Incubus in Nocte

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Lianne Kross INCUBUS IN NOCTE


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Índice Quimera

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La noche, mi nuevo día

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Aprendiz de demonio

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Premonición

29

Evidencia y desdichas

41

Consternación

55

Deseos oscuros

75

Malditos todos los hombres

85

Ayúdame a desaparecer

89

El mal prevalece

103

Maldito por la gracia

115

Donde la muerte parece habitar

121

Destino y lubricidad

139

A la espera

151

La promesa del engaño

155

Por mis demonios

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1. Quimera

Y

o permanecía inmóvil, sin embargo, sabía que él estaba allí. Mi cabello azabache se deslizaba rodeando mis senos hasta la altura de mi cintura, brillando en la noche. Le vi. Allí estaba de nuevo, con sus largas ondas cayéndole más allá de sus hombros. Y aquellos ojos. Aquellos dos pozos negros mirándome, deleitándose con mi figura yaciente. Aquel ser extrañamente apuesto, cuyo rostro me era negado observar, dejaba entrever su alma. Un alma impura, pérfida, inmortal, pero tentadora, demasiado tentadora. Podía sentir el calor que desprendía su cuerpo y la embriagadora fragancia varonil que inundaba aquella onírica estancia rojiza. Su respiración era lenta, acompasada, sensual, y percibía como se acercaba poco a poco con su mirada fija en mi vulnerable ser. Él era consciente de mi plácido sueño y eso le provocaba una sensación de dominio y perversión aún mayor. Podía notar como su excitación aumentaba a medida que iba reduciendo la distancia entre nosotros. Deliciosamente parsimoniosa. Aquel hombre parecía deslizarse sin apenas tocar el suelo, levitando a su merced. He de reconocer, y esto es algo realmente abrumador para mí, que su sola presencia bastaba para hacerme sentir cosas que ni en mis sueños más íntimos había sentido. 5


Una sola mirada bastaba para excitarme lo suficiente como para desear que me poseyera, aunque el pago fuera mi propio fin. Lo juro. Vendería mi alma a cambio de una sola caricia de ese misterioso hombre. Un solo beso me complacería más que toda una vida de abundancia y riquezas. Una sola caricia era más ansiada que una larga existencia en mi prisión dorada. Pues aquel ser ofrecía algo realmente atrayente capaz de comprar con ello un millón de almas. Aquel oscuro ser ofrecía la libertad más absoluta. Mi nombre es Corinne Bendix, hija de Sir James Bendix. Vivía en un pueblecito en las afueras de Londres llamado Castle Combe junto a mi padre y mi hermana Hannah, de nueve años. El siglo XIX estaba llegando a su fin, pero mi padre seguía con sus estrictas y obsoletas convicciones acerca de llevar una vida regida por la religión y el pudor, hecho que me suponía llevar un proceder restrictivo y monótono. Annabeth era la única hija de tío Patrick y tía Geraldine. Ella era tan sólo un año menor que yo, pero su padre la había comprometido con Sir Roger, aunque ella había corrido mejor suerte. Sir Roger tenía menos propiedades que mi prometido pero también menos años, y un físico bastante aceptable. Era una joven con suerte, pues ya conocía el amor y su prometido era del agrado de mi tío, aunque más por su posición social y económica que por la valía del muchacho. Annabeth y yo nos criamos juntas y tanto mi hermana Hannah como yo, al morir nuestra madre, hallamos en la suya un nuevo referente materno. Tía Geraldine era la mujer más dulce de cuantas he 6


conocido y nos trataba a ambas por igual. Era la mediadora entre las rígidas personalidades de los hermanos Bendix y nuestras jóvenes voluntades. Tenía lo que vulgarmente se conoce como mano izquierda. En breve iba a ser la boda de Annabeth y ambas casas estaban excitadas con los preparativos. Cuando llegara el enlace, mi prima iba a ser la señora del hijo de uno de los empresarios más exitosos de Inglaterra y eso aumentaría el estatus social de los Bendix. Annabeth era una joven algo ingenua y simple pero de deslumbrante belleza, herencia de su madre. Largos rizos dorados caían cual cascada por debajo de su espalda y unas tupidas pestañas enmarcaban aquella mirada ciánica que despertaba el deseo de los hombres de más alta alcurnia de Inglaterra. Annabeth, de cuidada imagen e intelecto distraído, se paseaba cada mañana por las calles de Castle Combe vistiendo su estilizada silueta con la última moda en Londres. No podía pasar un solo minuto sin comprobar, con su espejo de mano, que su aspecto estaba impoluto, por lo cual a menudo perdía el hilo de las conversaciones y optaba por contestar con monosílabos y coletillas traicioneras. Pero a pesar de sus excentricidades y ser una pésima consejera, era una buena amiga. Con tan sólo diecinueve años, pidió mi mano Lord Wiltshire, un hombre treinta años mayor que yo, de aspecto repulsivo y maneras poco deseables, pero tenía tantos años como bienes terrenales. El solo hecho de pensar en que mi esposo iba a ser aquel hombre y al que debería fidelidad y sumisión, hacía que me compadeciera de mí misma día y noche. 7


-¿Has vuelto a tener ese sueño? –Me preguntó Annabeth mientras me ayudaba a anudarme el insoportable corsé-. Si tu padre supiese de él, creería que te ha poseído el mismísimo Diablo –bromeó. -Lo sé, Annabeth –solté una sonora carcajada-. ¡Mandaría al Padre Halley para que expulsara a la bestia que hay en mí! Pero no puedo quitármelo de la cabeza… Es demasiado… -¿Real? –continuó-. Te entiendo. Cuando conocí a Roger, su belleza me pareció sublime y yo también dudé de que fuera un sueño. -Annabeth, es que esto es un sueño. Ese hombre no existe. Mi realidad es otra muy diferente –susurré cabizbaja-. Mi realidad es Lord Wiltshire… -Oh, Corinne… Mira el lado positivo. Vivirás en un hermoso castillo en plena capital, querida –dijo anudándome el último lazo de la insufrible pieza-. Bueno, esto ya está listo. -Tú no lo entiendes, Annabeth. Tú te vas a casar con el hombre al que amas, sin embargo yo… -Lo amarás, estoy segura, pero deberás darle tiempo. -Sir James le reclama, Señorita Corinne –dijo Abigail entrando en mi dormitorio. -Ahora mismo bajo –contesté. Abigail era la sirvienta más veterana de nuestra casa. Llevaba tanto tiempo con nosotros que ya no me sorprendía ni la oscuridad de su piel. Era una mujer conservadora, nunca había contraído matrimonio y los años ya no le permitían tener descendencia, pero siempre decía que el único compromiso para el que había nacido era cuidar nuestra casa. Cumplía con sus 8


labores diarias mejor que nadie que hubiese visto. Era ordenada, pulcra y extremadamente decorosa. Hannah la adoraba, y yo también. Mi padre nos había dado una vida acomodada y nuestro cuidado había sido delegado en Abigail, así como nuestra educación en tía Geraldine. Formábamos parte de la alta burguesía, pues mi abuelo paterno había dejado como herencia a sus dos hijos varones el negocio de la armería real. Era el fabricante de las armas y equipos de defensa del ejército Real y ahora tío Patrick y mi padre eran los encargados de mantener a flote el próspero negocio. -¿Qué demandará, ahora, tu padre? –me preguntó Annabeth contemplando su imagen en el descomunal espejo que pendía de la pared. -No tengo idea, pero me temo que nada de mi agrado –confesé con indiferencia. Cuando llegamos al salón, ambas vestidas con nuestros mejores atuendos, padre nos aguardaba impaciente tomándose un amargo café, como era costumbre cada mañana. Aquella mañana me había despertado sintiéndome radiante, hermosa, algo impropio en mí, pues estaba siempre más distraída con la nariz metida en algún interesante libro. Pero aquel día con mi precioso vestido entallado púrpura me veía realmente bella. Mi cabello negro formaba grandes bucles habitualmente recogidos con una modesta cinta negra y mis vivarachos ojos verdes brillaban de forma especial. Mientras bajábamos por las escaleras mi prima no cesaba de hacerme cumplidos. -Si no te conociese tanto, querida, juraría que estás enamorada. ¡Tus ojos lo exclaman! Aunque 9


supongo que no será de… -susurró estas últimas palabras al aproximarnos al salón donde se encontraba padre. Éste poseía un acerbo carácter desde el repentino fallecimiento de nuestra amada madre, y si se le conocía por la nimia flexibilidad con respecto a la educación de sus hijas, ésta se tornó nula a raíz del terrible suceso. -Corinne, hija mía, reclamaba tu presencia –dijo incorporándose. Una nueva figura, corpulenta y espeluznantemente soberbia, acompañaba a Sir James. Lord Wiltshire deseaba verte. Mi rostro quedó helado en una mueca de perplejidad y aborrecimiento, pues no había conocido jamás a un ser tan repelente como Lord Wiltshire. Desde que era una niña, incluso menor que Hannah, aquel viejo había puesto sus indecentes ojos en mí. Annabeth, a mi lado, no me soltó la mano ni un momento y con sutiles pero constantes apretones intentaba consolarme. -Señorita Corinne –dijo Lord Wiltshire relamiéndose su espeso y canoso bigote-, es usted aún más hermosa que en el vago recuerdo que alberga mi mente-. No veía al depravado del Lord desde la tierna edad de los doce años-. Está hecha ya toda una mujer. Se parece a su madre, Corinne –“no menciones a mi madre, viejo inmundo”, pensé. -Gracias, Lord –dije finalmente, con mi suave y delicada voz e intentando forzar una sonrisa-. Es todo un cumplido. -Bien, os dejaremos solos. En unos meses será el enlace y así tendréis tiempo para conoceros –comentó 10


mi padre-. Annabeth, querida, acompáñame al jardín. Tus padres están allí. Veía alejarse a mi padre y a Annabeth, la cual giraba su cuello para comprobar mi estado y tranquilizarme con su mirada marina. Mi padre, sin embargo, andaba recto, como si no supiera de mi desacuerdo sobre el compromiso con el Lord. -Y bien, señorita Corinne –susurró deslizándome uno de sus rechonchos dedos por mi brazo-. Cuénteme algo sobre usted. Aunque he de decirle que ya me tiene totalmente convencido con su gran atractivo físico… -¿Nos sentamos, Lord? –pregunté con aquella exquisita educación que me habían inculcado, haciendo enormes esfuerzos por controlar mis nauseas. Tomamos asiento en las cómodas banquetas que habían preparado allí con esmero Abigail y la joven criada a la que ésta instruía. Al instante, ambas vinieron a servirnos más café. -¿Qué quiere que le cuente, Lord Wiltshire? -Bueno, la verdad es que lo sé todo sobre usted. No es una sorpresa que le mencione que año tras año he ido preguntando a su padre cómo iba creciendo y madurando su primogénita –sus ojos se encendieron al pronunciar aquellas palabras que tan indecorosas sonaban en su apestosa boca-. Pero me gustaría saber cómo desea que sea nuestro enlace. Es decir, ¿hay algo en especial que le haga ilusión? Medité unos segundos sobre su pregunta, que aún siendo lo más acertado que había dicho hasta ahora, me seguía pareciendo realmente innoble. 11


-No, mi Lord. Aunque si quiere que le sea sincera, ésta no es la boda con la que había soñado –dije sin perder la compostura ni las buenas formas. Lord Wiltshire titubeó, carraspeó y tosió. Una tos nerviosa e incontrolada dio paso a un repentino ceño fruncido. -¿A qué se refiere, señorita? –gruñó. -Lo cierto es que lo que me haría especial ilusión el día de mi compromiso sería poder elegir al contrayente. -¿Pero cómo se atreve? –exclamó alzando la voz e incorporándose de nuevo. -¿Qué ocurre aquí? –exclamó mi padre, que entró en la estancia al oír el exagerado tono de voz de Lord Wiltshire. -Creía que había dado una excelsa educación a su hija, Sir James. Yo venía a conocer a mi futura esposa y lo que me encuentro en su lugar es una niña malcriada –dijo dirigiéndose hacia la puerta de salida con grandes y rudas zancadas-. Le aconsejo, James, que la entre en vereda antes de mi próxima visita-. Concluyó dando un portazo. Como era de suponer, mi padre me mandó encerrar en mi cuarto, cosa que acepté de buen grado. Necesitaba estar sola con mis pensamientos. Fue inevitable. Al caer sobre la cama y abrazar el mullido almohadón de plumas, exploté en un llanto desconsolado. Pensaba en la forma en la que mi padre pretendía malgastar mi vida junto a la de un viejo degenerado y repelente. Era injusto. El berrinche fue tal que quedé sumida en un sueño profundo, como cuando duermen las criaturas. 12


Pero dudo mucho que las criaturas tuvieran sueños tan extrañamente sugerentes como el que tuve aquella noche. Era él. Aquel ser se había introducido en mi sueño otra vez. Podía percibir de nuevo su presencia.

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2. La noche, mi nuevo día

N

egro. Todo era negro. Mis párpados descansaban plácidamente sobre el verde de mis ojos, pero podía vislumbrar la negrura de la estancia a través de la fina piel. Y nuevamente volvía a percibir aquella fragancia varonil, ligeramente almizclada, cerca, muy cerca. Mi diminuta nariz curioseaba, dejándose llevar por aquel sutil aroma que me trasladaba a un sinfín de sensaciones a cada cual más placentera. De pronto, la calidez de la estancia fue arrastrada y reemplazada por una fría brisa, similar a la que corre en las apacibles noches de verano y la oscuridad más absoluta fue sucedida por una tenue iluminación rojiza, como ligeramente iluminada por una inexistente lumbre. Y la presencia que mi adormecida alma intuía se presentó frente a mí, vigilándome. Me observaba en silencio y sentía el palpitar de mi corazón cada vez más agitado, acompasándose con su sosegada respiración. Me gustaba. Aquella sensación de incertidumbre me gustaba. Aún no podía distinguir sus rasgos, más que el color claro de su cabello que ondeaba con la brisa y la obsidiana lobreguez de sus ojos. Su rostro no era más que una difuminada sombra. De repente, mis párpados 15


se abrieron al tiempo que el misterioso hombre, todo ataviado de negro, alargó un brazo. Sus músculos estaban más definidos de lo que había percibido las veces anteriores, y era mucho más alto de lo que recodaba. Su dedo índice acarició la piel de mi vientre y fue entonces cuando descubrí que estaba totalmente desnuda. Parpadeé sin poder evitarlo ante el férvido contacto de aquel ser y al volver mi vista hacia él pude contemplar en todo su esplendor su admirable desnudo. Su torneado torso amenazaba con acercarse cada vez más, hasta rozar la aterciopelada piel de mis senos, y su descomunal miembro masculino se erigía ante mí postrándome inmóvil en el lecho. Mi respiración se tornó acelerada debido a la extrema excitación a la que estaba siendo sometida. No podía pensar con claridad, pues una inmensa nube de deseo opacaba mi razón. Comencé a deslizar mis manos por mi voluptuosa silueta, dejándome llevar por aquella placentera sensación tan desconocida para mí. El tacto de mi cuerpo bastaba para excitarme aún más. Mis yemas ardían ante el contacto de mi piel, pero disfrutaba con ello. Él estaba allí, ahora de brazos cruzados, mirándome. Mi virginal imagen disfrutando bajo la escudriñadora mirada de aquel osado desconocido aumentaba mi anhelo. Ansia. Expectación. Repentinamente, con un sutil movimiento, estaba justo encima de mí, con sus musculados brazos a ambos lados de mi cabeza y sus negros ojos clavándose en los míos. Deseé preguntarle qué estaba haciendo allí y el porqué de aquel sueño, pero de mis 16


labios únicamente salían gemidos, jadeos y súplicas. Irremediablemente, súplicas de impaciencia y pretensión. Su ceño fruncido y su nula gesticulación ante mi desesperada demanda no hacían más que incrementar mi ansia. Entonces, pronunció mi nombre de la forma más sensual que nadie lo había pronunciado jamás, de tal forma que me hizo estremecer. -Corinne… -su voz sonó áspera, dura, muy excitante. Yo no podía articular palabra. Mi cuerpo mandaba, no mi razón, inevitablemente me aferré a su cuello con mis debilitados brazos. El misterioso hombre acercó su boca a la mía. Aquel roce fue el resultado de una torturadora y eterna espera por la que prácticamente desfallecí. -Béseme –le susurré al fin. Mi voz se tiñó de una sensualidad que creía inexistente en mí. Su boca ardía en mis labios cuando su lengua penetró delicadamente acariciando la mía. Fue el momento más ferviente en mi corta vida y él lo sabía. Era consciente de ello y estaba disfrutando, así que con una maligna sonrisa apartó sus labios, dejándome de nuevo expectante y sin aliento. Fue entonces cuando deslizó una mano entre mis pechos y acarició mi vientre, deteniéndose en otra zona. Una zona totalmente prohibida para mí hasta el momento. Introdujo lentamente la punta de su dedo en lo más profundo de mi ser, pero esa sensación de doloroso placer se difuminó al instante. Una voz femenina interrumpió aquel fervoroso encuentro. 17


Desperté. -Corinne, ¿estás bien? –preguntó mi prima acariciándome la frente. Su rostro parecía asustado. -Annabeth, ¿qué estás haciendo aquí? –logré tartamudear. -Escuché gemidos y subí –dijo-. Estás sudando… -Sí… -dije confusa. Estaba aún excitada por aquel extraño sueño. Parecía tan real… -Tu padre quiere hablar contigo. ¿Se puede saber qué le has dicho a Lord Wiltshire, Corinne? Oh, sí. Entonces recordé todo. La conversación con el Lord, y por ende, la correspondiente riña de padre. -Le diré que suba –concluyó antes de bajar a avisar a mi padre. Annabeth deseaba lo mejor para mí y para una dama lo mejor era tener un marido adinerado y con poder. Lord Wiltshire lo era. Nadie parecía comprender mis deseos, mis anhelos. Nadie, excepto él. Aquel extraño hombre que disfrutaba pervirtiendo mi frágil y noble alma en mis momentos de más vulnerabilidad. Él sabía justamente lo que necesitaba. Pero quizás la única persona que me conocía verdaderamente resultaba ser irreal, fruto de mi imaginación. -Hija –comenzó mi padre-, sabes nuestras obligaciones, como bien sabes nuestros privilegios. -Sí, padre –agaché la cabeza. -Entonces, ¿por qué demonios has reaccionado de ese modo? Sabes que tengo un compromiso férreo con el Lord, que nuestras familias han estado muy 18


vinculadas desde hace años por motivos económicos y que nuestra fortuna y nuestra clase social dependen directamente de ese caballero. -Padre, yo… -intenté disculparme. -Hoy me has avergonzado. Los modales que te enseñamos tu madre y yo han brillado por su ausencia, Corinne. -Lo siento… -y lo sentía. Sentía que padre se avergonzara de mí, pero no sentía ni lo más mínimo las palabras que dirigí a Lord Wiltshire. -Espero que no tenga que avergonzarme de nuevo de tenerte como hija –dijo. Aquella frase se clavó en mí alma como un ardiente punzada, hiriente y profunda. Deseé deshacerme en un mar de lágrimas, pero logré tragar el nudo que oprimía mi garganta. -No, padre. Pediré disculpas por mi inusual comportamiento a Lord Wiltshire. -Eso espero. Le he enviado una invitación para que venga mañana a cenar. Espero que la acepte y pueda llevarse una buena impresión de la que será, en breve, su esposa. -Sí, padre –contesté. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Fue una tenue sensación de helor en mi espalda, casi imperceptible, proseguida de una inminente jaqueca. Por un momento, creí que me iba a desmayar, pues una oleada de calor inundó mi cuerpo hasta el punto de hacer que mis piernas flaquearan y me resultara costoso el mantenerme en pie. Tuve que agarrarme al respaldo de una de las sillas del salón para no perder el equilibrio. 19


-Hija, ¿estás bien? –preguntó mi padre intentando abanicarme con una servilleta. -¡Corinne! ¿Qué te ocurre? –exclamó mi prima. -Estoy bien, estoy bien. Sólo ha sido un golpe de calor… -alegué tan asustada como ellos. ¿Qué me estaba ocurriendo? -Demasiadas emociones por hoy, prima. Deberías descansar –sugirió Annabeth. -No, me encuentro bien. No quiero dormir – contesté. Deseaba volver a sentir aquellas sensaciones que me abordaban las últimas noches, pero cada noche junto a él, me alejaba más de la realidad… de mi funesta realidad-. Te ayudaré con las invitaciones, Annabeth. -Magnífica idea. La boda de tu prima y Sir Roger será en breve. Abigail conseguirá lo que preciséis –dijo padre. -¿Dónde está Hannah? –pregunté. Hacía horas que no veía a mi hermana pequeña, lo cual era extraño porque aquella criatura no paraba quieta. -Está con mi madre. Le está enseñando a bordar – contestó Annabeth, con su gentil sonrisa. Cuando padre se retiró, su mueca cambió sutilmente-. ¿Se puede saber qué te ocurre? -No lo sé. Creo que es por ese sueño... Ha vuelto a suceder… -¡No puedes estar todo el día excitada cual mujer de vida alegre! Debemos buscar una solución, Corinne –mascullaba algo enfadada. -¡Shhh! Baja la voz. No quiero que mi padre nos escuche –susurré agarrándola del brazo-. ¿Acaso crees 20


que disfruto con esto? Pero es un sueño, no puedo darle una importancia que no tiene. -Comienza a tener importancia si se convierte en el eje de tu vida, Corinne. Y comienza a tenerla más aún si por ello caes enferma… -¡Ha sido tan sólo un pequeño mareo, por el amor de Dios! –exclamé. -Eso espero… -musitó. Hannah se acercó saltando y brincando como de costumbre, con sus largos rizos rubios recogidos en su nuca y con aquellos avispados ojos azules anunciando una grata sorpresa. -¡Corinne! ¡Annabeth! –exclamó con una sonrisa que no cabía en su pequeño y afinado rostro. -¡Hannah! –exclamamos ambas al unísono. -Tía Geraldine me ha enseñado a bordar –dijo escondiendo algo detrás de su espalda-. Y he hecho una cosa–anunció con sonrisa pícara antes de sacar su tesoro: un maravilloso trozo de tela con un oso en el centro que enseñó con sumo orgullo-. ¿Os gusta? Lo he hecho yo sola. Bueno, tía Geraldine me ayudó un poco… -¡Es precioso, querida! –contestó Annabeth, admirando el increíble oso bordado en tonos pastel. -Sí, es precioso, hermanita –dije con una amplia sonrisa. Realmente mi cabeza vagaba por otros lares más sombríos e inescrutables que lo que poseía mi hermana entre sus manos. Pensaba en aquel hombre de torneados brazos y larga cabellera. Pensaba en aquellos ojos que me examinaban con vehemente 21


deseo. Pensaba en aquel contacto tan temido y a la vez tan esperado. Suspiré de anhelo, sin embargo. Tal y como habíamos acordado, Annabeth y yo comenzamos a hacer las invitaciones para su enlace que tendría lugar en tan sólo dos semanas. Mi prima estaba emocionada y feliz de pensar que en breve sería la esposa del hijo de un importante empresario de Londres. Roger y ella se conocieron hacía escasos dos meses, en la celebración del cumpleaños de tío Patrick. Annabeth deslumbró a todos los presentes con su hermosa imagen de diosa dorada, resplandeciente y virginal. Con una perpetua sonrisa grabada a fuego en su rostro cautivó a los hombres que acudieron al evento, pero en especial a Sir Roger, un encantador y distinguido joven de noble alma y excelente educación. El amor no tardó en fluir entre ambos. Ojalá mi enlace fuese también motivo de alegría para mí y no sólo para mi padre. Me alegré por ella.

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3. Aprendiz de demonio -¿Qué ha pasado? –le preguntó Mrart con su temible voz cavernosa-. No has finalizado tu misión. Me temo que deberemos mandar a otro hermano para que cumpla con ella. Tú, por tu desobediencia y tu falta de disciplina, te condeno a la Celda de Efialtes, donde permanecerás encadenado hasta nueva orden. Resignado y cabizbajo, aceptó y acató su nuevo destino. No había sido capaz de hacerlo. ¿Por qué no? ¡Lo había hecho cientos de veces! ¿Qué le estaba pasando? Por culpa de aquella insignificante mortal estaba condenado a vivir entre horribles sufrimientos. La odiaba, la odiaba por ello con todas sus fuerzas. Valoraba la opción de pedir una última oportunidad y acabar así lo que empezó. Estaba colérico, furioso, ardía en deseos de huir de allí antes de cumplir su pavorosa punición. Lo iban a torturar durante horas, tal vez días, estaba seguro de ello. Lo había visto hacer en numerosas ocasiones. Y después lo enjaularían cual bestia en aquella esfera donde los peores horrores tienen lugar, donde habitan las pesadillas, donde mora el miedo: la Celda de Efialtes. No era una celda como tal, era un lugar sombrío, árido, donde la única muestra de naturaleza eran los troncos secos que se podían hallar, aquellos 23


que algún día tal vez fueron árboles, y la única forma de vida que habitaba aquellas tierras eran extrañas criaturas nacidas en el averno y amamantadas directamente por el dulce y tentador elixir del mal. No deseaba ir allí, pero si se negaba a cumplir su condena, le esperaría un destino aún peor: el destierro. Sería desterrado al único lugar de donde no podría escapar jamás; al único lugar que lo haría desaparecer por siempre; el lugar donde habita la pesadilla de todo aquel que tenga razón y juicio. Sería enviado al vacío donde reside la antimateria. Aquel lugar era conocido como El Reino del Olvido. Con resignación, aguantó las más de cien flagelaciones en brazos y torso, y una vez tendido en el suelo, apenas sin aire en sus pulmones, recibió más de cincuenta golpes propinados con saña por sus propios hermanos. Lo encadenaron a uno de los viejos y ennegrecidos troncos al lado de un pequeño cráter por el que salía un gas angustiosamente fétido y cuyo agujero escupía lava a propulsión cada cierto tiempo, como si de un pequeño volcán se tratara. Sudaba, pero su aguante y estoicismo con el que miraba, enervaba a sus torturadores. De las heridas y cortes provocados, sobre todo en torso y espalda, parecía emerger una sustancia negruzca, de la misma densidad que la sangre humana, pero sin embargo tenía el color del azufre. Cabizbajo y ante la mirada de sus hermanos se podía aún percibir aquella sonrisa pérfida a través el humedecido y largo cabello que cubría parcialmente su rostro, como jactándose de su propio castigo, justo y merecido. 24


Todos comenzaron a marcharse, dejándolo allí solo, en la temida Celda de Efialtes, a merced de aquellos miserables gusanos que se arrastraban suplicando clemencia por sus torturadas almas. Aquellas criaturas no eran más que humanos en vida. Humanos que fueron pervertidos hasta la muerte por sus semejantes. Sus centenares de hermanos, incluso él mismo, llevaban toda la eternidad pervirtiendo a los mortales, incitándoles a hacer hechos impensables en un estado sobrio y de cordura, pero sus poderes de persuasión iban más allá de lo común. -¿Estás condenado a no se sabe cuánto tiempo por esa maldita mujer? –se jactó Piotr acuclillándose frente a él. -Sí, hermano –suspiró esbozando de nuevo esa malévola sonrisa-. En cuanto Mrart me libere, zanjaré este tema. Necesito que hables con él y le pidas una segunda oportunidad para mí. Nunca he fallado en ninguna tarea, tú lo sabes, siempre he acatado todas sus órdenes, incluso aquellas más peligrosas en las que mi condena eterna estaba en juego. Muchos de los que hoy día están aquí, estuvieron un día bajo mi mando, por necios y torpes, y gracias a mis órdenes, a mi entrenamiento y a mis consejos ahora son lo que son. Necesito eso. Necesito volverlo a sentir y que no me miren con compasión ni recelo por lo que dijo Mrart… -¿Te refieres a lo que dijo sobre tu madre? –Soltó una sonora carcajada-. Eres medio humano, pero tu otra mitad es tan pura que tu poder de persuasión roza el hipnotismo, hermano. No olvides que tu padre es el mismo Mrart. Pronto heredarás el trono y ya no 25


tendrás porqué salir a la superficie si no quieres. Detesto la superficie, detesto a los humanos… Amor, dedicación, respeto… Aquello que siempre se me ha atragantado está ahí arriba. -Me temo que te equivocas en algo, Piotr –le rebatió-. Si los humanos fueran tan nobles y puros, nosotros no tendríamos cabida en este mundo, ¿no lo entiendes? Los mortales son pecadores por naturaleza, ladinos, mentirosos y muy fáciles de tentar. Por eso me gustan tanto… -¿Sabes? Suenas coherente para ser el hijo de una ramera de Arcadia –se rió. -Sí, lo innegable es que de mi madre saqué la adoración por mi padre, al que ella, pobre inepta, llamaba “dios Pan” –carcajearon juntos. -Cierto, pobre diabla… Pero la culpa fue de tu padre, que se presentó ante ella mitad macho cabrío – volvieron a reír. -Se convirtió en nada menos que en la concubina del Diablo –carcajeaban, golpeando sus puños contra el árido de terreno. -No sé cómo puedes reír después de semejante paliza, hermano… -La vida aquí es dura, me acostumbré a ello cuando me trajeron hace ya muchos, muchos años… respondió con su áspera y ruda voz-. Oh, joven Piotr… Cuéntame, tú sabes mi origen, hermano. Cuéntame pues el tuyo. -Tampoco hay demasiado que contar, y créeme que no soy mucho más joven que tú –dijo para su sorpresa. 26


-Yo llevo aquí antes de que naciera el innombrable bastardo que pereció cual timador en aquel madero... –presumió jactancioso. -Y yo desde antes que se inventaran las malditas reglas de este juego, engendros indolentes –dijo Mrart que había venido en busca de sus secuaces-. Así que, ¿de qué narices presumís? Sois un par de inexpertos jovenzuelos a mi lado. Algunos ya ni siquiera cumplís con vuestro deber… -lanzó una mirada de odio y aversión a su hijo. -Mrart, yo… -intentó disculparse. -Señor, tengo que decir en su defensa… -Piotr fue a defenderle, incorporándose, pero fue interrumpido. -¡Silencio, imbécil! –Profirió alzando su mano-. Vete con el resto, ya hablaremos tú y yo más tarde – ordenó a Piotr-. Ahora quiero decirle unas cuantas cosas a este bastardo… -dirigiendo una mirada de odio hacia su hijo. Aquel ser de enorme estatura y piel encarnada, que lucía una espléndida melena blanquecina hasta donde acababa su cintura, tenía una mirada alevosa y serena al mismo tiempo. Todos ellos tenían un rasgo en común: la oscuridad obsidiana de sus ojos. Pero Mrart era el único en tener aquel tinte levemente rojizo en su piel, pues los demás, podían hacerse pasar fácilmente por excéntricos mortales. -No voy a permitir que presumas de ser mi hijo hasta que no seas merecedor de ello y tu acto de deslealtad de hoy te ha condenado a no serlo, al menos hasta el momento –suspiró-. Hoy me he avergonzado de ser tu padre y he maldecido a la infeliz de tu madre una y otra vez mientras recordaba cómo atormenté su 27


condenada alma. Ella era débil y por ende tú has fracasado hoy… Pero sin embargo, has aguantado y acatado tu castigo y te he escuchado maldecir también a la mortal en cuestión. He escuchado tus deseos de cumplir la orden, consumar tu misión, tal y cómo sabes que sería necesario, y eso me ha llenado de orgullo. Por lo tanto, he decidido que vuelvas a la superficie y cumplas con tu cometido. No me defraudes esta vez. -No lo haré, señor –contestó limitándose a hacer una sutil reverencia con la cabeza.

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4. Premonición

E

ra el gran día de Annabeth. Aquellas dos semanas habían acontecido rápidamente y sin demasiadas sorpresas. Al día siguiente de la conversación con padre, Lord Wiltshire vino a cenar a casa y me disculpé por mi comportamiento, una disculpa que mi futuro esposo aceptó de buen grado. Debo decir que una gran parte de la benevolencia del Lord se la debía al pronunciado escote del vestido elegido para la ocasión. Los preparativos de la boda fueron sobre ruedas y el ánimo y la expectación de mi prima y sus padres acrecentaban a medida que iban transcurriendo los días. Pero yo comenzaba a hacerme a la idea que mi vida iba a ser bajo la prohibitiva mirada de un Lord al que apenas conocía. Comenzaba a desechar la idea de conocer el amor algún día y más desde que él me abandonó. En aquellas dos semanas no volvió a visitar mis sueños. Extrañamente, le echaba de menos. Cada día, al acostarme, rogaba porque aquel individuo irrumpiese en mis sueños y me trasladara al férvido mundo de donde provenía. Pero mucho me temo que pasé dos largas semanas sin recibir su ansiada visita y aquello realmente sí que fue una tortura. Empero, estaba emocionada con el enlace de Annabeth y le ayudé junto con tía Geraldine a vestirse para la ocasión. Las costureras que tenían contratadas eran sumamente eficaces y rápidas, por lo que le hicieron un pomposo vestido color hueso cargado de 29


ribetes y lazos. Poseía un ceñido corsé que enmarcaba su ya estilizada figura. Estaba sencillamente encantadora. -¡Estoy tan nerviosa! –exclamaba mientras las modistas le colocaban el cubrecorsé. -Hija, vas a estar preciosa –dijo tía Geraldine abanicándose con su suave abanico de plumas-. Corinne, querida, estarás también emocionada por tu pronto enlace con Lord Wiltshire, ¿no es así? – preguntó cariñosamente. En la fantástica mente de Annabeth todo era posible, como era posible que yo me acabase enamorando del zopenco de Lord Wiltshire. -Claro, por supuesto –contesté intentando desviar el tema y haciendo lo imposible para que mi rostro no reflejara el hastío que sentía ante el recuerdo de mi prometido-. Pero hoy es tu gran día y por cierto, ¡estás radiante! -¡Gracias, prima! Oh, madre… Tengo tantas ganas de dar el “sí, quiero”… -Todo a su debido tiempo, cielo. Ahora lo importante es estar perfecta para deslumbrar a Roger. Tía Geraldine, de nacionalidad francesa pero casada con tío Patrick, era una mujer noble, dulce y con mucho gusto por la moda. Al igual que su hija, tenía una genética digna de elogio y ella lo sabía, de modo que pasaba largas horas cepillando su preciosa cabellera frente al tocador y admirando su evidente belleza. A menudo, solía comprarse atuendos que eran la última moda en la capital y siempre iba perfecta. Y ahora, como era lógico, deseaba que su hija estuviera igual de admirable. 30


Siempre comentaban que yo tenía la belleza de mi madre y su carácter aventurero y fantasioso también era parte de la herencia que me dejó al partir. Hannah apenas tuvo tiempo de conocerla, pues falleció cuando ella era tan sólo un bebé. Lo sentía por ella. Mi madre nos quería mucho a ambas. Solíamos ir a pasear por los verdes prados de Castle Combe con una cesta cargada de fruta y dulces varios. Nos reíamos cuando tía Geraldine y su hija miraban con anhelo la comida y giraban la cabeza para no sucumbir a la tentación. Fueron momentos inolvidables. Fue ella quien me inculcó el placer por la lectura. Cada día le doy las gracias por ese regalo. Abigail entró en el salón donde Annabeth ultimaba de vestirse. -El carro les espera –dijo con la sobriedad que le caracterizaba. -¿Son los caballos que pedí? –preguntó impaciente Annabeth. -Son caballos españoles, mi lady. -¡Perfecto! Bajaremos de seguida, Abigail – contestó mi prima con una soberbia que desaprobé con una sola mirada-. ¿Qué? –Me preguntó sorprendida por mi mueca de reproche-. Tan sólo deseo que todo esté perfecto, Corinne… La ceremonia tuvo lugar en nuestro jardín, ya que la casa de mis tíos era algo más pequeña. Abigail y su joven ayudante, Dorothy, se encargaron de ultimar los preparativos y aderezar las mesas con lindas flores frescas y lazos de tela. Habían mandado hacer un hermoso altar de madera, en el cual Sir Roger ya esperaba ansioso. 31


Cuando la vio aparecer, cogida del brazo de tío Patrick, desaparecieron las muecas de nerviosismo y su joven rostro se relajó, levemente sonriente. Sus ojos reflejaban felicidad y dicha. Annabeth avanzaba con paso sereno hacia el que iba a ser su esposo en unos minutos. Estaba realmente espectacular con aquel hermoso vestido hecho a medida y un tupido velo blanco cubriéndole el rostro. Después del eterno discurso del sacerdote al fin fueron pronunciadas las ansiadas palabras. -Sí, quiero –dijo Sir Roger. -¡Sí, quiero! –exclamó emocionada mi prima. Y el muchacho retiró el velo que cubría las perfectas facciones de Annabeth, para sellar, con un casto y delicado beso, su enlace. El banquete transcurrió tranquilo. A decir verdad, demasiado tranquilo para mi gusto. Un centenar de caras desconocidas y exageradamente empolvadas devorando la comida como si no hubiesen probado bocado en años. Mujeres encorsetadas criticando el menú elegido bajo sus servilletas de mano y prominentes barrigas deleitándose con los sugerentes escotes de las damas de honor. Yo, mareando mi porción de pastel en el plato, meditaba en silencio sobre mi futura tragedia a la cual llamaban boda. Aún no podía comprender cómo mi padre me había cedido en matrimonio a un ser tan sumamente desagradable como Lord Wiltshire, el cual me miraba sobre su preponderante nariz a cada momento relamiéndose el bigote. Cuando cayó la noche, mi prima se marchó al que iba a ser su nuevo hogar junto a Roger, un pequeño 32


pero acogedor palacete de nueva construcción en Castle Combe. Después de despedir a todos los invitados, incluido a Lord Wiltshire, me encerré en mi dormitorio. Un sentimiento de ilógica tristeza me embargó al pensar en que se había acabado dormir junto a Annabeth, al igual que las risas y chismes a media noche, con la consecuente riña de padre. Ahora, ella dormiría cada noche junto a su leal esposo Roger y en breve concebirían un hijo. Mi tiempo con ella se vería reducido como a polvo se reduce el papel en las llamas. Pero pronto mi rutina también iba a cambiar, eso sí, a peor. Recé, como era de costumbre en la casa de los Bendix, pero en mis oraciones de aquella noche apareció, sin poder remediarlo, el deseo incontrolable de que apareciese él. Había una remota posibilidad de que apareciese esa noche en mis sueños para alegrarme mi nefasta existencia. Imploré al Señor por ello, aunque sabía que era indecoroso y demasiado atrevido pedirle algo así. Aún así, lo hice. Aquella noche nadie escuchó mis plegarias. Aquella noche no recibí su visita, como ya iba siendo habitual hacía dos semanas. Me levanté con el alba y con el particular arrullo de las palomas que solían posarse en mi balcón. Los primeros rayos de sol de la mañana asomaban entre las ralas cortinas de mi dormitorio, desvelándome por completo. Una sensación de incómoda soledad me envolvía. Sentí ganas de gritar, más que nada para que alguien oyese al fin mis desesperados gritos de auxilio. 33


Mi casa era mi jaula dorada y mi padre mi severo carcelero. Así me sentía en aquel preciso momento. -¿Me pasas un bollo, Corinne? –me preguntó Hannah. Era costumbre que desayunáramos a las siete. Padre removía el café un centenar de veces antes de tomar el primer sorbo y acto seguido comenzaba a repasar las noticias en el The Times. Repasaba entre murmullos las columnas de los Thunderer, para después quejarse sobre la política actual de Inglaterra a Abigail, la única de la casa capaz de escuchar el monótono y repetido monólogo de Sir James. -Corinne, hija –me advirtió padre-. Necesito que hoy vayas a la capital y te lleves a tu hermana. -Sí, padre –contesté algo distraída. -Tiene visita con el Doctor Rick –añadió levantándose de la mesa. -¿Qué es lo que te ocurre, Hannah? -Me duele la tripa –me contestó la chiquilla. -Tía Geraldine os acompañará –comentó padre-. Tenéis cita a las nueve, así que vestíos. El coche saldrá en veinte minutos. El coche de caballos era propiedad de tío Patrick, un acérrimo coleccionista de vehículos. Lo conducía el hermano de tía Geraldine, Armand, que fue contratado por ambas familias como chófer particular. Era un buen hombre, amante de su trabajo, pero de escasas palabras. Tras un apacible recorrido por las calles de Castle Combe y por los verdes y abruptos caminos de las afueras, llegamos a Londres capital. Hannah se había pasado todo el trayecto quejándose de su dolor de vientre, aunque tía Geraldine intentaba consolarla. 34


Cuando llegamos a la consulta del doctor, Armand esperó en la puerta, apoyado en el carro con cara de pocos amigos, mientras nosotras entramos. -Esta niña está sana como una rosa –explicó el doctor. El Doctor Rick nos había atendido a Hannah y a mí desde que nacimos. Fue él el que nos trajo al mundo, al igual que hizo con prima Annabeth. Conocía cada consulta que habíamos hecho y cada problema que habíamos tenido desde nuestro primer minuto de vida. Padre sentía que había hecho todo lo posible por salvar la vida de mi difunta madre, aunque sus curas y remedios no pudieron ayudarla. -No padece virus alguno, ni siquiera se trata de ningún parásito –añadió acabando de examinar a mi hermana-. Estoy seguro que no son más que gases, pequeña. -¿Y qué es lo que debemos hacer, doctor? – preguntó mi tía. -Bueno, que coma más despacio y que mastique bien los alimentos –se acercó a la estantería que estaba justo detrás de él y cogió un pequeño frasco de cristal que contenía unas hierbas-. Debe tomar una infusión de hinojo dos veces al día. Le ayudará a expulsar los gases. -Gracias, Doctor Rick. Así lo haremos –concluyó mi tía vistiendo a Hannah. Tras despedirnos del doctor, subimos al carro de vuelta a casa. El camino fue en silencio, hasta entrar en Castle Combe. Hannah se quedó dormida sobre mis rodillas. 35


-Mira, Corinne –me advirtió tía Geraldine señalando por la ventana una magnífica casa típica de Castle Combe-. Ahí es donde vive ahora tu prima. ¡Dios! La echo tanto de menos… -Es normal, tía. Yo también –añadí. -Tan sólo lleva doce horas fuera de casa y… suspiró-. ¡Qué remedio! Voy a tener que acostumbrarme a vivir sola con el cascarrabias de tu tío… -reímos. Armand nos dejó a Hannah y a mí en casa. Cuando entramos, padre estaba despidiendo a uno de los trabajadores de la armería. Pasé cabizbaja, cautelosa, y logré escuchar al pobre hombre suplicar a mi padre por su mujer e hijos. Alegaba, entre sollozantes disculpas, que no había sido más que un error en veinte años de arduo y constante trabajo. Aún así, padre estuvo muy lejos de ser benevolente. El trabajador, con numerosas heridas y quemaduras en sus brazos, me miró mientras yo subía por las escaleras que daban a las habitaciones. En sus ojos vi sufrimiento, angustia, preocupación. Por mucho que hubiera intentado persuadir a padre, el resultado hubiera sido el mismo. Padre no acataba órdenes de nadie, ni tan siquiera escuchaba sugerencias, y menos de sus hijas, a las cuales consideraba inferiores por nuestra condición de mujer. Hannah se quedó en la cocina ayudando a Abigail a preparar el almuerzo, de modo que opté por subir a mi dormitorio e iniciar una conversación escrita con mi yo interior. Tan sólo necesitaba mi preciosa pluma de oca y mi diario personal. Deseaba plasmar en esas 36


hojas en blanco mi atormentador pesar. Tal vez así, lograba deshacerme de él. ¿Cómo poder describir aquel sentimiento de puro dolor en aquellas virginales páginas? De pronto, mientras meditaba en silencio haciendo pequeños garabatos sin aún escribir nada, unos ojos se clavaron en mi nuca. Lo percibí durante varios minutos antes de girarme y comprobar, como era lógico, que allí no había nadie. Pero seguía sintiendo aquellos incesantes ojos clavarse en mí desde alguna parte de la habitación, examinando cada uno de mis movimientos, incluso penetrando en lo más profundo de mis pensamientos. Suena indecoroso decir cómo me sentía en aquel momento: vulnerada. Alguien estaba entrando en la intimidad de mi ser y observaba con total detenimiento cada recuerdo, cada imagen, cada voluntad, sin yo poder evitarlo. Sin yo querer evitarlo. Volví a enterrar mi cabeza en el diario, deseando obviar aquella extraña y perturbadora sensación. Noté su presencia aún más fuerte, aún más cerca, tanto que di un respingo en la silla y mi corazón se aceleró. Me dirigí al baño de mi habitación, necesitaba refrescarme la cara, pero al situarme dentro, mirando mi reflejo en los azulejos del aseo, pude olerlo. Especias, madera, almizcle. Una fragancia varonil a la vez que sensual, un aroma que ya había olido en algún otro lugar. Averiguar de nuevo aquella esencia sosegó mi mente, fue como recibir un bálsamo reparador sobre mi magullada alma. Cerré los ojos e imploré que no se fuera jamás de allí, necesitaba oler aquello siempre. Al volver a abrir los ojos, vi un hombre frente a mí. 37


Era increíblemente hermoso. Cada rasgo, cada sutil movimiento y gesto eran de una belleza absoluta. Sus ojos, tan oscuros que la luz que se colaba por la ventana no podía reflejarse en ellos, me miraban de una forma totalmente nueva para mí. Era una mezcla entre intranquilidad, provocación y deseo, pero iba más allá de todo eso. No era una mirada humana, quizás tenía más de bestia que de hombre. ¿Podía la perfección tener aquella inquietante mirada? Su tez, tan pálida como la mía, no poseía ni una sola mancha, ni un solo lunar, tan sólo unas pequeñas arrugas de expresión surcaban su frente cuando de repente frunció el ceño. Pero yo, lejos de sentirme intimada, di un paso hacia él. Su cabello, largo y ondulado, caía por su espalda anudado en una sobria coleta de tonos castaños y reflejos dorados. Mis ojos se posaron en sus labios que eran la pura incitación a la lujuria y al más tórrido libertinaje. Mi mirada, curiosa por naturaleza, decidió bajar aún más y descubrí las definidas formas de su torso desnudo. Ni el mejor pintor, digno de exhibir sus obras en el National Gallery, podría plasmar mejor la perfección que aquel lienzo de piel y lascivia. Sus voluminosos y prietos brazos se cruzaron sobre su pecho, de modo que bajé la mirada al suelo, ruborizada por mi tan atrevida actitud. Pero antes de cerrar mis párpados con fuerza, vi que su desnudez no acababa en la fina línea de vello que bajaba por su vientre. Ahogué un gemido y apreté mis labios y puños al notar la ola de calor que subía por mis mejillas desde mi acalorado busto. 38


Tardé unos segundos en volver a abrir los ojos; un mechón de mi oscuro cabello cruzó mi cara cuando un fuerte vendaval se levantó, inexplicablemente en el baño, un vendaval que me robó la presencia de aquel ser. De nuevo, el vacío volvió a inundar mi joven y frágil espíritu. Durante todo el día, Hannah se estuvo quejando de la tripa y prácticamente no probó bocado. Cuando cayó la noche, fui a arroparla y a leerle un fragmento de su libro favorito, un relato misterioso y tétrico disfrazado de cuento popular infantil. -Corinne, ¿prometes no contarle nada a padre? – me preguntó abrazando a su oso de peluche llamado Mr. Blacknose. -¿No contarle nada de qué, hermanita? –le pregunté. -Tengo un sueño muy raro últimamente, y se repite. -¿Qué tipo de sueño? ¿Una pesadilla? Ella asintió con la cabeza y bostezó. El cansancio comenzaba a notarse en su rostro y sus ojos luchaban por mantenerse abiertos. -Sueño con hombres vestidos de negro… Son hombres malos y quieren hacerte daño… -¿A mí? ¡Oh, cielo! –Exclamé con una sonrisa-. No te preocupes por eso, es sólo un sueño… -Me dicen que vas a morir, Corinne… Me dijeron que a mamá le pasó lo mismo -una lágrima recorrió su mejilla. -Querida –le dije limpiándole la lágrima-, mamá murió porque se puso enferma. Y yo estoy bien, no tienes por qué preocuparte, ¿me oyes? 39


-Entonces, ¿no te vas a morir? –preguntó más aliviada. -Sí, algún día. Cuando tenga muchas arrugas y la voz temblorosa –sonreí-. Pero aún no. -¡Por supuesto! No puedes morir ahora porque tienes que casarte con Lord Wiltshire, ¿verdad? -Eso es –logré decir-. Y tengo que darle muchos nietos a padre –recé por no devolver la cena, pues la sola idea de yacer sobre el mismo lecho que aquel hombre, me revolvía el estómago. Pero al acostarme, recé a Dios para que me diera fuerzas para aguantar la visita que iba a tener lugar a la mañana siguiente. El Lord estaba invitado a almorzar y por orden explícita e irrevocable de padre, debía mostrarme obediente y educada, que en su idioma era complaciente y sumisa.

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5. Evidencia y desdichas

L

a idea de volver a ver a Lord Wiltshire, y además en un almuerzo familiar, me parecía un auténtico suplicio. Di mil vueltas sobre la cama antes de caer en un profundo sueño. Un sueño del que preferí no despertar jamás. Volvía a estar sumida en un estado semiinconsciente, en un hermoso lecho con sábanas de satén, dentro de una estancia donde la oscuridad predominaba a pesar de la tenue iluminación rojiza. Y de nuevo aquella fragancia. Sentía manos invisibles recorriendo mi cuerpo, acariciando mis piernas, mi vientre, mi cuello. Volvía a estar ataviada con un escueto camisón blanco de suave tela. Sentía crujir las sábanas bajo mi ser, como si quisieran escapar de allí. Permanecía quieta, inmóvil, mi mente era la única consciente hasta que su aliento acarició mis muslos. Sólo entonces pude moverme. Incliné la cabeza ligeramente hacia delante y comprobé que era él otra vez. Fueron sus ojos los culpables de que pudiera reconocerlo como el causante de aquellos tórridos sueños. Era el mismo hombre que había estado aquel día en mi cuarto de baño. Me quedé embelesada 41


mirando como su boca trepaba por mis piernas hasta que halló mi zona prohibida. Para mi sorpresa, bajo la escasa y sedosa tela que cubría parcialmente mi cuerpo no se podía ver más ropa, pues su lengua encontró sin dificultad la intimidad más privada e intacta de mi ser, haciéndome reposar de nuevo la cabeza en la mullida almohada. Aquel ser parecía disfrutar con mi placentera tortura, saboreando cada recoveco, haciéndome gemir inevitablemente. Pero cuando mi cuerpo comenzó a temblar incontrolado, y aquel inconfundible e inconfesable placer se adueñaba de mi ser, él separó mis piernas con sus varoniles manos y se situó justo encima de mí, penetrándome con la mirada. -Quiero más -le supliqué con un hilo de voz. -¿Quiere más? –me preguntó enarcando una ceja. Prácticamente susurró estas palabras sobre mis labios. -Por favor… -le rogué arqueando mi espada en señal de necesidad. Entonces, hallé un contacto duro, magno, rudo, acariciando suavemente mi sexo. Necesitaba tenerlo dentro. Aquel comportamiento no era propio de mí. Ese ser estaba pervirtiendo mi noble y pura alma y mis anhelos no eran más que ser suya por una noche. Aquellos ojos estaban ahora fijos en los míos, sin embargo, parecían contener multitud de cuestiones. Cuestiones que debían salir a la luz y deseaban hacerlo cuanto antes. Pero sentía que había algo que le retenía. Palabras ahogadas por el silencio en un mar de contradicciones, incluso tal vez, de sinsentidos. Sus ojos expresaban dudas, remordimientos, culpa. Me 42


miraba con incredulidad, quizás con cierto rencor y yo desconocía el motivo. Mientras su miembro erecto palpitaba acariciando mi suave piel, mi cabeza también tenía una pregunta que deseaba formular desde el primer momento que irrumpió en mi vida, ¿o debería decir en mis sueños? Así que vino a mí una repentina lucidez dentro de aquel maravilloso mundo de embriaguez carmesí. -¿Quién es usted? –logré preguntarle entre gemidos. Pareció incomodarle la pregunta, pero se limitó a mirarme con el ceño fruncido manteniendo un incómodo silencio. -¿Es esto real? –lo cierto es que no estaba segura de si me estaba volviendo loca o realmente aquel ser existía de veras. El hombre se levantó del lecho sin mirarme, dejándome de nuevo expectante, jadeante, anhelando más contacto. Cuando volví la vista hacia él, lucía un lujoso atuendo digno de la nobleza inglesa en tonos oscuros. ¿Cuándo se lo había puesto? Ahora parecía dibujado sobre su piel. Me dirigió una mirada desafiante, pero la curiosidad de la juventud en ocasiones desobedece a toda lógica, y a sabiendas de que mi vida podía peligrar, me acerqué a él. Podía contemplar su figura de espaldas, realmente atractiva y con buen porte, de modo que alargué mi brazo para posar mi mano en su hombro. Deseaba disculparme por mi osadía, era evidente su disgusto por mis desafortunadas preguntas, pero él no lo permitió. Se tornó hacia mí, amenazante, y agarró mi muñeca con fuerza. Su mano 43


parecía arder sobre mi piel, pero no sentía dolor alguno. Me miró desconfiado, soberbio, déspota. -No pretendía hacerle daño… -musité. Era tan increíblemente hermoso que debía contener a cada momento un suspiro. Era como si mis ojos, mi razón incluso, no soportaran aquella muestra tan sublime de belleza y perfección. Sin soltar mi muñeca acercó su rostro al mío, curvándose ligeramente debido a su considerable altura. Sus ojos dejaron de ser negros y parecieron teñirse de un tono rojizo, como inyectados en una mixtura de fuego y sangre. Provocadores. Debo reconocer que al ver su tosca reacción tuve miedo. Sentí el más puro pavor recorrer mis venas, como si de lava líquida se tratase. Ahogué un grito con mi mano libre, pero él, con suma delicadeza, la apartó de mis labios. Ahora, sujeta por ambas muñecas, estaba siendo contemplada en silencio por aquella bestia, pero a pesar de que su rostro irradiaba furia y tormento, tenía algo tranquilizador para mí, de tal forma que el miedo se esfumó y una súbita calentura me dominó de nuevo. -Corinne… -susurró mi nombre como aquella vez, no podía oírse más atrevido e indecoroso que en esos labios. -¿Cómo se llama? –pregunté-. Tan sólo dígame su nombre… -supliqué. -Duerma, Corinne –susurró acariciando mi cuello con su suave y delicioso aliento. Recuerdo que el sueño sustituyó a la excitación. 44


Desperté de repente en mi blanca habitación, sobre mi pulcro y decente lecho. Recordé, como si alguien me hubiera traído de vuelta a la oscura realidad, la cita que iba a tener lugar aquella mañana soleada de verano, la cita con Lord Wiltshire. Pedí ayuda a Dorothy, la joven criada de piel tostada y lindo rostro, para que me ayudara a preparar mi baño con rosas. Vino con agua caliente para volcarla en la bañera y cinco rosas rojas recién cogidas esa misma alborada en nuestro jardín. -Sir James me ha ordenado que le diga que baje en cuanto esté decente, señorita Corinne –me advirtió la muchacha. Era más o menos de mi misma edad, quizás algo menor, pero sus manos estaban ya curtidas por decenas de quemaduras de cocina y cientos de pinchazos con las agujas de bordar. Afirmé con una forzada sonrisa ante su comentario. -¿Desea usted, de veras, contraer matrimonio con el Lord? –me preguntó de repente. Aquello me pareció osado, carente de educación y vergüenza por su parte, ya que ni siquiera Abigail se había atrevido a preguntarme por mi prometido. Pero, a pesar del incómodo silencio que creé y mantuve durante algunos segundos, me dio la impresión que aquella joven no lo preguntaba por mera alcahuetería, si no guiada por una súbita empatía. Dorothy llevaba poco tiempo sirviendo como para discernir entre lo que era apropiado preguntar y lo que no. -¿Me enjabona el cabello, Dorothy? –le pregunté amablemente. 45


El agua estaba a la temperatura ideal, tibia, y el aroma de los pétalos de rosa creaba un ambiente tranquilo e íntimo. –No quiero casarme con él –dije de repente mientras me enjabonaba el cabello. -La entiendo, señorita –contestó-. No es de mi incumbencia, pero creo que usted merece un esposo mejor. -Gracias –sonreí aunque no pudo ver mi gratitud, pues estaba de espaldas a ella-. Mi padre, sin embargo, no opina lo mismo. Para él, Lord Wiltshire es un buen partido y todo lo que una dama podría desear. -A mi parecer, es un hombre grosero y desagradable… -Lo sé, Dorothy. -Hable con su padre. Quizás muestre misericordia. -No conoce a mi padre. Él velará siempre por sus intereses, no por los míos. Y su mayor preocupación, como siempre, es su estatus social, sobre todo cuando se convirtió en el heredero de la armería de mi abuelo –suspiré-. No le importará lo que yo pueda decirle. Me levanté cuidadosamente de la bañera, y me cubrí con la suave tela que había depositado Dorothy para mí en una banqueta. -Puede retirarse, querida –le dije cariñosamente-. Me acabaré de arreglar yo misma. La joven criada asintió con la cabeza y recogió los dos cubiletes de madera vacíos donde había traído el agua tibia para el baño. -Dorothy –dije antes de que saliera del aseo-, me ha agradado mucho hablar con usted. Ahora que mi 46


prima ya es una mujer dignamente casada y sé que no tendré apenas tiempo para hablar con ella a solas, me siento realmente desamparada. Desde que ella se fue no he tenido la ocasión de hablar con nadie sobre mi futuro esposo… Le doy las gracias. -No tiene porqué dármelas, señorita –dijo muy educadamente, con una sonrisa en sus labios-. Estoy para lo que precise –añadió antes de cerrar la puerta con suavidad y dejándome a solas con mis pensamientos. Para la cita con el Lord, me había dejado preparado mi vestido de diario, nada especial, pues la ocasión no lo merecía. Sin embargo, era un hermoso vestido negro con discretos bordados en la falda y a juego lucía una cinta de terciopelo del mismo tono ciñendo mi cuello, de la que pendía un precioso cuarzo blanco. Me recogí el cabello en un moño bajo y salí a recibir al invitado, que por seguro ya habría llegado. -Está usted espléndida, señorita Corinne –fue el primer alago de varios en aquella mañana de parte del Lord. -Gracias, Lord. Usted se luce bien por la mañana –mentí. Me costó soltar aquellas palabras, tanto que estuve a punto de marearme por mi repentina aunque obligada hipocresía, pero la sonrisa de mi prometido no se hizo esperar. Nos sentamos con padre en la mesita del café, mientras Abigail nos servía amablemente la bebida amarga, oscura y deliciosamente caliente, acompañada de unas pastas aderezadas con nueces dulces. Nuestro salón era amplio, las paredes perfectamente níveas y muebles sobrios color cerezo 47


se alzaban soberbios; un fastuoso retrato de mi madre regía la estancia. Siempre había admirado su belleza, tan pura, tan radiante, incluso en su lecho de muerte estaba hermosa. Sus mejillas siempre estaban sonrojadas y su piel era de un perfecto tono marfil, que contrastaba con el negro de su cabello y de sus ojos. Recordé, al contemplar aquella mirada pincelada, que solía mirarme del mismo modo a través del espejo cada vez que me acercaba por detrás. Me encantaba observarla en silencio mientras se cepillaba el cabello sentada plácidamente en su tocador. Y aquella imagen tan pura, sobria y resplandeciente… Deseé pedirle consejo ante aquella situación. Padre mandó tocar a Hannah An Die Ferne Geliebte de Beethoven, una pieza que solía tocar mi madre al piano cada noche antes de acostarnos. Yo misma se la enseñé cuando cumplió seis años, para que jamás olvidase que tenía una madre que además de hermosa era virtuosa y culta. -¿Qué opina de la ópera alemana, Lord Wiltshire? –pregunté tratando de romper el incómodo silencio. -La música no es una de mis pasiones, señorita Bendix –me contestó. Era lógica su respuesta, pues aquel miserable no podía tener sensibilidad alguna, ni siquiera aprecio por la belleza en una cosa tan maravillosa como la música-. Prefiero la caza… Cuando mi fusil Mauser escupe la maldita bala… ¡Oh! Eso sí que es música para mis oídos… Desagradable. No podía serlo más. -Cuando estén casados, debería llevar a mi hija a una de sus increíbles excursiones de caza, Lord. Creo que sería de su agrado… -tras la comprometida 48


observación, lancé una mirada de súplica a padre, quién me sonrió como si el comentario hubiese sido acertado. ¿Diecinueve años y no se había dignado aún en conocer mis gustos? Siempre detesté la caza. -¡Por supuesto! –Exclamó entusiasmado por la idea, mientras se limpiaba los restos de café de su espeso bigote-. ¿Querría acompañar a una manada de hombres en tan masculina aventura, señorita Corinne? Tardé unos segundos en contestar, debía tragar mi repulsión. -Nada podría hacerme más feliz, Lord Wiltshire – contesté con una forzada sonrisa. -Perfecto, pues de viajes de nupcias, ¿qué le parecería África? –dijo el Lord. ¿Me estaba ocurriendo eso a mí? Dios Santo, aquella situación era, además de comprometida, ciertamente bochornosa. África debía ser un lugar maravilloso. Abigail me había hablado numerosas veces de ese continente, pues su madre era una esclava africana. De hecho, era un lugar que me encantaría visitar, pero tanto la cacería como la compañía no eran de mi agrado. -Claro… -balbuceé-. ¡Por supuesto que estaría encantada! –mentí. Hannah cesó de tocar para lanzarme una mirada de confusión, provocando un molesto y disonante sonido al golpear las teclas con espanto. -Hannah, hija. ¿Por qué no tocas algo más animado? –dijo padre. Comenzó a sonar aquella hermosa pieza, juguetona y festiva: Primavera, de Las Cuatro Estaciones del compositor veneciano. 49


-¿Y para cuando tiene pensado desposar a mi hija, Lord Wiltshire? ¿Ha pensado ya en una fecha? – preguntó padre. -Yo había pensado en que podría ser el próximo octubre, ¿qué le parece? -¿No es algo precipitado? Lo digo porque aún no están los preparativos en marcha, ni siquiera la iglesia… -Déjeme eso a mí. Soy el Lord de Wiltshire, ¿recuerda? –dijo con aquella presunción y egolatría que lo caracterizaba. Mi padre esbozó una sonrisa de gozo y orgullo. No era consciente de cuán desgraciada estaba haciendo a su hija. Deseé que Hannah no corriese la misma suerte. Después del almuerzo, Hannah y yo nos retiramos, dejando a solas al Lord y a mi padre, pues debían concretar algunos asuntos para la ceremonia. De modo que le pedimos a Armand que nos llevase a ver a Annabeth, y en escasos minutos, nos encontrábamos allí en la puerta del que era su nuevo hogar. -Hannah, Corinne –dijo Roger al abrirnos la puerta-. Pasad, pasad –su tono de voz era diferente. Pude percibir su pesadumbre prontamente. -¿Qué ocurre? ¿Está Annabeth? –pregunté. -Pasad, por favor –nos guió hasta el salón educadamente-. Tomad asiento. El salón-comedor era amplio, no tanto como donde vivía con tío Patrick y tía Geraldine, pero sí bastante espacioso. La decoración era completamente clásica y tosca, con muebles de roble ennegrecido a 50


conciencia y numerosas figuras de porcelana aderezándolos. Había una mesa de té y otra perfectamente dispuesta para la cena, ambas rectangulares y con las patas torneadas, como le gustaba a Annabeth. Me llamó la atención una hermosa rinconera acristalada donde exhibían la platería que les regaló padre por su unión. Tomamos asiento donde nos indicó Roger. Era un gran sofá, con uno de esos modernos chaise longue, de un precioso color púrpura, a juego con la cortina y la vasta alfombra que cubría el suelo. -¿Qué está pasando, Roger? Te noto algo extraño… -le comenté. -¿Dónde está prima Annabeth? –preguntó impaciente mi hermana. -Veréis, vuestra prima se encuentra indispuesta desde hace unos días… -dijo cabizbajo y frotándose las manos, signo de nerviosismo. -¿Indispuesta? ¿Desde cuándo? –pregunté confusa. ¿Por qué no me lo había hecho saber? Cuando estaba prometida, nos prometimos que si nos ocurría algo, enviaríamos raudas y veloces al mensajero hasta poder vernos. Nuestra comunicación no podía malograrse tan pronto… -Se inició dos días después del enlace –dijo lanzándome la mirada más triste que había visto jamás. Estaba muy afligido, pues Roger era un joven enormemente sensible y amaba muchísimo a mi prima-. Comenzó como un ligero dolor de cabeza, seguido de un malestar corporal… Esta mañana he notado húmeda la cama, pues las sábanas estaban 51


empapadas por su exagerado sudor corporal. Estaba ardiendo la pobrecilla. -¿Fiebres? –pregunté contrariada-. Mi prima siempre ha tenido una salud de hierro. Es más, siempre he sido yo la delicada. -Esta mañana ha venido a visitarla el Doctor Rick. -¿Y el diagnóstico? -Tal vez un resfrío, pero el doctor no las tiene todas consigo… Hay algo extraño en su actitud, ¿sabes Corinne? -¿Podría verla? –pregunté. Necesitaba ver cómo estaba mi prima, y a ser posible, consolarla, pues siempre ha sido muy asustadiza. -Corinne, no sabemos si puede ser contagioso… El Doctor Rick no está seguro del virus que le afecta, pues es demasiado pronto para saberlo. Por los síntomas podrían ser muchas cosas. -Te agradezco la advertencia, tanto como tu preocupación por salvaguardar mi salud, pero estoy dispuesta a correr el riesgo. Por favor… -le supliqué. -Está bien –dijo tras meditarlo unos segundos-. Acompáñame. -Hannah, tú te quedas aquí, ¿de acuerdo? –le ordené a mi hermana. Ésta asintió con el ceño fruncido como si la idea no le entusiasmase demasiado. Era lógico que también quisiese verla, pues Annabeth era como otra hermana más para ella, pero mi hermana era una niña muy obediente y madura para su edad, de modo que se ahorró la pataleta y las súplicas. 52


Roger me guió por un pasillo angosto, cuyas paredes pintadas de un intenso color malva llamaron mi atención. Tras cruzarlo, llegamos al dormitorio principal donde descansaba. Cuando su esposo abrió la puerta, con sumo cuidado y haciéndome un gesto de guardar el silencio, entré. La habitación estaba únicamente iluminada por una pequeña abertura que se formaba a través de las tupidas cortinas, por donde entraba tímido el sol de la tarde. Oí cerrase la puerta tras de mí. Roger se había marchado, dejándome allí sola con Annabeth, mi pobre Annabeth. Me acerqué a ella cautelosamente, de puntillas para no hacer ruido, por lo cual tuve que recogerme el vestido, pues en aquella habitación del silencio se escuchaba ampliado incluso el roce de mis ropajes contra el suelo. No quería perturbar su descanso. -Corinne –susurró. Se aclaró la voz-. Corinne, ¿eres tú? -Annabeth, querida… -exclamé en voz baja agachándome junto a su lecho y agarrando su mano-. Sí, soy yo. ¿Qué tal te encuentras? -Me hallo extraña, prima. Tengo golpes súbitos de calentura, y otras veces, es el frío el que cala mis huesos… ¿Qué me está pasando? –preguntó aturdida. Con la poca luz que podía entrar por la ventana apenas lograba ver su lindo rostro. Lo que más podía distinguirse entre la penumbra del dormitorio, eran sus ojos vidriosos que me contemplaban extasiados y adormecidos. -Eso debe ser por las fiebres… -dije intentando parecer en calma-. No te preocupes, te pondrás bien. 53


-¿Dónde está Roger? El pobrecillo no ha dejado de vigilarme estos días y debe de estar harto de mí. ¡Y no es para menos! Qué luna de miel estoy dándole… se cubrió la cara con las manos. -Mi preciosísima e inocente Annabeth… -le sonreí-. No quiero que pienses en eso ahora, ¿de acuerdo? ¡Roger está bien! Está abajo con Hannah y te quiere muchísimo. Estoy segura de que él no repara lo más mínimo en estas boberías. Lo importante ahora es que te recuperes pronto y podáis iros a disfrutar de vuestro ansiado viaje a París. -¿De veras crees que no está enfadado? Me preguntó incorporándose levemente. -¡Para nada! Estoy convencida de ello… -le aseguré. ¿Era culpabilidad aquello que transmitían sus ojos? ¿Remordimiento, tal vez? Deseché de inmediato aquel extraño pensamiento, pues no tenía motivo alguno para sentirse culpable... Annabeth estaba extraña, sí, pero no mucho más de lo que está cualquiera con altas fiebres. Pensé que Roger era muy exagerado. Parecía no ser más que un simple constipado y de eso se recuperaría en un santiamén. Me despedí de mi prima y del bueno de Roger, al que le hice prometer que me mantendría informada del mínimo cambio que se produjese en su estado, y Armand nos llevó de vuelta a casa.

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6. Consternación

A

l llegar, Lord Wiltshire ya se había marchado. Mi padre tampoco estaba, de modo que Abigail se había pasado horas en la cocina para servirnos uno de sus mejores platos: un delicioso pastel de carne y verduras. -Corinne… Sigo teniendo esas pesadillas… -me comentó angustiada Hannah mientras cenábamos. -Espérense que me entere yo… ¿Secretitos en usted y yo, señorita Hannah? –preguntó ironizando Abigail, que estaba de espaldas a nosotras lavando la cacharrería. -¡No! Es sólo que me pareció ridículo contarle eso, Abigail… Pero yo no tengo secretos con usted… -me miró y me guiñó un ojo, haciéndome cómplice de la mentirijilla que acababa de decirle a nuestra criada. -¿Y si son absurdeces, no me las puede contar también? –le preguntó girando su cuello para lanzarle una mirada tierna y pícara a mi hermana. -Supongo… -me miró de nuevo-. Pero prométame que ni una palabra a padre, ¿de acuerdo? -Palabra –contestó aguantándose una carcajada y levantando su mano derecha, en señal de juramento. -Está bien… -accedió Hannah no muy segura de estar haciendo lo correcto-. Tengo sueños con Corinne, pero son sueños malos… Hay unos hombres que van de negro, no se les ve la cara casi… -¡Déjelo, Abigail! Me lo contó pero no tiene la menor importancia… -contesté yo anticipándome. 55


No me hacía gracia que Hannah hablase de aquello. Tan sólo serviría para incrementar aún más su miedo. -¿Qué hacen los hombres malos, criatura? – preguntó Abigail. Ya no estaba bromeando. Parecía realmente asustada. -Quieren mat… -tapé la boca de Hannah antes de que acabase la frase. Lo que menos necesitaba en esos momentos era tener a Abigail impregnando la casa con sus aceites y humos pestilentes. No ahora, tal y como estaban marchando las cosas. Mis sueños, la enfermedad repentina de Annabeth… Necesitaba tranquilidad, paz, armonía. -Basta, jovencita. Nos vamos a dormir- dije autoritaria. -Pero, Abigail quiere saberlo… -se quejó mi hermana. -No, Hannah. Es un sueño, ¿de acuerdo? Ya tenemos suficientes problemas como para cargar nuestras espaldas con más… ¿Crees acaso que somos como Value? –Value era el caballo de Hannah. A mi hermana siempre le había encantado montar y padre se lo regaló hacía unos meses. Era un caballo andaluz precioso, de carácter valeroso y fuerte a la vez que manso y noble. Hannah a menudo le hacía llevar a todo su ejército de muñecas de un lado a otro mientras lo paseaba. -De acuerdo… -dijo resignada-. Ya se lo contaré – le susurró a Abigail. -Pero querida, ¿qué va a pasar porque me cuente su sueño? -me preguntó confusa. 56


-Créame, es mejor así de momento… -le comenté, sin querer alargar más aquella conversación absurda. -Está bien, como prefieran… -musitó Abigail volviendo a sus quehaceres. Abigail era una buena mujer y una excelente cuidadora, pero padre ya se había molestado con ella en numerosas ocasiones por querernos enredar con sus creencias. No sé bien en qué creía, pero era algo relacionado con ritos y ofrendas a sus dioses ancestrales. Era un tema que verdaderamente ponía la piel de gallina, algo realmente horrible de imaginar. No era de extrañar que padre la mandara callar cuando hacía esos comentarios, pues era un férreo creyente del Señor y su Iglesia Anglicana. Yo sabía que ella jamás utilizaría sus conocimientos contra nosotros, pero había una parte de mí que pensaba que padre aún la mantenía allí por miedo a las posibles represalias. -¿Por qué no quieres que le cuente nada a Abigail, Corinne? –me preguntó al acostarla. -No es por ella, Hannah. No quiero que hables más de esos sueños, ¿de acuerdo? Lo único que conseguirás es creerte lo que ves en ellos. Tan sólo son sueños, no son verdad… -¿Y entonces por qué sigo teniéndolos? Yo no quiero ver esas cosas… -Debes olvidarlos, Hannah. No pienses jamás en ellos y se irán, te lo prometo. No me va a pasar nada… Quiero que estés tranquila, hermanita –le dije dándole un reconfortante y cariñoso apretón de mano. -Las pesadillas no son reales… -se dijo para sí misma negando con la cabeza. 57


-Por supuesto que no, Hannah. Ahora descansa, y no temas por nada –le dije antes de darle un beso en la frente. -No son reales, no son reales, no son… -mientras cerraba la puerta, aún escuchaba su cantinela. No soportaba verla tan asustada. Aquella noche al acostarme incluí en mis oraciones a mi pobre prima por la que pedí salud, tanto para ella como para su relación con Roger. Mientras lo hacía, mi mente no podía pensar en otra cosa que no fuese él. Siempre sobre aquellas horas me venía su rostro a la mente. ¿Por qué? ¿Por qué me atormentaba con esas imágenes de lascivia y descaro? Aquella vez le pedí al Señor no más tentaciones. Lo deseaba. Deseaba soñar con él y que me transportase a aquellas sensaciones tan sumamente placenteras y prohibidas, pero sabía que me estaba desviando de mi cometido y llegaría a un punto en el que no querría despertar jamás. Pero las cosas que más pides son las que menos te vienen, y a la contra. Eso mismo fue lo que ocurrió. Me quedé sumida en la deliciosa paz que traen consigo las noches de verano, con la suave brisa entrando sinuosa por la ventana. Apenas podían escucharse las pequeñas alimañas nocturnas que salían de sus escondrijos para alimentarse de las tiernas plantas y los pequeños insectos del jardín de los Bendix. El aire era un susurro en la noche, un apaciguado y silencioso susurro. Pero aquella habitación en calma, aquella tranquilidad, era tan sólo el perfecto escenario para lo que iba a ocurrir dentro de mi cabeza. 58


De nuevo, me sentí observada, violentamente observada, y es que yo era consciente de mi súbito e incomprensible estado de desnudez. -Corinne… -susurró mi nombre con esa inconfundible voz, entre jadeante y ronca, pero sensual, demasiado sensual para ser de este mundo. No podía moverme, no obstante mis ojos estaban abiertos. Extrañamente la habitación en la que me encontraba era la mía, a diferencia de los otros sueños que había tenido hasta entonces donde siempre me hallaba en un dormitorio ajeno, más lujoso y amplio. Intentaba levantar mis extremidades, moverlas ligeramente, pero todo mi esfuerzo era en vano. Lo único que pude conseguir era girar la cabeza de un lado al otro. Me hallaba inmovilizada por alguna causa inexplicable y desconocida. -Corinne… -aquella voz de nuevo. Su voz. Oh, cuán terrible y placentero castigo el hecho de oír su voz entre las sombras. No alcanzaba a ver su figura y aquella sensación de inseguridad y desorientación resultó ser realmente excitante. Cuánta intriga cabía solo en una palabra, cuánta pasión en un olor, en un susurro y en la suave brisa veraniega. Entonces, mientras mi expectación crecía, mis movimientos eran cada vez más relajados, lánguidos incluso. Cuando me quise dar cuenta, mis manos acariciaban mis senos mientras mis debilitadas piernas ya podían enlazarse a su antojo entre las sábanas. Delicioso suplicio, ansiado tormento. Mis manos se deslizaban por mi cuello, de nuevo en busca de aquellos dos simétricos centros de placer, y al hallarlos no pude evitar sentir aquella dulce 59


sensación, aquel tórrido deleite que me hizo voltear la cabeza y entrecerrar mis ojos. Pura delicia. Y al abrirlos, vi su rostro serio y complacido. No parpadeaba, y su mirada era cada vez más ruda, provocadora incluso, como si se sirviera de ella para excitarme aún más. Lo hizo. Indudablemente, lo hizo. Muy lejos de incomodarme, continué palpando y acariciando mi cuerpo bajo su escudriñadora mirada y su perversa sonrisa. Sumida en aquella libidinosa nube de embriaguez, disfrutaba siendo observada por aquel apuesto e impávido desconocido. Cuando mis manos prosiguieron su camino por mi vientre y seguidamente comencé a crear pequeños círculos con mis dedos muy cerca de mi feminidad, él me sujetó de las muñecas. Le miré aturdida. Se me aceleró la respiración, pues no sabía qué era lo que ocurría. No sabía cómo reaccionar, pues aquel hombre me hacía hacer cosas impensables, cosas que jamás haría una dama como yo, cosas que sobrepasaba la osadía. Sentí que me ruborizaba, y aún sujeta por las muñecas, giré la cara. ¿Qué había hecho? Había perdido por completo la razón y el pudor. ¿Podía pasar de ser una dama educada y decorosa a una vulgar meretriz, una concubina del infierno, con apenas una mirada? -Corinne, mírame… -sujetó con delicadeza mi barbilla e hizo que le mirara de nuevo. -Yo… no sé qué hago aquí… -tartamudeé. Me sentía tan violenta al estar desnuda ante sus ojos...

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Nunca había estado desnuda delante de nadie. Él era el primero en contemplar mi desnudez en su máximo esplendor. No dijo nada. Tan sólo un gutural gruñido procedente de lo más profundo de su garganta antes de situarse sobre mí y besarme con una pasión desmedida. Su mano soltó mis muñecas para acariciar mi cara, mientras su lengua danzaba dentro de mi boca. Ardía. Sus labios ardían sobre los míos y su lengua era puro divertimento, pura osadía. De nuevo, dejé que me embargara aquella sublime sensación de bienestar y expectación. ¿Pero expectación de qué? ¿Qué era lo que ansiaba? No lo sabía con certeza. Anhelaba más y más. Necesitaba que estuviera aún más cerca, más prieto contra mí, más… dentro. Sí, deseaba tenerlo dentro de mí. Continuaba besando mis labios, lamiendo mi cuello, cuando su lengua junto con sus manos descendiendo por mi piel, finalmente se detuvieron en la cima rosada de mis senos. Maravillosa sensación recorrió mi cuerpo, iniciándose en mi vientre y finalmente posándose allí donde más ansiaba que me tocara, como si de juguetonas mariposas se tratara. Su cabello, largo y sedoso, cosquilleaba mi torso y mis senos desnudos cuando decidió descender aún más. Mis muslos, fuertemente apretados por sus manos, comenzaron a temblar por una mescolanza de miedo y excitación. Me miró, como si quisiera pedir mi consentimiento, pero en lugar de ello, volvió a besarme, aquella vez con más furia. Muy lejos de desagradarme, mis brazos envolvieron su cuello y me sujeté a sus hombros, temerosa de que aquel cúmulo 61


de intensas sensaciones me hicieran desfallecer. Sus besos cesaron en seco, y con su habitual ceño fruncido, me miró. -¿Qué es lo que ocurre? –le pregunté tímidamente, intentando cubrirme mis encantos con mis manos. No dijo nada. Parecía decidido a continuar contemplándome en silencio. Desde mi situación, podía ver sus amplios hombros, su torneado torso. Qué imagen tan bella y atrayente. Las ondas de su cabello caían ocultando parcialmente su rostro. Era increíblemente hermoso. Miré sus ojos. Negros, totalmente negros. -Dígame su nombre, se lo ruego… -le supliqué. No contestó. De nuevo se limitó a mirarme. Estaba como embelesado, apenas parpadeaba. Sus ojos se posaron en los míos y mientras su brazo izquierdo aguantaba el peso de su cuerpo, comenzó a acariciarme con suma ternura la frente, justo en el nacimiento de mi cabello. ¿A qué se debía aquello? No podría explicar con palabras lo que sentí en ese momento, creo que las palabras adecuadas aún no se han inventado… Era algo mágico. Su contacto, su mirada y aquella sonrisa que comenzaba a percibirse en sus labios. Le devolví la sonrisa y acaricié su perfecto rostro con mi mano, con algo de temor al principio, debo reconocer. Fui yo la que besó sus labios aquella vez, más pausada, más dulce, a lo que él respondió de la misma forma. Pero la felicidad, incluso en aquellos momentos que no permitirías que acabasen nunca, es efímera, y a pesar de que lleves buscándola eras, tarda un solo 62


segundo en desvanecerse. Algo pasó por su mente, algo que no logré entender. Pero retiró bruscamente sus labios de los míos y soltó un temible gruñido. Lo último que recuerdo antes de despertar, fueron dos golpes secos y rápidos propinados por los puños encolerizados de aquel ser contra la almohada, a ambos lados de mi cabeza. Después, abrí los ojos. Aquella mañana me levanté con un intenso dolor de cabeza. Un escalofrío recorrió mi espalda, para después abarcar todo mi cuerpo, y fue entonces cuando recordé el sueño de aquella noche. Parecía tan nítido, tan real… Su piel, tan ardiente sobre mi cuerpo, la ferviente pasión con la que besaba mis labios, la pretensión de sus ojos anunciando su ávido apetito de mi carne… Anhelaba volverlo a sentir sobre mí, acariciando mi piel como lo había hecho durante la noche. ¿Pero acaso me estaba volviendo loca? ¿Era consciente de mis deseos? Seguramente aquellos delirios no eran más que fantasías y aquellas quimeras no eran más que mi ansia incontrolable de ser libre, de ser feliz y de sentirme fuera de las ataduras de la burguesía. Y sobre todo, aquellos sueños no serían más que el claro reflejo de mi empeño de librarme de mi compromiso con el Lord. Sueños, solamente eso. -¡Señorita Corinne! -exclamó Abigail desde la puerta. -Pase –le dije invitándola a entrar. Estaba aún vistiéndome para el desayuno, absorta en mis pensamientos. -Señorita Corinne, le traigo una muy buena noticia –sus ojos tenían un brillo especial, de emoción tal vez. 63


-¿De veras? Ya era hora que algo de dicha entrase en esta casa… -dije esbozando una sonrisa-. ¿De qué se trata? -Es Annabeth… ¡Está encinta! ¡Está esperando un hijo, querida! Ha llegado una carta escrita de puño y letra de Sir Roger. Mis ojos se abrieron como platos. ¿Era posible? ¡Mi queridísima prima estaba embarazada! Oh, cuánta alegría iba a llegar ahora a la familia Bendix… -¡Eso es increíble! ¡Maravilloso, Abigail! –corrí a abrazarla-. Así que tal vez los síntomas que ha estado sufriendo eran debidos a su delicado estado y no a ningún mal, ¿no es cierto? -Por supuesto, señorita… Los niños siempre son una bendición. Y lo verá en breve. Su prima comenzará a ganar peso y su estado de salud mejorará con el paso de los días. -Eso espero… -musité-. ¡Hannah! –Exclamé saliendo apresuradamente de mi dormitorio en busca de mi hermana-. ¡Annabeth está esperando una criatura! Desayunando, más tranquila y sin los revoloteos de mi hermana, que sin duda también estaba excitada por la excelente noticia, comencé a leer la carta. “Querida familia, Dado los síntomas febriles que acometen estos últimos días contra la salud de mi querida Annabeth, el doctor Rick ha venido a visitarnos esta mañana. Tras un exhaustivo examen, ha hallado el origen de su tan aquejado malestar. Me alegro de comunicarles que mi esposa no está enferma, aunque sus fiebres y dolores hiciesen pensar lo contrario. 64


Los achaques que está sufriendo no son más que los síntomas de una primeriza. Me enorgullezco de poder deciros que voy a ser padre, pues mi amada está encinta. Mi corazón está repleto de júbilo y amor por esta sorprendente noticia. Deseo deciros que soy muy feliz. Tan pronto como los síntomas de Annabeth mitiguen, iremos a haceros una visita. Recibid mi más sincero abrazo. Sir Roger F. Norris” Estaba tan contenta que no reparé siquiera en que aquel día mi padre había preparado una cena íntima en casa del Lord. Detestaba la idea de estar obligada a asistir, y aún más con la terrible jaqueca que me martilleaba la sesera desde que me había despertado. -Padre, por favor… ¿No podemos aplazarlo hasta mañana? -He dicho que no y es que no, Corinne. Ya he pactado con el Lord que llegarías a las seis y no hay más que hablar. Mañana a primera hora, si lo deseas, podrás ir con tus tíos a ver a Annabeth, hoy tienes un compromiso que cumplir. Tía Geraldine me rodeó los hombros con su brazo intentando reconfortarme. -Bueno, querida. Mañana a primerísima hora te esperamos en casa de tu prima, ¿de acuerdo? Le diremos a Armand que venga a buscarte –me comentó mi tía con un fuerte achuchón. Asentí forzando una sonrisa. Cuando se marcharon por la puerta, mi padre me lazó una mirada de anuencia. Permanecía erguido e inalterable, mirándome como si fuera una indisciplinada, una rebelde. 65


Mientras subía las escaleras, ya podía oler aquel suave aroma que provenía del aseo. Abigail me estaba preparando un apacible baño con pétalos de rosa, que decía que aportaba más belleza y jovialidad a la piel. -Déjeme sola, Abigail –le dije más bruscamente de lo que pretendía al entrar en el baño. Me miró sorprendida, sin comprender el motivo de mi ruda orden-. Por favor… -dije más serena. Afirmó con la cabeza y salió con algunas toallas sucias en los brazos. Me sentí realmente arrepentida y avergonzada por mi inusual comportamiento, pues mi adorada Abigail no debía pagar mi desdicha, ni mucho menos mi humor de perros de aquel día. También era cierto que necesitaba estar sola y me concedería ese placer durante una hora en el baño. Después, iría a disculparme por mi descortesía. Armand me dejó en la puerta de la gran casa de Lord a las seis en punto. Mi tía siempre me decía que una señorita tenía que hacerse de rogar, y nunca bajo ningún concepto, llegar antes que el pretendiente. Pero dado el caso que no consideraba a mi prometido un hombre, ni a estas alturas y después de mis últimos días repletos de pensamientos impúdicos, yo tampoco me consideraba una señorita, decidí entrar para que acabase cuanto antes aquella dichosa pesadilla a la que mi padre llamaba “compromiso”. Me situé frente a la puerta, bajando del vehículo de Armand, que se fue en cuanto pisé el umbral. Antes de llamar con aquella zafia y oxidada mano que pendía del portón, tomé aire, respiré hondo y me deshice de los malditos nervios que me habían estado acompañando durante todo el trayecto. 66


Aquel sobrio castillo se alzaba soberbio ante mí, escudriñando cada movimiento y tal vez también cada pensamiento que me abordaba involuntariamente, vigilando que nadie ultrajara el nombre de su amo. -Señorita Bendix, supongo –dijo el mayordomo cuando abrió la puerta tras mis dos tenues golpecitos. ¡Aquel picaporte pesaba una barbaridad! -Sí, Corinne Bendix, señor -asentí tímidamente mientras me frotaba las manos con nerviosismo. El anciano poseía un rostro cadavérico, con pómulos extremadamente marcados y barbilla pronunciada. Además, la recalcada curvatura descendiente de sus labios y su poblado y blanquecino ceño fruncido, no hacían más que otorgarle un aspecto poco amigable. -Pase –dijo tras carraspear. Sus diminutos ojos azules me observaban muy de cerca, hasta que el Lord hizo su aparición. -¡Señorita Corinne! ¡Está usted espléndida esta noche! –exclamó cogiéndome la mano para posar sus repugnantes labios sobre ella-. Todo un primor… -Gracias, Lord, aunque siempre he sido de la opinión que la belleza no es valor, pues viene dada por naturaleza. La dicción, la elocuencia y la moral, sin embargo, sí son valores a alabar. -Sabias palabras, para una mujer, milady… -¿A qué se refiere con “para una mujer” si puede saberse? –le pregunté frunciendo mi ceño y retirando de inmediato mi mano de la suya. -No se acalore, Corinne… Pero debe comprender que no es lo habitual que una dama sea más valorada por su inteligencia que por su apariencia –dijo 67


acercándose cada vez más-, y mucho menos si la apariencia es tan sumamente… irresistible… Retrocedí unos pasos, cubriéndome la carne que dejaba entrever mi apretado corsé con los brazos, antes de que los ojos de Lord Wiltshire me cayeran encima. -Y dígame, milord… -dije apartándome disimuladamente y mostrando un interés repentino por el horroroso retrato que pendía de la pared-. ¿Qué vamos a tomar esta noche? En el retrato, mi prometido posaba con una de aquellas espantosas pelucas pasadas de moda. Su rostro estaba falsamente rejuvenecido en aquella estampa de rigidez y opulencia. -Oh, mi amada Corinne… -susurraba acercándose-. ¿A qué se debe tanta renuencia a mi persona? Me giré y lo contemplé desde el asombro. Recordé que debía comportarme tal y cómo mi padre esperaba de mí. No podía consentir defraudarle una vez más. Tragué mi orgullo, enderecé mi espalda y cambié mi expresión de repugnancia a otra algo más afable. -Bien, no es simple renuencia lo que hace que me aparte de usted, milord. Siento de veras si mi comportamiento de estos últimos días le ha dado para pensar semejante barbaridad. Voy a casarme con usted, ¿no es cierto? No podía creer que aquellas palabras estuvieran saliendo de mi boca, cuando lo que realmente pensaba distaba mucho de aquello. 68


La expresión de Lord Wiltshire mostraba su credulidad al respecto y yo suspiré aliviada. -Por supuesto… Llevo ansiando ese momento desde que la conocí, señorita Corinne. Usted no se acordará, pues prácticamente era una chiquilla… Obvié aquella horrible declaración y me limité a sonreír forzadamente. La cena, dentro del esmero y delicadeza con la que estaban ornamentados los platos, me resultó realmente desagradable. Sin duda la labor del chef fue exquisita pero la compañía dejaba mucho que desear. -Dígame una cosa, ¿a qué es debido ese ferviente empeño por ayudar a mi padre en su nueva adquisición? -¿Se refiere a mi proposición de ayudar a Sir James con la compra de un nuevo taller? Bueno, su padre y yo nos conocemos desde hace años y siempre me interesaron las armas, cuanto más las utilizadas por la realeza inglesa, milady. Debe saber que tanto su padre como su tío Patrick han hecho un gran trabajo desde que heredaron la armería. -Soy consciente de ello –le dije algo tirante. -¿Cómo lo ha sabido? Su padre aún no ha aceptado mi desinteresada proposición… -Los escuché hablando del tema la semana pasada… La casa de los Bendix es una obra de arte, pero los muros del despacho de mi padre son tan delgados como el desinterés que dice tener por el negocio familiar. -¿A qué refiere, milady? ¿De qué se me acusa? – dijo frunciendo el ceño mientras se limpiaba el bigote con la servilleta. 69


-De absolutamente nada, milord. Lo que he querido decir es que estoy completamente segura que la profunda amistad que le une a mi padre no es el único motivo por el cual quiere ayudar monetariamente. Voy a ser su esposa, de modo que su noble corazón también pensó en asegurar mi futuro con un porcentaje de ese negocio, ¿no es así? –mentí. -Por supuesto que ese fue el otro motivo, señorita Corinne –asintió sonriente mostrando sus sucios dientes. Entre ellos albergaba más comida que en el plato. Yo sabía que nada bueno tramaba Lord Wiltshire con respecto a la armería y su repentino deseo de ayudar a mi padre. Ni siquiera necesitábamos un nuevo taller, pero los varones Bendix nunca se han caracterizado por ser cobardes ni mucho menos conformistas, y supuse que la perspicacia y persuasión del Lord bastó para que mi padre y mi tío pensaran que extender su imperio sería una buena forma de darse a conocer a otros países. Ya me imaginaba a mi padre diciendo “Pronto, toda Europa demandará nuestras armas, ¡incluida España! Las espadas toledanas no serán nada comparadas con las nuestras”. -Pero deje los negocios para los hombres, querida… ¿No cree que sería una magnífica idea que yo pudiera conocerla algo mejor antes de nuestro esperado enlace? –dijo retocándose el escaso cabello que cruzaba su más que obvia calvicie mientras caminaba hacia el gran espejo del salón. -¿A qué se refiere? –Le pregunté levantándome de la mesa. 70


-Vamos, Corinne… Como ya he dicho antes, usted ya no es ninguna cría… Supongo que sabrá qué es lo que hacen los consortes, ¿no es así? -Me temo que se me ha hecho tarde, milord –dije cabizbaja. Estaba furiosa por su tan repugnante demanda. -Vamos, vamos… -dijo acercándose con paso lento-. No es que quiera el premio entero… aún. Pero no se me conoce por mi eterna paciencia, milady. Me gustaría probar ligeramente la mercancía que tan pronto voy a adquirir -puso su brazo alrededor de mi cintura, y para mi asombro mis piernas se paralizaron. No me gustaba en absoluto el tinte que estaba adquiriendo aquella situación. Pese a que Lord Wiltshire no tendría la fuerza de un hombre fuerte y joven, en caso de forcejeo, su escasa fuerza podría conmigo en un santiamén. Estaba cada vez más nerviosa e inquieta. -Creo que debería irme… -dije intentando zafarme de los brazos del Lord. -Corinne… Mi hermosa Corinne –su brazo me agarraba el mío tan fuerte que supe que me quedaría la marca de sus dedos-. Ya sabe que a su padre no le gusta que se muestre tan… descortés conmigo, ¿verdad? Asentí con la cabeza. -Y no querrá que le cuente que durante toda la cena de hoy se ha comportado como una muchacha malcriada e insolente, ¿no es cierto? Negué con la cabeza mientras lo miraba con toda la repulsión que me inspiraba. 71


-Con todos mis respectos, eso no es cierto milord -le contesté apretando mis dientes. Mi ira no aguantaría mucho más tiempo contenida. -Claro que no, milady. Pero eso tan sólo lo sabemos usted y yo, ¿y a quién cree que creerá antes Sir James? –me preguntó esbozando una media sonrisa. -Es usted un… -murmuré alzando mi mano. Pretendía darle una bofetada por su desvergüenza pero él cogió mi muñeca a tiempo. Acto seguido, fui yo quién me llevé una buena bofetada en la mejilla izquierda. Del ímpetu con el que me golpeó, caí de bruces contra el suelo. Desde allí abajo lo miraba con miedo mientras comprobaba el calor que desprendía mi mejilla. -No vuelva a intentarlo, se lo advierto –dijo contenido. Suspiró y me tendió la mano-. Vamos, le ayudaré a levantarse. Acepte mi ayuda, no sea usted tozuda… -repitió al comprobar mi rehúso. Cuando me incorporé, tornó a cogerme de la cintura. Esta vez su boca estaba demasiado cerca de mi cara. -Quiero que sepa que de esto se enterará Sir James –le dije escupiendo mis palabras con odio y furia. -¿De veras, milady? –Espetó una sonora carcajada-. No me haga reír… Como bien le he dicho antes, su padre no la creerá. Me dijo que a la mínima que volviese a hacer, tomaría medidas drásticas con usted… ¿Desea que adelante el enlace, Corinne? Porque si le cuenta esto lo verá como una mera excusa, una treta para no casarse y estoy seguro que 72


adelantará el día. Usted lo sabe… Sabe que no tiene opción más que callar, por su condición de mujer, y muy pronto, por su condición de esposa de Lord Wiltshire… -sonrió pérfidamente-. Estoy deseando que me pertenezca… Sus ojos ardían en lascivia y sus labios se posaron de repente en mi cuello. Su nauseabunda lengua recorría mi piel. Yo permanecía estoica, con la mirada clavada en la puerta de salida, visualizando como se abría y podía por fin escapar de aquel infierno. Necesitaba huir de allí cuanto antes. Una lágrima recorría mi mejilla, pero el Lord estaba demasiado ocupado quitándome el perfume con su indigna lengua para darse cuenta de ello. Estaba segura que aquello no le haría la más mínima gracia a padre, y que si se enterase de ello él mismo lo decapitaría con una de sus espadas, pero la cuestión es que jamás me creería y por desgracia, con los únicos posibles testigos con los que contaba era el personal de servicio de Wiltshire. Mi respiración se aceleró, estaba realmente asustada. No sabía si aquello iba a durar más tiempo o si el Lord podía reclamar aún más. No estaba preparada para algo así… Comencé a sollozar. -No llore, milady. Esto es uno de los pocos placeres del matrimonio… Disfrute… -decía sin dejar de lamer mi cuello y manosear mi cuerpo. Lloraba. Lloraba de impotencia y rabia, de ira y desolación, de asco y pavor. Un fuerte vendaval izó las cortinas y abrió de par en par el gran ventanal del salón; la estancia se colmó de un aroma que me resultaba tremendamente familiar. Entonces, cerré los 73


ojos con fuerza durante un par de minutos, y cuando los abrí, contemplé bajo mi asombro, Lord Wiltshire descansaba a mis pies. Aparentemente estaba inconsciente. ¿Qué es lo que había pasado? El vendaval ya no era más que una suave brisa y aquella deliciosa fragancia parecía juguetear a mi alrededor.

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7. Deseos oscuros

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e nuevo, una profunda voz varonil susurró mi nombre. ¿Era él? ¿Podía ser posible que el misterioso hombre que me asaltaba en sueños estuviera allí? Pensé que me estaba volviendo loca. Pensé incluso que el Lord podía haber aderezado la cena con algún tipo de alucinógeno o veneno. -¿Hay alguien ahí? –tartamudeé sin moverme ni un centímetro. Entonces una suave caricia recorrió mis brazos. Notaba una grandes manos deslizarse por mis brazos hasta detenerse en las muñecas. Supe que era él. Nadie me daba tal sensación de seguridad con un solo roce, de modo que recliné lentamente mi cabeza hacia atrás para sentir el calor de su torso. No sé porqué lo hice, pero tan pronto como percibí su calidez tras de mí, le agarré las manos e hice que me abrazara. Necesitaba que alguien me abrazara, anhelaba sentir aquella placentera sensación de protección que tan sólo él me inspiraba, y ante mi contacto, reaccionó como deseaba. Me abrazó con fuerza y me hizo sentir segura, a salvo. Entre sus brazos me sentía en casa. Poco a poco y sin soltarme ni un momento fue bajando hasta acabar sentado en el suelo, con su espalda apoyada en la pared y la mía en su torso. Continuaba entre sus robustos brazos cuando me sobrevino toda la angustia que había estado conteniendo aquella fatídica noche en casa del Lord y 75


no pude evitarlo. Cubrí con las manos mi semblante y me eché a llorar. Rompí en llanto recordando el aborrecible comportamiento de i prometido, el mismo que descansaba ahora inconsciente sobre el marmóreo suelo. Necesitaba salir de aquella casa de inmediato, antes de que el servicio del Lord se percatara de lo ocurrido, de modo que intenté serenarme y aquel misterioso hombre, con toda la familiaridad que me infundía, me ayudó a levantarme. -Gracias –le dije secándome las lágrimas-. Gracias por su ayuda. Sin embargo, no sé qué le diré a mi padre… No creerá que el Lord intentó sobrepasarse conmigo, ni mucho menos que me agredió… -¿Le agredió? –preguntó él con sumo interés y frunciendo el ceño. -Bueno, me golpeó la cara… ¿No se ve marca alguna? –le pregunté señalándome la mejilla izquierda. El negó con algo similar a un gruñido. -Mejor… De todos modos, mi padre sería capaz de pensar que me lo he hecho yo. -Debe marcharse –dijo sin levantar la vista del suelo. Quedé embelesada durante unos instantes por aquellos mechones de cabello que cubrían su cara y sus toscas facciones. Tenía los labios apretados en una mueca de contención e cólera, al igual que sus puños. Todo su cuerpo estaba en tensión, mirando a un punto fijo del enloso. -¿No viene usted conmigo? –ante el silencio del atractivo extraño, me acerqué dispuesta a que me mirase con aquella insondable mirada. 76


Normalmente, la decencia y un arraigado sentido del pudor hubiesen impedido que actuara de tal forma, pero algo en mí apremiaba acariciar su rostro. -Ni se le ocurra –rugió cogiendo mi muñeca. -Lo… lo siento… Yo… -dije asustada-. Tiene razón, será mejor que me vaya –añadí intentando que me soltara. -Míreme –me ordenó. Su voz sonó oscura y penetrante. Ahora era él el que fijaba sus ojos en mi rostro y yo la cabizbaja-. ¡Míreme! –gruñó. Cuando dirigí mi tímida mirada a su taciturno rostro, su tosca expresión cambió sutilmente. Podría decirse que una parte de él se apaciguó, la cual cosa me resultó ciertamente reconfortante. Le besé. Oh, sí… Y debo aclarar que lejos de retirarse, agarró mi cara entre sus manos y me devolvió el beso tan apasionadamente como en mis sueños, aquellos que él mismo me inducía. Su lengua ardía dentro de mi boca y sus labios eran un puro deleite de sensaciones. De inmediato comencé a desear cosas impúdicas y libertinas, pensamientos que desde hacía unas semanas no cesaban de irrumpir en mi mente. Todos aquellos designios vinieron en aquel preciso momento dispuestos a acosarme y yo, pretensiosa, me hallaba dichosa entre los brazos del causante de aquella maldita enfermedad, aquella gloriosa enfermedad. Noté como mis senos se endurecían ante el contacto de sus manos. Acariciaba sutilmente aquellas dos zonas erógenas que sobresalían voluptuosamente sobre el vestido guiándome hacia la más pecaminosa de las lujurias. 77


Sus manos descendieron con fervor hasta mi cadera y me ceñí aún más a su cuerpo, dejándome rodear por completo por sus torneados músculos. -Espere… -me dijo él cogiéndome con delicadeza por los brazos-. Aguarde, Corinne… -Lo siento de veras, no sé... No sé qué es lo que me ocurre cuando usted está cerca. No podría describirlo con palabras. Simplemente, no soy yo misma. Sé que no lo entiende, pero… -me intenté disculpar, ruborizada. Mi repentina vergüenza no me permitía apartar los dedos de mis labios y creí percibir como de un pequeño corte brotaba un hilo de sangre. No entendí cuál fue el motivo que ocasionó aquel rasguño pero el sabor metálico y dulce de la sangre consiguió excitarme aún más. Relamí con lascivia aquel agridulce elixir que emergía de mi carne lanzándole un perspicuo mensaje. Me miró aún jadeante, y como si de una fuerza sobrehumanamente arrolladora se tratase, volvió a besarme. -¡Ramera! –se escuchó en la estancia. Se trataba de Lord Wiltshire que estaba frente a nosotros señalándome con el dedo, acusándome como a un vulgar ladrón. Conocía aquella mirada, la conocía muy bien, porque mi padre últimamente la ponía a menudo conmigo. Era una mirada de animosidad y desaprobación. -Maldita fulana… -escupió aquellas palabras con tanta fiereza que di un bote. El joven misterioso me miró como pidiendo la venia para algo muy concreto que cruzó por su mente, 78


y se dirigió con paso firme hacia el Lord, que muy lejos de amedrentarse, incluso avanzó. Me fijé en lo alto que era Lord Wiltshire, casi tanto como el apuesto caballero, pero a diferencia del Lord, el seductor joven poseía un cuerpo digno de haber sido tallado por el mismísimo Michelangelo. -¿Quién es usted? ¿Y cómo osa tocar a mi prometida? -Mi nombre es Aronne Bourousis y no le aconsejo que me rete… -¡No! –Le dije agarrándolo por el brazo-. Le ruego que nos vayamos, señor… Aronne… Un nombre que le venía como anillo al dedo. Rudo y salvaje, aunque refinado y virtuoso. Y ahora, el dueño de tan hermoso nombre parecía decido a matar con sus propias manos a Lord Wiltshire si no hubiera sido por mi pronta reacción de sujetarlo. Pese a la mirada que me lanzó, hizo caso a mi negativa y ambos salimos de aquel horrible lugar, dejando al repugnante anciano maldiciendo en la oscuridad de su vasto caserón. -¡Avisaré a su padre de inmediato, Corinne! ¡Él tomará las represalias oportunas! –mascullaba mientras nos alejábamos de allí. -¿Está segura que no quiere que…? -No, de veras. Agradezco su propuesta y la aceptaría y secundaría de buen grado, pero… -me apresuré a decir-. Es mejor así, créame. Ahora que caminaba a su lado podía fijarme bien en su tan asombroso físico. Sin duda, era un hombre realmente atractivo, y a juzgar por su acento y su apellido, no parecía ser del lugar. ¿Pero era posible que 79


aquel hombre con el que llevaba tiempo soñando, se hubiera materializado de aquella forma? No sabía por dónde comenzar, pero la curiosidad me estaba matando. -¿Bourousis? ¿De dónde es ese apellido? –me costó una barbaridad pronunciarlo y estaba segura que lo había dicho mal. -De Grecia –contestó. Parecía un hombre de pocas palabras. -¿Es usted griego, señor? –pregunté. -No, mi madre era griega. Yo provengo de otro lugar algo más… árido. -¿De qué lugar? Quiero decir, ¿dónde nació? -Mi lugar está muy lejos del suyo, señorita… -¿Y qué hace aquí en Inglaterra? ¿Ha venido por negocios o es un viaje de placer? -Creo que por ambas razones… -¿Ha venido acompañado o es de esos que les gusta disfrutar de la soledad en un viaje? ¿Tiene dónde hospedarse? -Ya es suficiente, ¿no cree? Ya basta de preguntas –gruñó deteniendo la marcha. -Lo siento… -murmuré enredándome un mechón de cabello en el dedo. No obstante, reaccioné de inmediato, pues estaba en mi pleno derecho de saber quién era aquel hombre y por qué diantres había irrumpido en mi vida. -No, no, no… Aguarde, señor Bourousis o cómo demonios se llame. Debo saber quién es o al menos qué hace entrando en mis sueños, ¡acosándome! -con los brazos en jarra, medité la última frase que había salió de mi boca-. Está bien, acabo de parecer una 80


desequilibrada… -musité mientras meditaba la última frase que había salido de mi boca. -¿Qué es lo que desea saber, Corinne? -Dígame tan sólo a qué es debida esta sensación cada vez que está usted cerca… Tengo derecho a saberlo, ¿no le parece? ¿Acaso no será usted uno de esos ilusionistas fraudulentos que hipnotizan a las muchachas para sacarles hasta los ojos? Aronne soltó una risotada mirando al cielo y volvió a dirigir la mirada hacia mí de una forma bastante provocativa. Al ver aquella enarcada ceja y su media sonrisa retrocedí un par de pasos. -Bueno, es obvio que ambos sentimos atracción. ¿Se refiere a eso, señorita Corinne? –Aronne avanzaba hacia mí y yo desandaba un poco más. -Usted ya sabe a lo que me refiero -tartamudeé-. Es algo más que simple atracción, créame. Los hombres sienten atracción por Annabeth, eso lo he visto yo, pero esto… Esto es completamente diferente. ¡Y usted lo sabe! Está intentando confundirme, señor Bourousis… -refunfuñé. -Cuando dice “diferente”, ¿quiere decir más... carnal? –me cogió por la cintura y me acercó a él. Noté su palpitante excitación clavándose en mi vientre. Situó su boca a escasa distancia de mis labios. Deliciosamente provocador-. ¿Se siente pecadora, milady? ¿Cómo viviendo en la inmoralidad? Su voz hacía vibrar todo mi cuerpo. Mi respiración se aceleró y casi no podía contener aquellos jadeos provocados por la excitación y la lujuria que estaban recorriendo mis venas, abrasando mi carne y turbando mi mente. 81


-¡Señorita Corinne! ¿Va a subir? –me giré. Era Armand, apoyado en su carruaje que me miraba con cara de pocos amigos. Miré a mi alrededor. Aronne había desaparecido. Apresuré mi paso hasta llegar a Armand. Intentaba disimular mi notable temblor, pues el acaloramiento permanecía dentro de mí y se aferraba como si poseyese afiladas garras. -¿Se encuentra bien? –me preguntó con aquel acento francés, tendiéndome la mano para ayudarme a subir al vehículo. Los caballos, claramente exaltados, no cesaban de mover sus patas como si de una danza macabra se tratara. -¿Qué le hace pensar que no lo estoy, Armand? – pregunté haciéndome la indignada. -Nada, supongo. Tan sólo lo preguntaba porque creo que no es del agrado de nadie pasar una velada con ese tal Lord Wiltshire. Con todos mis respetos, señorita Corinne, creo que su padre está cometiendo un grave error haciéndola desposar con ese bastardo. Increíble. Armand era un hombre reservado. En el tiempo que lo conocía había oído su voz escasas veces. Apenas hablaba y mucho menos para entrometerse en asuntos tan delicados como el de mi futuro enlace. De camino a casa, no volvió a abrir la boca más que para quejarse de los caballos, los cuales parecían inexplicablemente alterados. Relinchaban, trotaban y golpeaban con sus patas como si estuvieran terriblemente asustados. -Malditos caballos… ¿Qué diantres os ocurre, eh? –protestaba Armand. 82


-Armand, ¿puedo hacerle una pregunta? –le dije. El traqueteo del camino dificultaba mi habla. -¿Es personal? –preguntó. -No, no, descuide –musité mientras negaba con la cabeza. ¡Qué hombre tan peculiar!-. ¿Vio si había alguien más conmigo cuando me vino a recoger? Quiero decir, ¿estaba sola o había alguien más en el camino? -Señorita Corinne, ahí fuera en el jardín de Wiltshire tan sólo estábamos usted, yo y los caballos dijo seriamente-. Estos malditos caballos que nos están retrasando el viaje de vuelta una hora o más… -gruñó mirándolos-. ¿Qué les pasará? Deberé revisarles la dieta… Al fin llegamos a casa. Estaba agotada, pues había sido una noche larga y demasiado extraña para repasarla en aquel momento. Ya me enfrentaría a lo ocurrido a la mañana siguiente. Primero tenía que descansar.

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8. Malditos todos los hombres -¿Y bien? ¿Ya has conseguido nuestro propósito? ¿La has encintado? –le preguntó Piotr mientras caminaban por aquellos oscuros bosques que rodeaban el Aeternum Exilium, un tenebroso lugar donde iban a parar las almas de los traidores y de los vendidos. -Aún no, hermano… Preciso tiempo, ya lo sabes… -contestó Aronne dando ligeros toques con el pie a cada diminuta piedra que se cruzaba en su camino-. Hoy he estado a nada de consumar si el necio de su chófer no hubiera aparecido para llevarla a casa… -susurró una maldición. -Tu padre quiere ver resultados, Aronne, ya lo sabes. No le importarán tus excusas. ¿Te acuerdas por qué te destituyó de tu rango de General? -Comandante… -protestó Aronne rectificándole. Y sí, me acuerdo perfectamente… -Pues si deseas volver a comandar a tus legiones, si quieres que los gusanos de aquí abajo, los que dicen ser nuestros hermanos y tan sólo existen para lamerle el trasero a Mrart, callen de una maldita vez y dejen de mirarte por encima del hombro, debes zanjar esto cuanto antes. Lo sabes bien, Aronne. 85


Se quedó meditabundo, ausente y en silencio. Aún así prosiguieron con su caminata. -¿Qué es lo que ocurre, hermano? ¿Hay algo que no te atrevas a confesarme? –Le preguntó Piotr-. ¿No será que sientes algo por esa fulana con hedor a carne? -¡No digas sandeces! ¿Qué voy a sentir más que repugnancia por una humana? ¿Acaso es posible sentir algo más? Son débiles, incautas, maleables… Son la vergüenza de este universo. Créeme, antes sentiría más por el viejo Trogull que por la más bella de las mortales… -ambos carcajearon imaginándose al viejo Trogull vestido de doncella en apuros. Trogull era el hijo de un demonio de rango bajo llamado Arster y una mortal anciana. Nació dos semanas después de morir su longeva madre y de su vientre putrefacto tomó su primer alimento, devorando durante horas las entrañas maternas. Su aspecto era realmente desagradable a la vista y su voz era demasiado áspera para cualquier oído. Era una criatura de lo más ruin, mezquina y siniestra, un bastardo del infierno. -Odio este lugar… -susurró Piotr mirando el pantanoso Aeternum Exilium. -¿De veras? Tiene su encanto… -Nunca entenderé que desterraran aquí a Palmira… En estos momentos debe estar vagando sin rumbo entre esas rocas o sumergida en ese apestoso lago de allá… -Sí… -suspiró-. Lo de Palmira fue un duro golpe para todos. -Pero era mi hermana, Aronne… Y lo hizo para protegerme ante la furia de Mrart… Yo debería estar 86


allí, no ella. Fui yo quién abandoné aquella misión… Además, en mi lugar pusieron a Zabulón, que se las ingenió bien para que sentenciaran a aquel párroco en su lugar. Por cierto, creo que nuestro compañero anda ahora por tierras españolas... -Sí, eso he oído… -chasqueó la lengua y prosiguió-. Mi padre no tolera la debilidad, ¿sabes Piotr? Palmira lo fue al desear cambiar su vida por la tuya… -Pero es tan injusto… -musitó Piotr mirando la zona prohibida, el grisáceo, pestilente y eterno exilio. -Esto es el inframundo, hermano… Aquí todo es injusto… o justo, depende del prisma desde el que lo contemples –se hizo un instante de silencio. Aronne le pasó el brazo por el hombro en señal de consuelo-. Vamos camarada, debo regresar a por la jovencita Bendix y tú… ¿en qué estás trabajando ahora? Siempre te veo sin hacer nada… -ambos rieron por el comentario de Aronne y reanudaron su marcha.

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9. Ayúdame a desaparecer

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quella noche concilié el sueño rápidamente, estaba tremendamente agotada. Primero la horrible cena con el Lord, después la llegada repentina de aquel joven cuyo nombre me era realmente difícil de pronunciar y la amenaza de mi prometido como guinda del pastel. Esperaba que se quedara en eso, en una simple amenaza, pero sabía que Lord Wiltshire era un hombre que no se daba fácilmente por vencido. Temía las posibles represalias de padre. No quería llegar a imaginar su desilusión si supiera que su decorosa y comprometida primogénita andaba por ahí con un extranjero de buen ver. Al alba, no hizo falta que las buenas de Dorothy o Abigail me despertaran. Yo misma me levanté antes que de costumbre. Tenía un extraño presentimiento, una sensación de que algo horrible estaba a punto de suceder. De repente, oí como alguien llamaba a la puerta. Recé por qué no fuera Lord Wiltshire, pero unos gritos de júbilo, entre ellos la voz de Hannah, calmaron mis sospechas. Bajé de inmediato, ataviada tan sólo con el camisón y la suave bata de seda, herencia de mi madre, y fui derecha a la entrada. ¡Era Annabeth y Sir Roger! Dios santísimo... Había 89


olvidado por completo el embarazo de mi prima; había estado demasiado inmiscuida en mis problemas sobre cómo sobrellevar mi incipiente compromiso matrimonial. -¡Prima! -exclamó Annabeth lanzándose a mis brazos-. ¡Estás hermosísima! -Oh, Annabeth -dije estrechándola contra mí-, eres tú quien estás espléndida. Es cierto eso de que las mujeres en cinta se tornan más bellas... Cuéntame, ¿cómo lo estás llevando? ¿Cómo te encuentras? -Lo cierto es que me encuentro mejor que nunca. ¡Es magnífico! -contestó con una amplia sonrisa. Hannah tocaba su vientre aún liso y posó su cabeza en él cómo tratando de escuchar a la criatura que se estaba formando. -No escucho nada... -decía. -Aún no, cielo -contestó Annabeth-. Ahora mismo es como... -Es menor que una judía -acerté a contestar provocando risas en Hannah y en mi prima. Roger nos miraba a las tres poniendo de vez en cuando los ojos en blanco por nuestras continuas bromas y carcajadas. De pronto apareció mi padre. Tenía el semblante serio y meditabundo. -Annabeth, has venido... -dijo forzando una sonrisa y dándole un cálido abrazo-. ¿Qué tal se encuentra mi sobrina favorita? -¡Tío James! ¡Oh, no quepo en mí de gozo! -¿Y el futuro padre? ¿Qué me dice, Sir Roger? preguntó estrechándole la mano. -La verdad, señor, no podría ser más feliz. Ahora que lady Annabeth está totalmente recuperada, estoy 90


más centrado en el embarazo y en todos los preparativos para la llegada de nuestro hijo, además de en mis negocios, que debo decir que están en pleno auge. -Bien, ya le dije que los suecos son grandes compradores y unos excelentes socios. -Sí, gracias a sus consejos, estoy dando un gran cambio al negocio que heredé de mi padre. -Su padre era un gran hombre y una gran mente para las finanzas, debo admitir... -Gracias, Sir James -suspiró-. Bueno, las chicas querrán estar solas y hablar de ciertos temas que por nuestra condición de hombres no nos incumben, ¿no cree? -Por supuesto, Roger... Nosotros podemos ir a nuestro despacho. Tengo una botella de Bourbon que aún no ha sido estrenada y si mal no recuerdo, tal y cómo han ido las cosas en nuestra familia, su pronta paternidad aún no ha sido bien celebrada, ¿cierto? Sir Roger y mi padre se retiraron, dejándonos a Annabeth y a mí solas en el salón, donde estuvimos tomando té y manteniendo una extensa y amena conversación acerca de su nueva vida matrimonial, sus aventuras dentro del lecho conyugal y sus nuevas funciones como ama de casa. Por un momento olvidé por completo el bochorno en la casa de Wiltshire, que llevaba martilleando mi sesera desde la noche anterior. -¿Sabes lo único que me preocupa de mi nuevo estado, Corinne? -me preguntó Annabeth-. Que mi cuerpo ya no volverá a ser jamás el mismo y los hombres ya no se voltearán para mirarme... -dijo cabizbaja. 91


No pude contener una carcajada, a lo que mi prima se quedó mirándome y frunciendo su dorado entrecejo. -¡No te rías! Hablo totalmente en serio. Mis caderas se ensancharán, mi busto... ya sabes, ¡decaerá! -Eres una tontuela, Annabeth... Veo que tu nueva vida como mujer casada no te ha cambiado en absoluto -tenía que hacer enormes esfuerzos por contener mi risa. Ella parecía bastante afectada por el tema en cuestión-. Esas cosas no son más que nimiedades, querida. Además, posees un físico heredado de tu madre. Ella es una absoluta belleza... -¿Tú crees? -¡Por supuesto! -reí sacándole una sonrisa-. Mi vanidosa y presumida Annabeth... -¿Cómo? No es posible… -exclamó padre totalmente fuera de sí. Mi estómago se encogió hasta quedarse del tamaño de una nuez. Annabeth me miró y ambas nos dirigimos a ver qué ocurría. En el recibidor se encontraba Lord Wiltshire y padre. A un lado, estaba cabizbajo Sir Roger, como no queriendo ser partícipe de la conversación que estaban manteniendo por miedo a pagar las consecuencias del enfado que ambos mostraban. -¿Qué está ocurriendo? -dijo mi prima-. ¿A qué se debe tanto alboroto? Padre nos dirigió una mirada a ambas, pero sus furiosos ojos se detuvieron en mí. Mi estómago ya estaba del tamaño de una aceituna y tragué saliva al imaginar lo que me esperaba. 92


-Cielo, será mejor que nos vayamos -dijo Roger con un hilo de voz dirigiéndose a Annabeth. -Pero, he estado días sin ver a mi prima y... -Vendremos en otro momento, te lo prometo. Pero ahora debemos irnos. Annabeth me miró apesadumbrada. Tras abrazarme, se cogió del brazo de su esposo y ambos abandonaron la casa de los Bendix. Me quedé a solas con el pervertido del Lord y con la ira que despedían los ojos de mi padre. -Corinne… Tenemos que hablar –dijo intentando mantenerse sereno y sin alzar la voz. -¡Sí, eso! -exclamaba el Lord-. Te dije que iba a tomar medidas por lo de ayer, milady –me dijo sonriendo. -¡Embustero! –grité. Las lágrimas estaban a punto de rebosar de mis ojos. Lágrimas de impotencia-. ¿Acaso le ha contado lo que hizo usted? -¡Basta, Corinne! –Exclamó padre-. Espérame en el salón. -Sí, yo creo que deberíamos hablar sobre lo de adelantar la boda… Sería la mejor solución para hacerla entrar en vereda –decía el Lord dirigiéndose al salón. -Padre… -sollocé. -¡No va a haber boda! –mi corazón se detuvo-. Al menos, por el momento… -Pero, Sir James… -se quejó, sorprendido por la decisión de padre. -No, milord. Hablaremos de la boda más adelante, cuando mi hija sea una dama respetable y honrosa, la cual cosa comienzo a dudar de que ocurra algún día… 93


-padre agachó la cabeza y yo me dirigí al salón entre lágrimas. Me senté en el sofá y aguardé en silencio su llegada. Mientras despedía al Lord y le pedía disculpas por el cambio de planes con respecto a la boda, escuchaba a Dorothy y Abigail susurrar por lo bajo en la cocina. Me apostaba el cuello a que las muy fisgonas estaban allí y tenían sus chismosas orejas pegadas a un vaso de cristal tras la puerta. -Está bien. Después de este invierno, pues, volveremos a hablar del enlace. Pero debe de saber que me voy sin estar de acuerdo con esta decisión, sir –concluyó Lord Wiltshire frunciendo el entrecejo. Los pasos de padre se apresuraban hacía el salón, acompasados y decididos. Menos mal que mi llanto había cesado, aunque mis piernas seguían temblando incontroladas. -Padre, sé que nunca has tomado en cuenta mis motivos por los cuales no deseo casarme con Lord Wiltshire, pero… -intenté protestar antes de que tomara asiento frente a mí en su sobrio butacón. -Silencio, Corinne –levantó su mano haciéndome una señal de silencio-. Ya es suficiente, hija… No quiero oír más quejas, más súplicas, más testimonios infundados, ¿de acuerdo? -Pero, padre… Le juro que ayer en casa del Lord… -intenté que me escuchara. Extendí mi brazo para coger su mano ya que no se dignaba a mirarme a los ojos, sin embargo, la apartó. No quiso siquiera que lo tocara, como si padeciera sarna. 94


-Ayer en casa del Lord tuviste la desfachatez de traerte a un hombre, a un extranjero. Un hombre que tras golpear a Lord Wiltshire se atrevió a… -apretó su puño por la incapacidad de decir aquellas palabras que tan atragantadas tenía-. Ese hombre te besó, Corinne, y por palabras del Lord, tú sabías muy bien quién era. Dime, ¿cómo lo conociste? ¿Dónde, hija? ¡Por el amor de Dios, Corinne! ¿Desde cuándo conoces a ese… bastardo? No sabía qué responder, pues ni yo misma estaba segura de nada. Mi única certeza era que Aronne Bourousis existía realmente y que por alguna extraña razón había soñado con él en numerosas ocasiones. -Yo no… -negué con la cabeza y miré a padre a los ojos. Me era imposible mentirle y decirle que aquello no ocurrió, pero me moría de ganas de decirle toda la verdad que Lord Wiltshire se encargó de obviar. Estaba casi segura que Aronne no habría venido en aquel momento si no hubiese sido por el incesante manoseo del Lord en contra de mi voluntad. -Padre, ¿se ha preguntando qué deshonestos y pérfidos motivos han llevado al Lord a desear mi mano? ¿O se ha llegado a cuestionar qué es lo que espera ganar a cambio de ayudarle a ampliar el negocio familiar? -Esto ya ha llegado demasiado lejos, hija. Me temo que no me queda otra que aplazar tu enlace con el Lord hasta que entres en razón, hasta que te comportes como una dama. Mañana partirás con Armand dirección al puerto de Swansea. Dentro de 95


tres días sale un barco dirección al condado de Cork, donde se encuentra el Magdalene Asylum. -¿El Magdalene Asylum? Pero, padre… -protesté. -No hay más que hablar, Corinne. Allí, las hermanas dan una eminente educación a las muchachas que, como tú, no tienen claro lo que significa ser una dama, así como sus valores, prioridades ni deberes. La abrieron hace pocos años, y no te preocupes porque harás amigas rápidamente. Suspiré y negué con la cabeza incapaz de mirarle a la cara. -¿Y cuánto tiempo se supone que estaré allí encerrada? –pregunté con fingida condescendencia. -Tu estancia no se alargará hasta más allá de que finalice el invierno, te lo prometo. -No me lo puedo creer… -Pues créetelo. Mañana a primerísima hora, Armand te estará esperando en la puerta. Mandaré a Dorothy a hacer tu equipaje, y a Abigail que te prepare comida suficiente para Armand y para ti hasta que lleguéis a Swansea. En el barco estarás tú sola, pero me he cerciorado de que no te falte de nada. Hija –me cogió la mano pero yo se la retiré con desgana-, lo último que deseo es que me odies, pero no me has dejado más alternativa que ésta… -¿Irlanda? ¿Mandarme a Cork es la única alternativa que tiene? ¿O es la única que quiere ver, padre? –exclamé furiosa. -Irás a Cork y no voy a decir ni una sola palabra más sobre el tema –dijo poniéndose en pie con una expresión de ira contenida en su rostro. 96


-Muy bien, padre. Usted gana. Seré internada en el Magdalene Asylum y hará mi vida un poco más desgraciada –dije levantándome del sofá y dirigiéndome a las escalinatas que subían a las habitaciones-. Padre, tan sólo una cosa. ¿Le merece la pena un estatus social más elevado y más capital en su alforja, si ello va a traer la desdicha absoluta a una de sus hijas? No esperé contestación y subí por las escaleras, con paso sereno y tranquilo. Nunca hasta aquel momento había experimentado nada similar a aquello. Si no me equivoco, al cerrar la puerta tras de mí, sentí por primera vez el odio corroyendo mi alma cual termita a la madera. Tuve que reprimir un desesperanzado grito de auxilio, y en lugar de gritar, mis lágrimas fueron nuevamente vertidas por el bastardo de Lord Wiltshire. Me exilié durante todo el día en mi habitación y no dormí absolutamente nada aquella noche, tan sólo le daba vueltas y más vueltas a mi viaje a Irlanda. Siempre había querido visitar aquel lugar, pero me lo imaginaba más como un viaje nupcial o de recreo. Me equivoqué, como era costumbre. Aquél era un lugar demasiado hermoso, por lo que había oído, como para que mi mente guardase malos recuerdos de mi estancia allí. Y de por seguro que lo haría, pues mientras estuviese en Cork, dentro de aquel convento de reclusión y puritanismo, echaría de menos a Hannah, anhelaría hablar con Annabeth y desearía volver a abrazar a Aronne… Oh, Aronne… Allí no me encontraría, de ahí que mi padre me enviase tan lejos. 97


Ya me estaba acabando de vestir cuando oí la llegada de Armand y sus revoltosos caballos españoles. Me asomé por la ventana y lo divisé apoyado como siempre en el vehículo. Casualidad fue que miró hacia arriba y se sacó el sombrero a modo de saludo, a lo que yo se lo devolví con una forzada sonrisa. Veía a Abigail y Dorothy haciendo incesantes viajes con mi equipaje desde la casa hacia Armand, quién procuraba colocar todas las maletas dentro del carro. La mayoría de maletas estaban cargadas de comida para el viaje. Para mi estancia en el Asylum no me llevaba demasiada ropa, tan sólo un par de camisones, un vestido de repuesto, mudas interiores limpias y mis objetos de aseo diario. -Señorita Corinne –dijo Dorothy desde el umbral de la puerta de mi dormitorio-, el carro ya está listo para partir. -Sí… -musité cerrando la ventana. Pensé en cuánto tiempo iba a transcurrir hasta volver a asomarme por la misma ventana y divisar mi jardín desde el mismo lugar. Cuando mis pies se posaron en el camino de tierra que iba desde la puerta de la casa de los Bendix hasta la verja que la cercaba, mi corazón dio un vuelco. Hannah corrió a abrazarme. La alcé en el aire y la estreché con fuerza. Sus empapadas mejillas humedecieron las mías. -No te vayas, Corinne… ¡Por favor, te lo ruego! – Suplicó cogiéndome el rostro entre sus manos-. No te puedes ir… -Eh, hermanita… -le sonreí dejándola nuevamente en el suelo-. ¡Tan sólo me voy unos 98


meses, no para siempre! –intenté sonar positiva mientras secaba sus lágrimas con mis pulgares. Una parte de mí también hubiera deseado llorar y patalear como Hannah, pero no quería que mi padre me viera así. Ya iba siendo hora de ser algo más orgullosa y no demostrar tan fácilmente los sentimientos. -Te escribiré cada semana, te lo prometo. Y sé buena, ¿de acuerdo? Ayuda mucho a Abigail –ella asintió aunque no muy conforme debo decir. Corrí a dar un efusivo abrazo a Dorothy y Abigail, las cuales también vertieron alguna lágrima. Me iba a ser sumamente difícil no sucumbir a la congoja, pero debía hacerlo, al menos, hasta desaparecer de la vista de padre. -Os echaré de menos… -les dije sin soltarlas. -Cuídese mucho, ¿sí? –dijo Abigail sorbiendo por la nariz y limpiándose las lágrimas que recorrían sus mejillas con el puño de su camisa. -La incluiré más que nunca en mis oraciones –me prometió la joven Dorothy, a lo que le devolví la misma promesa. Ahí estaba Sir James Bendix, el inflexible. En aquel momento lo odiaba casi tanto como odiaba a Lord Wiltshire. -Adiós, padre –fueron mis escuetas palabras cuando subí al vehículo ayudada por Armand. ¿Acaso era tristeza lo que contemplaba en aquellos ojos azules? Tal vez mi niña interior quería creer que eso era cierto, que padre me quería y que añoraría mi presencia; que la decisión que había tomado le parecía desmedida y precipitada y que se 99


arrepentiría en cuanto el carruaje arrancara; que correría tras él, lo detendría y me rogaría por mi vuelta a casa. Nada de eso ocurrió. Armand lanzó una sonora exclamación a la vez que los caballos emprendieron la marcha, y por el cristal pude ver como padre cogió a Hannah en volandas y entró en casa. -Debería dormir un poco… Nos aguarda un viaje largo –me dijo Armand mientras arreaba los caballos. -No podría conciliar el sueño aunque quisiera… No he descansado en toda la noche. Cada vez que intento cerrar los ojos… -¿Me permite que le dé un consejo? –me preguntó volviéndose para mirarme. ¿Un consejo? ¿Armand? ¿Armand el francés que jamás sonríe y que no es amable más que con sus caballos y tan sólo a veces? -Por supuesto –respondí-. En cierto modo usted es como un tío para mí… -Le diré lo que a mí me deberían haber dicho cuando era tan sólo un enclenque jovenzuelo… Debe fingir fortaleza cuando esté débil y debilidad cuando esté fuerte. A dónde se dirige no es un lugar de agradable estancia que digamos. Créame, sé de lo que hablo. -¿Irlanda? Lo cierto es que siempre he deseado visitar Irlanda, pero no en estas circunstancias… -No me refería a Irlanda –negó con la cabeza-. Verá, cuando su tía Geraldine y yo éramos pequeños nos quedamos huérfanos de madre, nuestro padre, Monsieur Henri, decidió que nuestra educación sería mejor recibida de la mano de profesionales y no era partidario de contratar personal más que el necesario, 100


de modo que nos envió a ambos a una escuela muy parecida a la que se dirige, solo que a la que fuimos nosotros estaba compuesta por dos alas: el ala este para las chiquillas y el ala oeste para los muchachos – suspiró e hizo una pausa-. Fueron los siete años más horribles de mi vida. Monsieur Henri vino a buscarme cuando cumplí catorce años, sin embargo dejo un par de veranos más a la pobre Geraldine, a pesar de que ella era mayor que yo… A su tía aún le abruman pavorosas pesadillas de su estancia en aquella escuela. -¡Cielos! –Exclamé cubriéndome la boca con las manos-. Tía Geraldine jamás me comentó nada… -Ni puede enterarse jamás que yo se lo he dicho, ¿de acuerdo? –volvió a girarse para mirarme. -Lo prometo, tío Armand. De mi boca no saldrá ni una sola palabra –le dije asintiendo. Pude ver como esbozaba una media sonrisa, seguramente por lo de “tío Armand”, pues nunca le había citado con tanta cercanía. Pero es que en ese momento, aquel gruñón era mi único apoyo, y lo cierto es que no se le daba nada mal... Quedaban dos horas según mi tío para llegar a Swansea. Habían sido tres días realmente duros. El frío comenzaba a hacerse notar cada vez más, demasiado a decir verdad dado que estábamos comenzando septiembre… Había descansado poco y mi apetito se había esfumado, de modo que las bolsas de comida hubieran llegado de nuevo a Castle Combe prácticamente intactas si no hubiese sido porque mi acompañante se encargó de ellas. -Corinne… -De nuevo aquella voz. Sonaba tan lejana…-. Corinne… 101


-¿Aronne? ¿Es usted? –logré tartamudear aún entre sueños. Notaba mis manos heladas. -Corinne, despierte. En aquel momento abrí los ojos realmente confusa. Quién me llamaba era Armand. -Armand, lo siento. Estoy realmente exhausta… -Tranquila, no pasa nada. Acabamos de llegar al puerto de Swansea. ¿Ve aquella embarcación? Es la suya. Divisé frente a mí una pequeña embarcación a vapor. Era una preciosidad de buque, que según tío Armand, mi padre había alquilado. Padre se había asegurado que el capitán me dejase en Cork dónde se encontraba mi nuevo hogar. -¿Se quedará conmigo hasta que el barco zarpe? – le pregunté a Armand en cuanto pisé la calle. -Por supuesto, señorita –me sonrió. Aquello me calmó, aunque sabía que me esperaban unas horas a solas con un capitán hostil y quejoso en medio del mar de Irlanda y rodeados por una espesa niebla.

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10. El mal prevalece -¡Niña! ¡Arríe las velas! –gritaba el capitán. Yo permanecía adormilada con manos y pies congelados apoyada en una de mis maletas de viaje. Mi estómago estaba realmente revuelto después de casi un día de traqueteo y mar-. ¿Acaso no me oye? ¡Maldición! Deberé hacerlo yo mismo. Simulaba que no escuchaba sus repetidas quejas pero de hecho las había comenzado a obviar… El capitán Andrews era demasiado quisquilloso y mandón, y mi mente necesitaba un descanso; al fin y al cabo, estaba siendo sometida a muchos cambios que debía comenzar a asimilar, algunos de los cuales me parecían realmente inaceptables. Sin embargo, mi madre me enseñó que todo, absolutamente todo, pasa por algún motivo, y que nada es mera casualidad. Solía decirme que incluso de los peores momentos de nuestra vida debíamos aprender, y aunque me pareciera difícil y absurdo poder aprender algo del nuevo cambio que me aguardaba, debía intentarlo por ella. Si padre no podía sentirse orgulloso de mí, deseaba que mi madre sí. Desembarcamos en el puerto de Cork antes de lo esperado; el viento nos fue favorable y tan sólo comenzó a llover cuando nos faltaban escasos minutos para llegar. Cuando bajamos del barco, el capitán dejó todas las maletas a mis pies y sin querer retrasarse en la vuelta, se fue, dejándome allí sola y a merced de las inclemencias del tiempo. 103


-El carro del Magdalene no tardará mucho en venir a recogerla, niña –se detuvo para mirar al grisáceo cielo-. ¡Menuda lluvia! Me marcho antes de que empeore… -dijo corriendo de vuelta a su embarcación. En efecto y por suerte, ya que mi cabello y mis ropas estaban comenzando a empaparse, el carruaje que me llevaría a mi nuevo hogar no se demoró demasiado. Estaba exhausta y debí quedarme dormida, porque lo único que recuerdo del trayecto desde el puerto hasta el Asylum es un vago susurro: “Corinne…”, decía. Era él, lo sabía, pero no podía llegar a discernir si aquello tan sólo había sido un sueño o si por el contrario era Aronne que había hallado la forma de encontrarme. Esperaba ansiosa su visita, aunque sabía que no iba a ser posible ya que estaría recluida unos cuantos meses en aquella escuela de severidad y puritanismo. El único hecho de pensar en que iban a ser eternas las semanas sin verle, sin notarle, sin oírle, hacía que la añoranza, como nunca antes, amenazara mi débil y vulnerable corazón. -¡Señorita! ¡Señorita Bendix! –una voz femenina, algo tosca, interrumpió mi cabezada-. ¡Señorita Bendix, despierte! Me sobresalté y abrí los ojos como platos. Aquella mujer, que me miraba con el ceño fruncido sobre aquella aguileña nariz, iba a ser mi nueva tutora. El hábito religioso que lucía junto con aquella mirada grisácea me erizaba el vello. -¿Va a estar mucho más tiempo contemplándome boquiabierta o piensa bajar algún día? –me dijo entrecerrando los ojos. Las gotas de lluvia humedecían 104


sus pestañas-. ¡Por el amor del cielo, chiquilla, me estoy empapando! –me gritó. -Sí, señora –respondí bajando del carruaje. La lluvia era intensa y los truenos y relámpagos no se hicieron de rogar. Miré al frente y pude contemplar el majestuoso Magdalene Asylum. Sin duda era una escuela hermosa a la par de inquietante. Mis pies no respondían debido al helor que me embargaba y parecían hundirse cada vez más en el fangoso terreno, pero eso no impidió que aquella mujer de escalofriante mirada me hiciese andar como si fuera una simple marioneta. Sujetó con brío mi brazo, y mientras ordenaba a voces al pobre conductor que cargase con mi equipaje hasta la casa, apresuró su marcha y por ende la mía, a fin de que sus ropajes no se mojaran. -¡Vamos, vamos! –decía sin dejar de estirar de mí. Estaba tan sumamente exhausta y las frías gotas de lluvia habían calado de tal forma mis huesos, que apenas sentía cómo aquella mujer estaba estrangulando mi brazo. Cuando llegamos a la puerta sacó un manojo de llaves del gran bolsillo de su delantal, el cual llevaba sobre su recatado hábito. -¡Entra, entra! –prácticamente hizo que entrara a empujones y se apresuró a cerrar la puerta. Tardé unos segundos en recordar cómo había llegado hasta allí y la razón por la cual padre había decidido que sería lo mejor para mí. Estaba aturdida y desubicada y el hecho de que me recibieran casi un centenar de ojos no ayudaba en absoluto. Habían muchas muchachas allí observándome, hablando por lo bajo entre ellas. 105


-Jovencitas, demos la bienvenida a la señorita Bendix, de Castle Combe –dijo la mujer presentándome a las demás. Vestían el mismo atuendo en tonalidades oscuras con el idéntico delantal níveo sobre ellos; la gran mayoría llevaba el cabello recogido con un gran lazo del mismo color, o algunas, en su lugar, portaban una cofia. Sus rostros estaban apagados, sus ojos carentes de vida. Aquello me asustó. Aquellas chiquillas, que ninguna alcanzaba siquiera la veintena, tenían la melancolía adherida a sus jóvenes almas. -Señorita Bendix, yo soy la madre Josephine. Yo me encargaré de usted junto con las demás religiosas de esta congregación. Daremos un sentido a su vida y la ayudaremos a convertirse en una mujer decente – dijo con aquella voz recia-. ¿Ve a sus compañeras? Antes de que sus padres o tutores las enviasen a nuestra residencia, se dedicaban a cortejar a hombres casados, mostraban carnes con inapropiados vestidos e incluso vendían su cuerpo por las calles a cualquier alma sedienta de vicio. Con un poco de suerte, cuando salgan de aquí, serán mujeres honradas, señoritas como Dios manda. -Con todos mis respetos, madre, yo no sé qué estoy haciendo aquí… Soy una buena hija y una dama decente, solo es que mi padre… -El señor Bendix ya me puso al corriente de sus aventuras con ese extranjero estando prometida a un importante empresario, nada menos que a un Lord, señorita Corinne… -me interrumpió-. De modo que no diga que no sabe el motivo de su internamiento – suspiró y alisó sus ropajes-. Bien, le presento a Drew, 106


Sally, Morgan, Renee, Claudia, Silvia, Helen, Mary, Lori… -empezó a señalar a cada una de las presentes, como si en mi estado pudiese recordar alguno de aquellos nombres. -Madre Josephine –dijo otra religiosa que entraba en la estancia-, yo me encargaré de que nuestra nueva alumna conozca nuestros quehaceres así como nuestras reglas aquí en el Magdalene. La reclaman en la cocina… La madre Josephine se retiró. -Soy la madre Rose, querida –me dijo la nueva religiosa. Aquella mujer no parecía tan seria y rígida como la que me había recibido, es más parecía encantadora. Su rostro reflejaba la más absoluta de las virtudes y sus ojos eran tan cándidos que podrían conmover al mismísimo diablo. Pero nada más lejos de la realidad, y lo cierto es que no tardé demasiado en descubrir al lobo que se escondía tras su uniforme. -Hija –dijo dirigiéndose a una de mis compañeras, ayude a nuestra nueva invitada a subir su equipaje. La muchacha, cuyo nombre era Mary Callahan, asintió y cogió tres de mis siete maletas. Ambas seguimos a la superiora por unas amplias escaleras de caracol que, por lo que iba comentando, llevaban a las habitaciones de las internas. Tras cruzar un largo pasillo llegamos al que iba a ser mi dormitorio. Se trataba de una espaciosa habitación con casi una veintena de camas perfectamente dispuestas en dos hileras. Olía a jabón de lavanda.

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-Señorita Callahan –dijo la religiosa dirigiéndose a Mary-, deje el equipaje de su compañera sobre el lecho y vaya a continuar con sus quehaceres. -Sí, madre Rose –contestó retirándose. -Bien, señorita Bendix. Como ve, éste será su dormitorio durante los meses que se hospede aquí. Aquí, en el Magdalene, prima mucho la limpieza y el orden, de modo que quiero siempre las camas hechas y el dormitorio limpio, incluidas las cortinas. Aquí, señorita Corinne, estamos para educar a las muchachas como no han sabido hacerlo sus madres… -Mi madre falleció hace años, pero mi padre nos ha inculcado tanto a mi hermana como a mí una excelente educación que sin duda pienso mostrar aquí. -Primera regla: jamás, bajo ningún concepto, debe interrumpir a sus mayores, ¿de acuerdo? Comience a demostrar esa “excelente educación” que ha recibido – contestó. Sus facciones se contrajeron en una mueca de odio y repulsión. Aquella cara angelical de cándida mirada desapareció para siempre. -Segunda regla: se dirigirá a nosotras como “madre”. -De acuerdo, madre Rose –dije. -Tercera regla: aquí no se admiten visitas de nadie que no sea familiar autorizado, ni mucho menos, de varones. Y por último, pero no por ello menos importante, la cuarta regla: en esta casa debe reinar el silencio, es algo que valoramos sobremanera. Si incumple cualquier regla de las anteriormente mencionadas será castigada, hija. ¿Ha entendido todo lo que le he dicho? 108


-Sí, madre –contesté cabizbaja. -Perfecto. Pues entonces vayamos abajo con las demás. Acto seguido, descendimos la larga escalinata y nos dirigimos a la lavandería, donde se lavaban, teñían y secaban las telas. -Mary, Gwen –dijo la madre Rose dirigiéndose a dos de mis compañeras-, procuradle un uniforme y enseñadle cómo se trabaja aquí. Mary era una muchacha dulce y encantadora pero de expresión triste y unos apagados ojos pardos. Su hermoso cabello dorado se ocultaba en aquella rústica cofia, al igual que trataba de ocultar su vergüenza. No miraba directamente a los ojos, es más, agachaba la mirada como si tuviera miedo de que alguien descubriese sus errores. Gwen, sin embargo, era una de esas jovencitas que van rompiendo corazones por donde pasan. Sus ondas pelirrojas y sus facciones de ninfa lo anunciaban. Su belleza era tal que incluso me costaba no embelesarme con sus femeninos gestos o con sus hermosas y expresivas muecas cuando hablaba. -Y esto es lo que debemos hacer un día tras otro y tras otro… -dijo Gwen con fastidio tras explicarme nuestras labores en la lavandería. Me fijé en sus manos. Estaban callosas y envejecidas. -¡Gwen! –Le reprochó Mary-. Son nuestras obligaciones, querida… -dijo con resignación. -Lo sé, lo sé… -contestó su compañera poniendo los ojos en blanco-. Cuéntanos, Corinne, ¿qué edad tienes? 109


-A finales de año cumplo la veintena. ¿Y vosotras? -Yo la cumplí hace unos meses. Mary, sin embargo, es menor que nosotras. -Tengo dieciséis años, pero llevo aquí más tiempo que la mayoría. Mi madre me trajo al Magdalene con apenas trece años… -dijo cabizbaja. -¡Santo cielo! –exclamé-. ¿Y qué hicieron para acabar en un lugar tan estricto como este? Parecen buenas chicas… Mary giró la cabeza como si la cosa no fuese con ella. Por algún motivo intuía en aquella chiquilla algún secreto imposible de desvelar… Gwen iba a confesarme el motivo de su internamiento cuando la madre Josephine apareció entre las blancas sábanas de la lavandería. Sin pronunciar una palabra, asestó una sonora bofetada a mi hermosa compañera haciéndole sangrar de inmediato por la nariz. -¡Gwen! –exclamé-. ¿Estás bien? -Señorita Bendix, por su bien y por el de sus compañeras, aprenderá a guardar silencio durante sus labores, ¿de acuerdo? -Pero no es justo… He sido yo quién las he incitado a hablar, no Gwen… Además, creo que el castigo ha sido desmesurado para… -Calle inmediatamente y no me diga cómo debo regir esta institución, niña… Ahora, atienda su tarea y no pierda el tiempo ni lo haga perder a los demás. Al anochecer, tras la cena, debíamos ir directas a nuestras habitaciones, cambiarnos el sobrio uniforme por un largo camisón que pretendía ser blanco y disponernos a declamar la última oración del día. Pese a que mi padre era creyente en nuestra iglesia anglicana 110


y yo recitaba cada noche una oración al acostarme, no teníamos costumbre de hacerlo todos juntos. Padre dejó de hacerlo cuando falleció mi madre, algo que no le reproché jamás pese a que no lo aprobaba. -Corinne… ¿estás despierta? –me preguntó Gwen, que estaba justo en la cama de al lado. Mi cama estaba al final de la habitación junto a la ventana. Intentando tragar el nudo que comenzaba a crearse en mi garganta fruto de la pena y la añoranza, contemplaba la luna en silencio. -Sí -dije sorbiendo la nariz-. Dime una cosa Gwen, ¿son todas las noches así de tristes aquí? -En el Magdalene no se conoce la dicha, mi nueva amiga… Tan sólo podemos contar los días para salir de aquí… -Dudo mucho que mi padre supiera el trato que iba a recibir en esta institución. De haberlo hecho, no me habría mandado… -Yo pensaba lo mismo de mi abuela, cosa que ahora pongo en duda. Ella vive en Cork, y en el año que llevo aquí, no se ha dignado a venir a verme ni una sola tarde. -Eso es muy triste… -suspiré-. ¿Qué hiciste para acabar aquí? –le pregunté con suma curiosidad. -Mis padres fallecieron cuando yo era muy pequeña y estuve a cargo de mi abuela paterna desde entonces. Estos últimos años han sido realmente tristes para Irlanda, ¿sabes? -¿Por la pobreza? -Así es. Mi abuela apenas podía mantenernos y a menudo nos faltaba el pan en la mesa. De modo que cuando mi cuerpo comenzó a ser voluptuoso, le di un 111


nuevo e indecoroso sentido, un sentido que me permitió traer cada día leche y fruta a casa. -¡Dios santo, Gwen! –exclamé aterrorizada. -Lo sé… ¿Pero qué otra cosa podía hacer? Mi abuela estaba ya muy enferma y temía por su salud. Con el dinero que recogía de los hombres con los que me codeaba podía comprarle también medicinas. -Debió ser horrible para ti… -¿El qué? ¿Qué mi carne sirviese para saciar el hambre voraz de burgueses pervertidos a cambio de unas monedas? No… La hambruna y la enfermedad… eso sí que es horrible, créeme. Pero mi abuela, devota cristiana, al enterarse del origen del dinero que entraba cada día en casa, mandó internarme. Dijo que estaba enferma, que el libertinaje era una enfermedad y yo había caído de lleno en sus brazos, y que el único que me podría liberar de esa culpa, de ese terrible pecado, no era otro que el Señor. Habló con la madre Clarisse y ambas decidieron que lo mejor para mí sería internarme aquí durante una temporada. -Lo siento de veras, Gwen… -dije apesadumbrada por su historia. Se hizo el silencio durante unos minutos que se me hicieron eternos, tanto que creí que mi compañera había caído en la dulce sensación del sueño. -¿Y tú qué hiciste? Por tu inexperta mirada sé que tu cuerpo aún no ha conocido varón, ¿no es cierto? – preguntó mi nueva amiga. -Cierto. Mi cuerpo no ha disfrutado aún de la intimidad con ningún hombre, pero mi mente… ¡Oh, mi mente! Si yo te contara, querida Gwen… 112


-¡Cuéntame, cuéntame! –dijo reclinándose sobre su brazo para mirarme entre la oscuridad de aquella habitación a la que nuestros ojos ya se habían acostumbrado. -Está bien… -dije con una sonrisa y poniéndome de costado de cara a ella-. Pero no debes contárselo a nadie… -Lo prometo –dijo alzando su mano derecha en señal de promesa. -Bien… Desde hace unos meses, unos sueños perturban mi razón cada noche. Son sueños habitados por el acaloramiento, el frenesí y el descaro. -¿De veras? ¡Yo deseo un sueño así! –dijo Gwen provocándome una sonrisa. -Pero hay más… El culpable de esos sueños, un apuesto hombre de larga cabellera y torneado cuerpo, cuyas manos y lengua están dotadas de un apasionado aunque pernicioso virtuosismo, halló la forma de liberarse de las cadenas que lo retenían en mis fantasías y vino para seguir con su cortejo aquí, en nuestro mundo. -¡No puede ser cierto! –Rió con nerviosismo-. Corinne, querida, tienes a un hombre salido de tus sueños más íntimos dispuesto a colmarte de placer en tu realidad. ¡Eso es digno de celebración! A todos los hombres que he conocido en el lecho no podría ponerles otro calificativo que el de torpes egoístas. ¡Tú tienes a un dios del amor, querida! ¡Un habilidoso en las artes del cortejo! -Y en la galantería, debo añadir… -dije riendo. -¡Oh, por todos los santos! Te envidio, amiga mía… Te envidio porque en cuanto salgas de aquí 113


volverás con tu amado y no deberás temer nunca más por nada. -Te equivocas, Gwen. Mi padre no permitirá que se me acerque jamás. Lo que me espera cuando salga de aquí no es otra cosa que un matrimonio concertado con un lord descortés y crápula. Y nunca más volveré a ver a Aronne… -No digas eso, Corinne… -dije cogiendo mi mano. -Queréis callar ya… -dijo una compañera con voz adormilada. -Sí, ¿qué es tanto cuchicheo? –dijo otra voz. Gwen y yo ahogamos una carcajada, nos dimos las buenas noches y nos dispusimos a dormir.

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11. Maldito por la gracia -¿Dónde demonios se la han llevado? –gruñó Mrart a Aronne. -No lo sé… Oigo sus llantos cada noche pero le aseguro, padre, que no está en Castle Combe. Son gemidos lejanos… -¡Maldita sea! –dijo con rabia y mordiéndose el puño-. Llama a Leonardo. -¿A Leonardo? ¿Para qué? –preguntó Aronne confuso. -Tú, hazlo –ordenó. Leonardo era un antiguo íncubo, el más perfecto y alevoso de todos. Su belleza nórdica era hechizante, capaz de cautivar incluso a la más pura de las mortales; ni siquiera las mujeres demonio podían resistirse a sus encantos. Él y Aronne siempre habían estado luchando por el primer puesto y en los siglos que Aronne comandó las legiones infernales, Leonardo hizo todo lo posible por arrebatarle su poder, hasta que lo consiguió. Éste era el ojo derecho de Mrart, y en numerosas ocasiones había comparado a su hijo con el perfecto demonio, cosa que no hacía más que incrementar la ira del apasionado medio-mortal. Mrart siempre recriminaba a su hijo el hecho de que fuera el fruto de una noche de lubricidad con una vulgar 115


humana y que por ello tuviera momentos de compasión, así como un arraigado sentimiento de culpa por todos los crímenes que cometía. -¡Leonardo! –gritó Aronne. Leonardo, que estaba a punto de dar muerte a una joven doncella en la vulnerabilidad del sueño, dejó caer suavemente a su víctima en el suelo, despojada de todo ropaje, extasiada y casi sin aliento, y se giró para mirar a los ojos al ser que osaba perturbarle antes de su ataque final. -¡Tú! ¿Qué te trae por mis pesadillas? –preguntó con soberano tono. -Mi padre reclama tu presencia. ¿Por qué otro motivo iba a importunarte en un momento tan… delicado como éste? –le contestó Aronne. -¿Para ver mis hermosas nalgas, tal vez? –enarcó una ceja. -No tengo tiempo para tus infortunadas bromas, Leonardo. Mi padre te aguarda con pretensión –dijo Aronne dándole la espalda. En tan sólo un pestañeo se postraron de rodillas frente a Mrart. -¿A qué se debe tanta tardanza? -Rugió Mrart. -Estaba finiquitando mi última misión, señor – contestó Leonardo-. La pobre infeliz ha tardado en expirar… -Buen trabajo, hijo –contestó el Diablo. Aronne sabía que Mrart hubiera deseado un sucesor como el desagradable y engreído diablo que tenía a su lado simplemente porque era un demonio sin tara alguna. Él, sin embargo, contaba con la terrible 116


lacra de ser medio-mortal, algo imperdonable para su progenitor, aunque no tuviera la más mínima culpa. -El motivo de mi llamada es encomendarte otra tarea. El necio de mi hijo ha perdido el rastro de la muchacha destinada a da a luz a uno de los nuestros… Bien es conocida la estrecha relación que mantiene con su prima. Por lo tanto, aquella a la que encintaste, la que recibe el nombre de Annabeth, precisa de una muerte lenta y entre agonías. De por seguro que si eso sucede, podremos hallar el paradero de nuestra Corinne. Ve y acaba aquello que empezaste, joven Leonardo. -Sí, mi señor. Sus deseos son órdenes. -Y quién no cumpla mis órdenes –dedicó una cruel mirada a Aronne-, será presa de mi cólera… Aronne agachó la cabeza y apretó los puños tanto que sus nudillos adquirieron el pálido tono de la muerte. Leonardo se retiró como acostumbraban a trasladarse los de su casta: desvaneciéndose en el aire con una suave brisa. -Padre, parece que todos sabían el destino de mi víctima menos yo… Era conocedor de que como todas las misiones, era delicada, pero el hecho de que estuviera predestinada a dar a luz a uno de los nuestros… y que la criatura viva… -dijo Aronne frunciendo el entrecejo, sin embargo, estaba de sobras acostumbrado a que su padre lo infravalorase al resto cuando era uno de los demonios más hábiles y eficaces de toda su legión, si no el que más. -¿Y no te alegra el hecho de que te haya encomendado a ti, hijo mío, un encargo tan delicado como éste? ¿Pensabas que el embarazo de la 117


muchacha iba a terminar como los anteriores? ¿Con un simple aborto o la muerte de la susodicha? ¿Acaso no ves, pues, la confianza que estoy depositando en ti? Nos jugamos mucho en esta preñez aún no concebida… -Agradezco su confianza, pero permítame que le pregunte el motivo por el cual eligió a Corinne y no a otra muchacha. ¿Su providencia ha sido por cuestiones del azar o ya sabía usted a quién me disponía? -La providencia siempre está sellada desde el momento del nacimiento, Aronne. El azar no tiene cabida en el duro trayecto que debe recorrer un futuro demonio, debes saberlo. Del mismo modo, Corinne nació con un destino marcado y podría incluso decirse que su destino fue heredado –se detuvo unos segundo para meditar-. Oh, sí… Cuan dulces sabían los labios de su madre… Aronne obvió ese comentario pero sin poder reprimir la curiosidad acerca de lo que acababa de confesar su padre. ¿Pudiera ser cierto que la familia de Corinne hubiera estado acechada desde siempre por ellos? Mrart había comentado que Leonardo había encintado a la prima de ésta, de la cual cosa no era conocedor hasta el momento, y eso tan sólo podría significar una cosa: los días de Annabeth en este mundo, estaban contados. Aronne se retiró en cuanto acabó la conversación con su padre, pero sentía la necesidad de hablar con su fiel compañero, aquel que siempre había estado a su lado. Era su único punto de apoyo en aquel pérfido mundo al que los mortales llamaban Infierno. 118


-¿Y Mrart dijo eso? –cuestionó Piotr a su compañero mientras caminaban por el oscuro paraje que rodeaba el Aeternum Exilium. -Así es… ¿Crees que fue él quien mató a la madre de Corinne? –preguntó Aronne. -No tengo idea… Entonces yo me hallaba tentando a aquel vanidoso de Gioacchino… Ya sabes, el actual León XIII, aquel que presume de bondad y benevolencia. ¡Ja! Ahora se hace llamar así. Estuve enviciando a ese hombre prácticamente desde su nacimiento. Si yo te contara, hermano… Ambos rieron ensordecedoramente. -Por desgracia yo también estuve fuera demasiado tiempo y durante aquellos años aún comandaba mi legión. No recuerdo qué es lo que tenía mi padre entre manos en aquellos tiempos… -dijo Aronne con nostalgia. -¿Añoranza? -Arrepentimiento. Si hubiese estado aquí podría haberme hecho la mano derecha de Mrart y no Leonardo, y de ese modo, podría haber impedido algunas cosas… -¿Preocupado, pues, por el destino de tu joven torturada? -¡Me sorprende que me preguntes eso, hermano! ¿Acaso no me conoces? -Te conozco a la perfección, igual que reconozco a esos sentimientos medio-humanos tuyos cuando vienen a acecharte… -dijo arqueando una ceja. -¿Tú también estás con eso? –gruñó. Le incomodaba que pensaran que por el hecho de que su madre fuera humana, no pudiese controlar sus 119


emociones, y más aún le incordiaba el hecho de que Piotr, al igual que su padre, pudiera pensar que sentía algo más que simple deseo por su inocente víctima. -Vamos Aronne, no te pongas así… Ambos sabemos que no te ha hecho la más mínima gracia que Leonardo vaya ahora a por la prima de Corinne. Sabes de buena tinta que el próximo paso será darle muerte. -Simplemente no me hace gracia ninguna noticia que tenga que ver con Leonardo… -Ya… Bueno, tú sabrás. Sólo te doy un consejo, hermano: no dejes que tus emociones se interpongan en el hado de ninguna criatura mortal, por muy hermosa que ésta sea… No te hará más que daño. Pero no era la belleza de Corinne la que estaba consiguiendo enturbiar sus planes. No, era más que eso. La amaba. ¡Maldición! ¡La amaba! Y aquello le torturaba día y noche. Sentía por ella lo que nunca antes había sentido por ninguna otra criatura, ni mortal ni demoníaca. ¿Cómo podía haberle ocurrido eso a él? ¿Podría mostrar el destino más crueldad si cabía con su vulnerable existencia? ¿Más trabas e impedimentos se cruzarían en su camino para dificultar su marcha? Oh, Corinne… Esa dulce muchacha de ingenua mirada y encantadora sonrisa. Ella era un alma candorosa, sin embargo él no era más que un demonio con numerosos yerros a sus espaldas…

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12. Dónde la muerte parece habitar

F

ueron siete intensas semanas de arduo trabajo en el Magdalene. Las hermanas eran muy estrictas con nosotras y nos hacían trabajar muy duro. Gwen se quejaba continuamente del trato que recibíamos y decía que en cuanto tuviese la oportunidad elaboraría un plan de huída. Mary creía que su destino era acogerse a los votos y hacerse novicia, una idea que a mí particularmente me repugnaba. No podía entender cómo una muchacha tan dulce, hermosa y lista como ella podía plantearse tal futuro. Estábamos en nuestro único momento del día destinado al recreo y yo había decidido invertirlo en la agradable lectura de uno de los numerosos libros que albergaba la inmensa biblioteca de la escuela. Gwen estaba cepillando el enmarañado cabello de Mary mientras entonaba una dulce melodía: Nocturne de Chopin. Estábamos disfrutando de un apacible y merecido descanso y teníamos toda la habitación para nosotras, puesto que las demás chicas habían preferido bajar a los jardines interiores del recinto a celebrar el buen tiempo de aquella mañana.

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-Dulce Mary, ¿no piensas explicarle el motivo de tu internamiento a nuestra nueva amiga? –le preguntó Gwen refiriéndose a mí. -¿Y qué envite me iba a impulsar a hacerlo, querida? Corinne ya vierte suficientes lágrimas cada noche en silencio como para darle otro porqué… respondió Mary con su habitual desconfianza. -Déjalo Gwen… Es lógico que aún no haya adquirido esa confianza que deposita en ti. Me conoce de apenas dos semanas… -dije cariñosamente sin levantar los ojos de mi libro. -Está bien… -dijo Gwen con reticencia-. ¡Cuéntaselo cuándo te venga en gana, pues! ¡Oh! ¿Has visto lo hermosa que estás? –Le preguntó mostrándole su imagen en un espejo de mano-. Deberías arreglarte más, Mary… ¡Tienes unas facciones de ángel, querida! -¿Para qué diantres me voy a arreglar si no nos ve nadie, boba? –Le preguntó Mary apartando el espejo con desidia, lo cual me provocó una repentina carcajada-. ¡Tú y tus monerías! Las tres estábamos riendo cuando de repente entró en el dormitorio la madre Rose, con su habitual ceño fruncido. -¿Se puede saber dónde está su cofia, hija? – preguntó a Mary agarrándola del brazo. -Se la quité un momento para peinarla, madre… susurró Gwen. -¡Calle usted! –exclamó-. ¿Acaso quería pavonearse por ahí? ¿Ha olvidado dónde está? Aquí no hay hombres que vayan a admirar su nuevo aspecto, señorita Callahan, y su padre no viene a verla desde hace varios meses… -enarcó una ceja y esbozó 122


una pérfida sonrisa-. Hágase un favor a sí misma, hija, y vuelva a recogerse el cabello. -Por supuesto, madre… -asintió la joven Mary. La madre Rose cerró la puerta tras de sí y Mary se dispuso a recogerse el cabello nuevamente con la cofia cuando volvió a entrar. -¡Ah! Se me olvidaba… Señorita Callahan, el Padre McDermott la aguarda en la capilla. -Sí, madre –tartamudeó Mary, cabizbaja. -¿En la capilla? –pregunté extrañada-. Madre, nos hemos confesado esta mañana en misa… -¡Señorita Bendix! –Espetó malhumorada y con el ceño fruncido-. No cuestione jamás los deseos de un hombre de Iglesia, hija. Mire… -dijo pensativo-. ¿Sabe qué? Baje usted. Aún el padre no ha tenido tiempo de conocerla cómo es debido… -dijo sonriente con aquellas hinchadas y sonrosadas mejillas. -¿Yo? Pero, madre… Aún no entiendo el motivo de… -¡Ni tiene porqué entender nada! Estoy cansándome de tantas preguntas impertinentes, señorita Bendix. ¡Baje y punto! –me ordenó con un grave grito. Agaché la cabeza y salí de la habitación, no sin antes escuchar la última frase de la madre Rose a Mary. -No sabe de lo que se ha librado hoy, señorita Callahan… Acto seguido, me acompañó a la capilla. Durante el trayecto por los jardines que rodeaban la institución hasta llegar a la capilla, meditaba en la extraña frase que acababa de salir de la boca de la religiosa. 123


-Ahora entre y explíquele al Padre el cambio de planes, hija –me ordenó. La capilla era amplia y el padre se encontraba dentro de la pequeña habitación destinada a las confesiones tomando un poco de vino en aquel pesado cáliz. El Padre McDermott era un hombre de unos sesenta años, de cabello cano y una gran calva en la parte delantera de su cabeza. De estatura pequeña y prominente vientre, me miraba bajo su oscuro y espeso entrecejo sorprendido por mi visita. -Buenas tardes, Padre –saludé. -Buenas tardes, hija –se levantó de la silla tapizada de color grana y oro y me miró de arriba abajo, algo que me pareció impropio o al menos particular viniendo de un hombre de iglesia. -Madre Rose me ha mandado en lugar de mi compañera a la que usted aguardaba. Deseaba que me presentara ante usted y aquí me tiene. Mi nombre es Corinne Bendix, padre, y vengo de un largo viaje desde tierras inglesas, concretamente desde un pueblecito llamado Castle Combe, el cual desconozco si ha tenido la fortuna de conocer. -Lo cierto es que en ese mismo lugar tengo un buen amigo mío, el doctor Timothy Rick. -¿De veras? –pregunté exaltada. Una sonrisa se dibujó de inmediato en mi rostro-. El doctor Rick es el médico de confianza de la familia, él ayudó a mi madre a traerme al mundo, padre. Un gran hombre, por cierto. -Sí, un hombre de fe y noble voluntad, sin duda – respondió para después cambiar de tema-. ¿Y qué le ha traído a nuestra santa institución, hija? ¡Siéntese, 124


siéntese! Esta es la casa del Señor, y por lo tanto, también es la suya. Tomé asiento frente a él, que había vuelto a acomodarse en aquel lujoso butacón. -Únicamente una serie de desventuradas circunstancias sumadas al acerbo carácter de mi padre, Sir Bendix. Soy una buena chica, se lo prometo. No debería estar aquí… -me tomé unos segundos para meditar en mi desdicha-. No se lo tome a mal, se lo ruego, no deseo parecer una ingrata, solo es que anhelo tanto volver a mi hogar… -Ahora éste es su hogar, chiquilla… -dijo posando su mano en mi rodilla. Miré al Padre McDermott a los ojos, aquellos ojos azules de ángel bienhechor pero que no albergaban más que una actitud licenciosa e impura bajo un atuendo de indulgencia. Posé mi mirada en su mano, la cual, muy lejos de mostrarse castamente fraternal, comenzó a ascender abriéndose camino para llegar, la muy ladina, a mi más preciada pureza. -¡Padre! –exclamé apartando su mano. -¿Qué es lo que ocurre, criatura? –dijo sin detener su marcha. En un abrir y cerrar de ojos, lo tuve sobre mí. ¿Era posible que un siervo de Dios actuara de un modo tan reprochable e ignominioso? ¿Acaso no podría hallar dentro de aquella santa institución un alma noble a parte de las internas? ¿Podía la maldad vestir con hábito y disfrazarse el pecado de abstinencia? -¡Padre, deténgase! –Dije debatiéndome entre el miedo y la ira-. ¡Basta! –dije empujando su pesado 125


vientre con todas mis fuerzas para zafarme de sus endiabladas garras. Aquel intento de fuga no sirvió más que para avivar su ira y acrecentar su apetencia. El Padre McDermott, muy lejos de mostrarse clemente con una asustada muchacha, comenzó a morderme sin piedad el cuello y desgarrarme mis vestiduras dispuesto a saciar su deseo. -¡Déjese de remilgos, hija! –decía mientras por mis encarnadas mejillas se deslizaban lágrimas de vergüenza y temor. -Padre McDermott –dijo una voz femenina. La reconocí, pues era la tosca voz de la madre Josephine que acababa de entrar en el confesionario. En un descuido del Padre me abalancé a los brazos de la religiosa, mi salvadora, buscando únicamente refugio, a lo que ésta respondió empujándome con tal fuerza que caí de bruces contra el suelo. -¡Quite, niña! –exclamó la hermana. La miré con los ojos llenos de lágrimas. Me hallaba confusa y aturdida. -Padre McDermott –dijo obviando la desconfianza en mi mirada-, siento interrumpirle, pero he de llevarme a la niña. Tiene visita. En su lugar, diré a la señorita Callahan que baje en seguida. Mi corazón encogido en el pecho clamaba por que la pobre Mary no corriese la misma suerte, y por que los deshonrosos deseos del padre no fuesen resueltos con su vulnerable ser. La madre Josephine me ayudó a levantarme y me guió hasta la recepción de la escuela, dónde me 126


esperaba padre. Corrí como alma que lleva al diablo a sus brazos y nuevamente fui rechazada. Nadie quería, por lo visto, calmar mi desasosiego. Nadie quería servirme de paño de lágrimas. -Corinne, hija. Compórtate ante la hermana –dijo muy serio y alisándose sus ropas. -¡Pero padre! No sabe usted lo que he llegado a sufrir aquí… ¡Oh, bendito sea por venir a buscarme antes de tiempo! –exclamé bajo la amenazante mirada de la madre Josephine. -No es esa mi intención, hija –dijo dejándome helada-. Tan sólo vengo a informarte de un infortunio acaecido en el seno de nuestra familia –suspiró, asió mis hombros y prosiguió-. Nuestra querida Annabeth ha caído enferma. El doctor dice que apenas le quedan unos días. Vengo a buscarte para que le des el último adiós, pues sé lo mucho que estás unida a ella, pero inmediatamente después de su entierro volverás aquí. Nada cambiará mis planes, hija. Sabes que lo hago por tu bien y por el bien de esta familia… Tras la horrible e inesperada noticia de la inminente muerte de mi estimada Annabeth, me sumí en una especie de vacío existencial, algo muy difícil de explicar aunque doy gracias al Señor de que ahora pueda hacerlo, pues al partir de Cork enmudecí por completo. Durante el trayecto de vuelta a casa no dirigí ni una sola palabra a padre, ni siquiera a Armand. No es que no quisiese, es que no sabía qué decir, no sabía cómo reaccionar ante tan funesta noticia, de modo que decidí encerrarme en lo más profundo de mis pensamientos, dónde nadie podría dañarme y dónde 127


nadie podría hacerme partícipe de su sufrimiento. Fue una postura egoísta e irracional, lo admito, pero me fue imposible actuar de otra forma. Cuando llegamos a Castle Combe nos dirigimos de inmediato a casa de mis tíos, donde reposaba mi prima. Tía Geraldine estaba sentada en el gran sofá que cruzaba de punta a punta el salón principal. Tenía la mirada en blanco y un color rojizo ensombrecía sus ojos. Me dirigí a la habitación de soltera de Annabeth mientras padre y Armand intentaban que mi tía tomase algo de alimento. Por lo que pude escuchar, no había ingerido nada sólido desde hacía dos días. En el pasillo que daba a la habitación de mi prima, justo delante de la puerta cerrada, se hallaba tío Patrick hablando en voz baja con el doctor Rick. -Corinne… -dijo tío Patrick-. ¿Cómo está mi sobrina favorita? Me limité a abrazarlo y simulé una honesta sonrisa. Abrí la boca con la intención de decir alguna frase de condolencia y apoyo, pero de mi boca tan sólo salió un suave gemido seguido de un torrencial de lágrimas. -Corinne, hija… Tranquila… Intentaba reconfortarme pero nada de lo que pudiera decir en aquel momento serviría de mucho. Mi prima, mi mejor amiga se estaba muriendo entre terribles dolores y yo no podría hacer nada por evitarlo. Tarde o temprano iba a suceder lo irremediable y ni tan siquiera podía intentar consolar a sus más allegados. No me veía fuerte, de hecho no lo estaba, pero pensé que si yo estaba perdiendo a mi amiga, tío Patrick estaba viendo como a su 128


jovencísima hija se le escapa la vida. Debía mostrar fortaleza por ellos, tal y como me consejo Armand. Me hallaba débil, así pues, debía mostrarme fuerte. -Señorita Corinne, ¿se encuentra bien? Quizás debería descansar un poco… -dijo preocupado el doctor. -No, no… -atiné a tartamudear. Di gracias por haber conseguido romper mi silencio, tal vez autoimpuesto, tal vez inconsciente-. Gracias, doctor, pero estoy bien. Tan sólo deseo ver a Annabeth, si eso es posible… -Por supuesto, cielo… -dijo tío Patrick-. Pasa y dile a Roger que venga con el doctor y conmigo a tomarse un café. El pobre lleva más de seis horas ahí dentro… Asentí y abrí la puerta con la mayor delicadeza posible. Olía a putrefacción, sin embargo también a flores. Era una fragancia agridulce, la fragancia de la muerte. Tan sólo un pequeño candil alumbraba la estancia. Cerré la puerta poco a poco para no hacer ruido, ya que contemplé que Annabeth se había quedado dormida. Roger, cabizbajo, estaba sentado en una silla al lado del lecho y cuando avancé hacia él, se despertó aturdido. Decidió marcharse en cuanto le dije que iba a quedarme un rato con Annabeth, le aconsejé que tomara un café para así intentar mantener su cordura. Tomé asiento en la silla auxiliar desde donde la contemplé en silencio durante unos minutos. Estaba tan hermosa como siempre, pero su tez estaba comenzando a palidecer y sus labios se estaban tornando lívidos. La serenidad de su rostro se vio 129


alterada por alguna turbación en sus sueños y comenzó a musitar palabras ininteligibles mientras negaba con la cabeza. Aquello me alarmó. -Annabeth… -susurraba su nombre al mismo tiempo que acariciaba su transpirada frente-. Annabeth, despierta, por favor… Al ver que aquello no funcionaba, alcé levemente la voz y mecí su brazo con el fin de que despertara de aquella terrible pesadilla que la estaba acosando. De pronto, abrió sus ojos azules como platos y contrajo su rostro en una mueca de dolor y agonía. Encogió sus piernas y se apretó el vientre. Era obvio que fuertes dolores la estaban martirizando. El embarazo la estaba matando. -Tranquila, te pondrás bien –le mentí mientras sujetaba sus brazos, que golpeaban incesantemente su tripa. Mi prima estaba comenzando a perder la razón. De sus labios brotó un ensordecedor aullido que provocó la entrada inmediata del doctor, junto con tío Patrick y Sir Roger. -¿Qué es lo que ocurre? –preguntó alarmado mi tío. -Está teniendo un aborto… -dijo el doctor señalando las sábanas que cubrían las piernas de Annabeth. Había un enorme cerco de sangre. -¡Dense prisa! ¡No puedo retenerla por mucho tiempo! –exclamé. Tenía a mi prima sujeta por las muñecas, pues su afán era golpearse el vientre. Estaba segura que deseaba abortar como fuese, como si una parte de ella culpara al niño de su precario estado. 130


-Cuidado… ¡Tiene una fuerza sobrehumana! – exclamé cuando Roger vino a ayudarme. Annabeth se curvaba de dolor y contraía su cuerpo entre las sábanas. Retorcía su cuello y musitaba sinsentidos. -¡Fuera de mi cuerpo, maldito demonio! ¡Fuera! – fue lo único que dijo con total claridad. -Esto no puede estar pasando… -repetía sin cesar su joven esposo-. Mi pobre Anni… Mientras el doctor inspeccionaba bajo las sabanas, tío Patrick se evadió por completo. Estaba como sumido en una especie de trance. Tía Geraldine abrió la puerta del dormitorio donde estábamos, pero mi tío no le permitió la entrada. -Por favor, Pat… ¡Es mi hija! –Exclamó entre sollozos-. ¡Es mi hija, Dios Santísimo! Armand vino a llevársela de allí, pues ninguno de los hombres deseaba que la vieran en tal estado. De hecho, si yo no hubiera estado cuando comenzó el ataque, también me habrían prohibido la entrada. Lo cierto es que verla así estaba resultando terriblemente doloroso. Annabeth no tardó en expirar. Sus músculos se relajaron, sus facciones se suavizaron y su cuerpo quedó yaciente sobre el lecho, como si hubiera caído en un sueño profundo. -¡No! –Exclamó mi tío-. ¡Dios, no! ¿Por qué? ¿Por qué mi hija? –Gritaba mientras golpeaba su cadáver intentando revivirla. Miré desesperada a Roger, el cual tragó saliva e hizo una de esas muecas que suelen poner los 131


chiquillos cuando el llanto es inminente. La lástima y la compasión por él se apoderaron de mi pecho y tuve que abrazarle; hice todo lo posible por sacarlo de aquella habitación, pero el nudo de mi garganta era cada vez más inmenso y las fuerzas, así como el habla, me falló de nuevo. Debía ser fuerte o al menos simularlo, y cuando intenté hablar con Roger por segunda vez para calmarlo y alejarlo de aquél lecho, lo siguiente que ocurrió nos dejó boquiabiertos. -¿Pero qué demonios…? –dijo el doctor Rick justo cuando estábamos a punto de salir ambos por la puerta. En sus brazos, sobre una ensangrentada sábana, llevaba la criatura que Annabeth había portado en su vientre. Era tan pequeño como un puño pero su aspecto era realmente aterrador. Obviamente, la criatura estaba muerta. -Estaba creciendo deforme… Miren estos ojos totalmente negros -decía el doctor-. Carece de esclerótica, ¿no ven? Y en esta zona, donde debería tener las protuberancias que más tarde darían lugar a las extremidades… ¡Cielo Santo, le estaban creciendo alas! -Lléveselo de aquí, doctor. No quiero ver al monstruo que ha hecho esto a mi hija… -Dijo mi tío. -Ese monstruo era mi hijo… ¿Qué es lo que he hecho? –se reprendía Roger. -No, hijo… Créeme, ese no era tu hijo… contestó tío Patrick. Salimos todos del dormitorio mientras que el doctor examinaba el feto y a mi pobre y ya difunta prima. Nos dirigimos al salón donde aguardaban en 132


silencio Armand y padre. Tía Geraldine no hacía más que llorar y caminar de un lado a otro de la estancia mientras maldecía su suerte. Se giró a mirarnos y por nuestras muecas de compasión, supo lo ocurrido. -¡No! –Exclamó arrodillándose en el suelo-. Pourquoi pas moi, Dieu? Pourquoi elle? –repetía en su idioma natal. -Tranquila, amor mío… -decía mi tío mientras la abrazaba en el suelo-. Ya pasó… De mientras, el bueno de Roger permanecía cabizbajo con la mirada perdida y completamente absorto en la desventura que suponía el haber perdido a su esposa de aquella forma. Mi padre y yo decidimos adecentar el dormitorio de Annabeth donde iba a tener lugar el velatorio. Dorothy se había prestado para ayudar al servicio de mis tíos para lavarla y vestirla para la ocasión. El resto debía descansar. El velatorio se inició a las pocas horas del fallecimiento. -Lo siento, hija –me dijo padre situándose a mi lado mientras contemplaba el cuerpo yacente de mi joven prima. Ni siquiera la muerte pudo borrar la virtud de su rostro-. Sabía lo mucho que la querías. Ha sido un duro golpe para todos… -Lo sé, padre… Tú también querías mucho a Annabeth –se hizo el silencio entre ambos. La tensión se podía cortar con un cuchillo, pues aún no le había perdonado que me enviara a Cork-. Ahora debo ir a ver a tía Geraldine. Aún no he tenido oportunidad de presentarle mis respetos… 133


-Hija, creo que cuando esto acabe, antes de que vuelvas al Magdalene, deberíamos hablar… -Usted y yo ya no tenemos nada de qué hablar… le miré a los ojos y proseguí-. A menos que sea para cambiar de opinión con respecto a mi futuro internamiento… -Me temo que no voy a cambiar de opinión, hija. -Pues tal vez debería replantearse mi compromiso con el Lord… -le miré fijamente a los ojos-. ¿Sabe? Lord Wilshire sabe jugar muy bien sus cartas, se ha ganado su confianza con botellas de Bourbon y puros habanos. Pero, ¿y si le dijese que el Lord omitió algunos turbios detalles durante la cena que tuvo lugar en su casa? Esos detalles podrían sentenciarle ante sus ojos de padre. ¿Quiere saberlos? ¿Quiere conocer por las desventuras que pasó su hija, ésta que tiene frente a usted, durante aquella velada? -¿Estás acusando de algo a tu prometido, Corinne? ¡Es un hombre de prestigio, por el amor de Dios! –Exclamó alzando la voz-. ¿Y pretendes que te trate como a una mujer adulta cuando, por deshacerte de tus obligaciones, no sueltas más que improperios y mentiras contra ese hombre que tanto ha hecho por esta familia? -¡Tan sólo le digo que prefiero un centenar de veces acabar como mi prima –exclamé señalando el cuerpo inerte de mi pobre Annabeth- antes que desposarme con tal mamarracho! -Geraldine… -musitó padre al ver que Geraldine se aproximaba a nosotros-. Disculpa este agravio delante del féretro de tu hija, pero Corinne está mostrando una actitud que realmente me incomoda y 134


me irrita… Este comportamiento suyo, esta forma de llamar la atención, está fuera de lugar hoy… -No te preocupes, James… Ve con tu hermano y con Roger. Yo me quedaré con Corinne –dijo pacientemente mi tía mientras secaba sus lágrimas. La miré a los ojos y vi la tristeza que albergaban los suyos. -Yo… -farfullé-. Lo siento de veras, tía. No pretendía… Me abrazó. Necesitaba consuelo, la cual cosa me fue imposible negarle, de modo que hice lo mismo. Ambas permanecimos así durante unos minutos. -Corinne… No sé qué voy a hacer ahora sin mi pequeña… -me dijo mirándome a los ojos. -Verás, sé que nada de lo que te diga va a sanar esta brecha que se ha creado de por vida en tu corazón, pero sé que eres una mujer con una gran fortaleza interior y podrás superar estos arduos momentos con nuestra ayuda, tía Geraldine. -Sí, ahora necesito vuestro apoyo más que nunca, querida… -suspiró-. Y dime, ¿cómo estás tú? Por lo que he podido escuchar, mantienes tu disconformidad con tu compromiso con el Lord de Wiltshire… -Así es, tía. Aunque acabaré acatando los deseos de mi padre, como siempre. Verás, se me mezcla todo… Además, creo que mi actitud también es dada porque no me ha dado tiempo a aceptar el trágico suceso… Sé que he mostrado un comportamiento reprochable… Esta discusión debería haber tenido lugar fuera de esta casa, en la intimidad, pero te juro, tía Geraldine, que no era una forma para llamar vuestra atención… ¡Dios me libre! 135


-Lo sé, hija. Solo que tu padre, al igual que tu tío, tiene problemas con la empatía… Ya sabes, las emociones no han sido jamás el fuerte de los Bendix sonrió-. Debo volver al lado de tu tío, cielo. -Iré contigo y mostraré mis condolencias a Sir Roger y a tío Patrick –dije cogiéndome a su brazo. Así lo hice. Tras el velatorio en casa de mis tíos, regresamos a casa. Al llegar, Hannah me recibió como si nada hubiera ocurrido. Se lanzó a mis brazos y empezó a contarme la cantidad de cosas que había hecho en aquellas dos semanas durante mi ausencia. -Padre –dije apartándolo de la chiquilla-, debería hablarle de lo sucedido. -No tengo el valor de decírselo… Sabes que estas cosas se te dan mejor a ti, hija –me contestó. -¿Espera a que yo se lo diga? –le pregunté con indignación mientras veía como mi pequeña hermana jugaba con su muñeca favorita. Asintió con la cabeza. Veía la vergüenza en sus ojos. -Está bien... Como quiera –dije con resignación. Hannah no reaccionó como yo esperaba, la cual cosa me consoló. -Annabeth ahora estará con mamá en el cielo -me dijo sonriente y volviendo de nuevo a su juego. -Así es, princesa… Mamá cuidará de ella. -¿Han sido los hombres de mis sueños, verdad? Aquella pregunta me dejó petrificada. No supe qué decir.

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-Ellos me dijeron que vendrían también a por prima Annabeth, pero que estaría mejor muerta, que mamá la cuidaría. -Esta casa está sumida en la desgracia –musitó Abigail acercándose a mí-. Ellos, esos espíritus malignos… Tenemos que deshacernos de esos demonios, querida –añadió-. Mientras que no hacemos, ellos están cada vez más cerca de usted… Corre peligro, mija.

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13. Destino y lubricidad

E

ra poco más de media noche cuando decidí que me vendría bien descansar. Padre ya llevaba un rato durmiendo mientras yo, incapaz de conciliar el sueño, había decidido quedarme leyendo en el salón. Cuando mis párpados comenzaron a parecer pesadas portezuelas incapaces de sostenerse abiertas, subí a mi habitación dispuesta a rezar mis oraciones, pero la imagen de Aronne cruzó mi mente. Le echaba tanto de menos… Apenas conocía a aquel hombre, ni siquiera sabía por qué motivo había aparecido en mi vida, pero estaba comenzando a sentir algo especial por él. Lo cierto es que “empezando” no sería el término adecuado. A decir verdad, lo amaba. De veras lo amaba… Cuando por fin logré relajar mi estresado cerebro y cerrar mis ojos, me adentré de nuevo en su mundo de perversión. Lo sabía, lo presentía en la estancia en la que me hallaba, mirándome entre las sombras. -¿Aronne? –pregunté deslizando los dedos por la pared de aquel lugar por el que avanzaba lentamente, con el fin de no tropezar y perder el equilibrio. Allí donde me encontraba reinaba la oscuridad, ni un mísero candil lo iluminaba-. Aronne, ¿está ahí? 139


Detuve mis pasos al notar una presencia justo frente a mí. Escuchaba su acompasada respiración, así que alargué un brazo y pude palpar con delicadeza un torso. Una caricia recorrió mi mejilla y de pronto me sentí rodeada por dos fuertes brazos alrededor de mi cintura. -Bienvenida Corinne… -susurró. Era él, era su cálida voz. No pude reprimir un gemido y abrazarme a su cuello. No comprendía el motivo de mi efusivo estado, pero lo cierto es que durante mi estancia en el Magdalene, cuando más sola y desamparada me sentía, era en él en quién pensaba. -Le he añorado tanto… -musité cerrando los ojos. No quería despertar jamás de aquel sueño. Con él, me sentía segura, protegida, amparada. Al sentir su beso, tan delicado y dulce, percibí que llevaba tiempo deseando besarme de ese modo. Sus labios atrapaban los míos haciéndome estremecer de inmediato. Estrechó mi cintura con firmeza y sujetó mi barbilla para profundizar más en aquel cálido y sentido contacto. De pronto, aparecimos en mi habitación y a pesar de que me fue extremadamente difícil desprenderme de aquella afectuosa bienvenida, retiré mis labios de los suyos. Necesitaba entender algunos detalles que él mismo se había encargado de omitir. -Mi prima ha muerto. -Lo siento, de veras –dijo sin mirarme a los ojos. -Se puso enferma y… -suspiré-. La criada piensa que ha sido cosas de demonios, y… Luego está mi hermana, siempre soñando esas cosas… 140


Me sentí ridícula explicándole todo aquello que me turbaba pero lo cierto es que necesitaba hablar con alguien, necesitaba que alguien me escuchara. Él se limitó a asentir con la cabeza, mientras acariciaba mi espalda. -¿Qué ha venido a buscar, señor Bourousis? –le pregunté. Agachó la cabeza como si fuera incapaz de mantenerme la mirada y acto seguido apartó mis brazos que rodeaban su cuello para cogerme delicadamente las manos. -El motivo de mi advenimiento es algo que me es imposible desvelar, pues mi vida correría grave peligro si así fuera. -Entonces dígame tan sólo qué quiere de mí –le dije levantando su barbilla-. ¿Cómo hemos podido salir de mi sueño y llegar a mi dormitorio en tan sólo un pestañeo? El demonio mantuvo una acalorada lucha interna debatiéndose entre la razón y lo que le dictaba su corazón para no pronunciar aquellas palabras a las que no podía hacer frente. Pero finalmente, lo hizo. -Yo… Verá, yo… La amo, milady –dijo finalmente-. ¡La amo, maldita sea! Se dirigió con el ceño fruncido hacia la ventana de mi dormitorio por la cual asomaba tímida la luna. -Yo también le amo, Aronne… -confesé desde la cama-. A pesar de que no sé el motivo que me acerca a estar con usted, impera en mí la necesidad de amarlo eternamente. Él se giró y me miró con una mescolanza de furia y compasión. Me acerqué a él, con el temor en mi 141


pecho de poder ser rechazada, pero cogió mis manos entre las suyas y las besó de la manera más tierna y cándida que jamás había sentido. -Usted no sabe… -suspiró-. Usted no sabe las repercusiones que podría conllevar este desdichado sentimiento que alberga nuestro ser, Corinne. No es consciente… -Si así es, si es tan grave el hecho de que lo ame con todo mi corazón, dígame el motivo. ¿Por qué este amor tan puro y a la vez tan intenso es motivo de desgracia y no de celebración? Me acompañó al borde de mi cama, donde ambos nos sentamos cogidos de la mano. El brillo de la luna llena que entraba por la ventana se reflejaba en su cabello y sus ojos parecían dos pozos negros de aflicción y temor. -Cuéntame, amado mío, qué es eso que tanto te incomoda y perturba… -le rogué tuteándole por vez primera. -Un día me preguntaste de dónde procedía – asentí-. De allí donde reinan las sombras y el mal es personificado por temibles seres infernales, de allí donde las llamas eternas hacen justicia con los más desventurados, y el asesino y el ladrón son premiados. Corinne –dijo mirándome a los ojos-, mi padre es el rey en un mundo de espanto y sacrilegio, él gobierna las almas impuras y sanciona la verdad y la bondad. De donde yo provengo no tiene cabida el amor ni la clemencia, ni el perdón ni el altruismo. Ahogué un grito de espanto con mis manos.

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-¡Oh, Dios santo! ¿Quieres decir que tu lugar de nacimiento es el infierno en sí mismo? –le pregunté aterrada. -Hubo un día, en un lugar muy lejano denominado Arcadia, nació un niño fruto del más impuro y pernicioso de los actos entre el diablo y una vulgar prostituta. Mi madre fue seducida por el mal, pervertida por una maliciosa lujuria que no tenía otro fin que concebir a un ser oscuro. -Tú… -susurré. -Así es. Y eso, aunque te resulte difícil de creer, ocurre cada día en tu mundo. En algún lugar de este pozo de adversidad y pecado, cada día nace una criatura mitad hombre, mitad demonio –se tomó unos segundos para pensar en algo que indudablemente le perturbaba-. Corinne, escúchame atentamente. Cuando un demonio, cuando un íncubus, atormenta a una muchacha con sueños impuros y la tienta hasta que se consume el acto carnal, la infortunada puede caer enferma y fallecer repentinamente o bien engendrar un híbrido entre mi mundo y el tuyo. Me levanté de inmediato. Un escalofrío recorrió todo mi ser y lo miré con extrañeza. ¿Era posible que me hubiese enamorado de un ser maligno y antinatural como aquel? ¿Podía ser aún más desgraciada de lo que ya lo era estando prometida al desvergonzado de Lord Wiltshire? ¿Tendría algo que ver la muerte de Annabeth con el mundo del que provenía mi amado? -Por favor, no me temas, Corinne… -dijo levantándose y acercándose a mí.

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-Annabeth falleció a causa de esto, ¿verdad? ¿Fue tentada hasta el final, no es cierto? –dije retrocediendo cada vez más. -Corinne, yo… -intentó disculparse. -¡No! ¡Contéstame! ¿El hijo que estaba esperando era de su esposo? ¿Era humano, Aronne? Mis ojos se quedaron aturdidos al contemplar aquella horrible criatura, ¿te haces idea? ¡Poseía alas, Aronne! ¡Alas! Y esos diminutos ojos negros… ¡como los tuyos! -Te juro que yo no tengo nada que ver… -¿Ah, no? ¿Y quién si no? –Pregunté con incredulidad-. Yo no conozco a otro ser como tú, Aronne, y pensándolo fríamente, desde tu llegada, mi familia ha sido acechada por una multitud de tragedias. Si no has sido tú, ¿quién demonios ha sido tan cruel para poner fin a esa vida? ¡Era mi amada prima! Demasiado joven… -sollocé deteniendo mi marcha. Fue entonces cuando mis lágrimas de añoranza hacia mi queridísima Annabeth, reprimidas durante tanto tiempo, fueron vertidas sin piedad en su memoria. Él se aproximó a mí y aunque podía notar su miedo a ser rechazado, me abrazó. Lloré en su pecho hasta que un intenso dolor de cabeza se adueñó de mí. Entonces supe que no estaba soñando, aquello ya no era un sueño. Me hallaba pues en mi habitación con aquel oscuro ser al que mi corazón amaba pese a sus pecados sin tener claro el porqué. Y nuevamente volví a caer en la más dulce tortura de sus besos, pero esta vez, no era la pasión desmedida por aquel íncubus traicionero, sino el amor incondicional hacia aquel hombre, el cual se mostraba ante mí sincero y arrepentido. Sabía en lo más 144


profundo de mi ser que Aronne no había sido el culpable de aquello. Lo sabía incluso cuando mi lengua lo estaba culpando de su muerte. Nos dejamos llevar por la pasión que conllevaba el contacto de su cuerpo contra el mío. Me alzó en brazos y me posó sobre el lecho. Ahora sus movimientos, al igual que los míos se tornaron más tórridos, menos sutiles y el decoro fue arrinconado en el olvido. Dejándonos llevar por la pasión más acalorada y el vicio, en un santiamén me hallé sin ropa alguna. Podía contemplar con asombro el perfecto desnudo de Aronne. No era la primera vez que veía su cuerpo carente de vestiduras, pero aquella noche fue diferente. Anhelaba sentir el calor de su torso desnudo sobre mi pecho, palpar con mis dedos cada curva de sus brazos, cubrir de besos cada centímetro de su piel. Deseaba que fuese mío. Mío y de nadie más. Y tal y como lo deseé, así lo hice. Dejé que fuera mi cuerpo el que dominase la situación y no mi mente. Me abracé a su cuello y lo besé como nunca antes mientras palpaba su sedosa cabellera. Aquella sensación de libertad y hedonismo me cautivó hasta tal punto que no pensaba en los innumerables quebraderos de cabeza que últimamente me habían estado asaltando. Ni cielo ni infierno, ni luz ni oscuridad, ni el bien ni el mal. Ni siquiera Lord Wiltshire, mi padre o el Magdalene. En aquel instante, tan sólo existíamos Aronne y yo. Él comenzó a descender por mi aterciopelado cuerpo hasta llegar a mis senos, los cuales se 145


endurecieron de repente ante el contacto de su lengua y sus manos, y no pude reprimir un suspiro de placer. -Oh, Corinne… -gruñó-. Cuanto he anhelado este momento… Lo cierto es que no había existido día en que yo no lo anhelara, y mis sutiles movimientos y mis tímidos gemidos así se lo estaban demostrando. Mirándome a los ojos, deslizó una mano por mi humedecido sexo, el cual palpó sin dejar de lamer y mordisquear mis rosados pezones. Aquel hombre me estaba llevando al borde de un abismo totalmente desconocido para mí, un abismo donde reinaba el placer más absoluto. Entonces, cuando mi cuerpo comenzó a tensarse involuntariamente, cesó, dejándome agitada y jadeante, sedienta de más. Quería agradecerle ese momento de delectación inconclusa de alguna forma y fue entonces cuando percibí su acrecentada ansia entre aquellos torneados muslos. Me incliné hacia él, besándole de nuevo, jugueteando con su lengua y mordisqueando sus labios, para instarle a que se posase sobre el lecho. Una vez lo tuve justo donde yo quería, deslicé mis labios hasta su vientre, el cual besé y palpé después de hacer lo mismo con su torso. Rodeé con mis dedos su miembro y dejé que mis labios acariciaran la suave textura de aquel centro de inconmensurable placer. Notaba sus palpitaciones en mi mano. Duro, expectante. Con mi lengua saboreé tímidamente su carne y entonces él me sujetó por la nuca, mientras sus gruñidos rogaban que mis labios abrazaran aquella zona. Sus pretensiones fueron saciadas por mi inexperiencia mientras él me guiaba pausadamente. 146


-Detente, Corinne... –musitó. -¿Qué ocurre? ¿No te gusta? –pregunté bajo mi ignorancia. -No, no es eso… -sonrió-. Es más bien todo lo contrario, Corinne. He estado aguardando tanto este momento… -gruñó abalanzándose sobre mí-. No deberíamos hacerlo -dijo mirándome a los ojos. Estuvo unos segundos en silencio, contemplando mi virginal desnudo bajo su cuerpo. Mi respiración se aceleraba cada vez más debido a la expectación. -Aronne… -susurré-. Necesito tenerte dentro de mí… Ante mi declaración, abrió los ojos como platos y yo sonreí complacida. -Maldita sea… -gruñó para después besarme con tanta furia y pasión que me hizo temblar al instante, presa de una mezcla de lubricidad y desasosiego. -Hazlo –le supliqué arqueando mi espalda, dándole así mi más sincero consentimiento. Una sutil punzada recorrió mi cuerpo entero iniciándose en mi sexo en el momento que él introdujo su miembro. Solté un etéreo gemir, más no por el dolor, si no por el placer que aprecié al advertirlo por fin dentro de mi ser. Éramos uno. Aquella nimia dolencia desapareció por completo a medida que él se iba moviendo dentro, muy pausadamente al inicio, para después profundizar más en sus embestidas. Me abracé a su espalda y le rogué que no cesara. Aronne aceleró la marcha, cada vez con más ímpetu y maestría, e hizo que llegáramos al clímax al unísono. 147


-¿Te encuentras bien? –le pregunté posada sobre su torso al advertir el silencio que se había creado. -Mejor que bien… -contestó Aronne acariciando mi espalda-. Tan sólo estoy algo preocupado. -Ahora que el hecho ha sido consumado, ¿moriré? -¡No, no! –Exclamó incorporándose y mirándome a los ojos-. ¡No lo permitiría nunca! -Entonces… ¿te marcharás? Quiero decir, ¿deberás ir a por tu próxima víctima? –le pregunté cubriéndome con las sábanas sintiéndome realmente estúpida por realizar semejante pregunta. -Corinne… Ahora debes descansar. Créeme, estarás realmente débil por la mañana si no lo haces. Los de mi clase nos alimentamos de la energía vital de los humanos, ¿sabes? –sonrió tan dulcemente que me costó reprimirme y no suplicarle que se quedara aquella noche allí conmigo-. Duerme… -susurró acariciándome la frente. Al instante, caí en un insondable y apacible sueño. El funeral de mi prima iba a tener lugar aquella misma mañana y yo me encontraba realmente débil para asistir. El haber hecho el amor la noche anterior con Aronne me había debilitado en exceso, tal y como me había prevenido, pero daba gracias de aún estar viva. Los íncubus podían matar a sus víctimas si les absorbían energía vital en cantidades excesivas. Pero lo que me estuvo incomodando durante toda la noche fue la visión de Annabeth, culpándome con su índice en alza de no haber pensado en ella, de haberme cambiado al bando enemigo. De algún modo, me sentía verdaderamente culpable, pues aunque Aronne no fue el causante de su muerte, sí lo fue su raza, y el 148


mismo día en el que le arrebataron la vida a mi amada prima, yo yací sobre el mismo lecho que uno de ellos. El espíritu de mi joven Annabeth se estaría revolviendo de dolor y resentimiento. La fiebre no disminuía y estaba comenzando a delirar. Los sudores y los escalofríos no eran nada comparado con las terribles imágenes que salían de mi mente inundando mi dormitorio. Fantasmas del pasado venían tan sólo para atemorizarme, incluso tal vez, deseaban que perdiera la cordura. Allí se encontraba la madre Josephine junto a su compañera, la madre Rose. Reían de una forma realmente estremecedora y estruendosa, mientras se acercaban y alejaban levitando. No podía verles los pies, pues carecían de ellos, cosa que me provocó incesantes y molestos tembleques debido al miedo que me embargaba. Lord Wiltshire también rondaba por allí. Entraba y salía a su merced por la ventana, amenazándome con poseer mi febril cuerpo hasta poner fin a mi vida con un gran cuchillo de cocina que llevaba en la mano, el cual enseñaba continuamente para atemorizarme. Decía que una vez que mi corazón dejara de latir, devoraría mis entrañas y exhibiría mi cabeza cual trofeo en una de las paredes de su casa. Y cómo no, también se encontraba Annabeth. Ella estaba sentada en los pies de mi cama, mirándome sobre aquellas negras y hundidas ojeras. Su piel era tan pálida como la nieve y sus labios estaban morados, justo como el día de su muerte. Temblaba como yo, parecía tener los mismos síntomas, y cuando los otros 149


tres atormentadores espíritus se marcharon, decidí preguntarle por su actual estado. -Annabeth… ¿Por qué me has abandonado? – conseguí preguntarle pese a mis constantes escalofríos. -¿Qué has hecho, Corinne? ¿Acaso no fue suficiente mi muerte para alejarte de ese monstruo? -¿Qué monstruo? ¿De qué me hablas? -De aquel al que tú llamas Aronne… Uno de ellos me arrebató mi vida. Tú lo sabías y aún así lo hiciste, ¿por qué? –sus ojos estaban privados de vida, de amor y de clemencia. -Annabeth, él no es… -Es un asesino, pero apuesto a que no te lo ha dicho todo, ¿verdad? -¿A qué te refieres? -Él iba a por ti, sin importarle tu destino, si vivías o morías. Al fin, ha cumplido lo que vino a hacer-. Dicho esto, desapareció.

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14. A la espera

A

ronne meditaba en silencio en la Celda de Efialtes. Llevaba largas horas meditabundo, absorto y de un lado para el otro. Corinne era su principal preocupación. Le había fallado y lo sabía. Habían tantas cosas que temía que descubriese… No había encontrado jamás a una mujer como ella y si se enteraba de los numerosos crímenes que había cometido a lo largo de sus siglos de vida, lo más probable era que lo abandonase y que le privase de su presencia para siempre. No podría soportarlo. No ahora que alguien había conseguido romper aquella armadura blindada de perversión y maldad. No ahora que había conocido al fin el amor. -¿Aún sigues aquí, hermano? –le preguntó Piotr aproximándose. -No me atrevo a decirle a Mrart que cumplí la orden. -Oh, no… -susurró-. No, no y no, Aronne… -Sí… Me temo que sí… -Ni te atrevas a decirlo, compañero. Ni lo menciones siquiera… -dijo llevándose las manos a la cabeza. Piotr estaba alterado y comenzó a golpear los troncos muertos y las rocas del árido paraje de la Celda de Efialtes. -¿Por qué no? –exclamó furioso-. ¿Eh? ¿Es tan terrible que me haya enamorado de ella? -¡Lo has dicho, maldición, lo has dicho! No hables de amor… 151


-Demasiado tarde, Piotr… -dijo mirándole a los ojos con el ceño fruncido-. La amo. La amo más que a nada en este universo. La amo como nunca he amado a nadie. -Mal, mal, mal. ¡Muy mal! –gruñó-. ¿Acaso has perdido la cabeza? Sí, obviamente la has perdido. ¿Sabes por qué no puede salir bien esto? Tú eres un demonio, hermano, un íncubus. Tu designio no es más que hacer que los mortales cometan actos atroces, contra el prójimo y contra sí mismos. Además, perviertes a mujeres hasta su lecho de muerte o las conduces hacia la pérdida absoluta de la cordura maldiciéndolas con una criatura demoníaca dentro de su vientre… ¿Crees que Corinne estaría dispuesta a convivir con eso? Y lo peor de todo, ¿crees que Mrart permitiría que viviese aquí, contigo? -Ella lleva ahora a mi hijo en su vientre… Lo aceptará. -¡Mrart la matará! ¿No lo entiendes? ¡La matará en cuanto dé a luz! ¡Y también te matará a ti si te interpones en su camino! ¿Quieres eso? ¿Deseas que te mate y que Leonardo ocupe tu puesto como comandante y como preceptor de tu hijo? -No –contestó apretando fuertemente sus puños. Sus brazos permanecían rígidos, pegados a su torso, y su rostro se contraía en una mueca de odio y repulsión cada vez que se nombraba al presuntuoso de Leonardo. -¡Por todos los diablos, Aronne! ¿Cómo ha podido ocurrirte eso? –Dijo un poco más calmado-. Tranquilo, hermano. Lo solucionaremos… -No. 152


-¿Qué? –preguntó Piotr confuso ante la tajante negativa de su amigo. -No voy a poner fin a mi relación con Corinne… -¿Relación? ¿Pero qué relación? ¿De qué hablas? Creo que voy a perder los nervios contigo… -Voy a pedirle que se venga conmigo… -¿Estás loco? ¿Estás pensando con claridad? Escúchame con atención: No podrá estar aquí sin ser descubierta. Y no me pidas que sea vuestro cómplice, ¿de acuerdo? No me voy a jugar el cuello por ti. -No me refiero a vivir aquí… Me refiero a fugarnos de este miserable lugar. ¿No harías lo que fuera por salvar a Palmira? -¿Por qué sales con Palmira ahora? Mi hermana es un demonio relegado al exilio, no es lo mismo, Aronne, y lo sabes. -Podemos liberarla y huir los tres de aquí. No más crímenes, no más mentiras, no más misiones… Palmira apoyaría la moción. -Mi hermana era débil de corazón, parecía medio humana, y mira donde la llevaron sus nobles sentimientos y su compasión. -¿Y no va siendo hora que le pagues por su sacrificio? ¿No merece vivir los próximos años siendo libre como ella tantas veces rogaba? -¡No puede ser, Aronne! Esto no es un maldito juego, ¿sabes? Aunque lográsemos salir del inframundo, ¿crees que tu padre no nos seguiría y nos mandaría destripar? –susurró mientras miraba a su alrededor comprobando que no hubiera nadie que pudiera escuchar. 153


-Solamente contéstame a una pregunta: ¿deseas pasar toda la eternidad así? Tardó unos segundos en contestar, incluso volteó los ojos y fijó la mirada en el árido terreno, pero finalmente, mordiéndose el labio, negó con la cabeza. -Te voy a decir una cosa, Aronne. Me da lo mismo lo que ocurra conmigo y tanto me da pasar mi eternidad aquí o en el mundo mortal. Sé que Palmira quería vivir en el exterior, pero es demasiado arriesgado, ¡maldita sea! -Ella quería enamorarse y formar una gran familia fuera de todo esto y aunque la idea de huir de aquí no te entusiasme en exceso, le debes una. Piotr se concedió unos segundos para pensar y aclarar sus ideas. Sabía que Aronne tenía razón, y Palmira, su adorada hermana, estaba cargando con un castigo inmerecido; él la metió dónde estaba, así que ya iba siendo hora de dejar a un lado su egoísmo y ayudar a la que un día cedió su libertad por él. -Nos vemos en una hora en el camino que bordea el lago del Aeternum Exilium, justo en la gran roca que lo divide –dijo finalmente. -Bien, voy a ir a buscar a Corinne y le avisaré de nuestro plan -una sonrisa de nerviosismo y complacencia se dibujó en el rostro del mediodemonio. -Nos veremos allí –dijo Piotr antes de desaparecer.

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15. La promesa del engaño

T

ras el funeral de Annabeth, mi padre fue a buscar mi bolsa de viaje y me mandó esperar con Armand en el coche de caballos. No me dejó tan siquiera despedirme de Hannah, que se hallaba con Abigail en nuestra casa. -¿Se encuentra bien, Corinne? –me preguntó Armand al verme absorta mirando por la ventanilla. -Estoy confusa… Intento aceptar su pérdida… contesté con los ojos clavados en el gran tronco del árbol que estaba situado a nuestro lado. -Te entiendo. Mi sobrina era una mujer joven y lozana, no merecía un final tan temprano y trágico – suspiró-. El motivo por el cual jamás he tenido hijos ni he pensado casarme es para evitar pasar por lo que hoy mi hermana está atravesando. Va a ser un trance muy duro para ellos, ¿sabe? Sé que Geraldine desearía que se quedara usted aquí, en Castle Combe, para brindarle su apoyo… -Yo también lo deseo, pero parece ser que nada ni nadie hará cambiar de opinión al testarudo de mi padre… -musité secándome una lágrima que recorría rauda por mi mejilla.

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Sir James se aproximaba al carruaje con mi bolsa de mano, la cual dejó dentro antes de cerrar la puerta apresuradamente. -Ve, Armand. Ya he mandado un telegrama al capitán del barco y a las hermanas del Magdalene avisando de que Corinne va de camino. Hija –dijo ahora dirigiéndose a mí-, sé que estarás bien allí… -¿Está seguro, padre? –le pregunté sarcásticamente. Dicho esto, Armand arreó los caballos y salimos de Castle Combe destino al puerto donde me esperaba el capitán. Aún continuaba con la dichosa fiebre de la noche anterior y no podía quitarme a Aronne de la cabeza. Temía estar perdiendo el juicio, pues podía sentir su fragancia acompañándome durante todo el trayecto. -Corinne… -oía aquel susurro pero continuaba dormida. La fiebre me impedía reaccionar con rapidez y lo único que tenía era mucho sueño-. Corinne... – insistió. Tuve que hacer un gran esfuerzo para, entre tiriteras y sudores fríos, abrir los ojos. Estábamos detenidos en lo que parecía ser el puerto de Swansea donde el capitán Andrews estaba hablando con Armand cerca del barco. Pero al girar la cabeza a mi derecha, donde debía estar tan sólo mi maleta con las cuatro mudas que había cogido, se encontraba mi amor: Aronne estaba allí. Me lancé a sus brazos aún aturdida e hinqué mi cabeza en su torso, dejando que me rodeara con sus fuertes brazos. -¡Amor mío, estás ardiendo! –exclamó. 156


-Tengo algo de fiebre, Aronne, no es nada… Ahora que tú estás aquí me encuentro mucho mejor. -Corinne, escúchame con atención –dijo con tono serio mientras acariciaba mi cabeza que aún continuaba reposando sobre él-. Vas a venir conmigo, ¿de acuerdo? Nos vamos a ir de aquí, tú y yo solos. -¿Fugarnos? –pregunté levantando de inmediato la cabeza y mirándolo con los ojos como platos. -Maldición, Corinne… Estás muy enferma –dijo preocupado mientras acariciaba mi rostro-. Sí, preciosa. Nos iremos de aquí juntos. No tendrás que volver a esa escuela nunca más. -Pero, ¿y mi padre? ¿Y Hannah? -Tu familia estará bien… -No sé, Aronne… Ahora la duda me embarga y no sé si estoy en condiciones de… -¿Deseas pasar el resto de tu vida bajo las órdenes de tu padre? Yo del mío no, Corinne… Bajé la mirada. Tenía razón. Si me quedaba, debería complacencia a mi padre de por vida, y al repulsivo de Lord Wiltshire. Además, a saber qué me depararía mi internamiento en el Magdalene… Aunque me sentía incapaz de tomar una decisión y no quería que ésta fuera precipitada, aquella sensación de seguridad y protección volvió a mí y sentí como mi fiebre iba mitigando. Lo amaba, entonces, ¿de qué diablos tenía miedo? -Iría contigo al fin del mundo, amor mío –le dije definitivamente. Y un cándido beso selló el inicio del que iba a ser nuestro nuevo destino. Nos escabullimos del carruaje aprovechando que Armand se encontraba entablando una distendida 157


conversación con el viejo cascarrabias del capitán Andrews. No sabía si estaba haciendo lo correcto, lo único que estaba comenzando a apreciar era una mejoría en mi estado de salud, así como en mi ánimo. Estaba comenzando a saborear al fin la libertad y eso sentaba la mar de bien a mi alma inquieta. Corrimos sin detenernos hasta llegar a un pequeño camino de tierra que se adentraba a un frondoso bosque. Allí, Aronne, que no había soltado mi mano ni un solo segundo, paró en seco y me sostuvo por los brazos. Antes de que me diese cuenta, el verde que nos rodeaba fue reemplazado por un lugar yermo desprovisto de vida. El aire era hediondo y me costaba una barbaridad respirar. Tuve que cubrirme la nariz con un pañuelo de seda para que su olor a jabón de lavanda impidiera que me desmayara. -¿Dónde estamos? –le pregunté retrocediendo. Si no hubiese sido por los buenos reflejos de Aronne, hubiese caído al tropezar con una piedra que había tras de mí. -No te asustes, Corinne… -dijo sujetándome por la cintura-. Estamos en mi mundo. -¿En tu mundo? –pregunté confusa-. Eso quiere decir que estoy en… ¡Oh, Dios mío! –Exclamé tapándome la boca-. ¡Estamos en el infierno! -Sí, pero no tienes nada que temer. Estás segura aquí conmigo. -No creo que el infierno sea un lugar seguro para nadie… -dije observando mi alrededor. Veía una gran montaña frente a un pestilente lago de lodo en el que se formaban auténticas figuras. Parecían humanoides deseando salir a la superficie y 158


pensé en que ese debía ser el lago donde van todas las almas impuras, las almas de asesinos, ladrones, incestuosos y adúlteros. -¿Qué miras? –me preguntó riéndose. -Apuesto a que te parece gracioso mi creciente miedo ahora mismo, ¿verdad? –le dije poniendo mis brazos en jarra. -Bueno, es adorable… -sonrió-. Tranquila… No te va a pasar nada, pero debes moverte muy rápido por aquí, ¿has entendido? -¿A qué te refieres con eso? ¿Es que nos persigue alguien? –el miedo se tornó terror. -Tú sólo coge mi mano y pisa por donde yo pise tan rápido como puedas. Y Corinne… -¿Sí? -Por nada del mundo ceses de correr, veas lo que veas u oigas lo que oigas. ¿Preparada? -Qué remedio… -susurré. -Yo también estoy preparado –dijo un hombre que apareció en aquel momento frente a nosotros. -Corinne, este engendro rubiales de aquí es Piotr, mi amigo, mi compañero, mi hermano. Piotr, ella es Corinne… -Un placer –dije cuando aquel apuesto joven sostuvo mi mano para besarla con suma delicadeza. -El placer es mío… -contestó, pero no llegó a posar sus labios en mi mano, pues Aronne tiró de él. -Vamos, hermano… Dejemos las presentaciones para cuando estemos fuera de aquí. ¿Eran celos aquello que pude apreciar en su obsidiana mirada? Entonces, Aronne volvió a cogerme las manos y volvimos a aparecer en un lugar diferente. 159


Hacía frío y el aire era más apestoso si cabía, incluso ¿húmedo? -¡Por todos los demonios! ¡Estamos dentro del estanque! –exclamé al comprobar que mis piernas estaban completamente zambullidas en aquel fango nauseabundo-. Oh, mi vestido… -musité provocando una risa a los demonios que me acompañaban. -¡Palmira! –Comenzó a gritar Piotr-. ¡Palmira! Insistía. -¡Pal! ¿Dónde estás? –gritaba ahora Aronne mientras ambos movían las manos dentro de aquel barro con olor a azufre y a putrefacción. Piotr se zambulló por completo y volvió a salir como si de un monstruo se tratara, escupiendo aquella sustancia repugnante y quitándose los restos adheridos a sus párpados. Me fijé en el color de sus ojos, pues eran idénticos a los de Aronne. Lo cierto es que nunca, jamás en mi vida, hubiera pensado que los habitantes del inframundo, aquellos seres odiosos, pecaminosos y malvados albergaran tanta belleza como Aronne y su compañero. No sabía qué estábamos haciendo ni siquiera quién era aquella Palmira que debíamos encontrar, hasta que un ensordecedor alarido de horror estremeció mi cuerpo. -¿Qué ha sido eso? –pregunté asustada. -Eso ha sido mi hermana… -contestó Piotr sin cesar de buscar con la mirada. -Fue desterrada aquí hace siglos por mi padre – añadió Aronne. -¿Desterrada? ¿También os pueden desterrar del infierno? 160


-Los traidores, los insidiosos y los débiles de alma pueden ser proscritos en este lugar llamado el Aeternum Exilium –contestó Aronne quitándome restos de barro que se habían enredado en mi cabello. -¿Los débiles de alma? ¿Acaso hay demonios débiles de alma? -Mi hermana lo fue y también Aronne. Creo que hasta yo lo he sido alguna vez –contestó Piotr reticente-. Ahora, silencio. Necesito concentrarme para encontrarla… Miró a su alrededor girando sobre sí mismo un par de veces hasta que dio con algo que se movía a lo lejos. Aquello, fuera lo que fuese, intentaba escabullirse de una gran masa rojiza que trataba de sumergirlo. Aquella masa tenía forma humana, solo que tres veces mayor, y al entrecerrar los ojos para agudizar mi visión, pude percibir que el tono rojizo era debido a que su piel estaba en llamas. Aquella cosa incandescente iba a ahogar a Palmira si no hacíamos algo de inmediato. Sin pensármelo dos veces, fui hacia ellos. Hice caso omiso a los gritos exasperados de Aronne que pretendía detenerme y continué avanzando como podía, abriéndome paso por aquel lago. Miré hacia atrás un segundo y comprobé que tanto Aronne como Piotr me seguían, aunque el primero tenía una cara muy poco amigable y no cesaba de gritar mi nombre para que me frenara. Tan sólo deseaba llegar a esa criatura y detenerla antes de que hiriese de muerte a Palmira, sin embargo, hasta que estuve a escasos dos metros de ellos, no me paré a pensar cuál iba a ser mi modus operandi. -¡Detente, Corinne! –gruñó Aronne. 161


No sé si fue la orden explícita de Aronne o la imagen de aquel monstruo llameante que rugía frente a mí lo que hizo que me detuviera e incluso retrocediera un par de pasos. Palmira no cesaba de lanzar gritos agónicos de terror y sufrimiento mientras la bestia la atemorizaba abriendo aquel descomunal agujero negro que tenía por boca. -¡Pal! ¡Tranquila, no temas! ¡Voy a rescatarte! – gritaba Piotr avanzando hacia la bestia. Entonces, Aronne y él se abalanzaron a sus espaldas para impedir que golpeara de nuevo con aquellas grandes zarpas a la mujer, la cual parecía aterrada y desubicada. Podía ver las caras de dolor de los dos demonios, pues se estaban abrasando el pecho con las llamas que desprendía la espalda del monstruo. No se podía decir que fuesen pequeños, pero a comparación con la endiablada bestia parecían diminutos. -¡Palmira, corre! –le gritó Piotr a su hermana mientras yo le tendía la mano en señal de ayuda. Aquella cosa emitía ensordecedores bramidos mientras trataba de zafarse de sus molestos contrincantes, pero estos, al ver que la mujer ya no corría peligro porque estaba junto a mí al otro lado del estanque, saltaron del lomo humeante y se apresuraron a venir hacia nosotras. Ambas respirábamos con dificultad y estábamos completamente perdidas de barro, pero ella además tenía numerosos rasguños y pequeñas cicatrices surcándole los brazos, el cuello e incluso un corte reciente cruzaba su mejilla derecha. Me examiné y me 162


quedé algo más tranquila al comprobar que yo estaba libre de heridas, ni siquiera superficiales. Cuando Piotr y Aronne llegaron sanos y salvos a la orilla donde nos hallábamos, pudimos vislumbrar como el monstruo de fuego se sumergía y lanzaba al aire en repetidas ocasiones a otro pobre proscrito, éste ya, inerte. -¡Hermano! –exclamó Palmira lanzándose a los brazos de Piotr. -¡Pal! –musitó el demonio. Aronne me sonrió e inmediatamente me abrazó con tanta fuerza que pensé en que no podría aguantar más sin respirar. -Lo siento, a veces no controlo mi ímpetu… -se disculpó al ver que intentaba liberarme con delicadeza de sus brazos. -No pasa nada, amor mío –le dije antes de besarle. -Debemos salir de aquí –dijo Aronne. Me agarró firmemente de la cintura y aparecimos en otro lugar. No lograba acostumbrarme a aquel tipo de transporte extraño que parecía poseer mi demonio, pues mi estómago estaba comenzando a resentirse. El paraje había cambiado completamente, es más, ahora estábamos en la superficie y con eso me bastaba. No sabía dónde nos encontrábamos, ni siquiera si estábamos en Inglaterra, pero al notar el aire fresco y puro del exterior en lugar de aquellos gases pestilentes del núcleo terrestre me reconfortó. -A todo esto… ¿Estás bien, hermana? –Le preguntó Piotr-. Quiero decir, ¿te han hecho daño? -He estado viendo como otros demonios eran devorados por esa bestia inmunda durante mi estancia 163


en ese lugar… Me ha costado mucho sobrevivir allí y no te voy a negar que algunos días pensara incluso en mi rendición, pero hoy me alegro de no haberlo hecho… Al fin puedo volver a abrazar a mi hermanito… -dijo dándole un cálido abrazo. Ésta poseía un rostro realmente hermoso con una cabellera negra rizada anudada a su nuca y unos grandes ojos negros como demonio que era. Su escaso ropaje estaba desgarrado y ligeramente abrasado. -¿Te encuentras bien? –me preguntó Aronne. -Sí, solamente algo mareada… -contesté-. ¿A dónde vamos ahora? -¿Hacia dónde te gustaría ir? –me preguntó con una sonrisa cómplice. -Bueno… Lo cierto es que me da igual donde vayamos, pero hay una cosa que quiero hacer antes. Me gustaría despedirme de mi familia, Aronne… -dije mordiéndome el labio inferior. Sabía el peligro que podía conllevar el perder más tiempo en Inglaterra, pero no podía marcharme sin despedirme de Hannah y de mi padre. -¿Sabes cuántos problemas podría ocasionarnos, Corinne? ¡Nos perseguirán en breve todo un séquito de demonios! –dijo frunciendo el ceño. -Lo sé, lo sé… Pero Hannah no entenderá que me haya ido así sin más y… -suspiré con amargura-. Ya perdió a nuestra madre y no quiero que piense que también me ha perdido a mí… -Te entiendo… -dijo abrazándome-. Hablaré con ellos y les diré que haremos una pequeña parada en Castle Combe. Tú quédate aquí. 164


Mientras Aronne fue a hablar con ellos, yo me quedé sentada en una gran piedra de la explanada donde nos hallábamos, meditando en mi regreso a mi hogar y mi huida del mismo. Estaba segura que mi padre no lo iba a entender y que intentaría impedírmelo a toda costa. Por no hablar de la reacción de Hannah. La iba a echar tanto de menos… No me hacía a la idea de tener que separarme de mi ella, pero amaba a aquel hombre y si quería mantenerlo con vida era lo que debía hacer. Veía de reojo como Piotr, acalorado, negaba con la cabeza la propuesta de Aronne y como Palmira trataba de calmarlo posando sus delicadas manos sobre su hombro. Al fin, pareció serenarse y se quedó mirando el suelo, conteniendo maldiciones con un rostro poco amigable, pero al menos, asentía con la cabeza. -Venga, debemos acabar con esto lo antes posible, así podremos marcharnos de aquí cuanto antes -dijo Aronne avanzando hacia mí. -Siento que tengáis que hacer esto por mí. Yo… -Tranquila –dijo Palmira-. No te disculpes. Entiendo tu necesidad de despedirte de tu familia. Tú arriesgaste tu vida por unir a la mía, por unirme a mi hermano. Es lo menos que podemos hacer, querida. ¿No es así, Piotr? –le preguntó enarcando una ceja. -Así es, me temo… -contestó sin mirarme. -Bien, agárrate fuerte –me dijo Aronne. Me abracé a él y puse mi cabeza sobre su torso. Volvimos a desaparecer. -Estoy asustada… 165


-No te preocupes, Corinne… Todo va a salir bien, créeme –me contestó Aronne frotándome los brazos para darme ánimos. Estaba realmente nerviosa allí frente a la puerta de entrada de casa de los Bendix. En aquel momento, hubiera preferido ser una cobarde y desaparecer sin más. De todos modos, sabía que la reacción de mi padre iba a ser pésima… -¿No es muy tarde? –Pregunté mirando la puerta-. ¿Y si venimos mañana? -Sabes que no podemos retrasarnos, preciosa… En verdad, no deberíamos estar pisando tierra inglesas ya… -Lo sé, lo sé… -respiré hondo y di la mano a Aronne-. De acuerdo, hagámoslo. Cogí el picaporte y me limité a dar tres golpecitos. Abigail abrió la puerta. -¡”Mija”! Cuánto te he extrañado… Creíamos que te habías fugado, cielo… -exclamó abrazándome-. Un momento, ¿quién es este hombre? ¿Y cómo es que estás hasta el cuello de barro? –me preguntó mirando de arriba abajo a mi apuesto acompañante. -Su nombre es Aronne Bourousis… -traté de esbozar una sonrisa para ocultar mi creciente nerviosismo-. ¿Está padre? -Sí, sí, por supuesto… Pasen… -dijo contrariada. -¡Corinne, hija! –dijo padre avanzando con paso decidido hacia mí-. ¿Puede saberse dónde has estado? Armand estaba preocupado y Lord Wiltshire y yo te hemos estado buscando por todos… -interrumpió su reprimenda para observar con el ceño fruncido a Aronne-. ¿Quién es este hombre? 166


-¡Es él! ¡Maldito seas! –Gruñó Lord Wiltshire que apareció de la nada con su habitual porte vanidoso y repugnante-. ¡Él es el que besó a mi prometida en mi propia casa! -Escúcheme, padre… -Bastardo… -rugió mi padre sacando un arma de su vestimenta y apuntándole-. ¡Aparta, Corinne! Es peligroso. Lord Wiltshire no tardó en imitarlo y también sacó un arma que tenía guardada bajo su capa. -¡No! –grité-. No le disparen… -susurré asustada y poniéndome frente a un Aronne estoico y serio-. Le amo, padre… -dije. -Fulana… -gruñó Lord Wiltshire ahora apuntándome a mí. -Hazte a un lado, hija… No sabes lo que dices. Ya sé lo que hacen los hombres como él. Seducen a jóvenes con sus cantos de sirena y luego devoran su alma durante el acto… ¿No es así? –lanzó una mirada al hombre al cual intentaba proteger con mi vulnerable cuerpo. -No sé de qué me habla… -se limitó a contestar Aronne. -Vamos… Conozco a los de tu calaña. Hazte a un lado, hija. -¡No! No voy a permitir que lo matéis. Padre, me voy a ir con Aronne muy lejos de aquí. Tan sólo he venido a despedirme. -¡Eres mi prometida! ¡Maldita ramera! –exclamó fuera de sí el Lord activando el martillo de su pistola. -¡Cállese! –Le gritó padre al Lord-. Y deje de apuntar a mi hija. Corinne, apártate de ese demonio… 167


-Corinne, vámonos… Ya ves que no ha sido posible mantener una conversación con tu padre – decía Aronne cogiendo mi mano y abriendo la puerta. -Ellos mataron a tu madre… -dijo padre. Noté como si un puñal de grandes dimensiones atravesara mi corazón y se hiciera trizas en aquel preciso instante. No podía ser cierto, me negaba a creer semejante atrocidad. ¿Pudiera ser que me hubiese enamorado perdidamente del cómplice del asesinato de mi madre? ¿Acaso Aronne tenía consciencia de ese hecho y me lo había estado ocultando? ¿Querría tan sólo mi muerte para así alimentarse de mi joven alma y aquellas promesas de amor no fueran más que una insidiosa artimaña como me sugirió la difunta Annabeth en aquel sueño? -¿Es eso cierto, Aronne? –le pregunté cabizbaja, de espaldas a él e incapaz de mirarle a los ojos-. Contesta –añadí al ver que ni una sola palabra salía de su boca. -Cuando te conocí, no tenía idea de esto, Corinne… -musitó. -¡Embustero! –exclamó padre. Ahora la mano que sostenía el arma temblaba. Pese al rechazo que estaba sintiendo en esos momentos, temía que disparara. -No lo sabías cuando me conociste, ¿pero después? ¿Lo sabías esta mañana, Aronne? –torné a preguntar aún de espaldas a él. -Sí… -dijo. Mi cuerpo se estremeció de dolor y desengaño. El hombre al cual amaba me había estado ocultando el verdadero motivo de la muerte de mi madre, de la cual 168


lo sentía parcialmente culpable, o al menos a su estirpe, y pretendía que me fuera con él y abandonase todo lo que conocía hasta entonces. Lágrimas de congoja y desesperación brotaron de mis ojos mientras un sudor frío recorría mi cuerpo. -Largo… -aquella palabra emergió de mis labios y ni siquiera me paré a meditar en su significado ni en lo que conllevaría-. Vete de mi casa, Aronne. Aléjate de mí y de mi familia –le dije ahora mirándole fijamente a los ojos. Vi como su rostro se quedó paralizado presa del horror y la desolación. -No quiero verte nunca más –añadí. Padre se acercó y posó sus manos en mis hombros tras guardar su arma. -Ya la has oído. Vete antes de que me arrepienta de no dispararte entre ceja y ceja que es lo que te mereces tú y cada uno de los tuyos… Aléjate de mi hija… para siempre –dijo padre. Aronne me miró como si no pudiera dar crédito a mi reacción, pero podía ver en sus ojos esa sensación tediosa que solamente causa el remordimiento. -Corinne… Lo siento de veras… No sabía cómo… -Ya has oído a mi padre. Sal de mi vida para siempre –dije con las lágrimas recorriendo mi rostro. Aronne agachó la cabeza y salió al exterior, donde le esperaban Piotr y su hermana. Antes de cerrar la puerta, me dedicó la que iba a ser su última mirada, la mirada más enternecedora que me habían brindado jamás. Aquella sensación de nostalgia aún sin haber 169


desaparecido de mi vida me provocó un enorme nudo en la garganta. -¡Padre! –exclamé. Corrí a brazos de mi progenitor el cual intentó calmarme, aunque no lograba deshacerme de la fastidiosa sensación de soledad que ahora albergaba mi alma. ¿Cómo iba a hacerlo? ¿Sería capaz de perdonar alguna vez a mi corazón por el hecho de enamorarse de la persona equivocada? Padre despidió cordialmente al Lord, que se marchó refunfuñando como de costumbre. Tras un reconfortante baño, me encerré en mi dormitorio. Pero aquella misma noche, mis sueños volvieron a perturbarme. Al contrario que en mis anteriores encuentros con Aronne en el mundo de Morfeo, no estaba desnuda. Me hallaba en mi misma habitación, sentada en el borde de la cama, con mis manos cubriendo mi rostro mientras me deshacía en sollozos y lamentos. -Corinne… -susurró una voz varonil-. Puedo verte… Aquella no era la voz del demonio del cual me había enamorado, no. Aquella era una voz más fina y áspera en igual medida; era una voz que en mi vida había escuchado. Miré a mi alrededor con sobresalto, examinando la estancia desde el filo del lecho en el que me hallaba. ¡Maldita oscuridad! ¡No lograba ver nada! -¿Quién ha dicho eso? –dije con auténtico pavor. Entonces, una mano cubrió mi boca desde atrás. Alguien estaba tras de mí, alguien con una fuerza descomunal y larga cabellera que rozaba mi mejilla. 170


-Shhh… Cierra tu bonita boca, Corinne… No querrás que nadie nos descubra, ¿verdad? –dijo aquel hombre al que aún no podía otorgarle rostro. Acto seguido, me comenzó a acariciar el pronunciado escote que dejaba entrever aquel vaporoso vestido níveo. Podía sentir los latidos de su corazón golpeando mi espalda. -Sí, Aronne tenía razón. Eres tan sumamente… deliciosa… -dijo sin cesar de rozar mis pechos con sus grandes manos. Mi respiración se aceleraba por segundos. Estaba segura de que él podía sentir mi creciente e incontrolable pretensión. Ni siquiera yo podía frenar aquel repentino deseo de que aquel hombre me hiciera suya. Sabía que podía estar utilizando conmigo algún tipo de hipnosis, ya que era más que probable de que aquel ser fuera un íncubus también, pero sentía una indiferencia abismal al respecto. Lo deseaba. Lo deseaba ardorosamente entre mis piernas. -Vaya… Tu piel reacciona favorablemente ante el contacto de mis dedos –dijo palpando mis pezones, los cuales se endurecieron al instante-. Me pregunto si harán lo mismo tus caderas, milady… Sus labios, ahora en mi cuello, jugueteaban junto con su lengua dándome un placer indescriptible. Seductores escalofríos recorrían mi cuerpo a medida que él saboreaba cada recoveco de mi ser. Su mano ya no cubría mis labios, pues ahora estaba más que dispuesta para él. Por mi cabeza rondaba la imagen de Aronne y ni siquiera mi dolor lograba hacerlo olvidar aunque tan sólo fuera por un instante. 171


Ahora que mis ojos se acostumbraron a la penumbra, podía ver sus hermosas facciones. Era un hombre corpulento, aunque algo menos que Aronne. Su cabello lacio descendía más allá de sus hombros en un tono rubio, prácticamente blanquecino, a juego con su piel, y aquellos intensos ojos negros me miraban en una mescolanza de perversión y traición. -¡Leonardo! –Rugió una voz dentro de la estancia. Aquella voz sí… Aronne estaba allí. -Veo que se está convirtiendo en tu deporte favorito eso de adentrarte en mis sueños… -dijo Leonardo deteniendo su restriego. -Apártate de ella. No te pertenece -dijo Aronne. No sabía qué hacer ni qué decir. En el preciso instante en el que Leonardo, aquel hombre de espectacular belleza, retiró sus manos de mi cuerpo, recuperé la cordura. Entonces, la espina de la culpabilidad se clavó en mi pecho, provocándome un dolor agudo en el centro del mismo, llegándose a situar en la misma boca de mi estómago. -¿Acaso no te has enterado de la nueva orden de tu padre, Aronne? –enarcó una ceja. -¿De qué está hablando? –pregunté confusa y asustada a mi demonio. -¿Qué orden? –gruñó el demonio. -Has fracasado en tu misión… Creo que ya es una tónica habitual en tu proceder –se jactó-. Sí, la doncella está encinta, pero tus sentimientos han hecho que se alejara de ti. Ahora, con tu muerte, tu hijo me pertenecerá, al igual que su vida –dijo Leonardo señalándome. 172


-¡Jamás! –rugió Aronne amenazante, creando una enorme espada de fuego de la nada. -¿Ahora te vuelves jactancioso? –Se carcajeó su contrincante-. Pues veamos entonces quién merece el trono una vez que Mrart expire… Leonardo desapareció creando un molesto y estruendoso remolino de viento huracanado. -¿De qué estaba hablando? –le pregunté con lágrimas en los ojos al que había sido mi primer y único amante. -Corinne, no… Déjame explicarte -dijo acercándose. -¿Eso era yo? ¿Una misión? ¿Una misión fallida es lo que soy para ti? –preguntaba dominada prácticamente por la histeria. -¡Escúchame! –exclamó-. Por favor… Necesito que me escuches, Corinne -dijo ahora más calmado. -¡No quiero escuchar tus embustes! No ahora… – dije sollozando. La voz comenzaba a temblarme, y me era imposible contener el llanto. -Debe de ser ahora, mi amor –dijo tranquilizándome con su tono pausado y paciente. Al ver mi repentina predisposición a escuchar su excusa, se acercó un poco más y se sentó junto a mí. -Verás, Corinne… Sé que la reacción de tu padre te asustó, creó en ti un rechazo totalmente lógico hacia mi ser, cosa que, no voy a mentirte, me dolió –intenté interrumpirle para debatir, algo exaltada, su comentario, pero no me lo permitió; prosiguió-. A pesar de que lo entendí completamente, por supuesto… -Suspiró-. Solo es que para que entiendas 173


completamente mi historia, necesito empezar desde el principio… No sabía si estaba haciendo lo correcto al dejar que Aronne se excusase, pero mi alma había sido herida tantas veces en cuestión de pocos meses que una parte de mí deseaba creer lo que él me dijese. Deseaba volver a su lado… La historia de Aronne comenzaba en su infancia, criado por su madre en Arcadia y arrancado de sus brazos cuando alcanzó la tierna edad de los seis años. Su padre, el mismísimo diablo, lo arrastró en contra de su voluntad al infierno y su primer castigo, para nada merecido, fue ver como su progenitor, aquel monstruoso desconocido, torturaba a su madre durante horas. Relató que aquella tortura, que se alargó durante ocho días y nueve noches, le marcó de por vida, pues el niño presenció las fustigaciones, quemaduras y mutilaciones varias que le propinaban a su adorada madre. Durante aquellos días, el pequeño fue sujetado por dos demonios de aspecto indescriptible, mientras Mrart inflaba sus deseos más perversos con el cuerpo agonizante de aquella pobre mujer. Tras la agonía, la mujer fue destinada a un lugar del que Mrart aseguró a su hijo, no saldría jamás. -Recuerda, tú no eres como tu padre, hijo mío… Tú no eres un asesino –le dijo su madre, completamente desfigurada y dolorida, mientras Mrart sujetaba al pequeño. Después de pronunciar aquellas palabras, con una serenidad digna del mejor de los guerreros, Mrart la confinó a la Celda de Efialtes. 174


-¡Madre! –Gritaba el pequeño mientras su padre se lo llevaba en volandas-. ¡Madre! El Aronne niño fue instruido hasta que alcanzó la adolescencia. Cada uno de sus días, debía acompañar a un grupo de secuaces de su padre para que aprendiese cada una de las funciones que debería realizar en un futuro que no iba a ser muy lejano. Presenció las peores muertes a mano de los demonios más despiadados, llamados los Tortoribus; fue testigo del gran poder de persuasión que tenían los demonios Hypnotists con los humanos, haciéndoles cometer actos terribles, incluso alentándoles al asesinato y al suicidio; era obligado a observar mientras los secuaces más vetustos, llamados los Arcanum, poseían a sus pobres víctimas, a menudo novicias y religiosas, a las que conducían al delirio interfiriendo en sus actos, pensamientos y palabras, para finalmente acabar con la vida de esas pobres posesas. Por último, acompañó a los Incubus, demonios que se adentraban en los sueños de mujeres mortales para seducirlas y las que, presas de la lascivia, expiraban de una forma dulce. Aronne se quedó prendado de la sonrisa en el rostro de las difuntas, aquella sonrisa de placer y bienestar, de modo que cuando su padre le dio a elegir cuál quería que fuese su providencia, él contestó sin apenas titubear: “Si mi sino es esparcir tragedia y sembrar muerte, no puedo hallar la mejor manera de hacerlo que con un último presente para mis víctimas. Seré un Incubus, padre”. Pero aún así, el joven Aronne tardó en ejecutar a su primer cargo, pues solía amar a aquellas humanas durante toda la noche, las llevaba al éxtasis una y otra 175


vez, pero cuando de finalizar el deber se trataba, desaparecía sin dejar más rastro que un tenue malestar, similar a una fiebre. Mrart, cansado de lidiar con el lado humano de su hijo, le dio un ultimátum. -Si no cumples con tus obligaciones, yo mismo acabaré con tu mísera existencia –le prometió tras sodomizar delante de sus narices a su podre y demacrada madre, a la que había ido a buscar a la Celda de Efialtes con el único fin de amonestar al muchacho con aquella horrible visión. De modo que se vio obligado a cumplir con el cometido para el cual había nacido. Aquella inocente víctima a la que había acabado de enviciar su alma y ultrajar su cuerpo, aquella joven de cabellos dorados y labios escarlata, falleció entre sus brazos. Varias muchachas, más de una centena, le hicieron merecerse comandar a ciento sesenta lacayos y así se ganó el respeto ante los ojos de su padre. Pero un fatídico día, su destino y el honor que se había labrado fueron truncados. Su nueva misión fue la muchacha cuya desdicha superaba todas y cuántas vidas había conocido, y el corazón medio humano de Aronne, se ablandó al conocer la trágica suerte de su nueva víctima. Aquella chiquilla, de apenas dieciocho años, era huérfana de madre y padre. Sirvienta de un rico y cruel barón francés, era violada, sodomizada y torturada desde los diez años por su “amo”, como ella se refería a él. Tales eran las palizas que el barón propinaba a aquella hermosa y noble criatura, que la desgració de por vida con una terrible cojera. Para colmo de su desgracia, la muchacha se enamoró perdidamente de 176


Aronne y éste sentía como su corazón comenzaba a enternecerse cada vez que se entrometía en sus sueños más íntimos. El cortejo previo a culminar el acto se alargó demasiado, cosa que alarmó a Mrart. -Debes matarla. Tienes otro cargo asignado en cuanto acabes con su vida –le dijo su padre. -Padre… ¿No podría tan sólo encintarla? Ambos saldríamos ganando: tú ganarías un futuro vástago para tus legiones y a mí me compensaría ver que esa muchacha digna de lástima conserva su vida. -¿De esa tullida? –Exclamó el demonio-. ¿Sabes cómo son los embarazos demoníacos? ¡Esa maldita mortal no aguantaría ni el primer trimestre! No, Aronne… Sería una pérdida de tiempo. Además, el demonio que trajera podría salir enclenque y delicado; acabaría eliminándolos a ambos tarde o temprano. Acaba con ella. No hay más que hablar –dijo con indiferencia mientras golpeaba una y otra vez con un látigo a uno de sus súbditos. -Sí, padre –dijo Aronne. Mrart comenzó desde ese momento a dudar de la honorabilidad de su hijo, de modo que mandó a Leonardo, un demonio de confianza, para que lo vigilara de cerca. Debía asegurarse que Aronne cumplía con su encargo. Era la hora programada para la culminación del acto y se hallaba inmerso por completo en la idea de cumplir con su misión. Aronne se disponía a deshacerse de la compasión que albergaba su ser cuando contemplaba a la dulce muchacha que ahora reposaba excitada sobre el lecho que sería en breve su 177


tumba, pero su humanidad se manifestó antes de continuar con el desvirgo. -Vete… -musitó el demonio anudándole las tiras de su vestido-. Mírame, Geneviéve –dijo apartándole uno de sus mechones de la cara-, cuando despiertes de este sueño, huye a otro lugar. Yo me he encargado ya del viejo barón… -¿Soy libre? –preguntó la joven con aquella dulce vocecilla. -Así es… Eres libre para irte dónde quieras… -¿Y tú? No te volveré a ver más, ¿verdad? -Así debe ser –suspiró-. ¡Vamos, despierta, Geneviéve! ¡Y huye! Pero en vano fue su acción y su deseo de salvar a la chiquilla de su infortunada muerte, pues maldita nació y maldita murió. Leonardo, que estaba al acecho de todos los pasos de Aronne, tal y cómo le ordenó Mrart, no fue para nada tan benévolo como su rival y compañero. Cuando la muchacha abrió los ojos tras conocer su repentino estado de libertad, Leonardo segó su tierno cuello como si de una bestia se tratase. Y allí, pálida y mortecina descansó la bella y desdichada Geneviéve, sobre un lecho púrpura de gracilidad y virtud. Leonardo se encargó de mostrarle a Aronne su hazaña como reprimenda por su blanda actitud después de que Mrart lo destituyera de rango. Se ganó para siempre la vergüenza de su padre y despertó las risas y burlas de los que un día fueron sus súbditos. -Y entonces, tú fuiste destinada a ser mi próxima víctima –me dijo Aronne-. Aunque contigo fue 178


diferente… Corinne, me creas o no, yo no sabía nada de tu madre hasta que Mrart me lo confesó… -¿Qué te confesó? ¿Y cuándo? -Me dijo que había conocido a tu madre, como también me dijo su propósito al encomendarte a mí como mi víctima… -¿Y cuál es ese propósito si puede saberse? – pregunté frunciendo el ceño. -Tu destino no era perecer tras el acto como Geneviéve y las demás, Corinne… Tu destino es engendrar a uno de los nuestros. -¿Quieres decir que estoy esperando una criatura? ¿Estoy embarazada, Aronne? ¿Tú lo sabías? –mi irritación aumentaba por segundos cada vez que una nueva cuestión asaltaba mi mente. -Lo supe tarde… Lo supe cuando ya no había marcha atrás… Si yo no te hubiera encintado, Mrart hubiera enviado a otro y estoy seguro de que ese otro sería Leonardo, el hombre que te acechaba en este sueño. Sabía que no me estaba mintiendo. Mi alma percibía sinceridad en sus palabras y arrepentimiento y temor en su voluntad. La historia que me había contado, la historia de su vida, su infancia desdichada, su lucha constante en contra de su destino, todo aquello me demostraba que Aronne tenía más parte de humano que de demonio. -Te amo, Corinne… Y nada podrá cambiar eso. Aunque tú me desprecies y decidas desprenderte de mis brazos, yo te seguiré amando en la sombra y te prometo que nadie te hará daño ni a ti ni a nuestro hijo. 179


-Aronne… -suspiré y no pude reprimir abrazarlo con todas mis fuerzas-. Eres lo que siempre he estado esperando… Te amo tanto que preferiría morir a estar toda una eternidad sin ti. Tras aquellas sinceras palabras, nos fundimos en un cálido beso y al abrir los ojos nos hallábamos fuera de mis sueños. Un repentino deseo incontrolable se adueñó de mí cuando me agarró del cabello, enredándoselo en su mano y estirándome hacia atrás. Me miró de la forma más soez y libidinosa con la que se puede mirar a alguien, algo que me hizo estremecer, humedeciéndome al instante. -Poséeme, Aronne… Hazme tuya como si no existiera un mañana –le rogué. Sin soltarme del cabello, tornó a besarme, esta vez más bruscamente, tanto que sin poder resistirme a la tentación, mordí su labio inferior provocándole un pequeño corte; aquel beso se convirtió en una deliciosa mixtura de sangre y ardor. Como dos bestias, unimos nuestros cuerpos en un profundo abrazo mientras las caricias se iban haciendo cada vez más apasionadas. Él me desgarró el camisón que cubría parcialmente mi cuerpo, y hallándome desnuda, me posicionó cómo él más deseaba. Apoyada sobre mis manos y rodillas, Aronne me penetró cual bárbaro a la vez que mecía mis caderas al son que él marcaba, incrementando el ritmo al mismo tiempo que aumentaba la dureza de sus arremetidas. Apretaba mis senos con sus amplias manos, masajeando mis endurecidos pezones. Me estaba llevando al éxtasis más absoluto. Deseaba volver a alcanzar aquella placentera sensación que recorría mi 180


sexo, aquella sensación que me provocó durante mi primera vez. Eran como diminutas mariposas danzando sobre mi humedecida entrepierna, aleteando a un ritmo vertiginoso y sumamente dulce. La respiración entrecortada de Aronne y sus rudos y potentes gruñidos demostraban que él también estaba al borde de aquella cúspide de goce desenfrenado. Éramos como dos caballos salvajes corriendo por una verde llanura y nuestras ansias de libertad nos hacían galopar más allá del precipicio que se divisaba a lo lejos. Entre jadeos y convulsiones llegamos a alcanzar esa liberación del espíritu al que suelen llamar éxtasis. -No sé qué voy a hacer… -dije de espaldas a Aronne, el cual me abrazaba de costado en mi cama. -¿Vendrás conmigo? Dime que sí, te lo suplico – Suspiró al oír un silencio como respuesta-. No tengo mucho que ofrecerte, pero te prometo que si estás conmigo, jamás te faltará de nada, ni al niño que albergas en tu vientre tampoco. -Aronne –musité dándome la vuelta y mirándole directamente a los ojos-, te amo. Te amo con toda mi alma, pero estoy tan asustada… Temía volver a enterarme de más mentiras, de más engaños. Necesitaba tener a una persona honesta y sincera a mi lado, sin olvidar que estaba aterrada por la criatura que estaba creciendo dentro de mi ser. ¿Mi hijo sería un demonio sin escrúpulos o por el contrario nacería noble como su padre? Lo único que sabía con certeza es que lo amaba más de lo que jamás podría explicar. 181


-Corinne, te deseo desde el primer día que irrumpí en tus sueños. Aún no sé el motivo que me hace que sienta esto por ti… Ni siquiera sé si es un sentimiento humano o... –hizo una pausa. Hubiera jurado que eran lágrimas aquello que comenzaba a vislumbrar en sus oscuros ojos. Tenía dos opciones: alejarme para siempre de él y vivir el resto de mi vida con amargura y anhelando cada segundo mi muerte para al fin ser libre de aquel dolor, o bien, coger su mano y embarcarme en una aventura promovida por el amor que sentía por él pero con el miedo constante a ser traicionada. -Prometo no fallarte jamás. Eres mi vida y eres mi muerte. Eres todo cuanto anhelo en esta vida y en todas las que vengan. No podría vivir un solo minuto sin ti, no podría respirar si sé que tú no estás cerca. Y es por ello que rechazaré mi inmortalidad con el fin de estar siempre a tu lado. Lo único que sé es que ahora que te he conocido, no quiero volver a separarme de ti. Jamás. ¿Acaso un demonio podía hablar con tanta dulzura? Entonces lo tuve claro. -Aronne, desde este aquí y desde este ahora, prometo que no te librarás de mí ni un solo segundo – sonreí con las lágrimas humedeciendo mi rostro y la almohada. -Nunca –me dijo pidiéndome una afirmación. -Jamás, vida mía –le dije sellando mi promesa con un beso. -Bueno… Eso de nunca… -dijo Leonardo, que había irrumpido en mi dormitorio y sujetaba a mi padre. 182


Mi padre, de espaldas a él y con su rostro de color bermellón, se ahogaba por segundos debido a la terrible presión que el demonio estaba ejerciendo en su garganta con su robusto brazo. -Yo diría que estaréis juntos hasta que la muerte os separe –prosiguió Leonardo-. Y yo soy la muerte – sonrió insidiosamente. -¡Papá! –exclamé. Intenté llegar hasta él, pero Aronne me sujetó por detrás y me cubrió con las sábanas. -¡Suéltalo, Leonardo! –gruñó-. No puede respirar. Volví la vista hacia Aronne y estaba nuevamente vestido. Hubiera deseado tener esa capacidad demoníaca en aquel preciso momento. -Por favor… Es mi padre… -le rogué desde el lecho. -Me quieres a mí, no a ellos, Leonardo –dijo Aronne saliendo del lecho-. Así que suéltalo… Deja que se vayan. Aronne estaba situado delante de mí y desde mi posición podía ver como en la mano que ocultaba tras su espalda estaba creando una gran bola dorada y humeante; era como una gran esfera de lava. -Corinne… -era la voz de mi hermana que me buscaba por la oscuridad de los pasillos-. Corinne, ¿dónde estás? -¡Hannah, no! ¡Escóndete en tu habitación! -Le grité amilanada por el miedo a que pudiera sufrir daño alguno. Pero Leonardo se percató de mi mueca de horror y enarcó una ceja a la vez que sonreía y soltaba a mi padre, el cual cayó inconsciente al suelo. El vanidoso 183


demonio se disponía a buscar a Hannah. En sus ojos, pude verle furia y regodeo en el dolor que estaba a punto de crear. Pero antes de que pudiera siquiera parpadear, Aronne lanzó aquella esfera contra la espalda de su rival y después se abalanzó sobre él dispuesto a propinarle un duro golpe. Sin embargo, el puño del medio-mortal golpeó impíamente el suelo, provocando el temblor de los cimientos de la casa, ya que Leonardo desapareció y volvió a aparecer para llevarme con él de vuelta al que era su hogar. Me hallaba desnuda, atada por las muñecas a un viejo y carcomido tronco de árbol. Volvía a estar en el inframundo. El cielo en aquel lugar era de tonos cálidos, como si las nubes portaran sangre en vez de agua. -Cuando venga Aronne te matará –le dije a mi captor, que estaba estudiando con detenimiento mi cuerpo, ahora tiznado por la arenilla del desértico terreno. -Pequeña criatura… Tus palabras comienzan a irritarme y no se me conoce por mi paciencia, precisamente -dijo sin apartar sus ojos de mi piel desnuda. -Me provocas arcadas –escupí aquellas palabras. -Lo sé… y me gusta… -se mordió el labio inferior-. ¿Sabes? Tu amor está tardando mucho… ¿Estás segura de lo que siente por ti? Es un cobarde, ¿lo sabías? Siempre me ha temido… -Yo no te tengo ningún miedo –le dije. -¿No? –Negué con la cabeza reafirmando mi postura-. Pues deberías. Tu madre decía lo mismo y lo 184


mantuvo hasta exhalar su último suspiro. También ocurrió lo mismo con tu querida prima… -¡Bastardo! –exclamé intentando, sin éxito, zafarme de las ataduras que me retenían sobre aquel duro suelo. Si hubiese tenido oportunidad, yo misma hubiera acabado con su vida con mis propias manos. Lo odiaba más de lo que nunca había odiado a nadie. Más incluso que al Lord, más que a las hermanas del Magdalene y que al Padre McDermott. Él se carcajeó de mi ataque de locura y rabia. Disfrutaba con aquello, así que decidí relajarme; sabía que hallaba placer en mi sufrimiento y en mi cólera. Respiré hondo, me calmé y una vez que la serenidad y la templanza volvieron a mí, aguardé en silencio y cabizbaja la llegada de Aronne. -No vendrá –no cesaba de repetir-. Y si ha huido, yo mismo iré a buscarlo a la superficie, lo postraré ante ti y contemplarás su agónica muerte –se encogió de hombros y prosiguió con su habitual tono pausado-. Después, pasados nueve meses, te abriré en canal provocando así el alumbramiento de tu hijo, que pronto se convertirá en el mío, al cual instruiré en el mal y en el pecado para que siembre consternación a su paso. Sería magnífico, ¿verdad? Oh, sí… -dijo pensativo. Sabía que en su cabeza estaba construyendo su futuro perfecto, con ansia y deleite-. Nuestro hijo, un perfecto demonio sin escrúpulos ni remordimientos… No como el blandengue de Aronne. -Jamás será tuyo –le dije apretando los dientes, conteniendo mi ira-. El niño que crece dentro de mí 185


siempre será hijo de Aronne y mío, y jamás obrará como tú o Mrart. -¿Mrart? ¿Ese vejestorio cascarrabias? ¡Ja! Mrart no será problema alguno… Pienso acabar con él y reinar este tugurio de holgazanes blasfemos. Tras él, vi una silueta borrosa. Mis ojos estaban hinchados y la ventisca de arena que se levantaba por la súbita aparición de aquella misteriosa figura perturbaba mi visión. Lo que pude advertir dentro de aquel torbellino, era que se trataba de otro demonio, pero este era diferente… Su piel estaba teñida de un tono carmesí. -He vivido muchas eras antes de que tú iniciases tu mísera existencia como demonio, Leonardo… -dijo aquel hombre avanzando con paso firme y seguro hacia nosotros-. Durante mi larga vida he aprendido muchas cosas –su voz resonaba entre las inexistentes paredes de aquel lugar-. Una de ellas es la desconfianza ante todas las criaturas de este universo, incluyendo los malditos del reino que gobierno. De modo que borra esa sonrisa de satisfacción de tu rostro, pues tu deslealtad no es ninguna sorpresa para este demonio viejo y cascarrabias… Leonardo no hacía más que mirar a aquel hombre que a mí particularmente me influía un miedo atroz. Sin embargo, yo no intuía miedo, ni siquiera nerviosismo, por parte de Leonardo. Pensé que al tener el pecado como marca de nacimiento estaban acostumbrados a la traición y al perjurio, y disfrutaba regodeándose en ello. -Tus palabras ya no me inspiran miedo, Mrart… dijo Leonardo. 186


-No es miedo lo que pretendo inspirarte. Hace mucho tiempo que no intento inspirarte nada –ahora Mrart estaba cara a cara con Leonardo-. Desde este momento, y tan sólo por mancillar mi nombre, te condeno al exilio, te condeno al Reino del Olvido. Mrart alzó sus enjutos y largos brazos, y con un lánguido movimiento hizo levantar un céfiro que parecía provenir del mismo núcleo de la tierra. Olía a leña y azufre y era tan cálido que creí que me estaba abrasando la piel. Intenté cubrir mi rostro ladeando la cabeza, ya que mis manos estaban atadas a aquel tronco mohoso y seco; cerré los ojos con tanta fuerza, que cuando los volví a abrir, numerosas y parpadeantes chiribitas nublaron mi vista. Pero me equivoqué. Aquella apacible brisa no la había creado Mrart, si no Leonardo, pues el diablo anciano ahora descansaba en el suelo. ¿Estaba muerto? ¿Inconsciente, acaso? -Ahora es tu turno, hermosura –me dijo Leonardo girándose hacia mí. Puso los brazos en alto e inspiró por la nariz una gran cantidad de aire, aire que pretendía soltar por la boca para sumirme en el mismo sueño que a su contrincante. -¡Detente! –Gritó una voz-. Aquí me tienes. Era Aronne, situado justo detrás de él. Respiré algo más aliviada al notar la protección que emanaban aquellas palabras de mi amado, pero comencé a temer por su seguridad. El demonio al que se enfrentaba había dejado inconsciente al mismísimo Diablo… y aquello no podía significar nada bueno. -¡Aronne! –grité. 187


-No te preocupes por nada, preciosa –me dijo sin mirarme. Sus ojos estaban clavados en Leonardo, retándolo-. ¿Qué le has hecho a Mrart? -Verás… Las cosas han cambiado desde que tú ya no comandas tus legiones… Digamos que nadie puede soportar un reinado tan extenso como el de tu padre y ya va siendo hora de que alguien ocupe su puesto. Y dime, amigo –pronunció esta última palabra con un énfasis burlesco-, ¿quién mejor que yo mismo para tomar su relevo? -Sabes lo mucho que confiaba mi padre en tu persona, ¿acaso eso no significaba nada para ti? –rugió. Leonardo carcajeó sonoramente mientras giraba su cuello para mirarme. -Es preciosa, sí… -No te acerques a ella. Ella no tiene nada que ver con nuestra lucha –dijo Aronne. -¿No? ¿Estás seguro? –se acercó a mí. -¡Leonardo! –Aronne rugió cogiendo a su contrincante del cuello y alzándolo por encima de su cabeza-. Maldita alimaña sedienta de amargura… ¿Te gusta causar dolor, verdad? Dime, Leonardo, ¿es que tu sexo solo logra alzarse si causas daño a tu presa? -Del mismo modo que a ti, compañero… -logró decir mientras que estaba siendo ahogado por la severa mano de Aronne. -¡Hijo! –exclamó una voz tras de mí. Antes de que pudiera reaccionar, el brazo de Mrart me rodeaba el cuello y me cubría la boca con su mano-. No me digas que eres tan crédulo… -una risa espasmódica dio paso a una carcajada frenética e insana-. A veces pareces nuevo en esto, Aronne… Sabes que siempre he 188


adorado el teatro… Leonardo y yo sabíamos que ibas a aparecer tarde o temprano, por todo eso del honor, el amor, etcétera, etcétera –dijo con desaire. Ahora, la cara de perplejidad de Aronne me asustó, ¿qué digo me asustó?, estaba horrorizada. -Baja a Leonardo, hijo. ¿No querrás hacerle daño al futuro instructor de tu retoño, verdad? Mis ojos se abrieron como platos al oír el plan que había tramado el mismo Diablo y en el que estaba involucrada la criatura que llevaba en mi vientre. Era un plan siniestro, ignominioso, mezquino. Luché por responder a esa declaración, sin éxito. -Shhh… No te canses, hermosa criatura… No te canses, pues te queda por delante un largo y agónico embarazo… -me susurró al oído. -Mi hijo jamás contemplará tu rostro, mucho menos el de éste bastardo… -dijo mirándolo mientras aún lo sostenía en volandas. El color pálido del demonio se estaba volviendo morado. -Bájalo, Aronne –ordenó Mrart-. Lo estás ahogando. Además, lo necesitas… -No os necesito a ninguno. Mataré con mis propias manos al que tú crees que es tu fiel y honorable discípulo y luego te desterraré al exilio como desterraste a Palmira y a otros demonios con nobles intenciones. -¿Qué es lo que te ha hecho esta mortal, eh? –rió-. Siempre fuiste una vergüenza para mi estirpe con tus sentimientos y todo eso… ¿Crees que eres humano, Aronne? Entérate: eres el hijo del Diablo. Los humanos no te aceptarán jamás. -Ella me ha aceptado. 189


-Su opinión no contará cuando dé a luz al niño. Su destino es morir para que nosotros nos encarguemos de la educación del pequeño… ¿O prefieres que sea torturada y sodomizada como la ramera de tu madre? Ahora, suéltale. Su vida por la de tu amor. -Conozco tus tretas, Mrart… Prométeme que podré llevármela conmigo. -No. Su sino es quedarse aquí y entregarnos a vuestro hijo para que sea educado en nuestras leyes. Sabes cuán importante es su nacimiento para nuestro mundo, ¿no es cierto? Contigo lo hice mal… Aposté que podría sembrar el odio en tu frágil corazón, pero tenías ya seis años cuando te arranqué de los bondadosos brazos de tu madre. Esos años perdidos influyeron para siempre en tu carácter, volviéndote benévolo, pero tu hijo será criado por nosotros desde su primer minuto de vida; vendrá a este mundo con dolor y sintiendo en su piel el sufrimiento que albergará su joven madre por su amor perdido... -Ni ella ni mi hijo os pertenecerán jamás… Las piernas de Leonardo comenzaban a convulsionarse en el aire. Estaba muriendo… -¡Bájalo! –gruñó Mrart al ver el precario estado de su secuaz. Al gritar del modo en el que lo hizo, Aronne cayó al suelo, y por ende Leonardo, como si sus palabras hubieran provocado un intenso y agudo dolor en los tímpanos de mi demonio. -¡Levanta y acaba con él! Tenemos trabajo que hacer… -ordenó Mrart al secuaz que intentaba recuperar el aliento. 190


Leonardo creó una esfera de lava como la que había visto crear de la nada a Aronne por vez primera, y se la lanzó con todas sus fuerzas a pesar de que estaba aún debilitado. Mi pobre Aronne lanzó un gruñido de dolor, pero aquella bola llameante no hizo más que desgarrarle la ropa a la altura del pecho, que fue donde impactó. Éste, entonces, creó otra de mayor tamaño y contraatacó a Leonardo. Fueron varias las esferas fulgurantes que sobrevolaban sus cabezas de un lado a otro, y mientras yo observaba aterrorizada aquella batalla demoníaca, Mrart reía tras de mí sin apartar su largos y delgaduchos dedos de mi boca. Sus uñas negras y afiladas cual garras se clavaban en mis mejillas y ríos de cálida sangre comenzaban a deslizarse por mi rostro, mezclándose con las lágrimas que comenzaba a verter. Sufría al ver el peligro que corría mi amado… Gemía y lloraba acongojada, pero mis quejas eran ahogadas por los gritos de dolor de los demonios combatientes. Aronne se hallaba en el suelo. Una de las esferas que había lanzado Leonardo le había herido en su pierna derecha, y estaba sangrando muchísimo. La herida tenía un aspecto horrible… Mi furia crecía desbordada al escuchar las risotadas de Mrart y las alabanzas de éste hacia su mano derecha, el cual podía incluso permitirse el lujo de tomar aire antes de proseguir con la brutal paliza. Un fuerte puntapié hizo que Aronne sangrara por la boca. Leonardo también estaba herido, pero su condición de demonio le hacía más fuerte que Aronne; la parte humana de éste le hacía más vulnerable a los 191


ataques demoníacos y su sangre, a diferencia de la de su presuntuoso rival, era grana y no negra. El árido terreno rasguñaba mis piernas y las zarpas de Mrart se hundían cada vez más en mis mejillas cuando intentaba zafarme e ir en busca de mi pobre demonio… Pensé en rezar, ¿pero tendría derecho a hacerlo ahora que estaba encinta de un medio-demonio? ¿Alguien me escucharía si estaba en el mismísimo averno? Pero alguien sí que escuchó mis plegarias, sí. A lo lejos pude ver a Piotr y Palmira, avanzado hacia nosotros con el ceño fruncido. Leonardo, el cual se jactaba de la descomunal tortura que estaba propinando a Aronne, borró de inmediato la sonrisa de su rostro y miró a Mrart como pidiéndole explicaciones. -¿A qué venís? –Dijo Mrart. Su voz retumbaba en mi espalda-. ¿Qué se supone que es esto? ¿Una rebelión? No me hagáis reír… Palmira, cuánto tiempo sin ver tu lindo rostro… ¿Te han tratado bien en el Aeternum? –rió. -Muy pronto lo sabrás, Mrart… -contestó la mujer. Aronne continuaba en el suelo retorciéndose de dolor por la herida recibida en su pierna. Aquello me rompía el corazón… Pero era un guerrero y estaba acostumbrado a caerse y volverse a levantar, y así lo hizo. Pese al inconmensurable sufrimiento que debía estar sintiendo, se alzó y se apoyó en su fiel amigo y compañero. -Sabes que nunca te he fallado, pero no te quedarás con la muchacha… No podemos permitirlo 192


–dijo Piotr, desafiante-. Si no hubiese sido por ella, ni por el amor que sentía tu hijo, mi hermana ahora estaría siendo perseguida por la criatura del Aeternum Exilium dónde tú la desterraste… -Sabes que Palmira, al igual que mi hijo, es una deshonra -espetó Mrart-, y ambos merecen ser devorados por esa criatura. No hay sitio para los débiles de corazón en este lugar y tú lo sabes. -Entonces yo también debería ser desterrado con ellos… -¡Y si así lo deseas, lo tendrás! ¡Te desterraré a ti también! No te temas por eso… -se mofó; Leonardo lo secundó con una carcajada aún más estruendosa. -Sí, todos seréis desterrados y yo me haré cargo del pequeño que engendra esta ramera en su vientre – dijo el joven y vanidoso demonio. -Apuesto mi cuello a que puedo aniquilarte antes de que logres poner un solo dedo encima a la mujer – dijo Aronne. Mrart no quitaba su fría mano de mi boca e impedía que pudiese articular palabra alguna. Pero como un niño incrédulo y guiado por la vanidad y la soberbia que lo caracterizaba, Leonardo se giró dispuesto a propinarme un golpe cuando saltó por los aires. -¡Aronne! –Vociferó Mrart-. Recuerda: su vida por la de ramera. Éste, que había creado una espada llameante de la nada, se disponía a clavarla en el cuerpo debilitado de Leonardo que yacía en el suelo, completamente pávido. 193


-¡Hazlo! –Gritó Piotr al ver que Aronne se había detenido al escuchar las palabras de su padre-. ¡No matará a Corinne, lleva a su futuro vástago! Aronne frunció el ceño y con una mueca de odio empuñó fuertemente la espada alzándola sobre su cabeza. Cogió impulso y no dudó en hincarla en lo más profundo del pútrido corazón de Leonardo a la vez que Mrart lanzaba un grito de angustia y desesperación. -No sabes lo que has hecho... –dijo Mrart tras de mí. -¡No me has dejado otra maldita opción! –Gritó Aronne, con su rostro teñido por la negruzca sangre del derrotado demonio-. Y dime padre, si tanto interés tenías en que Leonardo criara a un futuro secuaz de la horda, ¿por qué demonios no lo mandaste a él a que lo engendrara? Mrart no me soltaba y podía sentir en mi espalda desnuda su agitada respiración. Percibía su ira, su cólera, su angustia. -¡Porque debía ser así! ¡Tú lo engendrarías y Leonardo era el destinado para instruirle! ¡No cuestiones las profecías, no cuestiones las reglas, no me cuestiones, maldita sea! -¡Al infierno tú y tus reglas! Yo y su madre nos haremos cargo del pequeño. Tan sólo nosotros y muy lejos de aquí, te guste o no. -Eso ya lo veremos… -susurró Mrart. Cuando Mrart se disponía a cercenarme la cabeza con sus propias garras, que se hicieron de inmediato como diez afiladas cuchillas de enormes proporciones, sentí un intenso calor seguido de un olor tan 194


nauseabundo que creí que iba a perder el conocimiento. No podía respirar, no podía moverme, ni siquiera podía emitir sonido alguno. Tan sólo percibía un profundo escozor en mi cuello y un incisivo dolor de cabeza. Piotr se abalanzó sobre Mrart, y Palmira me empujó liberándome de aquellas garras. Caí a escasos cinco metros de ellos. Aronne, decidido, avanzó hacia su padre que se encontraba ahora sujeto por los dos hermanos. -Así, tal y como estás ahora, me mantuviste a mí con tan sólo seis años. Tuve que contemplar horrorizado todo lo que le hacías a mi madre; fui testigo de su dolor durante más de ocho días. Así, como estás ahora, privado de movimientos y libertad, es como te encontrarás el resto de tus días, pues te voy a mandar a un lugar del que no saldrás jamás. Me aseguraré de que cada partícula de tu perversa esencia desaparezca sin dejar rastro. Tu existencia ha llegado a su fin, padre. Y tu reinado se acabó. Para siempre. Aronne le arrebató el áthame que llevaba el Diablo siempre bajo sus vestiduras. Se trataba de un hermoso cuchillo ceremonial de doble hoja y negra empuñadura. -¿Qué haces? ¡Suelta eso! ¡Suelta la llave! –Mrart intentaba zafarse de sus captores, sin éxito. -Te he visto hacerlo en numerosas ocasiones, padre. Sé que es la llave que destierra a las almas a ese lugar… -suspiró, tomándose aquella venganza con calma y saboreando cada palabra-. ¿Sabes? Cometiste un error al subestimarme. Creías que iba a ser incapaz de traicionarte, ¿verdad? Soy un demonio, padre, y como tal, poseo un alma impía. Mrart –hincó al fin el 195


arma en el negro corazón de su padre hasta la empuñadura-, yo te destierro hasta el fin de los tiempos al Reino del Olvido, donde tu alma y tu cuerpo desaparecerán por completo, formando parte de la antimateria que reina. Con un bramido de horror, Mrart desapareció por completo. El vacío sustituyó su ser, y con él, se esfumaron todos y cada uno de mis miedos. Ahora podía estar tranquila, y sabía que todo lo que viniese después, no sería para mí más que una nimiedad comparado con aquello. Sin embargo, tantas emociones juntas desencadenaron un repentino desmayo.

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16. Por mis demonios

R

ecuerdo todo aquello como si fuese ayer y de aquel fatídico día ya han pasado siete meses. Miro mi abultado vientre y pienso en cómo hubiera sido mi vida si él no hubiera aparecido en mis sueños. ¿Menos complicaciones? ¿Menos sufrimiento? ¿Menos desilusiones y pérdidas? Tal vez. Recuerdo que cuando desperté de mi letargo, me descubrí tendida en una mullida cama blanca. Por momentos creí estar flotando en una enorme nube blanca, y pensé que así se sentía una al desprenderse de la vida terrenal. En definitiva, creí haber muerto. Pero al abrir los ojos, vi que me encontraba en una adorable habitación con paredes y muebles de madera. Me había desvelado por un constante ruido. Alguien estaba talando madera. Los rayos de sol se filtraban entre las cortinas que cubrían aquella pequeña ventana y el olor a hierba fresca y rocío embargaban mis sentidos. Bajé de la cama y vi que llevaba puesto un hermoso camisón blanco, el cual me cubría hasta los tobillos. Tenía muchísima sed. Mis labios estaban cortados y tenía la boca como si hubiese estado comiendo esparto. ¿Dónde estaba? ¿Qué era aquel lugar? ¿Quién me había traído hasta allí? Salí del dormitorio y crucé una estancia donde estaba dispuesta una mesa en la que abundaban fruta y galletas. Había una jarra con leche y decidí servirme un 197


vaso. ¡Estaba deliciosa! De pronto, quien fuera que estuviese emitiendo aquel constante ruido, cesó. La puerta se abrió. Dejé el vaso a medio beber en la mesa y me escondí tras un aparador que contenía una hermosa vajilla y una sencilla cristalería con el fin de que no pudieran descubrirme. No sabía a quién me podría estar enfrentando… Tan sólo podía oír los pasos de aquella figura que avanzaba hacia el interior de la estancia. Mi respiración comenzó a acelerarse. -Espero que la leche fuese de tu gusto, princesa – dijo la voz. No pude evitarlo. Salí y me abalancé a sus brazos. -¡Aronne! -¡Amor mío! –Rió mientras me abrazaba y daba vueltas y vueltas en círculos conmigo en brazos-. ¿Puede saberse qué hacías escondiéndote de mí? -¡Temí que fueras algún depravado o un demonio tal vez! –carcajeamos. Me apartó el cabello de la cara y me deleitó de nuevo con uno de sus increíblemente sensuales besos. -Te he echado tanto de menos… -dijo. -¿Cuánto he estado durmiendo? -Unos tres días… -¿Tanto? –me quedé boquiabierta-. ¿Y qué ha pasado con Mrart? ¿Se marchó para siempre, verdad? –Claro que sí y no volverá jamás. Me contó que se convocaron unas elecciones generales en el que un día fue su hogar, ya que tras la muerte de Mrart él debería ocupar su puesto, un puesto que rechazó sin dudarlo un solo minuto. -Se lo ofrecí a Piotr pero decidió marcharse de allí para siempre con su hermana. Siempre fue un hombre 198


sabio y un buen amigo y consejero.; no le podía aguardar un destino mejor, ni a él ni a Palmira. De modo que pedí algo a cambio de vender el trono de mi padre –suspiró y cogió mis manos entre las suyas-. Pedí ser mortal, Corinne. Y ya no me concierne quién ocupe el puesto de Mrart. -Espera, espera… -dije moviendo la cabeza e intentado entender sus palabras; demasiada información para asimilar, pensé-. ¿Eres qué? -Soy mortal como tú, amor mío. Ahora ni siquiera la muerte podrá separarnos, ya que mi alma seguirá siempre los pasos de la tuya y no tendré que quedarme ni un solo minuto en este maldito mundo sin ti. Alguien ocupará el puesto de Mrart, no sé quién ni me importa cómo lo desempeñen. Yo tan sólo quiero pasar mi vida a tu lado y hacerte feliz. Aquellas palabras me hicieron tan dichosa que no creí jamás que pudiera tocar el cielo con los dedos sin despegar los pies del suelo. Pero me sentía feliz, libre y enormemente enamorada de aquel maravilloso hombre. Sin embargo, sentí la necesidad de zanjar un par de asuntos que se habían quedado en el tintero. -Aronne, ¿harías algo por mí? -Lo que sea, haría cualquier cosa por ti… -Necesito despedirme de mi familia. Verás, mi padre estará preocupado y mi hermana me añorará cada día. Mis tíos están pasando por un mal momento y… los echo de menos, Aronne. -Bueno, no tiene porqué ser una despedida. Estamos en Castle Combe y hay muchos lugares en el mundo, ¿no crees? Durante mi larga existencia he visitado cada ciudad, cada pueblo recóndito, incluso 199


algunos ya desaparecidos… Si estamos aquí es por ti, para que no tengas la necesidad de apenarte por tu familia. Ellos podrán venir aquí a visitarnos y tú podrás ir a casa de los Bendix siempre que lo desees. Solamente quiero que seas feliz. Cada minuto que pasaba a su lado, cada frase que decía, estaba más convencida de haber tomado la decisión acertada. -¿Hay algo más que desees hacer? ¡Vamos, tan sólo tienes que pedírmelo! –sonrió. -Bueno… Lo cierto es que sí que hay un par de cosas que me encantaría hacer… Ambos nos dirigimos al condado de Cork. Allí debía zanjar algunos asuntos pendientes. Nos presentamos sin previo aviso en el Magdalene Asylum. -¡Corinne! ¡Qué alegría verte! –dijo Gwen corriendo a mis brazos. Era la hora libre de las muchachas así que fue una gran suerte que todas estuvieran en el jardín. Hacía un día precioso y nadie se quería perder los magníficos rayos de sol y la brisa fresca que aportaban las verdes montañas irlandesas aquella mañana. -Corinne… ¿Qué estás haciendo aquí? –dijo la joven Mary. -¿No te alegras de verme, pequeña Mary? -¡Por supuesto, querida! –me abrazó-. Pero si las hermanas te ven… -¿Y quién es este apuesto hombre que te acompaña? –Preguntó Gwen-. ¿Es él? –exclamó emocionada Gwen recordando lo que le comenté aquella noche en el dormitorio. -¿Quién? ¿Quién es? –preguntó la joven Mary. 200


-Así es. Es el hombre de mis sueños… -contesté mirándolo. Una sonrisa se esbozó en mi rostro. Aronne se ruborizó y las tres reímos. -Te dije que estaríais juntos cuando salieras de aquí. Te aguarda un maravilloso futuro, amiga mía – me dijo Gwen. -Oh, muchachas… Os he añorado mucho… -Y nosotras a ti –contestó Gwen mientras se trenzaba la melena. -Cuidado, chicas… La madre Josephine está aquí… -susurró. -Vamos, Aronne… ¿Podemos liberarlas de estas paredes? –le pregunté antes de que nos vieran las religiosas o en su defecto el Padre McDermott. Los cuatro salimos de allí tan rápido como nuestras piernas nos permitían. Mary era la única que iba refunfuñando y no cesó de hacerlo hasta que la escuela se divisaba como una diminuta judía a lo lejos. -Ahora sois libres, chicas. Ya no tenéis porqué preocuparos de las reglas del Magdalene ni por los oscuros momentos que pasasteis con el Padre McDermott… Lo sé todo… Intentó lo mismo conmigo. -¿De veras? –gruñó Aronne: ¿Qué es lo que intentó? ¿Se propasó contigo? -Pero no te preocupes por eso, amor mío. Ya pasó… -le contesté. -¿Qué no me preocupe? Muchachas, ¿estaréis bien? –Preguntó a mis amigas-. Creo que Corinne y yo debemos volver al Magdalene. 201


-¿Qué es lo que vais a hacer ahora? ¿Adónde os dirigiréis? –les pregunté a las muchachas. -Yo no puedo volver a casa. Bueno, lo cierto es que no lo deseo… -dijo Mary-. Mi padre es una persona horrible. Me trataba tan mal como el Padre o las hermanas… Al cumplir los trece años se lo dije a mi madre. Ella, muy lejos de creer mis palabras, me destinó al Magdalene. -Dios Santo… Lo siento tantísimo, Mary -le dije abrazándola. -No te preocupes por nosotras, Corinne. Has hecho más de lo que crees. Yo cuidaré ahora de la joven Mary. Nos cuidaremos la una a la otra –sonrió Gwen. Y así, tranquila al saber que ambas iban a estar bien, Aronne y yo nos fuimos dispuestos a zanjar un par de temas inconclusos. Pedimos ayuda a Piotr para ello, pues la nueva condición de mortal de Aronne no le permitía adentrarse de nuevo por aquellos lares, pero ahora puedo decir que el Padre McDermott está en un lugar en el que el calor abruma como sus indecentes actos y el olor es tan inmundo como su pestilente boca. Sí, pues él aguarda en el infierno custodiado por legiones de demonios sedientos de sangre y dolor. Pero Aronne aún tenía algo pendiente que solucionar. Nos dirigimos a casa de Lord Wiltshire. Piotr, al que le encantaba empaparse de los asuntos banales entre humanos y conocía todos y cada uno de los secretos más inconfesables de ellos, nos ayudó a entrar sin ser vistos. Allí, Aronne requisó el diario secreto de éste. Dentro de ese diario había un contrato 202


de cesión del negocio familiar. Pretendía, mediante alguna extraña treta, hacer que padre firmara ese acuerdo y así le cediese el negocio de la armería real a su persona. Mis dudas acerca de la repentina ayuda que quería brindarle a padre, se aclararon; sabía que mi intuición con aquel desvergonzado era acertada. -Rápido, Aronne. No sé cuándo regresará el Lord… -le advertí. -Espera, tengo una idea –dijo Piotr. El enjuto y anciano mayordomo del Lord, con el que Piotr utilizó su persuasión para que confesase toda la verdad acerca de su amo, me fue de gran ayuda con mi padre. Éste, que estaba bajo la influencia de la hipnosis de nuestro amigo demonio, fue quién le entregó el contrato ya preparado que tenía el Lord bajo buen recaudo, además de ofrecerle con pelos y señales todos los embustes con los que había engañado a la familia Bendix. Además, no titubeó a la hora de confesar los numerosos actos inapropiados que cometió conmigo aquella noche en su casa. No hay que decir que tras aquella lluvia de inesperadas noticias de Lord de Wiltshire, mi padre le prohibió la entrada en nuestra casa así como que se acercara a cualquier miembro de su familia. Pero Aronne no se conforma con poco y deseaba para aquel bastardo un fin mucho más… doloroso. Tan sólo diré que su compañero iba a ser un hombre creado de su mismo molde. El padre McDermott y él permanecerían de por vida en la Celda de Efialtes y así sufrirían en sus carnes los deshonrosos actos que causan mentes depravadas como las suyas. 203


Bien, ahora ya sabéis cuál fue mi destino, y puedo decir que sí que mereció la pena arriesgarse para estar con el hombre al que amo. Todas las noches rezo por el alma de mi madre, de la madre de Aronne y de mi querida Annabeth, y les ruego que interfieran en el designio de mi hijo, que no permitan que nazca con la maldad adherida a su alma. Sé que escuchan mis plegarias, sé que harán cuanto esté en su mano por salvaguardar el alma de mi pequeño, y sé que desde arriba me guiarán en cada paso. Y ahora aquí me hallo, sentada en el sillón de mi nuevo hogar en Castle Combe, viendo como mi maravilloso esposo construye con sus propias manos una hermosa cuna para nuestro hijo. Ahora acaba de sonreírme porque le he visto como se golpeaba el dedo al intentar amartillar un clavo suelto… Y tan sólo puedo añadir que soy realmente feliz.

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