Revista DIXI (He Dicho)
Número XXXVIII / Año XV / Marzo 2017 Distribución gratuita
especial de CRÓNICAS
Textos de Gabriela Baigorrí, Graciela Colombres Garmendia, Holden Caulfield, Irene Benito, Laly Rosales y Martín Dzienczarski / Ilustraciones de César Barber y Ricardo Heredia / Fotografías de Aníbal Aparicio, Fernanda Rotondo, Jimena Montenegro, Jorge Olmos Sgrosso, Lucía Palenzuela y Valentina Becker
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Sumario [10] EL MÁS ROMÁNTICO DE LOS TRANGRESORES
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[16] VIVIR DESAPARECIDOS: LOS QUE FALTAN [26] PESAR, INCERTIDUMBRE Y POSIBILIDAD [40] LA COSTANERA EXISTE Y ESTÁ CERCA [56] DORMIR ENTRE FLORES PODRIDAS
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COORDINACIÓN: Laly Rosales
COLABORADORES: Aníbal Aparicio, César Barber, Gabriela
EDICIÓN: Irene Benito
Baigorrí, Fernanda Rotondo, Graciela Colombres Garmendia,
DISEÑO GRÁFICO: Valentina Becker
Jimena Montenegro, Jorge Olmos Sgrosso, Holden Caulfield,
LOGO: Bruno Juliano
Lucía Palenzuela, Martín Dzienczarski y Ricardo Heredia
DIXI es una publicación cultural de distribución gratuita. Año XV, número XXXVIII. Marzo de 2017. Registro de la propiedad intelectual número 243.824. Hecho el depósito que marca la ley 11.723. DIXI es propiedad de Léxico (contenido creativo). Impresión: Printer. E-mails: revistadixi@gmail.com y contenidocreativo@gmail.com / Website: www.dixihedicho.com.ar Teléfono: +54(9) 0381 155 776057. Tucumán - Argentina. Las opiniones son nuestras -o sea, de los colaboradores- y pueden ser reproducidas libremente citando la fuente.
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Crรณnicas para leer y agradecer Por Laly Rosales*
*Laly Rosales coordina DIXI (He dicho).
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Esta edición especial de crónicas resulta muy difícil de leer: cada texto es una puñalada al corazón. Sus páginas emanan tristeza, impotencia y sentimiento de injusticia. Al comentarlo, alguien me corrigió con sabiduría: “no es injusto porque, si lo fuese, podríamos hacer algo al respecto. Para esto no hay palabras”. Me tiemblan las manos cuando pienso en estas crónicas, cuando escribo estas líneas a modo de presentación. El tipeo se vuelve denso, quizá porque los autores han creando relatos dignos de colección. Ideas claras y plumas maravillosas se funden con fotografías, realizaciones audiovisuales e ilustraciones para formar un cuerpo atrapante y envolvente: a través de esos anteojos limpios es posible ensayar otra mirada de la realidad y de sus dolores. ¡Gracias! Nos decidimos a producir este número especial de crónicas a partir del taller que en 2015 impartió la cronista estelar Josefina Licitra en el Centro Cultural Virla (Universidad Nacional de Tucumán). Fue nuestra primera experiencia en la organización de una instancia de capacitación: ese seminario con espíritu dixiano dejó su impronta en más de 40 asistentes (ver “Apuntes de cronista” en dixihedicho.com.ar). Había, entonces, un interés y un entusiasmo que quisimos recoger y plasmar. El resultado de esa “lectura” de las cosas es esta revista elaborada con detallismo y el deseo de abrir una ventana hacia un género periodístico cautivante, cuya bandera flamea con energía en las Américas. El proceso resultó más largo y poblado
de sorpresas que lo que preveíamos. Empezamos a perfilar esta publicación con el aporte de “Gatta” Colombres Garmendia, quien abrió una puerta sobrecogedora al universo del cáncer. La escritura de este texto íntimo y fundamental demandó un ida y vuelta intenso, que se resolvió entre internaciones y terapias. El producto es un retrato pletórico de vida que nos enorgullece y conmueve. Buscamos equilibrar los tantos, pero el destino y los intereses de los demás autores nos llevaron hacia los campos del crimen, la pobreza y la marginalidad. No nos arrepentimos de que así sea y por algo será. En el afán de privilegiar la libertad y la calidad, también nos permitimos “el lujo” del despliegue y no escatimamos espacio. Creemos que cada una de las crónicas incluidas en esta edición tiene el lugar que merece y necesita para expresarse con plenitud. Durante la producción de este número falleció Natalia Ariñez, militante de derechos humanos cuyo testimonio ennoblece el relato de Gabriela Baigorrí. Nuestro respeto por ella y sus compañeras de militancia: admiraremos siempre su búsqueda incansable de justicia. Cierro con una confesión: yo era otra antes de leer esta edición especial de DIXI (He dicho). Otra es, desde entonces, mi visión sobre la vida. Esta revista me deja las enseñanzas de los protagonistas de las historias, y me da fuerzas para levantarme cada mañana y agradecer. Sobre todo, para agradecer las posibilidades que están ahí, esperándonos. ¡Las aprovechemos! (dx)
Perfer et obdura; dolor hic tibi proderit olim.
del dolor?
¡Gracias por acompañarnos!
Diccionario del habla de los argentinos (2004). Página 393.
pregunta universal: ¿qué hay después
respuestas en clave tucumana para una
e ideas para esta publicación que ofrece
maestra del género, sembró inquietudes
organizamos en 2015. Josefina Licitra,
producto del taller de capacitación que
a la crónica y es en gran medida
La edición XXXVIII está dedicada
y donaciones de lectores oficiosos.
con el aporte de empresas del medio
gastos de impresión y de diagramación
ciudadano. La publicación afronta los
juego cristalinas susceptibles de control
persistirá mientras no haya reglas de
ni publicidad oficial, y en esa posición
(He dicho) no recibe subsidios estatales
ilustradores, fotógrafos y artistas). DIXI
un equipo de colaboradores (redactores,
el resultado del trabajo ad honórem de
Esta revista de distribución gratuita es
Otrosí decimos
Matar. Verbo intransitivo coloquial. 1) Triunfar rotundamente en una competencia o certamen. C. Gorostiza, “Acompañamiento”, 1981: “vos cantá, Tuco. Cantá que matamos. Dale”. 2) Causar excelente impresión. “Puntos”, 22 de febrero de 2001: “cuando era flaca, mataba”. Matar mil: sobresalir o causar sensación. “Olé”, 29 de julio de 2002: “Schumacher mata mil. Celebró su quinto título ganando en su país y se convirtió en el primer piloto que pasa los mil puntos”.
Singular
Ovidio
(“Sé paciente y duro: algún día te va a servir ese dolor”)
Latinajo
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Epígrafe
está abierta y yo fluyo por la escalera caracol hasta la simbiosis total. Me miro con comodidad y extrañeza en ese espacio intermedio. La piel de gallina se hace evidente. La cabeza bombea sin parar. Ahora no estoy sola: somos una.
Descubro su nombre, su apodo igual al mío. Descubro mi cintura mientras el cierre de su pollera sube, perfecta, a medida. Porque transversalmente el pelo se me moja cuando su peluca chorrea encima de mi cabeza; su corpiño me sujeta y su vestido me comprime las piernas. Todo adquiere una forma almidonada que me penetra por la piel, y entra y sale por los ojos. Nos encontramos en el espejo, cuando la carcajada sale. La grieta
Una | Producción y textos: Fernanda Rotondo | Colaboración de fotografía: Noelía Díaz
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Una es el resultado de un proceso de trabajo conceptual, fotográfico y afectivo que nace en abril o mayo del 2016, específicamente en el interior de un taller de producción. En este espacio totalmente experimental en donde estuve bajo el ojo y el acompañamiento de los maestros Varsanyi y Masino, y la mirada filosa y sensible de siete compañeras, gesté una idea, que se concretó luego en fotos; que después fue poesía para terminar siendo un libro cuadrado sumamente importante para mí. El proyecto implicó rescribir una historia ajena, o más bien, dar cuenta
» de que existió. Apelé a las dudas, a la herencia, a los tesoros familiares que se materializan en cosas que uno a veces guarda porque sí. Lo que me hizo repensar la fotografía, dar vuelta la cámara, “registrar-me” y quedar dentro de ese encuadre performático que me convirtió en alguien más. El registro estuvo acompañado por una búsqueda y una instancia de investigación que me permitió adentrarme, cambiar la voz y empezar a escribir. Todo el resultado es una interpretación: es la verdad que yo construyo sobre la vida y la muerte de Haydee Amelia Amadey, mi abuela “Negra”, y, más que eso, una parte indiscutible de mí.
Esto es lo que se siente cuando ya no hay mรกs nada, cuando ya no puedo ser otra. Esto es lo que se siente cuando tu tiempo ha llegado, como puerta, como paso, como ese abrazo de mis hijas o el momento de extremo orgasmo. En este momento soy libre.
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El más romántico de los transgresores Por Holden Caulfield -texto-, y Ricardo Heredia y César Barber -ilustraciones-, desde San Miguel de Tucumán*
1 Ahí está Rufino. Sentadito en el umbral, rodilla contra rodilla, mirando cómo los chicos juegan a la pelota una tarde cualquiera del cuarentaintantos, cuando la Marcos Paz entre Maipú y Junín era una cancha de fútbol apenas perturbada por uno que otro bocinazo. Ahí está Rufino, intuyendo que si decide ser protagonista de la película de su vida deberá hacerlo con dignidad. Será Rufino, siempre y en todo lugar, o no será nadie. Puede que Tucumán no esté listo para Rufino, pero para Rufino esa es una nota al pie. Ahí está entonces, una tarde cualquiera, acariciando tules y sedas imaginarios, construyendo ese mundo privado que defenderá desde una muralla de discreción
hasta el último día. Las cartas fueron repartidas, hay que ponerlas sobre la mesa y Rufino, absolutamente seguro, juega la reina. 2 Legendaria belleza la de Rufino. De chico precioso a hombre irresistible, depositario de pasiones prohibidas de ellas y de ellos. Cómo habrá conocido Bruno Boval a Rufino es un misterio, pero la anécdota se da por cierta. “No trabajé con una actriz que tuviera una piel tan perfecta”, dicen que dijo Boval, maquillador de Gina Lollobrigida, Zully Moreno y Eva Perón. El hijo del “Gallego” Requejo, carnicero de barrio
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» Norte, fue un Adonis de aquel Tucumán de los 50 y 60. Rufino alimentó su esplendor con perfumes y colores, hasta hacer de su estética deliciosamente kitsch un signo de los tiempos que vendrían. Ese “happening” ambulante, indescifrable para una sociedad aferrada todavía a vetustas tradiciones decimonónicas, fue un maravilloso milagro cotidiano. 3 Jacques Charles Dufresnoy nació en París el 23 de agosto de 1931, pero fue su nombre artístico -ideal para una “vedette”- el que le dio fama: La Coccinelle. Por los brazos y las sábanas de La Coccinelle pasó la crema del arte y del espectáculo europeo de los 50, tal la fascinación que generaba. Un día de 1958 La Coccinelle se sometió a
El hijo del Gallego Requejo, carnicero de barrio Norte, fue un Adonis de aquel Tucumán de los 50 y 60. Rufino alimentó su esplendor con perfumes y colores, hasta hacer de su estética deliciosamente kitsch un signo de los tiempos que vendrían.
una vaginoplastia en Marruecos. No fue la primera operación de cambio de sexo, claro, pero sí la más impactante hasta ese momento. La vida de La Coccinelle incluyó tres matrimonios, discos, películas, mucho teatro y un paso por Buenos Aires durante el que provocó sensación. Mientras tanto, creó una fundación volcada a estudiar la transexualidad y la identidad de género. “¿Y Rufino? ¿Te vas a operar como hizo La Coccinelle?”, le preguntaban una y otra vez. “Noooo… A mí déjenme como soy”, sostenía Rufino, cuya belleza –afirman- no tenía nada que envidiar a la de la estrella francesa. A La Coccinelle la mató un ACV, el 9 de octubre de 2006. Tenía 75 años y lo enterraron con el nombre que había elegido: Jacqueline Charlotte Dufresnoy.
*Holden Caulfield es periodista y narrador. Ricardo Heredia y César Barber son ilustradores.
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4 Cualquier conocedor del mundillo de las motocicletas habla maravillas de la Rumi. Diseñada por una fábrica italiana de armas que se reconvirtió después de la Segunda Guerra, las Rumi hicieron punta en el mercado de las scooter. Conducir una Rumi en los 50/60 era todo un signo de distinción y así andaba Rufino, surcando las calles del centro, pura sonrisa a bordo, magnetizando miradas. Rufino hizo de la Rumi su corcel y, en este punto, incurriendo en la herejía periodística que implica apelar a la primera persona, vale la anécdota… 5 que involucra a mi papá. Consignemos que entre su abundantísima prole y la multitud de chicos que circulaban por la cuadra, Rufino siempre fue uno más para mi papá. También para mis hermanos y hermanas, que compartieron infancia y calle con él. Estamos en algún momento impreciso de los 50 y mi papá, que trabajaba en La Gaceta y no era ningún modelo de puntualidad, esperaba un “coche de alquiler” en Marcos Paz y Maipú. En eso aparece Rufino, a caballo de la Rumi. “¡Chicho, suba que lo llevo!”, invita. El reloj le avisa a mi papá que es tardísimo y allá va entonces. Pero, ¿qué hace Rufino? ¿Sigue derecho por Maipú hasta Mendoza como indica el camino? Para nada: dobla por Corrientes hasta 25 de Mayo, va por ahí hasta Córdoba, vuelve a subir hasta Maipú y deja al pasajero en la puerta del diario. Un paseo por el centro a velocidad de crucero. A Rufino no le de-
cían nada, los gritos eran para mi papá, que contaba la experiencia con lujo de detalles y entre carcajadas. Porque lo quería mucho a Rufino. Quienes lo conocieron, sin excepciones, lo querían mucho. 6 Rufino va por el centro mirando vidrieras. Ama la ropa. Hubo un tiempo en el que podía darse con esos gustos. Después, las migraciones. De barrio Norte a Villa Muñecas. De la Rumi a la Zanellita. Propiedades que, obligadamente, deben liquidarse. El universo pop de Rufino, que pudo ser París, que pudo ser Nueva York, seguramente Buenos Aires, va encorsetándose en nuestras peatonales. La vida de Rufino se consume en sus clásicas caminatas. En el Mercado del Norte y adyacencias juega de local. En algún momento se mimetiza con el paisaje urbano. Es ese jarrón carísimo y exótico que no sabemos dónde poner pero, con la fuerza de la costumbre, se torna imprescindible. Rufino sabe que debe caminar con la frente arriba y mirar a los ojos, de lo con-
El universo pop de Rufino, que pudo ser París, que pudo ser Nueva York, seguramente Buenos Aires, va encorsetándose en nuestras peatonales. La vida de Rufino se consume en sus clásicas caminatas.
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» trario quedarían flancos expuestos para la gastada cobarde. A los patoteros, Rufino los arrolla con su hombría. Por eso atraviesa los años de plomo a paso firme. A mayor represión, mayor valentía. El de Rufino es un alarido de libertad que, sin darse cuenta, con el simple hábito de no traicionarse, le regala al vigente Tucumán de la hipocresía y el doble discurso. 7 Rufino está blindado. A quién o a quiénes amó es un secreto encriptado en su corazón. Porque en Rufino habitaron códigos inviolables. Códigos de barrio, de la calle, de la vida. Lo que Rufino sintió, sufrió, disfrutó, anheló y extrañó quedó en un círculo pequeño y entrañable. El de sus amigos de los domingos, posiblemente. Además se sentimental y de cultivado, a Rufino no le faltaban inteligencia y perspicacia para leer entre líneas. Aprendió a decodificar al interlocutor casi como una estrategia de supervivencia. A decir lo justo, no siempre lo necesario. Libre, pero cauteloso. Porque, a fin de cuentas, esto es Tucumán. 8 Rufino se apagó a pocos meses de cumplir los 80. Era del 36, año bisiesto, cuando Eduardo VIII renunció al trono de Inglaterra para casarse con Wallis Simpson,
Porque en Rufino habitaron códigos inviolables. Códigos de barrio, de la calle, de la vida. Lo que Rufino sintió, sufrió, disfrutó, anheló y extrañó quedó en un círculo pequeño y entrañable.
estadounidense y divorciada. Un horror. Eduardo VIII pasó a la historia como el más transgresor de los románticos. Tal vez Rufino fue el más romántico de los transgresores. Lo seguro es que nunca se propuso ser un héroe y por eso su figura es un absoluto modelo de heroicidad moderna. Era apenas un chico acomodado en el umbral de la vida, mirando sin ver lo cansino de una siesta de verano, al que le tocó tomar decisiones trascendentes. Decisiones que le competían exclusivamente a él y terminaron derramándose sobre todo un cuerpo social. Entonces Rufino, todo él, de punta a punta, se puso de pie, seguro de lo que iba a hacer y partió a escribir su valiosa historia. (dx)
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Vivir desaparecidos: los que faltan Por Gabriela Baigorrí -texto- y Jorge Olmos Sgrosso -fotografías-, desde San Miguel de Tucumán*
Faltan en las letras Está escrita con una máquina de escribir, con esa tipografía helada que intercala redondeces henchidas y barras severas. La lista se extiende bajo el encabezado “Índice de declaraciones de DsSs” y una línea entre paréntesis que aclara que esa abreviatura refiere a delincuentes subversivos. En la primera carilla están los números del 1 al 33. Treinta y tres personas. Al lado del 20 se lee el nombre de ella: Bermejo García de Rondoletto, Ricarda Azucena. En la última columna, precedida por el término “Observaciones”, las siglas que dan escalofríos: DF. Disposición final. “Son dos palabras muy militares y significan sacar de servicio una cosa por inservible”, explicó escuetamente el dictador Jorge Rafael Videla al periodista Ceferino Reato en una de las entrevistas que mantuvieron en la cárcel. “Sacar de servicio” fue el eufemismo usado para silenciar
el secuestro, la tortura, el asesinato y la desaparición forzada de miles de ciudadanos. En la nómina de víctimas del terrorismo de Estado robada por un detenido que denunció que fue obligado a trabajar en el centro clandestino de detención de la Jefatura de Policía -una prueba clave en los juicios por los delitos de lesa humanidad- faltan muchos datos sobre Azucena. Muchísimos. Que los suyos la amaban. Que había cumplido 23 años. Que era profesora de Geografía. Que tenía proyectos. Que estaba embarazada. La de Azucena es una de las historias de las mujeres que estaban encintas cuando fueron detenidas en Tucumán, entre 1975 y 1979, según los registros de Abuelas de Plaza de Mayo. Suman una quincena. Las familias, los organismos de derechos humanos y la Justicia buscan a los niños
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Nota de la editora El 17 de diciembre de 2016 fallecieron en una tragedia vial Natalia Ariñez, Alejandra Wurschmidt y Marianella Triunfetti. Ariñez alcanzó a prestar testimonio en un juicio por crímenes de lesa humanidad perpetrados contra su padre, entre otras víctimas. Un fragmento de la declaración de la militante consta en esta crónica escrita con anterioridad a su muerte.
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Casamiento de Jorge Rondoletto y Azucena Bermejo, enero de 1976.
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La de Azucena es una de las historias de las mujeres que estaban encintas cuando fueron detenidas en Tucumán, entre 1975 y 1979, según los registros de Abuelas de Plaza de Mayo. Suman una quincena.
» que podrían haber nacido, y haber sido víctimas de robo y de apropiación. Buscan a las mujeres y a los hombres que viven con una identidad fraguada, que viven desaparecidos. Habría más de 500 en el país. Faltan en las fotografías Cabello oscuro, ojos chispeantes y sonrisa amplia. Así luce Azucena en sus últimas fotos, unas pocas instantáneas que sobrevivieron a la casa arrasada tras el operativo de secuestro. Era española, había nacido en Salamanca en 1953. Llegó a Tucumán de niña, junto a sus padres, que habían sido empujados a la inmigración por la crisis de la posguerra. Se instalaron frente al Mercado de Abasto, en la calle General Paz. En la misma zona vivían los Rondoletto.
Azucena y Jorge Rondoletto se enamoraron. Se casaron en enero de 1976 y, desde entonces, habitaron un departamento del primer piso de la casa familiar de él, en la calle San Lorenzo al 1.600. En la parte de adelante funcionaba la pequeña imprenta de sus suegros, Pedro Rondoletto y María Cenador de Rondoletto. También vivía allí su cuñada Silvia Rondoletto. Durante la siesta del 2 de noviembre de 1976, un operativo grandilocuente cercó la cuadra. Los cinco fueron brutalmente secuestrados por las fuerzas de seguridad. Sobrevivientes que declararon en diferentes causas vieron a la familia en los centros clandestinos de la Jefatura y el Arsenal. Llamaban la atención porque era un grupo familiar casi completo. Un ex gendarme re-
*Gabriela Baigorrí es licenciada en Comunicación Social y periodista. Jorge Olmos Sgrosso es fotoperiodista.
Azucena Bermejo de Rondoletto, Jorge Rondoletto y Silvia Rondoletto de izquierda a derecha.
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La Escuelita de Famaillá, primer centro clandestino registrado por la Conadep.
lató cómo fusilaron a Pedro y a Jorge a orillas de una fosa en el centro de exterminio que funcionó en la dependencia militar. En julio de 2016, los restos de María, de Jorge y de Silvia fueron identificados en el Pozo de Vargas, un sitio clandestino de inhumación común ubicado en Tafí Viejo cuyas entrañas ya han devuelto los restos de una centena de desaparecidos. En octubre, se reveló que ese también fue el destino de Azucena. Los Rondoletto estuvieron entre las centenas de víctimas de la megacausa “Arsenales II-Jefatura II” (2013). Treinta y siete ex policías, gendarmes y militares fueron condenados (la sentencia no está firme). Hace 40 años que la periodista y militante de derechos humanos Marta Rondoletto, la única sobreviviente de su familia,
En julio de 2016, los restos de María, de Jorge y de Silvia fueron identificados en el Pozo de Vargas, un sitio clandestino de inhumación común ubicado en Tafí Viejo cuyas entrañas ya han devuelto los restos de una centena de desaparecidos. En octubre, se reveló que ese también fue el destino de Azucena.
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» Casamiento de Jorge y Azucena con las familias Bermejo y Rondoletto.
busca saber qué pasó con todos sus seres queridos y, fundamentalmente, dónde está su sobrino. “La Azucena tenía un embarazo que entraba en el cuarto mes en noviembre. Eventualmente ese bebé nació. Los testimonios refieren que la vieron en el Arsenal con un estado de gravidez avanzado. Imagino que por el mal estado físico que debían tener, por la flacura, la panza se notaba bien. Además, en una declaración, alguien dijo que vio a una chica embarazada llamada Azucena Bermejo en el Pozo de Banfield”, enfatiza Marta. Subraya ese último dato porque en ese centro clandestino bonaerense funcionaba una de las maternidades montadas en los circuitos represivos. Recuerda a su cuñada como una jovencita muy inteligente y dulce. Cuenta que no llegó a verla embarazada, porque ella, su
esposo Isauro Martínez y su hija, para esa fecha, ya se habían mudado a Buenos Aires. Varios compañeros y amigos comprometidos con la actividad gremial y política como ellos ya habían sido secuestrados. Por la distancia, se enteró que “los tenían” diez días después. Marta y los padres de Azucena presentaron denuncias en la Justicia Federal argentina, en Italia y en España. A medida de que se extinguió la Dictadura pudieron ir consiguiendo piezas del rompecabezas sobre el destino de los suyos. Los fragmentos comienzan a ensamblarse cuatro décadas después. En las listas de la Jefatura, María figura con el número 38; Jorge, con el 205; Pedro, con el 206 y Silvia, con el 207. Sus nombres también están signados por las letras DF. Y también faltan sus historias y sus fotos.
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Dos son los ‘nietos tucumanos’ que recuperaron su identidad. El último, Mario Bravo, encontró su pasado en 2015: se trata del hijo de una mujer que estuvo secuestrada en el penal de Villa Urquiza y que dio a luz en esa cárcel.
*** “Tucumán es una prioridad”, advirtió en su última visita a la provincia el fiscal Pablo Parenti, titular de la unidad especializada en casos de apropiación de niños durante los 70 que depende de la Procuración General de la Nación. Calculó que podría haber hasta 20 bebés recién nacidos y chicos robados entre el Operativo Independencia (1975) y la Dictadura (1976-1983). Sucede que también hay unos cinco casos de nenes secuestrados junto con sus padres de los que no se supo más. Una de las características de los delitos relacionados con la sustracción de chicos es que comenzaron en la década de 1970, pero continúan -explicó Parenti- porque los afectados siguen sin saber que fueron víctimas ni su verdadera identidad. El funcionario detalló que Tucumán es el distrito con más casos pendientes de resolución después de la ciudad y de la provincia de Buenos Aires. Precisamente por eso resulta difícil establecer cómo fueron las prácticas de apropiación en la jurisdicción vinculada para siempre al represor Antonio D. Bussi. Dos son los “nietos tucumanos” que recuperaron su identidad. El último, Mario Bravo, encontró su pasado en 2015: se trata del hijo de una mujer que estuvo secuestrada en el penal de Villa Urquiza y que dio a luz en esa cárcel. Bravo vivía en Santa Fe y acudió a Abuelas de Plaza de Mayo una vez que sus apropiadores murieron. Esta actitud se repite entre los jóvenes que tienen dudas sobre su origen, pero que no desean perjudicar a los padres de crianza. En el resto del país, en general, los robos de niños se enmascararon mediante
partos simulados, generalmente domiciliarios; certificados falsos de nacimiento, y guardas y adopciones. Por estos últimos artilugios es que la oficina de Derechos Humanos de la Corte Suprema de Justicia provincial, en coordinación con la unidad de Parenti y con la oficina local de la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad, inició la revisión de los expedientes de familia sustanciados durante esa época. En la Justicia Federal tucumana hubo alrededor de 40 causas. La mitad ya fueron descartadas. El fiscal pidió que quienes posean datos se acerquen a la Procuraduría local, en el tercer piso del edificio de Piedras y Congreso, o que escriban un correo electrónico (ufiapropiacion@mpf.gov.ar) La información aportada por conocidos, vecinos o amigos de familias que obtuvieron niños por vías irregulares fue fundamental para lograr las 119 restituciones concretadas. La duda sobre el origen es el motor del proceso que puede derivar en la recuperación de la identidad. El sentir que no se pertenece a la familia; el haber nacido entre 1975 y 1980 o el no encontrar imágenes de la madre embarazada pueden ser otros indicios. Tanto los datos concretos como las sensaciones son valiosos, según la experiencia de Abuelas de Plaza de Mayo. En Tucumán hay dos miembros de la Red por el Derecho a la Identidad (plataforma conformada por organizaciones gubernamentales y no gubernamentales que colaboran con Abuelas para hallar a los nietos) a las que se puede acudir ante la mínima duda. Son Natalia Ariñez, de la comisión Hermanos de HIJOS y Alejandra García Aráoz, de APDH (alejgarciaar@gmail.com).
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» Tanto las entrevistas como los eventuales análisis del caso y sus resultados son confidenciales. Faltan los hijos de los “subversivos” “Cuando era chica encontraba muy difícil entender a qué le llamaban subversivo y a qué guerra. Yo sabía que a mi papá lo sacaron una noche de su cama y que no volvió más”. Natalia Ariñez lleva la sonrisa de su padre -la delatan las fotos- y casi 20 años de militancia en HIJOS (Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio). Es hija de Jorge de la Cruz Agüero, un estudiante de 17 años del Instituto Técnico adherido a la Organización Comunista Poder Obrero. Durante la madrugada del 13 de enero de 1976 fue sacado de su casa envuelto en una sábana. Gracias a testimonios de sobrevivientes, Natalia supo que él había sido visto por última vez en el centro clandestino de detención que funcionó en la Jefatura de Policía. La joven arquitecta nació seis meses después de la desaparición forzada. Agüero es una de las 271 víctimas de la megacausa “Operativo Independencia”, que aborda crímenes de lesa humanidad cometidos en Tucumán antes del Golpe de 1976
Entendí por qué efectivamente los hijos eran una pieza clave. Porque quizás un día, si no nos robaban ni nos sacaban de esos ámbitos, íbamos a estar sentados aquí (por el estrado del Tribunal). Este era un día que había que eliminar. Pero algunos estamos aquí.
Jorge y Azucena en el casamiento de una amiga.
y que se sustancia por estos días. Elocuente y conmovedora: así fue la declaración de Natalia frente a los jueces del Tribunal Oral Federal (TOF). “Era difícil entender cómo la sociedad podía decir cosas como que los desaparecidos están en Europa o que justificase permanentemente los crímenes. Que negase la existencia de los desaparecidos. Cuando fui creciendo muchas veces recibí como insulto esto de ‘hija de subversivo’. De esto no se hablaba, salvo en el ámbito familiar”, lamentó. Cuando comenzó a participar en su organización, que se dedica fundamentalmente a la búsqueda de niños apropiados, comprendió que la tragedia no había ensombrecido sólo a su familia sino a toda la comunidad. “Veinticinco años después, mi abuela, que presentó hábeas corpus y golpeó todas las puertas, seguía sintiendo que mi papá estaba en algún lugar y que ella no podía ayudarlo. Eso es lo perverso de la desaparición forzada. Era gente que faltaba en su casa, en su trabajo, en la facultad. Faltaban en todas partes”, reflexionó. Hizo hincapié en la palabra genocidio y en lo que esta implicaba. “Cuando entré a HIJOS leí que genocidio era la eliminación de una parte sustancial de la población, de
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Ventana del Galpón N°9, donde estaban los detenidos en el Arsenal.
un grupo racial, político o religioso, y que ello incluía el impedimento de nacimientos. Entendí que los hijos de los desaparecidos, de los subversivos, éramos una pieza clave en ese exterminio, en esa necesidad de romper de raíz lo que algunas personas consideraban que no debía existir. Lo que algunos consideraron sus enemigos”. Y lo terminó de entender, relató, cuando en el secundario leyó por primera vez la lista de la música y de los libros que estaban prohibidos durante la Dictadura. “¡Me di cuenta que en mi casa sólo había música subversiva! Mi mamá escuchaba Mercedes Sosa, Joan Manuel Serrat y el Cuarteto Zupay. Me leía de noche los cuentos tenidos por subversivos: los de María Elena Walsh y Elsa Bornemann. Mi mamá me regaló in-
finitamente más libros que muñecas ¿Qué hay más subversivo que leer, que pensar, que organizarse? Entendí por qué efectivamente los hijos eran una pieza clave. Porque quizás un día, si no nos robaban ni nos sacaban de esos ámbitos, íbamos a estar sentados aquí (por el estrado del Tribunal). Este era un día que había que eliminar. Pero algunos estamos aquí. La magnitud de los crímenes que se cometieron y que se siguen cometiendo son incomparables porque no sabemos dónde están los hijos de Olga, de Azucena, de Matilde y de todas las mujeres secuestradas que dieron a luz en cautiverio”, aseguró con la voz apenas sesgada por la angustia. “Esos chicos viven desaparecidos”, sentenció.(dx)
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Mujeres embarazadas secuestradas en Tucumán y desaparecidas (Fuente: Abuelas de Plaza de Mayo)
9- Alicia Cerrota (1 mes) Secuestrada el 1/11/76 en San Miguel de Tucumán El bebé debería haber nacido entre junio y julio.
1- Lilia Abdala (8 meses) Secuestrada el 25/7/75 en Villa Carmela El bebé debería haber nacido entre agosto y septiembre.
10- Yolanda Argüello (entre 6 y 7 meses) Secuestrada el 28/5/77 en Cevil Redondo El bebé debería haber nacido entre julio y agosto.
2- Olga González (4 a 6 meses) Secuestrada el 8/7/75 en San Miguel de Tucumán El bebé debería haber nacido entre septiembre y diciembre.
11- Mónica García (2 meses) Secuestrada el 2/6/77 en Buenos Aires El bebé debería haber nacido entre diciembre y enero.
3- María del Valle Mercado (2 meses) Secuestrada el 23/8/75 en Marcos Paz El bebé debería haber nacido entre marzo y abril. 4- Amalia Moavro (3 meses y medio) Secuestrada el 4/10/75 en San Miguel de Tucumán El bebé debería haber nacido entre marzo y abril. La familia pudo saber que habría tenido una nena. 5- Nilda Zelarayán (6 meses) Secuestrada el 17/2/76 en San Miguel de Tucumán Sobrevivientes dijeron que tuvo un varón entre abril y mayo. Sus restos fueron identificados en el Pozo de Vargas. 6- Alicia Isabel Pérez (3 meses) Secuestrada el 9/3/76 en Tafí Viejo El bebé debería haber nacido en septiembre.
12- María Isabel Jiménez (2 meses) Secuestrada el 28/5/77 en San Miguel de Tucumán El bebé debería haber nacido entre noviembre y diciembre. 13- María Angélica Cisterna (6 meses) Secuestrada entre el 7 y el 9 de noviembre en Concepción El bebé debería haber nacido entre enero y febrero. 14- Estela López (3 meses) Secuestrada el 21/9/77 El bebé debería haber nacido entre febrero y marzo.
Niños desaparecidos con sus padres
7- Diana Oesterheld (6 meses) Secuestrada el 7/8/76 en San Miguel de Tucumán El bebé debería haber nacido en noviembre.
Mónica Alarcón Olivera (1 año y medio) Toda la familia fue secuestrada el 26/2/77 en Yerba Buena. Los restos del padre, Hugo Marcelo Alarcón, fueron identificados en las fosas del Arsenal.
8- Azucena Bermejo (4 meses) Secuestrada el 2/11/76 en San Miguel de Tucumán. El bebé debería haber nacido entre marzo y abril.
María Mercedes Barrera (tres meses) y Daniel Becker (4 años) Fue secuestrada junto a su madre el 27/6/79 y su primo Becker en Concepción.
Ingreso paralelo al Arsenal, por donde eran llevados los secuestrados.
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Pesar, incertidumbre y posibilidad Por Graciela Colombres Garmendia -texto-, Valentina Becker -fotografías- y Lucía Palenzuela -producción audiovisual-, desde San Miguel de Tucumán*
Mi nombre es Graciela Colombres Garmendia. No sé qué te dirá ese nombre a vos, pero, como a mí no me queda del todo cómodo, prefiero que me digan “Gatta”. Tengo 31 años y un gato gris que se llama Mishagui, que en estos momentos comparte la colcha conmigo. Soy periodista y, aunque suene raro, me gusta escribir sobre las cosas lindas del mundo. En mi tiempo libre hago deportes: hace 10 años empecé con las artes marciales, primero kung fu y, luego, jiu jitsu. Pienso que, eventualmente y en caso de necesidad, podré defenderme de una amenaza. Cuando el tiempo está agradable, salgo a correr, o agarro la bici y me voy al cerro. Cuando el tiempo está feo, subo igual.
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Me gusta comer sano y degustar sabores nuevos; compartir mates en lugares verdes y meterme al mar. Cuando me alejo de la
Detesto ir al médico y tomar remedios. Por eso quizá tardé tanto en saber lo que estaba pasando. Los compromisos sociales me sofocan desde siempre. Algunos años atrás, me di cuenta de que los digiero mejor con alguna bebida en la mano: cerveza en verano y vino en invierno (o fernet cuando hay Coca Light). Me gusta comer sano y degustar sabores nuevos; compartir mates en lugares verdes y meterme al mar. Cuando me alejo de la ciudad, respiro profundo, escucho profundo y sonrío profundo. Cuando estoy en la ciudad, escucho música y veo series en la televisión. Nunca había tenido una enfermedad realmente grave. Por eso nunca se me ocurrió que podía pasarme a mí. En las vacaciones leo y voy a la playa. Durante el año también quisiera hacer ambas cosas, pero no tengo mar ni tiempo. Me gusta estudiar; soy muy metódica, disciplinada y constante. A veces también soy terca, y me molesta que duden de mi capacidad o compromiso. Me gusta que mi casa
esté limpia y ordenada; me ofusca sentir que desperdicio algo, sobre todo el agua, el tiempo y la energía míos o del mundo. Cuando me pongo nerviosa, suelo hacer chistes tontos. Por eso quizás al principio todo era una broma. Cuando viajo me gusta conocer los parques, comer la comida típica del lugar, caminar dejándome llevar y observar el paisaje que se abre ante mis ojos. La gente dice que soy muy buenita; yo creo que hay gente demasiado mala. La gente tiende a decir que soy muy tierna; yo creo que son mis cachetes. Me cuesta dar abrazos, expresar una crítica o discutir. No sé bailar, cantar ni actuar, ni entiendo mucho de números y no tengo intenciones de aprender. No tengo miedo a la muerte, pero sí terror al sufrimiento y a la convalecencia. Por eso quizás me duele tanto. Amo a mis amigos y a mi familia, aunque no sea de verlos mucho. Se me da mejor el amor a la distancia y en silencio. Amo a mi novia, “Pili”, y cuando no me pide abrazos es cuando más quiero dárselos. Se me da
*Graciela Colombres Garmendia es licenciada en Ciencias de la Comunicación y periodista. Lucía Palenzuela es realizadora audiovisual y activista de variadas causas. Valentina Becker es diseñadora gráfica (diagrama esta revista) y fotógrafa.
ciudad, respiro profundo, escucho profundo y sonrío profundo.
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mucho mejor pensar que sentir y escribir que decir. Siempre trato de hacer lo que considero correcto. Por eso quizá quiero mostrarme más fuerte de lo que realmente soy. Cuando era chica soñaba con ser ninja o surfista. Todavía me falta práctica. Todavía quiero escribir un libro o un guión, y conocer más ciudades. Quiero alcanzar metas que me parezcan imposibles. Quiero una casa con jardín, una pequeña huerta, un hijo y quiero hacer durar el amor todo lo que sea posible. Por esto es que no me quiero morir de cáncer, ni ahora ni nunca.
Amo a mis amigos y a mi familia, aunque no sea de verlos mucho. Se me da mejor el amor a la distancia y en silencio. Amo a mi novia, ‘Pili’, y cuando no me pide abrazos es cuando más quiero dárselos.
Dolor La primera sensación que una experimenta cuando se entera que tiene cáncer es dolor. El diagnóstico duele, tan solo la palabra cáncer duele. Duele imaginarte arrodillada en el baño abrazando el inodoro mientras vomitás; duele pensar que tu pelo se va a caer a mechones; duele pensar en agujas, en camas y bisturís. Duele proyectarte enferma durante meses o años; duele tener que dejar todas tus metas a un costado y entender que el único objetivo que importa ahora es sobrevivir. Duele pensar que tal vez mueras demasiado rápido. Y todo ese dolor es imaginario. Después llega el real. Uno de los libros que leí luego del diagnóstico decía que del dolor no podemos escapar, pero sí del sufrimiento. Ese fue uno de los primeros objetivos que me puse: que me duela solo lo que me tenga que doler, pero que no me duelan los miedos ni los sueños truncados. El dolor llegó un 7 de mayo de 2015. Tras siete horas de cirugía, me levanté pidiendo
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» por favor que me duerman de vuelta. Le agarré el brazo al anestesiólogo y le rogué que me sedara: quería despertar cuando todo pasara. ¿Por qué no? Él me explicaba que eso no era posible, como tampoco era posible aplicarme más analgésicos de los que ya me habían puesto. Tenía la boca totalmente seca, pedí agua y me enteré que por algunos días no iba a poder tomar nada. Yo sabía que iba a sentir dolor, no entendía por qué además tenía que padecer sed. Nueve tubos salían de alguna parte de mi cuerpo. Algo así como 40 grapas mantenían cerrado el tajo que empezaba debajo de mi pecho y se extendía hasta bien abajo. Sólo podía mover los brazos y las manos para tocar el botón de la enfermería o para cambiar el canal de la televisión. Siempre y cuando no se me cayeran los controles. Porque ahí ya sólo quedaba esperar. Sacaba fuerzas del resultado de la operación. Había sido “un éxito”: me habían sacado el tumor y con él, mis ovarios, útero, vaso, una parte del intestino delgado, una parte del intestino grueso, parte del recto, del peritoneo (que ahí me enteré que es una bolsa que recubre los órganos del abdomen) y el epiplón (un no sé qué que está por ahí). Claro que “un éxito” en la lucha contra el cáncer es siempre relativo. Eso lo entendería después. Estuve ocho días en terapia intermedia, donde el dolor mutaba constantemente de forma, pero nunca se terminaba de ir. Me dolían las heridas de la cirugía; me dolía la lentitud conque pasaba el tiempo; me dolía no saber si afuera era de día o noche, si hacía frío o calor. Me dolía depender totalmente de los enfermeros, me dolía cuando me tocaba un enfermero con pocas ganas de trabajar. Me dolía no poder tomar un trago de agua ni girar el cuerpo para poder dormir. Me dolía cuando se acababan las horas de visita y me quedaba sola. Me dolía mi cuerpo empotrado en la cama. Me dolía que me saquen sangre todos los días y que me hagan tantas radiografías (que implicaban levantar el torso algunos centímetros, lo que era demasiado). Me dolía mirarme
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Duele proyectarte enferma durante meses o años; duele tener que dejar todas tus metas a un costado y entender que el único objetivo que importa ahora es sobrevivir. Duele pensar que tal vez mueras demasiado rápido.
al espejo y descubrir una nueva imagen. ¿Cómo era posible que en ocho días mi cuerpo, al que tanto había cuidado y fortalecido en los últimos años, se hubiera transformado en algo tan chiquito y frágil? ¿Dónde estaba yo y quién era esa persona demacrada que me devolvía el reflejo? Me dolía la cabeza, que no se había hecho una idea real del sufrimiento que iba a padecer. Me dolía el corazón, que buscaba alguna explicación. A esa altura estaba claro que no había podido separar lo suficiente el dolor del sufrimiento. El primer día en una habitación del hospital me dolió escuchar el llanto de un
bebé y pensar que yo no podría tener un hijo de mi vientre, aunque nunca lo había considerado seriamente. También me dolió saber que, en adelante, debía ser todo lo cuidadosa que nunca había sido. Vacunas, alcohol en gel y distancia con los enfermos; evitar los lugares cerrados; cocinar bien la comida, y si hace frío, mejor quedarse en la casa. ¿Qué? Toser, comer, caminar, ir al baño. Todo dolía un poco, mucho o demasiado. Dormir algunas horas seguidas era una bendición. Pero las heridas que no matan, cicatrizan: bien o mal, yo iba reponiéndome para el segundo round. En la otra esquina me espe-
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» raba la quimioterapia. Me anticiparon que era pesada sin tregua, pero no resultó tan horrible como pensé. Tuve muy pocas náuseas y, aunque perdí un montón de pelo, no quedé pelada. Ahí se fueron dos fantasmas. Vinieron una serie de tormentos gastrointestinales con los que lucho hasta hoy. Durante algunos días sufrí una alergia tremenda y en otros momentos no tenía más energía que la suficiente para trasladarme de la cama al sillón. Desde allí veía cómo la vida, la vida de los otros, pasaba. Mientras tanto, sentía que a la mía me la habían robado o, mejor dicho, extirpado. Tratar de adivinar cómo me iba a sentir o qué iba a sentir a corto, mediano o largo plazo era y es imposible. Yo había errado varios pronósticos, para ser exacta, todos. Lo que creía que iba a soportar sin problemas se me había hecho casi insostenible; lo que pensaba que me iba a pasar, no pasó. Y lo que no tenía ni idea de que podía ocurrir, ocurrió.
Es muy común que, después de una cirugía tan violenta como la mía, salgan bridas. Un 97% o algo así de común. Eso lo saben todos los médicos, pero a mí nadie me avisó. Yo no entendía entonces por qué me estaba retorciendo del dolor de panza unos meses después. Y no, una buscapina no sirve, dos ibuprofenos tampoco, una inyección de dexametasona no parece suficiente. “Probá ketorolac, que calma lo que sea”, me decían. Bueno, a mí no. Y unas gotitas de tramadol, ese primo hermano de la morfina. Cuántos colores tiene el dolor y qué oscuro que se ve cuando una está ahí adentro. Ese dolor de panza fue mutando. A veces sentía puntadas, a veces retorcijones y, a veces, otro tipo de ardores. El padecimiento a veces era breve y muy intenso, y a veces se extendía durante horas. A veces los analgésicos servían y otras, no. A veces me agarraba a la mitad de la noche y como venía se iba y otras veces podía pasar un mes entero en el que comer se volvía una verdadera tortura. A veces sentía molestias en la panza; otras veces se trasladaban al hombro y, otras veces, aunque menos frecuentemente, se ubicaban atrás de las costillas. En algunas ocasiones me internaron después de jornadas interminables en las que el dolor me consumía y me dejaba hecha cenizas, hasta el punto de que tirarme por el balcón parecía la única manera de detenerlo. Y lo único que yo quería era que se detuviese. Pinchazos, sueros, ayunos, dietas y un dolor que no dice adiós, sino hasta la vista. Desde ese momento, ir al baño es siempre una victoria y pretender tener un abdomen chato, una utopía. ¿Ya dije que duele haber trabajado en un proyecto de persona por años y que ese proyecto sea masacrado en unos meses? Ese sentimiento, esa frustración, siempre vuelven. Duele empezar a reacomodar la rutina, con el afán de recuperar esa tan añorada “normalidad” que es dar la salud por sentada y que un estudio vuelva a dar mal. Eso duele un montón, como si el bisturí hubiese pasado ahora por el corazón.
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Hay que aguantar. Hay que convivir, sobrevivir, subsistir. Las palabras de aliento sobraban, pero yo quería matarme o que me mate la enfermedad, pero que lo haga rápido, no así, no jugando con el desgaste.
Yo me había puesto un objetivo y era metódica para cumplirlo. Hasta octubre de 2015 iba a luchar; iba a bancarme los dolores; iba a cuidarme de todas las maneras posibles; iba a hacer todas las terapias que potencialmente me podían salvar; iba a poner el pecho y me iba a acreditar el triunfo más importante de mi vida. Los estudios empezaron a dar bien, volví a trabajar, volví a entrenar y, aunque en mi panza se seguía librando una batalla campal, ya casi podía vivir una vida casi, casi, normal. ¿Por qué, si estaba todo tan bien calculado, los marcadores tumorales (sustancia que se puede detectar a través de un análisis de sangre que sirve de indicador sobre la presencia de actividad tumoral) volvieron a subir sólo un par de meses después de terminar con la quimioterapia y mientras estaba haciendo otra de manera preventiva? La respuesta apareció en las imágenes de una PET (tomografía por emisión de positrones): había unos puntitos en mi abdomen. Digamos, unos puntitos suspensivos, porque esto todavía no terminó. Otra cirugía, mucho menos dolor del físico, mucho más dolor emocional. Esos nódulos no podían ser sacados, eran muchos más que unos puntos suspensivos y no les
seguía ningún silencio. “Mirá el lado positivo, te sacamos las bridas”. “Quizás tengas que pensar en convivir con tu cáncer: hay que tratar de mantenerlo controlado”. “Hay muchas cosas por hacer, hay una quimioterapia y después hay otra, y este estudio que podés probar y estos otros que vas a tener que seguir haciéndote. ¿Y sabés qué? La ciencia avanza un montón, vamos por buen camino”. Hay que aguantar. Hay que convivir, sobrevivir, subsistir. Las palabras de aliento sobraban, pero yo quería matarme o que me mate la enfermedad, pero que lo haga rápido, no así, no jugando con el desgaste. Otra vez, muy ilusa de mi parte. El cáncer desgasta un montón y, mientras más cansancio, más dolor. Después siguieron un par de quimioterapias más, pero había algo que yo tenía que entender. Nosotros, los llamados “platino resistentes”, es decir los que tenemos un tumor que resiste a las quimioterapias con base de platino tenemos, por añadidura, un panorama un poco más oscuro que el resto, un poco bastante. Algo así como que hay que tener más que buena suerte para que las siguientes quimioterapias hagan algo. Y así, uno se sube al barco sabiendo
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» que existen muchas chances de que vaya a hundirse. La siguiente quimioterapia se presentaba como menos nociva. “Lo peor es venir a ponértela”, me habían dicho. La realidad es que la aplicación me dejaba en cama por varios días. Fiebre, cansancio, dolores musculares, de cabeza, de panza, náuseas, diarrea y vómitos. Ah, y no funciona. Como tampoco lo hizo la siguiente. Duele que las quimioterapias vayan pasando una tras otra y que lo que cambie sean los efectos secundarios, pero no el resultado final: seguir teniendo cáncer. En el medio, una cirugía por una infección, otra internación y a mi barco ya se lo veía mitad lleno, como la metáfora del vaso, pero yo ahogándome. Si al principio de la enfermedad añoraba hacer deportes o mis actividades cotidianas, en 2016 era todo un logro poder salir a caminar o tomar unos mates. Duele mucho que te vayan sacando no solo las grandes alegrías, sino también las pequeñas. Que te vayan reduciendo cada vez más tus momentos de placer, hasta el punto de que uno agradece el día que puede simplemente comer algo o moverse con cierta libertad en el espacio. Además, no saber cuándo se va a acabar el dolor, si es que eso sucede, es tremendo. Otra vez la cabeza anticipa los pesares, y destruye sueños y proyectos. Otra vez hay que luchar en dos frentes, contra la enfermedad y contra una misma. Otra vez el futuro incierto. Incertidumbre La segunda palabra con la que definiría la enfermedad es “incertidumbre”. Hay
No saber cuándo se va a acabar el dolor, si es que eso sucede, es tremendo. Otra vez la cabeza anticipa los pesares, y destruye sueños y proyectos. Otra vez hay que luchar en dos frentes, contra la enfermedad y contra una misma. Otra vez el futuro incierto.
tantas preguntas que una se hace sobre el cáncer y tan inmensa la variedad de las respuestas… Todo abruma. Lo primero que una tiene que asumir es que nada es seguro. Ni la cura ni la muerte ni el diagnóstico ni, mucho menos, el pronóstico. Existen casos trágicos y casos milagrosos. No hay una receta 100% efectiva; cada caso es un mundo que se conforma por la relación entre el tumor, la persona y todo, todo, lo que los rodea. Nadie puede anticipar qué saldrá de esa mezcla. Sumergida en esa situación, ya no parece haber un camino por el que andar, ni siquiera dos, como para decir que lo complicado es decidirse entre ellos. Ahora estoy en un bosque, en un desierto o en el medio del mar. No hay nada ni nadie que sepa a ciencia cierta por dónde ir. Y ahí estoy, más débil que nunca, sin saber para dónde agarrar. Sin siquiera saber si hay que caminar. Ya no puedo predecir cómo me voy a sentir mañana. Tengo que vivir hoy, disfrutar del presente cuando se pueda y sobrevivirlo cuando no queda otra. La batalla transcurre día a día, según las necesidades y las posibilidades. Y la cabeza y las emociones, bueno, algunos días vuelan, otros caen a la tierra y otros se hunden en el suelo. Los consejos, muchas veces más que certidumbre, traen mareos. Es increíble la cantidad de gente e información que llegan a casa cuando se abren las puertas. Cientas de maneras de curarse y una tan enferma. Así de irónico. Esperanzas que suben y bajan, frustraciones y volver a tratar. Aun así, decido ser receptiva, pero crítica, porque jugársela de héroe en todas las batallas desgasta. Y hay que tener cuidado, porque creer que la salud está en nuestras manos puede darnos toda la fuerza para levantarnos solo para que ese mismo peso sea el que después nos desplome en el piso. Hay que respetar los momentos. Los de ser héroes y los de ser cobardes. Los de controlar nuestros terrores y los de exteriorizarlos. Los de activarnos y los de descansar. ¿Cómo me activé? Me alimento de manera saludable, más saludable de lo que
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Hay que respetar los momentos. Los de ser héroes y los de ser cobardes. Los de controlar nuestros terrores y los de exteriorizarlos. Los de activarnos y los de descansar. ya comía. Hay cientos de páginas y sujetos dispuestos a dar sugerencias sobre comidas que “curan” el cáncer: no sé si les daría tanto crédito, pero no se puede negar que hay una intoxicación en mi cuerpo, que la quimioterapia te intoxica aún más y que alimentarse sano debería ser, por lo menos, una obviedad. En un primer momento traté de eliminar todo lo potencialmente cancerígeno. Quien haya intentado esto sabe lo insoportable e incoherente que se torna el propósito porque, claro, no todos coinciden sobre qué puede y qué no puede provocar cáncer. Al ser tan complejo, un nutricionista se vuelve un buen aliado. Medicina tradicional, ayurveda, dietas fisiológicas y brebajes varios. Toda una experiencia para el paladar y el estómago. Ahora opto por intentar entender mi cuerpo y darle lo que necesite. El siguiente paso fue fortalecerme físicamente. Siempre hice deportes: eso jugó a mi favor. Estaba fuerte y pude soportar una gran cantidad de maltratos, pero mi cuerpo quedó herido y necesita tiempo para recu-
perarse. Cuando la salud lo permite, vuelvo a moverme. Esto es necesario no sólo porque nos fortalece, nos oxigena y nos ayuda a eliminar las toxinas, sino y sobre todo, porque levanta el ánimo, al que también golpearon bastante en el último tiempo. Claro está, en ningún lado leí que el deporte cure el cáncer. Así y todo, hasta los oncólogos, tan reacios a dar consejos, lo recomiendan. Y si no nos da para movernos de la cama, hay que respirar. Respirar profundo, meditar, relajarse, hacer reiki. Que la angustia no nos inmovilice, que la energía fluya. Otra recomendación que dan los oncólogos, los amigos y la familia es hacer terapia. Hablar con alguien fuera de nuestro círculo. Yo voy a una psicóloga, que me ayuda a centrarme cuando mis miedos me desbordan. También hice bioneuroemoción, una terapia, digamos, más invasiva, que se mete en los recodos profundos del inconsciente en la búsqueda de las emociones y acciones que enferman. Y mucha, mucha introspección. ¿Me curará algo de esto? Ni
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» idea, pero y ante esa incertidumbre, solo tomo lo que disfruto. Y esto es importantísimo, los enfermos y sus seres queridos tenemos que entender que ya sufrimos demasiado: en lo posible, no nos agreguemos más cargas. Con la cabeza débil no se le puede ganar al cáncer, mucho menos con el espíritu débil. ¿Qué es el espíritu? Ni idea, pero digamos que eso que te levanta el ánimo, que te da energía para seguir luchándola. Hay muchísimas maneras de alimentar el espíritu: la religión, la meditación, todo lo que escribí arriba, y cualquier cosa que nos conecte con nosotros mismos y nos haga sentir bien.
Y quizás me anime a decir que entre tanta incertidumbre, ahí está la clave: sentirme bien. Tengo que hacer lo que me haga sentir bien, esa es la única luz que me alumbra en esta noche tan larga. Posibilidad En mi caso, mi luz son las personas que me rodean y me quieren. Son lucecitas, como luciérnagas alumbrando la inmensidad. Ese afecto bien fuerte me deja ver, al menos por un instante, algo así como un sendero por el que caminar. Esas horas que pasan conmigo, buscándome en la penumbra y acompañándome a dar unos pasos, me encienden. Sus corazones llenos de es-
En mi caso, mi luz son las personas que me rodean y me quieren. Son lucecitas, como luciérnagas alumbrando la inmensidad. Ese afecto bien fuerte me deja ver, al menos por un instante, algo así como un sendero por el que caminar.
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Y así, ya sea que transite por un océano de incertidumbres o un bosque de miedos, sigo adelante. Medio sola porque sé que este es mi recorrido y medio acompañada porque, si hay algo que no te quita el cáncer, que parece que te quiere sacar todo, es el amor.
peranzas y miedos parecidos a los míos son faros, porque, aunque esté más sola que nunca en esta lucha, me siento más contenida de lo que soy capaz de expresar. Y así, ya sea que transite por un océano de incertidumbres o un bosque de miedos, sigo adelante. Medio sola porque sé que este es mi recorrido y medio acompañada porque, si hay algo que no te quita el cáncer, que parece que te quiere sacar todo, es el amor. Es más, en un intento de ver el vaso mitad lleno, podríamos decir que es una enfermedad que provoca una empatía tremenda. Hay muchas enfermedades horribles, pero el cáncer es particularmente popular. Todos le tenemos miedo. Además, nadie sabe bien cómo escapársele. A eso hay que sumar ese factor de que quizás te mueras o quizás no. Entonces, las personas que te quieren no saben cuánto más vas a estar por acá y esa posibilidad de despedirnos o esa necesidad de retenernos suele venir acompañada de un montón de amor. Mi papá se enfermó de cáncer un año antes: eso unió a mi familia. Después seguí yo, la más chica de cinco hermanos y la única mujer. Los dos extremos de la familia
se tambalean y todos, como pueden, hacen malabares para que nada se caiga, para que sigamos en pie, y para que el domingo tengamos un asado y algunas risas. Mi mamá directamente pasó los límites de lo esperable en amor y fortaleza. “Pili” se quedó firme al lado mío y juntas inventamos una vida agradable en un contexto hostil. Acompañar a alguien enfermo no es tarea sencilla, y ella mostró una incondicionalidad y fortaleza increíbles. Mis amigos la escoltan un paso atrás. Ellos siempre están para darme ánimos cuando los necesito, para escucharme cuando no doy más, para ayudarme cuando yo no puedo sola o para mimarme solo porque sí. Hasta gente que no conocía antes de enfermarme o conocía muy poco se acercó llena de afecto. El cariño sincero de un enfermero o un médico, las palabras de algún desconocido o el regreso de algún viejo amigo. El amor nunca faltó y esa fue mi mejor terapia. El mundo está lleno de odio y resentimientos. Hay muchas formas de vivir y morir bajo las injusticias de este planeta: guerras, pobreza, asesinatos, torturas, violencia y, claro, enfermedades. Yo hace más
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Lo que dábamos por sentado, la vida, ahora está en tela de juicio. Y eso no es malo porque, dándola por sentado, nos olvidamos de muchas cosas, relegamos sueños y postergamos las cosas que realmente importan.
de un año que lo único que recibo es amor y antes también. Siempre estuve entre los afortunados de este planeta, nunca me faltó nada, ni material ni de otra naturaleza. Aunque no pueda evitar sentir que no me merezco esta enfermedad y aunque la sufra todos los días, no diría que me vida fue injusta. Lo que me hace una afortunada entre muchos, porque la mayoría de las vidas sí lo son. Y aunque no me cure, tuve la oportunidad de ver el amor en todas sus expresiones y eso es muy hermoso. Por último, el cáncer es posibilidad. Antes de enfermarme mi vida tenía un rumbo, estaba yendo hacia algún lado. Queriendo ir ahí o no, todo se movía. El cáncer me obligó a pararme y a replantearme todo. Mi vida, como nunca antes, está en juego. Eso me obliga a pensar en todo lo que hice y lo que me queda por hacer; en los años que viví y en cómo lo hice. En las personas que me rodean, en las decisiones que tomé y en lo que simplemente dejé que sucediera. Todo está en juego ahora: mi pa-
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sado me puso acá, con estas debilidades y fortalezas, en el futuro está la meta y ahora más que nunca me doy cuenta de que yo tengo que decidir cómo quiero llegar ahí (que no es lo mismo que decir cuándo). Aunque lo primero que sentimos cuando tenemos cáncer es que la vida se nos escapa, que perdemos el control de ella, esto no es del todo verdadero. Lo que dábamos por sentado, la vida, ahora está en tela de juicio. Y eso no es malo porque, dándola por sentado, nos olvidamos de muchas cosas, relegamos sueños y postergamos las cosas que realmente importan. Al enfermarte, esta realidad se impone y te ves obligado a reacomodar tus prioridades.
¡PLUS!
Yo aprendí que lo más importante que tengo no es lo que hice en mi vida, sino con quién lo hice. Si esta es mi última mano, no voy a dejar ni un libro, ni un árbol, ni un hijo (sí muchos textos, plantitas y un gato); pero sí voy a dejar a un montón de personas que quise de todo corazón, y que me quisieron y esa es mi mejor herencia y consuelo. Si me voy de este planeta tan injusto y hermoso a la vez, van a seguir habitándolo personas que tengan el amor como estandarte. Personas que sonrían porque es un día de sol en invierno, porque el vino está realmente rico o porque el mar es simplemente hermoso. Pero todavía no me fui y vivo con la gratitud de haberme dado cuenta.(dx)
Escaneá el código con tu celular para ver el video realizado por Lucía Palenzuela sobre la crónica de Graciela Colombres Garmendia.
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La Costanera existe y está cerca Por Irene Benito -texto- y Aníbal Aparicio -fotografías-, desde San Miguel de Tucumán*
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» Muchas casillas de madera perdieron tantas tablas que ya no dan ninguna impresión de abrigo sino todo lo contrario: lo que queda en pie proyecta una decidida sensación de intemperie.
Algunas están pintadas; otras son despojos sin color. Muchas casillas de madera perdieron tantas tablas que ya no dan ninguna impresión de abrigo sino todo lo contrario: lo que queda en pie proyecta una decidida sensación de intemperie. Ninguna vivienda se destaca por encima de las otras y juntas ofrecen una postal deslucida. En ciertas áreas resulta difícil distinguir la zona residencial del basural que pulula salvajemente. Por la canícula, quizá, no se ve gente en la calle sino perros, muchos perros flacuchos, y algún caballo condenado a remolcar armazones con ruedas repletos de cartones y botellas. Sólo una motocicleta fugaz pasa de vez en cuando, levanta tierra y se pierde barrio adentro. Aquel desierto no hace gracia al taxista, que define con desagrado (¿o quizá desprecio?): “esto es tierra de nadie”. Parlantes remotos vibrando a todo volumen rompen la sensación de desolación. Un reggaetón inidentificable emite señales de vida: alguien estará escuchándolo a la sombra aunque los árboles -¡ay!- escasean. ¿Cuándo fue que las arboledas urbanas se convirtieron en síntoma de bienestar y riqueza? Estas y otras conjeturas desaparecen en presencia de lo que con certeza es, en medio de la depresión general, un edificio digno: la escuela primaria Costanera Norte ubicada sobre la calle Estados Unidos al 1.500. La fachada se sale de la precariedad que abunda y el contraste tranquiliza a los forasteros. En cualquier caso, el taxista frena, recibe el dinero y se marcha pitando. Él ya cumplió con su parte del contrato. A él no le interesa averiguar qué hay adentro.
* Irene Benito es cofundadora y editora de DIXI (He Dicho). Aníbal Aparicio es estudiante de Arquitectura y fotógrafo.
El fiscal Alberto Nisman no se había muerto todavía. O, para ser más exactos, al fiscal Nisman le quedaban aún 48 horas de vida. Sólo 48 horas de vida. Pero la posibilidad de esa muerte ¿inexplicable? acaecida en Puerto Madero, a 1.300 kilómetros al sur, no estaba en la cabeza de nadie: aquella mañana del viernes 16 de enero de 2015 en San Miguel de Tucumán sólo hacía calor. Y un taxista atemorizado pensaba cuatro veces si le convenía o no viajar hasta La Costanera. No porque el destino quedase muy lejos, porque al fin y al cabo entre la plaza Independencia, el epicentro de San Miguel de Tucumán, y aquel barrio hay, como mucho, 30 cuadras. No, no era la distancia real lo que asustaba al taxista, que, por otro lado, gana más cuanto más lejos vaya, sino la distancia simbólica: La Costanera, para él y para los tucumanos con un conocimiento mínimo de su hábitat, es el espacio poblado por los estigmas. Un ámbito donado a los fantasmas que procrea la pobreza: las drogas de baja calidad, la violencia familiar, la delincuencia desembozada, la malnutrición, el analfabetismo, la desocupación y la transgresión a toda ley. El taxista, en definitiva, dudaba con buen criterio. O con lógico sentido de la prudencia: ¿cuánto riesgo implica un viaje a La Costanera? ¿Por qué exponerse a un ataque llevando todas las de perder? Esos y otros cálculos hacía el conductor mientras barajaba sus opciones hasta que resolvió: “bueno, vamos, pero yo ahí no me quedo. Cada quien regresa como pueda”. La definición fue, por supuesto, un alivio a medias. Pero un alivio que al fin se correspondía rigurosamente con el estereotipo de una villa de emergencia cuyas miserias repelen, un territorio al margen de la civilización que a lo lejos se antoja impenetrable y que aparenta no tener salida. La Costanera existe y está cerca. Una vez allí el paisaje resulta, pese a todo, familiar. Calles de ripio incomprensiblemente próximas al río Salí, residuos arrojados al tuntún y casas maltrechas por doquier.
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El reino del revés La escuela está abierta pero cerrada. La reja carcelaria que bloquea el paso sólo se abre si las autoridades dan la venia. Es la primera de numerosas medidas de seguridad adoptadas para evitar robos y destrozos, que, pese a las previsiones y prevenciones, siguen sucediendo. Adentro, en el patio, una legión de chicos, muchos de ellos “pata pila”, participan de las actividades de la colonia de verano: algunos dibujan sobre papeles mojados; otros se pintan la cara y el cuerpo; otros juegan a la pelota -esos sí, todos descalzos- y otros se desgañitan en la pileta pelopincho curiosamente instalada en una de las aulas. Cualquiera daría por hecho que la decisión de guarecerla obedece a la pretensión de evitar los efectos nocivos del sol, pero no, la pileta fue colo-
cada bajo techo como medida antivandalismo. Y en un pispás queda claro que todo está pensado a la defensiva en este edificio inaugurado en 2007 y, por ende, todavía técnicamente nuevo, donde casi no hay mobiliario y el que sobrevive parece veterano de muchas guerras. Donde alguna vez hubo armarios ahora hay huecos. Donde alguna vez hubo puertas ahora hay maderas desvencijadas. Donde alguna vez hubo ventanas ahora hay agujeros. Y así. En verdad, lo que se ve es lo queda después del saqueo intensivo. O sea, casi nada. Aquello que puede ser de interés para los ladrones, desde el azúcar hasta las tizas, está guardado en la dirección, que es el único espacio equipado con alarma. Allí, Fátima Pacheco, además de directora, hace las veces de “San Pedro”: gran parte de su día laboral
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» Según el diccionario, “barretear” significa afianzar o asegurar un baúl, un cofre, un cajón, etcétera, con barras de metal o de madera. Pero aquel verbo dice lo opuesto en esa especie de reino del revés espontáneo que La Costanera es.
se va en la administración de las múltiples llaves confiadas a su custodia. Y después están los conflictos propios y ajenos; los que atañen a la gestión del establecimiento, y los personales de quienes concurren a él con el propósito de estudiar o trabajar. Pacheco dirige el barco; entrega y recibe llaves, y presta la oreja a los alumnos y colaboradores que en cuentagotas caen por su oficina para ventilar cuitas y desgracias. En la escuela Costanera Norte, el crimen en todas sus formas y versiones opaca las demás asignaturas. La conserje Margarita,
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48 años, se acerca a ofrecer un jugo o un mate cocido y, de paso, se explaya sobre los delitos que sufrió y presenció, y se anticipa a los que vendrán. La violencia no asusta ya a esta mujer de cabello ensortijado y contextura maciza, de palos y armas llevar. Margarita escucha cómo la directora relata que hoy viernes, por ejemplo, los chicos ya empiezan a consumir alcohol y a mezclar sustancias. “Y siguen así hasta el domingo. Entonces, el sábado a la madrugada se acaba el dinero y hay que salir a robar. Aquí entraron dos veces a las 3.30 de la mañana.
La primera vez fue en diciembre: nos ‘barretearon’ la puerta y se llevaron la consola de sonido. A la semana siguiente, nos ‘barretearon’ la puerta de la cocina. Pero en este caso hubo una explosión, y una vecina escuchó el ruido y encendió las luces. No llegaron a robar, aunque el daño ya estaba hecho, y tuvimos que pagar al herrero y arreglar la cerradura”, comenta Pacheco. Según el diccionario, “barretear” significa afianzar o asegurar un baúl, un cofre, un cajón, etcétera, con barras de metal o de madera. Pero aquel verbo dice lo opuesto en esa especie de reino del revés espontáneo que La Costanera es, y directiva y ordenanza traducen que su “barretear” consiste en agarrar un fierro, colocarlo en una ranura disponible y hacer palanca hasta romper el cerramiento. “La fuerzan hasta que cede”, ilustran las mujeres. Pero la historia de los últimos “barreteos” sufridos no queda allí. Pacheco dice que a los dos días supo quiénes se habían llevado la consola porque en La Costanera todo termina sabiéndose más temprano que tarde. Sin embargo, no quiso hacer la denuncia porque, cuando hay drogas de por medio, nadie es capaz de prever las consecuencias. Y ella teme que, llevados por la fiebre de la represalia, los denunciados se la agarren con la escuela. Entonces la conserje Margarita le aconseja que vaya personalmente a buscar la consola con la certeza de que se la van a devolver. Porque, debidamente enfrentados, los ‘piperitos’ (léase chicos que consumen el paco con pipa) se van al mazo. La pipa es un decir: en esencia, se trata de una bombilla desfigurada. Margarita asegura que, así, con ese método confrontativo, llegó a recuperar un portón. Y cual personaje almodovariano, se larga a contar la historia de su vida: “a veces me toca llevar el revólver en el pecho. Así hay que manejarse. Sinceramente, a mí me han hecho mala. Hace diez años, por no haber querido que mi esposo salga a pelear con vecinos que tiraban piedras, por no haber querido eso, por haber ido a la comisaría a hacer la denuncia, le pegaron una pedrada
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» en el ojo y se lo reventaron. Y cuando mi esposo llegó al hospital todavía sabía tener la retina, pero mire la negligencia de los médicos que lo dejaron ahí, no lo operaron y perdió el ojo. Yo le hice rellenar el hueco, le puse una prótesis y mi marido sigue trabajando… Aprendí a defender lo que tengo: soy como una leona. Con mis hijos nadie se mete porque yo empiezo a los tiros”. No es el monólogo de una actriz fetiche de Almodóvar. Aquello es ficción, esto es tragicómica realidad. Hay que repetirlo para recordarlo. Para no tomarlo a la chacota ni banalizarlo porque Margarita no sonríe. Seria y solemne cual estatua de mármol, la conserje se retira a preparar la infusión y, como si estuviese haciendo guardia en la puerta, en el acto aparece el sereno Víctor, que sin pedir permiso toma asiento, y se define “enfermo” porque el día anterior le robaron la moto recién sacada de la concesionaria y todavía impaga. Sin asombrarse, Pacheco le pregunta si ya buscó en los desarmaderos (talleres liga-
dos a la industria boyante de los “fierros” sustraídos). “Fuimos en patota hasta Villa 9 de Julio, pero no conseguimos nada, ni siquiera que la Policía actúe”, anuncia con ganas de llorar. Dos digresiones y media La moto hurtada es una Honda Wave modelo 2014, uno de esos modelos livianos que proliferan en las barriadas periféricas; el vehículo de los trabajadores humildes llamado con frecuencia a transportar una familia entera, con niños que, a falta de espacio, viajan en el aire literal; la causa de infinitos accidentes de tránsito más o menos fatales; el sustituto barato del transporte público caro y venido abajo, y la compañera inseparable de los bandidos que roban en la calle, más conocidos como “motochorros”. “Juntamos hasta $ 4.000 para rescatarla. Pero doña Norma cree que esto es cosa de los policías”, informa Víctor, que, además de sereno en la Costanera Norte, se busca la vida como verdulero. Pacheco
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añade el antecedente laboral y precisa que Norma es la presidenta de las Madres del Pañuelo Negro, el grupo de mujeres de La Costanera que batalla contra las adicciones que asesinan a sus hijos. Y la mención del colectivo constituido para denunciar la debacle sanitaria y social que acosa a la villa de emergencia abre el paréntesis que da cabida a la historia feroz de Daniel Palavecino, el muchachito de 16 años a quien su madre encadenó con el objeto de impedir que saliese a robar para comprar paco. En agosto de 2012, La Gaceta publicó su caso aberrante: Palavecino había dejado la escuela y estaba a merced de las mafias que controlan La Costanera. El tercero de los siete hijos de Erica Lescano, ama de casa, y José Palavecino, lustrabotas, se drogaba también con pegamento. Dos meses después de la publicación, el joven consiguió zafarse de las cadenas y sucedió la tragedia evitable: mientras consumía paco en una esquina del barrio, fue baleado por la espalda. Todos dijeron que
La moto hurtada es una Honda Wave modelo 2014, uno de esos modelos livianos que proliferan en las barriadas periféricas; el vehículo de los trabajadores humildes llamado con frecuencia a transportar una familia entera, con niños que, a falta de espacio, viajan en el aire literal. el asesinato había sido ejecutado por los “dealers”. Y Melitón Chávez, el sacerdote que un buen día se sumergió en el infierno de La Costanera, entonces acotó que aquel era el tercer adicto muerto en los últimos cuatro meses. Aquella digresión lleva a esta otra: una moto parecida a la que le arrebataron al sereno Víctor había llevado a la muerte a los hermanos Gómez una semana atrás. En ese caso chocó la pobreza contra la pobreza en el punto en el que se encuentran la avenida Gobernador del Campo con la autopista de
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» Circunvalación. En esa intersección, Fernando José, 15 años, y Camila,13 años, colisionaron contra un carro tirado por caballos. Esta vez no fue un ajuste de cuentas, sino la desgracia de dos adolescentes lanzados a la inclemencia de la calle. Mientras los chicos de su edad estudiaban, hacían castillos en el aire, se enredaban en un primer amor y se divertían, los Gómez vendían flores y cuidaban vehículos en el cementerio. Los hermanos difuntos terminaron en un cajón de aglomerado facilitado por el Estado que, según la directora Pacheco, en cualquier momento se desfondaba. Ella lo vio con sus propios ojos porque estuvo en el velorio. “¿Por qué no aspirar a algo más digno?”, se pregunta todavía compungida, en su oficina llena de llaves y tribulaciones. Desde un póster inevitablemente visto mil veces, el prócer José de San Martín “observa” a la autoridad sin ponerse incómodo. Víctor, el sereno, también la escruta y, cuando se asoma el señor silencio, vuelve
a la carga con sus pesares: “antenoche me agarraron a pedradas, señora directora. Yo andaba con el látigo y empecé a repartir azotes entre los que hacían oprobio en el escuela. Los dañinos son hermanos de chicos que vienen para el escuela (sic)”. Catedráticos del paco De 150 alumnos que egresaron de la primaria en 2014, sólo 100 entraron en la secundaria: es la generación nacida en los meses posteriores al brote inédito de desnutrición infantil que representa Barbarita Flores, la nena que en 2001 lloró de hambre ante las cámaras de la televisión. Al establecimiento que dirige Pacheco concurren 569 niños; más o menos el 60% de ellos está alfabetizado mientras que los demás experimentan dificultades serias para leer y escribir. El ausentismo es un drama crónico: muchos alumnos faltan porque carecen de calzado o porque su núcleo familiar está tan deteriorado que ningún adulto puede
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De 150 alumnos que egresaron de la primaria en 2014, sólo 100 entraron en la secundaria: es la generación nacida en los meses posteriores al brote inédito de desnutrición infantil que representa Barbarita Flores, la nena que en 2001 lloró de hambre ante las cámaras de la televisión.
sostener el proceso educativo. El gran aliciente para acudir a clases no son las matemáticas ni las ciencias ni los recreos sino la oportunidad de hacer una comida decente en el comedor que “gerencia” la cocinera Martita a cambio de alimentos para su grupo familiar. Los estudiantes presentan deficiencias graves de lectocomprensión, pero son expertos en criminalidad, conflictividad y violencia. “Nuestros alumnos dan cátedra sobre el paco”, admite Pacheco con resignación. Viven entre adictos y adicciones, sin opciones concretas para practicar deportes más allá de la escuela, que no dispone de instalaciones apropiadas para esos menesteres saludables. La situación edilicia de la Costanera Norte está más allá de lo predicable: hasta las canillas desaparecieron de los baños. Los estragos de la pasta base de la cocaína son ostensibles en esta escuela con fachada portentosa, e interior frágil y angustiante. Salir para salir “Los chicos salen a robar afuera después de haber robado a sus familias y a sus vecinos. Parece que les gusta salir a buscar víctimas a la ciudad, pero, en realidad, han sido expulsados de su medio. Y están solos”, observa el sacerdote Chávez, que se instaló en la capilla de La Costanera en 2009. El religioso asegura que la desnutrición infantil persiste pese a que la villa es una especie de “planilandia”: es decir, no faltan los subsidios sociales. “Pero la leche no alcanza para todos: de nada sirve que yo describa la situación porque a este problema hay que ir a verlo y medirlo”, opina. Entre tantas cosas que faltan, faltan los números, las
estadísticas, los datos genuinos capaces de racionalizar una realidad irracional, y funcionar como punto de partida para el diseño del hábitat digno que reclama Pacheco. Sólo se sabe lo que a grandes rasgos sabe el taxista que entró al barrio a regañadientes: que La Costanera es un exponente de la pobreza estructural. Un “desastre humanitario”, al decir de Chávez. “Yo invité al (entonces) ministro de Salud (Pablo Yedlin) a ver a los chicos en medio del barro, llenos de granos y con la pancita hinchada. Pero ese recorrido nunca se dio”, comenta Chávez, que en los últimos seis años consiguió montar un centro de tratamiento y recuperación de adictos en El Cadillal, la Fazenda de la Esperanza Virgen de la Merced. El panorama se completa con familias desarticuladas donde el hombre suele estar ausente: muchos de los drogadictos -devenidos o no en “motochorros”no disponen de una figura paterna. Son las mujeres las que suelen cargar sobre sus hombros el peso de la subsistencia y de la adversidad, como lo atestiguan las Madres del Pañuelo Negro. Si no hay para comer, la educación queda relegada. “En la catequesis es común ver que chiquitos que están en quinto o sexto grado no pueden leer o deletrean con gran dificultad”, añade el sacerdote. La ignorancia, la droga, el clientelismo político y la miseria juntos y combinados hace esclavos, según el religioso que a finales de 2015 se hizo cargo del obispado de Añatuya (Santiago del Estero). “Los ciudadanos de La Costanera no son libres, no deciden por sí mismos, no piensan críticamente”, reflexiona. Chávez cuenta que vio a una madre dando paco a sus hijos y que llegó a la
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» “Los chicos salen a robar afuera después de haber robado a sus familias y a sus vecinos. Parece que les gusta salir a buscar víctimas a la ciudad, pero, en realidad, han sido expulsados de su medio. Y están solos”, observa el sacerdote Chávez, que se instaló en la capilla de La Costanera en 2009.
conclusión de que para salir de esa adicción hay que salir del barrio: “porque es imposible caminar una cuadra sin ver chicos que están drogándose o dos o tres casas donde venden sustancias incluso a plena luz del día. La zona está liberada aunque de vez en cuando haya un allanamiento”. Considerar el valor de la vida es otra forma de pensar la pobreza. La directora Pacheco entiende que un grupo significativo de habitantes de La Costanera desconoce el significado del respeto, es decir, nunca fue tratado como persona en el sentido profundo de la palabra: “para maltratar primero hay que haber sido maltratado”. El cura Chávez afirma que la muerte circula sin tapujos: “la vida está muy devaluada. Los chicos anuncian que van a ‘corbatearse’ (ahorcarse) y no son pocos los que concretan el suicidio. No temen a la muerte, ni a la suya propia ni a la de los demás”. Prendidos al saqueo El nivel alto de abandono que exhibe La Costanera no se corresponde con la atención que ha recibido de parte del Gobierno durante la última década. Además de la escuela primaria de Pacheco, el Estado inauguró recientemente un jardín de infantes y un establecimiento educativo secundario que brinda formación clásica pese a que el lugar pide a gritos capacitación técnica en oficios que supongan una salida laboral inmediata. La secundaria era esperada como el mesías, pero la apertura de sus puertas no implicó necesariamente menos consumo entre los adolescentes que concurren a ella. También hay comedores, un Centro de Atención Primaria de la Salud, una radio (FM El Ángel David) y presencia de ONG,
además de grupos como el de las Madres del Pañuelo Negro y Ganas de Vivir, y de la capilla. Carlos Molina, ex titular de la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico (Sedronar), había prometido a fines de 2013 la construcción inminente de un centro de prevención de adicciones con salas para el encuentro, la contención y la capacitación, y un jardín, una cancha de fútbol y una pista de skate. Hubo colocación de piedra basal con la asistencia de funcionarios públicos, pero, en marzo de 2015, el proyecto valuado primitivamente en $ 11 millones seguía sin arrancar. El nuevo Gobierno reiteró los compromisos asumidos, pero 2016 terminó sin los avances anunciados, pese a que, en el ínterin, sucedió un hecho histórico: la vicepresidenta de la Nación, Gabriela Michetti, asistió a un acto político en La Costanera. El interés teórico, real o meramente testimonial del Gobierno en la villa miseria no impidió, sin embargo, que algunos de sus vecinos se plegaran a quienes salieron a saquear a mansalva durante la huelga policial del 10 y 11 de diciembre de 2013. Motoqueros desaforados se avalanzaron sobre supermercados, distribuidoras y casas de artículos para el hogar. Y el acuartelamiento iniciado durante el trigésimo aniversario de la recuperación de la democracia cesó justo cuando la horda amenazaba con entrar en “countries” y barrios privados. Aquellas jornadas hobbesianas dejaron ocho muertos, según los cálculos de las autoridades, pero en el barrio ponen en duda aquella cifra. ¿Por qué? Porque, para evitar decomisos y la persecución judicial, no todas las bajas fueron blanqueadas.
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Eufemismos aislantes A La Costanera la condena el estar al borde del río, una ubicación que, paradójicamente, en otras ciudades del país -y del mundo- atrae los desarrollos inmobiliarios más cotizados. El turista que llega a Tucumán por vía aérea se encuentra con una de las entradas al vecindario a poco de salir del aeropuerto y mucho antes, por cierto, de llegar a la plaza Independencia. Sus límites territoriales no están claros: pertenece al limbo existente entre la capital y el departamento Cruz Alta. Las fronteras difusas coadyuvaron a que nadie se hiciese cargo de transformar La Costanera, aunque, por épocas, hubo amagues del Gobierno y de la Intendencia de San Miguel de Tucumán. El hecho tangible es que este enclave caliente fue donado a los punteros que ejercen el poder de facto en “planilandia”. Entre los vecinos circula la voz de que el barrio “pertenece” políticamente a Beatriz Mirkin, senadora y ex jefa del Ministerio de Desarrollo Social.
El cura Chávez afirma que la muerte circula sin tapujos: ‘la vida está muy devaluada. Los chicos anuncian que van a ‘corbatearse’ (ahorcarse) y no son pocos los que concretan el suicidio. No temen a la muerte, ni a la suya propia ni a la de los demás’.
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» Pero no siempre fue así. La Costanera se convirtió en lo que es por muchas razones, una de ellas está relacionada con el crecimiento sin rumbo de la periferia como consecuencia del desfallecimiento de los pueblos del interior. En eso, como se sabe, incidieron la desaparición del tren, y el deterioro progresivo y consistente de la industria azucarera. Luego está la circunstancia de que a la capital se le dio por expandirse de cara al cerro y de espaldas al río. Con el tiempo, el Salí adquirió mala fama por el vertido de efluentes contaminantes y la falta de saneamiento. Esa degradación responde a una razón: nunca hubo un programa político para el río. El manoseo se remonta a la década de 1990,
cuando el entonces gobernador Antonio Domingo Bussi (luego condenado por la comisión de delitos de lesa humanidad durante la última Dictadura) desoyó a los técnicos y ordenó la construcción de complejos deportivos sobre los cauces del Salí. Tal escenario de descontrol incentivó los asentamientos ilegales de particulares. No existe memoria precisa de La Costanera antes de La Costanera del presente. Los comentarios vagos indican que primero hubo una finca y que, luego, esta se disgregó en parcelas que, a su vez, formaron un barrio relativamente tranquilo de viviendas dotadas con terreno suficiente para cultivar una huerta. Todo cambió con la construcción de la autopista de Circun-
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valación, que en los hechos implicó un cinturón. La Costanera quedó entre el río y la ruta, afuera de la ciudad, en una tierra de nadie, como diría el taxista de esta historia. La marginación llamó a la marginación hasta configurar una costra difícil de perforar y en los últimos 40 años el barrio adquirió el perfil decidido de villa de emergencia. Algunos dicen que es la más grande de Tucumán; el Programa de Mejoramiento de Barrios (Promeba) calcula que cubre una extensión de 85,6 hectáreas y que cobija a más de 3.000 hogares. Esa repartición informa que los habitantes de La Costanera están expuestos a la contaminación hídrica superficial y subterránea permanente por la falta de desagües cloacales, y a la presencia de basurales en espacios públicos y cauces de agua. Además, destaca la existencia de animales de tiro, de corrales y de roedores, y coloca a los vecinos la siguiente etiqueta: “población de recolectores-recuperadores informales”. El Promeba afirma que el 77% de los habitantes tiene necesidades básicas insatisfechas y que el índice de “calidad de la situación habitacional” en el área es dos veces más bajo (0,10) que el de San Miguel de Tucumán (0,37). Los tecnicismos a veces son eufemismos y funcionan como aislantes. Pero nadie está
No existe memoria precisa de La Costanera antes de La Costanera del presente. Los comentarios vagos indican que primero hubo una finca y que, luego, esta se disgregó en parcelas que, a su vez, formaron un barrio relativamente tranquilo de viviendas dotadas con terreno suficiente para cultivar una huerta.
más aislado que los hombres y mujeres de La Costanera, que, además de sus penurias personales, soportan “el escrache” que acarrea vivir en la zona roja del paco y la criminalidad. Los prejuicios les caen cual guadañas, como si portasen una enfermedad contagiosa. No todos se drogan; no todos delinquen; no todos tienen problemas con la ley; no todos son violentos; no todos están desocupados; no todos abandonaron a los suyos; no todos padecieron o perpetraron abusos sexuales; no todos conocen el hacinamiento y no todos son ociosos mantenidos por el Estado. Muchos enfrentan su suerte en la vía pública: lavan autos; son “trapitos”; ponen el cuerpo a la venta ambu-
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» Nadie está más aislado que los hombres y mujeres de La Costanera, que, además de sus penurias personales, soportan ‘el escrache’ que acarrea vivir en la zona roja del paco y la criminalidad. Los prejuicios les caen cual guadañas, como si portasen una enfermedad contagiosa.
lante y al cartoneo, y hacen changas. Eso sí, todos sobreviven como pueden en medio de la naturalización de aberraciones incompatibles con el imperio de los derechos humanos. Hay un dolor ineludible en el ambiente y también hay quienes han atravesado varias veces los umbrales del sufrimiento. En la escuela Costanera Norte, la directora Fátima Pacheco insiste en que el problema troncal de la villa es la autoestima de sus habitantes, que está por el suelo. Eso, desde luego, no se ve. Y como no se ve, no se siente. Y como lo que se ve golpea tanto, mejor no verlo o taparlo o esconderlo tras una fachada o hacer como el taxista y salir corriendo. Porque Argentina siempre distrae con un problema que hace olvidar el anterior, aunque este no sea necesariamente más grave. Para muestra bastan el desenlace del fiscal Nisman, y todos los sucesos, crisis, polémicas, tragedias y disputas que a lo largo de la historia postergaron la búsqueda de una solución de fondo para el fracaso comunitario multiplicado a la vera del río Salí. Se puede hacer de cuenta que esa funesta bancarrota social es un mal ajeno, pero negarla no la hará desaparecer. Al margen de la dignidad, la civilización y la justicia, La Costanera existe y está cerca.(dx)
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Dormir entre flores podridas Por Martín Dzienczarski -texto- y Jimena Montenegro -fotografías-, desde San Miguel de Tucumán*
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* Martín Dzienczarski es licenciado en Ciencias de la Comunicación y periodista. Jimena Montenegro es arquitecta y fotógrafa.
» Carlos Díaz levantó las cejas y rezongó de impotencia. “Meta, ura, matame pal pingo si querés”, gritó mientras se levantaba la campera, el buzo y una camiseta para mostrar la panza. Repitió el gesto varias veces bajo el cielo rojo, cargado, en un invierno exageradamente lluvioso y frío. Mostrar la piel es desafiar. Horacio, el “transa”, estaba tomando vino con pastillas desde hacía rato en la esquina de la entrada de Los Vázquez, el barrio que nació al lado de las montañas de residuos de lo que hasta hace diez años era el basural oficial de la capital de Tucumán. La ranchada estaba desde temprano ese día. Todos colocados, re locos. “Traéme la pistola”, ordenó el “transa” a su hija con un ademán violento de manos. “La pistola traéme que lo mato pal pingo al culiado este”, vociferó el “transa” más nuevo de la villa. Carlos (o el “Sarna”) había trabajado toda la tarde a una cuadra de la plaza Independencia. Hace dos años se recicló a vendedor ambulante. Su lugar es un cantero pequeño al lado de un lapacho inclinado en la vereda de 24 de Septiembre, pasando Laprida. Hace nueve meses los municipa-
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les lo corrieron de Crisóstomo y Congreso, cerca de la Casa Histórica. Atrás quedaron las salidas de caño, los robos, las pipas de paco, la merca y las pastillas. Cada tanto unas secas de marihuana no vienen mal, para relajar. Desde hace tres años intenta cambiar de vida. Había sido un día flojo de venta. Pagó los 10 pesos al inspector municipal (el impuesto de la media jornada) y levantó la mercadería cerca de las 21: cubiertos, cuchillos y otros utensilios de cocina; linternas; luces de emergencia; ollas y la novedad: una linterna-radio-led-reproductor de MP3 con ranura para tarjeta de memoria. “Le hago precio si quiere”, repitió hasta el hartazgo para vender algo esa tarde. Levantó, empaquetó y guardó todo en una bolsa grande de arpillera plástica. Dejó la mercadería en el depósito de un negocio céntrico, amigos de “Cacho”, el compañero con el que lucha para salir de las adicciones. Su socio en la venta. Se tomó un colectivo, bajó cerca del Mercofrut y caminó hasta la avenida Democracia, al sur de la ciudad. Cruzó el puente bajo la autopista, donde se pierde el pavimento y empieza el barro, y llegó a las 23 a la entrada de la villa. Ya no salía ese humo espeso de las chimeneas de la Empresa 9 de Julio, donde funciona el incinerador de residuos patológicos. El “transa” le tiró la bronca. Quería cobrarle “prota”. “La ‘prota’ (o ‘prepa’) se dice dentro del penal. Cuando sos nuevito, si te dejás dominar por cualquiera, si no te parás de manos, tenés que pagar la plata o te tienen de mujer. Hacerte pagar la “prota” es: ‘vas a hacer algo o te pego, te puntio o te violo’, todo eso”, cuenta Carlos. Desde hace un tiempo en Los Vázquez se cobra “prota”. El impuesto está vigente desde hace un tiempo en el barrio Alejandro Heredia y Elena Withe. Horacio forcejeó con Carlos. Le quiso sacar el celular, la billetera, la ropa… “Me han empezado a decir una banda de giladas. Me querían hacer pagar una banda de plata. ¿‘Prota’? Ni a ganchos. Desde que se la da de líder cobra ‘prota’. Me ha apretado el gil, me ha querido quitar mis cosas.
Había sido un día flojo de venta. Pagó los $ 10 pesos al inspector municipal (el impuesto de la media jornada) y levantó la mercadería cerca de las 21: cubiertos, cuchillos y otros utensilios de cocina; linternas; luces de emergencia; ollas y la novedad: una linterna-radio-led-reproductor de MP3 con ranura para tarjeta de memoria.
A ellos les calienta porque uno quiere salir de los líos”. Cuando se profundizan las crisis económicas, Policía, delincuencia y narcos, que comparten rubro, buscan nuevos horizontes. Para Horacio, un muchacho parco, rudimentario, irracional, ahora hay sólo dos opciones: le comprás la dosis o le pagás para que no te queme la casa. “Me ha dicho que si no le pagaba 500 pesos por un celular que supuestamente alguien del barrio le ha robado me disparaba. Me dio unos días de plazo”. Carlos se negó. Los changos de la ranchada, que estaban ahí mirando, le respondieron que se deje de joder. Que pague y no ande con quilombos. Al final desistió y le dijo que sí, que le pagaría, pero después. Anduvo a tientas sorteando los pozos y el barro en el camino zigzagueante a su casa. “Prefiero esquivarlo. No quiero bardear y me tengo que andar escondiendo. Si me pega, que me pegue. Mi única estrategia es esperar que el de arriba haga lo suyo a la corta o a la larga”. *** La bronca venía de antes. Tres semanas atrás, Horacio y un par de familiares fueron hasta la casa de “Yor” y de “Lilo”, vecinos de Carlos. Increparon a “Lilo” y le metieron cuatro machetazos en la cara. Otro apuñaló a “Yor”. La misma pobreza que hace que la mayoría de los niños correteen descalzos, es la que los salvó. Las cuchillas estaban desafiladas. “Lilo” sobrevivió, pese a los cortes en la cara. “Yor” la sacó un poco mejor: el puñal le rompió toda la ropa, pero la
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» punta nunca pudo penetrar la piel. Sólo lo raspó. Los dos se tuvieron que ir del barrio. “Yor” y “Lilo” asisten, junto a Carlos, a un grupo de tratamiento para adictos del Gobierno. Los psicólogos pagan de su bolsillo el transporte al barrio, están en negro y se reúnen bajo la sombra de un árbol. Hace poco más de un año surgió la iniciativa de hacer la merienda dos veces por semana para los chicos del barrio. Hay una cocina comunitaria y un comedor en la villa, pero en el merendero reciben a chicos que caen drogados porque saben cómo tratarlos. El merendero funciona en la casa de “Yor”. Horacio los atacó acusándolos de un robo que no pasó. Ellos son su competencia. Uno vende drogas a los changuitos, los otros intentan rescatarlos. “Ahora me tengo que andar escondiendo. Antes decía: que se haga culiar, nos enredemos los dos, se hagamos pingo. Lo alzaba a puñaladas, qué me viene a querer dar pavura”. Pero Carlos quiere dejar eso. Vivió un tiempo en La Costanera, y ahora vive con su guacha, Belén, al otro lado del río, en el barrio La Milagrosa. Dice que no quiere desperdiciar su progreso por un “transa” con el que hay bronca. “Pasa que ellos viven de pastillas, están aligerados todo el tiempo. Tienen la sangre de ser asesinos. Desde que salió de la cárcel por una muerte se volvió ‘transa’. Las cosas que tiene las consiguió porque los chabones del barrio le dieron. Lo ha arruinado para peor, porque antes vendía Santiago nada más (el primer transa del barrio). Lo ha arruinado bien piola”. “Piola” es buena onda, algo copado o muy bueno. Pero también es sinónimo de sarparse, de pasarse. Alguien puede ser acribillado bien piola o rescatarse bien piola. Ranchada es el lugar donde todos se juntan. Las zonas donde se ranchea son los lugares donde los grupos suelen robar. *** Al Este de la ciudad, cordones de barrios pobres fueron apareciendo por oleadas, en la franja existente entre el río y la avenida de Circunvalación. La Costanera, El Trébol, Roselló, Autopista Sur y Los Vázquez. Todas
villas más “nuevas”. Intervalos de pasillos; veredas y calzadas de tierra; ranchos; prefabricadas; casas de material, y tolderías de cartón y plástico. Barro y cumbia. En la villa donde se crió Carlos las calles angostas e irregulares rodean una laguna de agua podrida. Cuando le da el sol se pone rojiza. Cuando hace frío se pone verdosa. La Costanera se pobló a fuerza de dos oleadas: tras el cierre de los ingenios azucareros en 1966 y luego de la crisis económica de 1989. Los Vázquez era un grupo de ranchos separados desde 1995 y se volvió populoso después de 2001. La delincuencia con códigos desapareció cuando se hicieron comunes las pastillas y el paco. Se llama “ratas” a los que roban sin distinción: no importa si es vecino de la villa, maestra o un familiar. La locura radica en consumir más. Las mujeres que caen en el mismo pozo, además de vender su ropa o salir a robar, ofrecen sus cuerpos. Abajo de los puentes de la autopista viven grupos de “piperas” (dependientes de la pipa de paco): niñas de 12, adolescentes y mujeres jóvenes cobran $ 80, $ 50 o hasta $ 40 por sexo. El precio depende de la necesidad de consumir. La dosis de paco cuesta $ 10. En La Costanera también venden una dosis más chiquita a $ 5. “Como un caramelito Alka para dar vuelto”. En medio de la violencia de vivir hacinados, no tener qué comer o de los palos de la Policía, ser mujer (sinónimo de dejarse dominar) o no coger es un insulto: entre los varones y mujeres la burla pasa por gritarse “mirála a la mujer”, “vélo al virgen”, “eso es de mujercita”. De ahí vienen Carlos y su cara sufrida. *** Me llamo Carlos Alberto Díaz, tengo 23 años. Vivo hace 14 en Los Vázquez. He venido cuando tenía dos años. He venido a vivir ahí con mi vieja Graciela del Valle Díaz, que es madre soltera. Ella trabajaba como empleada doméstica cama adentro para criarme a mí. Hemos llegado al barrio sin nada, cuando hemos venido de Simoca. Teníamos una casa con nuestras cosas y a mi papá. Pero él era muy golpeador. Le pegaba y ella se can-
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só: decidió irse y hacer una vida de ella sola conmigo. Hemos venido de allá al barrio. En esa época estaba el basural. Ha conocido a una amiga que la ha ayudado y le dio lugar en su casa un tiempo. Ella iba a “cirujiar” en la basura para poder darme de comer a mí, así podamos seguir sobreviviendo. Ella hacía lo que fuera por mí. Iba pasando el tiempo y hemos logrado que un hombre nos regale un terrenito. Hemos tenido una casita de cartón, chiquita. Entrábamos los dositos solos. Cuando he empezado a tener uso de razón de la vida la acompañaba a mi mamá para “cirujiar”. Ahí fue cuando mi mamá lo conoció a Eduardo Alberto Castillo. Mi viejo. Para mí es mi vejo. Es una excelente persona porque cuando nosotros llegamos de Simoca no sabíamos qué iba a ser del destino nuestro. Dependíamos de lo que sacábamos de la basura para comer, de vender un poco de cartón y botellas. Perdí días de jardín de infantes porque no encontraba lugar para mí. Ella se juntó con mi padrastro y empezamos a salir adelante. Él me ha hecho estudiar, hemos empezado a construir nuestra casa, a edificar. “Cirujiando” nomás. Primero iba a la escuela Agustín Justo de la Vega, que está aquí en la Buenos Aires. Dejé la escuela cuando iba a la del Mercofrut. En sexto grado dejé.
A la mañana iba a la escuela. Me iba bien. A la tarde salía en el carro. Hemos llegado a tener carros, caballos. Tuvimos un montón de cosas, siempre con la vida de pobres pero con la frente en alto. Hemos llegado a vender comida, a tener un negocio en el barrio. El sueño era terminar de edificar. Todo era bien lindo, aunque el barrio siempre tuvo eso de la delincuencia y de la droga, pero no era como ahora. He empezado a juntarme con personas que no tenía que hacerlo, sabía que no tenía que hacerlo. Cuando volvía de la escuela, me iba a trabajar y cuando volvía me daban un ratito nomás para salir a jugar a la calle. Una hora y media, ponéle. Mi viejo ya sabía lo que pasaba en la calle. Él también hizo sus cosas, pero lo que hice lo hice sin que él me lo haya enseñado o contado. Después hubo una discusión. Tenía 11 años. Ellos han discutido y él le ha levantado la mano a mi mamá. Ella me ha llorado y me contó todo lo que había sufrido en su vida. Le dije esa vez que nos vayamos lejos, que lo deje. No da que sea golpeador. “No hijo, ha sido una discusión nada más”, me dijo. “Se va usted conmigo o me voy”, le dije. En ese momento pensó que estaba caliente. Estaba por cumplir 12. Me iba re bien en la escuela, era excelente alumno. Dejé la escuela en las
En medio de la violencia de vivir hacinados, no tener qué comer o de los palos de la Policía, ser mujer (sinónimo de dejarse dominar) o no coger es un insulto: entre los varones y mujeres la burla pasa por gritarse ‘mirála a la mujer’, ‘vélo al virgen’, ‘eso es de mujercita’. De ahí vienen Carlos y su cara sufrida.
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» vacaciones de invierno y me dediqué a andar en la calle. Un mes y medio, dos, anduve así. Tenía amigos piolas, más grandes que yo. Nunca he rancheado con pendejos o de mi edad. Siempre he rancheado con changos más grandes. Me acuerdo patentemente que me juntaba con un hombre más grande que yo, le dicen “Gallo”. Debe tener más de 50 ahora. Empecé a vivir con él. “Eh, loco, para qué vas a andar viviendo en la calle, que pasa esto y lo otro. Te doy lugar en mi casa. Buscáte un laburo”. Estuve un mes viviendo con él y me agarró la locura de irme a la casa de mis abuelos en Simoca. Viajé a allá y quería seguir en la escuela. Le decía a mi abuela que le pida a mi mamá que firme el pase así yo estudie en la Técnica III. Mi abuelo es bicicletero y me dio trabajo. Con once años los sábados me dedicaba a vender helado en la feria. No se dio para que pueda volver a la escuela. Estuve un año y medio en Simoca, y volví para acá con 13 años. Fumo cigarrillos desde los 9 años. Andaba siempre con un paquete de Derbys 10 en
el bolsillo. Si no, Le Mans. Eso fumaba. A los 11 años mi mamá me encontró fumando en el baño. Qué cagada que me ha dado. Me reventó la jeta porque me decía que no me había enseñado eso. Cuando volví de Simoca mi mamá me vio que andaba ahí en la calle. Volví a la casa de “Gallo”. Empecé a estar con él. Me acuerdo que el fin de semana había un 15 en la casa del “Abuelo”. Bien piola. Caímos todos para ahí esa noche. El “Zurdo” se me acercó y me dice: “eh, Sarna, vamos a fumarnos un porro ahicito”. Yo estaba de escabio. Primera vez que empezaba a andar en pedo. Ya tomaba de antes, pero tenía mis límites. Hasta ese momento sabía pensar. “Hacéme el aguante, vamos hasta la esquina a fumar el porro y volvemos a seguir escabiando. Va a estar bien piola, se te va a pasar el escabio, la vamos a ‘flashear’ bien. Las vamos a ‘flashear’ a las chinitas”. Le decía que no. “Que te hacés el virgen”, me decía. No quería, tenía miedo de cómo me pegue. “Te va a pegar bien piola”. Bueno, vamos a experimentar, me dije. A ver qué onda.
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Fumo cigarrillos desde los 9 años. Andaba siempre con un paquete de Derbys 10 en el bolsillo. Si no, Le Mans. Eso fumaba. A los 11 años mi mamá me encontró fumando en el baño. Qué cagada que me ha dado. Me reventó la jeta porque me decía que no me había enseñado eso.
Me acuerdo de eso patente. Di cinco secas. No quiero más le dije. Al ratito a todas las personas que bailaban las veía chiquititas. Me ha pegado re mal. Siempre estaban los que fumaban y los que no hacían nada. Cuando estábamos en el río, en el Salí, nos íbamos a bañar. Llevábamos para comer algo ahí. Había quedado mambeado de esa vez. “Qué piola ese mambo”, me dije. Como andaba re pensativo por lo de mi vieja, me puse a fumar un par de sequitas. “Un par de sequitas nomás, si eso es para los giles”, pensaba. Igual me he puesto a fumanchar después. Me enganché. Fumé un porro solo, quedé re loco. Tenía plata porque apenas volví, Víctor Correa, el del taller de mecánica de camiones de la entrada del barrio, me dio trabajo. Dejé de tomar y de fumar marihuana. Me puse a trabajar. Trabajaba un montón: a la mañana, a la tarde y después volvía como sereno. El hombre me adoraba una banda. Aprendí tornería. Me ha hecho estudiar un montón. Aprendí mucho de oficio. Había una chica del barrio con la que hemos sido amigos desde siempre. Hoy es la mamá de mi hijo, de Eduardito. Éramos amigos. Yaneth Soledad. Todas las noches iba a su casa a conversar con ella, a compartir algo. Amistad nada más. Ella me alzaba a mí al principio, cuando empezamos a ser amigos. Va a cumplir 30 y yo recién voy a tener 23. Las hermanas de ella eran amigas de mi mamá, nos ayudaron cuando recién llegamos a vivir en el basural. Me agarra una vez y me dice: “acompañáme que quiero ver a mi machito en el hotel de la Democracia”.
Recién estaban edificando el puente bajo la autopista por donde entrás a Los Vázquez. “Vamos changa”, le dije. Fuimos. Estábamos conversando, estaba medio embolado porque le venía a hacer el aguante con otro y yo qué, me volvía después. “Uh, se me hace que no va a venir”, tiré al aire, como para decir que vamos. Me dice: “¿no te das cuenta de que el chico que he venido a ver sos vos?”. La miro. “¿Qué te pasa?”, le digo. “Estoy enamorada de vos, Carlos. Y soy una mina grande, ya sé lo que me pasa”. Tenía 20 y yo 13. “Me he enamorado de un pendejo”. “Pero nosotros somos amigos”, le dije. Mirá la mentalidad que tenía, ¿no? “Probemos a ver si la amistad puede ser algo más”, añadí. Ni lento ni perezoso. Tenía una novia ahí de hace poquito. Ya andaba hinchando las pelotas, macaneando con chinitas. Antes siempre había fiestas en el barrio, siempre había algo para picotear. A los 12 había debutado con una alta rubia con ojos de colores. Le decía a la Yaneth que veamos qué onda. Estaba pillo, porque es una mina grande. Pensaba que iba a ser sólo un “garche” y después ya era. Pero ha pasado un mes y empezamos a andar juntos. Re metidos los dos. Re lindos esos momentos. Un mes hermoso. Dos meses, qué hermoso. Tres meses. Cuatro. Cinco: “Carlos, me quiero ir a vivir con vos”. Estaba viviendo en lo de “Gallo” y ella tenía la casa de su papá, y vivía con sus dos hermanos. Todavía vivía con ella la Silvina (su hermana), que es mi comadre hoy en día. La Yaneth sabía “cirujiar” en un carrito también. La Silvina me decía que me haga una casita al fondo. Mi compadre, el machito de la Silvina, me dijo que me iba a vender una casilla así me mude con la Yaneth y vivamos juntos. Bueno. Pasan siete meses y me dice: “Carlos, te tengo que contar algo. Estoy embarazada”. Mi mente estaba “cajeteada” bien mal. “Cómo puede ser si yo te decía que tenías que cuidarte”, le dije. Posta que así hablaba yo, tremendo. Se ha dado. “No me quiero juntar, no estoy preparado para ser padre, una persona responsable”. Así le dije. Nosotros íbamos a empezar de a poco. Se ha dado. El sueño de
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» ella era tener un hijo, pero no pudo. “Por qué será que el destino quiso que se dé con vos”, me dijo. Habíamos discutido como una semana. No nos hablábamos. Yo quería meter la bolita, pero me he peleado con la guacha. Nunca he valido un pingo con las mujeres. Siempre fui mujeriego. Nos pusimos a charlar. No sabía qué hacer. Pensaba que si me juntaba con esa guacha no iba a vivir nada más en mi vida. Es una excelente vaga, para mí, no hay mujer fiel como ella. Al pie del cañón, como tiene que ser. El único que no ha valido ni aca entre los dos he sido yo. “Bueno, le dije, me voy a hacer cargo de mi hijo y vamos a ser felices. Vamos a vivir juntos, nos amamos”, le dije. Era verdad, estaba bien enamorado. Cuando nosotros habíamos discutido más adelante, cuando estaba embarazada, parecía que íbamos a separarnos. Me había puesto bien mal. Me corté con un vidrio los brazos para escribir su nombre, que es algo que hacemos en la calle. Es una demostración de amor del ambiente. “Yo te dije al principio que no quería amar porque no quería algo serio, pero, cuando yo quiero, quiero de verdad”, le había dicho. Nos pusimos bien de nuevo. Nació mi hijito loco, mi Eduardo. Ahí había cambiado un poquito para mejor. Habíamos comprado un terrenito. Ganaba re bien en el taller loco. Ganaba $ 2,50 por hora, de 9 de la mañana hasta 21. Era el 2006. Después entraba a medianoche y salía a las 4 de la mañana. En ese tiempo ganaba piola. Me sentía capaz para decir: tengo para mantener una familia. El patrón me ayudaba, me daba ánimos. Me había enseñado a manejar. Todo bien piola. Hice una casita de machimbre para la familia, tenía mis cosas, mi tele, heladerita, cocina, cama. Éramos felices. La envidia del barrio. Parecíamos pareja perfecta los tresitos. Me desvivía mal por ellos. Cuando no había plata salíamos a “cirujear”. Nunca perdí esa maña. Al mediodía salía a “cirujear” con los caballos de mi viejo. Cuando mis papás se enteraron que estaba con Yaneth se pusieron contentos. Mi mamá me dijo que se alegraba un montón, me pidió disculpas por todo y me prometió
La Yaneth quedó embarazada de mi hija Aylín. Estábamos buscando otro bebé. Yo tenía 18. Eduardo nació cuando tenía 16. Era hermoso cuando nació mi nena. Me parte el alma porque ella nació y murió. Al mes y 29 días ha fallecido. Falleció ella pero se me ha terminado la vida para mí.
que me iba a ayudar porque ella la adora a la Yaneth. Me dijo que iba a dar todo para que seamos felices. No hay otra mujer en mi vida loco, si está la Yaneth y mi mamá no entra ninguna otra hembra con la que yo esté, loco. Todo era feliz, compadre. Volvieron los cumpleaños en familia, las fiestas. Teníamos todas las comodidades. Teníamos el sueño de edificar juntos. Mi viejo empezó a trabajar en la cooperativa de Los Vázquez, del plan Argentina Trabaja. Nosotros vivíamos bien. No nos faltaba nada. No salía a bailar. Era del trabajo a la casa y de la casa al trabajo. Compartíamos mucho con mi papá y mi mamá. Nos unimos mucho. Ha pasado el tiempo. La Yaneth quedó embarazada de mi hija Aylín. Estábamos buscando otro bebé. Yo tenía 18. Eduardo nació cuando tenía 16. Era hermoso cuando nació mi nena. Me parte el alma porque ella nació y murió. Al mes y 29 días ha fallecido. Falleció ella pero se me ha terminado la vida para mí. *** Carlos está sentado en una piedra en el fondo de la casa de Blanca Ledesma, la mamá de “Cacho”, una de las Madres del Pañuelo Negro de La Costanera. En esa casa comenzaron a hace tres años las reuniones con psicólogos de un grupo de recuperación de adictos. A Carlos le dicen “Sarna” porque cuando era chico cantaba todo el día “mi zorra yo te amé/ ni gata ni zorra ni nada/ el sarna y el perro te llaman” (la canción del cumbiero el “Perro” o Carlos Alberto López). El comedor nocturno nació de igual modo que el merendero de Los Vázquez: el objetivo era hacer algo contra los dos mayores
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problemas, el hambre y el paco. “Me hace mal contar esto, por eso trato de no acordarme”, demora la historia. Se mira el tatuaje en el antebrazo derecho: Aylín. “Sarna” había terminado de trabajar la noche del 25 de julio de 2012 en el taller. Ya era la madrugada del viernes. A las 3 pasó por la casa. Entró y Aylín estaba llorando. La alzó, la hizo jugar y la volvió a acostar. Se fue a dormir a la casa de sus padres. Se habían peleado con Yaneth y prefería dejar que se enfríen las cosas. Su mamá lo despertó llorando a las 8.30. Atrás entró su papá. -Hijo, murió tu hija. -¿Qué, mamá? Anoche estuve con ella. Estaba bien, no tenía nada. -Tu mujer está en el hospital. “Me levanté y salí de mi casa. Afuera había un montón de gente que me decía ‘lo siento mucho’. Yo no contestaba nada”, se acuerda Carlos. Volvió a entrar y fue al baño. Se lavó la cara y se miró al espejo. “Me acuerdo que pensé: qué injusto. Tenía una mirada distinta”, cuenta. Fue a la casa de Yaneth. Adentro estaban algunos fami-
liares de ella, ordenando. Tomó los documentos. “En ese momento no me hablaba con su familia. Ese día todos me hablaban. Mi papá me llevó al hospital. Iba bien fuerte. Llegué y la vi a Yaneth tirada en el piso. Me acuerdo como si fuera ayer. Me trastorna todos los días de mi vida. El cajoncito. El velorio. El entierro. Era mi hija”. *** De la noche a la mañana he dejado el trabajo. Me iba de mi casa. Le he faltado el respeto a mi mamá. A mi papá. Le he levantado la mano a la Yaneth. Había dejado de fumar marihuana a los 13. Me quería olvidar de lo que pasaba. “¿Por qué a mí?”, pensaba. “Me voy a fumar un porro”, me dije. Habían pasado tres días de que ella no estaba. Era mi hija. Está enterrada en El Jardín del Cielo, en Alderetes. El 26 se hicieron cuatro años. Soy muy sentimental, loco. No puedo pagar las cuotas de la parcela o las letras para que le pongan el nombre. ¿Sabés lo que es? Me peleé de la madre, me dediqué a tomar. Tomaba, tomaba, tomaba. Dormía en la esquina, sentado. Mi viejo me iba a bus-
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» car y me decía: “vamos a la casa, dáte un baño”. Me daba consejos. A mí me chupaba un huevo. Lo que me diga mi viejo, mi vieja, mis amigos. Me daba lo mismo. Ha sido la puta casualidad de la vida, loco, que me he enganchado a tomar pastillas. Eso fue otra cosa. La primera vez tomé Rivotril de 2 miligramos. Me tomé una tira de 12. Dormí toda una semana. He “bardiado”, hice un montón de cosas. A los cinco días me enteré de todo lo que hice. Me iba a dormir al cementerio, amanecía en el cementerio, tomando cerca de la tumba de Aylín. Iba con una caja de vino. Nos sacaban a las 18 cuando terminaba el horario de visita. Me escondía donde tiraban las flores, cuando tiran las coronas en los contenedores. Ahí me escondía y me tapaba con las flores. Me dormía entre coronas de flores podridas y, después, entraba al cementerio. Al otro día volvía caminando desde Alderetes y seguía tomando. Me juntaba con los que toman en la esquina. Tomaba alcohol con agua. Había dejado todo. El hombre del taller me buscaba en la camioneta. Yo me escondía porque me daba vergüenza. Me quedé con la resaca de las pastillas. Me despertaba la mamá de mi hijo para comer nada más. Me enteré de que fui
a buscarla drogado, de que era agresivo con mi hijo. Que había hecho cagar a mi cuñado. Que era malo. Volví a la calle y seguí tomando pastillas. Le debía plata a todo el mundo. No tenía trabajo. No sabía qué hacer. Empecé a robar. Salía a robar con un par de vagos. Armas sabía manejar de antes. Cuando era chico mi viejo me había enseñado a cuidar los animales con un 38 corto, que es alto fierro. Él se iba a trabajar de noche a buscar en la basura con mi mamá y yo me quedaba a cuidar la casa con el fierro. Tenía armas ya, un 22 corto, que fue el primer fierrito que era mío. Yo laburaba de “escruche”, que es cuando robás casas. Todos los días estudiábamos casas para entrar a robar. Laburábamos y vendíamos las cosas al día siguiente. Laburábamos en carro en San Andrés y en Tafí Viejo. Toda la plata que sacaba la usaba para drogarme. Nosotros las desvalijábamos a las casas. Entrábamos a robar almacenes de garrafas. A todos en el barrio les he vendido garrafas. ¿Sabés la guita que es? Por día laburando de caño podías ganar 7.000 pesos. A esa plata la fundía en una noche a veces, meta escabio y droga. Ahí probé merca y base. Con la base me perdí. Dormía en el río, con una colchita chiquita. Me hacía un ovi-
El viernes llegó y fui. Dije cómo me llamaba y me quedé callado. Quería seguir fumando. ‘Oh, estos chombis’, pensaba. Ha pasado un viernes, ya fui de nuevo y empecé a hablar. Me han ayudado, me han vestido. Empecé a ‘flashear’ con todos. Al grupo después lo llamamos ‘Ganas de vivir’.
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llo y me tapaba. Desconocía a mis propios amigos. Me encogía para dormir. Amanecía y seguía tomando. Siempre alcohol con agua. Si no salía a ver qué “rateaba”. O qué dañaba. Me juntaba un bolsón de botellas a la orilla del río. Vendía eso y me iba a comprar papeles. Sabía andar de ojotas, short y remera. Sucio. Medio chiflado. Hasta que un día llegó “Gaby”. Me he criado con Nicolás (el “Pinchila”), “Empanada” y “Gaby”. Ellos pensaban y me veían muy mal. El “Gaby” es de Los Vazquez y en La Costanera vive la madre. Él me dijo que ya se había rescatado. Yo me sabía juntar a drogarme con él. Salíamos a robar. Con “Gaby” y Nico andábamos de caño, laburábamos en la calle con arrebatos. No teníamos zona. Cuando andás de caño, ves un paloma y ahí nomás. No hay esquina, no hay zona, donde sea robás. El “Gaby” me decía: “eh, dejá de hinchar el pingo. A la madre no la ayuda nadie, el changuito está creciendo sin un padre a la par. Tu vieja anda mal, loco”. En ese momento me chupaba un huevo. -¿No tení 10 pesos? No seas culiao, dame, le decía. -Te doy porque sé lo que es. Pero dejo una invitación: mi suegra (Blanca Ledesma) ha traído unos psicólogos sociales que laburan con un grupo… Caéte si querés. -Ya vamos a ir. El viernes llegó y fui. Dije cómo me llamaba y me quedé callado. Quería seguir fumando. “Oh, estos chombis”, pensaba. Ha pasado un viernes, ya fui de nuevo y empecé a hablar. Me han ayudado, me han vestido. Empecé a “flashear” con todos. Al grupo después lo llamamos “Ganas de vivir”. Empecé a ir a las reuniones. El Emilio, uno de los psicólogos, es una persona que… no tengo palabras. Sin hablar de Martín, otro psicólogo tumbero (se ríe). Pasó otro viernes. Contaba mi vida, qué hacía, qué tenía. Escuchaban todos. Lloraban conmigo. Ha pasado un viernes que fui. Pasaron dos que falté. Al siguiente me fue a buscar Emilio. “Gaby” y Emilio me llevaron. Pasaba el tiempo y pensaba: “qué piola, voy a ir rescatadito y bañadito”. Fumaba de sábado a miércoles, me
quería rescatar para el viernes. *** Emiliano ya estaba controlando su problema con la cocaína. Era el de mayor progreso en “Ganas de vivir”. Hizo un curso de panadería en julio de 2013 en la escuela Obispo Colombres. No sabía que tenía que llevar insumos para trabajar en la primera clase. Cuando dijo al docente que no tenía nada, sus compañeros se rieron un poco. Cada uno prestó un poco de harina y de levadura. “Dije que era de La Costanera y que antes era adicto. Todos mis compañeros se miraron y me comenzaron a ignorar. Fue muy duro. No me insultaron, pero me sentí terrible”, cuenta. No quería volver más, pero no renunció. Los psicólogos hicieron las gestiones para emitir un programa de radio que sirviera a la vez como estrategia para la terapia en adicciones. El adicto organiza su día en torno a su adicción. Gracias al programa comenzaron a organizar la semana en torno a la reunión grupal y al proyecto de la radio. Ese rol lo ocupa ahora el comedor nocturno para adictos. Los psicólogos consiguieron un espacio en la radio comunitaria del barrio: El Ángel David y Nélida. Funciona en una pieza de la casa de Daniel Acuña. Nació como homenaje. David, uno de los hijos de Acuña, fue asesinado el 25 de diciembre de 2004, cuando quisieron robarle. Tenía 16 años y había dejado la escuela –era abanderadopara ayudar a su padre: era cartonero, igual que su papá y su mamá. El suyo fue uno de los primeros casos que ingresó a la Comisión de Familiares de Víctimas contra la Impunidad que lidera Alberto Lebbos, el papá de Paulina. Como el barrio lo acompañó en las marchas, devolvió el cariño instalando una radio clandestina que pisa la frecuencia de Radio Q en el este de la ciudad. En las paredes abundan los afiches de Atlético, y de Gilda y el “Potro”. Hay varias fotos de David cuando era niño, abanderado y con delantal. En otra pared hay un cuadro con tres billetes y una moneda de un peso: son los 21 pesos que David tenía cuando murió. El delincuente fue condenado, murió de una
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» infección en la cárcel. Acuña contó que se sintió feliz cuando se enteró. “Al poco tiempo murió mi ‘Nelly’ por una complicación en un parto que se adelantó. Puse el nombre a la radio en honor a mis hijos”. Admitió que ahí aprendió que no hay que alegrarse por la muerte de nadie. Acuña trabajó muchos años en la Legislatura, pero nunca dejó de laburar como cartonero. Al sueldo de empleado público lo dividía entre sus cuatro hijos para ayudarlos un poco. Él siempre comió de trabajar como cartonero. “Ganas de vivir” tuvo el programa dos años, pero se acabó por el conflicto entre el gobernador José Alperovich y el intendente Domingo Amaya (Alperovich eligió a Juan Manzur como su sucesor y Amaya se alió con José Cano para pugnar por la gobernación). Acuña trabajaba políticamente para Amaya. Los psicólogos sociales forman parte de un equipo de la Secretaría de Adicciones de la Casa de Gobierno. El proyecto terminó a finales de 2014. “Era muy significativo que chicos adictos retomen la palabra desde la radio. Adicto significa ‘sin dicción’, sin palabra. Fue un impacto para el chico y para la propia comunidad. Era un espacio para decir lo que todos saben, pero nadie dice”, valoraron los psicólogos del grupo. *** Cuando empecé a sentirme mejor, salió la propuesta de hacer un programa de radio con ayuda de unos chicos de APA, un medio de comunicación. ¿Yo, hacer un programa de radio? No sabía que eso era para el bienestar de “Ganas de vivir”, como una forma de tratamiento. Me acuerdo el primer programa, me sentía un virgen. No hablaba nada. Lo veía a Emiliano. También a los periodistas. A Débora, Pablito, la “Jo”, Tomy. Aprendí lo que es la comunicación con ellos. Aprendí
a hablar. Hice buenos amigos. Después me pedían que me calle de todo lo que hablaba. Empecé con el programa, pero igual me drogaba. Un día me dicen los changos: “eh, tengo una casa para que la laburemos”. Siempre pintaba algo. “Ta para que la vayamos a laburar”. ¿Cómo es la movida? “Tatatata…” me dijo. Vamos. No tengo una, vamos. Andaba “cirujiando” en ese momento. Quería laburar porque tenía en el mate rescatarme y estar bien. Quería comprar ropa, comprarme zapatillas. Ese viernes vine de la reunión y preparé las herramientas. Acomodamos todo. Salimos en bicicleta Luis, mi compañero, y yo. Fuimos a San Andrés. Fuimos. *** Estaban trabajando en el frente de la casa. Luis “barreteaba” la puerta y Carlos hacía de campana. A las bicicletas las habían escondido en el monte. “Era un rancho bien bacán. Se veía un montón de cosas por la ventana. Aquí nos llenamos. Ganamos guita bien piola”, pensaba. “Sarna” vio que venía un auto. Eran los dueños de casa. “Uh, estamos hasta la pija, vamos. Pum”. Hora de irse. Salieron corriendo. La ruta de huída era trepar una pared, correr hasta una bajada de cemento que separaba el barrio de la ruta y después al río. Carlos iba delante. Luis se cayó. Carlos volvió a alzarlo y salieron a pique cada uno por su lado. “Iba directo a buscar la bicicleta e irme”. Comenzaron a sonar las sirenas y aparecieron los reflejos de luces azules. “Se haga culiar la bicicleta. Doblé para correr directo al río. Toco el agua y ya soy yo sólo, zafo de todo”. Carlos estaba a 40 metros del río. Antes de llegar a la basura que se acumula en la ribera se le atravesaron dos motos. Uno de
‘Dije que era de La Costanera y que antes era adicto. Todos mis compañeros se miraron y me comenzaron a ignorar. Fue muy duro. No me insultaron, pero me sentí terrible’, cuenta. No quería volver más, pero no renunció.
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los policías le gritó que se quedara quieto y disparó al piso con su escopeta. Aprovechó y le dio un culatazo en la cabeza. Comenzaron a escucharse tiros, pero no eran de la Policía, sino de los “justicieros”: vecinos de los barrios que echan a los policías porque torturan a los chicos o porque no actúan contra los que deberían. “Meta, vamos ya, que si no te parás te van a matar pal pingo”, me dijo el cana. El “rati” recibió dos pedradas. “Me llevaba esposado y de las mechas. Se apuremos les dije porque al final los estaba llevando yo”. Carlos estaba empastillado. Cuando uno se coloca con pastillas, casi que no siente nada. *** Ese día en el camino, cuando veníamos charlando con Luis, hasta que se haga horario se hemo enganchado a tomar pastillas. Estaba re loco. No entendía una, chango. Lo único que dije fue: “uh, ya caí en cana…”. Me pillan a mí, subo el ripio, donde se había caído el otro y me han subido de un gambazo en el culo al auto. Era el dueño de la casa. “Hijo de puta, te voy a hacer que te pudras, gil”, le sentí al tipo cuando me di vuelta así, todo esposado. Me llevaron a la comisaría de San Andrés. Me han entrado a “verduguear”, me han puesto en bolas todo mal. Me querían pegar todos. Querían que bata la cana. ¿Quién era el que andaba conmigo? No he batido la cana. Me la he bancado bien piola. Los vagos grandes me han enseñado: vos cuando caigas en cana bancátela. Bancátela a la cagada de la Policía. Haga lo que haga usted no avise. Eso es ser choro. Bajar la cabeza y resistir golpes. Los dueños querían entrar a pegarme también. Los canas les decían que yo tenía derechos, pero me hacían re cagar mal. Me han puesto dos esposas en cada brazo, tenía moradas las manos. Me han hecho dormir de parado, esposado a las dos rejas del calabozo. Desnudo. A las 4 me llevaron al médico para que me revise. A las 7 cambió la guardia para que vaya a declarar. Me pisaban los pies. Me dejaron pelado frente a los violadores. No me gustan los policías porque hay buenos, malos
Estaban trabajando en el frente de la casa. Luis ‘barreteaba’ la puerta y Carlos hacía de campana. Las bicicletas las habían dejado en el monte. ‘Era un rancho bien bacán. Se veía un montón de cosas por la ventana. Aquí nos llenamos. Ganamos guita bien piola’, pensaba.
y bien hijos de puta. Cambió la guardia y no me olvido más: me tocó uno bueno. “Eh, por qué lo tienen así al menor, pueden tener quilombo”. Mató, pensé. Me saca las esposas, me dio de comer. Estaba de bajón. A las 8 de la mañana cayó “Empanada” con su esposa a ver cómo estaba. El que robaba conmigo me ha dejado tirado, incapaz de avisar. Me ha traído sánguches y gaseosa la mujer de Empanada. El cana me daba de comer en la boca. Estaba comiendo y me dicen que a las 11 iba a declarar. Me llevan a Tribunales, ahí estaba mi vieja sentada. Esa fue la primera vez que mi vieja supo la clase de hijo que tenía. Declaré en Tribunales y me mandaron a la cárcel de Santa Rosa de Leales. La declaración que di me favoreció un montón. No había huellas digitales en las herramientas del bolso. La gorra que han encontrado no era mía. Les decía que andaba “cirujeando”, que dormía en el río y que zarandeaba ahí, y que todos me conocían. Mentira. Encima era la primera vez que caía en cana con causa. Los dueños no tenían pruebas contra mí. Estuve varias semanas, hasta que me sacó Emilio, que puso un abogado amigo. Mi vieja iba todos los días a verme. Salí de ahí y todo el barrio estaba preocupado por mí. “Empanada” tiene todas las letras, se ha preocupado por mí. Fue al primero que saludé cuando salí. Le quería dar la mano y un abrazo. Mi mamá me hablaba por el camino: “hijo, tenés que cambiar, dejáte de joder, no te crié así”. La madre de mi hijo, a pesar de que no valía un pingo, fue a verme a la comisaría cuando recién caí preso. Le pedía a los “ratis” que nos esposen a los dos juntos.
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» ¿En cana sabes cómo cajeteaba? Pensaba cualquier cosa, me hacía la cabeza mal. Que por qué ando así, por qué estoy en cana. Cuando salga de acá empiezo a hacer las cosas bien. Me voy a juntar de nuevo con la Yaneth. Salí y le agradecí al Emilio por la ayuda. Ahí me rescaté piola. Eso fue en agosto de 2013. Ese viernes fui a la radio, todo el grupo lloraba conmigo y me dieron aliento. Dejé de consumir base de a poco. Dejé de ranchear. Empecé a vender choripanes con el hermano de “Pinchila”. Empecé a empilchar, a andar bien. No veía la hora de que llegue el viernes, así iba a la reunión. Volví con mi mujer, con la Yaneth, pero la relación ya no era la misma porque había cambiado. Me gustaba la joda, estar con varias mujeres. Para estar con la Yaneth tengo que ser fiel, no puedo engañar a la mamá de mi hijo. Mi papá me regaló una machimbrada para que viva. “Dejá de andar así, chango, a vos te amo como si fueras mi hijo”, me dijo cuando hizo el regalo. Mi mamá y mi papá se separaron. Así empecé de nuevo. Trabajar, trabajar, trabajar. Por ahí me empastillaba, tomaba porro, merca un poco. Sábado y domingo nomás. Toda la semana trabajando y a la noche a vender choripanes. Después dejé las pastillas porque me perdía mal. Peleaba con todos, me vivían haciendo cagar. Me ha
costado. Dejé la merca, después la base. Por ahí si fumo un porro. Una chala. Antes me fumaba cinco bagullos por día. Si me fumo uno ahora quedo bien pelotudo. Uno de vez en cuando, nomás. Ya la piloteaba bien piola en la radio. Me aparté de Los Vázquez un poco y estaba en La Costanera. Los de APA hicieron un documental. Quería ser periodista. Me sumé a APA colaborando como podía. Cuando se cerró la radio me dieron ganas de “bardiar”. Tuve una recaída, me empastillé de nuevo. Empecé a escribir. A contar mi historia. Después dejé de drogarme. Me propuse ser otra persona. Pasaron buenas cosas en el grupo. El periodismo y la comunicación me han despertado un poco. El periodismo es mostrar la realidad, pero piola. No es mostrar algo por un sueldo o llenar espacio. Comunicar es mostrar realidades con el corazón, hacerle ver a la gente que hay muchos que sufren. Por qué existen los negros de mierda que dicen. Por qué hay hambre. Eso me ha despertado, por eso quiero volver a estudiar, formarme, aprender a escribir mejor. Cuando me vi en un documental me di cuenta de que podía contar mi vida. Me gustaría ser un buen periodista. *** Carlos es bajo, barba espesa. Es jovial. De a momentos tiene un rictus de seriedad
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que parece inquebrantable. Es la resaca de haber vivido en la calle y la borrachera de necesidades. Deudas, anhelos, problemas, problemas y problemas. Lleva 12 años de adulto y aún no cumplió 23. Se recibió de una diplomatura como Operador Socio Terapeuta, por lo que trabaja como tallerista en el equipo profesional del Centro Preventivo Local de Adicciones (Cepla) que funciona en La Costanera. El edificio comenzó a construirse en junio de 2015, pero la obra está paralizada desde enero de 2016. La ex presidenta Cristina Fernández había anunciado en 2014 la construcción de 210 centros en el país dentro del programa Recuperar Inclusión. Se terminaron 10. “Me da bronca todo. Que no haya plata para el centro. Pero también porque puedo ayudar a otros changos, pero me cuesta ayudar a mi mamá, que es diabética y toma mucho. Antes tomaba todos los días y por día se podía tomar 10 vinos. Es más difícil de lo que uno se imagina tener un problema con una adicción”, comenta en su puesto de vendedor ambulante. *** -Mamá, deje de tomar. -Y vos, por qué te drogabas. Nunca te enseñé a que robes. A que alces cosas de otro. Qué culiao, yo hacía lo mismo que después hizo mi vieja. Ella me decía que vaya a dormir y yo la trataba mal, porque estaba de pastillas. En un momento tenía mucho rencor por mi madre. *** La casa de Graciela, donde Carlos vivió gran parte de su vida, es de material. Dos habitaciones, una sala grande integrada a la cocina y una galería amplia. Una estantería de tablas tan viejas que impresionan. Ollas y demás enseres de cocina apilados. Al lado hay una cocina desvencijada y una garrafa. Tres braseros encimados. El piso es de cemento descubierto. Una zanja de tierra apisonada cruza la sala de punta a punta. Por allí pasa el caño de un bañito que hicieron al fondo. La cloaca sale a la calle. Las habitaciones tienen mosaicos. El cableado eléctrico y de televisión cruza colgante hol-
gadamente entre los tirantes del techo. Es oscura. Afuera cantan los pájaros. Adentro está frío. Siempre el clima está peor adentro que afuera: en invierno hace más frío. En verano hierve. La casa de Graciela está llena de adornos colgados y algunas fotos. *** Graciela se miró con un amigo. “¿No hay más?”. Salieron a comprar más vino al kiosco. Carlos estaba en su pieza con su guacha Belén. Las calles eran un barrial. A los pocos pasos, Graciela pisó en falso y cayó con la rodilla sobre el filo de cemento del cordón cuneta. “Estaba machada ese día. Me vinieron a avisar unos vecinos. Llovía mucho. Había salido a comprar cigarrillos y vino al kiosco. El amigo la ayudó a pararse y ahí pensaba que tenía un golpe nada más. Pensaba que se había ensuciado. En el almacén se dio cuenta de que tenía la piel caída”, cuenta Carlos. La llevó en andas, en medio del barro, hasta su casa. A veces no entran las ambulancias ni de día. “Sarna” salió a caminar hasta la Democracia buscando un taxi. Un amigo lo encontró y lo llevó en moto. Encontró un taxi, pero no quiso entrar al barrio. Él esperó en la autopista. Carlos llevó en andas a su mamá, en medio del barrial, cuatro cuadras hasta volver al taxi. La internaron en el hospital Centro de Salud. Tenían miedo de que se le engangrenara la pierna. Como es diabética, la cicatrización era riesgosa. “Siempre pasa algo malo”, rezonga Carlos. Sin embargo, Graciela mejoró. Carlos le hizo las curaciones durante un mes. Su grupo de amigos se juntaba a tomar al lado de su cama en su casa. Le hacían el aguante, pero ella no tomaba. “Dejó de escabiar mucho. Todos los
Por ahí me empastillaba, tomaba porro, merca un poco. Sábado y domingo nomás. Toda la semana trabajando y a la noche a vender choripanes. Después dejé las pastillas porque me perdía mal. Peleaba con todos, me vivían haciendo cagar.
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» miércoles y domingos va a ver a su novio, que está preso. Se la pasa fumando y con el mate. Ha perdido todo por el alcohol. A veces no come. Cuando puedo le hago un guisito. Es complicada la vida de mi vieja, como la mía. Siempre hemos sido bien sufridos los dos. Ella nunca ha ido a abrirle las piernas a alguien por plata. Siempre ha laburado. En una época salía a buscar ropa interior al basural, la lavaba bien y después la vendía puerta a puerta”. *** Estaba cajeteado mal. Andaba muy mal, no sabía qué hacer. Tuve un intento. De la noche a la mañana querés cambiar tu vida y no se puede. Perdí a mi hija. Después perdí el amor de mi mujer. La existencia de mi hija. Era un miércoles a la tarde. Andaba re loco. Mambeado mal. Se me enganchó algo en la cabeza y empecé a cajetear. Fui a buscarla a la Yaneth a la casa. Me empezó a insultar. -Sos un hijo de puta, mirá como está tu hijo. Hacete pingo. -¿Eso querés? Agarré un cuchillo y me corté los brazos -Ite a hacerte mierda lejos, hijo de puta. Discutí con ella. Le levanté la mano. Estaba en la cocina. Agarré un cable y cerré la puerta. Hice un nudo. Puse la silla. Colgué los cables con doble pasada del tirante de la machimbrada y salté. Se me puso negra la vista. Empecé a ver manchas. Me desperté en la cama. Ella sintió que me colgaba. Me alzó las piernas. Eduardito daba alaridos. Tenía morado el cuerpo. Ella alcanzó a cortar un cable. Vino su hermano. Me levanté sin entender nada. Quería seguir fumando base cuando me desperté. -Si a vos no te importo un pingo. Hubiera dejado que te mueras pal pingo. Te has arruinado con la droga. No tenía ganas de vivir ni de seguir existiendo. *** Carlos y Belén esperan en la guardia del Hospital Padilla, el más grande de la provincia. Dos días antes trabajó hasta cerca de las 22. Recién al final comenzó a repuntar la cosa. En las villas, el azar casi siempre
Es complicada la vida de mi vieja, como la mía. Siempre hemos sido bien sufridos los dos. Ella nunca ha ido a abrirle las piernas a alguien por plata. Siempre ha laburado. En una época salía a buscar ropa interior al basural, la lavaba bien y después la vendía puerta a puerta.
desemboca en una desgracia. Se encontró con un amigo cuando volvía a su casa. Le dijo que lo acercaba en la moto. Apareció la Policía y les pidió que paren. Su amigo aceleró. Desde la camioneta dispararon balas de goma. El amigo del “Sarna” saltó de la moto y se escapó. A Carlos lo detuvieron. La moto era robada. Los policías le dijeron que lo tendrían al menos una semana. El Código de Contravenciones Policiales, una herencia de la Dictadura, permite a los policías detener indiscriminadamente y sin motivo porque no es necesario apegarse a sus artículos, muchos ahora obsoletos y contrarios a los pactos internacionales en vigor. El comisario define la pena: una suma de dinero para salir en libertad o su equivalente en días de calabozo. Es inconstitucional desde 2010, pero sigue vigente. Le hicieron firmar un papel y, finalmente, lo dejaron libre después de 15 horas. Fue al CAPS para que le revisaran la pierna. Le hicieron una curación. Fue a otro CAPS durante la mañana siguiente y le dijeron que debía hacerse ver en un hospital. Si los perdigones que recibió eran sólo de goma, el cuerpo tendría que haberlos expulsados. Hay que ayudarlo apretando, como si se tratara de un granito. Si son perdigones de goma y plomo, hay que operar. Con Belén se lleva muy bien. Los dos tienen un angelito. El de Carlos se fue hace 4 años. El de Belén, un varoncito, hace 8. Son muy compañeros. Se cuidan. Mientras espera que el policía que organiza la guardia lo deje pasar para dar aviso, Belén le aprieta la mano. Ella mira al suelo. Él aguarda sin
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Se acumulan un montón de deudas hasta llegar a fin de mes. Está dura la cosa. No te imaginás lo que es el hambre. Y pienso en mi hijo. En la madre. No puedo darle un plato de comida por día. No puedo llegar a eso todavía. Si tengo que llorar, lloro, pero no quiero volver a lo que era.
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» Cuando te sentás un segundo en la ranchada con los changos y sentís ese olorcito como a pan sacado del horno, ese es el olor de la base. El gusto es como comer algo, por eso te enamorás del sabor. Cuando abrís un bollo, ese gustito, así sabe la seca de paco. Por eso lo fumás cuando tenés hambre.
mirar a ningún lado. Carlos no pudo ir al cementerio a visitar a su hija. Se cumplieron cuatro años hace poco. Se puso triste, si no paga la deuda la pasarán al osario común. El médico ya lo revisó. Son perdigones de goma. Tiene que limpiarse con yodo y esperar que salgan. *** Se acumulan un montón de deudas hasta llegar a fin de mes. Está dura la cosa. No te imaginás lo que es el hambre. Y pienso en mi hijo. En la madre. No puedo darle un plato de comida por día. No puedo llegar a eso todavía. Si tengo que llorar, lloro, pero no quiero volver a lo que era. Antes había códigos, el que labura de caño no laburaba en el barrio. Antes era distinta la ranchada. Había vagos que choreaban para ayudar a otros. No había “ratas”. Cuando entró el paco se han acabado los códigos. Antes el paco era para los otarios. Ahora hay vagos de 50 años que andan “pipiando”. Le roban a sus hijos para poder comprar más. Antes nadie se drogaba frente a todos. Había respeto. Antes me hacía un par de pases en el baño. Con el paco fumás en cualquier lado porque no te importa nada. Estás loco por la base. Todo el tiempo es un ¿de dónde rescato otro papel? Las zapatillas. La ropa. Si lo compré a 500, te lo vendo a 40 pesos. En La Costanera sale 5 pesos la dosis chiquita, que son dos sequitas. En el resto de los barrios está a 10. Y están las gasoleras, que son tres secas bien piolas. Las otras las entreveran con cualquier cosa, hay que saber buscarlas. Se les dice gasoleras porque quedás re duro y el mambo te dura un buen rato. De las otras no te cansás nunca, y el cuerpo te pide más, más y más. Seguís igual.
Querés fumar más. Se te acelera el corazón en un segundo. Te sube la presión. Te duele el pecho. Sos capaz de matar a cualquiera, de robar a cualquiera. Nunca fui a Las Moritas, ni a ningún centro, por eso es que me siento tan bien de haberme recuperado por voluntad propia. Cuando te sentás un segundo en la ranchada con los changos y sentís ese olorcito como a pan sacado del horno, ese es el olor de la base. El gusto es como comer algo, por eso te enamorás del sabor. Cuando abrís un bollo, ese gustito, así sabe la seca de paco. Por eso lo fumás cuando tenés hambre. Tiene el olor al humito cuando abrís un bollito. Cuando lo fumás, se te acelera el corazón. Te alegrás apenas lo tenés en sangre. Son dos minutitos de locura. Es como que te echás un alto polvo. Se te afloja el cuerpo como cuando acabás. Cuando te falta, sentís que te morís. Te viene una puntada, transpirás, tiritás, te ponés nerviosísimo, te enloquecés por sentir esa locura de vuelta. Si fumo una seca de vuelta me arruino pal pingo de vuelta. Te consume. La abstinencia, esas ganas de volver a fumar un papel, es una adrenalina como cuando bajás de una montaña rusa o estás en el martillo de los campos de diversiones. Cuando la prendés, va la virulana en la punta de la bombilla, de la pipa. Untás el papel y quemás. Cuando vas chupando, se consume la base y sentís el olorcito a pan. Cuando te quedás sin nada probás “embrallando”. Quemás con el encendedor la resina, la cera que queda y lo juntás con la virulana. Untás con un embralle, con un resortecito de lapicera o un rayo de bicicleta. Ahí juntás una seca más. Ahí está todo el veneno.
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*** El sol calienta la tristeza de los ranchos cerca del río en La Costanera. Es el primer solcito de agosto. Blanca y Ángel Villagrán, un carpintero que se convirtió con los años en un referente barrial, encabezaron el grupo que tomó el centro para adictos sin concluir. Se acercaron al portón, rompieron el alambre y comenzaron a empujar. El portón cedió. Adentro están los pilares de aluminio de la estructura del Cepla anunciado tantas veces. La obra debería costar 12 millones y medio de pesos. Todos se acuerdan que hace algunos meses encontraron a José López, el ex secretario de Obras Públicas por 12 años, con 9 millones de dólares
(135 millones de pesos) en varios bolsos. Ahí había para 11 centros. Carlos llegó un ratito más tarde y se puso a mirar los carteles pegados entre las columnas. “Macri, con hambre y paco no hay revolución de la alegría”. “Hay que seguir luchando, loco. A esto lo terminan o lo tomamos nosotros y conseguimos chapas para techar. Hace años nos juntamos bajo una morera, mirá que no nos va a venir mejor estar bajo un par de chapas”. Está contento. Le queda sólo un perdigón en la pierna. Cerca del río pasan rápido unos changos camino al río. Van a drogarse. En un rato les llevarán la comida del comedor.(dx)
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