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Atreverse a acoger la Invitación a la Santidad

Ustedes han oído que se dijo: “Ojo por ojo y diente por diente”. Pero yo les digo que no hagan frente al que les hace mal: al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra. Al que quiere hacerte un juicio para quitarte la túnica, déjale también el manto; y si te exige que lo acompañes un kilómetro, camina dos con él. Da al que te pide, y no le vuelvas la espalda al que quiere pedirte algo prestado. Ustedes han oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo” y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos. Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos?

Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos?

Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo.

El último versículo de este pasaje del Sermón de la Montaña, que se nos propone hoy, nos da la clave para entender la intensa y radical interpretación que Jesús da a la Ley de Moisés, cuando declara haber venido a manifestarla en su entera plenitud (cf 5, 17): una llamada perentoria a acoger la invitación original a la santidad que nos hace el Padre, para la cual no cabe otro camino que la total apertura a la acción de la gracia.

Porque, de otra manera no se entiende la absoluta radicalidad de las palabras de Jesús, dirigidas a los que quieran hacerse discípulos suyos, máxime al comparar las exigencias propuestas, con el modo en que los escribas y los fariseos entendían y practicaban la Ley, es decir, redu- ciéndola solo al marco de una serie de prescripciones morales; o lo que es peor, pretendiendo convertir el texto de la Ley en un dispositivo de salvación. Por otro lado, el entorno en el que se desarrolla el discurso y sus interlocutores nos, despierta el gozo de descubrir, al mismo tiempo, la posibilidad de encontrar también un comportamiento moral análogo en aquellos que los doctores de la ley consideraban excluidos, fuera de las fronteras del Pueblo de la Alianza: paganos y publicanos.

El Decálogo del Sinaí, matriz de la Ley del Pueblo de Israel, salvo los tres primeros mandamientos (los referidos a la relación con Dios) corre el riesgo de ser leído más como un código moral de mínimos: tanto en la relación familiar, la honra debida al padre y a la madre, como con el resto de la comunidad, (por eso la formulación negativa desde el 5º al 10º mandamiento) que como una propuesta proactiva acerca de qué hacer para acrecentar y ensanchar nuestras relaciones para generar más vida y más abundante con los que comparten nuestro espacio común; al dejar abierto cuánto podamos aspirar contemplando el máximo, dejando solo establecido el límite inferior: no robarás, no mentirás, no matarás, no codiciarás…etc.

Una moral se puede delimitar a partir de un mandato externo, a partir de los dictámenes que un superior pronuncia para la regulación del comportamiento de una comunidad; una ética, por su parte, bien puede entenderse a partir de una suerte de pacto de reciprocidad entre los miembros de esa comunidad, expresado en términos positivos: “Haz el bien que quieres que te hagan”, o en términos negativos: “No hagas a nadie lo que no quieres que te hagan a ti”.

En estos parámetros el Decálogo, especialmente en los mandamientos relativos a la convivencia comunitaria, permite ser entendido como un código moral; sin embargo nada impide que pueda originarse un pacto semejante en una cultura que no haya confesado la revelación de dios alguno; los últimos 7 mandamientos son un razonable marco mínimo para establecer una convivencia no agresiva, que permita el crecimiento colabo- rativo de una sociedad, más allá de cual sea su confesión de fe, incluso, si está abierta a cualquiera confesión, o no profesa fe alguna.

En ese marco se comprende la recriminación de Jesús a los que están escuchando esta sección del Sermón de la Montaña: “¿Qué recompensa merecen? ¿Qué hacen de extraordinario?”, recriminación que va enlazada directamente con la advertencia hecha en los versículos precedentes:

“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (5, 20); si el esfuerzo llegara solo a intentar vivir dentro de los parámetros del Decálogo, y el empeño se centrara solo en discernir con cuánta precisión las acciones cotidianas pueden ser inscritas dentro del margen de estos parámetros, no estamos haciendo nada más que reducirlo a una moral; y eso es lo que terminaron haciendo los fariseos contemporáneos a Jesús: una de las tareas principales de los Escribas y Doctores de la Ley consistió justamente en tematizar y pormenorizar de tal modo el alcance de cada uno de los mandamientos, llegando a abarcar, caso a caso, todos los gestos de la vida comunitaria: qué podemos hacer y cómo hacerlo para no traspasar los límites de la Ley.

Sin embargo, eso mismo puede lograrse a partir de un sistema ético que suponga el respeto recíproco de los miembros de una comunidad, o de la eficacia de los mecanismos de control que esta establezca frente a los transgresores; por eso la pregunta de Jesús es tan incisiva: si cumplen escrupulosamente lo que la Ley les prescribe y evitan lo que les prohíbe; ¿dónde está entonces la diferencia con aquellos que sin tener la Ley como referencia, también han llegado a establecer normas de comportamiento y contención social que los ayudan a vivir razonablemente en paz? pues los paganos -e incluso los pecadores- también siguen mínimos de convivencia que les permiten la asistencia mutua, el recíproco reconocimiento de límites y fronteras en el actuar, de modo de ser genuinamente “amigos de sus amigos”, o como decía el dicho antiguo de la cultura mediterránea: “de enterrar juntos y en paz a sus propios muertos”.

La propuesta de Jesús, en cambio es mucho más atrevida, -y, por lo mismo, disruptiva- en relación con el seguimiento farisaico y sus exigencias de cumplimiento de la Ley, que estas últimas finalmente resultan mezquinas si se comparan con este parámetro nuevo que finalmente eleva la vara hasta el cielo.

Al proyectar el seguimiento del Discípulo más allá del cumplimiento estricto de la Ley; el desafío del discípulo, con el que Jesús quiere construir este nuevo Israel, Israel de la Nueva Alianza, la definitiva, a la cual están invitados todos los pueblos, apunta no solo a observar la Ley entregada a los antepasados, celosamente custodiada y transmitida por los doctores, sino a contemplar al Padre, de quien proviene la Ley, y esforzarse en vivir en la imitación filial, que no se traduce sino en el Evangelio nuevo del amor, manifestado en las palabras y acciones del propio Jesús, el Hijo que ha venido a revelarnos la Paternidad eterna, y a invitarnos a vivir y relacionarnos desde la convicción de que siendo hijos, no podemos menos que aspirar a sentir, pensar y actuar no bajo nuestras propias categorías sino desde el modo como vive el Padre mismo el único verbo que le hace justicia: el Amar; el mismo desafío que propondrá a Pedro después de la reprensión posterior a elogio por la confesión mesiánica de Cesarea de Filipos (Mt 16, 23).

Darle el pleno sentido a la Ley, es atreverse entonces a no considerarla meta, sino punto de partida hacia un modo de vida absolutamente nuevo, cuyo ascenso no se logra sino abriéndose a la acción de la Gracia.

Porque llegar a la perfección del Padre, es decir a la Santidad, como reza el último versículo del capítulo 5, no se logra a través de un esfuerzo voluntarista, no se logra dominando el estricto cumplimiento de la Ley, como si ésta fuera un manual o un dispositivo que permitiera alcanzarla, en una suerte de “hágalo usted mismo”, sino abriéndonos a la experiencia que constituye la vida misma del Hijo: dejándonos inundar por el desborde gratuito del amor del Padre, disponiéndonos a escuchar su Voluntad y ajustar la indigencia de nuestra humana voluntad a ese

Querer que, sin duda, nos sobrepasa.

Ser perfectos como el Padre, será posible, en suma, comprendiendo que la Encarnación del Hijo es la puerta abierta por la cual la Gracia fluye desde la eternidad hasta nuestro tiempo e historia, y permitiendo que esta Gracia empape nuestras palabras e inunde y desborde nuestras acciones, de modo de ser aquello que constituye el sueño del Padre, desde el momento en que nos creó: humanidad plena, esa que podemos contemplar espléndida en Cristo resucitado.

Alcalde Jorge Silva encabeza visita técnica que supervisa avances en remodelación de Escuela Manuel Rodríguez de Puente de Pando.

La remodelación contempló un nuevo cierre perimetral, remodelación del gimnasio, implementación de juegos e instalación de termopaneles.

“Este establecimiento emblemático contará con una remozada infraestructura para que la comunidad escolar pueda disfrutar de un entorno educativo de primer nivel. Esta y otras obras que estamos realizando en diferentes recintos educativos municipales, son parte de nuestro compromiso permanente con mejorar la calidad de la educación pública en San Javier” aseguró el Alcalde Jorge Ignacio Silva.

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