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Las guardianas de la cultura afro en Bogotá
Mujeres como Jini Montaño se aferran a sus tradiciones en la localidad Rafael Uribe Uribe, en Bogotá. En la foto, Jini muestra su bata tradicional.
En la localidad Rafael Uribe Uribe, ubicada en el sur de Bogotá, está asentada una de las comunidades afro más organizadas de la ciudad. Allí las mujeres son protagonistas y luchan constantemente para que las tradiciones culturales no se desvanezcan en la neblina del racismo y del olvido.
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Texto y fotos: Natalia Ortega Rodríguez nortegar@javeriana.edu.co
Jini Montaño cierra los ojos y empuña las manos, como si al hacerlo le naciera la fuerza necesaria para empezar su canto. De repente, levanta el índice derecho y lo va moviendo hacia arriba, despacio, en cámara lenta y, cuando este llega a la altura de su oreja, entona: “Señora Juana María / la que vive en el Popete / póngale cuidado a su hija / que ella ronca canalete”.
Su cuerpo, adornado con una bata ancestral holgada, ligera y de tonos tierra, se balancea de lado a lado a medida que el ritmo de la canción acelera. Mueve la cabeza, cubierta con un turbante verde limón que contrasta con su piel morena, los hombros al compás de los aplausos que, imponentes, retumban en toda su cocina. Jini sonríe con timidez y mira hacia los lados. Parece que cantar ante estos ojos —los míos—, todavía algo extraños para ella, le causa un poco de vergüenza. “Que ella ronca canalete / que ella ronca canalete / que ella ronca canalete”, repite una y otra vez. Es una canción de música folclórica, que cuenta la historia de una niña que para coquetearles a unos muchachos en el río Guapi (Cauca) le pega a la popa del bote con su remo; es una canción con la que Jini Montaño acaricia el recuerdo de sus raíces y de Buenaventura, esa tierra de la que hace diez años tuvo que salir disparada, porque vivir en un territorio donde la disputa de los grupos armados ilegales se ha tomado la ciudad, muchas veces solo deja dos opciones: huir o la muerte.
de la población afro en Bogotá
Ahora Jini vive en Bogotá y hace parte de una de las comunidades afro más organizadas de la ciudad asentada en la localidad Rafael Uribe Uribe, que alberga a casi el 6 % de esta población en la capital. Y allí, al igual que la mayoría del resto de mujeres desplazadas, ha tratado de conservar su cultura, porque la violencia le arrebató su tierra, pero jamás sus tradiciones ancestrales.
—De Buenaventura me sacaron con mi hijo por amenazas. Primero, fueron amenazas contra mi esposo, y entonces él se mudó primero para Cali, pues allá tiene familia. Pero al ver que no estaba seguro allá, se vino para acá [Bogotá]. Luego, como yo quedé allá, empezaron a atacarme a mí, me decían que yo tenía que saber dónde estaba él, y yo no sabía —explica Jini. —¿Y por qué los perseguían? —Allá los paracos viven de los demás. Usted tiene un negocio y ellos van siempre a sacar lo que ellos quieran. Mi esposo tenía una taberna. Vendía su cerveza, su licor y esas cosas. Y como ellos piden tanto, las ganancias no rinden y no son suficientes para cubrir todos sus gastos. Y entonces llega el día en que usted se le rebota y le dice: “No, no, no”. Eso pasó, y le invadieron el negocio a mi esposo. Lo querían matar.
En la casa de Jini hay dos escaleras de madera que llevan a las habitaciones del segundo y del tercer piso. Son estrechas, sin barandas y empinadas. Mientras voy escalando cada una
de esas tablas para conocer un poco más la casa, Jini se asoma y me pide que le alcance una bolsa blanca que se encuentra en uno de los cuartos, sobre la cama su hijo Luis. “Baja y te muestro lo que tengo”, dice. La bolsa está llena de botellas que contienen lo que ella prepara: curadas, tumbacatres, el arrechón y el viche, además de otras preparaciones. Pone el paquete sobre el comedor que está en la cocina y empieza a sacar los frascos: “Con estos aceites hago masajes para las personas tensionadas y estresadas; estos son unos tabacos y el tabaco es medicinal; este es el viche y aquí el arrechón, son afrodisiacos, como un estimulante. Sirven para activar las hormonas sexuales de los hombres y de las mujeres”, explica Jini que también es médica ancestral o sabedora, como se le conoce en su cultura.
En Buenaventura muchos prefieren la medicina ancestral a la convencional, no solo porque el sistema de salud es ineficiente, sino porque creen firmemente en el poder de las plantas. “En las regiones, las abuelas saben de la hierba, de plantas, de todo. No es hechicería, es medicina. Usted coge una planta y la muele, y usted sabe pa’qué es”, dice Jini, quien desde pequeña aprendió de su abuela a preparar esas botellas con las que hoy atiende a mujeres y hombres, sobre todo de la comunidad afro.
—¿Ve a sus pacientes aquí en la casa? —pregunto. —Sí, vienen a decirme lo que les duele. Entonces, yo llego y les preparo una botella. A mis amigas les pido solo para los insumos y les preparo una botella de lo que necesitan, añade más tarde.
Y así, en una mezcla de trabajo y tradición, Jini se gana la vida mientras recuerda siempre sus raíces.
Una niña pequeña abre la puerta y sonríe con picardía. Se llama Sara, tiene siete años. Lleva una piyama rosada con dibujos azules, morados y blancos, y unas trenzas en todo su pelo que terminan en unas pepitas del mismo color de lo que lleva puesto. No dice nada, solo corre y con su mano me indica que la siga. En la cocina hay unas muchachas que cantan a
todo pulmón mientras lavan los platos. Paso y me miran con extrañeza. Por fin, la pequeña abre la puerta del cuarto. Ahí está su abuela, Tulia Asprilla. Es una mujer morena, grande, de sonrisa amplia, cabello rojo trenzado de la raíz a las puntas y ojos saltones que se esconden detrás de unos lentes; es como si fuera la imagen de una de esas matronas que aparecen en las novelas de García Márquez. Tulia está sentada en la cama, arropada hasta la mitad del torso. “Qué frío que hace”, dice. Tiene razón porque ha llovido todo el día, y en su casa, como dice ella entre las risas que dejan ver su dentadura llena de grietas, “el agua cae más adentro que afuera”. Vive allí desde el 2006. Compró la casa con el subsidio que le dio el Estado por ser una mujer desplazada. Porque sí, al igual que Jini, hace parte de ese 20 % de los afrocolombianos a los que la violencia los expulsó de su tierra. Tulia tuvo que salir del Chocó. “Yo había vivido antes acá, pero cuando estaba muchacha. Y en el 2001 me tocó devolverme por el tema de la violencia, desplazada por los paracos. Llegué acá con mis cuatro hijas, la más pequeñita estaba de meses. No niego que ha sido muy difícil. Primero a Soacha y después acá, porque de allá también tuve que huir. Nos empezaron a perseguir y a uno de los compañeros le metieron una papa bomba en la casa”, explica Tulia y sus labios se doblan hacia adentro. No dice nada por unos instantes y si el silencio no se vuelve el protagonista de la escena es porque la novela que está viendo en el televisor sigue rodando. En la mirada de Tulia parece haber algo roto. ***
Según el informe “Igualdad para un buen y mejor vivir”, de la Secretaría Distrital de Planeación, después de las indígenas, las mujeres afrodescendientes son las más vulnerables en el mercado laboral de Bogotá, con una tasa de desempleo del 13,7 %. Además, aquellas que presentan un nivel educativo profesional reciben un salario 51 % menor que aquellas que tienen su misma preparación. Por eso, la mayoría de las mujeres afrocolombianas desplazadas llegan a la capital a realizar trabajos informales y, como dice Tulia, “se ganan la vida vendiendo bolsas, dulces, comida en puestos en la calle o trabajando en casas de familia. Por suerte a mí no me tocó. ¡Ah!, bueno, sí trabajé en una casa. Pero también conseguí un trabajo en un jardín infantil. No sabía nada, pero así me metí”. Actualmente Tulia es enfermera. “En el jardín me gané una beca. Una de las compañeras conoció a un político en ese tiempo, me acuerdo, y él nos ofreció unas becas para estudiar enfermería y a mí siempre me gustó todo lo que tiene que ver con salud, porque mi papá es médico ancestral del pueblo, yerbatero, que le dice uno allá”, explica mientras busca en el celular una foto de su padre. Además, hace parte de Afrodes, una organización nacional de afrocolombianos desplazados. En algún momento fue secretaria allí, pero hoy hace parte del consejo. “Ya acá en este barrio conformé un grupo de mujeres a las cuales las reuníamos para dictarles talleres sobre derechos humanos, y conformamos una organización, que no está legalmente constituida, pero se llama Brisas del Medio Atrato. Es una hijita de Afrodes, de las comadres”. Se dicen a sí mismas “comadres” como recuerdo del comadreo que se usa en sus territorios. Las comadres siempre se ayudan, si una trabaja la que queda en el pueblo cuida los hijos de la otra. Y eso, de alguna manera, lo han traído a la localidad Rafael Uribe Uribe.
Tulia busca en su celular la foto del día en que se graduó de la Universidad Pedagógica en Educación Comunitaria con énfasis en Derechos Humanos.
Rosa Quiñones fue desplazada de su territorio por oponerse al reclutamiento forzado. Tulia sigue pasando las fotos del celular y sonríe mientras se encuentra con algunos de esos recuerdos.
—¡Ay!, mira cuando me gradué de la Pedagógica —señala. En la foto posa con sus amigas Rosa Quiñones y Eucaris Murillo, todas con un diploma en mano que dice: “Educación Comunitaria con énfasis en Derechos Humanos”.
—¿Y esa banda es de ese momento? —pregunto señalando la cinta blanca que se encuentra colgada justo detrás de su cama. Es el único adorno de esa pared rosada con manchas blancas. —¡Sí, claro! —dice, y una sonrisa, que después se va a convertir en carcajada, se pinta sobre sus labios llenos de orgullo—. Esa es mi estola. ***
¿Cómo se conservan las tradiciones culturales en una ciudad en la que la población afro solo es el 1,4 % de los habitantes?
Para Tulia Asprilla, se logra desde la gastronomía, la ropa, los cantos y las danzas. En el piso de cemento de su habitación, humedecido por el agua de lluvia, hay unas sandalias blancas con tiras azules y rojas. —¿Las usas acá? —Sí, esas las compré allá en Urabá, pero me las pongo acá también. Nosotros tratamos de vestirnos y de peinarnos como allá —responde Tulia. —¿Y tiene algún traje típico? Tulia se para con algo de dificultad. Le duelen las rodillas. Se acerca a la montaña de ropa que está puesta en la esquina de la cama donde estaba acostada, pero no encuentra lo que busca. Luego, abre el clóset de madera ya desgastada, que además sirve de mueble para el televisor, y busca en los cajones. Unos instantes después lo encuentra. Es una bata naranja, amarilla y fucsia. Tulia la abre y sostiene la parte de arriba del vestido entre su barbilla y el cuello.
—Esta es mi batica. La uso mucho para las obras de teatro que hacemos —explica. Se vuelve a sentar en la cama y sigue pasando las fotos en su celular. “¿Dónde estará la de mi papá?”… pasa y pasa. En algunas se detiene y me las muestra. Me cuenta cosas. Minutos más tarde la encuentra.
—Mira a mi padre, mira a mi viejo lindo —dice, y en las arrugas del señor hay algo de la historia de su pueblo.
El sonido de los tacones al chocar con el piso de las escaleras anuncia que Rosa Quiñones está bajando al primer piso de su casa. Es una mujer elegante. Tiene puesto un turbante color café del que sobresalen sus trenzas enrolladas, un saco vinotinto, cuello tortuga y ceñido al cuerpo, y una falda plisada color plata. Rosa no para de sonreír. Saca una de las sillas Rimax que están apiladas a un lado de las escaleras y se sienta: espalda recta y manos sobre las rodillas, una encima de la otra.
Las paredes naranjas y azules se roban toda la atención del lugar. La sala de la casa está vacía. Tan solo hay dos muebles de cuatro cajones, uno en cada esquina.
—Nosotros, ahorita por la pandemia, sacamos todo lo que estaba aquí, pero teníamos el portal de medicina ancestral en esta sala, donde venían niños a aprender también. De hecho, ya estábamos interactuando con los 28 colegios de la localidad [Rafael Uribe Uribe], para poderles enseñar a los niños. No solo necesitamos que la conozcan los afro, sino también los mestizos, los indios y todas las personas —explica Rosa, quien desde su posición de
líder ha tratado de llevar sus conocimientos de la medicina ancestral a las nuevas generaciones. Ella misma añade más tarde—: Es importante que los niños se enamoren del campo, que conozcan de dónde venimos; ese legado de nuestros ancestros.
—¿Y con sus hijos y nietos ha sido difícil mantener esas tradiciones culturales?
—Hay que reconocer que de pronto los afrobogotanos no saben el valor agregado que tenemos nosotros ni esa conservación de nuestras raíces, para disfrutarlas y aplicarlas. Por ejemplo, mi nieta nació aquí. La mamá es mestiza y mi hijo es afro. Pero cuando ella entró al colegio me decía: “Ay, Pepita me dijo que yo era afro por el pelo que de era de Bombril”, y yo le dije: “El pelo suyo no es de Bombril, es crespo”. Y me dice: “Yo no soy negra, yo soy blanca”. Yo le dije: “No, mamita. Vamos a poner una hoja de papel blanca y una hoja de papel negra para ver la diferencia. ¿Tú qué color tienes de esto? ¿Te pareces a la hoja blanca o a la negra? Lo que tú tienes es un mestizaje, una mezcla”. Entonces, yo la llevé como a esa conciencia, y ella entendió. La niña ahorita se mete a YouTube y busca los videos de los afro. Ya baila, canta y dice: “Yo soy afro” —cuenta Rosa y sonríe. Siempre sonríe. ***
Desde que Rosa salió del municipio de Barbacoas (Nariño) y se instaló en Bogotá, no ha parado en su rol de liderazgo. Fue desplazada de su territorio por oponerse al reclutamiento de jóvenes por parte de los grupos al margen de la ley, sobre todo el de sus estudiantes. —Aquí vine con la postura también de continuar con mi papel de liderazgo. Saber que el líder nace y también se hace. Entonces, dije que no queda más que hacer que lo que sabemos hacer. Ahora quiero seguir sirviéndole a la comunidad y continuar con ese trabajo de liderazgo que es lo que me caracteriza y me apasiona —explica, y el tono se va elevando, como si la emoción se llevara por momentos la sutileza de su voz. Y sus manos, antes estáticas sobre sus piernas, de vez en cuando se mueven con vehemencia.
Mientras hablamos, el timbre de la casa suena dos veces. La primera vez se trata de un hombre
flaco que lleva un poncho con la bandera de Colombia. Rosa le indica que se siente. Unos minutos más tarde llegan dos mujeres; una de ellas con un sobre de manila en la mano que parece ser importante. También toman unas sillas y forman una especie de círculo. —Como ves, viene gente de toda Bogotá a buscar solución a sus problemas. Voy resolviendo, vamos a hacer esto y lo otro. Que vivienda, que educación, que ayuda humanitaria. Mejor dicho, cualquier petición, tutela. Aquí hacemos de todo —me explica, y con una sonrisa los mira a ellos esperando que confirmen lo que acaba de decir. Los tres asienten con la cabeza.
—¿Dónde aprendió a hacer todo eso? —pregunto. —Aprendí de mi padre, que era un hombre apasionado por su comunidad, era un líder. Después de Dios, mi padre y Obama —suelta una carcajada—. En serio, él me dejó ese legado. Yo a los ocho años ya sabía qué era liderar. En el pueblo me metía en una canoa y me iba pa’l campo a ayudar. Rosa cruza los brazos y se queda con estas tres personas que la miran como si se tratara de la mismísima sabiduría. Y en las palabras y los consejos que les dirá, seguramente habrá algo de lo que le enseñaron su padre, su tierra y, por supuesto, su cultura afro.