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ANÁLISIS. Crisis de la democracia: ¿crisis política? Mario Ramos-Reyes Filósofo político

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a crisis de confianza en el gobierno no es nueva. Inseguridad ciudadana, decisiones ambiguas respecto a lo que debe ser el rumbo del país, y, últimamente, vacilación respecto a la solidez de la economía –pues pasado ya el tiempo de los precios óptimos a los productos de exportación– la duda crece con motivo de un presupuesto inflado y, populista, que abriría las compuertas a la inflación y, así, al aumento de la pobreza. Ante esta realidad, uno se pregunta ¿no sería hora de reflexionar acerca de dicha situación? Escandalizarse de lo que ocurre, en estos momentos, no sería de mucha ayuda. Si sirve para consuelo, y no porque creo que los lectores sean tontos, sino porque es un hecho verificable, no sólo nuestro país está en crisis: la propia democracia liberal global, la del bienestar y la neoliberal, también lo está. Por donde uno lo mire, de España –con sus tentaciones secesionistas–, a la Francia –con el ascenso de la vieja derecha nacionalista–, desde una Italia con crisis casi permanentes al mismo Estados Unidos con el ascenso del neopopulismo millonario del bigstick de la mano de Donald Trump, a la de los países emergentes, con un Brasil al borde de la acefalía presidencial o con la democracia populista venezolana que no da más; en todos ellos, aparece el mismo eco: la falta de respuestas del sistema. Y si a esto se agrega el temor de una nueva recesión mundial, y la amenaza terrorista fundamentalista, uno se explica la desazón de miles de ciudadanos sobre el futuro del mundo y la democracia. Pero ahí yace, justamente, la tragedia. La tragedia de creer que la política en sí misma, o la economía –aunque tengan un rol– es el “lugar” de la crisis y no una civilización –cuya cultura cobija a la democracia– ha devenido en un fin en sí misma. ¿Qué quiero decir como fin en sí misma? Que no tiene una referencia en la realidad objetiva para saber si sus normas de convivencia son buenas o no lo son. Es una cultura, que eligió autodefinirse y crear su propia realidad, en vez de aceptar las cosas, ha generado un método –acrecentado por los medios virtuales– de deglutirse a sí misma, de suicidio, que está socavando el sentido mismo de la condición humana. Es la cultura del nihilismo aunque mucha gente ni se dé cuenta del significado de la palabra. Hablo de una cultura, serie de hábitos y formas de pensar, en donde el ciudadano se ve a sí mismo como omnipotente, un individuo con derecho y capacidad para definirse a sí mismo como quiera, conforme a sus deseos, no importa cuán absurdos sean los mismos. Ya no se considera satisfactorio que una persona acepte su propia condición humana, ni le importa, sino que se exige al Estado para que éste le confiera el derecho de autodefinirse, y persiga a aquellos –ya muy pocos– que disientan de ello. Las consecuencias en el contenido ciudadano de la democracia de todo esto no debe ni extrañar ni

menoscabarse: vacío, desaparición de la familia y de todo vínculo de tradición como concepto, fomento de formas de creencias en donde el individuo “crea” su realidad y confusión extrema en lo que significa el don de maternidad (o paternidad). Pero hay más. Esta cultura en nombre de una libertad sin límites –insisto– apela al Estado para forzar ese cambio de realidad, proteger el placer y de la riqueza, “valores” que –paradójicamente– conviven con expresiones sociales de solidaridad farisaicas, formando un panteón de creencias donde la rebelión del yo-quiero-y-no-se-metan-conmigo- solidifican una identidad férrea. Satisfacer todos los deseos y mantener ese orden social –sin mencionar el bien común– es lo que “inspira” esta

Satisfacer todos los deseos y mantener ese orden social –sin mencionar el bien común– es lo que “inspira” esta cultura contra todos los “fóbicos” que “discriminan”, especialmente, aquellos que invocan la realidad de una naturaleza donada, y de un Dios trascendente. cultura contra todos los “fóbicos” que “discriminan”, especialmente, aquellos que invocan la realidad de una naturaleza donada, y de un Dios trascendente. La realidad es manipulada por un lenguaje políticamente correcto. Y así, se controla la realidad. Fíjese en los medios de educación de esa cultura: los cursos “motivacionales”, los entrenamientos de liderazgo “positivo”, la miríada de formas de “autoeducación”, – self-help– la cultura del New Age y sus gurús, los entrenamientos para aceptar condiciones humanas contrarias a la naturaleza, mientras la educación humanística, la de las artes liberales y los clásicos, se van arrinconando y eliminando como impráctica, reaccionaria, homofóbica aún en universidades de tradición cristiana. Deepak Chopra ha reemplazado a Homero; Harry Potter es el nuevo Hamlet. Se funciona con la perspectiva de que la democracia se construirá con consultores y estrategas, con cursos de liderazgo fast-food, y todo se reduciría al cambio de estructuras y la implementación de políticas públicas progresistas, aún cuando la dirección de ese progreso sea tan incierto como la política misma. ¿Estamos aún a tiempo? Difícil es decirlo, pero algo es seguro: no es en esta cultura nihilista narcisista la que se funda una democracia sino con la afirmación de la persona. Ese es el contenido de la democracia, que como tal, recibe su dignidad como orden político y jurídico. Una persona –yo, Ud., amigo y amiga lector– que debemos aceptar nuestra condición humana, la de ser creados –no somos un accidente en una lotería cósmica– sino creados por Amor, por el Misterio. Y así fue, desde el principio.

JUEVES 17 diciembre 2015

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El mundo se termina a las tres menos cuarto Por Alex Noguera Editor / Periodista

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o hace mucho escuché una sorprendente discusión en la que un reconocido economista paraguayo aseguraba que al Estado le convendría que aquellos empleados públicos que no quieren trabajar, que se queden en su casa y que cobren su sueldo sin siquiera salir a la calle. Según él, estos empleados no solo malgastan los recursos del Estado (electricidad, agua, etc.) mientras “cumplen” su horario laboral, sino que además son mal ejemplo para los compañeros que, al verlos licenciosos, también tienden a copiar el mal ejemplo. Cuando escuché esa descabellada proposición recordé a un profesor que, en tono de tragicomedia, sostenía que en el mundo había tres clases de personas: los tontos que trabajan, que viven trabajando toda su vida y que no saben hacer otra cosa; en segundo lugar estaban los que no trabajan y que viven gracias al esfuerzo de los primeros. Para este profesor no estaba mal ser del primer grupo, y ni siquiera pertenecer al segundo, pero con tono serio recomendaba que nunca, pero nunca, se debía ser parte del tercer tipo de personas: los que molestan a los que trabajan. El hecho es que hace unos días tuve que presentar un informe y necesitaba dos simples datos. Como mi intención era proveer la información más exacta posible, no solo googleé sino que llamé a la dependencia pública que me confirmaría si la cifra que había hallado era la correcta. Simplemente debían decir sí o no, pe ro no conté con un pequeño detalle que haría la diferencia abismal. Eran las 14:45. Faltaban 15 minutos para que esos empleados públicos “cumplieran” su horario y salieran. Cuando llamé y realicé la consulta me informaron que la gente de la sección no estaba, que podía preguntar “en este otro número”. Llamé. Allí alguien me dijo que ese dato más bien correspondía a otra sección. Me dieron otro número. También llamé. Allí me dijeron que los responsables estaban en una reunión, que mañana temprano podría volver a llamar. Pese a que expliqué que lo mío era una minucia, fácil de responder, me pasaron de número en número hasta que a las 15:00 ya nadie atendió el teléfono. Me di cuenta de que no había reuniones, sino que no se molestaban en dar el servicio que deberían porque ya era tarde. Pensé en el economista de la teoría descabellada y descubrí que en algo tenía razón. El mundo se acaba a las tres menos cuarto. Pase lo que pase, el boliche se cierra a esa hora, como si el desarrollo del país debiera esperar hasta el día siguiente, a las 7:00, cuando de nuevo se marcan las tarjetas de entrada.

Y sin embargo el mundo continúa, y por eso antes de seguir leyendo es necesario aclarar que este artículo no es una crítica a la organización pública, sino que va más allá, es una metáfora reflexiva acerca de cómo vivimos, rodeados de imposiciones, de las que muchas veces ni siquiera somos conscientes. Desde que nacemos nos imponen dos clubes de fútbol, como si no pertenecer a uno de ellos nos hiciera más o menos felices. En política sucede lo mismo: dos colores son la opción, sin importar propuestas ni idearios, solo colores. Hasta en el acceso a la información nos limitamos a la misma opción de siempre, las mismas fuentes, sin cuestionar, acostumbrados. El mundo aquí acaba a las tres menos cuarto. Y mientras que en otras ciudades el ritmo de la vida alcanza el esplendor, en las nuestras la velocidad es la de una aldea, con transporte público que acaba a la noche sin importar si hay turistas o ciudadanos que deseen salir, con limitadas opciones artísticas, con casi nula oferta de negocios. Las casi imperceptibles limitaciones im-

Y mientras que en otras ciudades el ritmo de la vida alcanza el esplendor, en las nuestras la velocidad es la de una aldea, con transporte público que acaba a la noche sin importar si hay turistas o ciudadanos que deseen salir, con limitadas opciones artísticas, con casi nula oferta de negocios. El mundo se acaba a las tres menos cuarto. Pase lo que pase, el boliche se cierra a esa hora, como si el desarrollo del país debiera esperar hasta el día siguiente, a las 7:00, cuando de nuevo se marcan las tarjetas de entrada.

puestas incluso llegan a la salud, ya que es mucho mejor enfermarse un día hábil, en vez del fin de semana. Hasta eso. No dejemos que nuestro mundo acabe a las tres menos cuarto. Para alcanzar la plenitud, antes debemos descubrir cuáles son las invisibles limitaciones que marcan las horas en el reloj de nuestra vida.


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