Johannes Vermeer. Iluminaci贸n.
La primera impresión frente a Vermeer es de claridad en todo: el mundo se presenta normal y de fácil acceso, los lugares son familiares y fáciles de reconocer, enteramente a la medida del hombre. Sin embargo, si observamos más detenidamente, algo no encaja con esta interpretación, hasta el punto de ser desconcertante, Ciertamente, los ambientes son normales y cotidianos; pero la luz que los empapa, las perspectivas nítidas que los encuadran, las personas y los objetos que los habitan, el silencio que los invade, todo nos induce a detenernos y reflexionar.
Los cuadros de Vermeer no aceptan una mirada presurosa y superficial y nos conducen a ámbitos de auténtica contemplación, porque sólo la contemplación puede dar cuenta de los motivos profundos de su maravilloso encanto. Los motivos son ante todo pictóricos. En realidad, la técnica prodigiosa y a la vez sumamente delicada de Vermeer –que nos da también la escasez de su producción, con un par de cuadros por año en promedio- no tiene jamás un fin en sí misma y está más bien al servicio de un orden ante todo mental, rebelándose en primer lugar a través de la luz, el color y la perspectiva, que son los instrumentos esenciales de Vermeer.
El estudio de la perspectiva constituía por lo demás un centro de interés de los pintores de Delft a partir de los años 40; pero Vermeer la usa en forma enteramente original, recurriendo a ella (a veces en forma evidente, a veces ocultamente, siempre con técnicas personales y probablemente usando a veces la habitación oscura, aspecto estudiado con especial atención por la crítica) para dar vida a composiciones equilibradas y serenas, a una espacialidad tranquila, a una representación de la realidad que a primera vista puede parecer realista, pero es imaginativa, vibrante y siempre nueva.
La luz llega de todas partes, brilla en cada sitio donde se posa, resplandece también en las zonas de sombra, impregna incluso todas las partes no directamente alcanzadas por ella, confiere estabilidad y equilibrio al conjunto y sobre todo intensifica y exalta los colores y las transferencias cromáticas, Daniel Arasse, en su libro L’ambition de Vermeer (edic. Biro, París, 1993) lo ha definido con exactitud como “un colorista que trabaja con la luz”. La luz de Vermeer conduce las imágenes en un clima definitivo y de abstraída reflexión (lo contrario, en suma, de los flashes violentos y súbitos provocados por el genio de Caravaggio, que crean apariciones al nivel de la tierra, pero brillantes y fugaces) y por sí sola libera a cualquiera de sus telas hasta de la menor sospecha de estar dotadas de carácter anecdótico o trivialidad, como sucede en cambio no pocas veces con los demás grandes pintores de ambiente de la época mencionados anteriormente.
Por otra parte, la luz de Vermeer, diametralmente opuesta a la de Rembrandt, el otro gigante holandés de esos años, también está llena de resplandores y contrastes dramáticos, y en ella el claroscuro expresa, como se ha dicho, “una estética protestante, basada en un contraste formal, que representa la oposición inconciliable entre Cielo y Tierra, entre lo espiritual y lo material”, donde la estética de este artista apunta a conciliar los contrarios, fundiendo luz y sombre en una especie de “optimismo espiritual” típicamente católico (no corresponde aquí, obviamente, insistir demasiado en las implicaciones religiosas de estos planteamientos luminosos; ciertamente, las observaciones desplegadas al respecto por Arasse hacen reflexionar; y también es cierto que el catolicismo tuvo un profundo impacto en la vida y las elecciones artísticas de Vermeer).
Si aquí reside el fundamento de su arte, es preciso captarlo en profundidad para poder apreciar plenamente la técnica refinada y docta utilizada por Vermeer para expresarlo. Y así será posible percibir hasta el fondo los innumerables detalles extraordinarios de los cuales se compone cada tela: las miradas abstraídas y atentas de las personas y sus gestos circunspectos y concentrados; la variedad infinita de los tejidos y telas, donde la luz se posa con delicadeza definiéndolos en su consistencia y acariciándolos en su cambiante substancia; las oleadas de luz que irrumpen desde las ventanas impregnando muros, rostros y objetos; el brillo de las perlas, las joyas y la vajilla, fuentes de luminosidad casi autónomas; las capas y empastes de colores, a veces densos y sumamente ricos, a veces transparentes y claros, pero jamás complacidos ni deseados por sí mismos.