordial, una sonrisa, primero tal vez un abrazo que pareció incomodar a Weng, y nada más, vuelta a lo nuestro. “Voy a comprar los boletos” dijo y ¿creer o no creer?. Como solía pasar en esos casos con personas que uno ha conocido una noche alegre y con las que ha compartido la noche entera como si las conociera de toda la vida o pensando la vida futura con ellas, me daba algo de lástima ver que nos alejábamos irremediablemente, que hasta nos saludábamos con pudor o timidez, pensando en lo que perderíamos al no aprovechar lo que habíamos encontrado. Pero él tampoco parecía detenerse mucho a pensar, daba la impresión de que los dos nos estábamos siguiendo mutuamente, haciendo de ese recorrer un camino que ninguno de los dos marcaba el camino al que nos llevaba la entidad azarosa. Pensé que quizás por ese pudor no nos pagaríamos la cena, le tocara a quien le tocara. Yo no me fijaba en los nombres, ni de las ciudades ni de las calles, ni en las horas ni los vuelos; yo me dejaba llevar, suponiendo que él sabría adónde estábamos yendo, ya que él había dicho “vamos” la primera vez. Así pasaron los dos días hasta que llegamos al primer puerto del viaje: Weng había perdido la apuesta, y yo no iba a cobrársela, por más que tuviera la servilleta. Llegamos a la otra ciudad y fuimos directamente al aeropuerto.


Nos bajamos del barco y nos disponíamos a dar un paseo por la ciudad cuando apareció Weng sin sus dos amigos, sonriente, para citarme al anochecer en el muelle para la cena. Lo más hermoso era el cielo, y de la forma que lo estaba viendo, ese cielo. Yo le dije que no importaba, que no debía pagármela, y fue fingida su cara de sorpresa al decirme que no comprendía; hasta seguía sonriendo. Atravesamos por la ventana del ómnibus otro paisaje hermoso, con otro deja vu en el cuello, y una premonición de pastillas para dormir hasta algún descuido fortuito. Miré mi reloj: tuve que preguntarle a alguien en el muelle, un poco agitado: detuve a otro, un pasajero que bajaba. Levantó la cabeza y se paró despacio, con la cara dura, diciendo ya lo único que sabía decir: “vamos”. Lo miré asustado. Dos caras se oscurecían. Con la sonrisa de quien tiene todo bajo control, me dijo que hablaríamos en la cena. ¿Qué pasaba ahora, que estábamos tres días tarde y que uno del sueño había venido a decirme que estaba soñando? Como era de esperarse, nada de alegre paseo por la ciudad. Siempre que descubro que estoy soñando, por más que trate de seguir en el sueño me despierto. Yo perturbado, ella preguntándome todo lo que se puede preguntar, yo contestándole lo que podía articular. En el banco de espera pareció repetirse la escena, él con la cara oscurecida y concentrado en no perder ese lugar y ese cofre que le había dejado el


coreano, en darle una ubicación y un contenido, y en no despertarse; yo le daba el cambio a la situación porque lentamente me adhería a esas cuestiones: ¿por qué yo no me despertaba? Pudimos ver tranquilos la puesta del sol en el muelle, y llegó Weng. Poco a poco nos fuimos alejando de todo; dejamos la playa, atravesamos calles oscuras de la ciudad, luego dimos en un centro luminoso y atestado de gente, y llegamos a la terminal de ómnibus, donde las luces empezaban a separarse y caer. Su alegría me oscurecía más. Se bajó del taxi con el chofer, guardaron los bolsos en el baúl y me esperó junto a la puerta, repitiendo “vamos”. Restaurant portuario: pescado o mariscos. Después llegó él, y todo se hizo remolino otra vez. A la espera de los platos, mi mirada impaciente y su piedad empezaron a hablar por nosotros. Me olvidé un poco de todo por un rato pero después empecé a pensar en todo lo que se había hablado, y más, lo que se había insinuado, y esa serenidad, ese estar parada frente al mar estremeciéndome por esa brisa fresca de noche, se me hicieron un nudo en la garganta, algo como pasado irrecuperable, como un despertar a la pesadilla después del sueño más claro. Después me dijo: “No hay que buscar explicaciones racionales, como se pretende que sea el mundo. Su sereno murmullo, y el agua que se alejaba negra apenas unos metros hasta confundirse con el cielo invisible, me infundieron la tranquilidad como un chorro de agua


tibia en el cuerpo. En él no hay ninguna respuesta. El mar de noche era hermoso. Todo está aquí – golpeándose la sien con el dedo–; aquí y ahí también. Crucé la avenida costanera y quedé frente a la playa. ¿Comprendes? Cuando quedé sola algo de mí quiso llorar; otra parte se burló de eso; otra, al fin, no entendía nada. No es que yo tenga poder sobre los destinos de todos los seres del mundo; tengo el poder sobre mi sueño, que es el mundo. El hombre me acompañó con los bolsos hasta la puerta del restaurant donde nos encontraríamos para salir. Lo que pasa es que es también tu sueño, y el de todos. Me hizo un gesto con la cabeza, siguiendo la típica degradación de los saludos hasta la indiferencia. Ustedes dos son para mí personajes de mi sueño, pero yo no soy más que uno de los tantos personajes en los suyos. En el muelle me crucé con uno de los coreanos que no era Weng, volviendo algo apurado. Así se entrelazan los sueños de cada uno de los todos y se constituye la “realidad”, multiforme, dinámica, imperfecta, onírica. Un hombre que trabajaba en el barco me ayudó con los bolsos. La realidad no está afuera; está dentro de nuestras cabezas, en nuestro sueño, y es a partir de allí de donde podemos empezar a interactuar con ella y manipularla. Junté todo, guardé los jabones del baño y por las dudas eché un poco de perfume en el aire antes de salir. Simplemente ver, ver lo que pasará tan vívidamente como si hubiera pasado, y el sueño no lo puede esquivar.


Habrá sido por esa sensación algo nostálgica que creí oler todavía a látex, a vómito, todos los olores del viaje de una vez, dándome un último respiro. Y en el entrelazamiento, lo que establece mi oniria no es cuestionado por ninguno de los otros soñadores: es así, las circunstancias del sueño que nadie cuestiona. Entré a nuestra habitación, que tenía un aire distinto, ya tan de recuerdo; parecía realmente un sueño, que estaba volviendo en un recuerdo onírico. Salvo cuando llega esa chispa de lucidez, en muy pocas ocasiones, y uno comprende que está soñando y que nada de eso es ‘real’. Pese a que me dijo que pronto lo tendríamos todo no pudo evitar que yo volviera al barco para buscar nuestras cosas: así mientras él iba a conseguir un transporte hacia el aeropuerto más cercano yo recorrí por última vez el escenario de ese paseo que nos había prometido un largo, un sereno paraíso, y que abandonábamos entre remolinos, y sin una despedida. Así me llegó esta suerte. Averiguamos y resultó que no tenía, así que debíamos tomar un ómnibus o un tren o lo que fuera para luego ir a quién sabe dónde. Así la aprovecho. Me preguntó si la ciudad tenía aeropuerto, y me costó ponerme estupefacta, porque algo me ganaba de lo que entendía en su cara. Cuando llega esta lucidez y decido no despertar, y me quedo a ver qué sigue, y hasta yo lo dispongo. Nadie se había dado cuenta, sólo nosotros dos nos enloquecíamos, y él, que


igualmente había oído más que yo y sabía mejor de qué estaban hablando, aparentemente decidió qué creer y no dejó correr un segundo más para su carrera desenfrenada. Así es tan fácil disfrutar hasta de las pesadillas, que si quiero llegan. Pero el hecho era que estábamos tres días tarde, cómo explicarlo. Sólo es necesario ese poder de concentración, de convicción, que doblega al propio inconsciente. Si te ponías a pensar todo parecía una tomada de pelo del coreano, que lo había agarrado borracho, le había dicho cualquier cosa y después inventó un juego para hacerle creer sobrio lo que borracho había escuchado. Ver tan fuertemente, tan convencido de cómo serán las cosas, que al fin son.” Lo miré, sin saber cómo reaccionar; él me devolvió una mirada que desde la oscuridad me preguntaba qué no entendía. Después me habló del lugar, y del tesoro. “Vamos” me dijo. “Te está esperando” me dijo. Creo que él tampoco, no creo que le hubiera dejado el teléfono o la dirección, un coreano a un argentino, para que pase a saludar si anda por ahí algún día. “Yo lo puse ahí, en el centro de la edificación. No lo vi nunca más. No es mi propósito invadir tu cabeza, es sólo un regalo hecho de sueño a sueño. Yo lo vi alejarse, tan apacible que le faltaba silbar, parecía que estaba exagerando para nosotros, o para su sueño, para burlarse, para seguir burlándose de todo el mundo. Como los de los piratas, un tesoro. No sé si aludió algún


compromiso o si sólo dijo que no quería molestarnos más, a lo que se despidió y nos dejó parados en la puerta, frente a la costanera, mudos e inmóviles. Ahora está en tus manos (en tu cabeza) encontrar el lugar, es decir ubicarlo, y ver qué hay dentro del cofre, es decir escogerlo. De todas formas Weng pareció comprender, porque frente a ese autismo sonrió (ya cansaba esa sonrisa) y hasta hizo algún chiste que yo tampoco registré porque como él no podía dejar de pensar en eso. Cuando salgamos del restaurant yo dejaré de sostener esa realidad, y entonces deberás hacerte cargo de ella hasta vivirla” Así de concentrado estaba por no perder esa oportunidad, que cambiaría no sólo su vida si se cumplía, sino la mía también. La comida, según Weng, estaba deliciosa. La cara se le empalidecía y las orejas le hervían, casi ni respondió al saludo de Weng, bah, casi ni lo vio desde que salimos del restaurant. Después de su postre y su café, y de que se llevaran cansados nuestros platos fríos, salimos, y empezó mi obsesión. Debiste verlo.


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