Ẹdiciones del subsuǝlo
GYORGY LUKÁCS ¿Franz Kafka o Thomas Mann? Ediciones del Subsuelo | Colectivo Cuarto de Revelado Curicó, Chile. Primera Edición, octubre de 2009 50 ejemplares
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György Lukács
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¿Franz Kafka o Thomas Mann?
DECLARACIÓN
La necesidad de un viraje y de forjar un debate crítico tanto en el mundo de las ideas, como en el de la práctica; la motivación por remover -a la manera de quienes trabajan bajo tierra- los entendidos y teorías con las cuales se sustenta el estudio de la literatura y de la realidad contingente; ofrecer un catálogo de autores inasequibles al público común ya por los elevados precios de las ediciones que naufragan hasta Chile, como por el aislamiento y desconocimiento de estos y de su obra; en pocas palabras, brindar el margen de error o de certeza suficiente como para reanudar nuestras alicaídas búsquedas. Esta es la intención de Ediciones del Subsuelo. Y para comenzar nuestra labor, hemos decidido dar el primer pie con uno de los maestros del ensayo contemporáneo: György Lukács y su inmortal trabajo titulado “¿Franz Kafka o Thomas Mann?”, perteneciente a su obra La significación actual del realismo crítico (1958). Así, esta colección, impresa y cosida a mano, irá creciendo con otros autores que consideramos igualmente pertinentes y dignos de ser lanzados al cuadrilátero.
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Prólogo
Hoy la obra de György Lukács (Budapest 1885-1971) renace a través de nuevas ediciones, traducciones y coloquios alrededor del mundo. Gran parte de la vitalidad de su trabajo intelectual vuelve a salir a la luz, curiosamente, en una época despojada de utopías. Esta revaloración se debe ya por su contribución en las distintas materias a las que se abocó (ética, estética, política y filosofía), ya por la influencia que ejerció en otros intelectuales (J.P. Sartre, Thomas Mann, Walter Benjamin, Lucien Goldmann, Arnold Hausser, Guy Debord y Fredric Jameson), como por la importancia de su huella en la conformación de un sistema de pensamiento marxista unido profundamente a una postura humanista, visión de alta importancia en un periodo de crisis y rearticulación de la teoría y la praxis de izquierda. Uno de los conceptos básicos de la estética de Lukács es el del reflejo. El arte, para este autor, es un reflejo de la realidad objetiva, conclusión que nos puede parecer familiar, en tanto que su trabajo se dirigió hacia la continuación de las obras de Marx y Engels, asimismo con una fuerte raigambre en la filosofía estética de Hegel. Y en sí, no nos debiera de parecer una afirmación completamente moderna, pues su definición sugiere estar más cercana al arte anterior y de influencia aristotélica, es decir, más cercano a esa concepción de Shakespeare respecto a que el arte es un “espejo de la naturaleza”, en palabras del príncipe Hamlet. Sin embargo, esta resolución está tan unida a la tradición occidental como a sus fuentes marxistas; Lukács entiende el concepto de objetividad a partir de las máximas de Marx respecto al trabajo, pues como señala Asuka Hatano refiriéndose a las reflexiones éticas de Lukács, “el hombre es hombre, es decir, expresa su esencia genérica, sólo mediante la elaboración de un mundo objetivo”1. El trabajo para Lukács tiene un sentido ontológico, porque define el ser del hombre con respecto a otras especies, y teleológico ya que gracias a este el hombre se “convierte en un ser capaz de dar respuesta precisamente porque generaliza como preguntas sus necesidades […] y, en su respuesta a la necesidad que ha desencadenando, fundamenta y enriquece su actividad a través de tales mediaciones, a menudo profusamente ra5 |
mificadas”2. Por lo tanto, con el trabajo el ser humano halla un sentido a su finalidad, en su tarea de completar la naturaleza a partir de sus necesidades y las conclusiones que saca de su acción. En esa objetivación de lo subjetivo se resuelve la esencialidad genérica de la especie; no obstante, en cuanto el trabajo se mediatiza y se divide –por efectos de su capitalización- pierde su categoría teleológica y se desmiembra en distintas clases sociales, que determinan su propia ideología o pensamiento de clase, con la correspondiente devaluación del sentido. Es por esto que el arte para Lukács, en relación a su labor de objetivación y de creación de objetos, tiene un lugar fundamental dentro de la cotidianidad humana. Como el trabajo del artista se debe a su dialéctica con la naturaleza y los elementos de la realidad creada por el hombre, su obra tiene por especificidad revelar dentro de lo cotidiano la fugacidad del mundo, hacer un arte que revele todas las alegrías y sufrimientos humanos. La experiencia estética posibilita otro acceso a la realidad, le da al individuo, que está en contacto con la creación, la libertad de pensar su vida desde lo que el arte ha adquirido de la cotidianidad en que ambos conviven, en un ejercicio de parte del receptor, que lo lleva a la asimilación y a la autocrítica de su subjetividad y del mundo objetivo en el que permanece extrañado, ajeno y alienado por las consecuencias de la división del trabajo y la explotación. En consecuencia, el Después que tiene todo arte según Lukács, es decir, su cruce entre el objeto y el sujeto que lo contempla, tiene ahí su valor ético. Como ha señalado Werner Jung: “Laxamente formulado: el arte se comporta frente a la vida auténtica –cuyo centro gravitacional es la identidad (la forma de vida adecuada) – como la estética frente a la ética. Entonces, en este sentido, se podría finalmente hablar de una ética de la escritura como fundamento del arte realista”3. Porque es el realismo del siglo XIX el que para Lukács ejemplifica, como escuela, de mejor manera la necesidad de un arte socialista: el de objetivar y despertar a quien lo experimenta. Werner Jung remarca la tarea del realismo crítico de Lukács en dos tareas fundamentales para el artista: “descubrir en la raíz [de la cotidianidad] y configurar artísticamente las conexiones de la realidad social” y, en palabras del húngaro, “recubrir artísticamente las conexiones obtenidas por abstracción”4; sólo así el artista socialista deja traslucir la esencia de la inme6 |
diatez de la realidad, familiarizándonos con los “problemas, estructuras y complejos de la época correspondiente”5 de manera crítica. Esta cercanía al realismo decimonónico, más allá de las preferencias personales del autor, posee un correlato en las observaciones que Marx y Engels extrajeron de la novela de Balzac. Engels, en una carta, valoró su arte “a pesar de ser contrario a las ideas revolucionarias de la época”, pues “era ‘tan buen realista’ que expresaba en su obra una ‘tendencia’ política progresiva al mostrar allí la decadencia”6 de su clase social como del capitalismo. Esto es importante para ambos amigos y para Lukács en cuanto ejemplifican en Balzac la importancia de un arte y pensamiento crítico que muestre la “realidad objetiva”, para que el receptor emita un juicio valórico respecto a la condición histórica en la que vive y que debe superar.
La recepción en Chile El poeta chileno Enrique Lihn (Santiago, 1929-1988) fue un avezado lector de la obra de Lukács, a cuya teoría del realismo crítico no pudo dejar de hacerle un comentario atingente: “Demasiado drástico para la poesía, que tiende naturalmente a desrealizar lo objetivo y objetivar lo subjetivo, centrándose en un tercer campo, de transición entre lo real y lo fantástico. Aspiración a una síntesis entre ambos términos”7. Para Lihn el debate sobre los alcances y direcciones del realismo en el que participaron el poeta Bertolt Brecht, el ensayista Ernst Bloch y el mismo Lukács, entre otros, en los años 30’, y que se actualizó en los ’60 gracias a autores como Ernst Fischer y Roger Garaudy, fue pertinente como fuente de una diatriba de liberación del arte frente a los propósitos que esgrimía la intelectualidad soviética que, en su posición estalinista, derivó al realismo socialista a una apología del líder y a una escritura acrítica de los procesos históricos, políticos y sociales. A pesar de que Lihn estaba más del lado del dramaturgo y poeta alemán Bertolt Brecht (y contemporáneamente a las posturas humanistas de Fischer y Garaudy), que señalaba a la teoría lukácseana de una cerrazón frente a los procesos vanguardistas y formalistas; crítica que el lector podrá juzgar luego de leer el ensayo “¿Franz Kafka o Thomas Mann?” que aquí hemos antologado. Para Brecht la limitación de Lukács a la estética realista y a sus valores de objetividad, impedían “la experimentación formal o la creación de nuevos y audaces lenguajes estéticos”8, 7 |
lo que frenaba, a su modo de ver, la dirección crítica del arte como vía hacia una transformación de una sociedad burguesa a una socialista. Sin embargo y no contradictoriamente, Lihn en su ensayo “Definición de un poeta” de 1966, llamaba a la creación de una estética “que socialice los éxitos de un Fischer o de un Lukács, en contraposición a las opiniones corrientes, definitivamente caducas de un realismo socialista”9, rescatando el valor intrínsecamente ético de la teoría del pensador húngaro. Por otra parte, en 1971 en el Taller gráfico de la Universidad Técnica del Estado, aparece el libro de Carlos Maldonado El arte moderno y la teoría marxista del arte. Es posible que esta edición, hoy inencontrable, y de tan sólo dos años de libre circulación, haya sido poco considerada en la época. El intento de Maldonado era el de realizar, desde Chile, una “teoría del arte con una sólida consistencia interior”, como medio de concretar las visiones modernas de la estética, ligarlas a la fuente marxista, y situarlas en una lucha cultural. De esta forma, Maldonado –quizás con toda la buena voluntad del mundo y como efecto de la influencia del estalinismo en la teoría y praxis de gran parte de la intelectualidad marxista- acusa que su estudio no tomaría en cuenta las perspectivas de Lukács, por considerarlo más cercano a Hegel que a Marx, citando la desgraciada frase de Louis Althusser: “Las tentativas de Lukács me parecen contaminadas de un hegelianismo vergonzoso”10. Sin duda esa actitud frente a la obra Lukács tiene un correlato con la vicisitudes que el autor sufrió en vida y que el gran ensayista chileno Martín Cerda (1930-1991) supo ver en su artículo “Aventuras y desventuras de György Lukács”11, en el cual hace una revisión biográfica y bibliográfica del autor, situando uno de los factores que más reverbero en la heterodoxia marxista: el que Lukács haya sido criminalizado por la alta cúpula soviética a retractarse de su magna obra Historia y conciencia de clase, su intento por sistematizar filosóficamente el pensamiento de Marx12. Igualmente, Cerda valoró los ensayos de El alma y la forma porque “constituyen, posiblemente, una de las mejores ilustraciones de esta perspicaz caracterización del género ensayístico”13, entendido éste, como la práctica concreta de un ejercicio herético, de Montaigne a nuestros días. Y es esa consecuencia y compromiso intelectual el que sigue llamando la atención acerca de la vida y obra de Lukács; el que a pesar de sus largos intentos políticos (la resistencia frente a la dictadura de Bela Kuhn en Hungría, su intento por democratizar la experiencia
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comunista y la participación en gobierno húngaro que fue aplastado por la URSS) y escriturales, se le siga leyendo y publicando. Por último cabe mencionar el lanzamiento, por primera vez en Chile, de Historia y conciencia de clase por la rearticulada Editorial Quimantú, en coedición con el Grupo de Estudios Marxistas, en diciembre de 2008. En el prólogo, los editores, señalan un efecto que nos parece necesario enunciar: “Leer a Lukács resulta sugestivo para quien pretenda no sucumbir ante las modas intelectuales, por muy subversivas que estas parezcan, sino más bien, articular un pensamiento que muestre la capacidad del cambio revolucionario […] un incalculable valor desde la posibilidad que le podemos dar a sus ideas para irrumpir en nuestra sociedad”14. Sumándonos a estas palabras esperamos que la presente edición de ¿Franz Kafka o Thomas Mann? ofrezca, a estudiantes y al público en general, una perspectiva de análisis tanto del fenómeno literario, como de la realidad que los esperará tras cerrar este pequeño libro. Una perspectiva que no teme en dar una imagen de la totalidad, y de ligar la lucha por la libertad del hombre con el estudio de sus creaciones y los trabajos que ha dejado para nosotros como señales de ruta.
Ediciones del Subsuelo
Notas: 1
Hatano, Asuka “Arte y vida cotidiana en La peculiaridad de lo Estético”, en György Lukács: pensamiento vivido, Revista Herramienta, Buenos Aires, en [http://www.herramienta.com.ar/modules.php? op=modload&name=News&file=article&sid=231&mode=thread&order=0&th old=0] 2
Lukács, György Ontología del ser social: Trabajo, Ediciones Herramienta, Buenos Aires, 2004. Pág. 39.
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3
Jung, Werner “Georg Lukács y el realismo”, Trad. De Esteban Ruiz, Revista Herramienta, Febrero de 2004. [http://www.herramienta.com.ar/modules.php? op=modload&name=News&file=article&sid=490]. 4
Ídem.
5
Ídem.
6
Citado en Díaz, Ariane “De la utopía a la manipulación”, Revista Lucha de Clases, n°7, Buenos Aires. Pág. 163. 7
Fuenzalida, Daniel Enrique Lihn: Entrevistas, Editorial JC Sáez, Santiago, 2005. Pág. 14.
8
Posadas, Francisco Lukács, Brecht y la situación del realismo socialista, Editorial Galerna, Buenos Aires, 1969. Pág. 34-35.
9
Lihn, Enrique El circo en llamas, Lom, Santiago, 1997. Pág. 340.
10
Maldonado, Carlos El arte moderno y la teoría marxista del arte, Ediciones de la Universidad Técnica del Estado, Santiago, 1971. Pág. 15.
11
Cerda, Martín Ideas sobre el ensayo, Dibam, Santiago, 1993. Págs. 21-25.
12
A esto cabe mencionar la opinión que Walter Benjamin tuvo sobre esta obra: “La más consumada de las obras de la literatura marxista. Su singularidad se funda en la certeza con que ha captado, por una parte, la situación crítica de la lucha de clase en la situación crítica de la filosofía y, por otra, la revolución, de aquí más concretamente madura, como precondición absoluta e incluso cumplimiento y consumación del conocimiento teórico”. Citado en Löwy, Michael Walter Benjamin: aviso de incendio, FCE, Buenos Aires, 2002. Pág. 23.
13
Cerda, Martín Palabras sobre palabras, Dibam, Santiago, 1997. Pág. 39.
14
Lukács, György Historia y conciencia de clase, Editorial Quimantú, Santiago, 2008. Pág. 7.
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¿Franz Kafka o Thomas Mann?
Hemos necesitado describir y analizar con tanto pormenor las bases ideológicas y las tendencias principales artístico-formales del movimiento antirrealista de nuestro tiempo, porque solamente así podíamos llegar a caracterizar ese medio en el cual puede desarrollarse hoy una literatura “literaria” del mundo burgués. Para desvelar concretamente su base social, sería naturalmente muy oportuno extender este estudio también a la literatura “no literaria”, pues determinados aspectos de la descripción de la vida, desde el punto de vista de la existencia, aparecen en ésta tal vez aún de modo más expresivo que en aquélla. Si, por ejemplo, se quiere hablar del culto a lo anormal, a lo perverso, las revistas de dibujos (comics) muestran con gran claridad este culto, pues su creciente popularidad y preponderancia es una intrusión de la vida en la literatura y no lo contrario. Aún se ve con mayor claridad esta situación en la transformación que han sufrido las llamadas novelas policíacas. Mientras las primeras narraciones de esta índole, como las de la época de Conan Doyle, se apoyaban en una ideología de la seguridad y eran la glorificación de aquel sabelotodo que velaba por la seguridad de la vida burguesa, hoy priva la angustia, la inseguridad de la existencia, la posibilidad de que el espanto irrumpa en cualquier momento en esta vida que transcurre aparentemente fuera de todo peligro, y que sólo por una feliz casualidad puede estar protegida. Naturalmente esta feliz casualidad ya está presente, como apología social, mediante el happy-end, en los productores de transición entre literatura y novela folletinesca por entregas, tales como Un día como cualquier otro, de Hayes. El rechazo de estos compromisos es uno de los signos de diferenciación entre el verdadero vanguardismo y la simple lectura de entretenimiento; aunque naturalmente también hay un tipo de folletín en que se recurre al terror. Aunque sea muy tentadora la exposición detallada de las semejanzas y diferencias de contenido y de forma entre el vanguardismo y el folletín más moderno, nos llevaría demasiado lejos de nuestro tema, por lo que debemos contentarnos con esta simple indicación. Sólo hemos de señalar la amplia base social que poseen los contenidos de la experiencia vital que toman forma de expresión en el vanguardismo. 11 |
Tras este inciso podemos regresar a nuestro verdadero tema, al vanguardismo, o mejor dicho, a las formas en que escriben los escritores vanguardistas, como caracterización significativa del medio literario actual. Como se recordará, ya nos hemos defendido de antemano contra la aceptación de criterios formales para delimitar los caminos seguidos por la literatura realista y la antirrealista. Pero aquellos contenidos ideológicos que determinan las direcciones decisivas de la forma literaria, son igualmente sólo tendencias. Surgen con muy distinta fuerza, decisión, conciencia, carácter esencial, etc., no sólo en un mismo autor, sino también a menudo en una misma obra. Este carácter aparece aún con más fuerza si en vez de seguir el ejemplo de los críticos vanguardistas, que sólo reconocen su nuevo mundo literario, admitimos, por el contrario, dentro de este medio, la existencia, o importancia, de tendencias realistas y examinamos así toda la vida literaria como un gran campo de batalla; como escenario de la guerra entre las aspiraciones antirrealistas analizadas hasta ahora y los representantes actuales de ese movimiento al que hemos llamado en la introducción la rebelión humanista. Así, pues, el tema de nuestro ensayo no se reduce a las tendencias de la época (que no son dos entidades cerradas en sí) sino justamente a la controversia entre esas dos tendencias, la cual, repetimos, suele tener lugar muy frecuentemente, no sólo en un mismo escritor sino también dentro de una misma obra. La consecuencia de ello es que los límites que separan ambas tendencias se tornan a menudo borrosos; principalmente porque es inevitable cierto grado de realismo en toda obra literaria. La vieja verdad de que el realismo no es un estilo entre otros muchos sino que está en la base de toda literatura, y de que sólo pueden surgir estilos dentro de su campo o en determinadas relaciones con él (aun cuando sean de hostilidad), resulta verdad también aquí. Lo que observó ingeniosamente Schopenhauer en su tiempo, en el sentido de que sólo podía encontrarse un solipsista verdaderamente consecuente en un manicomio, podría decirse también acerca del antirrealismo consecuente. Esta omnipresencia del realismo se comprueba naturalmente, antes que nada, en los detalles. Basta recordar a Kafka, en el cual lo inverosímil, lo más irreal, parece real a causa de la fuerte y sugestiva verosimilitud de los detalles. Y se debe aclarar a este respecto que la evocación permanente de lo fantasmagórico surgiendo de mustia existencia total, sin esta omnipresencia evidente del realismo en los detalles que parecen secundarios, reduciría la pesadilla a un simple sermón. El viraje al absurdo de la paradoja en la totalidad de la obra de Kafka presupone pues una base realista en la 12 |
plasmación literaria del detalle. No se trata de ningún modo de un proceso unilineal que habría de conducir al antirrealismo, sino -literalmente - de un viraje desde el realismo en los detalles hacia la negación de la realidad de este mundo; a eso va dirigido el conjunto de la creación kafkiana, su coherencia y su estructura. En todas las obras vanguardistas se pueden comprobar análogos principios, aunque, en la mayoría de los casos, sin esa tensión que logra Kafka mediante el distanciamiento entre los dos polos, la intensificación de sus cargas, y la vehemencia del viraje de un polo a otro. Aunque en una forma más repartida en todo el conjunto, también puede observarse en Musil una tensión permanente, un viraje constante entre la precisión histórico-social de los detalles (que llega a dar a ciertas figuras el carácter de personajes de novela clave) y una destemporalización, una ahistoricidad paradigmática del conjunto, reconocida por el propio Musil, como hemos visto antes. Nos parece aún más esencial el hecho de que los elementos representativos más extremos de la literatura vanguardista -basta con indicar aquí el problema del tiempo, tantas veces tratado- no son simples productos de una fantasía desbocada, ajenos en sí a la realidad, desgarrados de la vida presente; al contrario: contienen importantes elementos del reflejo de la realidad actual, de las cualidades típicas, de la singularidad del hombre de hoy (al menos del de una determinada capa social), de su relación con la realidad, etcétera. Así, pues, también aquí incluso en los antirrealistas conscientes más abstrusos-, las aspiraciones estilísticas no tienden simplemente a violar la realidad en forma subjetiva, sino a la inversa: es este estilo el que surge de la realidad del período imperialista. Las formas vanguardistas son aquí, al igual que toda forma literaria, reflejos de la existencia Histórico-social, aunque también, naturalmente -como ya hemos expuesto y seguiremos mostrando-, desfigurado y desfigurada, por principio. Esta situación tan complicada explica que en las manifestaciones públicas y también en las confesiones privadas de los dirigentes del vanguardismo se compruebe a menudo la nebulosidad de sus límites. No se trata simplemente de la protesta provocada por la prohibición del “arte degenerado” en la época de Hitler. Este movimiento de protesta implicaba además de una toma de posición en defensa de la libertad de escribir, el matiz, no poco esencial, de una defensa del derecho del escritor a describir la realidad con toda fidelidad, y como corresponde a su conciencia artística. Como el verdadero adversario de Hitler era la proclamación de la verdad, la protesta contra la persecución del “arte degenerado” implicaba también la defensa del realismo. 13 |
También es ambigua la resistencia frente a la crítica que los dogmáticos estalinistas hacían al “formalismo”, tomado en conjunto. Junto a la autodefensa de los extremistas del vanguardismo (que eran con frecuencia verdaderos formalistas) encontramos la defensa justificada -por completo o relativamente, según los casos- contra la tendencia dogmática que limita el campo del contenido y de la forma del realismo a una simplificación sin relieve, a una eliminación del tesoro de sus contradicciones, a una banalización, al modo del happy-end, de la perspectiva socialista. Estas reacciones provocan con frecuencia oscilaciones del péndulo a los extremos opuestos. Cuando la presión dogmática trae por consecuencia una esquematización que aplasta todo estímulo artístico original, a menudo ganará el juego el colorido, “interesante” de la decadencia contra el “todo gris” de una pseudo literatura, vulgar -lo que es lógico subjetivamente, aunque en el aspecto objetivo sea injusto-, y se concebirá la teoría del realismo socialista como un obstáculo a la libertad artística. Con ello, no sólo desaparece del plano de la discusión la oposición estética decisiva entre realismo y antirrealismo, no sólo se comprenderá mal el carácter justo y progresista del realismo socialista (y también del realismo crítico) sino que, además, se pasara por alto la honda problemática artística del vanguardismo, que hemos expuesto ya. En este aspecto señalaremos tan sólo el carácter amanerado, que a menudo cae también en lo esquemático, de muchas y muy apreciadas obras vanguardistas. Esa originalidad rebuscada y arbitraria de la forma vanguardista encubre, para el lector superficial que sólo observa los aspectos formales, el dogmatismo subjetivista de su punto de partida y lo esquemático de su realización. Visto desde un aspecto verdaderamente estético, ciertas obras de Jünger o Benn, Joyce o Beckett, etc., son tan esquemáticas como muchas obras del realismo socialista, criticadas con razón. Más importantes que estas polémicas (en las cuales la toma de posición suele estar determinada, muchas veces, más por el adversario que por el objeto defendido) son las manifestaciones personales de importantes escritores realistas de nuestra época, que muestran un vivo interés por muchas formas experimentales del vanguardismo en las cuales ven la confirmación de cierta afinidad de aspiraciones. No hay que buscar muy lejos las causas que explican este fenómeno. Ya hemos indicado antes que estas formas experimentales dejan ver un aspecto que ha de tener gran importancia para todo artista que gira en torno del hoy específico con el objeto de reflejar la singularidad de nuestro tiempo. La 14 |
acogida y simpatía que encuentran estos recursos formales en muchos escritores realistas expresan, pues, antes que nada, esta sugestibilidad propia: ensanchan los límites del realismo para hallar una forma adecuada al contenido singular del presente. Esto nos explica los juicios de Thomas Mann acerca de Kafka, Joyce, Gide, etcétera. No obstante, aunque estos límites entre realismo y antirrealismo puedan difuminarse en tantos casos particulares, siguen existiendo; y precisamente en los casos particulares concretos, pueden trazarse con la mayor precisión, pues, en su esencia misma, contienen, más que una mera diferencia, una oposición decisiva y excluyente. Ya hemos señalado algunas de estas polarizaciones bruscas del contenido literario y, por consiguiente, de la forma interna, a pesar de todos los puntos de contacto externo; precisamente las señalamos a propósito del flujo de asociaciones en Joyce y Thomas Mann, o sea, en el contraste entre dos modos de plasmar el tiempo, aparentemente afines. La causa fundamental de esta convergencia externa, unida a la divergencia interna más intensa, se debe a que el vanguardismo se comporta frente a determinadas formas de manifestación del mundo moderno de un modo inmediato y no crítico, mientras que los más destacados escritores realistas del mismo período suprimen en su praxis de escritores (aunque no incondicionalmente en sus declaraciones críticas) el carácter inmediato de tales fenómenos, y por ello pueden, tratarlos con la distancia crítica artísticamente necesaria. Esta crítica consiste en que -tomando como ejemplo el problema del tiempo- los realistas como Thomas Mann no abrigan dudas en ningún momento acerca del carácter puramente subjetivo de la moderna experiencia del tiempo, pues para ellos es muy claro que estas experiencias son extraordinariamente características de una determinada capa de hombres modernos cuyos rasgos típicos se expresan con la máxima plasticidad precisamente en estas experiencias. En cambio, lo inmediato y no crítico de los vanguardistas -y de muchos filósofos modernos- llega a tener tal validez que ellos mismos ven en estas experiencias subjetivas la esencia de la realidad. En algunos realistas, ese “mismo” tiempo se convertirá en un medio para describir el carácter de determinados personajes, mientras que en el vanguardismo llega a hincharse hasta convertirse en contenido de la realidad central y por consiguiente en la forma esencial de la realidad plasmada. Thomas Mann muestra una y otra vez, al lado de hombres con esta experiencia del tiempo, otros personajes que en las mismas condiciones tienen, también subjetivamente, una experiencia del tiempo objetiva, normal. Así, por un lado Hans Castorp, y por el otro Joachim Ziemssen o el consejero Behrens, en La 15 |
montaña mágica. En Ziemssen existe la sospecha de que la experiencia moderna del tiempo es una consecuencia de la forma de vida anormal, aislada herméticamente de la praxis cotidiana, propia del sanatorio. Todo ello entraña la siguiente oposición, de extraordinaria importancia: el vanguardista hace de un reflejo subjetivo -necesario- una realidad: la realidad propia, una objetividad que se constituye por presunción, y por esto da una imagen deformada de 1a realidad vista como conjunto (Virginia Woolf es un ejemplo extremo de esta tendencia.) En cambio, la eliminación crítica de este carácter inmediato en el realismo, lleva a situar un fenómeno necesario de nuestra época en el lugar que le corresponde, por su esencia objetiva, en relación con el conjunto. Aparece la misma diferencia fundamental en el problema de los detalles. Vistos aisladamente, éstos son, casi sin excepción -cuando se trata de un verdadero escritor-, auténticos reflejos de la realidad. Sin embargo, el que de su sucesión, de su entretejido, surja una imagen real del mundo objetivo, dependerá de nuevo de la actitud que el escritor tenga hacia la realidad en su totalidad concreta. Esta actitud es la que determina la función de los detalles -en sí realistas- en el tejido del conjunto. Si la obra está concebida de modo inmediato y no crítico, puede descender a un naturalismo confuso, pues la filosofía del mundo del escritor sopla a su paso de modo inconsecuente y le impide ver la diferencia entre lo importante (lo que realza sensiblemente la esencia de las cosas) y lo meramente fugaz; por decirlo así extingue en principio los detalles reduciéndolos al mero oficio de la fotografía instantánea. Así, por ejemplo, ocurre en Joyce- este es de nuevo un aspecto de la visión vanguardista del mundo en el cual se manifiesta el carácter naturalista básico de su voluntad artística. En Kafka la situación es más complicada. Kafka es uno de los pocos escritores vanguardistas cuya concepción del detalle es selectiva, acentuando sensiblemente lo esencial; no es, pues, naturalista. Examinado desde un punto de vista puramente formal, su tratamiento de los detalles está determinado por principios análogos a los del realismo. El contraste surge cuando se examina la plasmación literaria esencial, esa esencia y esa realidad que determinan en última instancia la selección y ordenación de los detalles. En este aspecto, en Kafka se llega a establecer una trascendencia ineluctable (la nada) y con ello se hace invisible el desgarramiento de la unidad literaria provocada por la alegorización. Pero este problema no puede tratarse sólo en su aspecto formal. Se han dado siempre escritores realistas importantes que trasponen también la realidad histórica inmediata, y cuyos detalles realistas se cimen16 |
tan en la alusión a un mundo del “más allá”. Basta recordar a E.T.A. Hoffmann, en quien el realismo de los detalles está también indisolublemente unido a lo fantasmagórico del conjunto. Sin embargo, en un examen más detenido, se descubre claramente el contraste de las intenciones literarias objetivas: la totalidad de mundo de Hoffmann -incluido lo mágico, lo fantasmal- es una imagen de la transición, en Alemania, de un absolutismo feudal desfigurado a un capitalismo también desfigurado, pero en diferente forma. El incluir un “más allá” es en Hoffmann un rodeo artístico, precisamente para poder describir este específico mundo de “más acá” en la totalidad de sus datos esenciales, en una época en la cual las formas de manifestación no evolucionadas y directamente deformadas de la vida social no permitían una plasmación directa, a la par que fiel y significativamente típica. Esta sólo era posible, en la Francia en evolución, para Balzac, pero incluso este escritor recurrió a veces -y no casualmente- a una forma de creación modelada al estilo de Hoffmann, aunque naturalmente, modificada (Melmoth reconcilié). En la forma, Kafka es mucho más “del lado de acá” que Hoffmann: lo fantasmagórico permanece dentro de las formas de “este lado” de la vida cotidiana capitalista; es así un “devenir fantasmal” de esta vida cotidiana misma, sin fantasmas a lo Hoffmann. Pero precisamente por ello se desgarra la unidad real del mundo y se representa la visión subjetiva como esencia de la realidad objetiva. La angustia, el miedo pánico ante el mundo del capitalismo imperialista que se desnaturaliza incesantemente (con el presentimiento de sus variantes fascistas), pasa del sujeto a la sustancia, la cual, sin embargo, no deja de ser una pseudosustancia subjetiva hipostasiada, y por esto, la imagen de la deformación se transforma en una imagen deformada. Por mucho que Kafka se distinga, por sus medios de descripción, de la mayoría de los vanguardistas, el principio esencial de la plasmación literaria es, en él, el mismo que en éstos: el mundo como alegoría de una nada trascendente. En los sucesores de Kafka estas diferencias palidecen, mejor dicho, desaparecen, y surge un vanguardismo nihilista “normal”: así ocurre en Beckett, que une los motivos de Kafka con los de Joyce; así también en Rehn, en su obra Nichts in Sicht (“Nada a la vista”), en donde los principios naturalistas resaltan aún con más claridad. El hecho de que rechacemos una polarización metafísicamente rigurosa entre realismo y vanguardismo, y que reconozcamos la frecuencia con que se difuminan sus límites, no presupone una debilitación de la oposición esencial. Al contrario: precisamente por esta razón se puede desarrollar una lucha más precisa, más neta, más efectiva, entre 17 |
ambas tendencias. Como resumen, podemos decir que el paralelismo en la técnica, por muy notorio que sea, casi nada definitivo puede decirnos sobre la actitud básica decisiva de los escritores, como tampoco decide cuestiones de fondo, la adopción o el repudio de determinados recursos formales en el modo de escribir. ¿En dónde está pues la esencia de la cuestión? Ya hemos tratado antes sus elementos principales cuando intentamos reducir las diversas orientaciones de la decadencia a tomas de posición ideológicas completamente generales, a una concepción del mundo que determina los principios comunes del contenido y de la forma artística interna (más que la técnica) en la literatura de vanguardia. Si queremos señalar sobre esta base sus principios de divergencia con el realismo, tenemos, antes que nada, que volver, a tratar brevemente el problema de la perspectiva. La cuestión que vuelve a ser decisiva en nuestro examen es la del papel de la perspectiva como principio de selección artística, y como base ideológica para que el escritor venza esa falta de selectividad en la plasmación de los detalles que en el proceso de creación lo lleva fatalmente hacia el naturalismo. Es evidente que este peligro existe constantemente para todo verdadero escritor: sin amor artístico a la asombrosa riqueza y multiplicidad de la vida es apenas imaginable un verdadero talento literario. Naturalmente, es una cuestión biográfica descubrir hasta qué punto tal sentimiento hacia la vida es compatible con una disciplina estética, pero es seguro que estas dos emociones opuestas entre sí, que se complementan a la vez dialécticamente, constituyen al menos uno de los elementos fundamentales del desarrollo de cada estilo individual. En este nuevo aspecto, considerándola como principio de selección, se ve aún con mayor claridad la importancia artística de la perspectiva. Max Liebermann solía decir: “dibujar es suprimir” y este aforismo puede generalizarse perfectamente: el arte es una selección de lo importante y lo esencial, una supresión de lo no importante y no esencial. Sin embargo, esta es una definición aún demasiado general y abstracta. Para que el examen de la obra de arte sea fructífero, es preciso explicar también los procesos subjetivos de la selección que precede a todo proceso creador, como principios de una convergencia (o divergencia) entre lo percibido y lo pensado por el sujeto y la objetividad artística. Pues es claro que esta objetividad artística de ningún modo sigue directamente a la percepción y al juicio subjetivo, ya que la sinceridad, intensidad, agudeza de visión, etc., que se manifiesta en la selección no puede ofrecer una garantía, y, mucho menos un criterio, en 18 |
cuanto al cumplimiento de la objetividad. Por otra parte, sería un error concebir ambos grupos de principios como inconciliablemente heterogéneos. Entre la idea subjetiva y la consumación objetiva hay sin duda una brecha, pero no una brecha irracional abrupta entre dos entidades metafísicamente separadas entre sí, sino una brecha que -sin perder su carácter de tal- debe concebirse como elemento de un proceso de despliegue dialéctico de la subjetividad creadora, de acceso a la esencia de la realidad histórico-social (o bien como fracaso en ese trasunto y esa selección). La forma en que un escritor enfoca la selección en el momento decisivo de su praxis, depende directamente -y, en cierto sentido, ineludiblemente- de la naturaleza y calidad de su personalidad. Sin embargo, independientemente de la idea que el sujeto tenga de sí mismo, su personalidad no es algo dado en sí, definitivo e intemporal. Las aptitudes, el talento, etc., son ciertamente innatos, pero la forma en que se despliegan o truncan, se desarrollan o deforman, depende de las relaciones mutuas entre el escritor y la vida, su ambiente, sus semejantes, etcétera. Objetivamente, esta vida es -tanto si el escritor lo sabe o lo desea, como si no- una parte de la vida de su época; es, por ello, también, independientemente de las opiniones del escritor, un fenómeno histórico-social en su esencia. De ello resulta -una vez más con independencia del conocimiento y los deseos del escritor- que esta vida no es un simple “ser”, sino un devenir, una lucha ininterrumpida entre ayer, hoy y mañana; es decir, una realidad, que no puede ser reconocida ni experimentada, en su unidad y plenitud, sin experimentar y reconocer en su ser (todo momento particular del devenir, toma necesariamente la forma del ser) su origen y su destino. Ni el carácter social ni la historicidad de los momentos de la vida, ni sus nexos dinámicos, son aspectos meramente subjetivos que el escritor pueda aceptar o rechazar a voluntad eventualmente sobre la base de una determinada concepción ideológicasin poner, en peligro el ser y el devenir que les pertenece como realidades y relaciones concretas de la vida, susceptibles de plasmación literaria. Las categorías inherentes al ser y al devenir de cada momento de la vida, es decir, las formas y contenidos objetivos de los objetos de la obra literaria, llegarán a marchitarse, a deformarse, si esos aspectos precisos y concretos se disuelven subjetivamente. Mientras el examen se mantenga en el marco de la abstracción filosófica, serán relativamente muchos los que lleguen a aceptar la justeza de este punto de vista. Pero, es propio de la esencia objetiva de un 19 |
ser o devenir histórico-social ser no sólo histórico y social, en general, sino además, momento siempre concreto de una evolución histórica concreta: presente histórico-social que es momento de enlace entre un pasado histórico concreto (y, por lo tanto, también social concreto) y un porvenir de la misma índole. La objetividad ineludible e irrevocable de esta situación tiene como consecuencia necesaria que todo lo que en el escritor tiene que ver con su propia vida, todo lo que como hombre y como artista experimenta (incluso en forma subjetiva: intelectual o sentimental) ha de tener ese carácter histórico-social concreto; que todo cuanto se apropia como hombre y como escritor forma parte irremisiblemente de ese hic et nunc histórico-social, y tiene un origen y un objetivo histórico-social. Todo reflejo literario adecuado de la realidad abarca ese dinamismo concreto que tiene una dirección concreta y determinada. Los tipos y formas responden, según la época y la personalidad del escritor, a una variabilidad estilística infinita; pero, precisamente de esa intención de la subjetividad literaria que selecciona y suprime según el ¿de dónde? y ¿adonde? concretos de la vida autoexperimentada, surge la íntima unión del sujeto poético con la objetividad, surge ese salto dialéctico que pasa justamente de la profundidad más auténtica de la esencia subjetiva interior a la esencia objetiva (en alguno de sus aspectos esenciales) de la realidad histórico-social de la época. Precisamente, aquí aparece el papel artístico decisivo de la perspectiva. Para comprender de modo más preciso su significado es necesario concebir con exactitud la diferencia entre la realidad objetiva y su reflejo estético. Es un lugar común decir que, en la realidad, el presente se constituye del pasado, y el porvenir del presente. Cuando hablamos aquí de una perspectiva de la evolución se trata, objetivamente, de esas tendencias fundamentales que llegan a hacerse visibles en el curso del proceso histórico, con más o menos claridad; y, subjetivamente (con lo que sobrepasamos, por supuesto, los dominios del arte), se trata de nuestra facultad para percibir del modo adecuado esas tendencias en sí presentes y activas. Sin embargo, cuando la literatura quiere dar una imagen artística completa de esta realidad, adecuada a su contenido y con unidad formal, tiene que invertir primero -en el orden de la creación - la sucesión natural: mientras en la realidad el ¿adónde? surge del ¿de dónde? en la creación literaria el ¿adónde? determina el contenido, clase, elección, proporción, etc., de aquello que en la obra puede plasmarse a partir del ¿de dónde? Naturalmente, la obra acabada es una imagen del proceso real y de su orden de sucesión causal, pero, sin embargo, este orden no tiene que apegarse a una cronicidad confusa no seleccio20 |
nada; precisamente, la inversión a que aludimos es indispensable en el proceso de creación, ya que es la perspectiva (el ¿adónde?, el terminus ad quem) la que determina la importancia o insignificancia de todos los elementos de la descripción, desde las situaciones y figuras decisivas hasta el detalle más nimio. En un examen más detenido se ve, sin embargo, que la función creadora de la perspectiva excede con mucho a lo hasta ahora bosquejado, y plantea los problemas más importantes de la creación propiamente dicha. No puede bastarnos el simple planteamiento de una relación entre perspectiva y los problemas de la plasmación literaria en general; nuestro examen anterior acerca del carácter histórico-social necesario en toda perspectiva mostraba ya la inevitabilidad de esta relación. El grado de concreción de la perspectiva tiene también una enorme influencia en la expresividad y vitalidad de la creación literaria. Y ello es así, antes que nada, por el hecho de que existe una relación -naturalmente no muy directa, sino al contrario, muy mediatizada, múltiple y compleja- entre los rasgos individuales y los típicos en la estructura de cada figura, y también entre la forma y el grado en que la perspectiva puede concretarse en la obra literaria tomada en su conjunto, y la forma y grado en que de hecho lo está. Esta relación todavía no ha sido aclarada en su aspecto histórico-estético; más aún, puede decirse que ni siquiera se ha planteado esta cuestión en absoluto. Así, pues, aquí sólo podemos bosquejar someramente algunos casos extremos, y aun así solamente como anticipo a nuestro problema actual: determinar qué tipo de perspectiva (y en qué grado de concreción) es favorable o desfavorable para la evolución del realismo crítico en nuestros días. Expondremos a continuación los puntos que, en relación con este asunto, consideramos ya sólidamente establecidos. Nos parece, en primer lugar, que una perspectiva excesivamente abstracta extendida a todo un período de la historia mundial del que se retienen sólo los rasgos generales requiere, sobre todo en obras predominantemente satíricas (Swift, Saltikov-Tchedrin), la descripción de personajes y situaciones típicas; y, también, que se puede lograr la concreción de las situaciones típicas con más fuerza que la de las figuras individualizadas y, al mismo tiempo elevadas al rango de lo típico. En segundo lugar -para pasar al extremo opuesto-, una perspectiva orientada exclusiva o predominantemente a los sucesos cotidianos requiere la presentación de rasgos individuales naturales o, a lo sumo, superficialmente típicos. La dialéctica de la evolución histórica pasa por muchas alternativas y, precisamente en lo que se refiere a los rasgos humanos que surgen directamente de los 21 |
sucesos cotidianos, se desvía de modo extraordinario por caminos de antemano imprevisibles. Sólo un balance “profético” -obtenido casi siempre aposteriorísticamente- que abarque el conjunto de toda una etapa, puede mostrar la unidad histórica entre dos momentos sucesivos que, a primera vista, pueden parecernos bruscamente contradictorios. Dejaríamos, sin embargo, inadvertida la esencia específica de la perspectiva -determinante para la literatura- si identificáramos la visión “profética” de lo esencial de cada etapa, histórica con la aptitud del escritor para hacer previsiones políticas correctas. Si fuera una previsión política de esta índole el elemento fundamental en la perspectiva literaria, no se hubiera dado ninguna autentica creación de tipos en todo el siglo XIX, pues precisamente en los maestros más grandes de esta época, en Balzac y Stendhal, en Dickens y Tolstoi, podemos encontrar los juicios más erróneos en el campo político. Y a pesar de ello, el que hayan surgido en sus obras tipos perdurables no se debe a la casualidad ni a una intuición irracional. La relación vital mutua entre la perspectiva y lo típico es la base sobre la cual el escritor realista de talento está en condiciones de comprender y plasmar las tendencias y orientaciones histórico-sociales conforme a la realidad. Sin embargo, su coincidencia con la verdad no se produce en el campo político-social en sí, sino allí en donde lo esencial es la fijación y la variación de las formas de conducta humanas, su valoración, los cambios en los tipos existentes, el surgir de nuevos tipos, etcétera. Determinados hechos acaecidos en su propia época provocan entre los hombres determinadas mudanzas, en particular en el desarrollo del carácter de los individuos, y, en general, en otros aspectos, a consecuencia de las cuales pasan a primer plano ciertos problemas, otros retroceden a la periferia, ciertas cualidades y su despliegue fatal irradian el brillo de lo trágico, mientras otras -tal vez, incluso, las que en el pasado fueron trágicas- se reducen a la comicidad. Estos desplazamientos se realizan constantemente en la realidad histórico-social, pero sólo los grandes escritores realistas llegan a captar objetivamente su esencia y llegan a darles forma definida. Tal reconocimiento artístico de lo esencial humano en el proceso histórico -que lleva implícitamente consigo lo esencial social-, puede surgir así y dar pruebas de su justeza, sin poder, no obstante, anticipar conscientemente su evolución político-social; sin embargo, esa plasmación artística está íntimamente ligada a una perspectiva, pues el carácter perdurable de la creación de tipos va precisamente unido al hecho de que el escritor refleja el carácter central o periférico, trágico o cómico, 22 |
etc., de tal modo que la imagen por él plasmada se confirma por la evolución histórica ulterior. (Esto constituye lo perdurable en Balzac o Tolstoi, lo a menudo anticuado en Ibsen). Es evidente, pues, ante todo, que la perspectiva, estimada por nosotros como tan necesaria, de ningún modo puede ser equiparada con una previsión de acontecimientos históricos; y que, en este sentido, esa perspectiva puede ser de lo más indeterminada, sin perder por ello su determinabilidad concreta indispensable como principio de la selección literaria. Además, este mismo hecho explica por qué tan raras veces es literariamente fructífera una perspectiva construida sobre los acontecimientos cotidianos, ya que tal perspectiva sólo es concreta y precisa ante las cuestiones de menor importancia, mientras que, en los problemas decisivos, no puede dar una respuesta estéticamente clara. Cuando surgen tipos realmente perdurables sobre esta base, la causa decisiva de ello no reside en la orientación hacia los acontecimientos cotidianos, sino en que el escritor -más o menos independientemente de esta orientación, pero de todos modos transponiéndola artísticamente- tiene una perspectiva más amplia en el sentido antes indicado. Este aspecto concreto de la perspectiva tiene consecuencias importantes en lo que atañe a nuestro problema. Muestra, por ejemplo, que la posibilidad de crear tipos perdurables -y ésta es la verdadera base del efecto a largo plazo de toda obra literaria- está en intima relación con una imagen del mundo concreta y dinámica, ligada a la sociedad y a la historia. Todo intento de substituir la dinámica de la historia por cualquier forma estática conduce a una debilitación de la vitalidad expresada, del carácter típico de lo plasmado. De aquí resulta que, desde el naturalismo, haya disminuido rápidamente el número de figuras doladas de vida, y que, por ejemplo, un escritor tan notable como Zola no haya creado en toda su obra gigantesca, ninguna figura realmente perdurable. Aún más llamativa es esta situación en la literatura vanguardista. Las causas inmediatas difieren, naturalmente, en las distintas tendencias, según los autores. Pero, para la finalidad de nuestro examen, carece de importancia que se trate del desvanecimiento de estas figuras en las sombras o de la difuminación de sus contornos, de su banalización en una superficie rígida o de una congelación en la irracionalidad fantasmal y visionaria. Naturalmente, hay teóricos del vanguardismo que no quieren ver en esto una desventaja de la literatura de vanguardia, ya sea porque han deshumanizado de tal modo el concepto de lo típico que pueden considerar también como tipos las figuras de Beckett, o porque
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en toda creación de tipos ven una herencia anticuada del siglo XIX que hay que superar. Por todo esto, tal vez sea oportuno mencionar algunos juicios de escritores que no examinan esta cuestión desde el punto de vista filosófico y crítico-cultural como nosotros, sino que se preocupan exclusivamente por la práctica literaria viva. Ya hace muchos años indiqué a otro respecto un juicio de Sinclair Lewis acerca de Dos Passos. Lewis elogiaba su forma “natural” de escribir que había dejado muy atrás las convenciones narrativas anticuadas; pero, cuando llegó a hablar de la plasmación de caracteres humanos, tuvo que manifestar lo siguiente: “Es cierto que Dos Passos no ha creado ninguna figura tan perdurable como Pickwick, Micawber, Oliver, Nancy, David y su tía, Nicolás, Smike y por lo menos cuarenta más, y que tampoco lo logrará nunca”. Todavía más actual, y en muchos aspectos más interesante, es la declaración de Albert Camus acerca de Roger Martin du Gard en el prólogo que escribió a las obras de este autor. Habla allí de una densidad, de una tridimensionalidad en estas obras que, como él dice, “ha llegado a ser un poco insólita en la literatura contemporánea. En efecto, nuestra producción se emparenta mejor, en lo que tiene de valioso, con Dostoievski que con Tolstoi. Unas sombras apasionadas o inspiradas trazan en ella el comentario gesticulante de una reflexión acerca del destino”. E ingeniosamente, compara las mujeres jóvenes de Los endemoniados con la Natacha de La guerra y la paz: “Hay, dice Camus, la misma diferencia que entre un personaje cinematográfico y un héroe del teatro: más animación y menos carne”. No es necesario entrar aquí en detalles acerca de otras observaciones de Camus a menudo muy agudas, sobre Dostoievski y Kafka. Tratando de ser justo, el autor señala con verdadero vigor la antítesis entre ambas formas de plasmación; pero Camus tampoco olvida señalar que el propio Dostoievski ha aportado bastante más de lo que suponen sus epígonos, los cuales sólo han recogido de él “una herencia de sombras”. Esta generosa confesión es para nosotros tanto más valiosa cuando que el propio Camus, por sus obras -no naturalmente en el sentido técnico, pero sí por la esencia de toda su concepción literaria-, pertenece a ese reino “de sombras”. Su descripción tan sugestiva de la peste, sobre todo por la atmósfera creada en torno a esos hombres obligados fatalmente a convivir, es como la imagen alegórica de la “condition humaine”; por interesantes y estimulantes que sean los problemas morales que surgen de esta estaticidad mantenida en constante alternativa, los hombres que los 24 |
expresan siguen siendo, por designio del autor, meras sombras que comentan su destino con más o menos pasión, con mayor o menor resignación. No es la sobriedad estilística -sostenida muy sabia y consecuentemente- la que los condena a esta existencia de sombras, sino, de nuevo, la falta de perspectiva: su vida no conoce ningún ¿de dónde? ni ningún ¿adónde?, ninguna movilidad interior, ninguna evolución humana. La peste -y ya este planteamiento literario de la cuestión es muy característico- no es en esta obra una desdicha casual, no es un episodio tétrico ni una etapa en la continuidad de la vida humana. No continúa un pasado ni conduce a un porvenir; es la espantosa realidad de la existencia humana en general, y sólo aparentemente se instala y desaparece dondequiera. Por eso es tan significativo el asombro de Camus ante el carácter concreto de los tipos creados por Roger Martin du Gard, acerca de lo cual escribe tantas cosas interesantes en el ya mencionado prólogo de sus obras; porque contiene implícita, pero con toda claridad, una profunda autocrítica de su propia creación y de su problemática artística. Estas digresiones -sólo aparentes- nos han llevado más cerca del problema de la concreción de la perspectiva en la literatura. Pero aún tenemos que dar otro paso en esta dirección, el decisivo: para el escritor, desde hace un siglo, es imposible una toma de posición respecto del objetivo de la vida humana sin una toma de posición respecto del socialismo. Esto ya era claramente visible en los escritores de la rebelión humanista y sus contemporáneos. Ya Zola decía en una ocasión que cada vez que pretendía resolver un nuevo problema topaba con el socialismo. Y en la evolución de Gerhard Hauptmann se ve con toda claridad que la fuerza contundente de sus primeras obras se debe, en gran medida, a que, en su horizonte, siempre surgía, más o menos borrosa, la cuestión del socialismo. Y tan pronto como esta imagen distante e imprecisa se desvaneció para él como una Fata Morgana, empezó aquella profunda crisis de su creación que llenó a sus más entusiastas admiradores de pena y decepción. Seguramente no es necesario acumular estos ejemplos. Todo el mundo sabe lo que ha significado el socialismo en la evolución de Anatole France, de Romain Rolland, de Bernard Shaw. Tampoco es necesario explicar con detenimiento cómo toda la crítica de la familia burguesa (y, a través de ella, de la sociedad burguesa) en el ciclo de novelas de Roger Martin du Gard, está determinada, tanto espiritual como literariamente, por el terminus ad quem, por el encuentro de Jacques Thibault con el socialismo.
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A primera vista, podría tal vez deducirse de estas manifestaciones que volvemos de nuevo a la antítesis que hemos recusado anteriormente: de una parte, la perspectiva socialista en el realismo socialista, y de la otra, la falta de perspectiva en la decadencia burguesa. Nosotros pensamos que no. Consideramos que esa separación de caminos, cuyas premisas ideológicas y artísticas estamos investigando aquí, se realiza dentro de la literatura burguesa. No es una antítesis entre el realismo socialista y la decadencia burguesa, sino, por el contrario, entre el realismo crítico burgués y el vanguardismo decadente. En consecuencia, no se trata de que el escritor, para encontrar una salida a la actual crisis social e ideológica cuyo reflejo es el problema central de la literatura de nuestra época, tenga que situarse en el terreno del socialismo, tenga que afirmar el socialismo; se trata simplemente de que él en su propio interés humano y artístico- no rechace el socialismo a limine, no tome incondicionalmente una posición en contra del socialismo. Pues con ello -y esto es lo esencial de estas consideraciones- llegaría a obstruir su propia visión del porvenir, se confundirían sus facultades para ver el presente tal como es, y se privaría de la posibilidad de crear obras dinámicas, obras con una perspectiva artísticamente fructífera. Esta cuestión está desde hace cien años en el centro de la problemática de la literatura burguesa, y se plantea con una intensidad creciente a pesar de que el problema en sí varía a medida que cambian los tiempos, tanto en su aspecto cualitativo como estructural. Veamos las primeras manifestaciones de este problema. Aproximadamente hará unos cien años que Heine escribió su prefacio para la edición francesa de Lutezía. Allí decía entonces que el comunismo, del cual tenía un miedo espantoso por creerlo contrario a sus intereses e inclinaciones, ejercía sobre él, a pesar de todo, una atracción irresistible contra la cual no podía defenderse. Le parecía que la primera causa de esa atracción era la lógica y el espíritu de justicia: aquella sociedad, en la que reinaba la injusticia, estaba condenada a muerte y debía desaparecer -aun cuando, como él temía, en la nueva sociedad hubieran de hacerse, con las hojas del Buch der Lieder, cucuruchos de papel para el café que entonces compraría una pobre anciana, víctima de la sociedad actual. La segunda causa sería aún más poderosa y demoníaca: los comunistas serían los únicos enemigos poderosos de sus enemigos -la reacción y el chauvinismo alemanes-, contra los que había combatido toda su vida. Con todo, Heine no se hizo socialista. Pero adoptó frente al socialismo una posición que le permitió mirar sin prejuicios todos los problemas de la
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sociedad burguesa de su tiempo, ver el camino que conducía del pasado al porvenir e imaginar el futuro sin reparos, hasta el final. Aquí se empieza, ya a ver con claridad las variaciones cualitativas, y estructurales, que experimentó el problema de la perspectiva en el pensamiento y la experiencia vital de los escritores burgueses, a medida que avanzaban los tiempos. Para los escritores realistas anteriores a la Revolución Francesa no existía, en general, ningún problema en este aspecto. Su perspectiva se concentraba en la superación de la sociedad absolutista y feudal. Para ellos era secundario e indiferente saber cómo sería la sociedad burguesa que había de surgir de sus escombros, y en donde estribaría su problemática desde el punto de vista de la perspectiva de la creación literaria. Muy distinta fue la situación después de la Revolución Francesa. Es digno de atención que en Goethe y Balzac, en Stendhal y Tolstoi, la perspectiva estuviera siempre impregnada, en mayor o menor grado, de elementos utópicos. En esto se manifiesta también una notable duplicidad en su toma de posición ante la sociedad burguesa; de una parte, la insistencia en una perspectiva progresistaburguesa (en Tolstoi plebeya-campesina), lo que significa que tampoco iban más allá de la sociedad burguesa en las cuestiones fundamentales; de otra parte, la necesidad profundamente sentida de fundamentar la afirmación de su propia existencia social con elementos que no podían hallar en la sociedad de sus días y que les obligaban a pensar en lo venidero. La perspectiva utópica de este género tenía, pues, para ellos, la función de abarcar el presente en su realidad más auténtica y de describirlo sin compromisos, guardándoles, no obstante, de caer en la desesperación que pudiera condenarles el ir sin reparo hacia un objetivo desconocido. Una etapa ulterior del realismo crítico -y Flaubert podría servirnos, en este caso de paradigma- renuncia con resignación ascética a toda esperanza utópica respecto de la sociedad burguesa. Si en este mundo todavía surgen utopías, adquieren la forma de una huida a lo lejano en el espacio y en el tiempo: al exotismo. La doble autocrítica de Flaubert -la ironía hacía su propio exotismo de raíz romántica, y el rechazo de la banalidad del mundo burgués, tomando como norma los sueños, irrealizables a priori, del romanticismo- le hizo posible mirar la realidad de su tiempo sin esperanza, sin ilusión, pero también sin temor. En su obra, que constituye un curioso caso límite dentro del realismo burgués, la imagen del presente no tiene que desmoronarse, ni estancarse sino que puede, aunque debilitada, conservar la vieja riqueza de la realidad y reproducir con decisión y veracidad un mundo en el que empiezan ya a 27 |
manifestarse las discrepancias de contenido que irán a precisarse ulteriormente. En la época que sigue a la de Flaubert se plantean cualitativamente nuevos problemas. Pero para poder tratarlos con más precisión nos parece conveniente iluminar antes brevemente el extremo opuesto. Más o menos por la época del Heine de los últimos años, casi una década después de su confesión antes citada, otro gran escritor tomó posición frente al mismo problema. Este escritor fue Dostoievski. En su importante narración Memorias del subsuelo fue uno de los primeros en describir al individuo solitario decadente. Dostoievski, en este aspecto temático-ideal: general -lo cual es bastante significativo- está ligado ante todo con el vanguardismo que no tardará en aparecer. Pero en él, este individualismo aparece todavía como una relación social mutua de hombres concretos en una sociedad concreta. Conforme a esto, da la imagen de un desolador callejón sin salida, sin idealizar los hechos, sea como fuere. Precisamente por ello, las causas y los resultados sociales de esta actitud son claramente visibles, mientras que en el vanguardismo siempre llegan a mistificarse en mayor o menor grado. El héroe del relato de Dostoievski sufre antes que nada por la inhumanidad del capitalismo naciente, del capitalismo que acuña todas estas relaciones de los hombres entre sí. En medio de ese mundo, contra el cual se rebela con todas las fibras de su ser, rechaza asimismo, o al menos con igual pasión, la perspectiva de una solución socialista (palacio de cristal, hormiguero, etc.). La protesta contra la inhumanidad del capitalismo vira ya, aquí, hacia una crítica sofistico-igualitaria, anticapitalista-romántica del socialismo y de la democracia. El miedo al socialismo transforma al hombre en la sociedad capitalista en un ser perdido; en el caso de Dostoievski, su adhesión a una religiosidad y una mística paneslavista encubre esta tendencia, aunque sólo parcialmente y en gran medida, de un modo aparente. Como es natural, esta evolución no podía estancarse en su etapa inicial dostoievskiana. Nietzsche, en quien la crítica de la inhumanidad del capitalismo había de sustituirse por la de la incultura capitalista, sistematiza ideológicamente la actitud ante la vida del héroe de Dostoievski. No es aquí mi misión mostrar cómo esta identificación de capitalismo y socialismo, este pánico ante la “rebelión de las masas” en la “era de la técnica”, y este rechazo del progreso y de la democracia se hipertrofiaron gradualmente hasta llegar a la demagogia social hitleriana; ya he expuesto pormenorizadamente esta cuestión en mi obra El asalto a la razón. Allí se demostró igualmente que esta tendencia sigue aún viva, en distintas formas, después de la derrota del hitlerismo. El rechazo del 28 |
socialismo se convierte en una ideología de cruzada, y sí bien se ha hecho una consigna de la salvación y mantenimiento de la democracia, surge el temor, que crece de día en día, de que la “rebelión de las masas” ponga en creciente peligro la soberanía de las “élites”. Y todo esto sucede en la atmósfera de la era atómica, ante la amenaza de destrucción del mundo, con lo cual el pinteo interior, cada vez más grande, gira a menudo hacia la aceptación e incluso hacia el atizamiento de la Guerra Fría. Teníamos que llevar estas consideraciones hasta el final para poder extraer con claridad, en el plano del pensamiento, sus últimas consecuencias pero no pretendemos ligar a los escritores dirigentes de la decadencia con esta política, ya sea la de Hitler o la de la Guerra Fría. De todos es conocido que Joyce y Kafka han creado sus obras más significativas mucho antes de todo esto, que Musil era personalmente antifascisista, etc. Pero aquí no se trata de una toma de posición directamente política, sino de la formación de una atmósfera ideológica como marco general para el reflejo literario de la realidad (como es lógico, principalmente de la realidad actual), en la cual desempeña un papel dominante estos componentes del análisis y valoración del mundo. Para nosotros es una cuestión secundaria el que el escritor extraiga de ello consecuencias político-prácticas y cuáles sean éstas. La cuestión que interesa es la de ver si en la imagen del mundo plasmada literariamente como expresión de la realidad objetiva los elementos predominantes son el caos y las formas de conducta subjetivas que le corresponden: la perdición, la desesperación y la angustia, es decir, los elementos mentales y emocionales de la interioridad humana en los cuales el fascismo y la guerra fría fundamentan el poder de sus efectos propagandísticos. La imagen del mundo en esta universalidad (naturalmente con contornos muy barrosos) guarda la relación más estrecha con el rechazo en principio del socialismo como perspectiva. No se trata aquí de entablar una discusión académica acerca de lo justo o erróneo de las teorías socialistas, de su dialéctica, etc.; esto podría ser indiferente para la forma en que un escritor concibe y expresa su presente. Nuestro examen parte siempre de la vida. Al Heine clavado en su lecho, como al “héroe” que se dilacera a sí mismo en el “subterráneo” de Dostoievski, lo que les interesa es la cuestión de la orientación definitiva en la maraña de sus propios problemas vitales. Y esto es lo que interesa también, todavía en mayor medida, al escritor de hoy en cuanto a sí mismo y a sus personajes. Viven -justamente en lo inmediato de su vida y en la imagen que se forjan de ella- como individuos solitarios, abandonados y puestos 29 |
frente a sí mismos, replegados en su interior, en medio de una “rebelión de las masas” que hace abstracción de todos los problemas vitales, y de una tecnificación universal y uniformadora. Estas fuerzas parecieron poner en peligro, al principio, tan sólo la posibilidad de una cultura individual y social; después se sintieron amenazadas las bases de la propia existencia espiritual y moral, y hasta de la existencia física, por las fuerzas desencadenadas del “inframundo” que surgió de esta sociedad; y finalmente, en la llamada era atómica, ha surgido la perspectiva de la aniquilación de toda la humanidad. Ante esta imagen del mundo, el escritor -quisiera o no reconocer sus raíces histórico-sociales- tenía que tomar una posición. La mayoría de sus respuestas parecen ser, a primera vista, simples expresiones de su propia personalidad, de su actitud individual. Esto es así si las examinamos en un plano inmediato, y en este sentido, pero tan sólo en este, expresan algo inherente a toda forma de conducta: la imposibilidad de que un hombre salte más allá de su sombra. Pero la expresión literaria aún cuando este dictada por el espíritu del individualismo más abstracto, más exclusivista, tiene un objeto: la relación de este individuo con el mundo. En este sentido -independientemente de lo que el escritor opine subjetivamente-, la expresión literaria lleva implícita, por un lado, la relación (la del individuo por lo menos) con el mundo exterior, con la sociedad de su momento presente; por otro lado, en toda exteriorización literaria surge inevitablemente cierta universalización tanto del sujeto como del objeto: quiéralo o no, todo escritor habla del destino de la humanidad. Por ello, el destino que un escritor exprese en su obra, por muy abstracto e individualista que sea, tendrá su fundamento objetivo en el destino social de la humanidad. Y puesto que en el período del imperialismo, de las dos guerras mundiales, de las reacciones y revoluciones en el mundo, toda respuesta a la perspectiva implica una toma de posición con respecto al socialismo, tenemos derecho a rastrear detrás del cinismo y del nihilismo, por individualistas que sean, detrás de la desesperación y de la angustia, por mistificadas que estén, la negación del socialismo. Esto se ve con claridad sorprendente si examinamos casos que estamos hablando en términos, completamente generales. Ya hemos mencionado, repetidas veces la “estática” de Benn al referirnos a su Doble vida. En una conferencia titulada ¿Pueden los poetas cambiar el mundo?, Benn tomó posición frente a este problema en una forma totalmente vanguardista y de claro filisteísmo sin mistificación alguna. Decía: “No, tengo la idea de que tal vez fuera mucho más radical, más re30 |
volucionario, y ello requeriría mucho más la fuerza de un hombre duro y valeroso, enseñar a la humanidad esto: tú eres así y nunca habrás de ser de otro modo, vive como has vivido y como vivirás siempre. El que tiene dinero será sano, quien tiene la fuerza no jura en vano, quien tiene el poder crea el derecho. ¡Esta es la historia! ¡Ecce historia! Aquí está el hoy, toma su cuerpo y come y muere”. El contenido banal pequeñoburgués, conocido desde hace mucho tiempo gracias a la literatura barata, y su forma “profética”, que apunta a la paradoja, nos dan la clave para descifrar otras manifestaciones muy mistificadas; sobre todo nos explican el cinismo con que Benn se acomoda lo más confortablemente que puede a cualquier realidad capitalista -aunque fuese la hitleriana-, el cinismo con que reconoce el derecho, e incluso el ejemplo moral, del máximo honor. Si por principio el mundo social es inalterable se tiene suficiente penetración para comprender semejante característica, ¿se puede hacer otra cosa -dentro de la oposición permitida oficialmenteque aullar con los lobos? Todos estos elementos nos permiten comprender sin dificultad la “estática” literaria de Benn. Pero, con gran frecuencia, resultan también muy claras estas correlaciones cuando las formas de expresión aparecen totalmente impregnadas de mística. Así, y no sin justificación ciertamente, Alfred Andersh deduce que el arte abstracto surge de la reacción “instintiva o consciente del arte de la degeneración de la idea en ideología”. El fundamento de su validez actual es el siguiente: “Puesto que hoy no se ha eliminado aún el peligro de una recaída en un sistema social totalitario, el arte de la abstracción sigue siendo de actualidad”. Pero ¿qué significa para el autor esa transformación de la idea en ideología, situada como motivo central? Significa ante todo la necesidad de reaccionar contra la ideología del socialismo rechazándola incondicionalmente. El socialismo ha obligado de nuevo a la burguesía, que desde mucho ha dejado de ser revolucionaria, a recapitular sobre los fundamentos y las consecuencias sociales de las “ideas”. La cultura espiritual de la “interioridad protegida por la fuerza” consiste principalmente en hacer aparecer las ideas sin consecuencia alguna para la convivencia de los hombres o para la política; y, según las opiniones dominantes, no sólo no pueden ni deben tenerla. Naturalmente, genios como Heine y Dostoievski -cada uno a su modo- comprendieron que con el socialismo comenzaba una nueva época en cuanto a la relación entre la idea y la realidad. También podría decirse que se trataba de la vuelta a un nivel anterior más elevado, puesto que para los hombres de los siglos XVII y XVIII era lógico pensar que las ideas de 31 |
Hobbes o Milton, de Diderot o Rousseau, en íntima relación con las fuerzas sociales de la época, ejercían su influencia sobre las decisiones de los hombres. Sólo la época de transición, de “seguridad”, el período de la victoria consolidada de la burguesía y de la debilidad temporal, social e ideológica, del proletariado, pudieron crear esa situación pasajera, estilizada por Andersch como un estado ideal intemporal. Desde el punto de vista de la vida, esa “degeneración” de las ideas en ideologías tiene socialmente un doble significado: primero, porque hay una relación que liga toda idea con la clase social cuyo ser, devenir y aspiraciones está llamada a expresar; segundo, porque la lucha de las ideas se decide -en último término - en la lucha de clases, en la evolución de la sociedad, en el cambio, en la revolución del ser. Para la intelectualidad burguesa, esta nueva situación mundial, la realidad de una unión ineludible entre las ideas y la praxis, estuvo muy encubierta hasta la Primera Guerra Mundial. Sólo cuando, al iniciarse el periodo revolucionario, en 1917, se hizo evidente una situación que existía, objetivamente desde mucho tiempo antes, todo burgués tuvo que tomar esta o aquella posición. Sin embargo, como la ideología burguesa no estaba en condiciones de oponer al socialismo ninguna idea equivalente, surgieron para su autodefensa aquellas “ideologías”, en sentido peyorativo (como la de Hitler primero, o después la de la guerra atómica), cuya cínica metodología ha sido expresada del modo más claro por Burnham. De esa autodefensa surgió la necesidad de presentar también al socialismo -por supuesto, en un sentido señaladamente peyorativo- como una “ideología”. Para la intelectualidad crítico-burguesa evolucionada, y por consiguiente también para los escritores, resultó forzoso, al menos emocionalmente, tomar posición frente a la nueva situación mundial en el terreno de la creación literaria. Sin embargo, a pesar de la necesidad y de la demanda, no surgió ningún nuevo sistema de ideas que pudiera oponerse al socialismo con el pathos de un convencimiento interior profundo. Por ello, la reacción típica tuvo que ser, o bien cínica, como ya hemos comprobado en Gottfried Benn, o bien de pánico elemental ante la impotencia, de angustia invencible ante “la nada”, en cuya plasmación literaria mistificada hubieron de aglomerarse la negación apriorística de lo nuevo con la adhesión instintiva a lo viejo y a los nuevos métodos de defensa por la fuerza. Andersch tiene razón en cuanto a que el arte abstracto no es un arte “sin contenido” por antonomasia, sino que representa aquellos contenidos cuyas ideas, dice, están degradadas en ideología. Sin embargo, ya hemos mostrado, por una parte, lo que significa en verdad este proceso, descrito pero no entendido por An32 |
dersch; de otra parte, al aclarar estas correlaciones, surge con toda evidencia que el “contenido” de este abstraerse, de esta huída ante la realidad del presente, es simplemente el mito de la nada; el abstraerse al contenido social de la época implica, necesariamente una negación encubierta míticamente, exagerada hasta convertirla en mito- de todo contenido humano. Maurice Nadeau, en su ensayo acerca de Beckett, hace un comentario preciso en torno a estas manifestaciones de Andersch. Dice que la obra de Beckett describe una trayectoria “que rápidamente deja atrás las regiones recorridas por la literatura y penetra en la zona de lo opaco, de lo indiferenciado, de lo inexpresable; en los límites donde la palabra se desintegra, vida y muerte llegan a ser indistinguibles, ser y conciencia se deslizan a la nada y la trayectoria se pierde en la antecámara del silencio, es decir, de la realidad pura”. También habla de una protesta, pero esta “no es mantenida por nadie, no tiene finalidad ni causa”. Por ello define la obra de Beckett, en cuanto al contenido y esencia literaria, como sigue: “Sumidos en una eternidad de la nada, no somos nada más que burbujas que, una tras otra, estallan en la superficie de un charco pantanoso, con un débil ruido al que llamamos existencia”. Y como resumen de la obra de Beckett, Nadeau dice: “Con Samuel Beckett se instala la banalización triunfante en el interior de la propia obra, y se disuelve en una niebla de insignificancia a medida que va creándose, de tal modo que, en definitiva, el autor no sólo no quiere decirnos nada sino que realmente nada nos dice. El sonido de su voz en nuestros oídos es nuestra voz, al fin hallada”. Con esto se define el punto final de ese movimiento cuyo punto inicial se propuso mostrar Andersch sin tener cabal conciencia de ello. Naturalmente, también hay escritores burgueses que ven la esencia de este proceso con más claridad que aquellos que hacen su apología para erigir sobre la nada una residencia espiritual enteramente confortable. Bromfield se propuso describir el tipo de Babitt “vingt ans après”, en la novela Mr. Smith. Este libro, que carece en absoluto de valor literario, ofrece, algunos rasgos no exentos de interés para dar la imagen de la época que estudiamos. Ante todo el autor insiste, con razón, en que los veinte años transcurridos han cambiado cualitativamente la posición social de este tipo. “Todas sus cualidades y sus problemas peculiares han sido desplazados en cierto modo por la enfermedad y el extravío, sin que la víctima se diera cuenta… Babitt había sido ciertamente tosco a su modo, pero sano”. (Naturalmente no estamos totalmente de acuerdo con esto. Sinclair Lewis dejó al descubierto muy 33 |
sutilmente la morbilidad, todavía entonces subterránea, de este tipo.) Ahora, según Bromfield, la enfermedad se propaga y cada día afecta más a la vida social de los Estados Unidos. “En mi opinión -dice-, la enfermedad de nuestra sociedad consiste en ser una sociedad de individuos extravertidos, necios o cobardes, que visitan clubes, garitos, burdeles, establecimientos nocturnos o bares por pura angustia. Se entregan al cine, la radio, la televisión, el cabaret, el deporte, porque tienen un miedo instintivo, imposible de extirpar. ¿A qué?”. La novela completa, mostrándonos el hundimiento de Mr. Smith, da la respuesta a esta pregunta. En Bromfield hallamos algunas indicaciones interesantes que arrojan luz instructiva sobre la correlación de esta conducta humana con el arte vanguardista. Veamos cómo describe el recuerdo de una excursión realizada por su héroe (borracheras, fornicaciones, etc.) huyendo de la vaciedad de la vida familiar: “Cuando recuerdo este viaje me viene siempre la impresión de uno de esos cuadros surrealistas en los que todo el paisaje está formado por una maraña de callejuelas, con letreros de neón cegadores, anunciando El genio alegre, El salvaje; un laberinto de manos y brazos desarticulados, puros fantasmas que emergen de las estrechas callejas y de los portales para atraer al hombre al mal camino. Seguramente esta es la imagen que se tiene cuando se ha bebido demasiado”. Bromfield se pregunta por qué Proust ha llegado a ser para Mr. Smith, en la crisis de su existencia burguesa, el autor más importante: era el único, nos dice, “que podía mantenerse flotando entre el tedio y la fascinación”. Su predilección por Proust, en último término, no tenía nada de literaria: “Me descubrió una vida que, por muy decadente que fuera, me parecía tan rica y excitante como mecánica, estéril y ociosa me parecía mi propia vida cotidiana desde el día en que me miré al espejo”. En esta última observación se llega a señalar correctamente el relativo apoyo que puede encontrar entre las masas el vanguardismo. A la luz de un arte refinado el vanguardismo muestra la pesadilla y vaciedad de la vida cotidiana de los intelectuales que viven la realidad con una filosofía del mundo desprovista de perspectiva alguna. Mientras el viejo realismo crítico eleva a la altura de lo típico lo más importante de la vida burguesa -sea positivo o negativo- y con ello manifiesta y hace comprensible su importancia vital, aquí se transfiguran la bajeza y la nada de la vida en un interés puramente artístico. Esta evolución se inició con el naturalismo y se acentúa constantemente tanto en lo que se refiere al contenido, que cada vez se vuelve más vacío y negativo, como en el continuo refinamiento de los experimentos formales. 34 |
Bromfield roza también aquí otro problema artístico importante en la evolución social de la ideología burguesa: el realismo supone la posibilidad de un mínimo de vida con sentido (o por lo menos de una esperanza de esta vida) en la sociedad burguesa, mientras que en el vanguardismo desaparece tal perspectiva. Flaubert, al escribir su Educación sentimental, presintió y plasmó proféticamente este proceso. La novela propiamente dicha, la realista, termina en la noche de las barricadas, cuando Frédéric Moreau ve caer a Dussardier al grito de ¡Viva la República! y reconoce en el agente de la policía a Senécal, su camarada “radical” de antaño. La novela realista llega ahí a su fin. Para Frédéric Moreau empieza “la recherche du temps perdu”. La conclusión de la novela de Bromfield nos remite de nuevo a Sinclair Lewis, pero esta vez no a Babitt sino a Arrowsmith. Como es sabido, en esta novela se describe el destino del hombre de ciencia en la sociedad capitalista norteamericana, y la solución que encuentra Lewis estriba en que los pocos que no quieren dejarme corromper, ni directa ni indirectamente, huyen a la soledad del bosque para poder vivir inflexibles e incorruptos para la ciencia pura. También el héroe de Bromfield huye de la sociedad y encuentra en la soledad un refugio para sus problemas insolubles: en una islita, ocupada por los norteamericanos durante la segunda guerra mundial, acabará miserablemente su vida. La diferencia entre los contenidos sociales de estos, dos destinos, expresa con precisión ese cambio social del que habla Bromfield, acaecido en el lapso de veinte años. Por su forma, la perspectiva de Sinclair Lewis es falsa, en todo caso no típica; pero, como veremos luego, permite, si no es que exige la presentación de una imagen verídica de las relaciones sociales preexistentes. En Bromfield, la “misma” realidad se convierte en símbolo de una bancarrota necesaria y total. Debemos tener presente este trasfondo negativo, al menos, en sus rasgos esenciales si queremos volver a nuestra, visión histórica del problema de la perspectiva en el realismo burgués. Escritores importantes del periodo de transición intentaron también comprender lo nuevo que aquí surgía. Ya Ibsen decía: “Mi oficio es hacer preguntas, pero no darles respuesta”. Chejov ha concretado este problema: lo único que se necesita es que la pregunta del escritor sea razonable. Tanto en él como, por ejemplo, en Tolstoi, las respuestas son en muchos casos irrazonables; sin embargo, esto no destruye la plasmación literaria construida a partir de una pregunta razonable, ni siquiera la altera en lo esencial. Los ejemplos tomados antes, concernientes a la praxis de Sinclair Lewis, ilustran claramente esta situación. Ya hemos señalado la falsedad de la 35 |
respuesta en Arrowsmith; la perspectiva de Babitt, según la cual los hijos podrán resolver los problemas insolubles para el padre, es de una delirante ingenuidad. A pesar de ello -y esto confirma cuan justificado es el punto de vista de Ibsen y Chejov- nuestro rechazo del contenido de la perspectiva en las dos novelas mencionadas de Sinclair Lewis no implica una crítica de lo que en las obras mismas aparece plasmado. Puesto que Ibsen y Chejov parecen tener razón, ¿en qué estriba, para ellos, lo razonable de una pregunta? En su forma más general, la contestación es bastante sencilla. Una pregunta razonable es aquella que ofrece un punto de Arquímedes para la visión del presente, la que brinda al autor facultades y aliento para llevar hasta el fin el descubrimiento de esta problemática en su configuración verdadera, concreta y no deformada, para desplegar en toda su riqueza todas las posibilidades, determinaciones y ramificaciones, en sus formas de manifestación típicas o excéntricas. Desde el punto de vista subjetivo, el criterio actual para lograr ese punto de Arquímedes es la superación de la angustia ante la realidad, el no considerar ya a la realidad como caos, sino reconocer sus leyes, el sentido de su evolución y el papel que el hombre desempeña en ella. La pregunta razonable de Chejov está relacionada con nuestra tesis de que la negación a priori del socialismo es un obstáculo para una descripción realista de la realidad. Pues la plasmación literaria del caos y la angustia presupone necesariamente comprobar repetidas veces, un desvanecimiento de las categorías concretas del medio ambiente del hombre, de su conducta frente a la realidad. Aquí vemos, claramente, lo que ya pudimos deducir de las distintas declaraciones de los teóricos del vanguardismo y de sus formas de plasmación literaria: que el reflejo de la realidad se subjetiviza en el sentido de una deshistorización de una desocialización. Por lo tanto, el caos y la angustia, vistos en su carácter artístico inmediato, son las consecuencias necesarias de esta subjetivización. Su contenido específico, la naturaleza específica de su contenido moral, su base ideológica, surge, sin embargo, de la situación social concreta de los intelectuales en la etapa actual de la evolución imperialista: ellos rechazan, apasionada o cínicamente, la perspectiva socialista, pero no pueden oponerle ninguna perspectiva burguesa: los intentos apologéticos de los ideólogos del imperialismo, por establecer teóricamente una nueva perspectiva de la evolución capitalista, no han encontrado eco alguno en el terreno de la creación artística. Hasta un adversario tan apasionado del socialismo como el renegado Koestler reconoce que después de su abjuración del comunismo el trono de Dios ha queda36 |
do vacío. Esta brusca discrepancia entre la ideología oficial del imperialismo (demagogia social de Hitler, revolución del manager de Bumham, capitalismo democrático, etc.) y la visión del mundo que se expresa en las obras de los máximos exponentes de la literatura, es una peculiaridad importante de la etapa actual de la evolución ideológica. Por ello, adquiere gran importancia nuestra tesis, “escueta” y “abstracta”, sobre la no negación del socialismo como base de la visión del mundo de la literatura realista de nuestra época, así como la “pregunta razonable” de Chejov en la cual puede concretarse. Pero para poder aplicarla correctamente no habrá de olvidarse en ningún momento el carácter histórico de este criterio. Aquí se trata también de una tendencia que se despliega en una realidad histórico-social concreta, y nunca de una separación rigurosa entre dos entidades metafísicas. Nuestro criterio se impone actualmente en forma cada vez más intensa y decisiva. Pero la evolución de las diversas culturas es extraordinariamente desigual. Así, por ejemplo, hay países en los que los residuos del feudalismo ejercen todavía una fuerza tan dominante en todo el ámbito de la vida que la lucha literaria puede desarrollarse aún de modo totalmente problemático bajo el signo de una perspectiva de cambio hacia lo burgués. Basta recordar un drama realista tan significativo como La casa de Bernarda Alba, de García Lorca, que, tanto en su espíritu como en su estilo, tiene mucho en común con los dramas de Ostrovski (Tormenta), pero que ha surgido orgánica y espontáneamente de la sociedad española de nuestros días. Naturalmente, en la actual literatura europea sólo se encuentran en forma esporádica estas manifestaciones; pero obtienen mayor importancia en los países hasta ahora retrasados que están en vías de liberarse. Como es lógico, tampoco puede generalizarse esquemáticamente esta última declaración: evoluciones como, por ejemplo la de la India hacia la conquista de una civilización moderna, hacia la liquidación de los restos de su propia edad media, siguen caminos en los cuales ya figura el socialismo, al menos como uno de sus elementos. Lo más probable es que la singularidad de estas transformaciones sociales tenga reflejos literarios igualmente singulares, no ajustables a esquemas abstractos. Sin embargo, también dentro del capitalismo desarrollado debe tenerse en cuenta nuestra tesis acerca de la tendenciosidad histórica que recomienda permanecer siempre en el terreno de lo concreto. Ya hemos mencionado antes a Sinclair Lewis. Sin duda alguna, su perspectiva es siempre puramente burguesa. Sus ilusiones se basan en una supuesta, capacidad de la burguesía para renovarse interiormente. Cuando, esta 37 |
idea se convierte en el contenido principal de la plasmación literaria (esto no puede ocurrir entre nosotros) nos encontramos ante una obra mediocre; pero allí donde sólo aparece como perspectiva -en general muy; abstracta-, el autor se mantiene en último análisis, en el terreno de la “pregunta razonable” de Chejov, ya que esa ilusoria seguridad de Sinclair Lewis en la renovación burguesa excluye la posibilidad de un rechazo enemistoso del socialismo y de los comunistas, y no traspone los límites de ciertas críticas irónicas ocasionales sobre sus modos de exteriorizarse. En Joseph Conrad la situación es más complicada. Este escritor es adversario decidido del socialismo y su actitud se manifiesta originando alguna deformación- en algunas de sus obras (El negro del Narciso, Con los ojos de Occidente, etc.). Pero en sus verdaderas obras maestras nos hallamos ante un notable desplazamiento: surgen cuestiones ideológicas ante las cuales su fe inconmovible en el capitalismo adquiere una forma tal que en suceder concreto de la obra no se aclara cuál es su concepto de la problemática social. Los héroes están envueltos en conflictos puramente morales e individuales sobre si pueden conservar o no su propia personalidad individual. Naturalmente que estos conflictos generalizados podrían tener también un significado social general; pero una generalización de esta índole se saldría ya del marco literario inmediato fijado por el autor. Así, de un lado, se hace posible un perfeccionamiento literario inmanente, y, por otro lado, Conrad excluye, precisamente por esto, la plasmación de la vida en toda su intensidad circunscribiéndose a la forma del cuento y no a la de la novela. Recuérdese tan sólo Tifón, La línea de sombra… También, a pesar de su extensión, Lord Jim tiene el carácter de un cuento largo por su esencial estructura interna. La “pregunta razonable” de Conrad, que en este caso implica una exclusión de los grandes problemas sociales de la época, permite, sin embargo, un “triunfo del realismo” al desaparecer de la obra todos los elementos ideológicos del autor que podrían obstaculizar o incluso atrofiar la representación verídica del correspondiente sector de la vida. El método de nuestro análisis se apoya además en la investigación de las relaciones mutuas entre visión del mundo y plasmación literaria. La visión del mundo tiene aquí dos significados: en primer lugar se considera como fórmula consciente del escritor, para sí y para los demás, como posición directa ante los problemas de su mundo e indirecta frente a todo lo que concierne a su época; en segundo lugar, como criterio instintivo con que se produce la plasmación artística de esos 38 |
fenómenos. Ya Engels ha mostrado que entre ambas significaciones pueden existir hondas contradicciones (véanse mis análisis de Balzac y Tolstoi). Estas contradicciones tienen distinto aspecto según los diferentes períodos históricos y aun dentro del mismo período, aparecen con extraordinarias variantes según la personalidad del escritor o el tipo de su conducta hacia la vida. Sólo deberá ser rechazada la oposición, hoy muy de moda, entre cognición y emoción. Naturalmente, puede surgir en ciertas personalidades, pero es estéril para la obra literaria. En las contradicciones fecundas se encuentra la cognición estrechamente ligada a la emoción, la emoción convertida en cognición, etc. (Recuérdese la contradicción en Heine). También las obras de Hemingway, Steinbeck, Thomas Wolfe, etc., habrían de analizarse según este método -naturalmente, tomando por separado a cada uno de ellos y teniendo en cuenta los elementos específicos de cada uno, pues nuestro análisis de Conrad caracteriza sólo un caso particular, no es un prototipo ni un esquema- y en cada caso se confirmaría, particularizadamente, la verdad de nuestra tesis respecto a la tendencia histórica. La esencia histórica de esta verdad se puede comprobar también en la evolución de Thomas Mann. Los Buddenbrook pertenece todavía, en este aspecto, a las etapas primeras de su evolución. Sólo inmediatamente antes de la Primera Guerra Mundial, y durante ella, la toma de posición con respecto al socialismo surgió en él como problema concreto que había de determinar el universo de su creación y la creación de su universo, y que, a partir de La montaña mágica, había de dominar toda su obra, tanto en lo que se refiere al espíritu como a la composición. Así, la “pregunta razonable” formulada negativamente (ningún rechazo a priori del socialismo) adquiere en la literatura realista contemporánea su cumplimiento literario ideológico con una negatividad complementaria: la superación de la angustia y el caos. Que en la angustia y el caos aparece concentrado el contenido fundamental subjetivo y objetivo, determinante de su forma, de la literatura vanguardista, ha sido ya sobradamente demostrado. Pero tampoco es difícil demostrar que, en principio, el mundo caótico, cómo contenido, procede en último término -naturalmente, por muchos y complicados caminos- de la falta de una perspectiva social (o sea, humana) general. El autoengaño del vanguardismo y de sus teóricos se basa, en este respecto, en un dogmatismo peculiar interiormente lleno de contradicciones: los vanguardistas que en su mayoría proclaman el subjetivismo más extremo, consideran la estaticidad esencial de la realidad, o por lo menos la desorientación y la 39 |
falla de sentido de sus oscilaciones superficiales, como una verdad absolutamente evidente que no necesita demostración. Naturalmente todo movimiento en el mundo exterior, toda ley natural, actúa independientemente de nuestra conciencia. Sin embargo, al advertir o reconocer determinados fenómenos, su enlace necesario, etc., el hombre desempeña en ellos un cierto papel inevitable. Hegel dice con razón: “Quien ve al mundo razonablemente, también es visto razonablemente por él; ambas cosas se determinan mutuamente”. Por consiguiente, no es el caos del mundo, dogmáticamente aceptado, la verdadera causa de la angustia dominante, sino todo lo contrario: es la incapacidad de captar el sentido y las leyes de la evolución social la que trae consigo una conducta hacia la realidad cuya expresión emocional es la angustia. Como es lógico, la angustia se alimenta entonces de experiencias del mundo, pero en esencia, estas son a la vez autoexperiencias subjetivas vividas, y el pretexto que las desencadena es en cada caso una realidad interpretada en el sentido antes mencionado. Kierkegaard, que en muchos aspectos es un precursor “profético” de estas tendencias actuales de la experiencia vivida y un experto conocedor en el campo de la angustia, dice acerca de esto: “…la nada, que es el objeto de la angustia, se convierte cada vez más, como quiera que sea, en algo... La nada de la angustia es, pues, en este caso, un complejo de presentimientos que, relejándose en sí mismos, aparecen más y más cerca del individuo…”. Se trata, pues, a la inversa de lo que admiten las teorías dogmáticas del vanguardismo, de la prioridad ideológica de la angustia, y no del caos, en su imagen del mundo. El caos es la consecuencia ideológica de la angustia, por lo que debe verse con claridad que la angustia, como emoción básica dominante en el sujeto, como emoción a priori del examen del mundo, es propiamente el producto de una evolución social: el efecto de la estructura social forjada por el imperialismo sobre un determinado estrato de la intelectualidad burguesa. El rechazo explícito o tácito del socialismo como perspectiva, dignifica el cerrar las puertas o el dejar caer una cortina ante todo porvenir; no es extraño, pues, que la situación de angustia y caos en el mundo se convierta en algo permanente, predeterminado desde toda la eternidad. De este modo se disuelven las determinaciones sociales del mundo y del hombre. Nos parece superfluo analizar aún más el complejo ideológico que surge de todo esto; en la primera parte ya examinamos la oposición entre dos ontologías: la de Aristóteles y la del existencialismo; ahora vemos ese fenómeno en una conexión más amplia.
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Desde este momento se ve todavía con mayor claridad el efecto empobrecedor y deformador que la angustia, como factor dominante, ejerce sobre la imagen literaria del hombre y el mundo. Con una lógica a priori, y como consecuencia natural de su génesis social, esa angustia excluye todo aquello que no pueda referirse directamente a ella misma, todo lo que podría dar al hombre y a su ambiente una fisonomía social. Ya existía en estado latente en el naturalismo, y culminó en el Strindberg de la última época. Luego había de tomar una forma artística original en la dramática del joven Maeterlinck. La angustia que, como espera inquietante, como nostalgia, sin objeto, constituía ya el contenido de muchas obras naturalistas, se convierte ahora en objeto excluyente, único, cuya omnipotencia inhibe todas las aspiraciones del hombre y que, como pura espera, como pura angustia, se eleva a una autocracia absoluta. A pesar de las evidentes diferencias en el modo de escribir y en la moral concreta evocada, esta temática y su estilo predominan también, por ejemplo, en el conocido drama de Beckett Esperando a Godot. Lo nuevo, en los diferentes niveles en que se despliega esta tendencia, consiste en la creciente exclusividad, en el radicalismo, incluso a menudo en la brutalidad con que se realiza la eliminación de las determinaciones sociales concretas. Así por ejemplo, en la reducción de lo erótico a lo fálico, en D.H. Lawrence, que en nuestros días ha alcanzado dimensiones inverosímiles en las obras de Henry Miller. El crítico alemán Hélmuth Uhlig escribe esta temática central con las siguientes palabras: “Desprecio del trabajo; el alcohol como medio aturdirse o como estimulante; el coito como contenido y estilo de vida; variado, excitante, virulento”. Para completar la descripción de los rasgos propios de Miller, dice: “E1 mundo entero parece desenvolverse como una película pornográfica cuyo tema trágico sea la impotencia”. Uhlig observa que también surgen problemas análogos en Broch, Kafka, Musil y otros, y señala con razón que en contados casos se trata de una impotencia física; se trata, más bien, de una impotencia espiritual, una renuncia del hombre al trato con la mujer, una verdadera traición a la mujer, que como en el caso de Miller- se ve rebajada al rango de objeto cuyas cualidades no carnales ya no son apreciadas. En las manifestaciones de este testigo no sospechoso de prejuicios socialistas, es muy visible el proceso que antes hemos mencionado. Naturalmente que esta tendencia es mucho más compleja y mediatizada en personalidades que, espiritual y artísticamente, tienen una calidad muy distinta a la de Miller; pero lo esencial no cambia en los rasgos fundamentales. En Beckett, por ejemplo, esta reducción que, en definitiva, nos remonta a la angustia, no nos 41 |
lleva incondicionalmente al tratamiento exclusivo de problemas eróticosexuales. No obstante, en última instancia, esa reducción es la que determina el estilo. Ya antes, a otro respecto, hemos llamado la atención sobre el problema de los detalles, de su relación con la esencia del mundo plasmado literariamente; y señalamos que el alejamiento ideológico de los principios de selección impulsaron estilísticamente al vanguardismo en la orientación del naturalismo, aun cuando los caracteres externos, formales, de éste, vistos de inmediato, parecen ser completamente opuestos a los de aquél. Ahora podemos concretar más esta formulación preliminar y justificarla dialécticamente: el principio de selección que parece desarrollarse a partir de la concepción vanguardista del mundo sólo sirve para ordenar desde, un punto de vista abstracto-formalista, el contenido en bruto del mundo creado. Mientras en la verdadera selección se elimina lo que no es esencial, ni social ni humanamente, para resaltar lo verdaderamente importante, el acto formalista de la selección en el vanguardismo conduce a una mutilación y a un despedazamiento de la verdadera esencia del hombre (en Miller, por ejemplo, se extirpa todo lo que va más allá de la mera sexualidad). Esta pseudoselección significa una nivelación del hombre al rango más bajo, una exclusión de lo esencial humano. De este modo, se abre la puerta al problema de los detalles, del naturalismo. Si, como ya hemos mostrado, la sociabilidad es en principio inseparable de la esencia del hombre, todo detalle resulta importante cuando reúne a la vez, en un fenómeno evocativo-sensible, la unidad llena de contradicciones y la tensión dialéctica entre el hombre como ser social y como individuo. Esta tensión entre unidad y contradicción en el comportamiento del hombre consigo mismo, con los demás hombres y con la sociedad, tensión que con la evolución del capitalismo no deja de crecer, crea relaciones cada vez más complicadas y más mediatizadas, y determina las grandes tareas del arte verdaderamente realista de nuestros días, a saber, encontrar en estas complicadas tendencias evolutivas, puntos nodales que permitan hacer sensible su esencia sin simplificación esquemática. Los detalles auténticamente realistas contienen, pues, a menudo, en forma implícita, el juicio valorativo acerca de lo que esa red de relaciones significa para el destino del hombre como individuo y como ser social. Esto nos lleva también al problema de lo normal y lo deforme. Como ambas categorías intervienen precisamente en esas relaciones entre el hombre como individuo y como ser social, sólo pueden llegar a tener validez, en forma de plasmación artistica, si se tienen en cuenta esos dos elementos de la existencia humana (lo normal y lo deforme) en la proporción dialécticamente justa. Por esto, todo realismo, 42 |
por muy rico en detalles que pueda ser en el aspecto formal, está a una distancia del naturalismo como de la tierra al cielo, mientras que todo desentendimiento de la naturaleza social-individual del hombre como totalidad dialéctica trae consigo una no selectividad y una nivelación que se acercan al naturalismo, y que hacen imposible el reflejar y plasmar las deformaciones del ser humano y de sus relaciones con los demás hombres, objetivamente, es decir, como tales deformaciones. Con todo esto nos encontramos de nuevo ante la esencia profundamente no artística, incluso antiartística, del vanguardismo, a que ya hicimos referencia. La legitimidad histórica de su existencia se debe a que la deformación del hombre, el devenir antiartístico de las relaciones humanas, es un producto necesario de la sociedad capitalista. Pero cuando el vanguardismo refleja todo esto en su aspecto inmediato deformado, cuando imagina formas que expresan estas tendencias como fuerzas autocráticas de la vida, deforma la deformidad trasponiendo su fenomenología a la realidad objetiva, y permite que desaparezcan como insignificantes, como no relevantes ontológicamente, todas las fuerzas y tendencias opuestas que en ella son realmente activas. Es lógicamente comprensible que la experiencia vivida en la sociedad capitalista actual, provoque, especialmente en los intelectuales, sentimientos de angustia, de repugnancia de perdición, de desconfianza hacía sí mismos y hacia los demás, desprecio y autodesprecio, de desesperación, etc. Es cierto que una descripción de la realidad en donde no se evocaran estas emociones, haría falso, teñido de color de rosa todo reflejo del mundo actual. No se trata, pues, de preguntarnos ¿existe realmente todo esto en la realidad?, sino simplemente: ¿debe dejarse que todo esto siga existiendo? Con estas preguntas, nuestro análisis estético desemboca de nuevo en el problema de la visión del mundo: la inercia ante la angustia pánica como vivencia primigenia del hombre actual trae consigo -de modo consciente o inconsciente- una conducta inmediata y no crítica del escritor hacia la vida de su época. Lo inmediato debe ser entendido aquí -como expuse hace cerca de veinte años en mi correspondencia con Anna Seghers-, filosófica y objetivamente, como una conducta que toma los fenómenos inmediatos de la vida económica y social sin crítica, tal como se dan simplemente a primera vista, a la primera experiencia. Tal conducta, como ya entonces manifesté, puede ser compatible con un trabajo científico de largo alcance; pero los fundamentos de este trabajo, al no ser investigados críticamente, permanecerán en un nivel también inmediato. Todavía es más fácil imaginar un producto artístico importante en el aspecto formal, que deje totalmente sin examinar sus propias 43 |
bases. En este lugar no podemos tratar prolijamente acerca de la complicada acción mutua que determina esa actitud, de cómo la búsqueda de lo inmediato surge espontáneamente de la situación del artista en la sociedad capitalista, de cómo esta inmediatez se mima y cultiva en gran escala para desviarse del camino que conduciría a una crítica de los fundamentos de su propia existencia, etc. Lo que importa ahora es sólo indicar la oposición entre lo inmediato y lo crítico; después de haber tratado ya esta cuestión en su aspecto artístico, se trata, más que nada, de dejar definido este problema en el terreno de la filosofía. Pero también es oportuno recordar la convergencia, demostrada al principio de este estudio, entre el auténtico realismo que se sitúa críticamente ante su ambiente y denuncia su carácter inmediato, y la lucha por la paz que igualmente tiene por base esa posición ideológica contra el carácter inmediato de la guerra fatal: y también poner de nuevo a la vista el contraste de esta concepción con el carácter esencial del vanguardismo, ideológicamente no crítico, que se mantiene detenido en el terreno de lo inmediato. Franz Kafka es la figura clásica de esta actitud inerte de miedo pánico y ciego ante la realidad. Su situación excepcional en la literatura actual se debe a que consigue expresar de modo directo y simple este sentimiento ante la vida; en él no existen las expresiones formalistas, tecnificadas, amaneradas, del contenido básico. Es este contenido mismo, en su escueta inmediatez, el que determina su forma literaria propia. Por esta manera de deducir la forma literaria, Kafka parece clasificarse en la familia de los grandes realistas. Y -visto subjetivamentepertenece a esta familia aún en mayor medida, pues hay pocos escritores que hayan podido plasmar con tanta fuerza como él la originalidad y elementalidad de la concepción y representación de este mundo, y el asombro ante lo que jamás ha sido todavía. Precisamente en el momento actual, en que domina la rutina experimental o esquemática en la mayoría de los escritores y lectores, este impulso vehemente ha de producir una impresión fortísima. Y la intensidad de ésta creación artística aumenta aún por el hecho de que no sólo el sentimiento descriptivo es de una sinceridad escueta -sinceridad que rara vez encontramos hoy día-, sino porque también el mundo plasmado por el autor obtiene una simplicidad y una lógica enteramente concordantes con ese sentimiento. En ello reside la originalidad más profunda de Kafka. Kierkegaard dijo en una ocasión: “Cuanto más original es un hombre, tanto más profunda es su angustia”. Kafka ha dado forma con auténtica originalidad a esa angustia y a aquello que, al parecer, la desencadena de modo inevitable e 44 |
incontrovertible: la estructura y la objetividad de una realidad que se le hace corresponder y cuya misión consiste en justificarla. La base artística de la naturaleza excepcional de Kafka no es el hallazgo de medios de expresión formales, hasta entonces no existentes, sino la evidencia, que a la vez sugestiona y provoca indignación, de su mundo objetivo y de la reacción de sus personajes ante él. “No es lo monstruoso lo que nos choca -dice Adorno a este respecto-, sino su propia lógica”. El mundo infernal del capitalismo de hoy día y la impotencia del ser humano para oponerse a ese inframundo es lo que proporciona el contenido de la obra literaria de Kafka. La sobriedad y sinceridad de su expresión es -como siempre en el arte- un producto de tendencias complejas que se cruzan, que se oponen entre sí. Aquí nos referiremos a un solo elemento de esta complejidad. Kafka escribió en una época en la cual la realidad social objetiva que provocaba su angustia no alcanzaba todavía, históricamente, su desarrollo total concreto. Así, pues, él no describe como un infierno el mundo concreto y realmente infernal del fascismo, sino que es la vieja monarquía de los Habsburgo la que adquiere a la luz de la angustia “profética” de Kafka ese aire espectral. La indeterminación característica de la angustia encuentra un objeto artísticamente adecuado precisamente en esta casi indefinida atmósfera psíquico-espiritual, suprahistórica e intemporal, impregnada de colorido local, de Praga. Kafka saca partido de su situación en dos sentidos: de un lado, los detalles concretos derivados de su arraigo en la vieja Austria, originan un indiscutible hic et nunc, la apariencia de una existencia social; de otra parte, la indeterminación de la objetividad última está plasmada literariamente con la auténtica ingenuidad del simple presentimiento, del verdadero “no saber”. Es así como la angustia asume en la obra de Kafka el valor de una “condition humaine” pretendidamente “eterna”, de manera mucho más orgánica de lo que, en las obras de escritores posteriores, fueron sólo reflejos de una realidad social infernal, provocadora de la angustia, en la que se eliminaba desde el inicio, y muy artificialmente, las determinaciones sociales concretas que se les presentaron a estos escritores, obligándolos, para expresar precisamente el destino intemporal de la existencia humana, a disimular esa realidad encubriéndola bajo los refinamientos de la expresión formal. Esto hace que en la obra de Kafka veamos una muy superior intensidad del efecto directo, del poder sugestivo, pero no elimina el carácter alegórico -en último término- del hic et nunc kafkiano. Pues los detalles enormemente expresivos se refieren constantemente a una realidad que los trasciende a lo que constituye la “esencia” del período imperialista, presentida in45 |
tuitivamente y estilizada como ser intemporal. Así, pues, tampoco esos detalles son -como en el realismo- concentraciones, puntos nodales del desarrollo conflictivo de su propia existencia, sino -en último términomeros signos cifrados de un más allá inconcebible. Cuanto más evidente sea así su fuerza de evocación, tanto más profundo será ese abismo, tanto más penetrante la ruptura alegórica entre el ser y el significado.
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TÍTULOS EN PREPARACIÓN Lucien Goldmann | Karel Kosik Literatura y sociedad
COLOFÓN
István Mészáros | Francois Chesnais Crisis
La presente ejemplar se imprimió en los talleres del subsuelo en octubre de 2009. Para su realización se utilizó papel Bond Ahuesado de 80 grs. y cartulina Strathmore Grandee. Asimismo tipografía Batang, Book Antigua y Times New Roman.