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Un viaje de la guerra al arte

UN VIAJE AL ARTE DE LA GUERRA

Texto y fotos: Alejandra Marroquín Arellano alejandra.marroquin@javeriana.edu.co

Yesid vivió en su juventud las duras pruebas de la guerra, cuando entró al Ejército y terminó herido por una bala que lo dejó en una silla de ruedas. Desde entonces su vida cambió y descubrió en el arte una manera de sanar y expresarse.

Por unos segundos, Yesid creyó que levitaba, y cuando se recuperó del impacto descubrió que estaba al borde de la muerte. “¡No me dejen morir!, ¡no me dejen morir!”, rogaba a sus compañeros que en medio del combate lo arrastraban a una zanja. El disparo de fusil le entró por el pómulo izquierdo y la bala se alojó en su cuello, en sus vértebras. Fue ahí cuando sintió que lo habían desconectado, como si hubieran cortado un cable con pinzas, hasta ahí llegó el suministro de electricidad. A su alrededor seguían los disparos, los oía con claridad, con una claridad ensordecedora. No parece inquietarse con su propio relato; al contrario, está tranquilo, inmutable. Han pasado 16 años y parece estar en paz con lo sucedido. Sentado en el estudio de su casa, en el lugar donde pinta, donde está su gran bastidor y esos grandes ventanales que dan a la calle, me cuenta la historia, su historia. Yesid Alexánder nació en un pequeño pueblo a las afueras de Bucaramanga, y cuando era pequeño, a él y a su familia les tocó huir a causa de la violencia con la ropa que llevaban puesta y lo poco que pudieron empacar. Llegaron a Zipaquirá y allí su papá se empleó en las minas. El trabajo no era estable, de manera que les tocó moverse por Cundinamarca. Yesid no culminó el bachillerato, y al cumplir los 18 años terminó enrolado en el Ejército: un día lo detuvieron en la calle y, a falta de la libreta militar, lo subieron a un camión y poco después estaba enfundado en ropa de fatiga y con la cabeza rapada. Descubrió rápidamente su gusto por lo militar. Me lo imagino en su juventud, vestido de camuflado, con el fusil al hombro. Le pido que me muestre fotos, si es que las tiene. Saca un álbum. Lo veo parado, sonriente, con su uniforme de soldado junto a otros dos hombres. “Mis compañeros”, me dice, “más que mis hermanos, aún hoy me hacen falta”. Los años no le han robado sus rasgos: esa sonrisa contagiosa, la mirada tierna, la nariz como encorvada y esa gran estatura. Sentado en su silla de ruedas, sigue siendo igual de imponente al joven de las fotografías.

En el Ejército estuvo cinco años. Cinco años de entrenamiento, de combates, de anhelar su casa, de aprender cosas nuevas, de llegar a lugares desconocidos. Le pregunto si sentía miedo, si pensó en que alguno de esos enfrentamientos podría llegar a ser el último. Me mira con extrañeza, como se mira a quien no se conoce, a quien no ha sido parte de eso que uno tanto quiso. Tras unos segundos me explica que nunca se detuvo a pensar en esa posibilidad; los soldados son formados para ser mentalmente muy fuertes, no se dejan caer ante cualquier cosa, están en constante lucha y en su mente no ceden espacio a la muerte. Así pensaba Yesid hasta el domingo 6 de julio de 2003. Una semana después de volver de sus vacaciones, se le dio la orden a su batallón de realizar una operación en un corregimiento de Arauca. “Una más”, pensó, “otra de tantas”. Era jueves cuando, junto con otros 300 soldados y un desmovilizado como guía, salió hacia el lugar de la operación. Caminaron durante tres días en los que iban siendo presa del agotamiento. El domingo en la madrugada llegaron a un caserío. Al entrar al lugar detuvieron cuatro camionetas llenas de lo que él denomina “esas personas”. Entiendo que se refiere a los guerrilleros, y por primera vez en nuestro encuentro lo veo incómodo. No debe ser fácil hablar de sus enemigos. Decido no interrumpir su relato. Todo parecía marchar bien, la operación era todo un éxito. Así las cosas, armaron el puesto de mando dentro del caserío, junto con un sistema de protección para la población civil que, curiosamente, estaba en fiestas populares. Eran las cuatro de la mañana. A las ocho empezaron los hostigamientos. Se sentía el cansancio, la mente no les funcionaba igual. A las diez aumentaron los disparos, se intensificó el combate. Algo en la operación cambió, ya no todo parecía estar tan bien planeado, los aviones de inteligencia que sobrevolaban la zona calculaban 800 guerrilleros, si no más. El presagio era de masacre. El ambiente del estudio donde nos sentamos frente a frente se volvió tenso, el relato me inquietaba; por primera vez desde que llegué

a aquel lugar sentí miedo. Miedo por las palabras que sabía que venían, miedo de la escena que me narraría después. De pronto Yesid leyó esto en mis ojos por lo que empezó a reírse. Yo, claramente incómoda me reí también y, sin saber por qué, esbocé una risa imperceptible, insonora. Cuando la risa cesó, me narró lo que para él fue un momento curioso. Llevaban ya horas en combate, los guerrilleros se subían a las palmeras, el calor se hacía insoportable y cada vez sentían más cerca la derrota. Era la una de la tarde, y Yesid recuerda que estaba cerca de la entrada al cementerio donde una abuela enterraba a su nieto. Cuando los amigos y parientes entraban al cementerio con el cajón en medio del fuego cruzado, el miedo los obligó a soltar el ataúd y salir corriendo en busca de refugio. Ahí, en medio de la nada, quedó el féretro, solo, atrapado por la violencia de un país. “Cosas que pasan en este país. Hay que vivirlo, parecía una película”, me dice con lo que ya es el rezago de sonrisa en su cara. Hay un silencio, como un vacío, aunque el aire se siente pesado a nuestro alrededor. No hay por qué aplazar lo inevitable.

Han pasado 16 años

desde que Yezid perdió la movilidad de sus extremidades, luego de un combate en el que resultó herido

Hace 12 años se unió a la Asociación de Pintores con la Boca y con el Pie,

que le brinda apoyo económico para que pueda dedicarse al arte

Eran ya alrededor de las cinco de la tarde. Yesid estaba boca abajo en el piso, con una ametralladora M60 en sus manos. Él, como por reflejo, disparaba al lugar de donde sentía los estaban atacando. Con la caída de la tarde veía cómo las balas levantaban tierra cuando impactaban, cerca, muy cerca de él. En ese momento perdió el miedo. Hoy, viendo todo en retrospectiva considera que ahí estuvo su error; cuando se pierde el miedo, se pierde todo: la capacidad de protegerse, de cuidarse, de saber cuándo retirarse. La guerrilla les estaba haciendo mucho daño, Yesid disparaba ya al aire sin reparo. Dos disparos le pasaron demasiado cerca. Tres, cuatro disparos. Al quinto disparo sintió que había muerto. “¡No me dejen morir!, ¡no me dejen morir!”. Perdió la sensibilidad, no podía mover su cuerpo y empezó a botar sangre por la boca. Un paramédico llegó a asistirlo. Sus compañeros volvieron al sitio de combate; uno de ellos cogió la ametralladora y minutos después fue asesinado, el otro fue herido en combate y murió después. “Aún hoy me hacen falta”, dice. Todavía piensa en ellos, en sus dos amigos, más que hermanos, los que posaron para la foto que hoy Yesid guarda con tanto cariño. En una de las camionetas incautadas lo trasladaron al puesto de mando. El helicóptero que

debía llevarlo a un centro médico no encontraba la forma de aterrizar, dada la intensidad del fuego. A las nueve de la noche lo llevaron al hospital de Arauca, el vuelo se le hizo eterno. Por la ventana vio gente corriendo, luces, ambulancias, camillas, pero jamás se imaginó que fuera por él, parte de él debía creer que lo que había pasado no era grave. En Arauca lo estabilizaron y al siguiente día fue trasladado en un avión ambulancia al Hospital Militar de Bogotá. Yesid de pronto hace una pausa en su historia y me pide ir a buscar a Doris, su enfermera. Camino a la cocina a buscarla, y una vez llegamos al estudio, con suavidad y delicadeza le alcanza un termo con agua para que tome del pitillo. Llevamos poco más de una hora hablando, él más que yo, lo cual le ha secado la boca. Luego de tres o cuatro sorbos de agua le indica con una seña a su enfermera que ya está bien, que se puede ir. Doris trabaja con él hace años ya, lo acompaña durante el día mientras su esposa trabaja. No gozaba de dicha compañía el día en que toda su vida cambió, no conocía a la mujer que hoy es esposa, sus amigos no estaban ya con él, estaba solo, rodeado de médicos, de soldados, pero solo. Le realizaron un sinnúmero de estudios que arrojaron un diagnóstico poco alentador; la bala se alojó en sus vértebras C3 y C4 y quebró su médula espinal: no volvería a caminar ni a mover las manos. “Ahí empezó

esta aventura, esta gran aventura”, dice como para sí mismo, ya sin una sombra de dolor. Vivió momentos de depresión después del accidente y, cómo no, en los que su único refugio fue el alcohol. A pesar de haber sido siempre muy creyente, peleaba con Dios en las noches en las que se sentaba a tomar aguardiente hasta caer inconsciente. Me es difícil imaginarlo gritando y discutiendo, pues parece un hombre muy calmado. Ahora recuerda lo que él mismo decía en sus oraciones: “Yo tengo una vida y la tengo buena. Tómala, tómala y dásela a alguien que la necesite, yo no la necesito. ¿Qué tengo yo? No tengo nada. Dios mío, toma mi vida, tómala”. Al recordar y pronunciar estas palabras mira por la ventana con los ojos llorosos. Pasan unos segundos en los que lo veo respirar profundamente; una vez calmado vuelve a mirarme y continúa su relato. Pasaba los días triste, borracho y solitario, casi como un ermitaño, hasta que un día se sentó a hablar con un sacerdote. De esta conversación recuerda haberse sentido como si lo hubieran vuelto a enchufar, le volvieron las ganas de vivir, le cambió la mentalidad. “¿Sabes qué me dijo? Que de pronto mi misión en esta vida es ser ejemplo de vida de alguien más”. Yesid no lo sabe, y no se lo digo, pero ahora, un ejemplo de vida para mí. Su situación de cuadriplejia es compleja, en todo lo tienen que asistir. Para la comida, el baño y sus asuntos personales necesita de la ayuda de otra persona. Acostumbrarse es naturalmente difícil, o bueno, fue difícil. Yesid, con ese carisma que lo caracteriza, me explica que se acostumbró a ese giro total que dio su vida, se acostumbró a ese volver a nacer, a empezar de cero, a ser como un bebé otra vez. “Esto es como cuando uno compra un par de zapatos nuevos; al principio incomodan un poco, pero después uno no se los quiere quitar”. En el Hospital Militar se adentró en el mundo de la pintura. Empezó como cualquier niño: lo ponían a hacer circulitos y líneas, cosa que lo desesperaba. Yesid, que es muy aficionado al cine, recuerda la película Karate Kid. En esta a Daniel LaRusso lo ponen a pintar paredes y cercas cuando él lo que quería era aprender karate; en su historia ese era Yesid, el que hacía circulitos cuando lo que quería era pintar grandes obras. Pero todo tiene un principio. Abandonó la idea del arte un rato, pues se aburrió de “hacer esas pendejadas”. Un tiempo después fue a visitar a una amiga de infancia. Nieves, que siempre ha sido artista, le acondicionó unos pinceles y un bastidor y lo puso a pintar. Entre los dos terminaron un primer cuadro abstracto, lleno de color y compuesto por figuras geométricas. Al dar la última pincelada Yesid lloró, aún hoy percibo cierta nostalgia en su voz al recordar su primera obra. Esa noche fue de festejo y con Nieves se emborracharon con aguardiente. Después de su primer cuadro quedó fascinado por el arte, por los trazos y los movimientos que logró con el pincel en su boca, pero dedicarse a la pintura fue difícil en un principio. En el mercado no se encuentran accesorios de pintura para personas en situación de cuadriplejia, por lo que a Yesid le tocó hablar con un ebanista, un carpintero y un soldador para que le construyeran todo lo que pude ver en su estudio. Con sus nuevos implementos empezó a pintar, y pintar, y pintar. Un día, su hermana lo visitó de sorpresa con una noticia: había encontrado una asociación en la que recaudaban fondos y brindaban apoyo a artistas como él. Acto seguido, se contactaron con la Asociación de Pintores con la Boca y con el Pie (APBP), que trabaja en todo el país y tiene una sede en Bogotá. El proceso para formar parte de esta fue largo, pero valió la pena. Yesid esperó durante dos años una respuesta. Dos años en los que mandó sus cuadros, videos en los que mostraba su proceso de pintura, lo visitaron varias veces, lo llamaron, le pidieron documentos, mejor dicho, de todo. Hasta que un día, cuando estaba fuera de su apartamento tomando el sol, llegó a su edificio una carta en la cual lo felicitaban y le daban la bienvenida a la Asociación. Ya han pasado doce años y de la Asociación le consignan 500 dólares mensuales para ayudarlo con sus gastos y para que pueda dedicarse al arte, con la condición de mandar seis obras anuales para exposición. Yesid me expresa en repetidas ocasiones su agradecimiento a la

Yezid prefiere los colores cálidos y brillantes

en sus lienzos, pues le recuerdan lo feliz que es al pintar

Asociación, pues con ello pudo terminar su bachillerato y empezar a estudiar su carrera. Hoy va en cuarto semestre de la licenciatura en artes plásticas de la Universidad Santo Tomás. Dos días a la semana Doris lo lleva en el carro a la sede de la calle 52. Me expresa, y veo también en su mirada, la gratitud que siente hacia la Universidad, hacia sus compañeros y sus profesores. En su primer día sintió nervios, como cualquiera de nosotros, ya que tenía muchas expectati

vas de la que iba a ser su carrera universitaria. Tras cuatro semestres ya los nervios se fueron: “El desafío es para mis compañeros, que no se pueden dejar ganar de mí”, expresa entre risas. Rescata mucho de sus profesores que lo ven como cualquier estudiante sin darle ningún trato especial. Lo que más le gusta pintar son personas y cuadros abstractos. Los paisajes lo aburren; los animales y flores lo apasionan. A la hora de ponerle color a sus lienzos prefiere los cálidos y brillantes, pues le recuerdan lo feliz que es al pintar. Guarda como un tesoro un álbum, tanto físico como electrónico, en el que tiene fotos de cada pieza que ha pintado. Con emoción en la voz me pide que se lo alcance, que lo baje de un estante, pues quiere que yo lo vea, que lo vea junto a él. Me sorprende la precisión de sus trazos y el nivel de detalle que imprime en cada pintura; en su obra predominan los rojos y naranjas. Le gusta el expresionismo, particularmente por sus matices y posibilidades y dice sentirse identificado con Van Gogh. Yesid espera hasta lo último para hablarme de ella, de la persona más importante en su vida ahora. A su esposa Ginna la conoció hace ocho años en el barrio donde vive. Recuerda haberse enamorado desde el momento en que la vio. Salieron un par de veces y empezaron un noviazgo que duró dos años, momento en el que decidieron casarse. Al principio fue difícil mantener la relación, pues la familia de Yesid no estaba de acuerdo. Contra todas las opiniones de sus padres y de ciertos amigos, decidió proponerle matrimonio. Se casaron en Cajicá ante un notario, lejos de las malas lenguas y ya han pasado seis años en los que han crecido mucho juntos, Diana es actualmente profesora de biología en un colegio de Zipaquirá y está haciendo una maestría. Han pasado 16 años desde el día en que Yesid sintió que volvió a nacer. Su meta es graduarse y seguir trabajando para convertirse en un artista reconocido, para inspirar a otros con su arte y su historia. Le gustaría tener un hijo, y con su esposa se han asesorado y lo están intentando. En este momento de su vida también siente que levita, solo que ahora no está al borde de la muerte, sino de una nueva vida.

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