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Dedicating our New Chancery Chapel

By BISHOP ROBERT BARRON

One of the most satisfying moments in my two years as Bishop of the Diocese of Winona-Rochester was the dedication and consecration of the gorgeous chapel in our new chancery office. In describing what happened that day, I am, of course, drawing attention to our particular chapel, but I also want to shed light on the nature of any Catholic church building.

The festivities commenced with a procession from the Lourdes High School chapel across the street. A large group of us walked solemnly to our destination, singing psalms and hymns. In so doing, we were consciously imitating our distant forebears in the faith who made their way in a similar manner up to Jerusalem and the sacred Temple. In point of fact, we were chanting some of the very same psalms that those long-ago pilgrims would have sung. The purpose of the procession was to highlight that even our comparatively small chapel in Rochester, Minnesota, is intended to be a reiteration of the Jerusalem Temple, which is to say, a privileged place of encounter between God and his people. I might even press the point and say that the ancient Temple was seen as the very dwelling place of God on earth - and this is indeed the Catholic understanding of a church in which the Blessed Sacrament is reserved.

Once inside our chapel, we commenced to celebrate the Mass for the dedication of a church, which is one of the most complex and solemn liturgies in the Roman Rite. Permit me to focus simply on the consecration of the altar. According to liturgical symbolism, the altar in a Catholic church represents Christ himself, and therefore it is fitting that we baptize it, just as the Lord was baptized by John. So, I sprinkled our new altar liberally with holy water. And since Jesus was anointed before his burial, it is appropriate that we anoint the altar on which the sacrifice of the cross is re-presented. Thus, I daubed with sacred Chrism the four corners and the center of the altar, and then, after carefully rolling up the sleeve of my alb, I smeared the oil all over the surface.

After these two gestures, a brazier filled with burning coals was introduced and placed on the baptized and anointed altar. I covered the coals with a copious amount of incense and then all of us, in the course of several minutes, watched as the sweet-smelling smoke filled the room. This remarkable incensation is meant to call two things to mind. First, according to the first Book of Kings, after the priests dedicated the Temple in Jerusalem, the place was filled with thick smoke, signaling the presence of the Lord. Second, throughout the centuries of its existence, smoke went up continually from the Temple, as sacrifices were offered there around the clock. Jesus’ crucifixion was appreciated as the summation of those offerings, the great and final holocaust by which God’s justice is reestablished. So the smoking brazier on our altar speaks of the sacrifice of the Mass which will be offered there in perpetuity. I would like to make a final observation in regard to the altar. At one point in the ceremony, ministers lifted the table and I silently inserted relics of three saints: Br. James Miller, a twentiethcentury martyr from our own diocese; Mother Cabrini, the first American-citizen saint; and Thomas Aquinas, a great saint of the universal church.

I would like also to draw attention to some particular features of our chancery office chapel. As many of you know, I am a great devotee of Rose Windows. So, I insisted that the chapel be marked by a beautiful rose, and my friend Matt McNicholas, a Catholic architect from Chicago, rose (so to speak) to the occasion. At the center of the design is the Holy Spirit, that power from which all life in our diocese flows, and surrounding the image of the Spirit are depictions of the virtues that I hope will mark all those who work in our headquarters: diligence, temperance, chastity, justice, love, etc. Accompanying the pictures of the virtues are wonderful representations of various expressions of nature in our diocese. Thus we have a turkey, a pheasant, a trout, a bison, a snowflake (of course), and a river - not to mention the tornado that led to the formation of the Mayo Clinic. We also have renditions of a peace-pipe (representing Pipestone at

the furthest western extreme of our diocese) and Sugarloaf (standing for Winona in the eastern extreme). The idea is that all of these - flora, fauna, and artifacts - situated within the glory of the rose window, represent the elevation of our diocese into the glory of God’s kingdom.

And as your eye moves around the decoration of the chapel, you are struck by the intricacy of the stenciling and tracery on the walls and ceiling. This beautiful complexity is meant to stand for

the harmonious coming together of all of the elements of creation when God’s work of redemption is complete. When one steps into a Catholic church, one is not so much stepping out of the world into heaven as stepping into “a new heavens and a new earth,” a transfigured and perfected creation.

Could I offer, in conclusion, a warm invitation to everyone in our diocese - and indeed beyond our diocese - to come to the chancery chapel. I believe that you will find your souls lifted up.

Celebrando nuestra Nueva Capilla de la Cancillería

Por EL OBISPO ROBERT BARRON

uno de los momentos más satisfactorios de mis dos años como obispo de la Diócesis de Winona-Rochester fue la dedicación y consagración de la hermosa capilla de nuestra nueva cancillería. Al describir lo que ocurrió aquel día, estoy, por supuesto, llamando la atención sobre nuestra capilla en particular, pero también quiero arrojar luz sobre la naturaleza de cualquier edificio de una iglesia católica.

Los festejos comenzaron con una procesión desde la capilla del instituto de Lourdes, al otro lado de la calle. Un gran grupo de personas caminamos solemnemente hacia nuestro destino, cantando salmos e himnos. Al hacerlo, imitábamos conscientemente a nuestros lejanos antepasados en la fe, que se dirigían de manera similar a Jerusalén y al Templo sagrado. De hecho, entonábamos algunos de los mismos salmos que aquellos antiguos peregrinos. El propósito de la procesión era poner de relieve que incluso nuestra relativamente pequeña capilla de Rochester, Minnesota, pretende ser una reiteración del Templo de Jerusalén, es decir, un lugar privilegiado de encuentro entre Dios y su pueblo. Podría incluso insistir y decir que el antiguo Templo se consideraba la morada misma de Dios en la tierra, y ésta es, de hecho, la concepción católica de una iglesia en la que se reserva el Santísimo Sacramento. Una vez dentro de nuestra capilla, comenzamos a celebrar la misa de dedicación de una iglesia, que es una de las liturgias más complejas y solemnes del rito romano. Permítanme centrarme simplemente en la consagración del altar. Según el simbolismo litúrgico, el altar de una iglesia católica representa a Cristo mismo y, por tanto, es apropiado que lo bauticemos, igual que el Señor fue bautizado por Juan. Así que rocié abundantemente nuestro nuevo altar con agua bendita. Y puesto que Jesús fue ungido antes de su sepultura, es apropiado que unjamos el altar en el que se vuelve a representar el sacrificio de la cruz. Así pues, embadurné con el Santo Crisma las cuatro esquinas y el centro del altar, y luego, tras enrollar cuidadosamente la manga de mi alba, unté con el aceite toda la superficie.

Después de estos dos gestos, se introdujo un brasero lleno de carbones encendidos y se colocó sobre el altar bautizado y ungido. Cubrí las brasas con una copiosa cantidad de incienso y, a continuación, todos nosotros, en el transcurso de varios minutos, contemplamos cómo el humo dulcemente perfumado llenaba la sala. Esta notable incensación pretende recordar dos cosas. En primer lugar, según el primer Libro de los Reyes, después de que los sacerdotes dedicaran el Templo de Jerusalén, el lugar se llenó de un humo espeso, señal de la presencia del Señor. En segundo lugar, a lo largo de los siglos de su existencia, el humo salía continuamente del Templo, ya que allí se ofrecían sacrificios en continuación. La crucifixión de Jesús fue apreciada como la suma de esas ofrendas, el gran y último holocausto por el que se restablece la justicia de Dios. Así, el brasero humeante de nuestro altar habla del sacrificio de la Misa que se ofrecerá allí a perpetuidad. Quisiera hacer una última observación sobre el altar. En un momento de la ceremonia, los ministros levantaron la mesa y yo introduje en silencio las reliquias de tres santos: el Hermano James Miller, un mártir del siglo XX de nuestra propia diócesis, la Madre Cabrini, la primera santa ciudadana estadounidense, y Tomás de Aquino, un gran santo de la Iglesia universal. Esto corresponde a una antigua práctica según la cual los santos que habían unido sus vidas al sacrificio de Cristo se asocian literalmente al altar del sacrificio.

Me gustaría también llamar la atención sobre algunas características particulares de la capilla de nuestra cancillería. Como muchos de ustedes saben, soy un gran devoto de los rosetones. Por eso insistí en que la capilla estuviera marcada por una hermosa rosa, y mi amigo Matt McNicholas, un arquitecto católico de Chicago, estuvo a la altura de las circunstancias. En el centro del diseño está el Espíritu Santo, esa fuerza de la que mana toda la vida en nuestra diócesis, y rodeando la imagen del Espíritu hay representaciones de las virtudes que espero que marquen a todos los que trabajan en nuestra sede: diligencia, templanza, castidad, justicia, amor, etc. Acompañando a las imágenes de las virtudes hay maravillosas representaciones de diversas expresiones de la naturaleza en nuestra diócesis. Así, tenemos un pavo, un faisán, una trucha, un bisonte, un copo de nieve (por supuesto) y un río, por no mencionar el tornado que dio lugar a la formación de la Clínica Mayo. También tenemos representaciones de una pipa de la paz (que representa a Pipestone, en el extremo occidental de nuestra diócesis) y del Pan de Azúcar [Sugarloaf], que representa a Winona, en el extremo oriental. La idea es que todos estos elementos -flora, fauna y artefactos- situados dentro de la gloria del rosetón, representen la elevación de nuestra diócesis a la gloria del reino de Dios.

Y a medida que el ojo se desplaza por la decoración de la capilla, sorprende la complejidad del estarcido y la tracería de las paredes y el techo. Esta hermosa complejidad representa la unión armoniosa de todos los elementos de la creación cuando se completa la obra redentora de Dios. Cuando uno entra en una iglesia católica, no está saliendo del mundo para entrar en el cielo, sino que está entrando en «un cielo nuevo y una tierra nueva», una creación transfigurada y perfeccionada.

Para concluir, permítanme invitar cordialmente a todos los fieles de nuestra diócesis -y también de fuera de ella- a que se acerquen a la capilla de la cancillería. Creo que encontrarán sus almas elevadas.

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