La Soledad de la Guerra

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LA SOLEDAD DE LA GUERRA José da Cruz



INDICE

La mecรกnica de la lucha de clases......................................................... 5 Noticias de papรก..................................................................................... 15 La alpargata es cruel............................................................................... 25 Hay que ganar dinero............................................................................. 33 Inteligencia para el calzado................................................................... 43 Historia en dos hoteles........................................................................... 47 El futuro asegurado................................................................................ 83 Por la causa.............................................................................................. 89 Nos otros.................................................................................................. 105 Camiones................................................................................................. 111 La soledad de la guerra.......................................................................... 119 Cuernasaga.............................................................................................. 125 Felicidad no es comer naranjas............................................................. 135



La mecánica de la lucha de clases

Para Osvaldo Dreser, argentino

La vida en Suecia se desliza como un ancho y plácido río, de ahí que haya tantos que se ahoguen. El día comienza con las novedades del periódico que confirman que éste es el mejor de los mundos posibles y por lo tanto es preferible quedarse tranquilito. Por eso, cuando vi un pequeño anuncio recuadrado me perturbé de tal modo que mi corazón pareció interpretar los Caprichos de Paganini, pero en bombo legüero. Lo que no podía ser, lo era: propaganda de ellos. No diría que no dí crédito a mis ojos, pues con lo que los pobres ya han visto tienen tarjeta abierta a entera disposición. Otra vez, ellos, en nuestra modesta ciudad. Habían llegado tiempo atrás desde la nada, remedos de Kaspar Hauser. Los conocí en un cumpleaños, aquí, en el barrio. Ella era mucho más joven que él, y él se vestía como un adolescente que hubiera ya pasado los cuarenta. Eran tirados a elegante. La elegancia que él estaba convencido de simbolizar, se combinaba en ella con una gracia algo lela, pues sonreía permanentemente y cerraba, apretándolos, los ojos. Él hablaba siempre; ella, cuando a él le hacía falta acompañamiento. En la fiestecita se apropió del papel del festejado, y nos dejó, al cumpleañero y nosotros, sus invitados, solamente como comparsas.

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—Yo —decía, en tonos de barítono— traigo aún en las retinas percepciones político guión sociales que aquí en el exilio infecundo ustedes ignoran cuando no distorsionan. Era el Sol, nosotros sus planetas, y siguió así hasta que me pareció hora de aplutonarme y agarrar órbita hasta la puerta. En mi elipse topé con un compañero sueco del Comité por Chile. —¿Es vuestro líder? —preguntó como en misa o museo, y renovó la bolita de tabaco bajo el labio superior —. —Pudo haberlo sido...—respondí, enigmático e inteligente como en novela inglesa—. Negué, sin embargo, imprimiendo un movimiento de vaivén a mi cráneo sobre el pivote de las vértebras, seguí negando con los pies, y me despedí sin dar explicaciones. Nadie me las pidió tampoco. Atravesé estacionamientos congelados, continué junto a una hilera de faroles horriblemente solitarios, subí la escalera —un hueco de ecos— y, ya en mi departamento, la doble llave me separó del mundo. La fiesta había sido un fracaso y las emociones demasiadas. Vivo solo. Los sillones se acostumbran a uno y un par de estanterías con libros dan la paz espiritual que antes solamente lograban los Rolling Stones. Tenía ante mí la imagen del intruso cortando su peroración para presentarse: —Qué tal, che. Juan Carlos Rodríguez Mac Intire, argentino, a tus órdenes. Enfatizaba lo cognaticio. Ella, la mudita, era chilena. A las once de la mañana siguiente, domingo, estaba esperando para levantarme el toque optimista y obcecado de las campanas que se empeñan en llevar a mis vecinos hasta Dios. En eso sonó un timbrazo largo, agrio, enervante, una brutal patada en la intimidad de mi cursilería. Abrí la puerta. Cuál no sería mi sorpresa, si me hubiera sorprendido.

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—¿Qué tal, che? Anoche no tuvimos ocasión, y como me dijeron que estabas escribiendo sobre los refugiados, mi caso te va a interesar. Mucho. Pasá, querida. No molestamos, ¿verdad?; dormías, parece. Afuera la vida ruge y canta. La chilenita entró primero. Me tendió una mano tibia y firme. La acepté con la derecha, mientras mi izquierda trataba de cubrir mi pijama que trataba de cubrirme a mí. Él colgó disciplinadamente los abrigos en el perchero, colocó las botas junto al calefactor y entró, triunfal, a mi salita. Eligió con la vista mi único sillón —debo confesar que el plural anteriormente utilizado era nada más que simple retórica— y se sentó. —Aquí tenés una prueba, querida, de cómo con cuatro porquerías se puede lograr un ambiente hogareño —dijo, y se estiró con satisfacción—. Los dejé solos. Acomodé las cobijas de mi cama con frustración y temor, como si cubriera a un héroe nacional muerto por resfrío. Frente al espejo del baño, mirándome a los ojos, me di una soberbia cachetada. ¿Por qué había abierto la puerta? Regresé silencioso. Las palabras ya no podían arreglar nada. Ella estaba sentada en una de mis dos sillas. Tenía alrededor de veinte años pero no daba la impresión de haber acabado de bajar a este mundo. Esa sonrisa apretada, como sus ojos... Las falsas pestañas hubieran podido ser abanicos; los aretes, deleite de tucanes. Él comenzó a hablar mientras yo preparaba un poco de café, qué más remedio. —Yo sí que me salvé en el anca de un piojo, como se dice vulgarmente. Te voy a mostrar los recortes de prensa. ¿Verdad Baby, mi amor, que tenemos un montón de recortes de prensa? Entonces vos sos uruguayo, ajá. ¿Y el libro lo vas a sacar en Uruguay o en un país donde se hagan las cosas más en serio? Yo los primeros impulsos hacia el compromiso ya los sentí en la década del sesenta,

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cuando mi sueño era ganar, acceder al triunfo que las yemas de mis dedos ya claramente acariciaban. Trataba de vencer en el Gran Premio Argentino de carretera, invirtiendo en ello todo mi tesón y parte de la cuantiosa fortuna de mi familia. La ruta era tortuosa, de tierra — ¿entendés?— el tramo entre Tingatalá y Chongogasta —lo conocés, me imagino... ¿Cómo que no conocés la Argentina, che...?—. Bue... Sigo. Fue la envidia, esa escoria humana, lo que tronchó mi carrera. Me tiraron a un precipicio. Mi auto quedó hecho pomada. No. Mejor poné ”hecho trizas”. En un golpe intuitivo entró en mi cabeza la cruel mecánica de la lucha de clases y maduré mordiendo el polvo de la derrota. Fue, para mí, como aquella famosa caída en el camino a São Paulo. Desde ese día me dije a mí mismo: ”Lito, que todo lo que hagas sea en beneficio del Hombre”, así, con hache mayúscula. Eso salió en un reportaje de El Gráfico. Te lo voy a traer. Decir que Baby lo escuchaba con sonrisa beatífica sería una lamentable falta de recursos. Su vida interior no estaba, naturalmente, a la vista, pero lo que de ella aparecía ya daba para conformarme. Descubrí románticos hoyuelos en sus mejillas. Hoyuelo, esa palabra con nombre de bizcocho; mejilla, pequeña meja. Pensé que sus brazos estarían cansados de sostener tanta pulsera. Él fumaba espesos cigarrillos negros y cada vez que aplastaba un pucho yo corría a vaciar y enjuagar el cenicero. Mi casa olía a bosque incendiado. En una de mis carreras me detuve a preparar más café y escuché que él decía con volumen apto para estadio y no para estos treinta metros cuadrados: —Un día podrías hacer una de esas sensacionales y deliciosas comidas que tú sabes, palomita tesoro, y así invitamos a nuestro nuevo amigo. —Si, Lito, cuando tú digas. —Por mí, ahora mismo. Nos están matando de hambre a puro café.

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Lo miré con expresión feroz, palabra de locutor, y vi que Baby describía círculos con el índice apuntando a su propia sien, para indicar turbadamente con ese gesto —en ella atrayente, en otros abominable— que su marido era ”así”. Por no hacerla pasar vergüenza ajena, cociné. Ella puso la mesa. Los aletazos y gorjeos de platos y cuchillos construyeron una leve intimidad provisoria, evocación de glorias ya pasadas. Como a las dos de la tarde nos sentamos a comer. Juan Carlos seguía sumergido muy a gusto en su torrente bergsoniano, pero al final del plato único condescendió a hacer un comentario: —Exceso de papas, escasez de carne, ausencia de vino. Su síntesis había sido exacta. Encendió un pestilente más. Siguió... —Los padres ricos son contraproducentes. Te ahogan... —che, no veo que anotes lo que te cuento ¿no irás a citarme mal, espero— y por eso me fui a Chile. ¿Viste la Citroneta chilena? Ese auto lo diseñé yo. Tengo una foto donde Frei me felicita. Me autoconsidero un alma inquieta. Te imaginarás que mi compromiso con la Unidad Popular fue ejemplarizante, lo digo sin falsa modestia. Cuando llegó la hora trágica se lo advertí a Allende, y él no me hizo caso, como quedó obviamente demostrado. Quienes estábamos preparados salimos a luchar. No debo explicitar aquí quién tiró abajo el helicóptero aquel con una bazuca, allá en La Reina... Decime una cosa: ¿va a haber una parte de información también, o sólo mi biografía? Fue una tarde memorable. Ella, contra el fondo oscuro de un domingo triste y de los edificios de enfrente, me llenaba de prevención: parecía que hubiera surgido en mi destino para hacerme perder una guerra más. Viejas heridas se abrían y se cerraban con facilidad terapéuticamente envidiable, según la mirara a ella o escuchara a Juan Carlos hablar de carburadores,

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antropología o chaquetas para caballero, pues sastre también había sabido ser. Cuando se fueron, ella, pequeña y redondita, me ofreció uno de sus hoyuelos para un rápido beso. La paz que llenó el ambiente fue tan súbita que puse la radio para evitarme problemas de abstinencia. El lunes que vino a continuación fue temible; fue un día en que la nieve derretida chorreaba y la cadena de montaje de la fábrica en que trabajo padecía un ataque de sadismo. Yo había dormido pésimamente, con pesadillas y livianillas. Llegué a casa, coseché el escaso correo y caí en mi sillón, durmiéndome como un ángel noqueado. Baby tomaba leche en un platito, Juan Carlos arengaba a las masas subido a un tanque de guerra y yo vagaba por Versailles. El rey tocaba una campanilla, diablos escamosos apretaban un timbre y el largo túnel crecía a timbrazos, triimbres, timbres, y me levanté como momia de película a abrir. —¿Qué tal, che? Como es hora de comer no quisimos venir con las manos vacías. Ella me alargó, armoniosamente, una bolsa de papitas. Yo no podía retorcerme las manos porque el sudor que las bañaba era una inmundicia y además las papitas se hubieran desmigajado. Tampoco podía correrme un sudor frío por la espalda, ya que toda la producción de mis sudoríparas estaba en mis manos. Ni siquiera se derrumbaba algo en mi interior, pues la demolición era completa. —Vinimos a ver el programa sobre Argentina. Todavía no tenemos teve —dijo ella—. Fue la única vez que me dirigió un período completo, con sujeto y predicado. Ante su fino ruego, por cierto que accedí a que miráramos el programa. Gauchos italianos e inmigrantes guaraníes; vacas que pasan, crisis que no; lo de siempre.

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A la luz temblonamente histérica del tubo catódico advertí que Baby tenía el negro y esponjoso cabello suelto sobre los hombros. Ayer lo había tenido recogido en un moño ¿Cómo sería mañana? Solamente plantearme la pregunta me diagnosticó un estado horroroso, pero no podía dejar de mirarla. Ella apretaba los ojos aún más que normalmente para ver la pantalla y eso aumentaba su giocondismo, si es que no era falta de dioptrías. Ni siquiera puse las papitas en un plato. Nos pasábamos la bolsa como amigos en matiné. Él no pudo refrenarse. —Ya clandestino huí hacia el norte. Allá en La Serena conocí a esta muñequita que me acompaña y nos casamos en una íntima ceremonia, no era cosa de llamar la atención por la prensa y eso. La noche que me escapé de sus garras, de ellos, estábamos en un cine y así fue que me salvé. Era una noche de luna. El Pacífico estaba frenético. Robé un bote de remos y enfilé hacia el Perú. Guiado por las estrellas, perseguido por la Marina de Guerra, justo frente al Morro de Arica, naufragué. Gané la costa a nado, como vulgar alimaña. Escondido tras rocas y tiburones contemplaba los lentos paseos de los guardias fronterizos cuando uno de ellos, solo, pasó lo suficientemente cerca de mí. Yo, que había esperado semisumergido con paciencia y ahogos, salté como un puma argentino, viejo, y con estas manos, con estas mismas manos con que ahora te lo cuento, lo acogoté. Tomé su fusil, vestí su uniforme —no; probablemente me vestí primero—. Entré en la garita y los acribillé a todos. Tenían café humeante, recién hecho. Cerré los ojos ante los cadáveres desfigurados y bebí una taza. Mi primer alimento en varios días, bajo sol abrasador y helada camanchaca. Desde entonces, mis sentimientos ante esa infusión son ambivalentes. Y así entré al Perú: armado y con uniforme chileno. Casi me matan. Un dia te voy a mostrar los diarios de Tacna: una carpeta entera de recortes.

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Todos los refugiados en este país reciben cursos de sueco. También a ellos les llegó la hora de empezarlos. Se sentaban en primera fila. La espalda de él — camisas con rombos, júpiteres y palmeras— no dejaba ver a los demás alumnos. Un día la profesora mostró el dibujo de un automóvil y preguntó a Baby qué representaba eso. —En bil —contestó correctamente Juan Carlos—. La profesora agradeció, pero volvió a dirigir la misma pregunta a su alumna. —EN BIL. Ya lo dije recién —aclaró él—. —Pero vo —lo interrumpió un comedido—. ¿No ves que le está preguntando a la Baby, le está? —Es claro que lo veo —rugió él, dándose vuelta y encarando al imprudente— ¿o te pensás que soy sordo? La Baby es mi mujer, y si contesto yo, es lo mismo. The next, please. En unos pocos meses fue centro delantero de nuestro más bien desinflado Huracán Latino Fútbol Club, cambió de barrio porque los vecinos eran provocadores fascistas, quiso conseguir pensión anticipada por incapacidad demencial pero le falló, declaró cien coronas de menos en los impuestos y lo descubrieron. Por eso, un dia en que me los encontré en el centro geográfico de nuestra vida social, el supermercado, me explicó —ojos desorbitados y escupidas al suelo— que pensaban en mudarse. —Este villorrio maldito me acongoja. Yo nací para noticia. Estocolmo, la Venecia del Norte, me espera. Y desaparecieron. Transcurrió un tiempo... Ahora este anuncio en el diario: ¡Hoy! ¡Hoy, venga a ver a Johnny, el Macho Latino, con la Infame Muñeca del Placer, en el show más atrevido de Escandinavia! Ya lo de ”más atrevido” me suena a una de sus acostumbradas exageraciones. Al final del recuadro

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aparece una frase que me ha mantenido ocupado todo el día: ¡Sea prevenido. Reserve su mesa! Creo que lo voy a hacer. Así me aseguro de que la voy a ver bien de cerquita. Él, seguramente, agregará el anuncio a su colección de recortes.

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Noticias de papá

Se despertó molesta. Sentía calor y sus sueños no habían sido placenteros. La cortina veneciana filtraba un día de sol y el departamento, pequeño y apenas amoblado, mostraba rayas de luz por pisos y paredes. Pensó, mirando el techo, que tenía tiempo exacto para bañarse, desayunar y salir para las clases. Tenía que regar —sin falta— las plantas y anotar lo que compraría de regreso, a la tarde, para poblar su diezmado refrigerador. Además —¡qué día, señor!— debía separar la ropa sucia en porciones adecuadas: esa tarde era su turno en las lavarropas del edificio, y si lo dejaba pasar sería un desastre. Vivir sola era fantásticamente interesante. Papá no la había visto ocupar el departamento, tan chico y en un barrio sin gracia, pero para ella sola. A veces, soñaba despierta con que él aparecía, repentinamente, al fin, y venía a verla y ella podía mostrarle que conservaba el viejo tocadiscos, y que se había comprado una cama más grande —se ruborizaba— y que tenía teléfono, pues en Suecia quién no tiene teléfono. Mostrarle también que la vida había seguido pasando, sin él, pero pasando, y que ella había crecido también, aunque hicieran solamente unos meses de su desaparición. ¿Tres, cuatro meses ya? Él no había sido, no era, un tipo de tener misterios, aventuras ocultas o dobleces. Algo estaba mal. Durante los primeros días, la primer semana del misterio cada quién aportó sus hipótesis intuidas, sugirió

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posibles e imposibles, creyó descubrir nuevas dimensiones a una existencia por lo demás calma y previsible. La policía se mantuvo en una misma línea para los interrogatorios: muchos de quienes desaparecen lo hacen porque quieren desaparecer. Lo dijeron claramente: —Nadie desaparece en este país así porque sí; esto no es Argentina o Guatemala. Qué ridículo pensar que hubiera tenido otra mujer, por ejemplo. Voy a comer algunas galletitas y una taza de té, nada más. El no era ni romántico ni apasionado. ¿Qué sabía? En realidad, no sabía. A lo mejor sí, tenía otra mujer. ¿Quién? Ninguna latinoamericana había desaparecido, que yo sepa, pero una sueca... No, que va, él, que apenas hablaba el idioma, que no le gustaba bailar, que siempre estaba en busca de trabajos bien modestos, cuando había alguno. Una sueca, mi papá. Ridículo. Se habrá ido de regreso. ¿Y porqué no lo dijo, entonces? Ya habían hablado de separarse con mamá. Yo lo sé, no fue necesario que me lo dijeran. Muchos se han ido. No me extraña que se haya entusiasmado con la idea de irse, y un buen día... ¿Porqué, porqué? Queso. El queso no tiene tantas calorías. Un poquito de azúcar en el té. Sólo poquito. Un plan madurado en silencio: una sueca lo esperaba en Sevilla, en Hamburgo, en el pueblo de al lado. Hoy viene Lars. Ah, este Lars. Que vivamos juntos. Está locolocoloco. A lo mejor yo también me voy. Yahora me tengo, me tengo que ir. Riego mis plantitas de tarde. Una hoja de lechuga. Sin sal. —Un plan secreto, madurado en silencio. Un problema no hablado, la desilusión de la vida diaria, el exilio aburrido y sin esperanzas ni salidas, y él, quién sabe, aprovechó una oportunidad. Adiós. No más responsabilidades. Seguramente regresó a su país. No sería el primero. Se van sin decir nada.

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—No puede ser, oficial. ¿De dónde sacaría la plata para el pasaje? ¿Usted no entiende que eso para nosotros es una fortuna, que esos viajes se hacen una vez en la vida, nada más? —Es una teoría, señora, es necesario trabajar en base a teorías. Hay dinero en juego también, un dinero que jamás se encontró. Supongo que no tengo que recordárselo. Comprobamos que no había pasajes aéreos a su nombre; pudo tomar el tren a Copenhague y seguir a España. Todos se van para España, los que se van. Estamos averiguando allá también, le afirmo que es así. Toma tiempo, es claro. Allá estará tu marido, señora. Su papá, señorita. Tu viejo, che, allá en Mallorca, bañándose ¿eh?. ¡Quién se va a creer lo de la desaparición! —Usted va a ver que un día él le escribirá. Algún día. No lo digo por consolarla, pero así es en la mayoría de estos casos. Un día, escriben; a veces desde la Legión Extranjera. El caso de su padre es un poco especial: aparentemente no tenía deudas de juego, por ejemplo. Claro que lo que tenemos que tener en cuenta es que también estuvo procesado aquí en Suecia ¿verdad? Eso no podemos dejarlo de lado en la búsqueda de una explicación. No desespere: aquí todo es legal; esta no es su tierra, aquí hay ley. ¿Qué era su tierra? ¿No daba casi igual Marruecos, Portugal o Colombia? Lo único que la ataba a ese país mítico donde la imaginación de sus padres florecía, era una forma del español que seguramente ya estaba anticuada; un dialecto fósil rellenado con sueco, con inglés a lo mejor, con quién sabe qué, mezclado con los chilenismos y uruguayismos de sus amigos, con una melodía de frase indefinida ya para siempre. Llegó “allá” y alguien comentó: —Habla como centroamericana Ella no supo qué decir. A lo mejor era cierto.

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En un lugar, sí, había nacido. Recordaba el león del zoológico, barcos en un puerto, autos tapados con fundas de lona bajo un sol de desesperación, las horribles visitas a la cárcel —una pared amarilla, medialuz, soldados— y el aire de enfermedad y silencio que aureolaban a su padre allí adentro, tanto tiempo interminable y sin embargo tan lejano. Recordó haber leído que en ocasión de grandes catástrofes algunos aprovechaban la confusión para fugarse y cambiar de identidad. Ridículo: ya me veo haciendo cola para pedir un pasaporte con una identidad que a mí se me ocurrió, porque sí, porque quise, como un par de zapatos. También en Latinoamérica se decía que los desaparecidos eran farsantes. ¿Estará, de verdad en España? Sí, podría ir a comer a la casa de mamá, pero me carga. Controla lo que como, que no engorde, uf; hoy no voy a comer nada, de todos modos, la hora del lavado se acerca. La llamo por teléfono, mejor. A veces se pone triste; siente lo de papá como una traición, me dijo. No puede estar muerto, digo, pienso, conjuro, que no, que no. Ella fue transformándose. De la desesperación pasó al silencio, del silencio a una protesta sorda, de la protesta al trabajo y más trabajo fregando escaleras. Si yo no hablo del tema, no lo toca. Es como si él la hubiera estafado, como si lo hubiera hecho por molestarla. ¿Se habrá caído al mar? A veces le gustaba ir a comprar pescado atrás del Museo Técnico, en el canal donde están las casitas de pescadores. Quién sabe, distraído, si no se cayó. A lo mejor lo tiraron al lago del parque para robarle veinte coronas, pobre papá. El día que desapareció ni siquiera había salido con dinero. Nada. No había gastado nada. Se había ido a trabajar temprano, sin despedirse de nadie pues todos dormían. En el barrio de Lindängen trabajaba de jardinero, limpiador de los edificios, un poco de todo.

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Quedó comprobado que se había puesto el uniforme y había recogido un cepillo, una pala y un atado de bolsas de papel para basura, pues aparecieron abandonados en un sótano. Según el personal del mercadito, cuando abrieron a las nueve él los saludó, como siempre, con alguna broma no contestada, y en esa media lengua bárbara que nadie alcanzaba a comprender cabalmente. —Dijo algo, no sabemos bien qué, pero se reía... El camionero de la leche también lo saludó y así declaró a la policía. Después de eso, nadie más lo había visto. —Ridículo ¿Se iba a ir a España con el overol de limpiador de MKB, la empresa dueña de los edificios? —Señora, señorita, disculpe nuestra suspicacia, pero cualquiera puede haberle prestado ropas. No es tan difícil comprarlas, además. —¿Quién le prestaría ropa? ¿El Negro Ferreira, que pesa ciento cuarenta quilos? ¿Don Ovidio, que mide un metro cincuenta? —También está el señor Antonio Medina, con quien él estuvo detenido, señora. Si estas desapariciones son arregladas, son arregladas con tiempo y calma. —Mi marido no tenía porqué actuar así. —Tenía, señora: por algo lo hizo. La gente del Sur tiene temperamento un poco violento, irreflexivo. Como policía se ven muchas cosas. Lo del banco posiblemente tenga más relación con ésto de la que usted se cree. —Él no tuvo que ver con el robo; quedó claro en el juicio que él había dado apoyo, nada más. Ya hace tanto tiempo de eso, hace tanto que nos separamos de la política. —El señor Ferreira, su amigo íntimo, sí estuvo comprometido, muy metido. Y nunca hallamos el dinero. —En mi casa no está, comisario, ustedes lo comprobaron.

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—Llevate nomás los libros que quieras. Los que no te lleves vos, los voy a tirar. No quiero nada. Todo lo de tu padre quiero regalarlo, tirarlo. Llenó una caja, dos, y las llevó a su recién estrenado departamento. Acomodó la pobre herencia recibida en su nueva biblioteca. Había empezado a leer el primer tomo del Trotzky de Deutscher. Empezado, nomás. Algunos libros tenían aún las hojas pegadas. Libros extraños a su mundo ¿Biblias, supersticiones? En la escuela jamás había oído hablar de marxismo más que como burla, insulto u obligada encarnación del mal. También estaba el Diario del Che. Un día lo abrió por curiosidad, y cayó de él una carta. Un trozo de carta sin destinatario. A lo mejor, ni siquiera era una carta. Tendríamos que ser como las palomas: cagarnos en tanto monumento. El mundo está lleno de monumentos. Estorban el tráfico. ¿Papá era un hombre sobre la tierra, más allá del hogar pobretón, el trabajo, las conversaciones secas a la hora de la cena? No hay proyecto que no dé de cabeza contra la pared. Ya probamos que es difícil abrirse paso a patadas. A la larga las puertas descangalladas a golpes se cierran otra vez. Y de golpe. ¿Quién era, fue, es papá? ¿Porqué puedo imaginarle un futuro, la decrepitud, la huida hacia el final, pero no un pasado? Canoso, flaco, casado con esa señora vergonzosa y reservada, mi madre. Viejos los dos, nunca niños. Los cuerpos quieren quedarse, buscar hombre o mujer, comida, ilusiones. No. Lo único que nos dejan es siempre ser el otro, no el igual; el otro. ¿Cómo ser el igual, el socio para lo nuevo? ¿De quién depende? Había leído la hoja muchas veces. Por un sentimiento vago de secreto y vergüenza no la había mostrado a su madre. Papá me habla. La historia y su motor. Vos, sin ninguno. El tiempo es eterno; la necesidad de héroes no.

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No sé entenderlo. Ferreira llevaba un papel en la mano donde estaba escrito ESTO ES UN ASALTO, para mostrárselo a la cajera y no tener que hablar, no descubrirse como extranjero. ¿A quién hubiera podido engañar un hombre moreno, obeso en extremo, bajo, de lacio y largo pelo negro? Su papá vigilaba la puerta de la agencia de correos, haciéndose el que conversaba con otro hombre. Medina amenazaba con una pistola, y sostenía la bolsa para que Ferreira la cargara de billetes. No hubo resistencia, nadie se atrevió a hacer nada. Otra vez policías, otra vez visitar a papá en prisiones, ser interrogada, otra vez los encierros. —Finanzas, hijita, finanzas. Un día vas a explicártelo vos misma. Allá se necesita plata, ¿sabés? Aquí sobra. Y después la mañana que nunca acabó, la tarde que aún duraba, los días de colapso, los días de locura, las lágrimas al ver la gorra aún colgada en el perchero, los zapatones. Está bien, no voy a comer, dije. Las plantas, si, las plantas. Pero un huevo duro. Un huevo duro no hace nada. Una tajada de pan negro. Después llamo a mamá y me pongo a estudiar para la prueba. Y a Lars. Que no, que no venga hoy. Lo siento, amorcito. mañana tengo que levantarme temprano, tem-pra-no. TEM-PRA-NO. Lechuga, también. ¿Çuántas calorías tendrá la lechuga? Teléfono No atiendo. Sí atiendo. Ya voy. —Hola, mami. —Lo encontraron. —¿Qué decís? —Lo encontraron, nena. —¿Quién?

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—La policía. —¿Cómo? —Está muerto, nena. Quiso girar el cuerpo, sentarse, quiso no oír, girar otra vez, abrir la ventana, sintió que se orinaba. Pensó estúpidamente en su turno para lavar la ropa. Tocaba los chirimbolos puestos en los estantes de libros. Pasaba maniáticamente la yema de un dedo por el filo de la madera. Escuchó que de algún punto dentro suyo salía un aullido agudo y todo era cierto y nada era cierto y una sombra se proyectaría en sus noches y la sombra estaba encerrada en un embudo y ese embudo tenía una sola salida y esa salida era única, no podía ser otra, era la muerte. En casa de su madre había amigos, personas de oscuro origen que nunca habían sido más que referencias vagas. La mesa de la cocina era un cenotafio: la billetera de su padre, un par de lápices, papeles arrugados. También había tazas de café, un cenicero lleno, cigarrillos. Estaban dos vecinas, amigas de su madre, con las que siempre hablaban de las mismas cosas. También, solo y en un rincón, estaba Ferreira, ese hombre anchísimo, con rebordes de grasa en la nuca. Se secaba los ojos sin disimular, ojos llenos de venillas rotas. Ella interrumpió los diálogos y abrazó a la madre, pues necesitaba ser abrazada, y se estrecharon como hacía años no lo hacían. Lloraron casi en silencio. —Estaba adentro de una tubería de ventilación. ¿Me querés explicar, metido dentro de una tubería? Muerto. Que olía mal en las oficinas, dicen. Tres meses, nena, muerto ahí. No saben de qué. El corazón, seguramente; él había empezado a quejarse, ¿te acordás?. Llamaron por teléfono y me lo largaron así, como si me informaran de que habían encontrado el paraguas que me olvidé en el ómnibus. No hay dudas, es él. Nadaba en plata, tu padre

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nadaba en plata. Dinero. Las ochenta mil coronas del robo. Todo ese tiempo escondidas ahĂ­, en la tuberĂ­a. Tu padre es un loco, nena; siempre lo dije. Era, quiero decir, el pobre.

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La alpargata es cruel

...entonces fuimos, ésta me llevó, porque ésta es bien organizada para sus cosas, a la tienda de CONASUPO ahí en Avenida Insurgentes y me compré un traje. Un traje, sí, ahí venden de todo, de todo venden ahí. Bueno, una pilcha con chaleco, un ternito azul, me acuerdo, ya era casi la hora de cerrar. Al día siguiente era la inauguración, imaginate, yo, ahí, firme como rulo de estatua. Porque lo que era de muebles yo no sabía nada, pero nada de nada, ignorante y bocabierta como un buzón. ¿Muebles? Para qué te voy a mentir. Cama, silla, mesa, otros nombres no existían para mí. Pero acepté el empleo y ahí me tenés, viejo. El Luminarol daba, daba bien eso, no vayas a creer, pero laburando por la propia nunca sabés cuando agarrás por el desvío y si te descuidás se acabó lo que se daba. Entonces al día siguiente, el día de mi debut triunfal, llegué a la mueblería un rato antes para ir entrando en caja, y me puse a ayudar con las copas, los saladitos, los ramos de flores. El dueño, viste vos, andaba como maleta de loco. Vos la conocés: la mueblería es inmensa y por eso le puso Muebledromo, qué me decís. Ahí estaba yo, entonces, y no me le iba a achicar. Corriendo la coneja ya había vivido hasta de trenzar hamacas, de hacer jaulas para pajaritos, de todo, pero cuando caí aquí en Méjico, decime, a ver, vos cómo te pensás que uno pueda ponerse a trenzar hamacas, si las hamacas trenzadas las inventaron estos... Porque los muebles, me entendés, los muebles son una profesión, así

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es la cosa. El modelo, el estilo, el acabado, la madera, uh, todo hay que saber, todo. Una profesión. Y cuando llegaron las doce una nenita cortó la cinta con los colores de la bandera. Hubo aplausos, felicitaciones y discursos, ni que fuera fiesta patria, che. La gente invitada eran un montón, los vendedores nomás ya éramos dieciocho, y por ser ese día andaban como diez mozos repartiendo cubalibres y champán a dos manos. Las existencias del negocio nos rodeaban, hacete una idea, y la gente caminaba entre los muebles, preguntaba precios, comparaba. No era un día para vender, era para otear, me entendés, para tomar el pulso. En eso el gerente se vino derechito a mí, venía con un matrimonio, él, y me los presentó. —El señor aquí los va a asistir —dijo—. Estén a gusto. Me llegó la mortaja, pensé. —Queremos ver burós en nogal —dijo la señora. Ahora sí, esta es la caída del palito, me dije. Si no fuera que este pecho ya lleva bárbaros costurones me hubiese puesto a gritar de la desesperación. Vos, tate tranqui me dije yo a mí mismo, y lo que empecé a hablar nomás, como siempre, el tipo, digo, el cliente, —¿está claro?— va y me toma por argentino. Aquello era cuando lo de las Malvinas, recordarás. Entonces con la guerra y el fútbol se largó a charlar y hablando hizo Dios al mundo, ñato. La mujer miraba los muebles y nosotros como si estuviéramos en el parque, paseándola para acá y para allá, y yo alerta como perro en bote, confiando que el caballo del panadero supiera bien el recorrido. Cuando enfiló para el dormitorio, u séase, sección recámaras, la fulana fue y abrió el cajón de una mesita de luz y ahí que va y se me prendió la lamparita: eso es un buró, y en fija que es nogal, che, me dije, pensé. La cosa es nunca recularle a la más fea. Qué te voy a decir lo que es andar en la ignominia: a la semana ya te le sabía conversar de trinchantes, bargueños, consolas; te diferenciaba el cedro de la parota, el luis quince del resto de la baraja. En la pálida hacés escuela, no hay de otra. Te

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juro, sin mentir ni lo más necesario, que lo que levanté de comisiones de venta, oíme bien lo que te digo, sin contar el sueldo, ¿eh?, en el primer mes de Muebledromo nomás, era el doble de lo que sacaba con el Luminarol... ¿Que si gerente ahí? No. En Muebledromo no; fue en otra mueblería, ya verás, ya vas a ver. ¿Te aclaro? Fue en la sucursal de Ciudad Satélite, pero entonces ya había nacido la gurisa, que como le digo siempre a ésta —¿no verdad,vieja?— la nena en vez de pan trajo un mueble abajo del brazo, eh, y ahí la tenés, linda, grandota ya la pibita, chiveando en el jardín, quién iba a decir. A veces pienso, ¿no?, qué cómo pudo irme tan bien, que casi que nací parado, podría decirse, digo yo, y que por uno que se levanta caen cientos y por eso hay que echar una mano, ¿no? Después de todo, fijate que no hace tanto que me tuve que rajar de Montevideo, y en Buenos Aires la llaga era de órdago y diga que vendía empanadas en el Once, que si no morí de hambre era porque me las morfaba yo. Miles, miles de tipos viviendo al día, la familia de arrastro, la cana pegada a los talones, qué garra, qué tiempos, uh, qué tiempos aquellos. La alpargata es cruel, en todos lados es cruel; de seguro allá en Europa también es cruel. Si uno pudiera pedir licencia de pobre y tomarse de vez en cuando vacaciones de la miseria, che, te digo, qué jauja sería este planeta. Y cuando Naciones Unidas me sacó para acá, porque yo, te aclaro, por fiaca o por boleta iba de cabeza a la fosa común por cierto, que llego acá y la conozco a ésta en el refugio, así no más llegando —¿no verdad. vieja?— y esta va y me agarra medio de entenado, con su sueldito miserable cuidando enfermos terminales, sabés, de la muerte la vida, chamaco. Yo me conseguía algunas changas, alguna cosita con gente allegada al comité, pero no pasaba nada, nada pasaba, che. Nos fuimos a vivir a un conventillo, que si a Méjico la llaman la Ciudad de los Palacios es un silogismo para no decir la Ciudad de los Conventillos, tate tranqui. Tirábamos. Parejita la yunta, tirábamos, nada más, por el filo del

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barranco. Un día me levanté a matear tempranito y a pensar en la vida, y mirando el patio gris, las hileras de puertas, la ropa colgada a secar, todo aquello descascarándose, cayéndose, voy y digo, dije, así, para mí, esto no va más, no puede ir más, hay que largarse. Agarré lápiz y papel y me avivé y le escribí al Roncadera, a Montevideo. ¿Para qué están los amigos? Él y yo vivíamos como en ósmosis, un tiempo. ¿Nunca me viste, con él, en la Plaza Libertad? Yo primero le instalaba la mesa; él llegaba con la maleta y la víbora y empezaba con el discurso para hacer la demostración. Yo daba una vuelta, y venía despacito y me paraba a ver. Sí, aquel primer otario que se paraba a mirar era este servidor, su servilleta, como dicen acá. Cuando al final del discurso, porqué qué discursos se echaba el Ronca, él iba y presentaba el Luminarol, yo iba y sacaba un rollo de mangos y me hacía el que le compraba un frasco. Y vos sabés cómo es la cosa. Si compra uno, compran dos. El cliente es atrabiliario, ¿entendés?. Compran dos y compran cuatro. Claro está que el Ronca es un as, que diga que ya está veterano. Un as. Bueno, le escribí la mera neta: que estaba varado, que estaba en la vía carretera, sin un sope, que me había acordado de él y del Luminarol y que por qué no me ayudaba a levantar cabeza mandándome la fórmula. Es que los amigos son símbolos, son como reliquias, verdad que sí. Me la mandó, qué te pensás; me la mandó, así como la ves. Con ésta —¿te acordás, vieja?— teníamos solamente una olla. Yo hervía los ingredientes, dale que suena, buscando el producto exacto, lavaba la olla, cocinábamos, y de vuelta a la fórmula. hasta que salió perfecto. Perfecto, salió: aromático, gelatinoso. Compré frascos usados, envasé una partida y salí a hacer distribución en plaza. Yo llegaba a las oficinas, pedía permiso para hacer una prueba y vos sabés cómo es la cosa. La gente está aburrida, no hay mucho para hacer, que ándele, que pásele nomás, que estamos en la hora del cafecito, que cómo no. Entonces hacía el verso de que yo venía como representante de una firma argentina —que si

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decís uruguaya no te cree nadie— de una firma argentina, repito, que acaba de establecerse en nuestro medio y a título de oferta introducción de propaganda estoy ofreciendo para todos ustedes este sensacional y moderno producto mediante el cual lograrán un perfecto bienestar sin esfuerzo alguno de su parte y lo que no es menos importante, a bajo costo. Entonces, llegado hasta ese punto, mojaba un trapo en el Luminarol. Permítame por favor que sin causarle indebidas molestias limpie la superficie de su escritorio y si usted no tomara a mal quedarse de pie un instante, higienizaría asimismo su asiento. Ahí entraba la técnica, me entendés, dale, rapidito, trapo para arriba, trapo para abajo y de vuelta, y sin asco otra vez. Yo parecía una madre, friegue y friegue todo el santo día. Porque con Luminarol todo tipo de material, madera, cuero, sintético, lucirá como nuevo, brillante y perfumado. Como decimos nosotros, Luminarol y basta: todo como el sol. El Ronca siempre aconsejaba, vos regalales algo, agachate, laburá para ellos, sobre todo si son mujeres que están acostumbradas a laburar para otros y entonces les da vergüenza, y así te los tragás como querés. Y tenía razón. Tenía razón porque el ser humano, es un decir, las personas... ¿Eh? ¿La fórmula? ¿Para qué querés, vos, la fórmula? Vieja, ofrecele más vino a éste. ¿Querés más vino, che? ¿Te gustaron los ñoquis? No, si esta para la cocina es una maga, es. La patrona tiene una mano de santo, que... Qué cosa grande, la vida. Bueno, ahí te estaba contando, que qué, que fui gerente, también. Porque resulta que mi patrón compraba y vendía mueblerías como si fuera deporte, ¿me entendés?, todo el tiempo, y en una de esas vueltas compró una ruina, allá arriba por Satélite. El Palacio del Hogar, se llamaba. Parecía un panteón. Fea, una perfidia, realmente. Y me ofreció así, derecho viejo, que había comprado otro comercio y si yo no quería quedar de encargado. A lo primero pensé que no, que en Muebledromo era el mejor vendedor, ganaba la guita loca y para qué, a veces más vale quedarse en el rincón que salir

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a pegar. pero consulté con ésta, yo siempre la consulto, y una noche estábamos acostados y voy y le digo le dije, mirá, yo no sé qué hacer. Y ésta, que es un rayo, me planteó la situación, dice, dijo ésta, agarrá, no seas ganso, esas cosas no brotan en los baldíos, vos no tenés estudios y como te digo una cosa te digo la otra. Y bueno, adentro y bailando: acepté levantar ese muerto. Porque ahí era patente que no podían vender ni un banquito. Una dejación, todo tirado así a la que te criaste, como en casa de remate. La llevé a ésta a mirar y le pregunté, vos, vieja, que tenés criterio, ¿qué harías vos? y ésta miró y me dijo, sin tintinear, plantas, plantas de hoja grande, metele muchas plantas para empezar, y poné más luces. Fue una pegada. Encalaron, limpiaron, compré spots, hacía vidriera cada quince días. La gente es igual que las moscas: lo que vieron barullo empezaron a salir de la cueva. Yo quise llamarla Muebles de la France, pero no marchó ese expediente: que con las reformas y ese nombre la clientela iba a pensar que habíamos alzado precios, opinaron, haceme el favor, hay que ser poco visionario, digo yo. Pero no di la pelea, me aguanté en el molde y salió para adelante igual. Empezamos a vender como pan caliente, te digo, sin mentir. Ahí era gerente, yo, che, si es para mearse de risa, te aclaro, en el fondo y sin ir más lejos. De risa. Y poco a poco quedé de socio. Cada desastre nuevo que compraban, ahí me mandaban a mí a parar campamento y poner la cosa en condiciones. Después liquidábamos con buena ganancia. Yo ahora viajo mucho, visito las sucursales en los estados, decido las cosas, llevo, traigo. ¿Ves el auto, allá? Ese es de la empresa. A lo mejor yo nací para vender, quién te diría. Porque sabés cómo, con el Luminarol mismo, es un decir, por ejemplo, hasta dos cargas diarias me vendía yo solito: lo coloqué también de preservador para el calzado, haceme el honor. Y de a poco compré ollas grandes, una buena cocina, nos mudamos a un departamentito... Después, hasta compré un cachilo viejo. Me hice clientela en toda la ciudad. Méjico es un mundo, es inescrutable. Así

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es, así es con la venta. La venta rinde, la venta da, la venta es lo que más da. Yo pienso: ahora lo que la nenita está grande, ahora que terminemos de pagar esta casa, ya quedamos bien, ya quedamos parados. A mí me gustaría conocer un poco, pasear. Vos que estás en Europa —¿no?— aquello debe ser bien hermoso, y tanto cumpa que anda perdido por allá y uno no ve hace años, a lo mejor estará de dios si uno los ve otra vez —¿no?— Yo pienso, sinceramente, decime vos qué pensás: ¿cómo está aquello para la venta...?

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Hay que ganar dinero

Ese año el verano fue calmo, días interminables de sol y brisa tibia, interrumpidos por las consabidas lloviznas. La mañana de aquel lunes —que había esperado con modesta alegría— estaba especialmente luminosa y cálida, apenas velada por la humedad del Sund. Los peones habían cargado un semirremolque con quinientas bolsas de cincuenta quilos de forraje, y Edwin me alabó la suerte. —Nosotros nos quedamos aquí en Landskrona, trabajando duro, y tú te vas a hacer turismo por las chacras. Había sido su idea: que yo acompañara al chofer repartidor, en vez de hacer mi trabajo en el depósito. Edwin comandaba nuestra tropa de Caballeros de la Escoba, especie de Gran Maestro de una hermandad en la que estábamos Roger, Botvid, Kenneth y yo, el extranjero. El viernes pasado había llovido, una lluvia agradable, cortada por rayos de sol y golpes de calor húmedo. Trabajamos como siempre en las plataformas de descarga. Todo estaba barrido y limpio y los silos repletos de cereales, semilla de algodón, harina de pescado y todos esos productos terrosos y hediondos que nos traen a diario. En realidad no había mucho para hacer —más bien no había nada— pero un capataz de Producción vino a hablar con Edwin y llegó con la noticia de que nos mandarían a palear trigo en el depósito anexo.

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Botvid y yo tomamos las palas y cruzamos desganados por encima de los rieles. A medio metro de la entrada, una vez pasado el portón, había una alta pared provisoria hecha con gruesos tablones que dejaba un estrecho paso por un costado: retenía una montaña de granos. Entramos, escalando el cerro de trigo, y comprendí que nuestro trabajo era tan imposible y estúpido como si nos hubieran mandado a barrer toda Suecia. Se suponía que palearíamos desde los rincones —donde el cereal no cubría totalmente el piso— amontonando material hacia el centro. El depósito posteriormente iba a ser vaciado de todos modos por palas mecánicas y nuestro aporte sería ínfimo, invisible. Contra las paredes, la montaña alcanzaba unos dos metros de altura; en el centro, cinco. Cientos, miles de toneladas habían corrido hacia allí por los transportadores adosados al techo. Clavamos las palas en el trigo y nos sentamos, medio enterrados en el grano. Por los ventiletes entraban rayos verticales de luz, corporizados en el polvo finísimo que levantábamos al movernos. Era un castigo: a la hora de trabajar hay que trabajar, no importa en qué. Botvid revolvía los granos como quien juega en la playa. Tenía unos cincuenta años, era calvo y usaba barbita en punta, a lo Lenin. Confesó que se había empleado en la fábrica esperando un puesto en el municipio. Coleccionaba estampillas —siempre me reclamaba sellos uruguayos— y escribía poemas que nunca mostró. Estaba alzando puñados de trigo y dejándolos deslizar, lentamente. Entre sus dedos pasó una mariposa muerta y empezó a hablarme del destino. Recordó que días atrás yo había encontrado en una carga de cáscaras de algodón una tarjeta sucia y arrugada del ”Sunshine bar”, de Mombasa, que ofrecía un trago gratis a quien la presentara allí, y que Edwin había sugerido que me fuera a Mombasa para no desaprovecharla, mejor aún si lo hacía

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en bicicleta, cosa de ahorrarme el pasaje. Sonreímos. Botvid sostuvo la mariposa como calavera de Hamlet y disertó acerca de que todo lleva un mensaje, que el mundo es un libro y hay que aprender a leerlo. Y este insecto muerto, nacido quién sabe dónde, traía, al igual que la tarjeta mugrienta, un mensaje del Creador, quien también había previsto que la pequeña vida se apagara, quien también había hecho que nacieran estos incontables millones de semillas y a una sola orden Suya podrían reproducirse, si los hombres les... —¿Qué hacen ahí, flojos? —gritaron desde la puerta—. Roger llegaba con otra pala y se reía del susto que nos había dado. Era nuestro delegado sindical, un jovencito pelirrojo, y estaba estudiando para presentarse al examen de admisión en la Escuela de Policía. Yo se lo había criticado y me contestó con irritacióno que ser policía era un buen trabajo, y que Suecia no era América Latina. En la penumbra del depósito su corona de pelos zanahoria perdía brillo. Comenzó a aventar trigo a paletadas para darnos un ejemplo. —Es necesario que esto quede listo hoy —comentó con seriedad que no nos convenció—. Me enojé con su obsecuencia; traté de demostrarle lo absurdo de la tarea, pero terminé también empuñando la pala. El cuarto cófrade, Kenneth, había recibido el privilegio de empujar con uno de los tractores los vagones vacíos de ferrocarril, allá en la punta del muelle. Era tan joven como Roger, pero más alto y atlético. Tenía el pelo casi blanco y la cara marcada de acné. Roger hablaba el dialecto regional, lleno de diptongos, pero Kenneth no: quien lo escuchara creería oír a un profesor de liceo o a un informativista de la televisión. Ajenos a él eran los insultos pródigos en diablos, lo primero que los extranjeros aprendemos. Un día se machucó feamente un dedo con la

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palanca de una balanza y se conformó con un “¡Usch! Duele...” Comentó, cuando nos conocimos, que trabajaría corto tiempo —Me voy a Estados Unidos a evangelizar indígenas — declaró—. Reí con ganas. Sin embargo, no era una broma. Kenneth es predicador fanático y la Biblia es su tema favorito. Siempre está contento, jamás llega tarde y su actitud de líder de boy scouts parece en ocasiones algo falsa: nadie es optimista todo el tiempo. Estacionó el tractor frente a la puerta del depósito. Entró, saludó y dijo: —¡Qué rico y calentito está aquí! En el muelle sopla un poco. — ¿No traes pala? —le preguntó el estajanovista Roger, y ya le ofrecía la propia—. —No. Vengo a decirles que Edwin los quiere ver — concluyó, y salimos con él—. Edwin —bajo, panzón, peinado con fijador el pelo grueso y lacio— decía ser casado, sin hijos, y que cada tanto vivía algunas semanas con su amante. Leía el diario más conservador; buscaba siempre discutir de política, y apostaba a los caballos. De vez en cuando tomaba pruebas de los cereales, hacía análisis de calidad y llenaba formularios. De todos modos, los análisis se volvían a hacer después, arriba, en los laboratorios. Tenía más o menos la edad de Botvid, a quien trataba con superioridad, y aludía confusamente a supuestos negocios con monedas o acciones. Me había tomado cariño y se preocupaba de explicarme todo aquello que yo, caído de la cuna, seguramente no podía entender de este país. —Mis muchachos —declamó— esperamos un barco desde Helsingborg, que habrá que descargar de urgencia en la tarde. Descansemos un poco.

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Nos acomodamos en su pequeño rincón —goza de la única ventana del local— sacamos cigarrillos y empezamos a hablar, por supuesto, sobre el tiempo. Roger decidió cortar el diálogo y plantear una pregunta que resultaría complicada. Explicó que una chica vendría a cenar a su departamento, y quería que Edwin le aconsejase qué bebidas servirle. Edwin preguntó qué hacía ella, qué intenciones tenía él, qué le ofrecería como plato principal, y recomendó finalmente determinado jerez, un vino alemán liviano con la comida y licor de mandarinas con el café. —¡Oye! Pero todo eso me va a salir carísimo — protestó nuestro sindicalista—. — Bueno. Dale leche. Está subvencionada. Después de todo, los niños no deben consumir alcohol —concluyó ofendido el Gran Maestre—. Se abrochó la túnica verde, recogió como siempre sus dos sándwiches de jamón en pan de molde y su manzana ácida, del mismo verde que la túnica —día tras día, año tras año— y se fue a buscar café al automático, pues ya era mediodía. Kenneth y yo comimos en el muelle, aunque lloviznase un poco, bajo el alero de un depósito. Las gaviotas graznaban, volando en círculos. Vimos que el barco esperado ya estaba atracando. Era uno de los pequeños cargueros de cabotaje — Dyrnæs, Likinge, Anne Bræckmann, Windö— que llegaban regularmente. El techo de los silos está a mayor altura que sus mástiles, y desde allí podía ver los marineros picando cebollas, lavando ropa y pintando el casco eternamente. Si dos personas tiraban de los cabos, centímetro a centímetro estos barcos se deslizaban a lo largo del muelle. Las grúas engullían los granos y harinas almacenados en sus bodegas y las subían hasta un embudo en el cuarto piso de la fábrica,. Mucho material caía al suelo y teníamos que barrerlo, o se apretaba en el embudo y el operador de la grúa nos avisaba a los gritos que un copete de material

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crecía y se asomaba por encima del borde. Corríamos entonces y tratábamos de desentupir el pasaje con palas y barretas, enterrándonos hasta la rodilla en ásperos polvos gruesos. Durante el almuerzo polemizé con Kenneth, quien estaba convencido de que yo era católico “porque allá todos son católicos”, y no aceptaba que mi poca fe fuera relativa. —Debes reconocer —sostuve— que para un musulmán Alah es Dios y Kenneth un infiel ¿Le negarías el derecho a adorar, si lo hace pensando de esa manera? El timbre que indicaba el final de la pausa me salvó de su respuesta. Con la descarga del barquito terminó el viernes, cerrando una semana rutinaria, igual que todas las otras. Entonces se abrió la nueva perspectiva. Edwin me llamó antes de que nos marcháramos y me indicó que yo pasaría provisoriamente a la sección de Transportes, ya que faltaba gente. Mi tarea significaba vacaciones de la escoba y la pala: una ruptura con la imbécil monotonía cotidiana donde la mayor variación era producida por el color de los granos derramados en la planchada de descarga: pardo, si era centeno; amarillo, si trigo; castaño, por la soja. Así fue que partí en un semirremolque con carga completa, a las nueve de la mañana de ese lunes y bajo un cielo y un sol que parecía que no habrían de terminarse jamás. Sentía un inocente regocijo; un sentimiento engañoso de haberme sacado la lotería. El ruido del motor era horroroso y la cabina se balanceaba todo el tiempo, como si tuviera el mal de Parkinson. Los autos nos adelantaban tan velozmente que el camión parecía detenido. Bertil, el chofer, apenas habría pasado los veinte años. Vivía en Malmö y viajaba en su coche cada día para venir a manejar camiones.

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—¿No te cansas, Bertil? —grité, tratando de hacerme oír—. —¡Qué! Ni se siente. Pura autopista, ¿entiendes? Nada, eso. —chilló el—. El diálogo era muy dificultoso; yo escuchaba la mitad de lo que él me decía, y entendía sólo un tercio, por lo que opté por cerrar la boca el mayor tiempo posible. Así llegamos a la primera granja. Enormes galpones olían a cosecha, envueltos en luz. Bajaríamos veinte bolsas. Trepé torpemente a la carga para alcanzárselas a Bertil. Todas parecían iguales, pero no lo eran. Él me gritaba cuáles debía sacar primero pero usaba nombres que yo nunca había escuchado. Las bolsas malditas se resbalaban, se rompían. El papel me resecaba las manos, me lastimaba los dedos y mi confusión crecía. Partimos otra vez. Traté de justificar ante Bertil mi poca efectividad, pero no le dio importancia y me convidó con chicles. Cuando me estiré para tomar una de las pastillas, sentí un tirón en la espalda. Faltaban aún veinticuatro mil quilos. —¿Así que te tuvieron en la jaula? —gritó repentinamente por encima del bramido del motor—. Contesté con la vaguedad que acostumbraba usar ante esas preguntas. —¿Y por eso estás refugiado aquí? —insistió, mascando, mientras saltábamos por un camino sin asfaltar —. —¿Qué tal la jaula allá? ¿Eh? ¿Te torturaron? — continuó—. Era evidente que leía los escandalosos diarios de la tarde. Traté de cambiar el tema, pero él siguió hablando solo. —¡Uf, que hay mucho problema allá abajo! Aquí sí estamos bien. Sí, estamos bien. Pero a uno le quitan todo

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con los impuestos. Políticos de mierda. Socialismo de mierda. A las doce estábamos descargando ración para cerdos en una de tantas granjas. Todas se parecían y en todas había que hacer lo mismo. Bertil miró la hora, entró al camión, sacó una caja con su almuerzo y salió caminando hacia el campo abierto. Yo quedé parado sobre la carga, con uno de los fétidos bultos recostado a las piernas y mirándolo sin comprender nada. Desde allá afuera, me gritó: —¡Tú! Mediodía. Pausa. Ven. Comida. Busqué mi merienda y lo seguí. Almorzamos a orillas de un débil arroyo arbolado y dormí, babeándome como tonto, algún minuto. No me quedaba un solo músculo sin calambres. Exactamente a las doce y media Bertil se puso de pie, volcó el último resto de café en la tierra y juntó los envoltorios vacíos. Regresamos. Metió la mano por la ventanilla abierta y arrojó las cosas sobre su asiento. Saltó al remolque, recogió una bolsa y siguió la descarga. Corrí y trepé yo también para continuar ayudándolo. A las seis y media de la tarde llegamos al último cliente, un lechero. El establo estaba automatizado. De la ordeñadora la leche pasaba por una manguera hasta un depósito refrigerado; de allí, la extraía un camión tanque cada mañana. El campesino nos mostraba detalles técnicos, mientras criticaba que no hubiésemos llegado más temprano. Hasta la bosta era recogida por dispositivos y el forraje se mezclaba también automáticamente. Las vacas eran vacas sin embargo, pero parece que tenían rendimiento excepcional —como si las exprimieran— lo que quedaba consignado en planillas. En mi asombro

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pensaba en los tambos que había visto de niño, en Uruguay. A lo mejor, allá también todo sería así ahora. A tanto tiempo y tanta distancia ¿qué podría saber yo? Mi cansancio era tan exagerado que se me nublaban los ojos; sentía los dedos como de madera; la espalda, como convaleciendo de alguna operación. Dejamos dos toneladas, las últimas dos toneladas, y partimos. Bertil manejaba a alta velocidad y me miraba de reojo. El armatoste en que viajábamos brincaba, retozaba como nunca, cual si tuviera resortes en vez de ruedas, ahora que estaba vacío. A cada momento me dormía; mi cabeza cabriolaba bailando sin goznes. Él intentaba animarme y me enseñó a usar tabaco molido debajo del labio, como se hace aquí. Podía tenerlo así, mascar chicle y tomar café a la vez —contó—. Contra el horizonte aparecieron las grúas de Landskrona, altas torres sobre la planicie. Cuando al fin entregamos el camión y fuimos a ducharnos, comprobé que habíamos trabajado cuatro horas extra. —¡Ja! Esto es cosa diaria —se jactó Bertil bajo el chorro hirviente—. Nunca acabo antes de las seis o las siete. ¡Tú! Préstame champú. Gracias. Es bueno trabajar extra. Se gana más, tú. Ustedes ganan fijo; nosotros a destajo. Pide que te pasen definitivamente a nuestra sección. Si no, se ganarán buena plata contigo. —Estás loco —contesté—. No me paso ni que me maten. ¡Vivan la pala y la escoba! Me miró con cierta sorpresa. —Es que hay que ganar dinero, tú. Eso es lo que importa —dijo, y cerró el agua—.

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Inteligencia para el calzado

Así es siempre, aquí, cuando la Feria del Calzado. Viene la gente a comprar, recorre Atenco así como usted, da sus platicaditas con uno y con otro, que sus taquitos, y terminan entusiasmándose con el pueblo. No hay como Atenco. Somos nomás así. Y yo recuerdo cuando esto era pueblo chico, cómo no, aunque hoy tengamos la misma población que Santiago, que Santiago Tianguistenco, cómo lo ve... No queda tierra ejidal que no esté construida; por la carretera pasan los camiones para México, para Toluca. Atenco progresa. Para allá para el lado de las industrias el Lerma está todo contaminado. De este lado no; de este lado todavía está bien limpio; se saca el agua; todavía se puede pescar en la laguna. Ajolotes, por ejemplo; les quita la piel, les limpia la pancita, los rellena con verdura, y a guisarlos. Y bien sabrosos que son. De ahí salen carpas, renacuajos; se dan los berros, los quelites; lo que usted le guste, pues eso hay en la laguna. Era una buena ayuda en épocas de hambre: era un socorro. Antes, cuando teníamos vacas, me iba a cortar pasto todos los días, remando en la artesa. Volvía a veces con tamaña carga que me quedaban apenas cinco centímetros de bordo. así tantito, sobre el agua. Casi que no podía remar. El Lerma engaña; se lo ve así muy tranquilo, pero el Lerma sabe crecer bien feo cuando llegan las aguas. Una vez se vino el turbión y que me pasó a llevar con todo y pasto, y a nadar no más. Ahora ya no tenemos vacas; cultivamos; tenemos la milpa, y acelga, chícharos tenemos. Todo da aquí, bien bonito da:

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verdolaga, calabaza. Hay agua: verdura no falta, y si no, el vecino presta. Esto no es ciudad grande; la gente se conoce. Mis mejores amigos —usted no va a querer creer— son los viejos. Yo me doy mi plática con los viejitos. Que voy con mi grabadora y les digo ”no se vaya a molestar, pero quiero que me cuente cómo era el tiempo de antes, si no se ofende”. Y entonces me cuentan cosas de los casamientos, de cómo los hacían trabajar a lo bruto, del hambre y las necesidades. A mí me gusta la música, y hacemos muchas fiestas, y en las fiestas por ejemplo un suponer viene un amigo y me discute que esto era así, que no, que era de este otro modo. Entonces digo ”no, porque yo sí sé” y les hago escuchar alguno de los casetes que tengo, donde los viejos cuentan la verdad. La gente se admira de lo que yo investigo, porque yo investigo, y sé que lo que tengo es valioso. Ya anduvo por ahí alguno queriéndome comprar las grabaciones, que para hacer un libro. Pero yo, no señor. Son mi orgullo y las quiero para mis hijas; para que mis hijas cuando sean grandes sepan cómo eran los tiempos de antes, el Atenco de antes. Así soy yo. Siempre viví aquí y aquí vivirán ellas y a lo mejor aquí vivirán mis nietos. ¿Qué más se puede pedir? Aquí tenemos todo: tenemos la naturaleza, tenemos los zapatos. Cada año en la Feria esto es pura fiesta, como lo ve ahora. Se vende bien. Y le voy a decir que fue mi abuelo el que empezó la industria aquí en el pueblo. Él mismo le fue enseñando el oficio a algunos muchachos; cada uno puso después taller y ahora hay todo aquí mero. Él tenía que traerse las pieles, las tinturas, las herramientas, ¿cómo si no? Más de sesenta talleres, hay. Después de León Guanajuato estamos nosotros; San Mateo Atenco es el segundo productor de calzado en la república, señor, para que usted vea. El producto es hecho a mano; casi todo se hace a mano. Las máquinas son pocas, son caras; no hay mucha máquina aquí. Por eso vienen las fábricas grandes a querer llevarse a la mejor gente. Mandan a los químicos biólogos, que vienen a ver, por lo del control de calidad. Andan todos atrás de lana, que en

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Atenco hay lana, hay buen dinero para el que lo quiere ganar. No sobra, no señor, pero Atenco no es pueblo pobre; el que quiere, le hace la lucha. Cuando yo empecé pegaba suelas para un taller. Me levantaba temprano y salía a entrenar con mi bicicleta —la tengo todavía: una Benotto de diez cambios, la sostiene con un dedo— y pedaleaba cuarenta o cincuenta quilómetros en la sierra. Después volvía, mi mamá me esperaba con el desayuno, y me ponía a trabajar. Había días que pegaba ochenta pares; a siete pesos el par, calcule. Se ganaba bien, muy bien. Y cuando mis hermanos quisieron abrir un taller, bueno pues, les dije, entonces órale, y allá vámonos, duro. Empezamos de a poco; ahora tenemos hormas de todos los modelos, que boludas, que de punta, que de dama y de caballero. Todos los modelos. Somos seis en la producción. Mi papá también trabaja con nosotros. Él lleva a vender a Toluca, pero allí lo mejor es el tianguis de los viernes. Cómo se vende, los viernes. Porque la Destroyer, la Tres hermanos, todas esas zapaterías pagan poco, poquito pagan. Venden nuestros zapatos y no quieren decir que son de acá. Después viene la Canadá, por ejemplo, y hace la propaganda que ellos mismos los producen. Me da la risa. Es que hacemos buen zapato. ¿Ve los que traigo? Buena piel, buen acabado. ¿Sabe cómo está fijado el tacón? Tres clavos. ¡Sólo con tres clavos! Firmes. Atraviesan todo. Son productos muy perfeccionados, estos zapatos. Se maltrataron el otro día, en Chalma, que fuimos a una manda para que hubiera buena venta y es mucha piedra suelta, mucho caminar entre las piedras para llegar al santuario. Son acolchonaditos, livianitos; yo tengo inteligencia para el calzado. Voy y miro lo que hay y me pregunto ¿qué me gustaría? Entonces vengo al taller y lo hago. No me equivoco: mis creaciones son un éxito. Una vez cacé en la laguna una víbora de dos metros de largo. Le saqué la piel y en una tenería en Zinacantepec la dejaron finitita, un guante de seda. Me hice unos zapatos chulísimos; tanto así que el día que me los puse vino un

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cuate y que ya, que que me los quería comprar. Él, que que me daba tres y medio y yo que que no, que dame cinco mil. Eso es lujo: si quiere, que pague. Y los compró. Así soy yo. Anoche nomás, que no podía dormir, pensaba que para la navidad se puede hacer una bota de mujer como flor. Como si fuera una flor, ¿me entiende? El caño, la pierna de la bota es la flor; los pétalos de la flor. Y el pie es el tallo, el tronquito. Entonces, la bota entera es una flor. Bien pintada y perfeccionada; una bota elegante. Va a ser un éxito. Y pensando, así, pensando en la noche, se me ocurrió otro modelo. Es sensacional. Hoy ya merito me voy a poner a diseñarlo. Mire usted mi idea y mi intención: un zapato de plataforma con tacón bien alto, grueso, así tanto, tres dedos. El tacón va a ser hueco, cosa de llevar pilas adentro; pilas, baterías de linterna. Alrededor de la suela, bien gruesa también, va a tener foquitos, todo alrededor, que uno los puede encender o apagar cuando quiera. ¿Se imagina para ir a un baile, a un centro nocturno? Una atracción en calzado. Piense nomás un grupo musical en el escenario, todos con botas a medio muslo, plateadas o doradas, con los focos encendidos. Padre, padrísimo. Yo me doy mucho estudio: es seguro que ese modelo se impone. Me voy a hacer un par y me los pongo. Así la gente los conoce, preguntan, y a esperar nomás los pedidos. Eso es. Novedades de diseño. El diseño es mi arte. Yo, en realidad, quiero salirme de la producción. Por eso empecé también a vender artículos para las tiendas: puntillas, hebillas, cinturones; se gana con eso. La producción cansa; hay que ir buscando cómo vivir mejor; hay que asegurarse el futuro. Pienso en el día que yo les falte a mis hijas. El tiempo pasa; ya estoy grande... A veces, hasta me siento viejo. Este año cumplí los veinticuatro.

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Historia en dos hoteles

Luchita, mi esposa, también trabajaba en el Supermotel Cinco Estrellas Eduardo Inn. Yo, en realidad, soy artista plástico, pero en espera de Justicia acepto tareas menores en lo que sea, por ejemplo ejercitar la pluma rememorando mi pasado. Estábamos encargados del establecimiento y por eso nos domiciliábamos allí con nuestros cuatro hijos: dos niñas, Tierra y Agua, y dos varones, Aire y Fuego. El propietario era muy flaco y le gustaban las mujeres de rodillas separadas. Una tal ex de Martínez lo tenía loco y venía a visitarlo. Siempre se la llamaba “señora”: Violeta la estenógrafa en forma natural, Luchita porque se lo impusieron las circunstancias, Pacorro el jardinero por no cuestionarse, las planchadoras y camareras por burla, yo por distraído, y Eduardo “Inn” por hacerse el disimulado. En la mañana del primer día del drama —por que lo fue— que paso a relatar, ella vino con él hasta Recepción y el amo, seguramente por su causa, nos quiso impresionar con una postal llegada por el correo. —¡Qué interesante! —dijo, exaltado— Me escribe un amigo, vean aquí, que vive en Garmisch Partenkirchen, un arquitecto que conocí en Cortina D’Ampezzo en la temporada de 1978. Mostró la fotito, que tuvimos que pasarnos —“¡Oh!” de las patizambas Violetita y de Martínez— y dije: —¡Ah, Eduardo! Ya que mencionas cortinas indicaré que las del 308 presentan huellas indelebles de

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quemaduras de cigarrillo y si me dejas dinero enviaré a por otras. Si, ahí principió el final. —¿No te interesa lo que estoy contando? —dijo, y tiró la postal a un canasto rotulado Correspondencia por despachar—. Subió enérgicamente hasta el tercer piso y bajó medio envuelto en las cortinas. Pelado y flaco, parecía Julio César bajando la escalera del Rubicón, antes de lo de la puñalada. En la tarde lo vi, detrás de la puerta ventana que separaba su hogar del camino de entrada para autos hacia el jardín y la piscina, zurciendo hacendosamente. El segundo acorde de la obertura final fue con ruido de cuchillos. Eduardo decía siempre que si tenía algo de riquezas era porque sabía administrarlas. Los ricos no tienen dinero —dijo— sino capital, que no es más que una entelequia. Ser rico es un llamado, una vocación, y no simple moco de pavo, es decir, algo vulgar como la mucosidad producida por esas gallináceas cuya cabeza y cuello están cubiertos de carúnculas. La fortuna de la familia había sido cimentada por el abuelo —de inmigrantes manos vacías, mas no yermas— creador de emporios ferreteros. Pero este acorde con puñales, queridos oyentes, comenzó con un abortado intercambio de opiniones. Resulta que la televisión estaba en una piecita oscura, amoblada con duras y viejas sillas de respaldo parado, pues Eduardo sostenía que los sillones cómodos fomentan la estolidez. Además, tales muebles disminuían sensiblemente el afán de seleccionar una porción de la oferta de programas y consumirla. Pues bien. Un huésped estaba mirando las noticias extra con la invasión a Granada, pero se le ocurrió cruzar el corredor hasta Recepción para decirme; —Ojalá nos invadieran a nosotros también y así terminaban con este país corrupto y podríamos gozar de una vida de verdad como la de ellos.

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—¿De los granadinos? —pregunté con intencionado y palmario sarcasmo—. Me consideró necio —nunca logré impresionar con la perfidia— y empezó a explicarme que quienes habían construido algo tan maravilloso como Disneylandia merecían toda su admiración y respeto. En eso llegó Eduardo. Enderezó calendario por calendario, cuadrito con flores por cuadrito con flores, cartel de prohibido por cartel de prohibido, haciéndose tiempo para gozar de mi silencio cortado y culpable. —No deberías exaltarte —me dijo, y pidió disculpas al huésped—. Constato además que te sobra el tiempo, por lo que será mejor que se quede Viole a cargo de recepción y tú vengas conmigo. Viole chupaba un lápiz y miraba por la ventana, contenta de que me hubieran tapado la boca, sucia de política sucia. Asintió mudamente y se arregló el pelo. El cliente le preguntó si tenía el horario de los trenes hacia la capital —servicio que el hotel perfectamente podría ofrecer, ya que los dan gratis— y ella dijo que no, y que lamentablemente, tampoco tenía tiempo de evacuar consultas. Hipnotizado por la sonrisa de Eduardo lo seguí por el corredor encristalado que, paralelo al camino de entrada, llevaba a la 01, 02, 03, 04, 05, 06, 07, 08, 09, 10, y finalmente a la escalera del desván. Subimos los tres pisos, él detrás mío y con la mitad de mi esfuerzo pues el paseo hasta el cadalso para el verdugo es habitual, no para la víctima. Debajo del techo todo era un horno, lleno de calor y hedentina de pájaro muerto, murciélago y escorpión, cucaracha y ratas del desierto. Un olor buscando metáfora; olor que desde entonces acompaña mis horas de delirio. —Estoy pensando en abrir un restaurante —comunicó —. En estas cajas hay cuchillería de cuando abuelito tenía comercio, pero está un poco oxidada. Papel esmeril hay,

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también. Limpia bien unos cuantos juegos y después los pueden usar con tu familia, así vemos si sirven. Hasta luego. Esperé que sus pasos dejaran de sonar y me senté sobre un baúl cuidando de no ensuciarme mis —únicos— mejores pantalones. Eduardo podía andar de camisa vieja, y sus vaqueros no eran de esos que cuestan más que mi sueldo, no, eran nacionalitos y más de un cliente lo tomaba por empleado del hotel, lo que lo llenaba de satisfacción. En mi encierro mazmorroso imaginé —buen preso— que podría haber sacado un cigarrillo y fumado, pero no fumo. Las maderas crujían al calor, mi humo hipotético subía hacia el tragaluz que iluminaba el depósito y sentí que me ahogaba, pues poco era el aire y más, cargado de nicotina. Me paré sobre el baúl y abrí el ventanuco infame y saqué la cabeza, un náufrago emergiendo. No sé si me metí en un horno o salí de él, pero ahí estaban los montes azules hacia el norte, el valle largo como si llegara hasta algún mar, cincuenta iglesias y trescientas cantinas esperando ser pintadas por mi mano, y yo aquí, puro intelecto en mi relación con el mundo, pura carne hirviente en mi relación con los cuchillos, retrasando el momento de ir a enloquecer con el esmeril las partículas de óxido. En este caso, más que partículas, partazas. Con uno de los cuchillos mantuve abierta la ridícula ventileta para que los efluvios podridos y miasmáticos del desván no me atafagaran, y comencé a ofrendar mis recursos energéticos, dale que suena con la lija. Ni que decir que los famosos cubiertos eran especímenes tan degradados que las cucharas, de usarse, darían a la sopa gusto férrico o ferroso y los iones danzarían en el plato. Lentamente se hicieron las doce, hora de que mi mujer tomara el turno en Recepción. Los elementos, además, llegarían de la escuela y me tocaba alimentarlos. Vivíamos en una casita a los fondos, parte del local de las planchadoras, la lavandería, el taller

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—un mugrero— y el garaje. Nuestro mobiliario propio eran dos juegos de cuchetas para los pequeños. El resto pertenecía a Eduardo: amplias camas de cemento con colchón de resortes —prácticos muebles de ingeniero que no había que barrer por debajo— y lo necesario para cocinar y comer. La casa era marrón. Todo en el hotel está pintado de color humus telúrico: las puertas, los marcos de ventana, las armazones y lámparas de jardín, los bancos alrededor de la alberca, los muros que cierran la propiedad y el portón de ingreso. Achocolatada es también la carpintería de la casa del patrón. Para dejarlos organolépticamente satisfechos, diré que los pisos son de baldosa roja y las paredes —por encima de un zócalo marrón de un metro de altura— son blancas. Un friso —adivinen de qué color— corre como marquesina por el borde de los techos y en éstos se alternan metales y cemento, dos aguas y azoteas, según épocas, ampliaciones y propietarios anteriores. El estilo arquitectónico de los edificios es funcional tercermundo. El único lujo estético permitido es la nombrada galería que empieza en Recepción y acaba al fondo, ya que tiene aberturas en arco, pero las ventanas que cierran los arcos siempre están sucias. Junto a cada columna —la pata de un arco— hay una planta en maceta, malvones que resisten toda calamidad. Los tres pisos restantes son iguales, y de Recepción sale una escalera que lleva allí. Basta. Comimos nuestros frijoles; los niños se fueron a la alberca —privilegio incluido en el contrato— y noté que el cielo estaba nublado, cosa rara en la estación. Me recosté en mi cama amurallada a dormir siesta preparándome para el turno de la noche y desperté con los rayos y las centellas: un diluvio. Pensé que había dejado bien a la vista en el altillo varios juegos de cubiertos pertinazmente desoxidados y recordé que la tronera abierta, que permitió pasar mi cabeza hacia el paisaje incomparable, habría dejado pasar en sentido inverso algunos metros cúbicos de agua. Todo sería una masa de

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herrumbre otra vez. No podría vindicar mis horas ante Eduardo —todo lo controlaba, de noche y de día; cada movimiento mío debía justificarse— y el estropicio se habría extendido hacia los montones de carpetas de contabilidad, los textiles semipodridos y las valijas de huéspedes ignotos olvidadas en noches de compleja lujuria o simple distracción. Salté del catafalco y corrí bajo la lluvia hasta Recepción a buscar la llave del altillo, custodia de inmundicias, y allí estaba nuestro propietario diciéndole a mi mujer: —Luchita, si llama la señora de Martínez avísame por favor. Voy a estar en casa, pero mi teléfono está descompuesto. La ex de Martínez tenía pura sonrisa y revoleo de cabellos para Eduardo. Por una amiga conocíamos una memorable aventura erótica de éste. Había salido a pasear con una chica, quien lánguidamente le pidió que la invitara a tomar algo, reclinándose en el asiento del auto para ir generando clima. Entonces, nuestro galante caballero estacionó frente a la primer tenducha, se bajó y trajo dos refrescos que chuparon del pico de las botellas. Todo se sabe. Como en la calle donde vivía Balzac, en nuestra ciudad tampoco hay secretos. Traicionado seguramente por la soledad, una vez en Recepción había hecho un comentario sobre su ex esposa, espectro que yo, a pesar de llevar varios meses de servicio, desconocía. Doña Teresa, la limpiadora más vieja —que podría haber sido humilde y buenecita, remendada y limpia, abuela generosa en su resignada penuria, pero era una vieja brujísima, feligresa de la religión del gallinero y en perfecto conocimiento de ser odiada por su chismorreo, desfachatez y lambeculismo— me comentó después que no debía nunca mencionar a ese ectoplasma ante el señor.

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—El era un niño tan lindo, si usted viera —contó con su voz chillona—. Que yo era mucama de la finada señora y él me decía siempre “¡Tere, Tere!”, si lo conoceré yo, pero se fue a casar con esa, que lo quería sólo por su dinero. Ella no comprendía que don Eduardo era hombre de trabajo. Con decirle que si estaba enferma una limpiadora ella no era capaz de ir y hacer las habitaciones, no, ella era señorona. Y él le regaló un auto y todo, dígame si hay justicia. Le daba cien pesos para gasolina por semana y ella un día se quejó delante de todos nosotros, qué vergüenza, imagínese, que no le alcanzaban los cien pesos y él le dijo que tomara el colectivo, entonces. Así le dijo, él. Ella se encerraba y pasaba llorando y un día vino el padre y se la llevó para los Estados Unidos. Pobre Eduardo, él, que es un caballero andante. Este hotel era una cochinada cuando él lo compró. Ahora es una joya. Recogí la llave y subí. Para mi sorpresa, el daño no había sido tan grave. Cerré la desleal abertura, comprobé la depravación de la cuchillería, oculté papeles mojados y me limité a consignar que el contenido de las maletas probablemente ya estuviera descompuesto y corrupto desde antes de la lluvia, y el olor a orín y pies sucios no lo producían microorganismos generados en las últimas horas. Mientras descendía pensé que aquí en Eduardito Inn para llegar al infierno había que subir, pero ese alegre pensamiento demostró su ilegitimidad confrontado con lo que me esperaba abajo. Lo vi vestido para jugar tennis, raqueta en mano, asténico en sus shorts y medias blancas, caminando en círculos con gesto atroz ante su puerta. Doña Sandalia, otra de las mucamas, le secaba el auto. —¡Lucho! —me gritó—. ¿No llamó la señora de Martínez? —A lo mejor... Ahorita voy y pregunto. —Vamos —dijo, y encabezó el desfile de dos—.

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Por supuesto, había llamado. Luchita había olvidado avisarle. Mi estimada siempre reconoce sus errores pero no les da ninguna importancia. Eduardo se puso delirante. Golpeaba con el canto de la raqueta contra la palma de la mano, se quejaba de que la llamada era importantísima, que para algo recibíamos un sueldo, que éramos desconsiderados e irresponsables. Entonces mi mujer lo miró con esos ojos y le dejó caer con indiferencia: —¿Era algo del hotel? Porque no quiso dejar nada dicho. —¡El hotel soy yo! —gritó Eduardo, y se fue. Esa tarde llegó el Che Guanajuato y se hospedó en la 208. Si la invasión a Granada y la señora de Martínez habían sido mis enterradores, el Che Guanajuato me puso la lápida. Nuestro portero nocturno, don Carlitos, trabajaba de once a siete. Criaba palomas, palomas callejeras nomás, a las que ofrecía alojamiento y dejaba partir a ritmo de pájaro. Hablaba de ellas mejor que de sus hijos, pues nadie invierte esperanzas en palomas. Se quitaba la edad para poder seguir trabajando, pero tal vez tuviera ya setenta y cinco. Su vitalidad estaba concentrada en hablar; lo hacía con voz clara, fuerte y monótona. Era calvo y gordo, con esa gordura en pliegues de los gordos viejos, y alguna vez, décadas atrás, había emigrado desde España. A las siete de la mañana siguiente a ese primer acto de la tragedia fui a relevarlo. Él conversaba con un hombre de bigotes, vestido con un traje gastado, desprolijo. Era el Che Guanajuato. Llevaba el pelo en ondas húmedas. Recién se había levantado e interrumpía su charla con esas toses matinales de los fumadores. Hablaban de cine. Resulta que nuestro cliente —las razones de su nombre las ignoro: no era argentino ni

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cubano, no tenía nada que ver con la ciudad mejicana— contrataba extras para películas. —Hoy saldrá el llamado en el periódico y vendrán algunas personas. Ya empezamos el rodaje de exteriores. Los roles principales los tienen Clelia Van Oberufen y Alastair Galan. La verdad que me esperan días intensos, pero, amigos, hay que quitar el pericarpio antes de poder saborearse el fruto. Era macizo. Daba la impresión de llevar demasiada ropa puesta aunque estuviera en mangas de camisa. Tan convincente como un vendedor de aspiradoras, a los diez minutos me había hecho acomodarle una mesilla en la cueva de la televisión. Abrió un gastado portafolios escolar lleno de paquetes pequeños —crujían al tocarlos— y frascos de pastillas. Mostró fotos. —Mire, Luchito; mire, don Carlos. Mujeres soldados del ejército israelí ¿No son hermosas, estas judías? Mire esas narices, esas caderas. Todas de aquí, estudiantes de odontología, amigos. Prietitas, maquilladas, de uniforme y junto a la bandera azulblanca. Creo que fue Costa Gavras el de esta película. Mire: los vagabundos del desierto de la última de De Laurentiis: dos taxistas, un jugador de basquetbol, dos empleados de banco. La gente adora ser otro, y pagamos bien. Ahora queremos asirios, fenicios, moabitas. La vamos a hacer en grande, les prometo. ¿No podría conseguirme un poco de café? Es una lástima que no sirvan desayuno aquí, es una lástima. Fui a casa, preparé café y le agregué azúcar. Tomé también dos rebanadas de pan y llevé todo de regreso, pero al llegar a Recepción el Che Guanajuato ya no estaba visible: un grupo de gente cubría todo el panorama y se estaba ordenando en una cola espontánea. —¿Usted no cree que esto es provocar al destino? — comentó don Carlitos señalando a las masas, mientras se ponía la chaqueta, despidiéndose hasta la noche—.

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Violeta llegó y contempló enmudecida lo que pasaba. Puso cara de infortunio familiar y preguntó: —¿Tiene la autorización del señor Eduardo, ese hombre? —Supongo —mentí—. Voló hasta el teléfono. Con la tacita floreada en la mano, yo no sabía cómo interrumpir los acontecimientos. Entonces me llamó el Che, me presentó a las chicas con las que estaba hablando, quiso pagarme mi modesto servicio y retomó el diálogo con calma, mojando el pan en el café y sorbiendo los pedazos. Eduardo estaría también desayunando. Un día estuve con él a esta hora temprana: comía mermelada de esa de quilo y medio con la marca del supermercado —que fermenta en el estómago— sobre tajadas de pan envasado —que dura dos meses— untadas con margarina de a quilo, la de panadería. Debido al café que ofrecí a Guanajuato, Violeta me retiró el saludo —la vida demostraría que para siempre— y se puso a ordenar las listas de población flotante para la policía. Por el ventanal que da hacia la entrada vi llegar a un grupo de seis muchachos. Tuvieron que hacerse a un lado para que pasaran cuatro autos cargados de gente hacia el interior de nuestro idilio. Mis hijos se iban para la escuela y entraron a saludarme, pero entrenados a golpes de rigor como estaban, sabían que toda pregunta debía guardarse hasta la hora del almuerzo. Los acompañé hasta la calle y comprobé que ésta se llenaba de gente pulcra y bien peinada como si ya estuviera bajo los reflectores. Los ómnibus tocaban bocina al pasar entre la zarabanda de autos mal estacionados. Recepción parecía un mercado de milagros: una cola frente a Violeta; otra, frente a Guanajuato.

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En los cuatro autos arribados habían venido una docena de stuntman, vanguardia de la película en marcha. Tres enanos luchadores, famosos y conocidísimos, se subían unos a otros al mostrador, con seriedad y corrección. Violeta los atendía sin perturbarse. Mi exceso de actividad demostraba que yo no sabía lo qué hacer e inicié un enérgico llenado de fichas y entrega de llaves, y acompañe a los enanos a su habitación. Afuera, buscando la sombra, decenas de candidatos fumaban, comían galletas y se sentaban en los bordes de los canteros que había a lo largo del edificio. Justo ahí, para profundizar el lío, llegó la señora de Martínez de falda corta plisada, zapatillas, recién levantada y haciendo girar una raqueta en el aire. Mi musculatura cervical se paralizó, generándome un dolor de cabeza calibre realismo mágico. Un frenólogo podría haber leído en mi cráneo la sensación de terror, quién sabe. Preguntó a qué tanta barahúnda. —Es que están por filmar una película —expliqué—. —¡Oye, qué divertido! ¿Y se podrá ver, tú crees? Debe ser una comedia, de seguro, por eso tantos pelafustanes. ¡Ah, aquí viene Dadito! A lo largo del camino, abriéndose paso, avanzaba el auto del jefete. Eduardo sacó la cabeza por la ventanilla y exigió a los gritos que quienes estaban sentados en los muretes de los canteros se levantaran de inmediato. La señora de Martínez salió desde Recepción, abrió la puerta del acompañante y se sentó en el vehículo. Violeta también salió, caminó hasta la ventanilla del conductor y empezó a hablar con Eduardo mientras éste, a paso de hombre, conducía hacia la salida. Violeta trotó rápidamente a su lado, gesticulando. Cuando los niños llegaron de la escuela, Eduardo los esperó en el camino y les prohibió, de ahí en adelante, usar la piscina los fines de semana. Mis elementos no se

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bañaban jamás el fin de semana pues el caldo de cultivo era peor que nunca, y el jardín se llenaba de ocasionales que venían solamente a nadar, emborracharse y escuchar sus aparatosas radiocaseteras tirados en el pasto, debajo de los grandes árboles. El úcase era extemporáneo; era, en realidad, la señal diplomática de ruptura de hostilidades. A la tarde Luchita tenía que salir. Era el día de su aporte como soprano del coro de la Comisión Local de Bellas Artes, pero nos dimos tiempo para comentar tanta novedad. Ella en realidad sentía que no había nacido para perseguir planchadoras o convencer a Pacorro de que pasara la aspiradora por el fondo de la piscina. Se identificaba con Guanajuato, con él y con el arte, y por suerte el Coro de CoLocaBA colocaba barreras entre ella y la animalidad. Menos aún había nacido para aguantar las disquisiciones antropológicas del quetedije, su eterna teoría de que si uno desea realmente una cosa pues la hace y chau, y que si nuestro país andaba como andaba se debía a que la gente no sabía lo quería y por lo tanto no hacía nada y entonces la pobreza más abyecta era la única encarnación posible —a sabiendas, inicua y premeditadamente— de su propia responsabilidad. —En cambio —señalaba— quienes sí lo sabemos nos asociamos para lograrlo y la prueba son los Rotarios, los Leones y la Cruz Roja, así como Hoteles y Restaurantes, asociaciones a las que pertenezco. Los políticos confunden a la gente y deben dejar paso a quienes hemos demostrado ser buenos administradores. Luchita estaba impresionada porque Eduardo citaba los nombres de Mauss y Levi Strauss y le había comentado que escribía una tesis sobre los nuraghi de Cerdeña. Yo pregunté qué era eso, y ella me dijo: —¿Ves? Si en vez de ser artistas hubiéramos estudiado, lo sabríamos.

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—En el peor de los casos, un título en nuestra ciudad se consigue con diez mil pesos —argumenté—. —Hablando en pesos: ¿sabes cuanto paga Guanajuato por un papelito en lo que están filmando? Reconocí que yo era un pasmado, un estafermo para enfrentarme a las cosas prácticas, pues no lo sabía. —Yo sí, y te diré que por día equivale a tu mesada de dos semanas, queridito. ¿Y sabes cuántos días van a necesitar a la gente? Varios, queridito ¿Te avizoras algo? No me quedaba duda: se iría a trabajar de sacerdotisa sibilina y yo heredaría hotel y elementos. Pero mi barrunto era mero desatino. —Guanajuato te ofrece ser príncipe caldeo. Me lo prometió, pues siempre recordará que esta mañana no quisiste cobrarle el café, dijo. Jamás habrás ganado tanto dinero con el arte en tu vida. Dice que sirves porque eres blanquito. Los morenos van al circo y al mercado, cobran menos. —¿Los caldeos eran rubios? —Los príncipes sí, estólido. Además, si fueran venusinos sería lo mismo. Todo rol depende de los contactos, no de los méritos. Ante mí se abrieron túneles vertiginosos. Después de todo el cine es arte y deriva de la pintura. A lo mejor era un paso adelante en mi ya casi frustrada carrera y representaría ingresos completivos. Cuando empecé en Eduardo Cinco alentaba ilusiones cromáticas, espejismos. Eduardo opinaba que era extraordinario que su administrador pintara; él era un mecenas y vería con agrado un poco de cultura en las paredes del hotel. Mis telas serían bienvenidas allí. —Si vendes, me das una comisión y los dos ganamos —dijo para entusiasmarme—. Hasta hoy estoy esperando el tiempo libre para pintar. Despedí a Luchita y corrí a la trinchera. Encontré a Eduardo en Recepción. Había en su cara —y en la de Viole — mucha palidez.

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—Mañana no quiero multitudes. Ya le expliqué a este señor —me dijo Eduardo señalando a Guanajuato— que si quiere una oficina tengo locales en el centro, baratos. El hotel no es adecuado. Me haces el favor de hacer respetar la disposición. Guanajuato miraba desde su mesita en penumbra y sonreía confirmando la decodificación del mensaje. Uno de los stuntman pidió una llamada de larga distancia que Violeta —antárticamente— le gestionó, y se quedó esperando la comunicación. La cola de futuras estrellas había desaparecido por lo que supuse que las contrataciones eran matinales, y eso me daba plazo de prepararme para el otro día. Viole y Eduardo se fueron a la casa a hacer contabilidades. Momentos después la telefonista avisó que el cliente podía hablar, y éste tomó el tubo y lo llevó a su cara, pero se mantuvo en silencio. Finalmente, tosió un par de veces y colgó. ”No contestan, gracias” me dijo, y se fue. Guanajuato comentó que Luchita había contado de mi pasado en el teatro profesional —del que yo no sabía— y de mi interés profundo por participar en Delenda est Carthago. Por cierto, me iba a tener en cuenta y me ofrecía nada menos que un papel de noble en el banquete final, cuando estallaría el incendio, y un par de otros buenos pases. Él podría hacer que me ubicaran cerca de Galan, lo que también aumentaba los emolumentos. —La cosa es venderse en las mejores condiciones, tener lo que ofrecer. Quien no se vende hoy día es porque no tiene comprador, es sabido. Cuando mi esposa volvió del Coro CoLocaBA agradecí que me hubiera echado —una vez más— a los leones. Ella tomó la guardia; yo llevé a los nenes al cine para ver cómo hacían mis colegas y quién diría, ¡ay de mí! que sería la última vez en mucho tiempo.

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Se hizo la noche. Los stuntman se mantenían absolutamente reservados jugando a la baraja en sus habitaciones. El mismo hombre que había intentado llamar apareció nuevamente y pidió otra comunicación de larga distancia, esperó un rato con el tubo contra la oreja, tosiendo, y renunció. Llegó también —como todas las semanas— el licenciado Bandera. La amante, conspicua esposa de un futbolista, quedaba esperándolo en el camino contemplando nuestras moribundas alholvas, pulsatilas, eupatorios y bugambilias. El licenciado era agente de bienes raíces, además dirigía El Paidófono, suplemento escolar del periódico, y un círculo kardecista. Desde hacía años alquilaba la misma habitación el mismo día de la semana, a la misma hora y con la misma acompañante, por lo que había que reservársela. Era como un socio, a quien saludábamos circunspectos, pues no daba confianza y pretendía pasar de incógnito. Don Carlitos apareció temprano. Al rato nos metimos en una discusión sobre Fulcanelli. Él afirmaba que en realidad el alquimista vivía aún —“siempre”, dijo— en el norte de México. Allí, en un valle inaccesible de las montañas de Chihuahua, también sobrevivían los últimos dinosaurios. —¡Don Carlitos! —repliqué—. Los satélites le sacan fotos a sus palomas desde diez mil quilómetros de altura. Qué valle oculto ni qué valle oculto. Ya no queda nada oculto en este mundo. —Si existieran sólo esta miseria y esta injusticia, esta única historia, este derrumbe —contestó con un dedo en el aire, inesperadamente delgado— ¿para qué viviríamos? ¿Para ver esas películas en que usted está metido: superficie, colorcillos, príncipes euroasiáticos? Deseo de todo corazón que no caiga en las garras de la ayahuasca u otros estimulantes, tan comunes en el celuloide. En eso llegó el guardián nocturno.

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Era un policía que trabajaba extra gracias a que conservaba la pistola de reglamento a la cintura después de su horario normal. Con él, venía el Che Guanajuato. Guanajuato se hacía amigo de quien fuera a los cinco minutos de haberlo conocido. Pidió una llamada a la capital y habló durante un buen rato. El policía nos obligó a escuchar los antecedentes de un crimen espantoso mientras se colocaba su equipo de vigilancia: chamarra negra con capucha y linterna. Ya tenía puestos pantalones y zapatos negros y la noche lo absorbía completamente. En las horas muertas de la madrugada, entre sus vueltas de ronda, se sentaba en Recepción a leer revistas de historietas para adultos, esas cuadernetas irrisorias con torpes y confusos dibujos en blanco y negro. Estaba consumiendo —la mostró— Afrodisíaco. Odisea Africana. Che colgó el teléfono y comentó, deprimido, que su esposa había empeorado, que ya no le quedaba mucho, y que habían estado casados más de veinte años por lo que él se sentía tan enfermo como ella. Habló de su vida itinerante, de viajes y filmaciones, y comenzó a formarse en Recepción un clima ungido como el de las estaciones de tren en la alta madrugada: un mundo a la espera, abriéndose las puertas de un silencio consagrado y mágico, grávido de epifanía. La débil luz amarilla del corredor vacío ayudaba a generar intimidad, pero un hotel es un hotel es un hotel. Se detuvo afuera un automóvil con un frenazo chirriante y de él bajó, entre carcajadas, un tipo algo ebrio. Pidió una habitación y dejó en claro que la usaría para ejercer una especie de derecho de pernada. Escribió su nombre comentando que siempre ponía el de algún amigo. Sonrió con picardía basta que no halló eco. Le deseé las buenas noches, como corresponde, Desperté feliz, pero apenas hube hecho consciencia de lo que podía esperar del nuevo día, el estómago sufrió un

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prolapso. Vino a mí una saga escandinava donde un grupo de hombres esperan para ser decapitados en algún tenebroso castillo. El verdugo levantaba el hacha, su asistente aferraba al sentenciado por los pelos, le mantenía la cabeza contra un tocón, y el hacha caía. De un lado de la escena, cadáveres mutilados; del otro, quienes lo serían en minutos. Llegado su turno y en el momento justo en que el hacha cortaba el aire, un condenado dio un violento jalón y el hierro seccionó las manos del asistente de verdugo, una de las cuales quedó agarrotada de la vikinga melena. Con el guiñapo colgando, ileso, quien ya habría estado muerto se levantó y estalló en una carcajada que los demás corearon. El horror me bloqueaba en la memoria el resto del cuento, pero supongo que después de esa burla a lo definitivo colocaron ellos mismos la mejilla en la almohada final y siniestra, con la satisfacción de haber disputado al destino su inmutabilidad. Yo me sabía condenado y debía salvar a los elementos. Mi aspiración era retirar la cabeza en el momento exacto y que el hacha de Eduardo volara en el vacío o cortara por lo menos las largas uñas a Violetita, algún sucio dedo de Pacorro, o los bigotes de doña Teresa. Desayuné al vuelo para cumplir con uno de los rituales más importantes del Cinco Estrellas: revisar los tanques de los techos a ver si había entrado agua. A veces el abastecimiento alcanzaba para toda la ciudad; a veces no. Bastaría con poner un medidor de nivel para evitar subir al techo, levantar las tapas y mirar a diario. En el peor de los casos podrían funcionar las bombas a modo de prevención. No. No. Día tras día me preguntaba Eduardo si había subido a controlar, día tras día discutíamos que sí pero que no, día tras día subía él y comprobaba lo que yo había dicho. A fin de cuentas me lo tomé como gimnasia matinal y trepaba alegre por la escalerilla de fierro en el exterior del 09, 109, 209, 309. Así lo hice esa vez también. ¡Cuántos campanarios, cuántos techos de teja, cuántos edificios de departamentos!

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—Había agua, ¿verdad? —Eduardo me estaba esperando al pie—. Te aviso que ya está llegando gente para ver al camandulero ese y el jardín del hotel no es campamento romano. Toma este talonario. No les puedo impedir que vengan y además logré que el fulano pagara extra. No dejes que tanto atorrante se instale: les das un número y que esperen afuera. Violeta los llamará de a uno. Autos que entren, cien pesos por hora. Si no pagan, les pegas estas etiquetas en el parabrisas. Ya avisé a la policía. Un poquito de eutrapelia no le va a venir mal al populacho. La situación era de ordalía: si trataba de hacerme el distraído, Violetita me azuzaba con los dientes apretados. El decretazo tenía que ser cumplido. En oleadas, grupos enteros de estudiantes avanzaban a pedir conchabo al Che Guanajuato, corrillos de amas de casa llegaban entre risitas, legiones de jubilados proponían su senectud. Violeta, sañuda, corría a la gente entre los canteros, volaba a entregar papeletas, controlaba que nadie entrara si no era llamado. El tumulto en vía pública era un hecho y tal gentío hacía que los transeúntes se detuvieran para averiguar a cuantos habían matado. En una pausa, Guanajuato vino hasta el mostrador y me señaló a mi colaboradora arreglando el mundo allá afuera, en plena guerra santa. —Pobre, esa niñita —comentó quedamente—. Al anochecer ya no quedaban habitaciones libres. Iluminadores, camarógrafos, peluqueros, maquilladores, electricistas, fontaneros y más y más, entraban y salían, hablaban a los gritos o se juntaban a comer sándwiches en algún cuarto. El cubil de la televisión parecía salón de cumpleaños. Las papeleras desbordaban de carozos y cáscaras de fruta; la piscina, de bañistas. Faltaba la mismísima Clelia Van Oberufen cruzando el escenario del

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Supermotel Cinco Estrellas Eduardo Inn, Avenida de la Independencia n. 50, mismito al lado del Pollo Loco. En vez de la diva apareció un borrachito de lentes raybam, camiseta escrita en inglés y pantalones cortos a media pierna. Sus pantorrillas eran muy gordas y peludas. —Mi nombre es Amadeo Casillas, asistente de producción, para servirle —dijo con más volumen del conveniente—. Eduardo recogía en ese momento el pequeño estuche metálico con la plata del día para llevarlo a su caja fuerte. Amadeo siguió: —Usted —se dirigía a mí— gerente, eminente labor en mostrador, hace bien en vivir sin salir de esta ciudad de verdad, del cine la meca, de nuestra patria flor coqueta. ¿El pelón pelado, es su empleado? —señaló con el pulgar a Eduardo. —¿Le explicaste que no aceptamos huéspedes ubriagos? —preguntó el aludido—. ¿Pagó por adelantado? —Eduardo, el señor, parece —dije en uno de los momentos de lucidez que la cicatera vida me concedió— es financista de la producción y está interesado en contratar tu jardín para alguna escena. Señor Amadeo Casillas, señor Eduardo Torres, aquí los presento. Y me fui. Al día siguiente comenzó el film. Tal como estaba planificado, llegaron autobuses al Supermotel para transportar a los artistas al lugar de trabajo. A las doce y media el aquelarre era un pandemónium, la avenida un zurriburri, el hotel un bochorno, Recepción un quilombo. Violeta parecía no haber dormido: los cóndilos del maxilar, agarrotados, resaltaban su ya de por sí conspicua mandíbula; los labios eran apenas líneas. Eduardo, capitán, dejaba que sus ojos controlaran todo lo que sucedía. Mi mujer insistía en hablarle de plantar

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ligustros en el fondo, y lo hacía en tono de total frescura, para que yo pudiera escapar. Cercana ya la hora, Eduardo no pudo más; se despegó de las redes de Luchita y salió al combate, a distribuir papeletas a los autos estacionados en reclamo de pagos y tarifas. Cómo no lo sé, pero de inmediato empezó a bajar gente que ya estaba instalada en los transportes y corrió a retirar sus automóviles para dejarlos estacionados en la calle, gratis. El sendero de entrada no permitía el paso de dos coches y pronto se formó una cola a cada extremo. A la una menos cinco llegó un patrullero policial para poner orden en la calle y Violeta se encargó de la maniobra de desatascar el tráfico en el jardín. El Che Guanajuato anunció que había que partir y la desesperación de quienes estaban inmovilizados en las colas aumentó de golpe hasta tomar proporciones de holocausto. Todos empezaron a sonar bocinas: los colectivos afuera, protestando por la barrera policial; los transportes llenos, vaciados, vueltos a llenar, pues era hora de cumplir contrato; los extras, los técnicos, los acompañantes, porque querían salir o entrar o quedarse o irse. Me despedí de Luchita y los niños. Por cierto, me topé en la puerta con Eduardo. —¿Tú también, Lucho? —fue su comentario—. Cartago estaba en un hotel de lujo, veinte quilómetros hacia el sur, una vieja hacienda colonial reconstruida con el arte suficiente para cobrar cientos de dólares por día a cada huésped. Fuentes, jardines y un picadero circular a los fondos habían sido ocupados por la compañía. Allá lejos, al final de una pradera arbolada junto al campo de golf, estaban dispuestas hileras de casas rodantes con los depósitos de vestuario, talleres de utilería y restaurantes: uno bajo lonas de colores, con sillas y mesitas de metal, otro al aire libre, con bancos largos y mesones.

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Muchos extras se conocían de películas anteriores, y circulaban anécdotas de la filmación de Amar o sufrir, con la cantante española Ana Algesia y Richard Painy como pareja central, estrenada hacía poco. Una señora estaba integrando un registro de extras, donde ponía foto y teléfono de los candidatos en una carpeta, mediante módica suma, y lo ofrecería después a los productores. Agitaba sindicalmente, pues los guardias reales ganarían más que los del mercado, cuando en realidad los papeles no eran disímbolos. El picadero donde normalmente —¿habría algo normal en ese hotel?— se ofrecían rodeos para turistas, había sido vestido de circo. Un tinglado con baldaquín, trono y sillas doradas sería nuestro lugar, el de los dignatarios. En un puesto de maquillaje me vistieron con túnica azul, hileras de collares, pulseras y cinturones, y un turbante del cual surgía una cola de caballo. Además, tenía barba y bigotes rojos, muy calientes y molestos. Hice una cola ante una cocina portátil y gané un jarro de café. Por el circo circulaban metamorfoseados los parroquianos de estos días en Eduardo Cinco Estrellas. La mayoría vestía de arpilleras y se ubicaba en una lateral, donde habían armado un mercado hasta con gallinas vivas, bajo toldos y quinchados entre imágenes de dioses en espuma de plástico. Los mercaderes miraban mis ropajes con admiración. ”Por aquí señor, por aquí, señor” me guió un muchacho hasta una vieja nave de techo abovedado. Allí, en semipenumbra, unos carpinteros claveteaban frenéticos para concretizar un pupitre. De la pared colgaban lábaros, panoplias, banderolas y tapices, demostrando que la imaginación de los utileros no podía retrotraerse más que hasta una especie de edad media. A su vez, los colgajos ocultaban cables, cajas de fusibles, ventanas inadecuadas.

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El jefe de fotógrafos medía la intensidad de la luz cada cincuenta centímetros; los iluminadores estiraban cables y se movían como hormigas, parándose para otear; tres peinadoras vinieron a retocarle el flequillo a un gringuito gladiador, sentado en primer plano entre gladios y gladiolos. Nuestra primera hora en las tablas transcurrió mientras nos mirábamos los disfraces. Al fin, la script anunció una toma y fui sentado en un cajón de verduras cuidadosamente cubierto con mi capa. En ese local en semipenumbra, lleno de aparatos y cámaras, tendría lugar un congreso de notables. Nos acomodamos, sonó el clac de la pizarra y empezó el rodaje, que fue detenido de inmediato. El personal se reunió, allá al fondo, y esperamos otra media hora. Los fotógrafos medían y medían aunque difícilmente cambiara la luz de reflectores y para peor, bajo techo. Recostados a sus cámaras se aburrían los camarógrafos. Los dignatarios conversábamos en voz baja. Bostecé, pensando que a la noche no iba a dormir, ya que los exteriores se rodaban muy tarde para que no se vieran cables y alambres, y después había que entregar utilería, quitarse el maquillaje, viajar de regreso, y a las siete de la mañana relevaría a don Carlitos. En eso entró Alastair cubierto de jarreteras, cintas, petos, cotas y mancuernas, un vestido de disparate con tachones dorados, y más oro, hasta la tiara y las sandalias. Tres soldados lo escoltaban con estandartes; un esclavo moreno llevaba un abanico de plumas. Era mucho más bajito de lo que me había parecido como el músico de Las manos de Orlac o el estevado cowboy de Molly, la dublinesa. Su tarea en esta película parecía ser dejarse peinar y estarse quietito. Por fin, se acomodó en el podio, alzó el pecho y una cámara lo enfocó casi desde el suelo. Sonó la pizarra. Clac.

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Los soldados agitaron sus banderolas para que entraran en cuadro y él nos miró con imponencia en semicírculo, girando la cabeza lentamente, y dijo, en inglés: —¡Honorables jefes! La hora ha llegado. Corte. Corrieron los asistentes a marcar el piso con bolsas de arena para que el hombre pudiera ponerse otra vez en el mismo lugar; avanzó una cámara sobre carriles por la derecha; los iluminadores tocaron, movieron, acomodaron, corrieron; el fotógrafo midió tres veces la luz y sonó otra vez el palito. Clac. Alastair nos impresionó con el brillo de sus ojos, y dijo: —¡Honorables jefes! La hora ha llegado. Corte. El director agradeció; llegó una nube de maquilladores; el fotógrafo midió la luz; un cámara se quejaba de que no le habían dejado espacio para la panorámica. La nueva toma, esta vez de cuerpo entero, fue anunciada. Alastair puso los pies en posición; quitaron las bolsitas, —por favor, controlen que no se vean relojes ni anteojos— recordó la script. El enojado hizo funcionar el elevador y se alzó a un par de metros mientras enfocaba el zoom y clac: —¡Honorables jefes! La hora ha llegado. La cámara se detuvo ante algunos rostros, mezcla de ”40 siglos os contemplan” y ”ahora te venís con eso”, y bastó para que pudieran ser separados el individuo y la masa en la futura ensalada de las moviolas. Todos corrieron como si hubiera pausa; el rubiecito fue especialmente retocado; Alastair recibió un vaso de agua mineral —agotado, supongo— y la cámara del chinchudo salió del juego entrando otra por mi lado ahora ya que se integrarían peplos, alféreces, cornamusas,

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pentacordios y nuestras caras comentando las palabras cruciales. Fotómetro mediante, sonó otra vez el clac. Clac. —¡Honorables jefes! La hora ha llegado. Tantas horas que llegan transforman todo en un reloj vulgar, pinchurriento, y no nos esforzamos demasiado. No les gustó. Amadeo Casillas vino a decir que nuestros movimientos tenían que ser exagerados, que el cine era un medio de comunicación de masas y nosotros, los jefes tribales, políticos que deben hacerse notar o nadie los notaría. Otra vez, por favor. Clac. —¡Honorables jefes! La hora ha llegado. Giramos envarados como en gimnasia, miramos como si el de atrás nos hubiera tocado el culo. Uno abrió tamaña boca y el de al lado elevó un antebrazo estatuario hasta la altura del pecho. Corte. Nos aplaudieron. Su ayudante corrió a cubrir los hombros de Galan con una salida de baño. Se hizo la noche. Fuimos a comer. Un contador que había alguna vez trabajado para Eduardo sospechó que nos matarían de hambre. El había estado en Alta traición en Dunquerque donde primero los hicieron ayunar y luego se habían producido bajas terribles debidas a mortadela en mal estado. Alguien llamado Gregorio le recriminó que siempre se quejara en vez de agradecer la ocasión de ganar extra. La cola en el comedor era democrática y larguísima: sabios, vestidos de bolsa, publicanos, legionarios, fenicios. Había mujeres solamente en los grupos populares. Desde un carro salían en hilera interminable platos de cartón con

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huevo frito, arroz, rajas de pimiento y un poco de queso fresco. Tortillas y pan se retiraban de unas canastas. Nos sentamos y Gregorio volvió a la carga: —Nadie te obligó a venir. Estás lastimado por que son gringos. Ese es tu problema. —No es eso —intentó argumentar el contador, dejando un sable en el piso— sino la injusticia. Sin nosotros no hay película. —Y sin ellos no hay pago, hermanito. —Bien podrían explotarnos en mejores condiciones. Mira en Europa. Allá nadie se queja. —Porque aquí no nos quejamos lo suficiente —terció un sacerdote egipcio y acomodó la máscara de Horus que llevaba fijada a un alto tocado—. —Sólo quejarse —continuó Gregorio— en vez de hacer algo positivo. Hagamos algo positivo. —Pero con la frente alta —siguió Horus. —Bueno, muchachos —cortó el contador—. Al que tiene la frente alta lo filman en primer plano. Lo vimos hoy. —Y también lo crucifican. Lo vimos en otra película — completó un ingeniero químico que hasta ese momento no se había pronunciado—. El Che Guanajuato se acercó a saludar. —¿Y qué le parece este mundo? —me preguntó—. —Impresionante, es la misma organización que la de un ejército, y con la misma cantidad de gente. —Por el emolumento danza el primate, Luchito. Esto va. Una lástima que hoy no pueda entrar a escena el cortejo de doncellas del harem. Se rompió el camión que las traía desde Tilzapotla. Bellísimas doncellas. No es por vanagloria. Cuando regresamos a Supermotel Eduardo Cinco Inn Estrellas eran las seis de la mañana pero tuve que contarle a Luchita, entre sueños, lo que habíamos vivido.

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La batahola producida por el movimiento en la madrugada —ya que el hotel seguía siendo el punto de concentración y viceversa de extras y personal— debe haber despertado a media ciudad. A machamartillo y rajatablas relevé a don Carlitos a las siete. El extra de las llamadas frustradas pidió una de larga distancia y otra vez, siempre tosiendo, me devolvió el tubo sin hablar. Era como si cumpliera un rito baladí, diría alguno. Violeta por cierto debería saber de mis salidas nocturnas, pero no me habló. Eduardo, que había pasado a las siete a ver si yo realmente entraba a trabajar, se apersonó a las nueve para quejarse de que los cuchillos no habían sido limpiados aún, y que le urgían. Propuse que mandara a Pacorro, pero fui informado de que toda política de personal era cosa de Dirección. No contesté, descolgué la llave y subí al desván. En la Cloaca Máxima dormí una hora con total felicidad, cayéndome del baúl cada diez minutos. Llegada la una me despedí de Luchita y los niños como si emigrara, y abordé el autobús a la fama. Eduardo había logrado que los choferes estacionaran en las cuadras circundantes, con lo que el peor caos quedó superado. Entre los extras el ambiente era de festejo pero de todos modos llegué a Cartago durmiendo. Las rutinas de maquillaje volvieron a repetirse y a cada paso nos tomaban fotos polaroid para disfrazar luego a los stuntman que nos sustituirían en el derrumbe final, con caídas y revolcones. Averigüé que no seríamos llamados hasta la noche y dije a mi cenáculo que me recluiría debajo de algún árbol, que por favor me avisaran si había chamba o refrigerios. Mucho no descansé: ocurrió un tumulto pues la gente del mercado —en gran parte se trataba de estudiantes de magisterio— protestaban por el pago. Uno de los

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argumentos era la diferencia entre ellos y nosotros, que declaraban discriminatoria y racista. Casillas sugirió que nombraran representantes para dialogar con Washington —Washington era un hispanoparlante que se encargaba del personal extra— pero que por favor siguieran con las acciones. Todos estábamos en el mismo barco y lamentablemente algunos, hoy por hoy, tenían que remar, pero ya habría mejores oportunidades, más oportunidades. El mundo de la fantasía está lleno de oportunidades pero ahora era necesario terminar pronto, ya que el film tenía bajo presupuesto y Cartago nomás les había costado muchos miles. —Y la hacen para quemarla —comentó el contador—. —No es desperdicio. Es inversión. —explicó Gregorio —. Recién mucho más tarde nos reunimos, esta vez en el coliseo. Ocupamos la tribuna donde estaba el palco, y en él había una mesa llena de manjares, golosinas de verdad. Habían llegado elefantes, cachorros de león y juglares, un tronco de caballos negros y otro de caballos blancos. Pebeteros en llamas —bombonas de gas licuado ocupaban el interior de sus pedestales— iluminaban la arena. Algunos de entre los nobles pellizcaron manzanas y nueces del banquete regio, pero Casillas vino y roció todo con insecticida y formol: era necesario que durara hasta el final. Mientras allá por el lugar de los pobres se disponían a filmar una función de circo, aquí, por la tribuna mejor, pasaron unos asistentes repartiendo trozos de espuma plástica pintados como piedras. Desde una lateral entró un grupo de desharrapados en cadenas, cubiertos de polvo y cicatrices, descalzos, el pelo en greñas. Amadeo los guiaba. Pidió nuestra atención — notoria era su dipsomanía— y explicó que eran árabes, gente odiosa que sacrificaba niños asados a Baalbek, que

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Roma los había capturado y ahora haríamos justicia, lapidándolos. Corrió un murmullo de satisfacción. —Cuando la Comuna, las señoritas de París mojaban sus sombrillas en la sangre de los fusilados —dijo el contador— Ahora nos hacen jugar de verdugos. —Yo solamente cumpliré con lo que me pide el que me da trabajo —lo cortó Gregorio—. —¡Che! ¡Tiren con la fruta! —gritó uno de los prisioneros, evidentemente rioplatense—. —¡Vamos a probar! —anunció Casillas y levantó la mano—. Antes de que la bajara dando la orden, quedó sepultado por una avalancha de pedazos de plástico y cubierto además de salivazos y de los insultos más ignominiosos. Los prisioneros lo recogieron del suelo y se fue ofendido, trastabillando y sacudiéndose arena de los pantalones. En el circo se empacó un camello y quien dirigía la toma puso nervioso al camellero —un indígena vestido de berebere— pidiéndole que hiciera algo, que todo el mundo esperaba. El muchacho comenzó a gritar y golpear al animal con los puños, después a puntapiés, después con un palo. El bicho no se movía. De la boca le salió una larga baba espumosa y espesa, de color rojizo. Desesperado, el cuidador pegó nuevos garrotazos y le rasgó el cuero, dejándole una marca de sangre en el anca. El pueblo protestó, lo que agitó al camello de peor manera: bramó, bamboleó el largo pescuezo, abrió las patas delanteras como si quisiera caer; dio coces. El infeliz beduinito miraba con las manos a la cintura y los asistentes de cámara corrieron el tráiler a mayor distancia. Al fin, el animal inició un trote largo en dirección a la salida, pero a los pocos metros se detuvo y orinó y defecó entre antorchas encendidas.

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Empezó la escena con un paseíto de los elefantes llevando muchachas en velos. Mis huéspedes los enanos, lucharon e hicieron morisquetas; un tragafuegos mostró su especialidad y dos atletas de taparrabos de cuero jugaron a los mirmidones. Cuatro cámaras captaban el asunto y en quince minutos se acabó. Varios extras se formaron en doble hilera de trompeteros. Alastair entró, entre fanfarrias, a galope en un carro romano tirado por el tronco negro, para venir al palco a integrarse con sus lugartenientes. Hicieron la toma tres veces. Cuando finalmente se acercó a nuestra tribuna, bajó del carro y subió por la escalinata hasta el ágape conservado. Pasó junto a mí y me dijo: —¿Qué tal, Lucho? Era el de las llamadas frustradas. El verdadero Alastair apareció más tarde ante la mesa de la francachela y se sentó entre cuatro muchachas venidas en taxi y sólo para esa escena. Unas bombas, realmente. Clelia —cuyo lugar bajo el dosel se había conservado vacío— entró al redondel en una chata de altas ruedas — con solio y bancas tapizadas para sus doncellas— arrastrada por el cuarteto de tordillos. Perlas y diamantes brillaban; sedas y terciopelos saturaban nuestra capacidad de asombro. A un costado caminaban maquilladores, peinadoras, modistas. Era un recorrido de veinte metros, pero fue repetido seis veces: las colas de los atavíos no deslizaban del modo necesario, las doncellas se prosternaban incorrectamente. Clelia era la de marras y se veía su disgusto. Cuando acabó la escena comentó a Alastair que ella no podía funcionar entre tanto inepto, y que no entendía para qué había aceptado venir a este agujero del mundo, donde era imposible hacer otra cosa que tomar sol.

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Entre la plebe cundió la conmoción: se veían llamas en el mercado. ”¡Incendio, incendio!” gritó alguien y por cierto comenzó el pánico. Corrió la gente, los reflectores fueron apagados y una voz dijo que había cables en cortocircuito. Al poco rato vimos pasar a dos electricistas —grandes cinturones de cuero con herramientas, cables y enchufes colgados en ellos— ayudados por sus compañeros. En la cara y la cabeza tenían perfectos círculos de plástico rojo, varios, brillantes. Después nos dimos cuenta que era su carne. Llegaron las tres de la madrugada y mi cabeza titubeaba entre seguir prestándome servicios o retirarse a sus propias fluctuaciones oníricas. Mientras comenzaba el lento desbande dormí junto a una pared de piedra que aún conservaba el calor del sol. —Ahí donde te echaste suele estar lleno de alacranes —me informó Gregorio durante el viaje de regreso—. —¿Y porqué no me avisaste? —Cada cual es dueño de su destino. Llegamos al hotel cercano el amanecer. Don Carlitos preguntó cómo me sentía y le dije que en verdad ya no sabía si vivía o soñaba. —Ars longa, vita brevis —comentó, y se ofreció a cubrir una hora más, para que yo durmiera hasta las ocho. Agradecido, enfilé hacia el hogar. Esa noche no había luna, soplaba un viento norte desagradable y los grandes laureles del jardín rumoreaban y chistaban. Los fondos de la propiedad, detrás de mi casa, desembocaban en una quebrada seca y llena de basura. De allí subían murmullos y chirridos de insectos. No era una noche calma; lo llenaba a uno de sospecha y presunción. Imágenes de decapitados, de vengadores y electricistas se sumaban a los velos de Clelia, Luchita y la temulencia debida a mi falta de sueño.

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Me acerqué al murete que coronaba el despeñadero. Allá, treinta metros más abajo, corría un torrente en época de lluvias y arrastraba hacia el valle neumáticos descartados, escombros, porquerías quemadas y animales muertos. El hotel colaboraba con buena parte: la montaña de nuestros detritus llegaba casi hasta el nivel de la paredilla. Entonces, escuché claramente, viniendo desde el abismo, una voz: —Luchito... En mi alelada duermevela me pregunté si sería engendro de mi imaginación ya comatosa, pero no por eso dejé de sentir pavor. La oscuridad no albergaba respuestas y sí una presencia densa, lóbrega, flotando en lo negro. Doña Teresa había contado alguna vez que antes de que muriera su marido el diablo le había hablado desde la barranca, pues el diablo llama a quienes desea conquistar. —Luchito... Decidí retirarme velozmente. La falta de sueño ha alucinado la psiquis de prisioneros, científicos y exploradores. El horror recién estaba comenzando a desenvainar sus uñas. Caminé raudamente en dirección a mi cama pero topé pecho a pecho y violentamente contra algo oscuro y grueso. Emití un alarido descontrolado. Ningún obstáculo debería existir en ese punto del terreno y para peor no era un obstáculo natural: era un hombre. Nada puede causarnos más terror que otro hombre. —Cuidado, señor Lucho —dijo el nochero, y encendió su linterna—. Mi alivio no fue duradero. —¿Quién lo llamaba, allá afuera? —agregó. Conté la historia de doña Teresa y él no hizo más que confirmarla.

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—Debe estar por ocurrir una transformación en su vida. Esperemos que no sea la definitiva —comentó, para darme ánimos—. Por cierto, no me acosté. Decidí ir hasta Recepción y calmarme un poco. Allí había un cliente en pijamas y don Carlitos mostraba ojos de susto. —¡Que sale humo! Señalaba a la habitación de Amadeo Casillas. Fuimos a ver. Efectivamente, el humo subía desde la abertura entre la puerta y el piso. Golpeamos hasta que nos dolieron las falanges. Me paré junto a la pared del corredor, pedí que abrieran paso y lancé mi cuerpo con toda la fuerza contra la puerta, que crujió, chasqueó y rechinó. El golpazo retumbó, reverberó, repercutió, tronó en todos los pisos del hotel. El bíceps, la cabeza del húmero, la clavícula, los vasos linfáticos y capilares, las venas, arterias, arteriolas, glóbulos y tendones correspondientes a mi brazo izquierdo, y el serrato y el trapecio del mismo lado, se anestesiaron al instante, y ojalá hubieran seguido así horas más tarde. La puerta no se abrió. Fuimos a buscar la copia de la llave y entramos. Amadeo se había dormido fumando y yacía sobre el colchón en brasas, cual cadáver junto al Ganges. La lámpara encendida daba luces de neblina debido al humo; la escena hacía llorar. Lo sacamos y se empezaron a abrir las habitaciones vecinas de las que salían curiosos encuerados. Amadeo Casillas era un paquete de incoherente forma humanoide totalmente en pedo. El huésped y don Carlitos se lo llevaron. La humareda en todo el corredor se espesaba por momentos. Tumbé el colchón quitándolo de la cama de cemento —esa sí a prueba de fuego— y lo arrastré trabajosamente

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hasta sacarlo al jardín. Allí, un chorro de luz potente me dio en los ojos. —¿Alguna fiesta de bodas? —preguntó el nochero, y agregó— Lo ayudo. Entre los dos transportamos el colchón hasta el borde de la barranca, lo alzamos sobre el cercado y cayó, pesadamente, entre la inmundicia y los matojos, al otro lado. —Que lo reciba su amigo, el que lo llamaba endenantes —dijo el sereno, creyendo seguramente que me hacía una broma—. Regresé a la habitación del siniestro Casillas. No había muebles dañados, pero la alfombra —la única de todo el hotel, y en servicio para tapar manchas de ácido en el piso— se veía arruinada por bascosidades. Un montón de prendas mojadas sobre la mesa de luz la estaban destiñendo. En algún momento de la noche el perdulario se había bañado vestido, lo que el estado lamentable de la ducha demostraba, y la ropa empapada lo había salvado de morir como San Lorenzo. Ya se encargaría quien limpiaba el sector, doña Asunta, del asunto. Amadeo estaba bajo la vigilancia paciente de Don Carlitos. Tenía puestos pantalones de fútbol y una camiseta de béisbol llena de números y letreros. Semivivía despatarrado en una de las sillas de tortura ante la televisión. El amanecer del trópico es violento y corto y aconteció en instantes, por lo que pude ver afuera a mis cuatro pequeños —¿cuántos días sin hablarles, desde que el insomnio laboral me había integrado al equipo de los que sueñan despiertos?— corriendo hacia Recepción, trayendo en sus manecitas algunos juguetes y prendas de ropa. —¡Papi! ¡La casa se quema, papi! Dice mami que vayas —gritaron al llegar—. Más atrás venía Luchita con dos telas pintadas en felices épocas y un manojo de partituras zarzueleras.

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—¿Qué hiciste, cretino? —preguntó mi amada al cruzarnos en el exterior—. ¡Vete a inmolarte! Corrí hacia el fondo. Algo no correspondía. El incendio final debería haber ocurrido en el otro hotel, no aquí, pero efectivamente la construcción era pasto —¿porqué ”pasto”?— de las lenguas ígneas. Ignaro, entré y retiré nuestros tesoros: una virgen de plata y el canario. Las llamas venían de la barranca. El viento había transformado la lenta combustión del colchón —evidentemente detenido en su proyectada caída por zarzales, mugre y ramas secas en el mero borde del abismo— aportando el necesario oxígeno; la basura, los compuestos de carbono. Ardía que se las pelaba. Yo había visto un extinguidor, alguna vez, y fui a buscarlo al garaje. Allí estaba Eduardo, arrancando su auto antes de que acabara consumido. No tuve ocasión de preguntarme cómo reaccionaría ante las funestas pérdidas. —Me las vas a pagar —dijo, con tranquilidad—. —No fue mi culpa. —Lo de las llamadas. El otro estropicio lo examinará el juez. —¿Qué llamadas? —Si hubieras ido, como te dije tantas veces, a las reuniones del gremio de Hotel y Restaurantes, sabrías que el de las toses es un caso conocidísimo en todo el país. Hay un código para toser, pasmarote. Después cae la cuenta de teléfonos, cuando ya es tarde. Teléfono. Recién en ese momento se me ocurrió llamar a los bomberos. El hotel no recibió daños. Nuestra casa, por el contrario, quedó bastante chamuscada.

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Eduardo pidió que nos mudáramos ese mismo día y Luchita arrancó con los cuatro niños hacia Cualcual, donde sus padres cultivan modesta parcela. Entre bomberos y policías anduve ocupado la mayor parte del tiempo y cuando partieron los artistas para Cartago no los pude acompañar. A la tarde fui detenido, acusado de negligencia culposa. La compañía cinematográfica pagó los daños en la habitación y mandó a Casillas a casa. Washington había dicho de él ”este orificio anal solamente habla cacas de toro”, por lo que imaginé que no lo tenían en mucha estima. Eduardo me entabló demanda por destrucción de bienes ajenos, abuso de confianza e incumplimiento de contrato. No hubo palinodia que valiera. El fiscal pidió para mí un año de cárcel, pero el defensor —de la firma de abogados que trabaja para el hotel— logró un acuerdo más favorable. Su argumentación fue que la cárcel para quien destruyó propiedades es en realidad un premio, ya que el prisionero sólo paga su deuda social, no la económica que es la que en realidad importa, y además es alimentado, vestido y alojado con cargo al erario. —Quien debe dinero, debe persistir en libertad y reponer con esfuerzo creador el fruto de su destrucción, tal cual mi exégesis de las parrafadas del Código Civil indica —sostuvo— pero toda libertad debe tener morigerado control. Por eso Eduardo fue nombrado curador del caso y encargado por tanto de mí, durante los años de penalidad. Trabajando pagaría gastos y perjuicios. Dí mi conformidad: cualquier cosa es preferible, antes que perder el libre albedrío. Vivo desde ese entonces en el ático de los herrumbrados servicios de mesa, y si me porto bien y si ellos así lo desearan, Luchita y los niños podrán verme un domingo de tarde. Toda insinuación de incluir posibilidades de visita con venusterio ha sido explícitamente rechazada.

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—Algún castigo tiene que haber, ¿no te parece? —dijo Eduardo. Me cobra, en realidad, barato por el alojamiento y la comida, y aumentó mi jornal al doble, contablemente descontable. Por otra parte, echó a Pacorro y jubiló a don Carlitos. Yo hago esos trabajos también. Violeta está feliz. De Guanajuato no supe más.

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El futuro asegurado

—Y después nos vamos a comer. ¿Qué te gustaría comer? —No sé... Cualquier cosa. —”Cualquier cosa” no sirven. —Ay, usted me hace bromas... No sé; lo que guste... —Te voy a llevar a un buen restaurante. Ahí por ese rumbo hay varios. Viajaban en un ómnibus trepando la montaña. A través de las ventanillas ahumadas parecía que el paisaje estuviera tan verde como en época de lluvias en vez de seco y terroso, lo que era la realidad. Zumbaba el motor; zumbaba el acondicionador de aire, y las voces de los pasajeros sonaban apagadas, sorprendentemente íntimas. —Tú no debes de hacerles caso. Sabes bien por qué te hacen la guerra. —Es que la Eulalia, la idiota, porque eso es lo que es, una idiota, dijo que qué, que por qué usted se sienta a desayunar conmigo, que eso está mal; que usted debería desayunar solo, por los clientes. —Déjalas, te digo, y trátame de tú. Esperaron en silencio a que la azafata les sirviera refrescos en vasos de cartón, pues viajaban en servicio de Luxe. El servicio Extra no incluía refrescos; el Rápido usaba autobuses ya gastados; el Expreso también, pero

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repintados; el servicio de Línea era sólo para campesinos pobres y no recorría la autopista. Todo tiene un orden. —A la Margarita también le voy a decir un par de cosas. Que se vaya, que se vaya a trabajar a alguna fonda no más. Propinas de cinco, de siete pesos. Trabajando conmigo sí que se llevan propinas. No quieren darse cuenta de que les estoy enseñando una carrera, porque esto es verdaderamente profesional. Que no falte el limón para los mariscos, que no falten las galletas, que los vasos estén limpios. Así es cómo se aseguran las propinas, las propinas buenas, y todo marcha como debe. Con una carrera así te puedes ganar muy bien la vida, te lo digo yo. Esa Margarita. Es un problema esa mujer. —No quiere trabajar; se enoja cuando le llegan pedidos alacatre, me hace bromas de usted, de ti, que no quiero contar. —Ya sé, ya sé. El otro día, que nos vio juntos. La escuché, sí. Que no se meta en lo nuestro. Lo nuestro es sagrado, compréndelo. ¿Qué me importa el qué dirán? Y menos esa Margarita, que ni servir bien sabe; huele a sucio, además. A medio camino aparece una hilera de cerros que se precipitan sobre la autopista como delfines de acuario: cuatro pliegues inmensos, casi verticales. Cuando pasaron por ese lugar ella iba leyendo una fotonovela, y levantó la vista para mirar los lomos monumentales, engañosamente frondosos tras los vidrios verdes en aquella mañana calcinada. Él se había dormido, y la tela del saco de su traje estaba alzada en un pliegue detrás del cuello, lo que lo hacía parecer giboso. Ella contempló el paisaje hasta que la vista se hizo menos dramática; giró la cabeza para mirarlo a él, solamente un instante, como para constatar que seguía ahí, y regresó a la lectura —cuadro por cuadro y moviendo los labios— de su fotonovela. Tenía un vestido oscuro estampado con grandes flores de colores fuertes; era joven,

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morena, y probablemente estuviera condenada a la obesidad en un futuro cercano. —Quiero que pases frente a la casa de ella. Yo te llevo en el carro la próxima semana y después que ya sepas dónde es, puedes volver allí solita. Necesito que veas si mis hijos están bien. Quiero no más que los veas. Ella no me los deja ver, porque sé que no los cuida como debería. Mi abogado dice que todo va a resolverse a mi favor. No sabe a quien se enfrenta. Así me paga todo lo que hice por ella. —Tú eres bueno. —Sí, pero cuando nos casamos no nos hablamos con la verdad. Uno se comporta como debe y recibe solamente castigos. Fíjate tus compañeras de trabajo, sin ir más lejos. Hasta joyas, vestidos, blusas baratas les consigo. ¿Qué otro patrón se preocuparía, así, de que anden decentitas? Y después, es una lucha para que me paguen las cuotas. —Ay, sí, cierto, los vestidos. Yo... —No importa, niña. No lo decía por ti. Ya te expliqué: ese que estás trayendo te lo regalo; el azul te lo descuento en abonitos, nada más... —...muchas gracias... —...pero te quería decir que a ustedes las protejo; trato de que el trabajo las absorba, les de una razón de vida. No hay que estar pendientes del reloj o del salario. Conmigo tienen el futuro asegurado. —Es lo que yo le decía a la Eulalia. —Ahí tienes, la Eulalia. Otra que amenaza con irse. Tantas se fueron y vienen después con la nostalgia y que si no las tomo de vuelta, que por favorcito. No, joven, nada. Ella está celosa; no ha podido aceptar lo nuestro. Ahora un día de éstos, lo que estemos en la cocina y ella entre, tú vienes, me abrazas y me das un beso. —¡Ay, no! —¡Ay, sí! Claro que sí. Te tiene celos, por eso te molesta. Tienes que comprenderla un poco, también.

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En la lejanía, como espuma brotando en el suelo plano del valle, entre bruma y resplandores, apareció la ciudad. Él se ajustó la corbata estirando el flaco pescuezo; alisó con la palma de la mano los mechones engominados que cubrían su cráneo semicalvo, rosado y con eczema; se calzó los lentes. Faltaba aún una media hora. Pasarían al costado de dos pueblos que se estiraban junto a la carretera. En el primero destacaba el anuncio de la tlapalería El Famoso Caballito; en el siguiente, el de la cantina El Caballito Famoso. Grandes carteleras superpuestas gritaban buscando compradores para calcetines, brandy, viajes a Europa, seguros de vida. La autopista estaba encerrada entre carteles, bardas de seguridad y mallas de alambre. Al lado, en los pueblos, la vida seguía como siempre. —Son millones de microbios, pero sólo es uno el culpable. ¿Me explico? —Más o menos le entiendo. —Tuvimos mala suerte. —Claro. —Pues es así. Pero hay métodos, muchos métodos. Poco a poco los poblados empezaban a enlazarse unos con otros. Los grupos de casas eran cada vez mayores y entre ellos ya asomaban las narices amarillas de lo ómnibus suburbanos. El viaje, ahora en descenso, se enlentecía por el tráfico. De la casetera del conductor comenzó a sonar la orquesta Aragón: danzones para despertar a los pasajeros. Afuera los pinares ralos filtraban un sol cruel. —Yo ya hablé con él y me va a cobrar menos. Por eso es importante que tú, después, cuando lo veas aparecer por el negocio lo invites con una cerveza, o algo. Me lo dejas no más apuntado en la caja, si yo no estoy. Que él vea que estás bien, que te vea agradecida. ¿No tienes miedo, no? Verás que ya al ratito estamos en la calle. Después

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comeremos en un buen restaurante. Hay varios por ese rumbo. ÂżQuĂŠ te gustarĂ­a comer, dime...?

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Por la causa

Juan sacudía la pipa —siempre vacía— contra la palma de la mano. Estaba en una pequeña librería llena de gente, un comercio estrecho y oscuro donde el calor era tan intenso que casi podía tocarse. —Che Gordo, ¿te falta mucho? —preguntó—. —Juancito —murmuró el Gordo— antes de las seis imposible. Los viernes se junta el laburo. —Te puedo ayudar, si querés —señaló en torno con la pipa—. ¿Qué hago? ¿Qué te falta? —No, no. Leé; mejor leete algún libro. Son minutos, no más. Juan se sumó a dos clientes que revolvían una mesa de ofertas. Encontró un ejemplar de Sociedades prefeudales en la Alta Birmania y se puso a hojearlo a un costado. Desde la calle entraba el ulular interminable de la Plaza de Armas de Santiago de Chile —miles de pies, motores furiosos, gritos, bocinas— y se ahogaba entre libros y papeles polvorientos. El Gordo hacía cuentas en una libretita; miraba por la vidriera el verde insolente de los árboles y se mordía el bigote para facilitar la matemática. A las seis, guardó lápiz y libreta en un cajón, se despidió de la cajera y se fue a lavar las manos. Salieron al aire hirviente y sucio; la multitud los arrastró a la Alameda. Juan enfiló hacia el bar El Bosco comentando:

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—Pagate una cerveza, porque tenemos que hablar. Por milagro encontraron una mesa y pidieron dos pilsener bien frías, que llegaron acremente tibias. —Antes que nada —empezó Juan— agradecele a tu patrón por el regalito... Agitó ante los ojos sorprendidos del Gordo, el ejemplar de Sociedades. —Hay riesgos realmente innecesarios —sentenció éste —pensando que con Juan era mejor cuidarse. Juan se sonrió con desprecio y suficiencia y empezó a hablar de otra cosa. Conversaron algunos minutos yendo en vaivenes de las noticias del Uruguay a las confidencias de la Unidad Popular. El Gordo notaba que el verdadero motivo de la reunión aún no había aparecido. —En resumen —dijo Juan, y no resumió nada— que necesitamos dinero. No hay trabajo, los compañeros no tienen de qué vivir, la acción revolucionaria necesita medios. En ese aspecto, pensamos que tus condiciones podrían jugar un papel importante. —Mirá —interrumpió alegremente el Gordo, sintiéndose alabado— si lo que están pensando es en poner una librería, te aviso desde ya que la saturación del mercado... —Qué librería ni librería —cortó Juan, moviendo la mano en gesto de alejarlo—. El enemigo tiene la guita, igual que las armas. La cosa es quitárselas. ”Así se habla”, pensó el Gordo con rabia. A él nunca se le ocurrían esas formulaciones. —No creas que te queremos comprometer —continuó Juan, recostándose a la silla para vaciar la cerveza de un solo trago, pues en El Bosco se tomaba del pico de la botella, y concluyó: —Queremos tu casa. —Bueno, yo... Vos sabés ¿no?, yo comparto la casa con Juan Dos. Si por mí fuera... —Aquél ya sabe.

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—¿Y? —Dijo que si a vos no te entraba el cagazo, él no tenía problema. —¡Pero qué hijo de puta! ¿Qué hay que hacer? —Cositas. Guardar unas cositas. Acá, como comprenderás, no te puedo explicar. —¿Fierros? —No. Fierros no. —¿Cuándo? —Ahora. —Bueno. —Prestame una ficha para el teléfono, que lo arreglo. Desde el fondo oscuro del bar una leve corriente de aire traía un formidable tufo a meadas. La figura de Juan —saco y corbata a pesar del calor sahariano— se destacaba. Sostenía el auricular con el hombro y gesticulaba con la pipa. El camarero entendió que le pedían más bebidas y plantó nuevas pílsener en la mesa. Juan regresó, se echó la segunda cerveza sin sentarse, se secó la boca con el dorso de la mano y ordenó: —Vámonos. A los manotazos, el Gordo pagó la cuenta, tomó lo que quedaba y se levantó, alzándose los pantalones. Juan ya había arrancado Alameda arriba con eficaz paso de maratonista y llevaba varios metros de ventaja cuando lo detuvo el semáforo en la esquina de Mac Iver. Caminar entre la multitud era un desafío. Atravesaron la calle y siguieron junto a la Biblioteca Nacional. En las anchas veredas del cerro Santa Lucía casi no había gente. —¿Adónde vamos, che? —jadeó el Gordo—. Me traés como loco. Juan no contestó. Cuando pasaron el edificio de la UNCTAD gruñó por el costado de la pipa: —Doblá.

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Hacia la izquierda, el centro se transforma de golpe en un barrio cualquiera, apacible, con vecinas que conversan, sonido de televisores y ropa colgada en los balcones. —Aquí —Juan señalaba un inexistente arco de horizonte— van a encontrarnos. La cobertura de esta operación es que Néstor se muda para tu casa. ¿Estamos? —Pero, yo digo, es algo orgánico, es decir, es el grupo. No es que, vos, cómo te diría... —Tranquilo, Gordito. Tranquilo como una foto. El Gordo comprendió que había estado poco diplomático, pero una luz roja se había encendido dentro de su cabeza y pensó que podría haberse negado y seguir con su vida sin mayores emociones, lo que a su vez era despreciable. Participar era necesario; luchar era necesario. Pero líos de exiliados pueden durar una eternidad. Un poco más tarde una camioneta Opel, nuevita, se acercó lentamente y frenó ante ellos. Néstor se bajó para que Juan y el Gordo entraran al asiento trasero, donde estaba Pablo. El chofer era un tipo muy alto, muy grande y muy rubio, con cara de mudo y sonrisa inconsciente, pegada a la boca. Juan lo conocía; lo saludó con un discursito, como acostumbraba, y lo presentó: —Gordo, este es Onno, que está ayudando a Néstor con la mudanza ¿eh, Onno? Onno, este es el Gordo, el dueño de la casa adonde vamos. El Gordo te va a indicar el camino, Onno. Gordo: dale. El Gordo hizo las contorsiones necesarias para darle la mano al nuevo amigo, retrocedió resoplando hasta insertarse entre Juan y Pablo y sugirió: —Tenemos que ir para el norte. Date la vuelta al parque y salimos a Plaza Italia. O salí por el Mapocho, no sé, pero siempre al norte. —No conozco Norte —dijo el conductor, con fuerte acento extranjero—. —Para arriba. El río. Cualquier avenida. —¿Avenida Alameda tú refieres?

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—¡Pero Gordo! ¿No ves que lo confundís? Onno no conoce bien la ciudad todavía. ¿Verdad Onno? —terció Juan—. —Arrancá, holandés. Yo te aviso —dijo Néstor, entre gallos y chiflidos: sufría un fuerte resfrío de verano—. Partieron silenciosos. En la plataforma, junto a la puerta trasera de la camioneta, había dos maletines cerrados y una gran caja de cartón que decía ”Editorial Quimantú” en los costados, desbordante de libros y frazadas. Néstor enfiló a Onno hacia el Parque Forestal y lo hizo seguir por Pío Nono, para bordear el cerro San Cristóbal y tomar Avenida Perú. Pasaron Siglo Veinte y en la curva donde estacionan las micros de la línea San Cristóbal-La Granja se les atravesó un taxista. El frenazo fue sonoro y brutal, pero evitaron el choque conformándose con gritar barbaridades y recibir el mismo tratamiento. —De la que nos salvamos, en realidad —comentó Néstor—. —Huy, sí —movió Onno las comisuras—. —Así es como fracasan tantas cosas —sentenció Juan —. Súbitas, las luces rojas que siempre acompañaban al Gordo, se enloquecieron dentro de su cabeza. Luchó por acallar una intuición, pero no pudo. Acercándose a Juan, le secreteó: —Che... No estamos llevando explosivos ¿no? Por supuesto, sucedió lo que el Gordo más había temido: Juan largó una carcajada y dijo, venenoso: —¡Oigan a este cretino! Dice, Néstor, si tus pilchas no son dinamita. ¡Ex-plo-si-vos, nada menos! Qué tarugo, Gordo. Cómo podés pensar... Néstor giró la cabeza y su ancha cara mulata se ensanchó aún más con una sonrisa. Onno dirigió una mirada fugaz vía retrovisor. Pablo, que estaba por encender un cigarrillo, apagó el fósforo escupiéndose en

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los dedos y se quedó jugando con el palito. El Gordo lo notó; se hundió en su asiento. —Ahora, Onno, tomás a la derecha. Una cuadra más allá seguí hasta un portón grande —dijo Juan cuando circundaron la árida Plazuela La Palmilla—. —Juan, mi casa es para el otro lado —protestó el Gordo—. —Ya sé, ya sé. Primero vamos a comprar algo para comer. En un rato más es de noche y hay que cenar ¿no? Onno hizo como le habían indicado y Juan y Néstor bajaron a comprar. Pablo seguía jugando con su palito y el chofer miraba al frente, como soldado. El silencio empezó a espesarse. Cuando llegó a lo incómodo, el gordo se inclinó hacia adelante y preguntó: —¿Y tú de dónde vienes? —Yo vengo de Holandia. Soy becado aquí. Sociologista —contestó el impávido Onno para continuar la conversación—. Juan llegó gritando: —¡Gordo! Prestame dos mil escudos ¿Querés? Néstor descargó en el asiento una bolsa con tomates y fideos. Pan no había ni para muestra. Dejó también varias botellas de vino. Era un barrio de casas bajas color ratón, de cuyas paredes sobresalían las varillas del cemento armado, diseñadas con el bolsillo y no según principios de arquitectura. Las calles de hormigón estaban enmarcadas por veredas polvorientas, sin recubrimiento. Algunas ventanas mostraban flores en tarros de conserva; en las esquinas se balanceaban faroles y por todos los lados colgaban cables de electricidad, tal vez telefónicos. Habían llegado. —Bueno... ¡ahora! —anunció Juan, arrodillado en el asiento trasero y empujando la caja con las dos manos.

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Néstor, desde la calle, la tironeaba. Onno daba vueltas; Pablo sostenía los maletines y el Gordo había ido a abrir la puerta de su casa, una más entre tantas casas parecidas. —Aguanten ese costado —siguió Juan—. A ver, vos, Pablo, dejá esos bolsos y dale una mano acá al Néstor; Gordo, ya que entrás poné agua para tomar unos mates, ¿eh, Onno? Unos mates. ¿Te quedás a tomar unos matecitos? Desde adentro, el Gordo escuchó gritar: —¡No, muchachos! Sosténganla. ¡Se resbala! ¡Aguanten, como sea! —y corrió a ayudar—. La caja pesaba una cosa tremenda. Onno también había corrido, pero regresó a la camioneta. Entre Pablo y Néstor entraron la caja. Onno agradeció mecánicamente con la cabeza las reiteradas invitaciones a matear que le hacía Juan. Se despidió y salió aceleradísimo, doblando en la primer esquina. Pablo se tiró en la cama; Néstor ocupó una de las tres sillas que, junto a la mesa, formaban el mobiliario principal de la vivienda, y Juan en otra. La caja reinaba desde el centro de la habitación. —Ahora me van a decir qué hay ahí —exigió el Gordo, señalándola—. Nadie contestó. —Andá a hacer un mate, andá —dijo Juan displicente, apuntando con la pipa hacia el patio, donde quedaban el excusado y la cocina, y agregó: —Tenemos tiempo, mucho tiempo... —Pero ¿qué pasa? —protestó el Gordo—. Meten ese fardo en mi casa, no me dan pelota, la van de misteriosos. Néstor estaba armándose un cigarro con tabaco Banquero; Pablo comenzó a chupar una medalla que llevaba al cuello. —Está bien —dijo Juan, tironeando hacia un costado las frazadas—.

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Dispersó los libros por el piso y descubrió un paquete cúbico de cincuenta centímetros de lado, envuelto en papel embalaje amarillento, cruzado por gruesas ataduras. —Abrilo vos, gordito —concedió—. El Gordo se zambulló hacia el piso y tironeó las cuerdas, que no cedieron. Se paró, desesperado, dijo ”algo para cortar” y salió a la cocina. —¡El mate, ya que estás ahí! —gritó Juan. El Gordo lo puteó en voz baja, manoteó un cuchillo y la caldera, la llenó de agua y encendió el gas, quemándose los dedos. Volvió con el cubierto, un puñal alzado, y atacó los nudos, torpes y de aficionado. Al fin, entre papeles y cartones rotos, descubrió un cubo metálico negro, una caja de metal: una caja fuerte, con su cerradura niquelada y sus gruesas bisagras. —¿Y cómo la...? —decía el Gordo mirando a todos, relamiéndose el bigote—. —Vos sabés —explicó Pablo— los cambistas de dólares; el mercado negro. O sea que no te pueden denunciar a la cana. Bien. Un señor de éstos fue expropiado ayer por nosotros. —Pero... —titubeaba el Gordo, formando como los niños un revólver con el índice y el pulgar—. —Ningún problema —carraspeó Néstor—. Íbamos enmascarados y la pobre secretaria hasta nos ayudó. —Bueno, ya. Dejemos los detalles —intervino Juan—. No transformen esta acción en una de cowboys. Compañeros, festejemos poniéndonos a trabajar. Gordo: traete unas botellitas. Pablo: buscá en el bolso las herramientas. Néstor: buscá alguna lámpara más en la pieza del Juan Dos, porque esta luz no alcanza. Colgó su saco sport del respaldo de la silla, se desató la corbata, la acomodó sobre el saco y se arremangó los puños de la camisa impecable. De la cintura sacó una pequeña pistola, que dejó en la punta de la mesa.

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Néstor colocó una broca en el taladro eléctrico con que estaba trabajando y el Gordo se sintió obligado a preguntar: —¿Y ese aparato? ¿También lo...? —Es del holandés —dijo Néstor—. —¿Y quién es ese holandés? —El holandés es uno de los tantos técnicos en revoluciones que vienen aquí a enseñarnos a los indios cómo hay que hacer las cosas. —No seas... —interrumpió Juan—. Es un internacionalista, un compañero colaborador de la periferia del grupo, con contactos en partidos europeos hermanos... —...y sobre todo, con una camioneta Opel...—comentó Néstor—. Golpearon a la puerta. El Gordo quedó paralizado. Pablo había ordenado ropas y herramientas encima de la cama, a su lado, y se levantó de un salto. Néstor maldijo al aire y trató de buscar con qué cubrir la caja. Juntó las puntas del cubrecama, con todo adentro, y la tapó. Las herramientas cayeron al piso, con estrépito. Nuevos golpes. —¡Atendé, pelotudo! —dijo Juan empujando al Gordo —. Se agachó y recogió Sociedades. En ese momento alguien gritó ”¿Se puede?” y entró a la casa. Era Juan Dos. —Los felicito por los excelentes criterios de seguridad. La puerta estaba abierta —comentó, tirando encima del montón que ocultaba la caja los periódicos de la tarde—. Pateó con suavidad un destornillador; juntó una pinza y fue a su habitación. Desde allí anunció: —En los diarios no salió nada, che. Poco a poco la superficie de la caja comenzó a mostrar melladuras. Néstor insistía en hacer un hoyo en el mismo medio de la puerta, lo que logró.

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—Ya está —dijo, y todos se acercaron expectantes—. Del hoyito escapaba la arena que protegía la caja de posibles incendios. —¿Y con ese agujero qué pasa? —preguntó Pablo—. Nadie supo qué contestar. —A lo mejor hay cincuenta mil dólares ahí adentro — dijo Juan con la boca llena de fideos, mientras acababan de comer. Néstor se sonó la nariz y comentó ”mirá vos”, sin comprometerse. Se rascó el pecho desnudo, donde el serrín metálico pegado a sus dedos le dejaba rayas de tigre. Pablo tenía atigrada la frente, de respingarse los anteojos, y ya había dado de baja una botella entera de vino. Juan Dos perfeccionaba un escarbadientes de paja de escoba. El Gordo lavaba platos afuera, en la cocina. —Cincuenta mil dólares —dijo en voz baja y agregó más agua caliente. Hacía semanas que no se conseguía detergente, ni en el mercado negro—. —Con cincuenta mil dólares la situación cambia —oyó que explicaba Juan—. —Sí, claro —dijo Pablo— pero no para nosotros, los que estamos peor. —El dinero es del Grupo, eso es verdad, pero los bien jodidos podríamos retener algo. Un diez por ciento, digamos —arguyó Néstor—. —Que los más infelices sean los más privilegiados — murmuró el Gordo en la cocina, secando tenedores— y diez por ciento son cinco mil que divididos entre los cinco da a mil. —Eso no hay que tocarlo. Es de Finanzas y chau. Nada que discutir —comentó secamente Juan Dos—. —Dividido cuatro son mildocientos cincuenta... — razonó el Gordo y se avergonzó—. —De acuerdo, Juan —dijo Juan— pero el Grupo, lo sabemos, no reconoce la autoridad del Directorio.

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—Pa mí —dijo Pablo exaltado, golpeándose el pecho — y es mi opinión, habría que limpiar a alguno o echarlos a todos. —Calmate, che, y no tomés más —observó Juan Dos —. —Pero oiganmé —pidió Néstor—. Seamos prácticos. Administremos esa plata hasta que la próxima Convención decida lo que va a pasar. —¡Muy bien, doctor! —palmoteó Pablo, y se sirvió vino—. —De eso a lumpenizarse hay un paso —opinó Juan Dos—. Dinero expropiado no es sociedad anónima. El problema es político. —Justamente. Moral —concluyó Néstor—. Con la confusión, nadie va a apropiarse del fruto de mi trabajo. —En la praxis —quiso sumar Juan— significa que entregaremos lo expropiado a Finanzas, pero en algún otro momento. —Están todos en pedo —dijo Juan Dos levantándose —. Voy a hacer té. La medianocheno trajo aire fresco; seguía estando tan caliente como durante el día. Pablo luchaba por unir con una segueta tres perforaciones taladradas junto a una de las bisagras de la caja. La arena del relleno estaba esparcida por el piso, junto a colillas, herramientas y papeles rotos. Juan había sentido mucho dolor en una mano, por lo que ya no trabajaba más y estaba tendido sobre el colchón del Gordo —que respondía a la descripción escolar de la geografía uruguaya con sus colinas suaves y onduladas— leyendo Sociedades. Juan Dos miraba los diarios y Néstor dormía, con la tranquilidad de quien ha cumplido, en el otro cuarto. El Gordo trataba de ayudar a Pablo pero las luces rojas lo desconcentraban. Tuvo que hablar:

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—¿Y si ahí adentro —señaló la caja con el mentón— no hay nada...? Lo contemplaron. —Sos imposible, vos... —empezó Juan, indulgente como maestro de jardinera—. Supongamos que, con la demanda que hay, el tipo cambia quinientos, qué digo, mil, mil dólares al día... En un mes, treinta mil. ¿Me seguís? Treinta mil que hay que tener escondidos, sacar del país, qué sé yo, pero que no se pueden andar moviendo cada semana; o sea que los tienen que retener hasta que... —...hasta que venís vos, el gran vivo, y se los quitás — dijo Juan Dos desde atrás del periódico—. —...hasta que, repito... —...los meten en otra caja, y esa en otra caja, y esa en otra caja... —siguió Juan Dos—. —¡Pero dejame hablar, che! —Sos un idealista, un iluso. —¡No! ¡Trato de razonar! —Y no podés —dijo Néstor, entrando desde la pieza de al lado—. Me despertaron. —Tomen la segueta —dijo Pablo, levantándose y arqueando la espalda para descansarla—. Ya estoy podrido de estos fierros viejos. ¿Hay más vino? —Yo sigo cortando —se ofreció el Gordo, y la recogió —. Para la madrugada, el metal estaba arañado, perforado, magullado en diversos lugares, cruzado por tajos, rayas y cicatrices sin rumbo. Ningún resultado espectacular. Néstor había empezado una lenta rueda de mate y por eso un olor a campo brotado sustituyó al del tabaco fuerte, la mugre y el sudor. El Gordo atacaba sistemáticamente una bisagra y sentía que iba por buen camino, pero tantos ya habían sentido a lo largo de la noche que iban en la dirección correcta, que mejor no creer en nada más. Hincó una uña

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de hierro bajo la bisagra medio serruchada y se afirmó con toda la fuerza. El metal cedió. —¡Se rompió! —dijo, sorprendido—. La puerta de la caja bailoteaba zafada del gozne y dejaba libre una abertura de un centímetro, por la que se veía el interior. —¡Luz! ¡Más luz! —dijo Juan, abriéndose paso—. ¡Déjenme mirar! Néstor acercó una lámpara. Allá adentro asomaban papeles. —Billetes... —La otra bisagra la podemos hacer saltar a martillazos —dijo Juan—. —Sería muy ruidoso. Hay vecinos y es de madrugada —opinó Néstor—. —Envolvemos el martillo en trapos —dijo Pablo—. —¿Dónde tenés trapos? —preguntó Juan—. El Gordo movió la cabeza, negando. —Abajo de la cama veo un par de calcetines —dijo Juan Dos— y están igual que trapos. Este chancho deja todo tirado. —¿Podemos? —dijo Juan, señalándolos—. El Gordo asintió sin hablar. Después de muchos trabajos y exclamaciones, cercana ya la luz del día, la puerta fue violada. Todos, hasta Juan Dos, rodearon el destripado botín para extraer urgentemente trofeos. Pablo miraba sin ver algo que había pescado —entre sueño y borrachera— del corazón de la caja. Sostenía, bajo la lamparilla solitaria como una fruta triste colgada del techo, otra fruta balanceándose al extremo de unas correas. —Pero qué es esto... pero qué es... —repetía monótonamente—. —¿De veras no sabés? —le preguntó Juan Dos. Era un vigoroso pene ortopédico, que describía círculos en el sire.

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Néstor se había apoderado de tres antiguas revistas pornográficas, y lentamente pasaba las hojas. —He aquí las dos caras de la misma moneda — sentenció, tosiendo—. El Gordo, con seriedad de enterrador, clasificaba cosas disparatadas. Una fotografía mostraba a tres señoras junto al reloj floral de Viña del Mar, tal vez en el año cincuenta. Otra foto, un señor grueso, a caballo y en traje de huaso. Juan había separado el dinero expropiado en pequeños montones, anotando las cantidades en una hoja de cuaderno. Juan Dos se la arrebató y empezó a leer, payaseando: —¡Atención! Boletín especial. Tendencia de la Bolsa: baja. Mercado de cambios: once mil cruceiros, setecientos cincuenta pesos bolivianos, ciento noventa soles. En total, vaya uno a saber, unos diez o quince mil escudos. Emociónense: la patria saluda a sus hijos: cincuenta pesitos uruguayos. Y el plato fuerte del día: dólares, con la correspondiente foto de Washington y ojalá no hayan sido fabricados en la otra cuadra, seis unidades seis, ni uno más ni uno menos. Además, dos mil escudos de curso legal que la casa retira para sus gastos. ¿Alcanza, Gordo? El Gordo, con decisión, tomó los dos billetes y se los metió al bolsillo. Quiso servirse un mate, pero ya no había agua; té o vino, tampoco. Se sintió un infeliz. Néstor, tirado en el piso, barajaba las revistas. Pablo chupaba la medallita sentado junto a la mesa, la mirada perdida por ahí. Juan Dos siguió la perorata: —Lapicera Parker, sin pluma; Bic de medio uso, una caja de aspirinas... —Ese está loco —comentó Néstor—. Hay que tener aspirinas en una caja fuerte... —Y junto con el pito y las revistas —agregó el Gordo —. —No tendría mesita de noche —dijo Juan Dos, y retomó su declamación—. Para vos, Juancito, que siempre andás buscando seudónimo: documento de identidad a

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nombre de doña Benita Larraín Irarrázaval, nacida en Melipilla el dieciocho de enero de mil novecientos cinco... Juan, que lo había escuchado en silencio y golpeando la pipa, vacía, contra la palma de la mano, polemizó: —Hay que aprender de los reveses; sacar siempre alguna ventaja... Por ejemplo, aquí hay también una libreta. Puede tener cosas útiles... —¿Hojas libres, decís? —retrucó Néstor—. Pablo se rió con blanda risa de borracho. Se quitó los lentes y apoyó la cabeza en los brazos, cruzados sobre la mesa. Frente a la nariz le quedó el billete de cincuenta pesos. Sopló, y lo hizo volar como una pluma. —Hace semanas que mi mamá no me escribe —dijo—. —Creo que en realidad tenés razón, Juan —dijo Juan Dos, conciliador—. Todo es bueno, depende de cómo se lo mire. Por las dudas, tener en reserva un pichulín de goma puede ser bien útil y necesario. Juan se paró y se dirigió hacia la puerta que daba al patio. —Qué cagada, todo esto. Qué gran cagada —dijo el Gordo con un suspiro—. —¿Y qué shjjjj, ¡ay!, ffffrrrrttt, qué te quejás vos, rrrgggjjnnn, gordo bandido? —luchaba Néstor contra los volcanes de su pecho—. La caja la podés usar de biblioteca. Hay que sacar ventajas de los, gggrrrhhhjjjj, de los reveses. —No se dan cuenta que esto es una derrota política — comentó Juan, desde afuera—. Néstor se rió entre sus toses; Pablo tarareaba una marcha militar. El Gordo los miraba, confundido. Juan Dos hizo bocina con la mano y gritó, en dirección al patio: —¡No la caguís más, huevón!

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Nos otros

Pensé, caminando derrotado de regreso hacia el autobús, en el magistral comienzo del borgiano Aleph. El febrero del Sur podría asimilarse al agosto del Norte. Pensé que la formulación un caliginoso mediodía podría sustituírse por soleada tarde. En honor a la verdad, mi recuerdo era incorrecto, pues el maestro había escrito candente mañana y lo otro resultaba de creerme más Funes de lo que me está reservado. El importante papel que en El Aleph tienen los letreros de fierro de Plaza Constitución, lo tuvieron aquí los igualmente banales cartelones de un supermercado. Pensé, quise pensar, que en esa tarde se había alojado por un minuto un intento de revelación, La calle asciende una loma y yo por ella. Detrás mío queda el corto y alto puente que une esta isla a tierra firme, puente que confundía en mi memoria con otro, mucho mayor e imponente y que se ve más al norte, sobre el mismo brazo de mar. Por debajo pasa una lancha motora, entre hileras de boyas de plástico de color naranja. El sol brilla contra el agua oscura, espejo agitado. En la calle existen los mismos locales comerciales que tantos años atrás, pero algunos rubros han cambiado: esa videoteca por cierto no estaba hace diecisiete años. Había una lavandería, un supermercado... Sí, allí están. Camino en busca del edificio donde entonces tuve amigos, donde viví unos días. La realidad y su sucesión incontenible —el incesante y vasto universo— nos fueron separando. A mis amigos no

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los volví a ver; no sé si tengo derecho a seguirlos llamando mis amigos. Aquel era un invierno frío y nevado; el viento barría las islas. Yo llegaba por primera vez a Escandinavia y me quedaría, sin saberlo entonces, a vivir aquí. La luz resultaba escasa. Dieciocho grados bajo cero resultaban demasiados. El desnivel del terreno —la isla sube hacia su centro— hace que la planta baja de la casa quede algo elevada sobre el nivel de la vereda. Las ventanas desde las que miraba los autos chasqueando en la nieve, y las paredes de color apastelado de los edificios a lo largo de esta calle, parecían por esa razón pertenecer a un piso más alto. Pero lo recuerdo bien, el departamento quedaba en la planta baja, y había únicamente que subir una corta escalera para llegar a la puerta. Después, continuaba el corredor al que no llegaba luz natural. El barrio es residencial. A un costado cruza una ancha autopista, que unos cientos de metros más adelante es tragada por un túnel. En la margen de tierra firme hay una sucesión de edificios bajos —como los llamados en Italia ”palazzini”— que coronan una loma estirada, paralela a la costa. La calle es ésta. Lo constato con asombro; no puedo creer que casi nada haya cambiado. Por las anchas veredas caminan algunas personas, lentamente. Un hombre bien vestido y de mi misma generación —tendrá algo más de cuarenta años— está parado ante un portón, borracho. Me saluda ceremoniosamente y golpea el pavimento varias veces, con la punta del pie, como un toro que rascara el piso, como si tomara impulso. Dice en tono de reproche: —No entienden nada, ustedes no entienden nada, no tienen capacidad para entender. Ahora me doy cuenta de que en la costa de esta isla, junto a los cabezales del puente por donde acabo de pasar, hay enormes árboles frondosos. No los recordaba para nada. Claro está, en aquel lejano invierno, despojados de las hojas, debían de haberse visto menos imponentes:

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ahora son gigantes que sombrean casas de tres pisos. Tampoco recordaba algo aún más notorio: que allá enfrente, después de los ”palazzini”, aparecen bien visibles y concretos los rascacielos de los periódicos más importantes de la ciudad. Ahí están, ahí estaban; macizas construcciones resaltadas por el sol de la tarde. Busco la puerta de la casa de mis amigos, esperando vagamente que su nombre aún figure entre la lista de inquilinos. La puerta quedaba al lado de una pared vacía, la del mercado, y del otro lado la enmarcaba otro comercio. Si bien en diecisiete años cambié tres países, ¿porqué tendrían ellos que haber cambiado de barrio? Todo el largo paño de pared está ocupado por anuncios de ofertas: café, carne molida, pañales desechables. No hay puerta. Esto me desorienta un poco: puesto que la casa hace esquina, pudiera ser que la puerta estuviese a la vuelta, y yo confundiera su ubicación con la de las ventanas, ya que lo que recuerdo son — naturalmente— imágenes algo confusas. Paso frente al comercio; giro a la izquierda; entro en una calle más angosta; quedo enfrente de dos pesadas hojas de madera finamente barnizada, en las que hay aberturas con cristales biselados. Las hojas de la puerta están cerradas. Ahora, para abrirlas, hay que apretar botones; hay un código incógnito. No entiendo: este había sido un apartamento pobre, de los que habitaban décadas atrás los obreros, y en los años setenta la gente joven, la izquierda —la bañera estaba en el sótano—, pero ahora tiene estas puertas de clase media rica. Acerco la cara a los cristales y miro el vestíbulo. Tampoco corresponde: había oscuros buzones, era estrecho. Ahora representa un lujo sobrio de lámparas y estucos, un piso de mármol rosado y la cabina de un ascensor. Nuevos, selectos. ¿Aquella tina común estará en un museo? De repente recuerdo: dos ventanas en ángulo; el departamento tenía obligatoriamente que estar en la esquina. Me separo de la casa lleno de entusiasmo, para poder observarla a distancia. En éste edificio da la

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impresión de que no hay ventanas en ángulo; no me parece que pueda ser así. No es ésta la casa. El borracho mira —entre burlón y torpe— cómo escudriño en busca de señales. Tararea. Con la boca hace ruido de motores, resopla y estornuda. Pero no: otro dato más me indica que la puerta no era ésta, no podía ser ésta. Una vez salí directamente a la calle, no a esta calle secundaria, sino a la otra, aquella por la cual vine, pues en la entrada misma me topé con un compatriota, otro refugiado al que se había dado por muerto tiempo antes, y recuerdo la emoción y la alegría del reencuentro y su figura contra el fondo rojizo de un autobús que pasaba. Tal momento no puede resultar en imágenes oscuras. Sin embargo, la única línea de ómnibus que llega hasta acá tiene su recorrido por la cuadra de más abajo, y no pasa por aquí. Es la que usé para venir, y que tomaré al irme. ¿Podría ser que hubieran cambiado la ruta? En mis recuerdos hay visiones de mañanas nubladas y paredes húmedas, de la luz tenue en la escalera y de vehículos rodando hacia la ciudad. Estuvieron, están en mí ahora. Eso tendría que haber tenido lugar en la calle más ancha, no en la pequeña. Todo me lo insinúa tercamente: la puerta tiene que dar al oeste. Al otro lado de la calle angosta hay un edificio que, ahora sí, reconozco como el que busco. Es gris y viejo; su puerta apunta a la dirección debida. Desde el primer piso debe verse aquella misma calle —si bien algo más alejada, pero las imágenes de sueños y recuerdos aplastan la perspectiva— y también está en una esquina. En el ángulo de las paredes sí que hay ventanas a ambos lados, y por la posición que tienen es probable que pertenezcan a un mismo departamento. Cruzo la calle. El zaguán está gastado y es lóbrego. Puede ser éste; siento que sí; seguramente es éste. ¿Cómo pude confundirme anteriormente? Me estiro todo lo posible para tratar de ubicar, allá adentro, en la pared más lejana, la lista de habitantes. El sol no alcanza hasta allí, la luz del corredor

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se apaga automáticamente; no veo; no puedo divisar si siquiera existe el acostumbrado panel con los nombres de los inquilinos, escritos con letritas movibles de plástico. Son las ocho, apenas comienza el interminable atardecer del Norte. El borracho —puedo pensar que es profesor de secundaria, funcionario de seguros— grita, allá: —No hay nada que temer, amigos. No hay nada que temer, amigos. Una señora que pasea con un perro lo evita ostensiblemente, apartándose. Tampoco es esta casa, no. Regreso a la primera. Podría ser, sí, pero la puerta... El borracho nota que vacilo, que voy y vengo, inseguro. Canturrea y enfila hacia mí. Nos enfrentamos; me grita: —¡Tengo mi gurú en la Antigua Delhi! Lo saludo y trato de echarme a caminar alejándome, doblando nuevamente la esquina. No soportaría su diálogo, posiblemente incoherente. Pienso que con seguridad es un racista, y caigo en la cuenta que soy sorprendentemente prejuiciado; pienso también si la casa de mis amigos no quedaría, en realidad, cien metros más arriba, en la manzana siguiente, y que debería haber consultado la guía de teléfonos antes de venir hasta este rincón de la ciudad, como hubiera hecho cualquier persona normal. Debería haber averiguado dónde vivían ahora, haberlos llamado, haberles escrito. Es por lo menos lo que yo hubiera recomendado a otros. Después de todo, pasaron ya tantos años, y estos barrios de Estocolmo son parecidos. Un barrio es gemelo de otro; un hombre es gemelo de otro; uno de los gemelos recuerda un departamento y el otro gemelo ciudades de la India. Hace diecisiete años yo me cargaba de misticismo oriental y él llegaba en huida hasta esta isla desde el otro extremo del mundo; da lo mismo. Continuamos buscándonos. Detrás nuestro estaban aquél que sabía adónde daba su puerta y aquel que sabía

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dónde lo esperaba el maestro. Eramos dos, pero somos cuatro. A los cuatro nos quedan hoy imágenes descolgadas que echamos al aire. No queda nada más; no hay nadie con quien dialogar. Gritamos o caminamos en círculos silenciosos. Uno con otro, uno sin otro, unos con otros, todos, en cualquier punto, queremos alcanzar la religión, la totalidad, pero nuestra mente es porosa. Yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de mí mismo.

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Camiones

Cerca de la cumbre de un alto cerro estaban un profesor y sus alumnos. Habían llegado en una camioneta y un camión en cuyas puertas podía leerse Instituto de Meteorología. —Los cambios se producen por pequeñas modificaciones materiales en la vida cotidiana —sostuvo uno de los estudiantes—. —Ahí es donde me le debe dar entrada a los asigunes —intervino el profesor— pues la imaginación también tiene poder para transformar las cosas, puede ser el origen de cambios y no es para nada material, me parece. —El profe se escapa hacia adelante —comentó una candidata—. Las nubes envolvían al grupo, o dejaban entrever, abriéndose, un collar de valles sembrados. Allí, en tierras del pueblo de San Antonio Barraganes y entre las nubes, quedaría instalado el camión, incongruente, rodeado de ocotes y praderitas donde pastaban algunas chivas. Cada quince días vendría gente de la universidad para registrar observaciones, según un procedimiento rutinario. Ninguno de los habitantes de las casitas de tejamanil dispersas en las alturas había sido informado de lo que estaba sucediendo. —Si de cambios en la vida cotidiana depende — comentó en el viaje de regreso la candidata— poco a poco, con los conocimientos, lograremos revolucionársela, entonces.

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—Despacito por las piedras, dijo Jesús al cruzar el mar —interrumpió un estudiante—. Nosotros medimos y pesamos, como almaceneros. Otros vendrán después con sus propuestas. Modestia, modestia. Los cambios los harán ellos. —A lo mejor nuestro rol es solamente proponer — concluyó el profesor—. —Pero profe —continuó otro alumno—. Quien propone ya está haciendo. Don Elpidio tenía su plantío cerca de esa misma cresta boscosa. Había visto pasar al grupo; había visto que el camión quedaba allá arriba. Era antiguo vecino de San Antonio Barraganes. Manejaba tanto el tractor como su camioneta Datsun acelerando con el bastón, pues le faltaba el pie derecho. Años atrás, borracho, había volcado en el barro con un Dodge cargado con quince toneladas de papas, y entre los fierros aplastados perdió parte de la pierna. En sus viajes hasta el pueblo cercano, por un camino que se iba abriendo como ramas de árbol entre milpas y caseríos, siempre levantaba a algún caminante. —Ya no es época y sigue helando —comentó el pasajero de ese día—. Don Elpidio no contestó. —Se está quemando todo el brote de papa, con esos hielos —siguió el hombre, hablando solo—. El chofer asintió sin mirarlo, moviendo la cabeza y entrecerrando los ojos, dueño de algún misterio. —¿No sabe porqué es así? —dijo, cuando el silencio había leudado lo suficiente—. Es el camión. —¿Cuál camión? —Allá arriba. Vaya y vea, va a ver. —¿Adónde? —Para más allá de Rancho Viejo. —¿Un camión? —Un camión.

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El rumor ganó rápidamente las tiendas de San Antonio y los autobuses hacia la ciudad. Ese año había hecho algo más de frío. Ellos estaban entre cerros, y las imponentes faldas del Nevado se veían ahí nomás, pero lo del camión era realmente una injusticia. —Con razón la papa está apachurrándose. Cuando no falta agua, pasa esto. —Hay desgracias que son cosa de infortunio, pero otras no, no llegan en plato volador, y así está dándose aquí, en Barraganes, el caso. Días más tarde Elpidio vio a los citadinos a las vueltas otra vez por los cerros, y tomó la decisión de entrevistarse con el Delegado Municipal. —La gente se engaña, Elpidio. De todas las desgracias tienen la culpa otros. —A lo mejor tienes la razón. Pero si de algún modo se pierde la cosecha, entonces te quisiera ver. —Son cosas de estudio de lluvias. Ya lo han hecho antes. La universidad no nos va a perjudicar, ¿Para qué? Solo la autoridad correspondiente podría hacer algo, Elpidio. —Pero compadre, ¿y que acaso no es usted la autoridad correspondiente? De seguro que hay algo atrás. Se va a saber algún día. Yo no pienso esperar de brazos cruzados, como un pendejo. El Delegado tomó su viejo Volkswagen y remontó lentamente el cerro. Dobló aquí, allá, saludó con el cláxon o la mano, y enfiló por la ceja de montaña. En aquel claro del bosque —ya por todos conocido— encontró al objeto de la discordia: un Ford de tres toneladas, blanco y nuevo. En la plataforma de carga tenía instalado un gran cilindro vertical. abierto arriba, en cuya boca había cuatro cajas cúbicas enfrentadas simétricamente y montadas sobre rieles, de modo que pudieran entrar o salir horizontalmente del mismo. A un lado, un armario de

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metal mostraba diales y botones; al otro, llaves, válvulas, controles. Golpeó la puerta del Volkswagen y un ruido hueco se repitió en las laderas, nubladas a esa hora. Dio dos vueltas en torno al aparato para hacerse una idea, pero no se hizo ninguna; trepó con esfuerzo al techo y miró dentro del cilindro. Le sorprendió encontrar allí las aspas de un gran ventilador apuntado hacia el cielo. Aislada en el pastizal, la máquina parecía pacífica. Bajó. Se estiró la chamarra — bordada con gallos de riña— sobre el ancho vientre y manejó de regreso. En realidad, deberían haberle anunciado lo que habían pensado emprender. Llamaría, mejor, por teléfono a Tejiquiapan y que los del municipio preguntaran a la universidad qué era lo que estaba pasando. Cuando llegó a su casa, se encontró con que lo esperaban dos vecinos perturbados: ¿qué sabía, él, de eso de un camión? —Nada. Son sólo rumores y hay que mantener la calma. El asunto perdió fuerza en la misma medida en que el clima entibió un poco. Sin embargo, repentinamente, el campo amaneció otra vez blanco de escarcha. La indignación fue enorme. —Si ya se sabe que es el camión lo que trae el hielo ¿Qué vamos a esperar? —discurseaba el tendero, don Habacuc—. Con Delegado o sin él, el domingo siguiente decidiría la Junta de vecinos —en el local escolar— lo que habría que hacer. La discusión fue moderada —qué más remedio— por el mismo Delegado quien, compungido, presentó excusas a nombre de un funcionario que había prometido venir a explicar el asunto pero no llegó. Sin embargo, y estaba claro para todo el que se molestara en pensar un poco, un camión poco podía modificar la atmósfera.

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Pidió la palabra un agricultor afuerino y explicó que en su pueblo también se sentían los efectos negativos, y que nadie dudaba de que si el camión fuera retirado todo volvería a la normalidad. El médico regional explicó confusamente algunos términos meteorológicos, pero ni siquiera rozó el problema concreto. Llamó a respetar la autoridad, respeto que, como señaló un escéptico, nadie había pensado faltar. —Aquí hay gato encerrado —analizó otro vecino— y primero nos echan estas heladas, después vendrán más impuestos, y después se ofrecerán generosos a comprarnos la tierra, baratita. —Pero quién, dígame —interrumpió el Delegado— si eso no es necesario. La gente vende todo, lo regala igual, y se va para la ciudad. ¿Quién va a querer echarnos heladas? —¿Cómo que quién? El gobierno, pues. ¿O el camión no es de ellos? Una vecina expuso que tal vez todo se debiera a las pruebas atómicas, de las que el camión hasta podría ser parte, pero nadie le dio importancia. Nabor, el mecánico, planteó con claridad lo que finalmente resultó aprobado: —Nosotros somos los damnificados. Por las dudas, el camión debe irse. Nosotros lo retiraremos. —Esto es como lo del agua —secundó don Elpidio—. Espere que te espere. Y al final ¿quién puso las tuberías? Nosotros. ¿En quién vamos a confiar? Con el entusiasmo que genera el enfrentamiento, la asamblea tomó responsabilidad por el inmediato secuestro del vehículo y por su custodia, hasta poder entregarlo a los legítimos propietarios. Tumultuariamente los cabildantes abordaron autos y camionetas —hablando y riéndose, calándose los sombreros— y partieron festivos hacia la altura. Pronto alcanzaron la pequeña pampa donde el camión brillaba al sol del mediodía. La puerta estaba abierta. El hábil Nabor unió los cables del contacto, arrancó el motor,

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y se adjudicó el honor de manejar la presa capturada hasta San Antonio, escoltado por una caravana triunfal. En el terreno donde don Habacuc estaba construyéndose una segunda casa, estacionaron el cuerpo del delito y le desinflaron los neumáticos. Allí, entre montones de gravilla, bloques y tablones, quedó arbitrario y silencioso, como inocente mausoleo blanco. En el parabrisas apareció un mensaje críptico: “PROIVIDO ENTRAR. SOLO CON AMOR”, decía en letras grandes de tiza diluida. Las heladas, se terminaron. El delegado hizo que desde Tejiquiapan enviaran a un policía, quien se instaló en un rústico campamento. Más tarde llegó una muchacha a acompañarlo, y don Habacuc les facilitaba la mínima infraestructura. Si bien habían sido recibidos con sorna, acabaron siendo aceptados y el fuego de su hogar se veía en la noche. Hacía frío, y la recién llegada se quejó: —Es que mi marido el pobre a veces camina dormido y tengo para mí que va y sin saberlo enciende la maquinaria esa del camión,. El asunto fue discutido en el deliberativo comunal donde la oposición elevó un pedido de informes. La Unión de Vecinos presentó demanda por 600 millones de pesos, y a la demanda se unieron La Lagunilla, Tescaltepec y San Pedro de las Cadenas. Algún periodista sacó fotos; el policía desapareció a la semana; la primavera iba en avance. Una tarde llegó un yip de la universidad con dos muchachos serios, y un tanque de gasolina. No hablaron con nadie, pero todos los miraban. Pusieron el camión en condiciones y cada uno en un vehículo salieron de San Antonio Barraganes, sin pena ni gloria. Así también perdió lo sucedido actualidad, resignándose los campesinos a que nadie persiguiera su razón por salas, audiencias y corredores. Tanto la

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universidad como el gobierno dejaron sentado que todo se debía a un enojoso malentendido, sin aclarar quién era el enojado y quién había entendido mal. El profesor a cargo del proyecto no compartió la sorpresa de sus ayudantes ante el desenlace. Sostenía que su posición había sido correcta, y lo único que comentó al presentar informes fue que en San Antonio no estaban dadas las condiciones subjetivas. Lo objetivo, en este caso, había sido totalmente derrotado. Apretó el calor. El cielo amanecía grisáceo y se coloreaba de rojo al atardecer, debido al humo de los incendios forestales. La lluvia ya tenía que haber empezado, pero no lo hacía. Junto al camino, los árboles empalidecían por el polvo y por la traición del temporal. En primer lugar fue racionada el agua para riego; luego lo fue la potable. En las almas anidó un nerviosismo eléctrico. En uno de sus lentos viajes a bastonazos, Elpidio detuvo la camioneta en la bajada de la iglesia y recogió a tres viajeros. Comentaron, por cierto, la situación. —Es venganza. El pinche gobierno nos quiere matar de hambre. —Nosotros solamente luchamos por nuestros derechos. —Pinche gobierno. Lo que les quitamos uno... —¿Y no ha oído que dónde pusieron éste? —De seguro allá por la cumbre, otra vez.

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La soledad de la guerra

La guerra es ancha como selva oscura Pablo Neruda Notábamos, algo inquietos, que el hombre iba dejando morir poco a poco su conversación con los otros parroquianos para concentrar la mirada en nuestra mesa, una mirada sin enmascaramiento ni turbación. Al fin, no se reprimió más y como esos payadores en realidad ya dispuestos a cantar, pidió retóricamente permiso para sentarse e intervenir en nuestro diálogo. Ancho, tal vez de sesenta años, su cara tenía un contorno romboide y cansados ojos negros. Le hicimos lugar. —No me crean un metido —dijo, con un acento de erres guturales que, como luego nos informaría, se debía tanto a heridas de guerra como a su lugar de origen— pero los estaba escuchando hablar de Durruti y los anarquistas y a los anarquistas los conocí muy bien y ustedes me van a disculpar si les digo que Durruti era un sinvergüenza. Huevos sí, tenía huevos, pero los huevos son para la tortilla, no para la política. Es como con estos muchachos los tupamaros. ¿Durruti? Un fusil a cada uno y dale a quemar iglesias. ¿Qué revolución es esa, decime vos? Estábamos en un bar de Montevideo igual a tantos otros bares —mesas de cármica, tubos de luz, baldosas amarillas— pero había un cuadro de Denry Torres cerca de la máquina del café y las sillas eran de modelo muy antiguo, hechas de alambre retorcido. Denry era vecino del

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lugar y también Julio Garateguy, el poeta, quien aparecía de vez en cuando por allí. Con eso bastaba para que el modesto bar ganara especial prestigio y fuera transformado —en palabras de amigos— en ”un boliche auténtico”, lo que es tan difícil de definir como las razas puras. A él llegábamos en peregrinación cuentistas inéditos, polemistas, poetas mudos, pintores en ciernes, muchachas... Los clientes de costumbre nos daban respetuosamente la espalda, y a ellos pertenecía quien se había convidado esa noche a nuestra mesa, el húngaro don Janos. —Es cuestión de disciplina. Yo fui piloto ¿Vos te creés que un piloto puede hacer lo que quiere? No, mi amigo. Así veas que los fascistas están ametrallando a tu compañero, que se estrella contra una montaña, que querés matarlos a todos, hay un jefe de escuadra, hay una orden... Alguno intentó salirle al paso con un sofisma, un calambur que diera tonos de liviandad a lo que era, en realidad, confusión. Don Janos se molestó. Hablaba mirándonos uno a uno a los ojos; podría haber sido nuestro padre y lo sabía, lo hacía notar. —La muerte está ahí. Absorto en su historia, contó que en aquella mítica guerra de España fue una vez escolta de un tren de municiones, un tren tan lento que había tramos en los cuales los guardias caminaban al lado de la locomotora, conversando con los fogoneros. Al remontar una cuesta los envolvió una gran majada y la marcha se detuvo. En ese momento aparecieron dos aviones alemanes, dos Stuka — bombas colgando de las alas, motores que sonaban en la picada como si fueran sirenas— e hicieron una pasada de reconocimiento. Janos, aviador, alertó a todos y empezó a correr, abriéndose paso a patadas entre las ovejas, para llegar lo más lejos posible antes del inevitable ataque. Los soldados se burlaron de su temor, y le gritaron que regresara, que esos aviones irían quién sabe adónde. Pero lanzaron las bombas, y todo voló en pedazos.

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—Sentí un mazazo en la espalda que me levantó por el aire y me tiró entre unos yuyos. A lo que desperté, tanteándome, descubrí que mi uniforme parecía de cartón, bañado en sangre coagulada. No sentía nada, ni heridas, ni miedo, nada. Sólo sudor e indiferencia y el pegote de la sangre. Entonces vi, a mi lado, una cabeza de oveja arrancada junto a todo el cuarto delantero. Eso me había golpeado; esa sangre me cubría. Del tren no quedaban más que incendios. En el bar se escuchaba la música de la radio, voces perdidas, el campanilleo de una botella al servir. Solamente el encargado —un muchacho aún más joven que nosotros— prestaba a veces atención al cuento de don Janos, un cuento que cada vez más dirigía a sí mismo. Olvidado ya de Durruti hablaba sin pasión, jugando con el vasito de grapa que parecía un dedal en su mano ancha y cuadrada. Cuando las Brigadas fueron disueltas, había regresado a Hungría, pero allí lo esperaban la clandestinidad, el exilio en Rusia, otra guerra. Ante nuestro silencio, desplegó un relato del durísimo invierno que inició el año 1942, cuando los centinelas quedaban congelados entre el barro hecho roca. Los soldados en los pantanos finlandeses morían instantáneamente de miseria, cansancio o desesperación y el frío horroroso los conservaba hechos tronco de árbol, hechos estatuas en su gesto final. Por la puerta del boliche se colaba el otoño del Atlántico sur, un frío de juguete. La nieve era para nosotros imagen de los almanaques que a fin de año regalaba la panadería; la bestialidad, aún era cosa exclusiva de Europa y su eterna masacre. Todo lo que contaba este hombre —allí, al lado nuestro, dándonos entrada a un mundo que había existido en la ajenidad de libros y películas— era verdaderamente extraordinario, digno de que todos le dedicaran su atención. Hubiésemos querido que los demás parroquianos lo compartieran. Sin embargo,

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la cafetera resoplaba como siempre, chocaban los vasos, sonaba un cantor de tangos o alguna risa exaltada. En la Unión Soviética había conocido a una paisana — dijo— y se casaron. Quién sabe en qué frente de combate lo habían herido poco tiempo después; casi se muere, pero mientras estuvo en el hospital en larga convalecencia aprendió mecánica de maquinarias. Entonces había nacido su único hijo, único ya que las heridas lo habían dejado estéril. Poco a poco llegó la paz. Toda su familia, menos uno de los once hermanos, habían muerto en la guerra. El hermano emigró a Estados Unidos y él volvió a la aviación de Hungría. En 1947 había comandado nuevos bombardeos, esa vez para romper el hielo de los ríos durante otro invierno terrible. Faltaban cereales, vehículos, combustible; lo único que abundaba eran armas y miseria; la derecha controlaba el país, y fue el momento de la revolución, de la república socialista. — Al tiempo me fui, me tuve que ir. Salí, ¿me entienden? A lo mejor no me entienden. Tuve la oportunidad de instalar las máquinas de una industria y la acepté. Cuando lo del cincuenta y seis ya vivía en Montevideo. Para mi hijo fue una bendición llegar aquí. Aquí hay mucho que cambiar, pero se deja vivir a la gente. Don Janos se despidió ya pasadas las once. Intentamos retomar nuestra conversación, pero ésta no cobraba fuerza, vuelo ni intensidad. Ese inmigrante que tomaba su copa en un boliche de barrio era uno de los héroes que soñábamos de algún modo emular. Nuestra idea del mundo parecía en ese momento un montón de anécdotas repetidas hasta el desgaste, citas de citas apenas escuchadas. La noche de tertulia estaba perdida. Decidimos irnos; nos paramos para pagarle al encargado . —¿Y ustedes le creyeron? —comentó—. El Janos está loco. Siempre es así. Se volvió loco con lo del hijo. ¿No les

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contó? El hijo se murió ahogado en la playa, hace unos años. Toma mucho. Lo de España no es verdad. Mi padre sí que estuvo en la guerra, y dice que los cuentos del Janos son mentiras; papá lo conoce. El comentario nos había conmovido por lo brutal y superfluo, poco respetuoso. Salimos a la calle oscura. Lloviznaba en el otoño de Montevideo. El viento mezclaba el olor de la costa cercana con otro, agrio, a madera mojada, a alcohol, el olor de las hojas marchitas de los plátanos, caídas y revueltas en el asfalto húmedo. Seguramente caminamos hablando fuerte; seguramente encendimos cigarrillos. Alguno comentó que sería necesario conocer la verdad, que sería interesante regresar, encontrar al viejo y apretarlo en un interrogatorio a ver si se contradecía. Otro opinó que para don Janos lo que él había dicho era la verdad, y no importaba si esa verdad no era cierta. La formulación causó risas. Me opuse: coincidí con quien había hablado primero. Era necesario saber científicamente, siempre, manejar lo verificable, y no tal o cual acercamiento sentimental o metafísico. Un tercero citó a Brecht: ”La verdad es concreta”. Era más importante que ese hombre nos mostrara su propio balance; nos pusiera ante la inevitabilidad de los conflictos sociales, agregó otro. ¿O ante una novela?, dije. En eso bramó el motor de un autobús y corrimos para alcanzarlo, pero se nos escapó, impasible ante nuestras especulaciones, necesidades o protestas. Nos detuvimos burlados, jadeando para recobrar el aliento. Por aquellas épocas las noches eran más largas y los días de estudio o trabajo pasaban en una semiensoñación. Lo único importante era el futuro luminoso de la humanidad o el baile del próximo sábado. A cada minuto podía surgir la verdad revelada, o la mujer. Uno de los amigos me tomó del brazo y señaló a un hombre parado a cien metros de nosotros, mirando hacia el

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invisible universo del mar. Reconocí la boina, el pulover grueso: sin duda era el húngaro. Si alguno sintió impulsos científicos, los ahogó. Lentamente nos retiramos del cono de luz del farol callejero. Nadie habló; nadie quiso ser descubierto; nadie se atrevió —¿y para qué?— a interrumpir lo que parecía ser un diálogo mudo. En silencio emprendimos una larga caminata de regreso a nuestro barrio, donde el grupo, como cada noche, se iría disolviendo en estiradas despedidas.

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Cuernasaga

Casi seguramente era él, pobre Salustio, ese hombre que nos miró y se fue, buscando ocultarse. Tal vez una coincidencia o retruécano del destino, a lo mejor puede decirse: yo acababa de encontrar a mi primo Carlos y minutos antes había pasado frente a la casa en la calle Río Tamazula. Si no fue Salustio tendría que haber sido su doble, pero ni creo en casualidades ni en Cuernavaca los fantasmas andan a mediodía y menos venden globos en el centro. Mi primo Carlos trae grupos de turistas a visitar el Palacio de Cortés, que no más para eso y para aficionarse al bourbon le sirvió su proyectado Ph D en el CalTech. —¿Y los niños? ¿Y el poeta? ¿Cómo anda el poeta? — preguntó, refiriéndose a mi marido—. —Ahora es ensayista —aclaré— ¿Y tú? ¿Qué onda? —Siempre por aquí, impartiendo cultura. El Zócalo era un mar de gente, como siempre, y los vendedores acosaban. Algunos turistas esperaban a Carlos cubriéndose del sol con los sombreros más ridículos que pueda imaginarse, o con periódicos doblados. Entre ellos pasó el hombre del racimo de globos. —¡Oye! ¿Que no es Salustio, ése? —casi grité, tomando a Carlos del hombro—. —¿Salustio...? —murmuró sorprendido—. ¡Oh! ¡Salustio! El globero dio media vuelta y se perdió entre la gente.

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Tuvimos que despedirnos. Carlos prometió visitar nuestra casa nueva, ahora que estábamos instalados otra vez en Cuernavaca, pero es de lo más informal y quien sabe si lo hace. Envió muchísimos saludos para el poeta. —Ensayista —repetí—.

—O nos salimos del maldito DeEfe o jamás acabaré un solo libro. Mi marido siempre se quejaba de la falta de posibilidades para escribir en paz viviendo en la capital, y decidimos conseguir una casa en Cuernavaca. No buscábamos nada especial: alberca, jardín, igual que todas, pero eso sí, junto a las vías del tren porque mi marido adora los ferrocarriles. Con gran aburrimiento de nuestros niños recorrimos la ciudad durante algunos fines de semana y movilizamos a amigos y especialistas. Por fin, apareció el ansiado cartel de FOR RENT en una casa adecuada, la casa de Río Tamazula. Era el ideal; nosotros no. El ferrocarril pasaba al costado del terreno pero no éramos americanos, no pensábamos pagar en dólares y estábamos lejos de sentirnos bienvenidos. Los niños también eran un problema. La dueña había resultado ser solterona, hija de un oscuro general de la Revolución a quien alguno de los bandos había fusilado, y media parienta de unos parientes de mi marido. Este empezó a telefonearle y enviarle telegramas florales, pero la mujer no aflojaba. Entonces escribió una larga elegía sobre el general ese, editó diez ejemplares y se los regaló. Obtuvimos, cómo no, la casa. Le prometimos cuidar el pasto y continuar con Salustio, que, igual que el piano, venía en el contrato de arriendo. A la semana de mudarnos Salustio ya nos era indispensable. Además, la felicidad de mi marido era muy

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grande: todo temblaba al paso de los cargueros, y entonces escribió: ¡Oh edificios rodantes, trepidantes, atados por espejos paralelos, tibios aceites y humos marineros! Los trenes, la poesía y el periódico —propietario, redactor, editorialista— eran sus verdaderas pasiones. Una vez que una larga huelga paralizó Ferronales, empezó una nota editorial así: Maquinarias de ruedas metálicas cual diente proletario ¿Porqué no llegáis hoy a mi ventana, terremotos movibles, víboras de progreso, a colgar un saludo de petróleo? En la casa adaptó una habitación del segundo piso como torre de marfil y desde la puerta gritaba: —¡Ahora sí, a la creación! En verdad tuvo un período en que escribía mucho y cada cuatro o cinco semanas completaba un nuevo libro que en su imprenta publicaba de inmediato. Sus amigos los críticos celebraban cada uno con las mismas palabras que el anterior, pues todos hablaban de trenes. Yo pretendía pasar los fines de semana descansando y no a cargo de sus ocurrencias ni de la casa, por eso Salustio era un enviado del cielo. Nuestro Paspartú usaba las guayaberas como recién encaladas, los negros pantalones sin pelusa y el largo pelo encaneciente siempre bien peinado. —Te pareces a Emiliano Zapata —le decía mi primo Carlos— y deberías dejarte un bigotón. —No señor —contestaba invariablemente Salustio—. Sería falta de respeto.

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Tenía su pieza junto a la bodega del fondo y allí dormía los viernes para estar listo cuando llegaban, el sábado, el jardinero y la muchacha. No dejaba que ésta le hiciera el aseo. —Es que estas indias son unas cochinas —me explicó, bajando la voz—. Tanto insistió mi primo Carlos, que logró visitarlo en su cuarto. Contó después que en las paredes tenía fotografías de charros, cantantes famosos y galanes del cine, pegadas con chinches. Un marco de caracoles rodeaba una virgencita de Guadalupe. Salustio planificaba lo que íbamos a comer, compraba y preparaba los alimentos y me rendía cuentas escrupulosas. Para mí, llegar a a Río Tamazula era como entrar a un hotel de lujo. Los niños soñaban con el desayuno del sábado porque Salustio les servía panqueques con delgadísimas tajadas de manzana, o con crema batida, helado y nueces. —Salustio, véngase con nosotros para México —le decía mi marido—. Después de todo, usted es nuestro siervo de la gleba. —Muchas gracias, señor, pero no es mi intención. Tal vez simplemente no le interesaba, tal vez prefería ahorrar fuerzas para ser el perfecto mayordomo los fines de semana y tener los demás días para él. Sabíamos que vivía con su mamá, cerca de La Leona. Dice mi primo — ¿qué no averigua, éste?— que en ocasiones lo ha visto trabajando en el Centro Comercial, en una carnicería que se llama La Carne Manda. Estuvimos pensando en cambiarnos de una buena vez para aquí. Parecía preferible establecerse en Morelos y viajar a México a diario por negocios, como lo hacen veinte mil personas. Una hora de auto no es nada y la autopista es tan transitada que parece una avenida. Entonces, ay, llegó la época de los calores y la gente se puso loca, igual que cada año, en busca de dónde hacer

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turismo, no importa a costas de quién. Los visitantes nos llegaban en hordas y no era raro que el sábado, aún despertándome, ya escuchara a mi marido en el jardín: —¡Ínclitas razas ubérrimas! ¡Sed bienvenidos! A veces era un matrimonio, nada más; a veces dos y con niños; a veces un grupo de trasnochadores que podían arribar en cinco autos a seguir la juerga, y aguante uno las quejas de los vecinos después. Los domingos a la noche regresábamos al DeEfe sin hablar, agotados y de mal humor. Empezaron nuevamente —después de años de tregua— mis jaquecas. Un día conté veintiséis personas chapoteando en la alberca. Hasta el piano estaba lleno de sacos de dormir y zapatillas de gimnasia. La situación era extrema. Cuando pasaba un tren mi marido apenas volteaba a mirarlo. Entonces lo llamé, subimos a la turris eburnea y entre los colchones y la ropa de los invasores discutimos bien bonito. ¿Çómo estábamos viviendo? ¿Vinimos aquí para poner hotel? Y gratis, además. Alguno aportaba una botella; la mayoría ni tortillas. Había que cortar. Hicimos correr el rumor de que criábamos caballos en Toluca; a algunos dijimos que viviríamos un año en Europa, para otros, lo haríamos en Houston. Mi marido empezó a odiar Cuernavaca y compuso aquel poema de protesta que causó escándalo. Ese periódico que va anunciando los crímenes del día con un altoparlante por toda la ciudad,le dedicó la primera plana: La región más decadente Cuernabáquica el viernes Cuernabardas de siempre Cuernabarrancas basurera Cuernabaila, Cuernabasta, Cuernalberca, Cuernavacila,

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Cuernabarca en naufragio municipal holocáustico. Sentado en ”La Parroquia” hago tu autopsia epitáfica. Junto al texto del poema, una nota en negrita y tipos altos pedía que al autor se le aplicara el artículo constitucional 33, ese por el que se puede expulsar a los malos extranjeros, ya que era un ”chilango denigrador recostado a la condicionante etílica de su musa para denostar a nuestra Perla de la Eterna Bugambilia, Cuernavacamor”. En una supuesta carta de los lectores se reclamaba la aplicación del artículo 38 Magnum, en vez del otro. Durante un par de semanas temí que la gente — siempre hay algún loco— pudiera darnos un susto, pero aquí nunca pasa nada y poco a poco los crímenes, estupros y violaciones relegaron lo del poema al pasado remoto. Con tantas maniobras de desinformación como hicimos y con la estación de las lluvias, cayó sobre nosotros el manto del anhelado y bendito olvido y todo pareció regresar a sus orígenes. Entonces pasó —pobre Salustio— aquello de lo que preferimos no hablar. Un jueves a la noche llegamos a Río Tamazula. Llamó nuestra atención que el portón estuviese abierto, y la entrada a oscuras: Salustio sabía que vendríamos y acostumbraba esperarnos de otro modo. Mi marido decidió dejar los faros del carro apuntando al jardín. —Quédate con los niños —me dijo—. Bajo a mirar. Algo pasa. Algo extraño pasa aquí. Recogió la linterna de la guantera y lentamente se encaminó hacia la casa. Vi que encendía luces. Las puertas del jardín de invierno, que daban acceso al living room, estaban abiertas

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hacia atrás. ”Ladrones”, pensé, y una pelota de angustia se me formó en la garganta. Mi marido regresó y ordenó: —Llévate a los niños y métete en la casa. Después te explico. —¿Y Salustio? —pregunté—. —Lo mismo quisiera saber yo —dijo—. Cargué al pequeñín —quien dormía desde la mitad del viaje— y el grande se colgó de mi mano. Entramos. Había botellas rotas entre las plantas; una silla flotaba en la alberca. Mi hijo mayor daba vueltas mirándolo todo, mientras yo trataba de convencerlo que me siguiera escaleras arriba, a su dormitorio. Los pisos estaban sucios. Había restos de comida chorreteando las alfombras pared a pared y habían hundido el tubo del televisor hacia adentro del mueble. No faltaban al parecer ni pinturas ni piezas arqueológicas. —Esto huele como el primo Carlos —dijo el nene, alzando un vaso roto—. —¡No lo toques! —grité, y sentí que estaba perdiendo el control—. Sube conmigo, inmediatamente. —Mamá —agregó señalando hacia el jardín—. Mi papá se va con Salustio. Caminaban en dirección al coche. Salustio se apoyaba en el brazo de mi marido y apenas podía arrastrar los pies. Iba cubierto con una frazada y parecía muchísimo más viejo. Mi marido lo acostó en el asiento trasero y se acercó para decirme: —Hasta luego. Voy a la Cruz Roja. —¿Qué fue? —No ha dicho nada. Nos vemos, pues Partieron —¿Qué le pasó a Salustio, ma? ¿Qué le pasó, eh? — repetía mi hijo, e hizo el intento de seguirlos—. Tuve que meterlo a la cama con amenazas.

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Puse candado en la reja del portón; me encerré. Creí que estaba tranquila pero cuando intenté limpiar mis manos temblaron tanto que no pude hacer nada. Fui al baño en busca de sedantes y allí también había desastres: mis cosméticos los habían regado por el piso; el rollo del papel higiénico flotaba en el inodoro. En un rincón estaba una camisa de mi primo Carlos. Siempre que venía olvidaba alguna cosa y yo lo odiaba por eso, pero en ese momento hubiera deseado que estuviera allí para acompañarme. Cerré la puerta y bajé. Los pequeños ruidos que yo misma producía me resultaban insoportables y sonaban horriblemente fuertes en la casa vacía y violada. Se me antojó tomar té aunque el estado de la cocina producía repulsión: platos rotos, ollas sucias. Necesitaba música. El tocadiscos estaba dañado; el radio, por suerte, funcionó. Hirvió el agua y el perfume del té me reconfortó; llené una taza, le eché mucho azúcar y me fui a sentar a mi sillón preferido. Algo crujió. Di un salto y corrí escaleras arriba. Casi atropello a mi hijo el mayor: se había levantado. Espiaba. Pasada la medianoche, volvió mi marido. —Parece que le dieron una paliza. Qué va a decir la señorita que tanto nos recomendó que se lo cuidáramos. Estaba atado a la cama, boca abajo, y de atrás le salían rosas; le habían hincado un manojo de rosas; lo pusieron de florero, a nuestro Salustio. No me animé a tocarlo y lo llevé así nomás. Para peor, los médicos se reían. —¿Avisaste a la policía? —¿A la policía? ¿Qué quieres? ¿Que mañana nos paseen por la ciudad con el altoparlante ese? Una semana más tarde entregamos la casa. Cuernavaca, nunca más. Los tiempos cambian y uno con ellos. Mi marido se apasionó por el golf. No repetiré los poemas sobre el tee, el

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fairway y el rough, o el putter y el swing. Lean su último libro. Sus nuevos compañeros de deporte lograron convencerlo de que invirtiera en bienes raíces y aceptó meterse a construir un condominio y un campo de 18 hoyos. Por supuesto, una de las casas era para nosotros. Ahí anda, con un carrito eléctrico y dos caddies. Casi no lo veo; saluda al pasar. El periódico de los crímenes por altoparlante es suyo. Mío, bah, por razones fiscales. Él escribe ensayos, ahora. Está terminando uno donde compara esta Cuernavaca de hoy con la que describía Alfonso Reyes allá por el año treinta. Comienza superponiendo el plano de Piazza San Marco con el de nuestro Zócalo, y demuestra que éste es más bello y funcional. A lo mejor lo es. Yo en realidad comparto lo que dice mi primo Carlos: el Zócalo es un cuadrado de pastito amarillento, aplastado por mariachis y fritangas, rodeado de heladerías más carros más niñitos más turistas. Y una fuente seca.

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Felicidad no es comer naranjas Eópolis, polis, metrópolis, megalópolis, tiranópolis, necrópolis. Lewis Mumford El centinela dio el aviso, pero los demás hombres se rieron. Era un joven apenas adolescente, y todos habían visto ya que un pequeño grupo se acercaba por el camino. Imposible no verlo. El valle era plano y seco y nada podía ocultarse desde los cerros que se superponían allá por el norte hasta el río, al sur. Allá, arboledas lejanas; aquí, gris metálico entre la tierra parda, las ruinas de la refinería. En las noches las rondas de vigilancia se extendían hasta las acequias. Más allá, sólo coyotes, pajarracos y alimañas se repartían la oscuridad. Pero en la clara luz matinal los hombres tomaron perezosamente posiciones en su fortificación, formada por autobuses semidestruidos y esqueletos de camiones: ”Petróleo-Inflamable” decía, con grandes letras rojas, en algunas puertas desvencijadas. La tropa de caminantes avanzaba por el asfalto, ya semidisgregado, al rayo del sol. Dos de los guardias probaron sus hondas de alambrón retorcido y constataron que las bolsas de proyectiles — tuercas de a pulgada— estaban llenas. Salieron a recibir la comitiva, deteniéndose a beber en una corriente de agua que refrescaba el puesto. —Acción, muchachos —dijo el jefe, con sonrisa triste —. Todos llamaban jefe a un hombre grande y grueso, de barbas largas. Le faltaba la pierna izquierda desde la rodilla y usaba una pata de palo sostenida por correas.

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Ayudado, trepó al techo de uno de los ómnibus y revisó ritualmente el cargador de su máuser, de balas casi agotadas para siempre. Sobre el techo estaba instalada una ballesta hecha de hoja de acero y afiladísimas flechas construidas con trozos de tubería. Miró cómo algunos hombres se alejaban para salir al encuentro de la comitiva visitante. Algo atrás del grupo, allá en el camino, algunos rezagados empujaban una carretilla. En la vanguardia apareció un trapo de color verde, enarbolado. —Se identifican como comerciantes —comentó el jefe —. Avisen a los otros bastiones. El mensaje fue transmitido por heliógrafo, mientras la escasa tensión que los extraños habían despertado se diluía. Los hombres de la avanzadilla exigieron que todos los integrantes del grupo se acercaran a la guardia con los brazos en alto. Era rutina. Ellos mismos tomaron el carrito y lo condujeron hacia la boca de una de las entradas subterráneas que llevaban al centro de la refinería. El sol estaba alto y la sombra que daba la chatarra se sentía agradable y bienvenida. Los comerciantes se detuvieron frente al jefe. Seis hombres con enastados cuchillos carniceros salieron de la fortificación y los rodearon. —No temas, jefe —habló un viajero—. Somos gente de paz. Venimos de Santa María, más allá de los cerros. —¿Y qué quieren? —Traemos ropa; buena ropa. —Basta revisar un poco en las ruinas y se encuentra ropa para muchos años más. —Allá toda la ropa está podrida, infectada de cadáver. —¡Qué argumento! Es seguro que la que traen las recogieron allí —terció uno de los muchachos—. —También tenemos huaraches. Fuertes. Los hacemos allá —continuó el comerciante—. —¡Y nosotros aquí! —intervino otro guardia.

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Los soldados festejaron la respuesta y el hombre se quedó en silencio. Junto a él estaba parado un joven de pelo largo y túnica color café. Su cabeza rubia sobrepasaba largamente la de los demás. Un medallón como una mano de niño colgaba en su pecho. —¡Jefe! —gritó un comerciante—. Necesitamos metal y ustedes lo tienen. Hagamos trueque. —No vendemos ni regalamos. Únanse a nosotros y tendrán metal de sobra. —Nuestra vida es otra. No discutamos. Suficiente tenemos con aguantar a tus hombres discutiendo en cada población, en cada mercado... —Sí. Tenemos la razón. —Jefe, ustedes sueñan con dinastías de campesinos, como las que tuvieron su hora feliz hace miles de años y ya desaparecieron para siempre. —¿Dinastías de...? ¡Tú no eres comerciante! Ése es un argumento de los malditos Refundadores. Se van. Váyanse. Les apuntó con el fusil. —Disculpen —dijo el joven del medallón—, pero nadie trae armas y hace calor. ¿Podemos bajar los brazos y hablar a la sombra? El jefe lo miró y se sintió desconcertado, invadido por el vértigo; los ojos —azules— del visitante habían aumentado de tamaño. Eran piedras; eran globos de luz„ eran peceras. Sintió un río de dolor en la cabeza. Jadeó. Su corazón martilleaba. En contra de sus mismos pensamientos, se oyó decir: —Entren, hermanos. Sean bienvenidos. Ante esa frase la guardia abrió paso y la caravana se instaló junto a la acequia, donde varias gallinas en libertad buscaban, como siempre, algo que picotear. El jefe se descolgó de la atalaya, recobró su control y analizó el caso. ”Ese es de los grandes. De los grandes. Quien lo mire a los ojos está perdido”.

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—Venimos con este hermano extranjero —dijo quien había mencionado las dinastías de campesinos— que quiere ver al dirigente. Tenía una voz tenue y antes de hablar se había descubierto la cabeza. El jefe no contestó. Formó con los dedos un mudra protector y lo hizo notorio. ”No debo mirar sus ojos. Debo recordar a mis abuelos indios: nunca mirar a los ojos, siempre al piso. Que el poderoso crea que es por sumisión, cuando en realidad andamos eligiendo el lugar donde enterrarlo mañana”. —Paz contigo —dijo el extranjero— pues te traigo un mensaje de amor. Salí hace varios meses, desde muy lejos, con saludos de buena voluntad. Entre todos ellos, bajos, morenos, el joven rubio parecía un claro en el bosque. —No eres el primero. Te mandan ellos, supongo. —No me manda más que una aspiración fraternal, universal, en busca del bienestar de todos. —Un bienestar que se realizará en el momento en que les entreguemos la refinería, vaya —interrumpió el jefe concentrándose en su mudra—. —Déjame hablar con el dirigente. Contigo no puedo entenderme —pidió el extranjero—. —No —insistió el jefe—. —Es importante. —¡Siempre es importante! Cada uno que llega aquí trae la misión más importante del universo y todos terminan queriendo quitarnos la refinería. Llevado por la irritación lo había mirado apenas un instante a los ojos. Sintió que una ola de calor se extendía, atrapándolo. Oró mentalmente pidiendo protección, más protección, pero ésta no llegaba. Sus hombres, silenciosos, lo observaban desde cierta distancia. Veían cómo el jefe, el gigantón de las barbas y el máuser atravesado a la espalda, estaba siendo derrotado.

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Las palabras se le embarullaban antes de salir de la boca; pensaba una cosa y expresaba otra. Comenzó a sentirse mareado. Los oídos, como si saliera del fondo del mar, zumbaban. —¿Qué pasa, jefe? —dijo el extranjero—. Éstás débil. ¿Por vivir aislados como las águilas no comen lo suficiente, quizá? En nuestra república —alzó la voz, discurseando para los soldados— están funcionando motores otra vez, reparamos líneas eléctricas, poco a poco recomienzan las industrias, ya brotan naranjas... —Y hay esclavos —interrumpió el jefe—. —Ganan un salario. —El que ustedes indican. —El que logran negociando, con tratativas democráticas. Y, jefe, por favor, no hagas política barata ante tus hombres. El jefe lo miró y se arrepintió cuando ya era tarde. Sintió como el terror se hacía un bloque helado en el estómago. Otra vez había reaccionado mal, se había dejado vencer por su propio yo herido. Cerró los ojos, apretándolos con rabia. Una mano se abría y se cerraba dentro de su cabeza, bloqueando toda comunicación entre las partes de su cerebro. Le pareció que caía en un pozo. De golpe todo quedó en suspenso; la mente en blanco. —Por hoy basta —dijo el emisario—. Mueve tus espejitos y anúnciame. El jefe hizo lo que le ordenaban. Por su cara se deslizaban lágrimas. En una pequeña habitación en medio de las gigantescas estructuras de la refinería, sentados en toscas sillas y ante una mesa de tablas cortadas a hacha, dialogaban midiéndose. Luego de sobreponerse a la sorpresa de que el dirigente era una mujer delgada, menuda, de pelo negro y muy corto, el extranjero había hablado con

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grandilocuencia. La dirigente rebatió sus argumentos punto por punto. Bajaba los párpados gruesos, entreabría los labios delgados, y explicaba: —En realidad, los motores de petróleo duraron poco más de un siglo. La vida no es tan efímera. —Los motores fueron un medio para lograr más libertad. ¿No es acaso la libertad el objetivo del espíritu humano? —¿Libertad atándose a la mecánica? Los aztecas caminaban tres días sin comer ni dormir ni tomar agua, como los tibetanos, y recorrían doscientos quilómetros en un día. —Pero aquí ustedes tienen máquinas. —Si. Muy simples y no hacen más rico a ninguno. Fabricamos máquinas, no jerarquía, y en lo posible son de madera. El bosque está más cerca del hombre que la mina. —Hay jerarquía: tú eres dirigente, otros te sirven para que tú dirijas. Siempre habrá dirigentes y dirigidos. —Sabes bien que nadie está a mi servicio. Si necesitara sirvientes, pues habría llegado la hora de dividir más el trabajo, hora de fundar una nueva comuna. A ti te aterra lo simple. Tus argumentos son los de un escolar engreído. Sabía que estaba siendo refutado y transformó sus ojos en discos luminosos; dos rayos chispeantes brotaron de ellos y buscaron la cabeza de la dirigente. Ella se englobó en una esfera rojiza. —Es injusto de todos modos que ustedes monopolicen la refinería, un recurso de la humanidad. —¿Injusto? Aquí hay justicia. Todos somos ricos, o pobres. Nadie vendrá a tentarnos con fábricas o naranjas, como decías en tu reciente discurso allá en la guardia. A lo mejor, la felicidad no es sólo comer naranjas. —Tus hombres se interesaron en mi relato. —Toda ilusión es tentadora. Ustedes, los Refundadores, cuentan con la gran ventaja de que la ilusión siempre traiciona al razonamiento

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Habían dejado de hablar. Se comunicaban en otro plano. Quien hubiera entrado allí hubiese visto dos personas sentadas, las manos en la falda, los ojos cerrados. Un sahumerio encendido en un rincón despedía su bruma. Los argumentos hendían el aire, paredes de luz, látigos en chasquido y trallazo, líneas que se cruzaban con violencia, que ocupaban unas el lugar de las otras, figuras que combatían con espadas y lanzas. —Organización. Es necesario organizar. ¿Cómo cuidarías a los débiles, a los enfermos? —Miedo y mala conciencia: la artillería del buen Refundador. La solidaridad necesita que la dejen crecer. ¿Qué pasó con tus enormes hospitales cuando no hubo más agua, ni electricidad? Los médicos huían atropellando a quien fuere, hacia el sur, hacia el sur, antes que les tocara la radioactividad. los volcanes, las bombas. Todos, científicos locos de terror, desertores, histéricos, huían entre los muertos. los linchados, los degollados, los apestados ¿Cómo fallaron los grandes aparatos? La dirigente había prolongado su discurso a propósito. Cada palabra se había alzado como delgada columna en torno al emisario. Este lo notó y se puso de pie. Tocó el medallón de su pecho y se transformó en un enceguecedor fuego verde que comenzó a derretir las columnas. Sin embargo, el aire se solidificaba, se convertía en luz sólida. Los dos sabían porqué. —Veo el aire que ocupas —dijo la dirigente— y veo en él tus propios pensamientos. Es que consideraste usar la violencia. Sé lo qué traían en la carretilla.Tú conoces que al violento lo paralizamos invirtiendo su propia negatividad. El joven sintió los brazos pegados al cuerpo. Sus ojos comenzaron a apaciguarse y la brisa llenó el ambiente. También entraron, otra vez, los ruidos de mucha gente trabajando. Él veía y escuchaba, pero su rostro estaba congestionado y el pelo, antes brillante, caía como si

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estuviera mojado. Era una escultura luchando con su materia. Dejó de resistir. La dirigente lo bendijo, sonrió y lo colocó, deslizándolo por el piso, junto al sahumerio. Salió de la habitación. El mediodía brillaba en torres y oleoductos, metal y tuberías. Caminó hasta el límite de los edificios, donde comenzaban los plantíos, y se encontró con un hombre. —¿Y qué pasó? —preguntó éste—. —Lo de siempre. Un visitante, una discusión. ¿Notaste que pedí la energía de todos? Por eso resultó todo bien. Se despidieron con un beso. Él torció hacia los establos; ella, hacia la panadería. Se sentía agotada y el pan fresco olía irresistiblemente. Saludó a un grupo de ancianos que extraían cobre de una maraña de cables, bajo un hangar sin paredes. Pasó por un puesto de guardia e hizo enviar con el heliógrafo un mensaje a la atalaya, donde habían quedado acampados los comerciantes. —Que los que quieran irse sigan sin él. No lo esperen. Los demás, son bienvenidos. Déjenles en claro que los descubrimos. La carretilla está llena de ratas muertas que iban a tirar en la acequia, corriente arriba. Pensaban matarnos apestados. —Se van a integrar. Poco a poco todos se van a integrar. A lo mejor, hasta fundan comunas propias — pensó, mientras miraba el centelleo de los espejos—. Deberíamos agradecerles a los Refundadores que nos manden a su gente más valiosa para convencernos de que les entreguemos la refinería, pues se quedan con nosotros. Abrió los brazos y extendió las palmas de las manos vueltas hacia arriba, hacia el sol, para cargar energía.

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http://documentodeviaje.wordpress.com

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