LA ABUELA Tuve un hermano, del cual, el tiempo y las distancias se encargaron de sepultar en el torrente de su propia indiferencia. Con el paso de los años, la sabiduría que adquirió, aniquiló las nimiedades que hacen de la vida algo grande. Cuando éramos niños solíamos jugar juntos y compartir fantasías, juegos y como era mi hermano mayor, pretendía seguirlo a todas partes aunque para él representara una molestia. Cuando empezamos a crecer, cada uno se inclinó por diferentes actividades: en mi caso el deporte y la vagancia, y en el suyo, la ciencia y la cultura; aún así, con estas tan distintas tendencias, siempre me interesé por su afición a la ciencia. Solíamos caminar juntos por los jardines de la Residencial San Felipe; recordarlo es como mirar una foto en blanco y negro, esas que ahora son propiedad del arte y el recuerdo; en aquellos jardines, hallábamos arañas y mariposas entre otros insectos que capturábamos en frascos, para que luego sean disecados por él y puestos al microscopio donde ambos descubríamos el mundo diminuto al cual pertenecían. Pasados los años, mi hermano decidió estudiar medicina, carrera que empezó a cursar con mucho éxito, razón por la que me sentí muy orgulloso de él, y aunque él procuraba tomar distancias de las personas ignorantes que lo rodeábamos, no me importaba. En aquel entonces mis intereses no se centraban precisamente en los estudios, sin embargo, me llamaban fuertemente la atención todos los detalles que pertenecen a la ciencia y vivía atento a sus actividades. Un mañana la que recuerdo gris y oscura, mi hermano llegó a casa con una bolsa bajo el brazo, la guardaba con celo sospechoso. Subió de inmediato a su habitación cerrando la puerta tras de sí. Yo aún era un niño, y él, ya era un joven estudiante, aplicado y disciplinado quien se destacaba por su inteligencia y seriedad, virtudes que eran constantemente comparadas con los defectos irremediables propios del mundo al que yo pertenecía; recién ahora, ya viejo y moribundo, he podido entender que la sabiduría puede ser una gran virtud, no obstante, mientras más aprendo y adquiero noción del mundo, si es que eso es sabiduría, más ignorante me siento, porque es tan vasto e inalcanzable el universo del conocimiento, que el único valor que en realidad se puede alcanzar dentro de la imprecisa verdad que nadie posee, es el sentimiento hacia 1
las personas que se quiere, así ellas por la misma estupidez humana, entierren su humanidad en los vicios de los hombres: el creer que el saber nos coloca por encima de los demás, o el creer que poseer lo material nos hace mejores, entonces, llega la frialdad, la indiferencia y la resistencia al disparate que pregonaron los profetas y enviados imposibles. Aquel día gris del cual aún conservo el recuerdo intacto, me aposté tras la puerta de la habitación de mí hermano escuchando lo que hacía: sólo alcanzaba a escuchar una suave sinfonía de Vivaldi y una que otra carraspeada producto de la pipa que le dio por fumar en aquel entonces, de tabaco por cierto, pues hoy en día todo se debe aclarar. La curiosidad me había atrapado y quería saber qué hacía y cuál era el motivo exacto de su celo, y sobre todo, qué tipo de secreto traía entre manos en aquella bolsa plástica que procuró esconder con ademanes de agente secreto. Toqué la puerta y de inmediato escuché su voz delgada con un tono enervado en el cual me mandaba literalmente al carajo. Siempre fui una persona insistente, a veces insoportable, y en aquella época, era una personita terca que deseaba constantemente enterarse de todo, y saber todo. Mi hermano, finalmente, ante mi insistencia terminó abriendo la puerta para expectorarme de su panorama de trabajo. -¿Qué diablos quieres?- increpó -Ver lo que estás haciendo.- repuse sin más En ese momento, un intenso olor a formol emergió de su habitación el cual fue de inmediato capturado por mi olfato que reconoció instantáneamente la sustancia química. -¡Formol!- exclamé Cuando capturábamos insectos, él solía llevar siempre consigo un frasquito diminuto con formol para sumergir a sus víctimas arácnidas, de esa manera, evitar picaduras y garantizar su conservación. -¿Qué disecas?- inquirí sin rodeos –Déjame ver, por favor- rogué
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El me miró con displicencia, como si fuera un enano impertinente que quería saber más de la cuenta, y como pasada cierta edad, en el desarrollo, las hormonas y las tendencias separan a algunas generaciones por periodos cortos, entonces, me trató como el enano impertinente que era, invitándome a desaparecer so pena de propinarme una paliza, acción que de vez en cuando ejecutó por las diferencias propias del desarrollo y la autoridad que le había conferido mi madre que solía darle la razón en todo. -Por favor, déjame ver qué estás haciendo, no me meteré, te prometo no tocar nada de tus cosas, no te molestare, no seas maricón, por favor.- le supliqué con notable histrionismo Mi hermano me miro entendiendo mi curiosidad, porque como ya antes he explicado, no era bruto, y en aquel entonces, todavía no había asesinado su sensibilidad con el prójimo y el proceso de descorazonamiento al que lo empujaba la ciencia; en realidad estaba en su fase inicial, y, con el atisbo del cariño que aún no habían borrado las distancias, ni su desarrollo intelectual que lo empezaba a colocar en el pedestal inalcanzable para un personaje imperfecto como yo, accedió, quizá porque aún llevaba fresco el recuerdo de mi asistencia en sus experimentos de niño científico. -Está bien- dijo – Pero ni se te ocurra decirle a la mamma qué es lo que he traído a la casa. La curiosidad explotó dentro de mí, y aquel olor intenso a formol, evocaba los días de experimentación, con disecciones a inocentes conejos adormecidos con éter, que él despanzurraba para estudiar sus órganos y contemplar el corazón abierto palpitar insistentemente anunciando la vida. Imaginé que tendría un conejo disecado, o quizá estaba operando un gato perdido para encurtir sus órganos vitales en la poderosa fórmula del formol que evita el deterioro y la putrefacción. Me miró y dibujó una sonrisa irónica que guardaba una burla sutil, la cual, a pesar de mi juventud pude captar de inmediato. -Entra – espetó 3
Cerró la puerta tras de mí, y de inmediato divisé sobre su escritorio un bulto cubierto por una toalla de manos, al lado, la bolsa que trajo bajo el brazo. A mi hermano no le gustaba que hurgara entre sus cosas, acción que solía ejecutar cuando él estaba ausente para investigar los artilugios que guardaba, me llamaban poderosamente la atención los instrumentos quirúrgicos que había heredado de mi abuelo y de mi tío, ambos médicos, tradición familiar que él decidió continuar. Guardaba objetos extravagantes para mi edad, pinzas descomunales para cirugía abdominal, o alicates ginecológicos impensables, y todo eso siempre despertó mi curiosidad. Advirtió de inmediato que estudiaba el entorno y llamó mi atención para que me concentrara en su secreto. -Mira.- me dijo, mientras que descubría el bulto sobre el escritorio develando el misterio que llamaba mi atención: se trataba de una cabeza humana, una suerte de decapitación. Era la cabeza de una anciana cercenada desde el cuello, como si hubiera sido ejecutada por la guillotina francesa, una especie de María Antonieta peruana e indigente. Las gruesas arterias, ya descoloridas, y el esófago colgaban distendidos en el corte. Se trataba de la cabeza de una mujer vieja, con los ojos abiertos mirando la eternidad, el cabello apelmazado y un rictus espantoso en la boca. En principio, fue tan impresionante aquella visión de la muerte que me sentí confundido, asustado, entonces me volví a mirarlo buscando una explicación: la cabeza de la vieja parecía irreal, a juzgar por su apariencia, tenía la similitud de una cabeza hecha de cera y robada del museo de cera francés de Paris, donde se copiaban las enfermedades extrañas, los prodigios de la ciencia y las aberraciones del ser humano. -¡Qué es esto!- exclamé estupefacto El echó una risita sardónica y contempló divertido mi reacción. -Una cabeza- dijo sin más –La cabeza del muerto que me han asignado para estudiar, ahora me toca estudiar esta cabeza y me la he traído a casa para avanzar y hacer un estudio muy prolijo de ella. Aún impresionado, y algo asustado pregunte cándidamente: 4
-¿Y quién era esta vieja?El lanzó una risotada y explicó: -No seas imbécil, los muertos que se utilizan para el curso objetivo de anatomía son personas desconocidas que aparecen muertas en la calle, no tiene nombre y si lo tienen son bautizados por los estudiantes. Esta vieja se llama Hermelinda Linda.Informó aún riendo. Quedé ensimismado ante el descubrimiento, él, me invitó a sentarme a su lado mientras extraía de su estuche un filoso bisturí para empezar a cortarle el cuello a la altura de la garganta. El olor a formol era insoportable y me hacía arder los ojos, y aquella visión irracional y necesaria, me hizo sentir bastante mal, razón que me obligó a deponer mi insensata curiosidad. Me retiré de su habitación aturdido por el olor, y, por lo que había visto. La vida y la muerte estaban unidas por un hilo demasiado delgado y demasiado largo para que pudiera entenderlo en aquel entonces. La imagen de aquella cabeza quedó grabada en mi mente, las facciones de la anciana, el color de su cabello, todo se repetía en una imagen continua que no podía sacar de mis pensamientos. La cabeza pasó desapercibida en casa, la verdad, no sé si mi madre o mi padre se enteraron de aquel huésped involuntario y parcial que moró en nuestro hogar, y que después mi hermano fue sacando por partes de la casa. Un par de veces, ya como cómplice del secreto, me dio la autorización requerida para asistir a su disección y contemplar cómo iba despedazando la cabeza mientras me ilustraba y me enseñaba las partes que la componían. La lengua era más larga de lo que había imaginado, y su apariencia fuera de la boca distaba a la que presenta cuando con ella hablamos, y escupimos las palabras que nos permiten comunicarnos con los demás; las papilas gustativas también me impresionaron, ordenadas y emplazadas de una forma extrañamente sabia. Mi tercera visita a la disección ya no fue tan agradable, porque la cabeza estaba totalmente desmantelada y aquel panorama de muerte fragmentada, me produjo terribles nauseas, trasportándome a los mercados de Jesús María donde se exhiben
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las partes del ganado vacuno, porcino y ovino, entre ellas cabezas, lenguas y cerebros, sin moral alguna, colgadas en garfios que las muestran sin pudor a los tragaldabas que se comen todo; cada vez que anduve por el mercado y pasé frente a los puestos de carne, al ver todos estos elementos de la anatomía animal, mi mente trajo a colación de inmediato la cabeza de la abuela Hermelinda Linda que mi hermano despedazó en casa. Finalmente puedo decir que la foto mental de la cabeza, sus facciones, su perfil y la composición que se produce para una adecuada identificación quedó grabada en mi cerebro para siempre, hecho que se dio más por el producto de la impresión que por la curiosidad científica. Los meses pasaron, y mi hermano se distanció aún más, viajó lejos y no lo volví a ver. Nuestras conversaciones se fueron haciendo más aisladas y únicamente se daban por casualidad los días que él llamaba a mi madre por teléfono. Mi vida tomó rumbos inextricables que cualquiera podría catalogar de descabellados, empero, no era sí, era un propósito puesto en mi camino del cual no existe explicación etimológica ni razonable. En los meses posteriores, tuve excéntricas vivencias, y como es natural, varias novias, a quienes nunca amé, lo cual no sé si es o no natural. Conocí todo tipo de mujeres: ricas, millonarias, de clase media, trabajadoras, pobres, en fin… toda una galería sociológica digna de un estudio concienzudo y detallado de la especie femenina. Entre todas las mujeres que conocí, un día, en una reunión en el Hospital Dos de Mayo, donde trabajaba, pues finalmente de alguna manera me remití a una actividad laboral anexa a la ciencia la cual no es el tema, conocí a una joven muy simpática que trabajaba en el área de traumatología como enfermera. La verdad me enamoré de ella por su sencillez, su capacidad analítica y comprensiva del sufrimiento humano, pues ella tenía a su cargo una serie de pacientes postrados en camas víctimas de terribles úlceras de cubito que curaba con real compromiso. La enfermera era delgada, adornada con un busto redondo y agradable que saltaba a la vista, cabello largo y azabache, coronada por un par de ojos expresivos e inteligentes que hacían perfecta armonía con sus labios carnosos y sus dientecitos de perla. Su tez era como la canela, y cuando la veía caminar por los pasadizos del hospital, sus movimientos suaves y gráciles le daban un aspecto de modelo de ropa para enfermeras. Rendido 6
ante sus dotes de belleza, compromiso y sencillez, me aposté más de una vez cerca de su ambiente laboral para tratar de trabar contacto con ella, situación que se concretó exitosamente lo cual me otorgó la posibilidad de entablar una relativa amistad con ella: La esperaba en el café del hospital, y me sentaba en una de las mesas más visibles calculando que a la hora de su refrigerio me divisara y se sentará conmigo, y así fue. Almorzar en el hospital no era de mi agrado, pues mis visitas a los distintos pabellones me obligaban a salir de ellos con las imágenes de los enfermos en mis retinas, algunos accidentados, otros atacados por diversas y raras patologías que se tratan en aquel hospital. Llegaba a la cafetería, el olor a comida, fritura, y el movimiento de la gente, me perturbaba. En más de una ocasión evoqué la cabeza de Hermelinda, y, dada mi actividad de trabajo, terminé pasando por la morgue, las salas de los patólogos y asistí a diversos trabajos forenses, en definitiva, comer allí era desagradable porque las imágenes de los muertos despedazados se mezclaban con el menú. Ella llegaba y al verme se sorprendía sin manifestar la sorpresa, ocultando astutamente sus sentimientos, extremo diestramente manejado por las féminas, saludaba a sus compañeros y terminaba sentada a mi lado conversando temas triviales o asuntos propios del hospital y sus pacientes, quienes en la mayoría de casos eran indigentes o gente con escasos recursos económicos. Acordé con la enfermera encontrarnos fuera del ambiente hospitalario para disfrutar de un almuerzo de fin de semana lejos del olor aséptico mezclado con algunos efluvios nauseabundos que flotaban en el hospital. Nos encontramos en un restaurantito en la calle José Leal en Lince, era el local de una japonesa peruana, ella se llamaba Rosa y el local también, allí se degustaban delicias únicas que en aquel entonces la gente de a pie no conocía, y hoy, constituyen el emblema culinario del Perú. Conversando fuera del hospital con mi amiga, la pude conocer con mayor amplitud, tratando temas interesantes referentes a la vida, al destino y al futuro. También platicamos acerca de las relaciones entre hombre y mujer, situación que suele emerger cuando se presenta el interés mutuo entre hombre y mujer, hecho natural e instintivo. La enfermera además de todas las virtudes que he expuesto, manejaba un dulce sentido del humor, teñido de sarcasmos elaborados y una suspicacia muy personal. Recuerdo que cuando hablábamos de pasiones, manejaba el tema inteligentemente, sin incurrir en sentimentalismos y frivolidades 7
heredadas por su condición de mujer, haciendo acopio de un entendimiento del impulso y la pulsión humana que nos pide acercarnos a al sexo opuesto buscando una gratificante copulación; recuerdo hasta el día de hoy su alusión a un escritor que no recuerdo el nombre, el cual, ella parafraseó diciendo: la mujer es como la sopa, no hay que dejar que se enfrié. Una mujer con semejante inteligencia, no es una mujer que se aborda con la calentura del instante, ni se le salta encima, hay que trabajarla delicadamente y acceder a su esfera personal con cierta delicadeza y diplomacia, y eso hice. Salí varias veces con ella, y a la quinta vez, en el cine Pacífico de Miraflores, le estampé el primer beso tibio y seductor que proclamaba mis sentimientos de interés caliente. Ella contestó, y aquel día salimos de la mano del cine. El trabajo la tenía muy ocupada, y a veces se mostraba con una reticencia encubierta para acceder a mis invitaciones, hecho que interpreté como la resistencia a la apertura de sus bellas piernas. Pasados un par de meses en los que no habíamos atravesado la barrera de los chapes y lengüetazos, hizo un solemne anunció: me invitaba a su casa para conocer a su madre, a su padre, a sus hermanos e imaginé que hasta el perro. Quedé pensando en ella, en el tiempo que me había tomado cultivar su deliciosa amistad, y en los besos húmedos que me regalaba inquietándome y dejándome con una incomodidad natural que termina siempre por ceder en la flacidez. Pensé también, que la razón de su amable invitación obedecía a un importante paso en la escala de la misma relación cuya base se fundamentaba en el respeto. Me convencí que definitivamente, para entregarme su cuerpo, tenía que pasar por el filtro de la aprobación familiar, y así ella, no tendría ningún tipo de cargo de consciencia si se iba conmigo a la cama. Y llegó el día: vivía en Pueblo Libre, al final de la Avenida Bolívar, en una casita agradable con un ligero tinte de austeridad. Su padre era bastante trigueño, vestía una bata blanca y resultó ser un galeno del hospital Hipólito Unanue. Su madre era extranjera, una mujer belga de aspecto distinguido, muy bien vestida la cual me estudió en todo momento. Conocí a sus hermanos, dos jóvenes convencionales, amantes del futbol y según me contó su padre, muy aplicados a los estudios. La invitación fue a almorzar, recuerdo, era un día domingo, y la madre recordó a su marido que a las seis debían acudir a misa, hecho que me inquietó pues
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de inmediato supuse que la formación de mi enfermera era de carácter católico, por lo tanto, existía la vaga posibilidad de que conservase su virginidad, o en caso de soltar prenda había que estar muy amarrado. Mientras comíamos un arroz con pollo con abundante picante que devoraba la suegra belga indiscriminadamente ante mi sorpresa, ocurrió algo aterrador: la enfermera tenía una abuela, mayor ya, apareció como un fantasma con un camisón y apoyada sobre un bastón, lo aterrador estaba en su jodida cabeza: era la cabeza que mi hermano había diseccionado, era la misma Hermelinda Linda pero con cuerpo. El rompecabezas estaba armado frente a mí, y yo me rompía literalmente la cabeza tratando de adivinar qué sucedía. Me sentí desmayar, un vahído y la frialdad del estupor recorrió mi cuerpo sin misericordia alguna, debo haberme puesto muy pálido porque todos modificaron sus expresiones en la mesa mientras repartían sus miradas entre mi situación y la abuelita que estaba parada frente a nosotros. -Parece que hubiera visto un fantasma- dijo el médico -Es mi suegra- exclamó la suegra belga con el imborrable acento francés. La enfermera se paró y se acercó preocupada a mí preguntando: -¿Qué pasa? ¿Por qué te has puesto así?Traté de controlar mi obnubilación momentánea, y repuse: -Nada, no es nada, quizá una baja de presión.-¿Presión?- inquirió el médico con ojos de incredulidad que se tornaban sospechosos: la droga en la juventud ataca a cualquiera, posiblemente mi afabilidad y madurez respondían a algún tipo de estimulante o psicotrópico. -¡Pero si tu eres joven! ¿Cómo que la presión?- acotó la enfermera con duda en el tono de su voz.
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Debido a mi estado, todos parecieron ignorar la razón de mi descompensación: la cabeza de Hermelinda en el cuerpo de la abuela de mi novia la enfermera. Miré de soslayo y estudié a velocidad rayo a la abuela: tenía la misma cara de la cabeza que mi hermano cortó en pedacitos. Me aclaré la garganta, tomé un sorbo de agua y expliqué: -Para ser sincero, me he sentido así porque la señora…- la abuela se terminó por retirar arrastrando su bastón ante la indiferencia de todos debido a mi estado. - … se parece a alguien que conocí -¿De verdad?- exclamó el médico acusando un gesto de sorpresa -¿Es cierto lo que dices?- inquirió con evidente sorpresa la enfermera Mientras que la madre se sumió en un extraño silencio -Sí, es verdad ¿Por qué?- inquirí -No puede ser. ¿Dónde es que viste a la persona que se parecía a ella?- interrogó el padre con solemne seriedad y visible consternación. Dudé en decir la verdad, no era lo más adecuado informar la realidad: la persona que se parecía a la abuela era la cabeza de la muerta que diseccionó mi hermano. No sabía qué diablos decir, o cómo explicarles dónde había visto esa cara. -En la calle- afirmé sin convicción. – En la calle, vi varias veces a una viejecilla parecida en la calle, cerca del Rímac, cerca de la Universidad Cayetano Heredia.- mentí El padre se llevó la mano al mentón y se pronunció circunspecto: -La verdad, mi madre tenía una hermana gemela. ¿Hace cuánto tiempo que viste a esa anciana?-Un par de meses- repuse a secas 10
-¿Podrías decirme exactamente dónde la viste?- preguntó el doctor con visible consternación -Sí- dije con un claro tono de titubeo ¿Podríamos ir ahora a ver el lugar?- preguntó el suegro con acentuada desesperación Miré el reloj con actuada seriedad, lo miré a él, observé a la enfermera y a su madre y todos estaban claramente nerviosos -¿Qué pasa?- pregunte – ¿Por qué? -Porque la hermana de mi madre sufría de locura senil, reblandecimiento cerebral hijo mío, un día se escapó de casa y hasta el día de hoy no hemos tenido noticias de ella-¡Verdad!- exclamé pensando que la vieja que mi hermano había decapitado y descuartizado era la hermana de la abuelita de la chica que me gustaba y me quería llevar a la cama. Me confundió la situación y excusándome informé -Me perdonarán, pero hoy es imposible, porque tengo una cita con el dentista, pero mañana en la mañana es posible ¿Les parece? Todos dijeron sí en unísono. Ya llevábamos un rato de sobre mesa, entonces me levanté, estreché la mano del suegro, la de la suegra y le di un beso de despedida a la enfermera para no regresar a buscarla jamás, de lo contrario, algún día tendría que darles la horripilante noticia que a su querida tía abuela, la madre del doctor, fue decapitada y descuartizada por mi hermano, y su cabeza terminó siendo desmantelada en mi propio hogar, lo cual se traduciría en un hecho incomprensible y comprensible para ellos al mismo tiempo. Evité a la enfermera, y ese mismo año fui transferido a otro hospital, donde, siempre procuré tomar distancia de las enfermeras atractivas que cruzaron mi camino. Ivo Moran ( el hermano de marras ha cambiado un poco) 11