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Susurros mortales y otras realidades
Texto e ilustraciones: Sharik Jaller jallerm_s@javeriana.edu.co
Susurros mortales
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y otras realidades
Una estudiante cuenta cómo después de luchar durante años contra un trastorno de conducta alimentaria, se internó en una clínica en la que tratan la anorexia y la bulimia. En ese lugar conoció a Andrea, una persona llena de luz en medio de un panorama desolador, permeado por la triste y oscura posibilidad de la muerte.
Está recostada en una pared de piedra. La reconozco por ese cabello largo y crespo que cubre la mitad de un rostro lleno de diminutas pecas. Me emociono. Desde que salí de la clínica —hace tres meses—, no la veía. Ella salió ayer, tan solo un día antes de nuestro encuentro. Es extraño vernos en un entorno distinto a ese lugar en el que nos conocimos, pero ahora resulta aún más extraño porque es evidente lo que ya teníamos claro: ambas sabemos algo de la
otra, algo muy íntimo y vulnerable. De alguna forma, conocer a alguien que ha pasado por lo mismo crea un vínculo especial. Nos conocimos en nuestros peores momentos y sabemos nuestros más profundos miedos, porque son los mismos.
Cuando Andrea* tenía ocho años, creía que se veía distinta a las otras niñas. Diez años después ve fotos de la época y reconoce que era igual a ellas. En sus años de primaria en el colegio —en tercer grado, para ser más exactos—, había una niña a la que molestaban por ser gorda. Un día estaban sentadas en el borde de una piscina. Mientras Andrea observaba el movimiento de sus pies en contacto con el agua, comparó sus piernas con las de su compañera y pensó que eran del mismo tamaño.
A los 12 años el cuerpo de Andrea empezó a cambiar, y con él, su alimentación, pero fue a los 15 o 16 años cuando se agravó la situación: “Fui al médico y me dijo que estaba subiendo de peso. No lo hizo con mala intención, pero mi familia también lo resaltaba. Ahí empecé a
tener purgas y a disminuir las cantidades de comida que ingería al día. Luego, me dio apendicitis y casi se vuelve peritonitis. Bajé como 7 kilos en esos cinco días y ahí entendí que dejar de comer daba resultados. La pandemia empeoró todo. El año pasado, cuando estaba en mi último año del colegio, empecé a tener restricciones alimenticias muy fuertes”, dice Andrea mientras abre una barra de proteína. Y, con ese gesto, yo recuerdo nuestros días juntas en la clínica.
Días soleados y ojos nublados
Mi respiración se aceleraba. No tenía control alguno de mis extremidades, mis pies se movían incansablemente y mis ojos estaban clavados en las esquinas de aquella mesa que compartía con otras ocho niñas, quienes probablemente estaban sintiendo lo mismo que yo. Pensaba en huir de ese lugar en el que me había internado voluntariamente, pero en medio de mi plan de escape llegó la comida. Mis lágrimas cayeron en el plato y la intensa tristeza me evitó seguir pensando en la fuga. Con la vista nublada escuché la risa de una de ellas. Eso fue en enero de este año. Para ese momento yo llevaba dos meses en la clínica y no había reconocido esa voz. Era nueva.
Andrea me agradó desde el primer instante, sus comentarios hacían más llevaderos los momentos en la mesa. Su presencia tranquilizaba, incluso en las terapias grupales, que a veces resultaban tan tediosas y fuertes. Recuerdo que debatía constantemente con los terapeutas, en ocasiones por comida y en otras por política, derechos de los animales o algún otro tema controversial.
Uno de los recuerdos más bonitos que tengo con ella ocurrió un día en el que me sentía particularmente mal, después del almuerzo. Aquí debo explicar que cuando alguien decide no comer le reemplazan la porción de comida que haya dejado por un suplemento que contiene lo equivalente en nutrientes. Ese día decidí tomarme el suplemento y, después de unos minutos, aquel líquido espeso se convirtió en una pesadilla: la pesadez que me generaba era inaguantable, me inflamaba el abdomen y me producía gases.
Por esa y otras razones no me estaba sintiendo muy bien. Y ese día los terapeutas decidieron dirigir la sesión grupal en un lugar abierto, en la mesa del patio. Recosté mi cabeza en la madera y, a pesar de mi agnosticismo, le imploré a cualquier dios que me ayudara con el dolor o que, por el contrario, me llevara de una vez por todas porque yo había fallado en todos mis intentos de reunirme con él. Entre mi dramatismo, giré mi cabeza y observé las uñas de Andrea. Me sorprendió que fueran tan largas y lindas; la mayoría de quienes se restringen en la alimentación por un largo tiempo empiezan a notar cómo se les caen las uñas y el pelo. Pero las de ella no; fácilmente podría ser modelo de manos. Entonces, reaccioné casi automáticamente:
—¿Cómo haces para tener las uñas tan largas? Están superlindas —añadí tratando de disimular mi pena, porque no solía interactuar con nadie.
—¡Ay, gracias! Uso una base para uñas especial, no es nada cara. ¿Quieres que te traiga una?
Después de unos días, empecé a notar que Andrea traía de a cinco bases para las niñas de la clínica e incluso para las terapeutas. Puede ser algo muy simple, pero para una persona que durante un largo tiempo no había pensado en nada más que en la comida o en la muerte, eso era casi un símbolo de esperanza. La posibilidad de que mis uñas volvieran a crecer me daba alientos para seguir luchando. Volver a amar una parte de mi cuerpo sonaba imposible, pero con una sola uña era suficiente. A decir verdad, esos instantes en los que se asomaba la ilusión describen en cierto modo el poder de Andrea. Esa luz y esperanza que me trajo con un gesto tan pequeño. Tanto ella como las otras chicas de la clínica, a pesar de estar en un ambiente en donde la muerte siempre es una posibilidad, me hicieron sentir que la recuperación valía la pena.
La muerte aferrada a mis costillas
—Un niño me sapeó con una profesora y les dijeron a mis papás que yo no comía —dijo Andrea y acomodó su cabello crespo y castaño—. Me llevaron a un psiquiatra, que me dijo un montón de estupideces. Me decía cosas como: “Solo es que comas y hagas ejercicio. Mira, busca en internet una foto del cuerpo que quieras, se lo muestras a tus papás y a un entrenador en el gimnasio, y ya”. En otra ocasión me preguntó si yo pensaba que mis piernas eran del mismo tamaño que las suyas. Obviamente no lo pensaba porque era un hombre adulto y alto, entonces dije que no, y él respondió que eso significaba que no estaba enferma. Luego de esa equivocada asesoría, Andrea fue a consulta con una psicóloga que le recomendó un lugar donde la podrían ayudar, una clínica de día en la que tendría que ir a recibir comida y terapias individuales y grupales; la clínica en la que nos conoceríamos.
—Fue un proceso largo y horrible. Básicamente te obligan a curarte, porque hay una parte que sí quiere curarse, pero… está esa otra que no.
—¡Sí! —respondí con una emoción rara, de esas que se sienten cuando encuentras a alguien que lo entiende—. Me sucede que en mi mente hay varias voces, una de ellas me pedía vomitar o dejar de comer, y contaba automáticamente las calorías de los alimentos. No sé cómo sea para ti, pero a mí me pasaba que no sabía cómo diferenciar entre esa voz, que es de la enfermedad, y la que en realidad es mía y quería seguir viviendo. ¿Tú cómo lograste hacerlo?
—Al principio no sabía quién estaba hablando, pero después de un tiempo, con todas las terapias, me di cuenta de que había una voz que me estaba enfermando más. Creo que estuve mucho tiempo en la clínica porque le hacía mucho caso a la voz de la enfermedad. Luego no pude más y me cansé. No vale la pena estar detrás de un cuerpo que nunca va a ser suficiente.
—A mí me pasó que no era consciente de la muerte hasta que una psiquiatra me advirtió que si seguía así, podría morir. ¿Cómo fue en tu caso?
—Mi peso era de riesgo. La verdad es que uno niega que está enfermo. Yo les decía cosas como: “Sí, me da miedo comer, pero no creo que eso sea un problema”. Empezaron a mirar mis exámenes de sangre, los nutrientes y demás estaban disminuyendo, entonces me hicieron los exámenes del corazón. Había algo que no estaba funcionando bien. Mi corazón estaba débil. No recuerdo los términos exactos, pero me dijeron que eso podría tenerlo cualquier persona y vivir normalmente, pero si era algo generado por la enfermedad, en el futuro podía ir fallando cada vez más y podía morir. Ahí dije: “No, cómo me voy a morir por esto”. Andrea cuenta que recordar la vida que llevaba estando enferma la ha ayudado en su proceso de recuperación. Escucharla hablar me recuerda la época en la que me encontraba más enferma. Ella tiene razón: uno lleva una
vida muy miserable. Me pasaba que no tenía las fuerzas para pararme de la cama, y los días transcurrían en mi cuarto. Solo me levantaba para ir al baño, verme al espejo o fumar. Tener un trastorno de conducta alimentaria, como la anorexia, es convivir constantemente con la muerte sin aceptar que está a tu lado. Es sentir cómo ella, la muerte, se acuesta junto a ti todas las noches, envuelve sus brazos alrededor un cuerpo débil esperando que deje de respirar, recuesta su cabeza sobre tu hombro mientras espera que vuelvas a caer en la trampa de la enfermedad, y así espera con paciencia el momento en el que pueda llevarte de una vez por todas. Y, aunque en ese momento lo ignorara, esa era mi realidad. Luego, descu-
brí que había más personas como yo y encontré refugio en ese lugar donde conocí a Andrea. A pesar de no ser conscientes todo el tiempo de ello, las dos buscábamos matar esa parte de nosotras que quería acabar con nuestro cuerpo y, de paso, con nuestras almas.
Celebrando la muerte
Andrea es vegetariana y para algunos pacientes con este tipo de trastornos, eso funciona como una restricción, porque al tener la excusa de no comer carne, se reduce la cantidad de alimentos que la persona consume. Aunque para ella esa ha sido una decisión inamovible: —Los terapeutas me insistieron mucho, pero me mantuve en mi decisión de recuperarme siendo vegetariana. Desde chiquita, mientras comía, pensaba en el hecho de que eran animales y me daba muy duro, pero obviamente no los dejaba de comer porque era una niña. En el 2020 empecé a ser vegetariana. Eso me ayudó a no caer tan bajo en la enfermedad y a recuperarme, porque pensaba que si me enfermaba no me iban a dejar ser vegetariana. Así que eso me ayudaba a comer; logré recuperarme así y ahora estoy bien. En cambio, para otras personas, como yo, el vegetarianismo funcionó para continuar con la restricción. Fui vegetariana por varios meses hasta que se volvió insostenible la mentira. Después de un tiempo en la clínica, tuve que admitir que en realidad se trataba de mi trastorno evitando la carne en todas sus presentaciones, una de las comidas que más miedo me daban. Y en parte terminé reconociéndolo por Andrea. Recuerdo la fuerza y determinación con la que ella argumentaba a los terapeutas cuando insinuaban que su caso podría ser similar. Su forma de luchar incansablemente por sus convicciones me hizo entender que yo no lo hacía por las mismas razones.
Sanar es una de las cosas más dolorosas que existen, porque implica desaprender todo lo que uno piensa que ayuda a sobrevivir, pero es necesario cuando todo eso que entendemos por “vida” solo nos acerca a terminar con ella. Recuperarse de estos trastornos es entender que la vida no se trata de sentir miedo, que no es normal llorar al comer, o tener ataques de ansiedad por un simple café o, incluso, temerle a tomar agua o pensar en comida antes de dormir. La recuperación ha sido una de las cosas más difíciles que he hecho. Todos los días es una lucha, pero nunca me arrepentiré de haber escogido este camino que me permitió conocer a tantas mujeres que me recuerdan a diario que vale la pena seguir viviendo. Una muestra de ello siempre será Andrea, que lleva consigo una luz y una fuerza que contagian a quien comparte con ella tan solo unos segundos, o el carácter y la pasión con que defiende las luchas en las que cree. Es una mujer extrovertida, empática y graciosa, con unas ganas inmensas de descubrirse en un mundo que resulta nuevo para ella. La enfermedad nos arrebató muchas oportunidades de vivir, pero este texto celebra la inminente muerte de ese trastorno que por mucho tiempo nos impidió disfrutar de la sencillez y belleza que nos ofrece la vida.