Fenómenos Sinápticos

Page 1

FENÓMENOS SINÁPTICOS Por Diego Cumplido, Agosto 2012.

1


FENÓMENOS SINÁPTICOS 1: I. LA HORA DEL TÉ El monstruo prehistórico aletea intentando aterrizar en la torre del castillo. Acaba de freír con su visión de rayos láser a dos gigantes enfurecidos y está cansado. Los viajeros desmontan del lomo de la criatura y miran a su alrededor: las praderas lucen un intenso verdor, consecuencia afortunada de una llovizna matutina. Aún con nitidez recuerdan como los cabellos en el pecho de los gigantes se chamuscaban como incandescentes mechas, desanudándose al consumirse. Cómo los volumétricos párpados de los colosos se descascaraban calcinados, y cómo las destrozadas uñas de sus pies se carbonizaban adquiriendo nuevas y complejas formas y sub-formas. ¿Qué hora es? Uno de ellos, que lleva un reloj de pulsera digital TIMEX, indica que es la hora del té. Tienen bolsas de té, pero no agua caliente, ambos lo saben y no hace falta decirlo. Descienden por las escaleras de caracol en busca de los dueños de casa. Los pasos retumban en las escaleras de piedra. Las torres son altas y demoran unos minutos en hallar algún pasillo que los lleve hacia el interior. Adentrándose en el castillo se topan con una colección de sombreros colgando del muro. Se los prueban y prosiguen su búsqueda de los dueños de casa con un cucalón y una gorra de aviador sobre sus cabezas. Jamás hubiesen imaginado lo que ocurriría a continuación. II. ESTACIÓN DE SERVICIO El señor Cucalón y el cimbreño y afable Aviador tienen unos veinte años, visten pantalones y polerones de buzo y les gusta poner bombas. En este momento se encuentran desayunando en una estación de servicio TEXACO acompañados por un gorila silencioso. El señor Cucalón juega a hacer sonar la tapita de un jugo de papaya envasado, y el señor Aviador lee un libro sobre dispositivos explosivos de fabricación casera. Estacionado afuera, embarrado y cubierto de polvo, el robot gigante en el que viajan enfría sus motores. El gorila, estático, se dedica a observar el paso esporádico de automóviles en la carretera. Cucalón -como es llamado debido al sombrero que generalmente cubre su cráneo- siempre muy preocupado de la hora y del clima, está en conocimiento de que son las once de la mañana. Hace cuarenta y cinco minutos había muerto el amor de su vida ¿Cómo pudo ser tan estúpido? ¿Valía la pena vengarse? No era una decisión fácil. De todos modos estaba en una posición poco ventajosa. Por otro lado ¿Qué hacer con el gorila? Arrojó el envase vacío a un basurero plástico. Un golpe hueco. El señor Aviador se veía aún sumido en la lectura.

2


III. UNA PROPUESTA RAZONABLE Enunció el hombre con la gorra de aviación "El té me ayuda a despejarme dotándome de cierta lucidez, pongámosle una bomba a este edificio apenas hayamos dejado vacías nuestras tazas: hagámoslo volar en pedazos y escapemos antes de fallecer en la explosión, en nuestro pterodonte volador que tira rayos láser por los ojos". Su interlocutor estuvo de acuerdo, y así lo hicieron. IV. EL HERVIDOR ELÉCTRICO Están en una cocina. El pterodonte los espera en una de las torres del castillo. Una colegiala enfundada en un breve jumper pone a hervir agua en un hervidor eléctrico. Cucalón le mira las piernas. El gentil aviador revisa una pequeña biblioteca ubicada a un costado de la cocina. Títulos de libros para cocinar y uno sobre el arte del bonsai. "Está sola en el castillo, mira ese cuerpecito" piensa Cucalón, absorto en pensamientos paulatinamente más perversos. La chica en cuestión se llama Margarita y ese día no había ido a clases. El joven con la gorra de aviación juega con las bolsitas de té entre sus manos, meditando sobre cierta lascivia contenida, notoria en la adolescente. "Es menor de edad" se repite ansioso. Eso no importó mucho después, claro está, cuando la jovenzuela demostró ser incontrolable. "Está poseída por Satán" fue la conclusión en aquel momento pornográfico en que aprendieron a temerle. Pero por ahora el aviador leía la etiqueta de las bolsas de té. Después -y aún no lo sospechaban- tendrían que matarla. V. LA HORA DE LA CENA “Le Chauvigneaux”, gran bestia lanuda, tenía como rasgo característico la cornamenta de alce que se extendía desde sus sienes. Los Marshall-Zañartu le ocultaban en algún oscuro armario de la casa, donde la criatura permanecía dócil, sin requerirse grilletes ni cadenas para preservar su cautiverio. De vez en cuando, a la hora de la cena, se escuchaban sus apagados lamentos. La familia evitaba pronunciarse al respecto. Desconocían el origen de su desdichado inquilino. Quizás la abuela Ana lo había traído consigo desde Francia, años atrás. Era posible que ella misma así lo hubiese expresado. Pero la abuela ya no estaba entre ellos para confirmar esa información, y mostrarse ignorantes al respecto parecía no producirles la menor angustia. VI. ANTECEDENTES E INFORMACIÓN ALEDAÑA El llamado señor Cucalón, según ya hemos aclarado, ha adquirido tal denominación debido al sombrero de explorador que le cubre la cabeza. Sus facciones rojizas están surcadas por marcas de espinillas en la zona de los pómulos (siempre fue reacio a cualquier tipo de tratamiento: hoy lamenta no haber escuchado a su madre) y sus zapatillas anchas, blancas y acolchadas le brindan tranquilidad y paz interior. 3


Él, cariñosamente, las conserva siempre limpias. VII. EL MOTOR ECONÓMICO Tras los cortinajes del vagón de pasajeros pasaban ante la vista colinas oscilantes, moteadas por grupúsculos de ganado vacuno de pigmentación manchada, caracterizados siempre por su floja pero perpetua masticación y su defecación ocasional, invisible desde la línea ferroviaria. Cruzaban también el lienzo fábricas de proporciones inverosímiles, postes de alta tensión, gigantografías publicitarias y bosques de pavorosa uniformidad geométrica: campo de juego de la industria maderera regional y motor económico de la zona según sabían de oídas nuestros personajes, que refugiados en una confortable cabina y ubicados frente a frente, disfrutaban observando lo que les ofrecía el recorrido. Ya todo estaba mejor. El universo, al menos temporalmente, había recuperado el orden. El señor Aviador extrajo las fotografías del sobre azul -las habían retirado del centro de revelado aquella misma mañana, junto a la estación de trenes- y las revisó una a una, evitando que las yemas de sus dedos les dejasen huellas. Su compañero de viaje perpetuaba la contemplación del paisaje, postergando su propia revisión para más tarde. Margarita se exhibía en distintos grados de desnudez en al menos quince de las veintiocho fotografías que no habían resultado sobreexpuestas. No pudo el aviador reprimir una erección al revisarlas, y lamentó el triste desenlace de toda la situación, que recordaba sin embargo con melancólico cariño. Escribió algo al respecto para poner en orden sus pensamientos y poco después se quedó dormido. Lo despertaría horas después el repicar de un teléfono. IIX. EN EL CENTRO COMERCIAL Ahora contaban con una Margarita en miniatura que guardaban alternadamente en sus bolsillos y que compartían según mutuo acuerdo. Le habían comprado la miniatura a un señor de bigote y sombrero que, según se decía, estaba involucrado en negocios de tipo fraudulento. La miniatura resultaba tan graciosa y coqueta como la Margarita original, pero despojada de toda carga satánica que los hubiese obligado a eliminarla. Era una réplica perfecta con el único -aunque relevante- inconveniente de que les era inservible para conseguir una adecuada satisfacción sexual, debido a lo ridículo de su minúsculo tamaño, que resultaba adecuado para portarla en la palma de la mano, pero no para otro tipo de actividades en las que estaban interesados. La muchacha, siempre positiva, les insistía en que encontrarían pronto una solución. Solución que a ellos les parecía lejana. Y aunque la adquisición algo había apaciguado el atormentado espíritu del señor Cucalón, éste aún no conseguía olvidar que recientemente había perdido al amor de su vida (que cabe decir, no se trataba de Margarita), amor que con toda seguridad, no olvidaría nunca. 4


Con ese pensamiento rondando su mente, sorbió de la bombilla con la vista fija en el letrero anaranjado que coronaba el local de comida rápida mexicana. Allí, en el patio de comida del centro comercial donde terminaba de alimentarse, abstraído de los murmullos y conversaciones de sus vecinos de mesa. IX. EL ASIENTO TRASERO Aquel domingo de pascuas, cuando los Marshall-Zañartu profesaban su credo en una parroquia cercana al hogar, Le Chauvigneaux salía por vez primera de su perpetuo escondite, y dando pasitos cortos se dirigía a la cocina, donde abriría la puerta del horno y encorvándose, se introduciría en su interior, para surgir instantes después de entre los asientos traseros de un Peugeot 206 que en ese preciso momento atravesaba un túnel a ciento cinco kilómetros por hora y cuyo joven conductor -según intuía la fantástica presencia que lo observaba desde atrás- se encontraba en un lamentable estado de ebriedad. Eran las tres de la mañana. Tras salir el vehículo del túnel, Le Chauvigneaux se distraería estudiando el firmamento, intentando reconocer las constelaciones que había aprendido a identificar. Su mala memoria no le sería de ayuda. El joven tras el volante no posaba aún sus pupilas adormiladas en el espejo retrovisor, y permanecería ignorante de que oficiaba de chofer hasta que llegase a destino, lo que según los cálculos del propio Le Chauvigneaux ocurriría en cuestión de minutos. X. CLUB DE GOLF La miniatura de Margarita resultó ser una hábil trepadora, y se entretuvo aquella tarde de viernes en el Club de Golf encaramada y columpiándose en la cornamenta de Le Cheauvigneaux, quién parecía no incomodarse con las ágiles piruetas que la diminuta trapecista efectuaba sobre su cabeza. Le Cheauvigneaux, a quién se le había notado reflexivo durante la mañana, se acariciaba las barbas concentrado en los golfistas y en sus patrones de comportamiento, apenas visibles en la lejanía. De vez en cuando, frotaba sus pezuñas contra el piso de piedra de la terraza, signo de que comenzaba a preocuparse: eran más de las cinco y la dupla de aventureros aún no regresaba. Cuando el garzón se les acercó para ofrecerles algo de beber, Le Chauvigneaux sencillamente negó con la cabeza con la habitual economía comunicacional que lo caracterizaba y que le habían recriminado tantas veces. El garzón asintió levemente y dándose media vuelta, se retiró sin insistir. XI. EL MONSTRUO MARINO El lago veíase ya surcado en aquellas tempranas fechas por una múltiple gama de vehículos acuáticos motorizados, conducidos por consumidores de cerveza importada de piel enrojecida y anteojos oscuros. Sus hijas, lindas y curvilíneas jovencitas -que estrenaban nuevos bikinis como todos los años- chillaban, reían y aplaudían ante estímulos básicos, 5


proveídos por intrépidos muchachos, entusiastas frenéticos del ski acuático que tras empapar sus chalecos salvavidas los dejarían secando al sol. Varios metros por debajo de la superficie lacustre, los restos del robot gigante reposaban cubiertos de algas, abandonados. Cierto era que el seguro había cubierto la mayor parte de la pérdida y que no conservaban deuda alguna que pudiese alterarles el sueño. Pero imaginar la sala de control sumergida y arruinada, oxidándose y visitada por cardúmenes de pececitos, con sus ventanillas quebradas y sus ya desteñidos stickers desprendiéndose para luego desmenuzarse en sucesivas volteretas subacuáticas era suficiente como para entristecerse y cubrir sus ojos de lágrimas. El monstruo marino había sido vencido y sus restos óseos donados a un museo de renombre, donde ahora eran exhibidos. Aún no tenían oportunidad de visitarlos. Se preguntaban a veces sobre el sentido de su esfuerzo, que apenas les había valido una nota miserable en un periódico regional y una distinción de la municipalidad recibida por correo. Preferían dar el capítulo por cerrado y reprimir cualquier interrogante que pudiese deprimirlos. Se decían que hay que seguir adelante, filosofía insuficiente para expurgarlos del aspecto taciturno que presentaban en cada uno de sus momentos de soledad, a un mes de haber sido dados de alta de la clínica privada en la que estuvieron internados durante casi una semana.

6


FENÓMENOS SINÁPTICOS 2: I. ENRIQUE MARSHALL Enrique Marshall, padre de familia aficionado al deporte, extrajo una escopeta de caza de la repisa más alta de su armario, le sacó el polvo con un paño de cocina y jugueteó haciendo blanco, absteniéndose de disparar, sobre ornamentos decorativos de la vivienda. Se despidió de cada miembro de su familia con un beso en la frente, pues aún dormían. Y tras percinarse y ofrecerse a los designios de Dios, se introdujo en el horno, iniciando así la búsqueda de Le Chauvigneaux. II. LA CAJA DE FÓSFOROS A la miniatura de Margarita le dolía su soledad: una amargura expansiva se apoderaba de ella. Estudió su propia mirada en el espejo, escudriñando en el misterioso vacío de sus pupilas. Ni siquiera un eco le devolvían. Sostuvo sus senos con ambas manos, realzándolos. Luego los estrujó, los palpó desde sus bases, asegurándose de que le gustaban, de que eran atractivos. Se puso de perfil. Tenía una linda figura, pero se sentía sola. Quizás el modelaje era lo suyo. No. Prefería decirse que era una ilusa, no más que una entre tantas. Y como tantas, los años la estropearían y sólo sus ojos permanecerían reconocibles. Los mismos ojos que miraba ahora en el espejo. Menos despiertos y más decepcionados, pero suyos al fin y al cabo. Merecía que alguien la registrase. Se repitió ese pensamiento varias veces, pues la reconfortaba. Cubrió su cuerpo desnudo con una toalla hecha a su medida. Se había dado un baño tibio en el lavamanos. Su piel estaba húmeda y se sentía limpia y perfumada. Si tan sólo no fuese tan pequeña. Cuando Le Chauvigneaux entró al cuarto de baño ella le miró con una sonrisa desde el espejo, y éste se la devolvió. Le preguntó si estaba lista, a lo que ella respondió con una afirmación de cabeza. Cariñosamente Le Chauvigneaux la trasladó sobre la palma de su mano hasta una repisa donde Margarita guardaba su vestimenta en una cajita de fósforos. Tardó bastante en elegir que ponerse. Sin embargo, su decisión resultó adecuada y constituyó para Margarita un motivo de alivio. Estando ya más despejada, se preparó para desayunar. III. LA CASA EN LA PLAYA ¿Estaba muerto? No podían estar seguros. La flecha le había atravesado el cuello, o al menos eso creían. Le Chauvigneaux cerró su libro en la página veintitrés y se ajustó los

7


anteojos de lectura, perplejo. El hijo del doctor Cienfuegos1 se acercó tímidamente al cuerpo extendido sobre la terraza. ¿En que estaría pensando? ¡Haciendo tiro al blanco sin tomar precauciones! Un accidente era inminente. Y éste era el resultado. Sus manos temblaban. ¿A quién había matado? ¿De qué se trataba aquella ocurrencia de llevar puesta una máscara? ¿Pretendía asustarles? Probablemente sólo estaría intentando hacerles una broma. No se atrevió a desenmascarar al accidentado, que le miraba inerte a través de dos agujeros en su deforme cubrerostros verde. No había demasiada sangre, unas pocas gotas habían caído sobre las tablas. La flecha atravezaba un costado del cuello de lado a lado. “¿Qué ocurrió?” preguntaba Alberto 2 desde la cocina. El estado emocional de sus amigos les impedía responder. A lo lejos se escuchaba el sonido del mar. Cantos de pájaros. El fallecido parecía ser sólo un muchacho: llevaba una remera desteñida de color negro con el estampado de una banda de rock, un traje de baño rojo y zapatillas deportivas con franjas celestes. Durante la cena, decidieron que lo mejor sería huir. Dejar rápidamente la casa. Abandonar al cadáver. Ni le descubrirían el rostro ni le notificarían a nadie al respecto. El fin de semana de descanso viose así interrumpido bruscamente. Concordaron en que no había otra opción. No mucho después estarían pagando las consecuencias. IV. LA ALACENA Ya llevaría unas tres semanas siguiendo sus pasos cuando abrió las puertecitas de la alacena. Sentados sobre conservas y bolsas de garbanzos le devolvían la mirada cuatro pequeños señores de tez verdosa. Se trataría de una alucinación, supuso Enrique. Extrajo una lata de duraznos y una bolsa de arroz, cerró las puertas de la alacena y se dispuso a cocinar. De todos modos dejaría la cabaña durante esa misma tarde. V. ISABELLA ZAÑARTU Isabella Zañartu rondaba por su jardín, en el patio trasero del hogar. No se hallaba satisfecha con las últimas labores de jardinería realizadas y le preocupaba que el sistema de riego no estuviese funcionando como debiese.

1

Nombre alternativo para el señor Cucalón.

2

Nombre alternativo para el señor Aviador. 8


Eran sin embargo estos motivos de preocupación secundarios: no sabía de su marido hace semanas y se acercaban fechas importantes. ¿Qué les diría a sus hijos?¿Volvería Enrique alguna vez? Se sentía insegura sin él en casa y los niños le extrañaban. ¿Porqué no había llamado?...Con un suspiro apaciguó sus pensamientos y se fijó en un sector en que el pasto parecía perder su verdor. Se dispuso entonces a regar. Quizás después podría ir a la peluquería. VI. PRÁCTICAS CHAMÁNICAS Por aquel entonces, el hijo del doctor Cienfuegos había adquirido cierta fama como líder de una secta de carácter sexual, que según decían, fue formada inicialmente contra su voluntad. Tres veces a la semana una veintena de muchachas semidesnudas, ataviadas con penachos y pieles de animales, se sentaba a su alrededor a contemplarlo en silencio. A sus favoritas les permitía practicarle sexo oral. Aquella práctica tenía una connotación religiosa. Y el momento de la eyaculación y la ingestión del semen se había convertido en un rito místico que las féminas de la secta presenciaban tomadas de las manos bajo el efecto de alucinógenos de origen amazónico. VII. EQUIPO DE RESCATE A los padres de las jóvenes no les parecía que sus hijas anduviesen sueltas tragándose los líquidos que un orate eyaculaba en sus gargantas, y organizaron un equipo de rescate para capturar al líder de la secta y así liberar a sus hijas de su influencia. Intranquilos respecto a su futuro laboral procederían posteriormente a situarlas en universidades de prestigio. Las madres, preocupadas por el éxito de la empresa, organizaron oraciones colectivas en apoyo a sus cónyuges, las cuales al obtener masiva concurrencia fueron transmitidas por televisión. En tanto, las costumbres de la secta habían variado. El semen ya no era tragado y digerido por sacerdotisas seleccionadas, sino intercambiado bucalmente entre todas las integrantes de la secta, arrodilladas y dispuestas en torno a su maestro, quién aún no advertía que existían organizaciones en su contra. IIX. HISTERIA FEMENINA La miniatura de Margarita, al borde del llanto, arrugó su nariz. El odio ennegrecía su corazón. Más que disgustada, estaba furiosa. Y se preocuparía durante la jornada de hacerlo notar. Le Cheauvigneaux, criatura que tan bellos momentos le había entregado, la defraudaba ahora de tan vil manera. Hubo algunos intentos por hacerla comprender, pero ella no demostraba disposición a escuchar. Resolvieron encerrarla en un frasco para no tener que lidiar con sus gritos. Al 9


pasar unas horas recobró dominio sobre si misma e intentó ver el problema desde otro punto de vista. Ésto no le brindó ninguna satisfacción, y es más, le produjo nuevas amarguras. Una vez liberada se le vio silenciosa y cabizbaja, situación que al extenderse indefinidamente generaría preocupación. Fue finalmente el estado anímico de Margarita el que los obligaría a tomar una decisión. IX. CABERNET SAUVINGNON Aniquiló al zancudo de un aplauso, procediendo luego a desatarse las zapatillas. La caminata había resultado extenuante y sus pies bien agradecerían algo de aire y espacio para recuperarse de los esfuerzos que les exigió la jornada. El hijo del doctor Cienfuegos lo observaba apoyado en el pomo de la puerta, sosteniendo con elegancia una copa de Cabernet Sauvingnon. Bordeando el talón izquierdo empujó el calzado hacia abajo, para luego retirarlo delicadamente. El calcetín estaba humedecido, como también lo estaba su par, al repetir Alberto el procedimiento con la zapatilla derecha. Los dejó sobre uno de los brazos del sillón, a una distancia prudente de la chimenea y se masajeó las plantas de los pies cuidadosamente. El asistente del embajador, hombre de dientes pequeños, descansaba tranquilamente en la habitación contigua. Olfateando su copa de vino, el hijo mayor del doctor Cienfuegos se interrogó una vez más sobre sus intenciones, pues cierto era que habían sido tratados con hospitalidad, pero ¿era motivo suficiente para abortar la misión? Apoyándose en el marco de la ventana, escuchó los repentinos chapoteos de los cocodrilos que merodeaban la fosa que rodeaba el establecimiento hotelero, y conectó la presencia de zancudos al agua estancada. Se propuso intentar obtener algún anti-alérgico como medida preventiva, aún inquieto ante los eventos que se desarrollarían durante la jornada. Alberto, sin embargo, parecía más tranquilo. X. AL AEROPUERTO Las pezuñas de Le Cheauvigneaux se hundían en un cúmulo de basura conformado por envases vacíos de bebidas energéticas, periódicos y boletas que llevaban semanas acumulándose bajo el asiento del copiloto. En tanto Enrique, que iba al volante, llevaba algunos días jugueteando con la posibilidad de abandonar a su mujer. ¿Sería capaz de adoptar esa resolución? Aún no lo sabía, pero la idea lo acompañaría durante un tiempo. Le Cheauvigneaux, a su lado, bostezaba repetidamente. Se detuvieron a almorzar a un costado del camino. Un avión despegaba en la distancia.

10


XI. LA ESPECIALIDAD DE LA CASA Dos garzones rotaron la enorme y calva cabeza de quién parecía ser el dueño del local hacia donde estaban sentados y luego, la equilibraron sobre su base. Se trataba de un restaurant de aspecto cavernoso, especializado en la producción de mariscos. En ese momento, ellos eran los únicos clientes. Tras presentarse y hacer algunas recomendaciones, el dueño del local intentó sostener una conversación casual que el mismo interrumpió prematuramente, excusándose con una sonrisa. Con la ayuda de sus garzones, atravesó cautelosamente las puertas de la cocina, momento en que Enrique creyó escucharlo tararear una canción. Aún no habían pedido. Estudiaron la carta con minuciosidad. XII. CONSERVAS Una vez hubo Enrique cerrado las puertas de la alacena, los cinco hombrecillos de tez verdosa encendieron una vela y se miraron entre sí. Se contaron viejas historias de la guerra, cantaron y rieron a carcajadas. Limpiaron en numerosas ocasiones sus anteojos y aflojaron también el cuello de sus camisas. Esta actividad duraría hasta la jornada siguiente y se retomaría en ocasiones durante las sucesivas dos semanas, alterando una y otra vez el sueño de los vecinos del estante de abajo, que si bien eran comprensivos, carecían de una paciencia ilimitada. XIII. BASE TEMPORAL DE OPERACIONES Alberto había pasado la mañana desembalando cajas, sacudiendo polvo y organizando el librero de acuerdo a su criterio personal. Aún no iniciaba la descontaminación del sector donde el día anterior habían encontrado un esqueleto infestado de lagartijas radioactivas. El esqueleto, que por algún motivo se había reanimado, levitaba a unos treinta centímetros del suelo transmitiendo la locución radial de algún partido de fútbol desde su cavidad bucal. La curiosidad les impidió desarticularlo de inmediato y tomando las precauciones debidas, optaron por esconderlo en un cuarto desocupado de modo transitorio. Durante esas semanas, investigarían nuevas técnicas para la elaboración de explosivos y afinarían detalles de una serie de proyectos pendientes, cuyas fechas de ejecución aún discutían. XIV. CONTENIDO DEL ENVASE Conservaron el cráneo en un recipiente capaz de contener las emanaciones de radiación de las lagartijas. La intención era vendérselo a un traficante de armas a cambio de un agente químico con el que bombardearían sectores estratégicos de la población. 11


Las víctimas sufrirían la corrosión inevitable de su piel, la pérdida de sus facultades mentales y -sangrando por cada uno de sus agujeros- convulsionarían y gritarían hasta morir. La orquestación del atentado, sin embargo, no les resultaría sencilla y les provocaría continuos dolores de cabeza. Finalmente -y tras una serie de frustraciones- se sentirían obligados a solicitar la ayuda de profesionales. Lo que el traficante de armas no sabía es que una vez cambiado de manos el cráneo dejaría de transmitir partidos de fútbol y se abocaría a recitar antiguos cantares de gesta. Y habiendo perdido la utilidad que le tenía destinada, tendría dificultades para hallar que hacer con su nueva adquisición. Aconsejado por su mujer, se lo acabaría regalando a su sobrino, un joven estudiante de literatura que según pensaba, podría darle alguna utilidad. XV. LUCKY STRIKE El dueño del local miró pasar a un grupo de patos sobre el pasto apenas a unos metros de sí. El paisajista había hecho un buen trabajo con las pequeñas lagunas artificiales, las que habían logrado atraer a un número mayor de clientes, tal como éste había previsto. Le pidió a un garzón que estaba junto a él un cigarrillo, que el muchacho extrajo de una cajetilla excepcionalmente grande que el dueño guardaba en un discreto armario junto a la puerta trasera de la cocina. Con ambas manos depositó el cigarrillo sobre el labio inferior de su jefe, y procedió a encenderlo con un mechero de uso industrial. El dueño aspiró el humo cerrando los ojos y exhaló lentamente por la nariz, mientras el joven garzón esperaba apacible a su lado. XVI. FILODENDROS Iban canturreando serenamente, flotando río abajo en una canoa, atentos a los aleteos y movimientos de las cacatúas y otras aves. La miniatura de Margarita, recostada sobre el borde de la canoa con la piernas cruzadas, jugaba a identificar ciertas especies vegetales sobre las que había aprendido recientemente en un curso de paisajismo. El hijo del doctor Cienfuegos la observaba con cautela. Sin éste esperarlo, una lanza proveniente de la orilla le atravesaría el costado, yendo a clavarse en la madera de la canoa. El impacto generaría un sobresalto en la miniatura, quién se voltearía horrorizada hacia el herido. Alberto se disponía a socorrerlo cuando una segunda lanza lo alcanzó en la pantorilla y una tercera le atravesaba la cabeza, matándolo. Su cadáver, aún sujeto a uno de los remos, caería fuera de la canoa con lentitud. 12


El hijo del doctor Cienfuegos moriría desangrado en pocos minutos. La miniatura lo miraba sin pestañear. Una tribu de pigmeos procedería posteriormente a rescatar los restos de las fauces de los cocodrilos. Y fieles a sus prácticas tradicionales decapitarían los cuerpos, reducirían sus cabezas y una vez hecho ésto las empaquetarían en cajas fabricadas en Corea del Sur para luego vendérselas clandestinamente a turistas extranjeros, quienes tendrían que ingeniárselas para cruzarlas por la aduana disimuladamente.

13


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.