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Some Thoughts Upon Returning from the Second Session of the Synod

By BISHOP ROBERT BARRON

I returned at the end of October from the second session of the Synod on Synodality in Rome, and I will confess to feeling a tad exhausted. As I’ve mentioned before, the synod is a full four weeks long, and the workdays are intense. So, though it was, to be sure, a rich experience, I’m glad that it’s over, and I’m glad to be home. I would like to share with you some general impressions and assessments of the experience and also look at a few particular issues that were discussed in the synod’s final document.

The second session of the synod was an improvement over the first in the measure that it returned with greater focus on the topic meant to be under consideration -namely, synodality itself. The first session last October had a sort of omnium gatherum quality about it, as topics ranging from outreach to the LGBT to women’s ordination, married priests, and ecclesiastical reform were brought forward. By placing these issues aside, the pope allowed us to concentrate on the matter at hand. Many times over the past couple of years, people have asked me what “synodality” means. The discussions we had around the tables and at the plenary sessions this year helped me to clarify my own thinking on the matter. Far too often, even the advocates of synodality resort to vague generalities and clichés - “walking together,” “going to the margins,” “listening,” etc. - as they try to explain the term. When we really get down to it, we mean by “synodality,” first, the conscious and institutionally instantiated attempt to allow more of the people of God, especially those whose voices have not typically been heard, to participate in the decisionmaking and decision-taking process. Second, we mean the establishment of protocols for accountability and transparency in regard to the governance of the Church.

As such, synodality represents a practical instantiation of the communio ecclesiology that arose from the documents of Vatican II and the teaching of the post-conciliar popes. For it is a summons for all of the baptized to take real responsibility for the life of the Church. The vast majority of the discussions and interventions at the synod had to do with fleshing out this idea. Accordingly, we spoke of parish councils, diocesan pastoral councils, finance councils, review boards, greater involvement of women in seminary formation, renewed commitment to ecumenical consultation, the holding of local synods, establishing protocols of accountability, etc. All of this, it seems to me, is healthy, and I’m glad the synod encouraged it.

A point that I made frequently is that most if not all of these are already at play in the American church. So, in some ways, the synod discussions were geared toward making what we take largely for granted here more widely available around the world.

Another feature of the synod was the exposure to the bracing complexity of the Catholic Church. There were roughly 400 people participating in the conversations, and they were from all six inhabited continents. If you were paying the least attention, it was practically impossible to remain parochial. The African style is not the Asian style; Latin Americans face very different problems than North Americans; southern Europe is decidedly not northern Europe; a Ukrainian and a person from East Timor experience the liturgy in very different ways; etc. My friend John Allen, the experienced Vaticanista, observed over dinner one night that you can tell at a glance the difference between a bishop who has attended a synod and one who has not: the former is just more attuned to the international Church than the latter. I will be for the rest of my life grateful for the opportunity to have had this vivid experience of the Church’s universality.

When the synodal process commenced some three years ago, some were concerned that essential moral teachings of the Church would change. None of those fears was realized. The synod, under the guidance of the Holy Father, came to certain practical determinations in regard to the way decisions are made and accountability is guaranteed - and, as I said, this is all to the good. It changed nothing with respect to doctrine or morals. The reason for the synod’s stability and success is the Holy Spirit. Something that struck me during both sessions was the prominence of prayer. We prayed at the beginning of each day; we paused for four minutes of prayer every half hour or so during our discussions; we commenced each module of the synod with a solemn Mass at the altar of the chair; we had a particularly beautiful ecumenical prayer session one evening on the site of Peter’s crucifixion; and we closed with a magnificent Mass under the newly restored baldacchino in St. Peter’s Basilica. None of this was merely decorative; all of it belonged to the essence of the synodal experience. The Spirit guided us where he wanted us to go, and he prevented us from wandering from the right path.

Algunas reflexiones al regresar de la segunda sesión del Sínodo 5

Por EL OBISPO ROBERT BARRON

Afinales de octubre regresé de la segunda sesión del Sínodo sobre la Sinodalidad en Roma, y confieso que me siento un poco agotado. Como ya he mencionado antes, el Sínodo dura cuatro semanas completas, y las jornadas de trabajo son intensas. Aunque ha sido una experiencia enriquecedora, me alegro de que haya terminado y de estar en casa. Me gustaría compartir con ustedes algunas impresiones y valoraciones generales de la experiencia y también examinar algunas cuestiones particulares que se debatieron en el documento final del sínodo.

La segunda sesión del sínodo supuso una mejora con respecto a la primera en la medida en que volvió a centrarse más en el tema que se pretendía examinar, a saber, la propia sinodalidad. La primera sesión, celebrada el pasado mes de octubre, tuvo algo de omnium gatherum, ya que se trataron temas que iban desde el acercamiento al colectivo LGBT hasta la ordenación de mujeres, el casamiento de los sacerdotes y la reforma eclesiástica. Al dejar de lado estas cuestiones, el Papa nos permitió concentrarnos en el asunto que nos ocupa. Muchas veces, en los últimos dos años, la gente me ha preguntado qué significa «sinodalidad». Los debates que mantuvimos este año en torno a las mesas y en las sesiones plenarias me ayudaron a aclarar mi propio pensamiento al respecto. Con demasiada frecuencia, incluso los defensores de la sinodalidad recurren a vagas generalidades y clichés - «caminar juntos», «ir a los márgenes», «escuchar», etc. - cuando intentan explicar el término. En realidad, por «sinodalidad» entendemos, en primer lugar, el intento consciente e institucionalmente instanciado de permitir que un mayor número de miembros del pueblo de Dios, especialmente aquellos cuyas voces no han sido habitualmente escuchadas, participen en la toma de decisiones y en su proceso. En segundo lugar, nos referimos al establecimiento de protocolos de responsabilidad y transparencia en relación con el gobierno de la Iglesia.

Como tal, la sinodalidad representa una instanciación práctica de la eclesiología communio que surgió de los documentos del Vaticano II y de la enseñanza de los papas postconciliares. En efecto, es una llamada a todos los bautizados para que asuman una responsabilidad real en la vida de la Iglesia. La gran mayoría de los debates e intervenciones del sínodo tuvieron que ver con el desarrollo de esta idea. En consecuencia, se habló de consejos parroquiales, consejos pastorales diocesanos, consejos de finanzas, juntas de revisión, mayor participación de las mujeres en la formación del seminario, compromiso renovado con la consulta ecuménica, celebración de sínodos locales, establecimiento de protocolos de responsabilidad, etc. Todo esto, me parece, es saludable, y me alegro de que el sínodo lo haya fomentado. Una cuestión que he planteado con frecuencia es que la mayoría, si no todas, de estas cosas ya están en marcha en la Iglesia estadounidense. Así que, en cierto modo, los debates del sínodo se orientaron a hacer que lo que aquí damos por sentado esté más ampliamente disponible en todo el mundo. Otra característica del sínodo fue la exposición a la estimulante complejidad de la Iglesia católica. En las conversaciones participaron unas cuatrocientas personas de los seis continentes habitados. Si se prestaba la menor atención, era prácticamente imposible permanecer parroquial. El estilo africano no es el estilo asiático; los latinoamericanos se enfrentan a problemas muy distintos de los norteamericanos; el sur de Europa es decididamente distinto del norte de Europa; un ucraniano y una persona de Timor Oriental experimentan la liturgia de maneras muy distintas; etc. Mi amigo John Allen, vaticanista experimentado, observó una noche durante la cena que se puede distinguir a simple vista entre un obispo que ha asistido a un sínodo y otro que no: el primero está más en sintonía con la Iglesia internacional que el segundo. Estaré agradecido el resto de mi vida por la oportunidad de haber tenido esta vívida experiencia de la universalidad de la Iglesia.

Cuando comenzó el proceso sinodal, hace unos tres años, algunos temían que cambiaran las enseñanzas morales esenciales de la Iglesia. Ninguno de esos temores se hizo realidad. El Sínodo, bajo la guía del Santo Padre, llegó a ciertas determinaciones prácticas respecto al modo en que se toman las decisiones y se garantiza la responsabilidad, y, como he dicho, todo esto es positivo. No cambió nada con respecto a la doctrina o la moral. La razón de la estabilidad y el éxito del sínodo es el Espíritu Santo. Algo que me llamó la atención durante ambas sesiones fue el protagonismo de la oración. Rezamos al comienzo de cada día; hicimos una pausa de cuatro minutos de oración cada media hora aproximadamente durante nuestras discusiones; comenzamos cada módulo del sínodo con una misa solemne en el altar de la cátedra; una tarde, tuvimos una sesión especialmente hermosa de oración ecuménica en el lugar de la crucifixión de Pedro; y terminamos con una magnífica misa bajo el baldaquino recién restaurado de la basílica de San Pedro. Nada de esto fue meramente decorativo; todo pertenecía a la esencia de la experiencia sinodal. El Espíritu nos guió hacia donde quería que fuéramos, y nos impidió desviarnos del camino correcto.

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