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Editorial
EDITORIAL FRONTERAS
Julián Isaza Director
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Los humanos somos una especie migrante. Los primeros hombres y mujeres salieron de África y se esparcieron por Europa y Asia y, desde allí, por América y Oceanía, hasta llegar a los lugares más remotos del planeta, como la Antártida, Groenlandia o las pequeñas islas del Pacífico, en un proceso que comenzó hace 60.000 años y que, si seguimos siendo viables como especie, seguramente nos llevará a otros planetas, incluso a las mismas estrellas. Somos migrantes, lo llevamos en el ADN. Viajamos, buscamos lugares en los cuales prosperar o encontrar refugio. Y llevamos con nosotros el polvo de la tierra que dejamos, que se mezclará con el de la tierra a la que arribamos. Y sucederá algo nuevo: un intercambio, una mezcla, una fusión.
Y aunque todos somos resultado de viajes milenarios, del tránsito continuo, de la simple y llana migración, con frecuencia lo olvidamos. Y entonces, sedentarios y cómodos, miramos con sospecha al nómada, al forastero que llega con su vida a cuestas, al ser humano que debió abandonarlo todo: su familia, sus amigos, sus posesiones, para buscar un lugar más fértil en el que sueña sembrar una nueva vida. Al menos una vida que se pueda vivir. En Bogotá lo vemos a diario. A la ciudad han llegado miles de desplazados de nuestro propio territorio, que escapan de las balas o que sencillamente se han quedado sin tierra y sin oportunidades, y se han encontrado con la indolencia y hasta el desprecio de muchos de sus compatriotas. Y, por supuesto, a la ciudad (y al país) también han arribado en los últimos años muchos otros hombres y mujeres que huyen de la difícil situación de Venezuela y se han estrellado, con triste frecuencia, contra el prejuicio y la xenofobia. Se nos olvida que hemos sido ellos. Se nos olvida que todos somos errantes. Se nos olvida que el que migra toma todos los riesgos y muy pocas certezas, que la decisión de irse y empezar con muy poco o sin nada es valiente en sí misma.
También se nos pierde de vista que en el encuentro ganamos como individuos y como país, porque expandimos nuestras fronteras, porque nos alimentamos de otras culturas y formas de ver el mundo, porque en la ciudad se expanden el arte y la gastronomía, porque cada migrante aporta para construir un lugar diverso, para traer algo de allá y ponerlo a disposición acá. Se nos pierde de vista que en esa mixtura podemos crecer y abrazar lo ajeno e integrarlo a lo propio y, sí, también podemos ejercer una virtud que nos hace humanos: la solidaridad. Por eso, esta edición la dedicamos a los migrantes, a aquellos que atraviesan fronteras quizá en condiciones dramáticas, aunque también a los que lo hacen en circunstancias más amables. Este número es una invitación a la observación de ese encuentro y a una reflexión sobre lo que nos deja.