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por Ignacio Martínez de Pisón
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he visto. Y aquí me encontraba con esta atmósfera así, tan provinciana —con ritos, el paseo, etc.—, y yo mismo me hice un personaje totalmente social. No podía hablar, hablaba muy poco, y no podía decir, por ejemplo, que estaba en una situación desesperada, y, en fin, yo no sabía cómo contar lo que me estaba sucediendo. Iba de pensión en familia, cada día peor, estaba muy enfermo, daba cursos de francés pero a veces no podía porque estaba enfermo, así que perdí el dinero, de manera que no podía pagar mi pensión... En fin, aquello era un círculo. Y en reacción contra eso me había construido un personaje social más bien litri, y me iba a tomar mi cafecito, mirando, hablando, parecía muy bien élevé, como se dice en francés, muy bien educado, porque no podía hablar a nadie, porque en realidad no sabía lo que me había sucedido, ni de dónde venía, ni por qué todo esto había sucedido. Fíjense también en que, cuando llego a Francia con mi madre en el 39, yo estoy encantado en el barco, porque mi madre me decía: "Eres francés, tu padre es francés, en Francia no hay guerra, o sea, vas a comer mantequilla, se come muy bien, la gente es muy delicada, te van a decir merci, s'il vous plait, tú eres francés", etc. Y llego a Marsella y me encuentro con cantidad de policías con armas que nos llevan a un campo de concentración, y aquí no me dicen ni merci ni s'il vous plait, no hay mantequilla, no hay queso... Así que no entiendo ni Dios lo que está sucediendo: puesto que soy francés, ¿por qué me meten aquí? ¿Qpé está pasando? Y toda esa guerra fue así, muy extraña.
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Han visto un poco la idea de la guerra y los niños. No se dejen nunca contar cuentos sencillos. Los niños no son buenos. ¿Saben que en los campos de concentración, por ejemplo, éramos los peores de todos? No teníamos miedo ninguno en robar a los cadáveres, en sacar lo que podían tener en los bolsillos, en abrirles la boca, en sacarles los dientes... Los niños son de una ingenua crueldad. Pueden matar moscas con una deliciosa atención, cortándoles las patas y viendo lo que pasa. Observen un día lo que pasa en una escuela durante el recreo y verán la maravillosa crueldad de los niños entre sí: si hay uno que es un poco más flojo, o un poco más débil, ya verán lo que es la bondad humana. Así que el niño no es un ejemplo de inocencia. Y vive la guerra en la ambigüedad, como una cosa muy extraña, a la vez muy familiar —sigue jugando, etc.—, y con una extrañeza total, la incapacidad de comprender el relato.
Y para terminar les querría decir que se olvida mucho cuando se habla de todo esto, porque hoy en día estamos en un terreno —yo no debería decir esto, y sobre todo aquí, en voz alta— de "buena conciencia". Hoy en día todo el mundo es demócrata, es republicano, estamos por la tolerancia,... menos yo. No se trataba de crimen de un lado y de inocencia de otro. No se olviden de que España pasó por la experiencia cruel y trágica —pero que es como una repetición de su larga historia— de conflicto mundial antes que nadie. Como mito, el comunismo soviético ha costado millones de vidas humanas: es decir, ha matado tanto como han
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matado los otros. Y no se puede ignorar tampoco que era un enfrentamiento de mito contra mito. En mis primeros viajes en los años cincuenta a la Unión Soviética, lo que descubrí fue para mí un espanto, un verdadero espanto: lo que era el poder de la policía secreta, lo que era el miedo, lo que era la angustia, lo que eran los interrogatorios... Y no se sabe en cifras exactas hoy en día. Y mientras les estoy hablando, hay un país del mundo que está batiendo los récords del crimen: es Corea del Norte. Que es comunista, y un verdadero infierno para los niños: he visto muchos niños coreanos en China, refugiados, y es un verdadero espanto lo que está sucediendo allí. Así que no se puede tener una buena conciencia diciendo: "Sí, yo estoy con los buenos, soy demócrata, los otros son los malos". No, no, no. No es tan fácil la cosa. Lo dificil —y Víctor lo había visto bien—, yo lo he dicho siempre, es ser republicano, pero ser republicano no es ser flojo, es ser muy duro. La República no puede ser una especie de cosa en la que se charla por todas partes, y vamos a dialogar. ¡Qué coño! Dialogar, ¿de qué? Hay momentos en los que no hay diálogo. Pero ninguno. No hay lugar. Yo no tengo ganas de dialogar con cantidad de gente, es lo que me dicen hoy en día. Por ejemplo, traemos una cuestión muy sencilla en Francia con las musulmanas que quieren ponerse los velos. Y me dicen los demócratas en la Universidad: "Sí, pero hay que comprender que...". Pero ¡qué coño! Dialogar, ¿de qué? Si quieren ponerse todos los velos que quieran, que se vayan a un país musulmán. Hemos luchado durante siglos porque la
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mujer se libere, porque tenga un estatuto de igualdad con los hombres, y yo no quiero ver mujeres veladas en mi país. Punto. Y es ley republicana. No quiero. Así, ya ven que no es una cuestión de buenos y malos.
Termino por donde empecé. Actualmente en los países en los que más ha costado en crímenes y genocidios —en Camboya, no me atrevo a decir lo que he visto en ese país; en Corea del Norte; en Vietnam—, el mito comunista no tiene nada que envidiar a los otros. Y la petición del principio, la hipótesis primera, que era muy cristiana en su origen —estaba muy cerquita—, decía "La sangre y la tierra. Todo lo que es de sangre impura lo vamos a liquidar". Muy bien. De eso ya conocíamos en España un poquillo, les puedo recordar ciertos textos en los que se habla mucho de la sangre y del estatuto de la "sangre limpia". Sabemos cómo esto puede venir. Pero él lo hizo bien, más mecánico: los alemanes son muy aplicados, e hicieron la cosa de manera científica. Pero enfrente el otro mito decía: "La liberación del proletariado vendrá cuando se hayan liquidado las clases contrarrevolucionarias". Pero, ¿quiénes eran? ¿Eran los burgueses? ¿Eran los campesinos, los kulaks? Y murieron por millones para, al final, hacer un paraíso en el que viviría el hombre nuevo, resplandeciente, muy bonito él. Y yo soy alguien que no cree en absoluto en hombres nuevos. Creo que somos hombres.
ENTERRAR A LOS MUERTOS
Ignacio Martínez de Pisón